Amanecer del segundo día: se hallaban en la Nebraska profunda. Danny, inclinado sobre el volante, con los ojos irritados a causa de la falta de sueño, había conducido durante toda la noche. Todo el mundo, salvo Kittridge, dormía, incluso el aborrecible Jamal.
Era estupendo volver a tener gente en el autobús. Ser útil, un motor útil.
Habían encontrado más diésel en un pequeño aeropuerto de McCook. Las escasas poblaciones que habían atravesado estaban vacías y abandonadas, como algo surgido de una película del Oeste. De acuerdo, tal vez se habían extraviado, más o menos. Pero Kittridge y el otro hombre, Pastor Don, decían que daba igual, siempre que continuaran en dirección este. Eso es lo único que has de hacer, Danny, dijo Kittridge. Sólo condúcenos hacia el este.
Pensó en lo que había visto en la autopista. Algo gordo. Había visto montones de cadáveres durante los últimos dos días, pero nada tan horrible como aquello. Le gustaba Kittridge, porque en parte le recordaba al señor Purvis. No era que se pareciera al señor Purvis, porque no era así. Era la forma en que el hombre hablaba a Danny, como si le importara.
Mientras conducía pensó en Mami, y en el señor Purvis, y en Thomas y Percy y James, y en lo útil que estaba siendo. Qué orgullosos se sentirían de él ahora Mami y el señor Purvis.
El sol estaba asomando detrás del horizonte, y Danny tuvo que entornar los ojos para protegerse de su brillo. Al cabo de poco, todo el mundo empezaría a despertar. Kittridge se inclinó sobre su hombro.
—¿Cómo vamos de gasóleo?
Danny miró el dial. Quedaba un cuarto de depósito.
—Vamos a parar para repostar con los bidones —dijo Kittridge—. Así, estiraremos un poco las piernas de paso.
Se desviaron de la carretera y entraron en un parque estatal. Kittridge y Pastor Don inspeccionaron los lavabos y dijeron que no había problema.
—Treinta minutos, todos —dijo Kittridge.
Ahora contaban con más provisiones, cajas de galletitas saladas y mantequilla de cacahuete y manzanas y botellas de gaseosa y zumos y pañales y leche en polvo para Boy Jr. Kittridge había conseguido incluso una caja de Lucky Charms para Danny, aunque toda la leche de la nevera del súper se había estropeado. Tendría que comerlos a palo seco. Danny, Kittridge y Pastor Don descargaron los bidones que contenían diésel de la parte posterior del autobús y empezaron a llenar el depósito. Danny les había dicho que la capacidad exacta del tanque era de ciento noventa litros: cada depósito lleno les permitiría recorrer unos cuatrocientos cincuenta kilómetros.
—Eres un tipo muy meticuloso —había comentado Kittridge.
Cuando terminaron de repostar, Danny cogió la caja de Lucky Charms y una lata de Dr Pepper tibio y se sentó bajo un árbol. Los demás estaban sentados alrededor de una mesa de picnic, incluido Jamal. No decía gran cosa, pero Danny tenía la sensación de que todo el mundo había decidido olvidar el pasado. Linda Robinson estaba poniendo los pañales a Boy Jr., le arrullaba y el bebé agitaba brazos y piernas. Danny nunca se había relacionado mucho con bebés. Tenía la idea de que lloraban mucho, pero hasta el momento Boy Jr. estaba callado como una tumba. Había bebés buenos y bebés malos, decía Mami, así que Boy Jr. debía de ser de los buenos. Danny intentaba acordarse de cuando había sido bebé, sólo para saber si era capaz de hacerlo, pero su mente no retrocedía tanto, al menos de una manera ordenada. Era raro que no pudieras recordar una parte entera de tu vida, salvo en pequeñas imágenes: el sol brillando sobre el cristal de una ventana, una rana muerta aplastada en el camino de entrada junto a la rodadura de un neumático, o un gajo de manzana en un plato. Se preguntó si habría sido un bebé bueno, como Boy Jr.
