14

El plan se había puesto en acción. El equipo estaba reunido, el avión se encontraría con ellos al amanecer. Guilder se había mantenido en comunicación con su contacto de Blackbird: todo estaba atado y bien atado. Habían borrado todos los servidores y discos duros del almacén. Id a casa, dijo al personal. Id a casa y quedaos con vuestras familias.

Fue después de medianoche cuando se dirigió a su casa en coche por las calles silenciosas y resbaladizas a causa de la lluvia. En la radio, un torrente continuo de malas noticias: caos en las autopistas, el ejército reagrupándose, rumores en el extranjero. Desde la Casa Blanca, palabras de tranquilidad y calma, la crisis estaba controlada, las mejores mentes trabajaban en ello, pero nadie engañaba a nadie. Se daba por descontado que impondrían la ley marcial en todo el país al cabo de pocas horas. La CNN informaba de que buques de guerra de la OTAN navegaban a toda velocidad hacia las costas. La puerta del continente norteamericano se cerraría de golpe. Aunque el mundo nos desprecie, pensó Guilder, ¿qué hará cuando hayamos desaparecido?

Mientras conducía tenía un ojo fijo en el retrovisor. No se comportaba como un paranoico; las cosas sucedían así. Un estruendo de neumáticos, una furgoneta que frena delante de él, y hombres con trajes oscuros que saltan al suelo. ¿Horace Guilder? Venga con nosotros. Asombroso, pensó, que no hubiera sucedido ya.

Entró en el garaje y cerró la puerta a su espalda. En el dormitorio metió en una pequeña bolsa los utensilios esenciales (ropa, artículos de aseo personal, sus medicamentos para dos días) y bajó. Fue al estudio a buscar el ordenador portátil y lo introdujo en el microondas. Los circuitos se frieron en una nube de chispas. Ya se había desprendido también del móvil, arrojado desde la ventanilla del Camry.

Apagó las luces de la sala de estar y corrió las cortinas. Al otro lado de la calle, un vecino estaba cargando maletas en el maletero de su todoterreno. La mujer del hombre estaba parada en la entrada de la casa, abrazando a un niño pequeño dormido. ¿Cómo se llamaban? O nunca lo había sabido, o no podía acordarse. Había visto a la mujer de vez en cuando, paseando arriba y abajo del camino de entrada a la niña en un cochecito de plástico de alegres colores. Al ver a los tres, un recuerdo de Shawna conmovió a Guilder, no de aquel terrible último encuentro, sino de los dos tendidos después de hacer el amor, y su voz ronca y suave que le hacía cosquillas en el pecho. ¿Te gustan las cosas que te hago? Quiero ser la única. Palabras que no eran más que puro teatro, una forma de coronar una hora diligente. Qué estúpido había sido.

El hombre tomó a la niña de los brazos de su madre y la colocó con ternura en el asiento de atrás. Los dos subieron al coche. Guilder imaginó las palabras que intercambiarían. Todo saldrá bien. Hay gente trabajando en ello en este mismo momento. Nos quedaremos en casa de tu madre una o dos semanas, hasta que todo esto termine. Oyó que el motor se encendía. Salieron del camino de entrada en marcha atrás. Guilder vio que sus faros traseros desaparecían manzana abajo. Buena suerte, pensó.

Esperó cinco minutos más. Las calles estaban en silencio; todas las casas, a oscuras. Cuando se convenció de que no le estaban vigilando, llevó la bolsa al Camry.

Pasaban de las dos de la mañana cuando llegó a Shadowdale. La zona de aparcamiento estaba vacía. Una sola luz brillaba junto a la entrada. Atravesó la puerta y encontró el mostrador de recepción desierto. Había una silla de ruedas vacía junto a él, y una segunda en el pasillo. No se oía nada. Habría cámaras de seguridad vigilándole, pero ¿quién examinaría las cintas?

