Grey.
Blancura, y la sensación de flotar. Grey tomó conciencia de que iba en un coche. Lo cual era raro, porque el coche era también una habitación de motel, con camas, tocadores y una televisión. ¿Cuándo habían empezado a fabricar coches así? Estaba sentado al pie de una de las camas, conduciendo la habitación (la columna del volante se elevaba en ángulo del suelo; el televisor era el parabrisas), y sentada en la cama contigua estaba Lila, que apretaba contra el pecho un bulto rosa. «¿Ya hemos llegado, Lawrence? —le preguntó Lila—. Hay que cambiar al bebé». ¿El bebé?, pensó Grey. ¿Cuándo había sucedido eso? ¿No estaba de pocos meses? «Es tan bonita —dijo Lila mientras la arrullaba—. Tenemos una hija muy guapa. Lástima que tengamos que matarla». «¿Por qué hemos de matarla?», preguntó Grey. «No seas tonto —contestó Lila—. Ahora matamos a todos los bebés. De esa forma no se los comerán».
Lawrence Grey.
El sueño cambió (en parte sabía que estaba soñando, y en parte no), y Grey se encontraba ahora en el tanque. Algo venía a por él, pero era incapaz de moverse. Estaba a cuatro patas, sorbiendo la sangre. Su trabajo era beberla, beberla toda, lo cual era imposible: la sangre había empezado a rebosar por la escotilla y llenaba el compartimento. Un mar de sangre. La sangre le estaba llegando a la barbilla, a la boca, y la nariz se le estaba llenando, se estaba atragantando, ahogando…
Lawrence Grey. Despierta.
Abrió los ojos y le recibió una luz áspera. Notaba algo en la garganta. Se puso a toser. ¿Iba a ahogarse? Pero el sueño ya se estaba dispersando, sus imágenes se atomizaban, y sólo dejaban un residuo de miedo.
¿Dónde estaba?
Una especie de hospital. Llevaba una bata, pero nada más. Sentía el frío de la desnudez debajo. Gruesas correas sujetaban sus muñecas y tobillos a las barandillas de la cama, le inmovilizaban como a una momia en un sarcófago. De debajo de la bata salían cables conectados a un carrito con equipo médico: tenía clavada una intravenosa en el brazo derecho.
Había alguien en la habitación.
Dos alguienes, de hecho, ambos al pie de la cama con sus voluminosos trajes, los rostros protegidos por mascarillas de plástico. Detrás de ellos había una pesada puerta de acero y, montada en lo alto de la pared en una esquina, contemplando la escena con su mirada imperturbable, una cámara de seguridad.
—Señor Grey, soy Horace Guilder —dijo el de la izquierda. Su tono de voz se le antojó a Grey extrañamente jovial—. Éste es mi colega, el doctor Nelson. ¿Cómo se encuentra?
Grey se esforzó por enfocar sus caras. El que había hablado parecía de edad madura, de una forma anónima, con una pesada cabeza de mandíbula cuadrada y piel pálida. El segundo hombre era mucho más joven, de ojos oscuros inescrutables y una pequeña perilla. No se parecía a ningún médico que Grey hubiera conocido.
Se humedeció los labios y tragó saliva.
—¿Qué es este sitio? ¿Por qué estoy atado?
Guilder contestó en tono tranquilizador.
—Es por su propia protección, señor Grey. Hasta que averigüemos qué le pasa. En cuanto a dónde está, temo que todavía no puedo decírselo. Bastará con decir que se encuentra entre amigos.
Grey cayó en la cuenta de que debían de haberle sedado. Apenas podía mover un músculo, y no era sólo por las correas. Sentía las extremidades pesadas como hierro, y sus pensamientos se movían en su cerebro con una falta de propósito perezosa, como olominas en un acuario. Guilder le acercó un vaso de agua a los labios.
—Adelante, beba.
A Grey se le revolvió el estómago. Sólo el olor ya era repugnante, como una especie de piscina con mucho exceso de cloro. Acudieron a él diversos pensamientos, pensamientos oscuros: la sangre en el tanque, y el rostro de Grey sepultado en ella con avidez. ¿Había sucedido en realidad? ¿Lo había soñado? Pero tan pronto como se formaron en su mente estas preguntas, una especie de rugido dio la impresión de invadir su cabeza, una inmensa ansia que cobraba vida en su interior, tan abrumadora que todo su cuerpo se tensó contra las correas.
—Caramba —dijo Guilder, retrocediendo con brusquedad—. Quieto ahí.