Danny estaba contemplando el grupo, metiéndose puñados de Lucky Charms en la boca y trasegándolos con el Dr Pepper, cuando Tim se levantó de la mesa y se acercó a él.
—Hola, Timbo. ¿Cómo te va?
El chico llevaba el pelo desgreñado de haber dormido en el autobús.
—Bien, supongo. —Se encogió de hombros—. ¿Te importa que me siente contigo?
Danny se apartó para dejar sitio.
—Siento que los demás chicos te tomen el pelo a veces —dijo Tim al cabo de un momento.
—Da igual —contestó Danny—. No me importa.
—Billy Nice es un auténtico gilipollas.
—¿También se mete contigo?
—A veces. —El chico frunció el ceño—. Se mete con todo el mundo.
—No le hagas caso. Eso es lo que hago yo.
—Te gusta mucho Thomas, ¿verdad? —preguntó Tim al cabo de un momento.
—Claro.
—Lo veía bastante. Tenía aquella enorme maqueta de trenes de Thomas en mi sótano. La cargadora de carbón, la limpiadora de la locomotora, todo eso.
—Me gustaría verlo. Apuesto a que era fantástico.
Siguió un breve silencio. El sol calentaba la cara de Danny.
—¿Quieres saber qué vi en el estadio? —preguntó Tim.
—Si quieres.
—Como mil millones de personas muertas.
Danny no supo muy bien cómo reaccionar. Supuso que Tim necesitaba contárselo a alguien. Ese tipo de cosas no se pueden guardar dentro.
—Era espantoso.
—¿Se lo contaste a April?
Tim negó con la cabeza.
—¿Quieres guardarlo en secreto?
—¿Estaría bien?
—Claro. Yo soy capaz de guardar un secreto.
Tim había recogido un poco de tierra de la base del árbol y estaba mirando cómo se filtraba entre sus dedos.
—Tú no te asustas mucho, ¿verdad, Danny?
—A veces.
—Pero ahora no.
Danny se quedó pensativo. Suponía que debería estarlo, pero no. Se sentía más bien interesado. ¿Qué sucedería a continuación? ¿Adónde irían? Le sorprendía su capacidad de adaptación. El doctor Francis se sentiría orgulloso de él.
—No, supongo que no.
En la zona de picnic, todo el mundo estaba recogiendo. Danny habría deseado encontrar las palabras precisas para que el niño se sintiera mejor, para borrar de su mente el recuerdo de lo que había visto en el estadio. Estaban volviendo al autobús cuando se le ocurrió una idea.
—Tengo algo para ti. —Buscó en la mochila, sacó su centavo de la suerte y se lo dio al chico—. Si te lo guardas, te prometo que no te sucederá nada malo.
Tim tomó la moneda en la palma.
—¿Qué le ha pasado? Está toda aplastada.
—Le pasó por encima un tren. Por eso trae suerte.
—¿De dónde la sacaste?
—No lo sé, siempre la he tenido. —Danny inclinó la cabeza hacia la mano abierta del niño—. Adelante, guárdatela.
Un momento de vacilación, y después Tim deslizó la moneda aplastada en el bolsillo de los pantalones. Danny sabía que no era gran cosa, pero menos daba una piedra, y a veces las pequeñas cosas podían ser útiles. Por ejemplo: el Popov de Mami, al cual acudía cuando sus nervios empeoraban, y las visitas del señor Purvis, las noches en que Danny los oía reír. El rugido del gran motor diésel del Redbird cuando cobraba vida en el momento en que giraba la llave cada mañana. Pasar por encima del resalte de Lindler Avenue, y las risas de los chicos cuando saltaban de los bancos. Esas pequeñas cosas. Danny se sentía complacido consigo mismo por pensar en eso, como si hubiera reparado en algo que no todo el mundo tenía en cuenta, y mientras los dos estaban parados juntos bajo el sol de la mañana, detectó por el rabillo del ojo un cambio en el rostro del niño, como si se le hubiera iluminado. Era posible que hasta hubiera sonreído.
—Gracias, Danny —dijo.
Omaha ardía.
