16

Condujeron durante todo el día. Cuando el convoy se detuvo, la tarde ya estaba avanzada. Porcheki bajó del Humvee y caminó hacia el autobús.

—Aquí los dejamos. Los centinelas de la puerta les dirán lo que deben hacer.

Se encontraban en una especie de zona de almacenamiento temporal: camiones de suministros, repostadores, incluso artillería. Kittridge calculó que estaba contemplando una fuerza de dos batallones, como mínimo. Al lado había un recinto vallado de tiendas de lona, rodeadas de cercas portátiles coronadas de alambre de espino.

—¿Adónde se dirigen? —preguntó Kittridge. Se preguntó dónde se estarían librando combates.

Porcheki se encogió de hombros. A donde me ordenen.

—Le deseo lo mejor, sargento. Recuerde lo que le dije.

El convoy se alejó.

—Adelante, Danny —dijo Kittridge—. Despacio.

Dos soldados enmascarados armados con M16 estaban apostados ante la puerta. Un gran letrero sujeto a la alambrada rezaba: AGENCIA FEDERAL DE CONTROL DE EMERGENCIAS. CENTRO DE TRAMITACIÓN DE REFUGIADOS. PROHIBIDA LA REENTRADA. PROHIBIDO ENTRAR CON ARMAS.

A unos seis metros de la entrada, los soldados les ordenaron detenerse. Uno de los centinelas se acercó a la ventanilla del conductor. Un crío, ni un día mayor de veinte años, con un rocío de acné sobre las mejillas.

—¿Cuántos?

—Doce —contestó Kittridge.

—¿Ciudad de origen?

Hacía tiempo que habían quitado las chapas del autobús.

—Des Moines.

El soldado retrocedió y masculló algo en la radio sujeta a su hombro. El segundo continuaba inmóvil junto a la puerta cerrada con el arma apuntada hacia el cielo.

—De acuerdo, apaguen el motor y quédense donde están.

Momentos después, el soldado regresó con un talego de lona, que levantó hasta la ventanilla.

—Depositen armas y teléfonos móviles aquí y pásenlo hacia delante.

Kittridge comprendía la prohibición de armas, pero ¿los móviles? Ninguno de ellos había recibido una señal desde hacía días.

—Con tanta gente, la red local se colapsaría si la gente intentara utilizarlos. Lo siento, pero son las normas.

Esta explicación no satisfizo a Kittridge, pero no podía hacer nada al respecto. Recibió el talego y avanzó por el pasillo central. Cuando llegó a la señora Bellamy, la mujer apretó el bolso contra su cintura en un gesto protector.

—Joven, ni siquiera voy al salón de belleza sin ella.

Kittridge se esforzó por sonreír.

—Y hace muy bien. Pero aquí estamos a salvo. Le doy mi palabra.

Con visible reticencia, la anciana sacó el enorme revólver del bolso y lo colocó junto con el resto. Kittridge fue con el talego hasta la parte delantera del autobús y lo dejó al pie de la escalerilla. El primer soldado lo cogió. Les ordenaron que bajaran junto con el resto de sus pertenencias y se mantuvieran alejados del autobús mientras uno de los soldados registraba sus equipajes. Al otro lado de la puerta, Kittridge vio un cobertizo grande sin techo donde estaban congregando a la gente. Más soldados se movían arriba y abajo de la valla.

—Muy bien —dijo el centinela—, pueden pasar. Preséntense en la zona de tramitación. Se encargarán de alojarlos.

—¿Y el autobús? —preguntó Kittridge.

—Todos los vehículos y el combustible están siendo requisados por el ejército de Estados Unidos. Una vez entren, estarán bajo nuestras órdenes.

Kittridge vio la expresión afligida de Danny. Uno de los soldados estaba subiendo al autobús para llevárselo.

—¿Qué le pasa? —preguntó el centinela.

Kittridge se volvió hacia Danny.

—Tranquilo, ellos lo cuidarán bien.

Vio la indecisión en los ojos del hombre. Después, Danny asintió.

—Más le valdrá —dijo.

El espacio estaba abarrotado de gente que esperaba en filas ante una larga mesa. Familias con hijos, ancianos, parejas, incluso un ciego con su perro lazarillo. Una joven con la camiseta de la Cruz Roja, con el pelo rojizo, andaba arriba y abajo de las filas con un miniordenador.

—¿Algún menor no acompañado? —Al igual que Porcheki, había renunciado a la mascarilla. Tenía una mirada de preocupación en los ojos, agotados por la falta de sueño. Miró a April y a Tim—. ¿Qué me decís vosotros?

—Es mi hermano —dijo April—. Yo tengo dieciocho años.

La mujer la miró dudosa, pero no dijo nada.

—Nos gustaría permanecer todos juntos —dijo Kittridge.

La mujer estaba escribiendo algo en su miniordenador.

—Se supone que no debo hacer esto.

—¿Cómo te llamas?

Siempre era positivo que te dijeran el nombre, pensó Kittridge.

—Vera.

—La patrulla que nos ha traído dijo que seríamos evacuados a Chicago o a Saint Louis.

Una banda de papel salió del puerto del miniordenador. Vera la arrancó y se la dio a Kittridge.

—Todavía estamos esperando autobuses. No deberían tardar mucho. Presente esto al empleado de la recepción.