Más imágenes desfilaban por la cabeza de Grey, se alzaban entre la niebla. El tanque en la carretera, los soldados muertos, explosiones a su alrededor. La sensación de su mano rompiendo la ventanilla del Volvo, los campos en llamas, el coche que atravesaba el maíz, y las luces brillantes del helicóptero, y los hombres con trajes espaciales que se llevaban a rastras a Lila.
—¿Dónde está ella? ¿Qué le han hecho?
Guilder miró a Nelson, quien frunció el ceño. Interesante, parecía decir su cara.
—No ha de preocuparse, señor Grey, la estamos cuidando bien. De hecho, está al otro lado del pasillo.
—No le hagan daño. —Tenía las manos cerradas. Su cuerpo se estaba tensando contra las correas—. Si la tocan, yo…
—¿Usted qué, señor Grey?
Nada. Las correas resistieron. Lo que le habían administrado había acabado con sus fuerzas.
—Procure no ponerse nervioso, señor Grey. Su amiga está perfectamente bien. El bebé también. Lo que no tenemos muy claro es cómo llegaron a estar juntos. Abrigo la esperanza de que nos ilumine al respecto.
—¿Por qué quiere saberlo?
Una ceja se enarcó en señal de incredulidad detrás de la mascarilla.
—Para empezar, parece que ustedes dos son las últimas personas que salieron de Colorado vivas. Créame cuando le digo que se trata de una cuestión muy importante para nosotros. ¿Estaba ella en el Chalet? ¿La conoció allí?
Sólo la palabra consiguió que el miedo se apoderara de Grey.
—¿El Chalet?
—Sí, señor Grey. El Chalet.
Negó con la cabeza.
—No.
—Entonces, ¿dónde?
Tragó saliva.
—En el Home Depot.
Por un momento, Guilder no dijo nada.
—¿Dónde estaba eso?
Grey intentó ordenar sus pensamientos, pero su cerebro se hallaba confuso de nuevo.
—En algún lugar de Denver. No lo sé con exactitud. Ella quería que le pintara el cuarto de la niña.
Guilder se volvió al instante hacia el segundo hombre, quien se encogió de hombros.
—Podría ser el fentanyl —dijo Nelson—. Puede que tarde un rato en recobrar la cordura.
Pero Guilder siguió sin inmutarse. Había algo más firme en la mirada del hombre. Daba la impresión de clavarse en él.
—Hemos de saber qué pasó en el Chalet. ¿Cómo huyó?
—No me acuerdo.
—¿Estaba la chica allí? ¿La vio?
¿Había una chica? ¿De qué estaban hablando?
—No vi a nadie. Sólo… No lo sé. Todo era muy confuso. Desperté en el Red Roof.
—¿El Red Roof? ¿Qué es eso?
—Un motel, en la autopista.
Frunció el ceño en señal de confusión.
—¿Cuándo fue eso?
Grey intentó contar.
—¿Hace tres días? No, cuatro. —Cabeceó contra la almohada—. Cuatro días.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—Es absurdo —dijo Nelson—. El Chalet fue destruido hace veintidós días. Este tío no es Rip Van Winkle.
—¿Dónde estuvo durante esas tres semanas? —insistió Guilder.
La pregunta era absurda. ¿Tres semanas?
—No lo sé —respondió Grey.
—Se lo preguntaré de nuevo, señor Grey. ¿Estaba Lila en el Chalet? ¿Fue allí donde la conoció?
—Ya se lo he dicho. —Empezó a suplicar, agotada su resistencia—. Estaba en el Home Depot.
Sus pensamientos daban vueltas como agua que se escapara por un desagüe. Fuera lo que fuera lo que le habían administrado, le había jodido vivo. De repente comprendió el significado de las correas. Iban a estudiarle. Como a los fosforescentes. Como a Cero. Y cuando hubieran terminado con él, Richards, o alguien como él, enseñaría la tarjeta roja a Grey, y eso significaría su final.
—Por favor, soy yo al que quieren. Siento haber huido. No le hagan daño a Lila.
Por un momento los dos hombres no dijeron nada, se limitaron a mirarle desde detrás de sus visores. Después, Guilder se volvió hacia Nelson y cabeceó.
—Ponle a dormir.
Nelson cogió una jeringa y un frasco de un líquido transparente del carrito. Mientras Grey miraba impotente, introdujo la aguja en el tubo de la intravenosa y apretó el émbolo.
—Sólo limpio —dijo Grey con voz débil—. Sólo soy un conserje.
—Oh, yo creo que es usted mucho más que eso, señor Grey.