De súbito se les apareció como un resplandor tembloroso sobre el horizonte. Era la hora en que la luz se atenuaba. Se estaban acercando a la ciudad desde el sudoeste, por la Interestatal 80. Ni un solo coche en la autopista. Todos los edificios estaban a oscuras. Un abandono más profundo e intenso del que habían visto hasta el momento. Era una ciudad, o lo había sido, de medio millón de habitantes. Un fuerte olor a humo empezó a filtrarse al interior del autobús. Kittridge ordenó a Danny que se detuviera.
—Hemos de atravesar el río de alguna manera —dijo Pastor Don—. Vayamos hacia el sur o hacia el norte, en busca de una vía de cruce.
Kittridge levantó la mirada del mapa.
—Danny, ¿cómo vamos de gasóleo?
Les quedaba una octava parte del depósito. Las latas estaban vacías. Setenta y cinco kilómetros, en el mejor de los casos. Habían confiado en encontrar más combustible en Omaha.
—Una cosa está clara —dijo Kittridge—. Aquí no podemos quedarnos.
Se desviaron hacia el norte. El siguiente cruce se hallaba en la ciudad de Adair. Pero el puente había desaparecido, lo habían volado, no quedaba ni rastro de él. Sólo el río, ancho y oscuro, que corría eternamente. La siguiente oportunidad sería Decatur, unos cuarenta y cinco kilómetros al norte.
—Hemos pasado ante una escuela elemental hará unos dos kilómetros —dijo Pastor Don—. Eso es mejor que nada. Ya buscaremos combustible por la mañana.
Se hizo el silencio en el autobús, mientras todo el mundo esperaba la respuesta de Kittridge.
—Vale, de acuerdo.
Retrocedieron hacia el corazón de la pequeña población. Todas las luces estaban apagadas; las calles, vacías. Llegaron a la escuela, un edificio de aspecto moderno alejado de la carretera, al borde de los campos. Un letrero estilo marquesina, en el borde de la zona de aparcamiento, anunciaba con letras mayúsculas: ¡ADELANTE, LEONES! ¡FELIZ VERANO!
—Esperad todos aquí —ordenó Kittridge.
Entró. Transcurrieron algunos minutos. Después salió. Intercambió una veloz mirada con Pastor Don, y ambos hombres asintieron.
—Vamos a refugiarnos aquí esta noche —anunció Kittridge—. Permaneced juntos, que nadie se aleje. No hay luz, pero sí agua potable, y comida en la cafetería. Si tenéis que utilizar los lavabos, id de dos en dos.
Los olores indicadores de una escuela elemental los asaltaron en el vestíbulo principal, sudor y calcetines sucios, materiales de arte y linóleo encerado. Una vitrina de trofeos se alzaba junto a una puerta que debía de conducir a la oficina del director: una exposición de collages colgaba en las paredes de ladrillos pintadas, imágenes de personas y animales extraídas de recortes de periódicos y revistas. Al lado de cada una había una etiqueta impresa con la edad y grado del creador. Wendy Mueller, Grado 2. Gavin Jackson, Grado 5. Florence Ratcliffe, Pre-K 4.
—April, ve con Wood y Don a buscar colchones para dormir. Debería de haber en las aulas del jardín de infancia.
En la despensa que había detrás de la cafetería encontraron latas de judías y macedonia de frutas, así como pan y mermelada para hacer bocadillos. No había gas para cocinar, de modo que sirvieron las judías frías sobre bandejas metálicas de la cafetería. Fuera ya había oscurecido. Kittridge distribuyó linternas. Hablaban en susurros, dando por sentado que los virales podrían oírlos.
A las nueve, todo el mundo se había acostado. Kittridge dejó a Don de guardia en el primer piso y subió la escalera, provisto de un farol. Muchas puertas estaban cerradas con llave, pero no todas. Eligió el laboratorio de ciencias, un espacio amplio y despejado con encimeras y vitrinas llenas de vasos de precipitación y otros enseres. El aire olía un poco a butano. En la pizarra situada en la parte delantera de la sala estaban escritas las palabras «Examen final, caps. 8-12. Laboratorios reservados miércoles».