Les asignaron a una tienda y les dieron discos de plástico que servirían de cupones de racionamiento, y después se internaron en el ruido y los olores del campamento: humo de leña, retretes químicos, las emanaciones humanas de una muchedumbre. El suelo estaba embarrado y sembrado de basura. La gente cocinaba en hornillos de camping, tendía la ropa lavada en las cuerdas que tensaban las tiendas, hacía cola en los camiones cisterna para llenar cubos de agua, se estiraba en tumbonas como espectadores en un picnic, con una expresión de agotamiento y estupor en la cara. Todos los cubos de basura rebosaban, y sobre ellos se cernían nubes de moscas. Caía un sol cruel. Aparte de los camiones del ejército, Kittridge no vio más vehículos. Daba la impresión de que todos los refugiados habían llegado a pie, tras abandonar sus coches con los depósitos vacíos de gasolina.

Dos personas ya habían sido alojadas en su tienda, una pareja mayor, Fred y Lucy Wilkes. Eran de California, pero tenían familia en Iowa y se dirigían a una boda cuando la epidemia se desató. Llevaban seis días en el campamento.

—¿Alguna noticia sobre los autobuses? —le preguntó Kittridge a Fred. Joe Robinson había ido a indagar sobre las raciones; Wood y Delores, a buscar agua. April había dejado a su hermano marcharse con unos niños de la tienda de al lado, no sin advertirle que no se alejara mucho. Danny le había acompañado—. ¿Qué dice la gente?

—Siempre es mañana. —Fred Wilkes era un hombre delgado de unos setenta años, como mínimo, y brillantes ojos azules. Debido al calor se había quitado la camisa y exhibía una mata de vello blanco. Él y su mujer, de proporciones tan generosas como menudo él (Jack Sprat y la parienta[3]), estaban jugando al gin rummy, sentados uno frente a otro en un par de catres, con una caja de cartón a modo de mesa—. Si no llegan pronto, la gente perderá la paciencia. ¿Qué pasará entonces?

Kittridge salió al exterior. Estaban rodeados de militares, de momento a salvo. No obstante, todo parecía suspendido en el tiempo, y todo el mundo parecía a la espera de que algo sucediera. Los soldados de infantería se hallaban apostados a lo largo de la valla. Todos llevaban puestas mascarillas. La única vía de entrada o salida parecía ser la puerta de delante. Lindando con el campamento por la parte norte vio un edificio bajo carente de ventanas sin señales o letreros visibles, con la entrada flanqueada de barricadas de hormigón. Mientras Kittridge miraba, un par de lustrosos helicópteros negros se acercaron desde el este, describieron un amplio círculo y aterrizaron sobre el tejado. Cuatro figuras salieron del primer helicóptero, hombres con gafas de sol y gorras de béisbol y chalecos Kevlar, armados con rifles automáticos. No eran militares, pensó Kittridge. Empleados de Blackbird o de Riverstone. De alguna de esas organizaciones. Los cuatro hombres tomaron posiciones en las esquinas del tejado.

Las puertas del segundo helicóptero se abrieron. Kittridge hizo visera con una mano para ver mejor. Durante un momento no pasó nada. Después emergió una figura, vestida con un biotraje naranja. Le siguieron cinco más. Los rotores de los helicópteros continuaban girando. Siguió una breve conversación, y después las figuras provistas de biotraje sacaron un par de largas cajas de acero de la sección de carga del helicóptero, cada una de las dimensiones aproximadas de un ataúd, con armazones provistos de ruedas. Transportaron las dos cajas hasta una pequeña estructura del tejado, similar a una cabaña: un ascensor de servicio, pensó Kittridge. Transcurrieron unos minutos. Los seis reaparecieron y subieron al segundo helicóptero. Primero uno, y después el otro, despegaron y se alejaron.

April se acercó por detrás.

—Yo también lo he visto —dijo—. ¿Alguna idea de qué es?

—Puede que nada. —Kittridge dejó caer la mano—. ¿Dónde está Tim?

—Ya está haciendo amigos. Ha ido a jugar al fútbol con los chicos.

Vieron que el helicóptero desaparecía de su vista. Fuera lo que fuera, pensó Kittridge, no era nada.

—¿Crees que estaremos bien aquí? —preguntó April.

—¿Por qué no?

—No sé. —Aunque su expresión delataba lo contrario. Estaba pensando lo mismo que él—. Anoche, en el laboratorio… Quiero decir, puedo ser así a veces. No era mi intención fisgonear.

—No te lo habría dicho si no hubiese querido.

De alguna manera, le estaba mirando pero al mismo tiempo no. En momentos como aquél parecía mayor de lo que era. No lo parecía, pensó Kittridge: lo era.

—¿De veras tienes dieciocho años?

Su pregunta pareció divertir a April.

—¿Por qué? ¿No los aparento?

Kittridge se encogió de hombros para disimular su vergüenza. La pregunta le había salido sin pensar.

—No, o sea, sí. Sólo estaba… No sé.

No cabía duda de que April se lo estaba pasando en grande.

—Una chica no debe confesar su edad. Pero para tranquilizarte, sí, tengo dieciocho años. Dieciocho años, dos meses y diecisiete días. No es que los vaya contando, claro.

Sus ojos se encontraron y trabaron tal como parecían desear. ¿Qué le estaba pasando con esta chica, esta tal April?, se preguntó Kittridge.

—Aún te debo una por la pistola —dijo ella—, aunque se la hayan quedado. Creo que fue el mejor regalo que nadie me haya hecho jamás.

—Me gustó el poema. Digamos que estamos en paz. ¿Cómo se llamaba ese tipo?

—T. S. Eliot.

—¿Escribió más cosas?

—Nada que tuviera mucho sentido. Si quieres saber mi opinión, es el típico que da una sola vez en el clavo.

Carecían de armas y no podían comunicarse con el mundo exterior. No por primera vez, Kittridge se preguntó si no habrían debido seguir adelante.

—Bien, cuando salgamos de aquí, pediré que lo investiguen.