Y con estas palabras en sus oídos, Grey se sumió en el sueño una vez más.
Guilder y Nelson atravesaron el compartimento estanco y entraron en la cámara de descontaminación. Primero, una ducha con los biotrajes, después se desnudaron y restregaron de pies a cabeza con un jabón áspero que olía a productos químicos. Carraspearon y escupieron en el lavabo, e hicieron gárgaras un minuto con un fuerte desinfectante. Un ritual engorroso, pero hasta que supieran algo más sobre el estado de Grey, sería prudente observarlo.
Tan sólo el personal indispensable se hallaba presente en el edificio: tres técnicos de laboratorio (Guilder pensaba en ellos como Wynken, Blynken y Nod[4]), además de un médico y un equipo de seguridad de Blackbird compuesto por cuatro hombres. El edificio había sido construido a finales de la década de 1980 para tratar a soldados expuestos a agentes nucleares, biológicos o químicos, y los sistemas estaban plagados de micrófonos y cámaras (la climatización sobre el nivel del suelo estaba estropeada, así como la videovigilancia de toda la instalación), y daba la curiosa impresión de que el lugar estaba desierto. Pero era el último lugar al que alguien iría a buscarlos.
Nelson y Guilder entraron en el laboratorio, una amplia sala con instrumentos diversos y escritorios, incluidos los poderosos microscopios y centrifugadoras de sangre necesarios para aislar y cultivar los virus. Mientras Grey y Lila seguían inconscientes, les extrajeron sangre y fueron sometidos a un TAC cerebral. Sus análisis de sangre no habían sido concluyentes, pero el escáner de Grey había revelado que el timo estaba hipertrofiado de manera radical, típico de los infectados. Por lo que Guilder y Nelson pudieron deducir, no había experimentado más síntomas. En todo lo demás parecía gozar de una salud excelente. Todavía mejor: tenía aspecto de poder correr una maratón.
—Déjame enseñarte algo —dijo Nelson.
Acompañó a Guilder hasta la terminal del despacho contiguo, donde se había instalado. Nelson abrió un archivo y clicó sobre un JPEG. En la pantalla apareció una foto de Lawrence Grey. O mejor dicho, de un hombre que se parecía a Grey. El rostro de la fotografía aparentaba mucha más edad. Piel flácida, pelo ralo, ojos hundidos que lanzaban a la cámara una mirada apagada, casi bovina.
—¿Cuándo la tomaron? —preguntó Guilder.
—Hace diecisiete meses. Son los archivos de Richards.
Maldita sea, pensó Guilder. Era justo lo que Lear había dicho.
—Si tiene el virus —continuó Nelson—, la pregunta es por qué está actuando de manera diferente en su cuerpo. Podría tratarse de una variedad que no hemos detectado, que activa el timo como las demás y luego queda latente. O podría ser otra cosa, exclusiva de él.
Guilder frunció el ceño.
—¿Por ejemplo?
—Sé tanto como tú. Alguna especie de inmunidad natural parece la culpable más probable, pero no hay forma de saberlo con certeza. Podría estar relacionado con los antiandróginos que estaba tomando. Todos los barrenderos estaban tomando dosis muy elevadas. Depo-Provera, espironolactona, prednisona.
—¿Crees que esto es obra de los esteroides?
Nelson se encogió de hombros sin mucho entusiasmo.
—Podría ser un factor. Sabemos que el virus interactúa con el sistema endocrino, al igual que los antiandróginos. —Cerró el archivo y se volvió en la silla—. Pero aquí hay algo más. He investigado un poco a la mujer. Nada del otro mundo, pero lo que hay podría ser interesante. Te lo he impreso.
Nelson le entregó un grueso fajo de papeles. Guilder lo abrió por la primera página.
—¿Es médico?
—Traumatóloga. Continúa.
Guilder leyó. Lila Beatrice Kyle, nacida el 29 de septiembre de 1974, Boston, Massachusetts. Ambos padres académicos, el padre profesor de inglés en la Universidad de Brandeis, la madre historiadora en Simmons. Andover, después Wellesley, seguidos de cuatro años en Dartmouth-Hitchcock para licenciarse. Residente, y después una beca en ortopedia del Denver General.
Todo impresionante, pero no le decía nada. Guilder pasó a la siguiente página. ¿Qué estaba mirando? La primera página de un formulario 1.040 de Hacienda, fechado cuatro años antes.
Lila Kyle estaba casada con Brad Wolgast.
—Me estás tomando el pelo.