Kittridge se quitó la camisa y se lavó en el lavabo de la esquina. Después acercó una silla y se quitó las botas. La prótesis, que empezaba justo debajo de la rodilla izquierda, estaba hecha de un armazón de aleación de titanio cubierto de silicona. Un cilindro hidráulico controlado por microprocesadores, alimentado por una diminuta célula de hidrógeno, se ajustaba cincuenta veces por segundo para calcular la velocidad angular correcta de la articulación del tobillo con el fin de imitar una cojera natural. Era lo último en sustitutos de extremidades protésicos. Kittridge no dudaba de que al ejército le habría costado un pastón. Se subió los pantalones, se quitó el calcetín y se lavó el muñón con jabón del dispensador del lavabo. Aunque muy encallecida, la piel del punto de contacto parecía en carne viva y tierna después de dos días sin cuidados. Secó el muñón con detenimiento, le concedió unos minutos de aire puro, y después calzó la prótesis en su sitio y se bajó la pernera del pantalón.
El sonido de un movimiento detrás de él le sobresaltó. Se volvió y vio a April parada en la puerta abierta.
—Lo siento, no quería…
Kittridge se puso a toda prisa la camisa y se levantó. ¿Qué habría visto la chica? Pero la luz era tenue, y una de las encimeras le ocultaba en parte.
—Ningún problema. Me estaba aseando un poco.
—Yo no podía dormir.
—Tranquila. Entra si quieres.
La joven se adentró vacilante en la sala. Kittridge se acercó a la ventana con el AK. Dedicó un momento a echar un vistazo a la calle.
—¿Cómo está el panorama?
La chica se había parado a su lado.
—Sin novedad, de momento. ¿Cómo está Tim?
—Dormido como un tronco. Es más duro de lo que parece. Más que yo, en cualquier caso.
—Lo dudo. A mí me pareces muy serena, teniendo en cuenta las circunstancias.
April frunció el ceño.
—No te engañes. Esta calma exterior es lo que podría llamarse pura fachada. Si quieres que te diga la verdad, tengo tanto miedo que ya no siento nada.
Una ancha estantería recorría toda la longitud de la sala por debajo de las ventanas. April se sentó sobre ella y levantó las rodillas hasta el pecho. Kittridge la imitó. Estaban cara a cara. Un silencio, expectante pero no incómodo, flotaba entre ellos. Ella era joven, pero intuía un núcleo de resistencia en su interior. Era algo que tenías o no.
—¿Tienes novio?
—¿Estás haciendo un casting?
Kittridge rió y notó que se ruborizaba.
—Era hablar por hablar, supongo. ¿Te portas así con todo el mundo?
—Sólo con la gente que me gusta.
Pasó otro momento.
—¿Por qué te llamaron April? —Fue lo único que se le ocurrió decir—. ¿Es el mes de tu cumpleaños?
—Es de «La tierra baldía». —Como Kittridge no dijo nada, ella enarcó las cejas con recelo—. Un poema de T. S. Eliot.
Kittridge había oído el nombre, pero eso era todo.
—No puedo decir que me suene. ¿Cómo es?
Ella desvió la mirada. Cuando empezó a hablar su voz estaba henchida de un intenso sentimiento que Kittridge no pudo identificar, feliz y triste y plagado de recuerdos.
—«Abril es el mes más cruel: engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales…».
El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo
la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo
una pequeña vida con tubérculos secos.
Nos sorprendió el verano, precipitóse sobre el Starnbergersee
con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos,
y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten,
y tomamos café y charlamos durante una hora.
Bin gar keine Russin, stamm’aus Litauen, echt deutsch.
Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque,
mi primo, él me sacó en trineo.
Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie,
Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos.
Uno se siente libre, allí en las montañas.
Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.
—Caramba —dijo Kittridge. Ella le estaba mirando de nuevo. Observó que sus ojos eran del color del musgo, con lo que parecían motas de oro cepillado flotando sobre la superficie de los iris—. ¡Fenomenal!