Su padre estaba tendido en la cama a oscuras. La habitación apestaba. Nadie había entrado desde hacía horas, tal vez todo un día. En la bandeja que había al lado de la cama alguien había dejado una docena de tarros de comida para bebés de la marca Gerber y una jarra de agua. Un vaso derramado le reveló que su progenitor había intentado beber agua, pero la comida estaba sin tocar. Su padre no habría podido abrir los tarros ni que lo hubiera intentado.

A Guilder no le quedaba mucho tiempo, pero no era momento de precipitarse. El anciano tenía los ojos cerrados; la voz, aquella voz intimidante, silenciada. Mejor así, pensó. La hora de hablar había terminado. Buscó en sus recuerdos algo agradable relacionado con su padre, por ínfimo que fuera. Lo mejor que pudo localizar fue una ocasión en que él le había llevado a un parque cuando Guilder era pequeño. El recuerdo era vago e impresionista (cabía la posibilidad de que no hubiera sucedido en absoluto), pero era lo único que tenía. Un día de invierno, el aliento de Guilder formando nubes ante su rostro, y la visión de árboles desnudos que subían y bajaban mientras su padre le columpiaba, la mano enorme del hombre en el centro de su espalda, que le atrapaba y lanzaba al espacio. Guilder no recordaba nada más de aquel día. Tal vez no contaría más de cinco años.

Cuando sacó la almohada de debajo de la cabeza del anciano, los ojos del hombre se removieron, pero sin abrirse. Ahí estaba el precipicio, pensó Guilder, el momento mortal: el hecho que, una vez realizado, no podía deshacerse. Pensó en la palabra «parricidio». Del latín pater, «padre», y caedere, «cortar». Había carecido de valor para matarse, pero mientras colocaba la almohada sobre la cara de su progenitor no experimentó la menor vacilación. Agarró la almohada por los bordes y aumentó la presión hasta asegurarse de que ni una brizna de aire podría acceder a la boca o la nariz de su padre. Transcurrió lentamente un minuto, mientras Guilder contaba los segundos para sí. La mano del autor de sus días, sobre la manta, se agitó un instante. ¿Cuánto tiempo tardaría? ¿Cuándo sabría que había terminado? Si la almohada no funcionaba, ¿qué haría? Miró las manos del anciano por si volvían a moverse, pero no fue así. Poco a poco comprendió que la inmovilidad del cuerpo que tenía bajo sus manos sólo podía significar una cosa. Su padre ya no respiraba.

Apartó la almohada. El rostro del hombre que lo había engendrado continuaba igual. Era como si su paso a la muerte representara tan sólo una ínfima alteración de su estado. Guilder colocó una mano bajo la cabeza de su padre y volvió a poner la almohada en su sitio. No intentaba ocultar su crimen (dudaba que alguien se acercara a examinar la escena), pero quería que el anciano tuviera una almohada sobre la que descansar, sobre todo porque, como parecía probable, estaría tumbado allí durante mucho tiempo. Guilder había esperado que una oleada de emoción le asaltaría en aquel momento, que todo el dolor y el arrepentimiento se desbordarían en su interior. Su espantosa infancia. La vida solitaria de su madre. Su existencia estéril y sin amor, con la única compañía de una mujer de alquiler. Pero lo único que sentía era alivio. La prueba más auténtica de su vida, y la había superado con éxito.

El pasillo continuaba en silencio, nada había cambiado. ¿Quién podía decir qué envilecimientos acechaban tras las demás puertas, cuántas familias afrontarían la misma cruel decisión? Guilder consultó su reloj: habían pasado diez minutos desde que entrara en el edificio. Sólo diez minutos, pero todo era diferente en ese momento. Él era diferente, el mundo era diferente. Su padre ya no estaba. Y en eso, las lágrimas acudieron a sus ojos.

Recorrió a grandes zancadas el pasillo, dejando atrás la sala de espera, el puesto desierto de las enfermeras, hasta salir al amanecer.