Nelson estaba exhibiendo una de sus sonrisas victoriosas.
—Ya te dije que te iba a gustar. El agente Wolgast. Tenían una hija, fallecida. Una especie de defecto cardíaco congénito. Divorciados tres años después. Volvió a casarse hace cuatro meses con un médico que trabaja en el mismo hospital, un cardiólogo de mucho prestigio. También hay algunas páginas sobre él, aunque en realidad no añade nada.
—Bien, ella es médico. ¿Existe algún informe sobre ella en el Chalet? ¿Es posible que formara parte del equipo?
Nelson negó con la cabeza.
—Nada. Y dudo muy en serio que a Richards se le hubiera pasado por alto esto. Por lo que yo veo, no hay motivos para dudar de que Grey la conociera tal como dijo.
—Podría haber estado en la camioneta cuando tomamos la primera foto aérea. No la habríamos visto.
—Cierto, pero no creo que Grey mienta acerca de dónde la conoció. La historia es demasiado enrevesada para que la haya inventado. Y lo he comprobado: su dirección de Denver la sitúa a unos tres kilómetros de un Home Depot. La ruta de Grey le llevaba directamente allí. Tú has hablado con ella. Por lo visto cree que Grey es una especie de manitas. También creo que no tiene ni idea de lo que está pasando. Esa mujer está más loca que una cabra.
—¿Es ése tu diagnóstico oficial?
Nelson se encogió de hombros.
—No existe historial de enfermedades psiquiátricas en la documentación, pero piensa en la situación. Está embarazada, escondida, a la fuga. Están despedazando a la gente. Consigue permanecer con vida, pero la dejan plantada. ¿Cómo te sentirías? El cerebro es un órgano muy delicado. En este preciso momento le está reescribiendo la realidad, un trabajo estupendo. Teniendo en cuenta el historial de Grey, yo diría que tiene mucho en común con ese tipo, la verdad.
Guilder pensó un momento y devolvió el expediente al escritorio.
—Bien, no me lo trago. ¿Cuáles son las probabilidades de que ese par llegara a encontrarse? Es una coincidencia demasiado grande.
—Es posible. En cualquier caso, no nos dice gran cosa. Y es posible que la mujer esté infectada, pero no se ve. Tal vez su embarazo consigue ocultarlo.
—¿De cuánto está?
—No soy un experto, pero a juzgar por el tamaño del feto, yo diría que de unas treinta semanas. Pregúntaselo a Suresh.
Suresh era el médico que Guilder había traído del IIMEIEEU. Especialista en enfermedades infecciosas, había sido destinado a Armas Especiales tan sólo seis meses antes. Guilder no le había contado gran cosa, sólo que Grey y la mujer eran «personas interesantes».
—¿Cuánto tardaremos en obtener un cultivo decente de él?
—Eso depende. Suponiendo que podamos aislar el virus, entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas. Si lo que estás pidiendo es mi opinión, lo más sensato sería enviarle a Atlanta. Son los que están mejor equipados para tratar casos como éste. Y si Grey es inmune, no dejarán pasar la oportunidad. Sobre todo con tanto en juego.
Guilder movió la cabeza.
—Esperaremos a contar con algo sólido.
—Yo no esperaría mucho. Teniendo en cuenta la situación.
—No esperaremos, pero ya oíste a ese tipo. Cree que ha estado durmiendo en un motel. Dudo que alguien nos tome en serio si sólo contamos con eso. Nos encerrarán a los dos y tirarán la llave, eso si tenemos suerte.
Nelson frunció el ceño y se tocó la barba con gesto pensativo.
—Ya te entiendo.
—No estoy diciendo que no se lo digamos, pero procedamos con cautela. Setenta y dos horas, y después haré esa llamada, ¿de acuerdo?
Siguió un momento de tensión. ¿Se lo habría tragado Nelson? Entonces, el hombre asintió.
—Sigue investigando. —Guilder apoyó una mano sobre el hombro de Nelson—. Y di a Suresh que los mantenga sedados a los dos, de momento. Si alguno de ellos pierde la chaveta, no quiero correr riesgos.
—¿Crees que esas correas aguantarán?
La pregunta era retórica: ambos hombres sabían la respuesta.