April se encogió de hombros.
—Continúa después de eso. Básicamente, el tipo se encontraba muy deprimido. —Estaba dando tirones a un agujero deshilachado de una rodilla del tejano—. El nombre fue idea de mi madre. Era profesora de inglés antes de conocer a mi padrastro y de que nos hiciéramos ricas y todo eso.
—¿Tus padres están divorciados?
—Mi padre murió cuando yo tenía seis años.
—Lo siento, no tendría que haber…
Pero ella no le dejó acabar.
—Calla. No era lo que podría llamarse un buen tipo. Restos del período de malos chicos de mi madre. Iba colgado hasta las cejas, empotró el coche contra el estribo de un puente. Y eso, dijo Pooh, fue todo.
Narró aquellos hechos sin la menor inflexión. Podría haberle recitado el parte meteorológico. Fuera, la noche de verano estaba cubierta de negrura. Era evidente que Kittridge la había juzgado mal, pero había aprendido que a casi todo el mundo le pasaba eso. La historia nunca era la historia, y te sorprendía la carga que podía llegar a aguantar otra persona.
—Te vi —dijo April—. La pierna. Las cicatrices en la espalda. Estuviste en la guerra, ¿verdad?
—¿Por qué crees eso?
Ella hizo una mueca de incredulidad.
—Dios, no sé, ¿por todo? ¿Porque eres el único que parece saber lo que hay que hacer? ¿Porque eres, o sea, supercompetente con las armas y toda esa mierda?
—Ya te lo dije. Soy vendedor. Material de acampada.
—No te creo ni por un momento.
Su franqueza era tan desarmante que, por un momento, Kittridge no dijo nada. Pero ella le había calado.
—¿Estás segura de querer saberlo? No es muy bonito.
—Si me lo quieres contar.
Kittridge volvió la cabeza hacia la ventana.
—Bien, tienes razón. Me alisté nada más acabar el instituto. No en el ejército, sino en los marines. Terminé de sargento en la Policía Militar.
—¿Eras poli?
—Más o menos. Sobre todo, aportábamos seguridad a las instalaciones estadounidenses, bases aéreas, infraestructuras conflictivas, ese tipo de cosas. Nos trasladaban muy a menudo. Irán, Irak, Arabia Saudí, Chechenia durante una temporada. Mi última misión fue en el campo de aviación de Bagram, en Afganistán. Por lo general, todo era rutina: verificar manifiestos de equipos y controlar entradas y salidas de trabajadores extranjeros. Pero de vez en cuando pasaba algo. Aún no había tenido lugar el golpe de Estado, de modo que todavía era territorio controlado por Estados Unidos, pero había talibanes por todas partes, además de gente de Al Qaeda y unos veinte señores de la guerra locales dando la tabarra.
Hizo una pausa para serenarse. La siguiente parte siempre era la más difícil.
—Así que un día vemos aquel coche, la habitual chatarra de desguace, que se acerca por la carretera. Todos los puntos de control estaban bien marcados, todo el mundo sabe parar, pero ese tipo no. Se lanza directamente sobre nosotros. Dos personas en el coche que podamos ver, un hombre y una mujer. Todo el mundo abre fuego. El coche se desvía, da un par de vueltas de campana, se posa sobre sus ruedas. Pensamos que va a estallar de un momento a otro, pero no. Yo soy el suboficial de mayor rango, de modo que soy yo el que va a mirar. La mujer está muerta, pero el hombre continúa con vida. Está derrumbado sobre el volante, cubierto de sangre. En el asiento de atrás hay un crío, un niño. No podría tener más de cuatro años. Le tienen amarrado a un asiento cargado de explosivos. Veo los cables que corren hasta la parte delantera del vehículo, donde papá está sujetando el detonador. Está mascullando para sí. Anta al-mas’ul, está diciendo. Anta al-mas’ul. El niño está llorando, extiende las manos hacia mí. Su manita. Nunca la olvidaré. Sólo tiene cuatro años, pero es como si supiera lo que va a pasar.
—Jesús. —La expresión de April era de horror—. ¿Qué hiciste?