Guilder dejó a Nelson en el laboratorio y subió al tejado en ascensor. Estaba arrastrando de nuevo la pierna izquierda, una cojera en el paso como un hipido. El oficial al mando del destacamento de Blackbird, llamado Masterson, le saludó con un breve cabeceo, pero por lo demás le dejó en paz. Típico de Blackbird, aquel tipo: construido como un volquete, con brazos gruesos como bocas de riego y un rostro petrificado en la expresión desdeñosa satisfecha de sí misma de un colegial demasiado grande para su edad. Con sus gafas de sol envolventes, la gorra de béisbol y el chaleco antibalas, Masterson parecía menos una persona que un muñeco coleccionable. ¿De dónde sacaban a aquellos personajes? ¿Crecían en alguna especie de granja? ¿Los cultivaban en placas de Petri? Eran matones, así de sencillo, y a Guilder nunca le había gustado tratar con ellos (Richards era la Prueba A), aunque también era cierto que su obediencia casi robótica los convertía en elementos ideales para ciertos trabajos. Si no existieran, habría que inventarlos.
Se acercó al borde del tejado. Pasaban unos minutos de mediodía, el aire irrespirable bajo un sol blanco deforme, la tierra tan llana y monótona como una mesa de billar. Las únicas interrupciones que aparecían en el horizonte perfectamente lineal eran un edificio abovedado reluciente, tal vez algo relacionado con la universidad, y, al sur, un estadio de fútbol americano en forma de cuenco. Una de esas escuelas, pensó Guilder, una franquicia deportiva disfrazada de universidad en que los delincuentes pasaban de un curso ficticio a otro y llenaban las arcas del fondo de los alumnos a base de hacer trizas a sus homónimos contrarios las tardes de otoño.
Dejó que sus ojos recorrieran el campamento de la FEMA. La presencia de refugiados era algo con lo que no había contado, y al principio le había preocupado. Pero cuando había meditado sobre la situación más en profundidad, no vio que fuera a alterar nada. El ejército afirmaba que dentro de uno o dos días todos se habrían ido. Un grupo de chicos estaban jugando cerca de la alambrada, dando patadas a una pelota medio deshinchada. Guilder los contempló durante varios minutos. El mundo podía encontrarse al borde de la destrucción, pero los niños seguían siendo niños. En un momento dado podían dejar de lado todas sus preocupaciones y absorberse en el juego. Tal vez era eso lo que Guilder había sentido con Shawna: unos escasos minutos en los que podía ser el niño que nunca había sido. Tal vez era eso lo que siempre había deseado, lo que todo el mundo deseaba.
Pero Lawrence Grey… Algo de ese hombre le atormentaba, y no era sólo la increíble historia o la improbable coincidencia de que la mujer en cuestión fuera la esposa del agente Wolgast. Era la forma en que Grey había hablado de ella. Por favor, es a mí a quien quieren. No hagan daño a Lila. Guilder jamás habría supuesto que Grey era capaz de preocuparse por otra persona, y mucho menos por una mujer. Todo en su historial había conducido a Guilder a esperar a un hombre que, en el mejor de los casos, era un solitario, y en el peor un sociópata. Pero las súplicas de Grey en nombre de Lila habían sido sinceras, sin la menor duda. Algo había pasado entre ellos. Se había forjado un vínculo.
Sus ojos absorbieron la visión de todo el campamento. Todas aquellas personas estaban atrapadas. Y no sólo por la alambrada que los rodeaba. Las barreras físicas no eran nada comparadas con las alambradas de la mente. Lo que realmente los encarcelaba eran sus relaciones interpersonales. Maridos y mujeres, padres e hijos, amigos y compañeros: lo que creían que les había dado fuerza en su vida había conseguido justo lo contrario. Guilder recordó a la pareja que vivía enfrente de su casa, que se habían intercambiado a su hija dormida mientras iban hacia el coche. Habrían notado un gran peso en los brazos. Y cuando el fin se abatiera sobre todos ellos, abandonarían el mundo en una oleada de sufrimiento, sus agonías magnificadas un millón de veces por la pérdida de la niña. ¿Tendrían que ser testigos de su muerte? ¿Perecerían antes, a sabiendas de lo que sería de ella en su ausencia? ¿Qué era preferible? Pero la respuesta era que nada de eso. El amor había sellado su perdición. Ése era el efecto del amor. El padre de Guilder le había enseñado muy bien aquella lección.
Guilder se estaba muriendo. Eso era incontrovertible, un hecho natural. Como el hecho de que Lawrence Grey (aquel don nadie desechable, un hombre que, a lo largo de su patética vida, no había causado otra cosa que desdicha al mundo) no. En algún lugar del cuerpo de Lawrence Grey se hallaba el secreto de la libertad definitiva, y Horace Guilder lo descubriría y lo guardaría para sí.