—Lo único que se me ocurrió. Salí cagando leches. La verdad es que no recuerdo la explosión. Desperté en el hospital de Arabia Saudí. Dos hombres de mi unidad resultaron muertos, y otro recibió un fragmento de metralla en la columna vertebral. —April le estaba mirando fijamente—. Ya te dije que no era muy agradable.
—¿Voló en pedazos a su propio hijo?
—Podríamos decirlo así, sí.
—Pero ¿qué clase de gente haría eso?
—A mí que me registren. Aún no he conseguido imaginarlo.
April no dijo nada más. Kittridge se preguntó, como siempre, si había hablado más de la cuenta. Pero le sentaba bien quitarse aquel peso de encima, y si April había recibido más de lo que había imaginado al principio, lo disimulaba bien. Kittridge sabía que, en abstracto, la historia era intrascendente, una más de los centenares, o miles, similares. Tal crueldad absurda era propia del mundo. Pero comprender ese hecho no quería decir aceptarlo, ni mucho menos, sobre todo cuando lo habías vivido en persona.
—¿Qué pasó después? —preguntó April.
Kittridge se encogió de hombros.
—Nada. Fin de la historia. A bailar con las vírgenes durante toda la eternidad.
—Estaba hablando de ti. —Sus ojos no se apartaron de su cara—. Creo que algo así me dejaría hecha polvo.
Ahí había algo nuevo, pensó: la parte de la historia sobre la que nadie preguntaba. Era típico que, una vez expuestos los hechos básicos, el oyente no tardara ni un segundo en desentenderse. Pero esa chica no, April no.
—Bien, a mí no. Al menos, pensaba que no. Pasé medio año en un centro de rehabilitación, aprendiendo a caminar, a vestirme y a comer por mí mismo, y después me dieron puerta. La guerra ha terminado, amigo mío, al menos para ti. Yo no me quedé amargado, como les pasa a muchos. Lo que está hecho, hecho está, pensé. Unos seis meses después de licenciarme volví a Wyoming. Mis padres habían muerto, mi hermana se había trasladado a la Columbia Británica con su marido y había desaparecido del mapa, por así decirlo, pero yo todavía conocía a alguna gente, tíos con los que había ido al colegio, aunque nadie era un crío ya. Uno de ellos organizó una fiesta en mi honor, la típica celebración de bienvenida. Todos tenían familias, hijos, mujeres y trabajos, pero en los buenos tiempos formaban una buena pandilla para ir a soplar. El asunto no era más que una excusa para ponerse ciego, pero a mí me parecía bien. Claro, decía yo, colócate, y el tío lo hacía. Había al menos cien personas, una gran bandera con mi nombre colgada sobre el porche, incluso una banda. Me quedé acojonado. Estoy en el patio de atrás escuchando música, y un amigo me dice: Ven, hay unas mujeres que quieren conocerte. No te quedes parado ahí como un idiota. Así que me lleva dentro y hay tres, todas muy simpáticas. Conocía a una de los viejos tiempos. Están hablando de programas de la tele, chismorreos, lo de costumbre. Cosas cotidianas. Estoy tomando una cerveza y escuchándolas, cuando de repente me doy cuenta de que no tengo ni idea de lo que están diciendo. Ni de las palabras. Ni del significado. Nada parecía relacionado con nada, como si hubiera dos mundos, uno interior y otro exterior, y ninguno de ambos tuviera nada que ver con el otro. Estoy seguro de que un loquero sabría darle nombre. Lo único que sé es que despierto en el suelo, y todo el mundo está parado a mi alrededor. Después necesité casi cuatro meses en el bosque para poder estar con gente de nuevo. —Hizo una pausa, un poco sorprendido de sí mismo—. Si quieres que te diga la verdad, no le había contado esa parte a nadie. Tú eres la primera.
—Suena como un día en el instituto.
Kittridge no tuvo otro remedio que reír.
—Touché.
Sus miradas se encontraron y sostuvieron. Qué raro, pensó él. En un momento dado estabas a solas con tus pensamientos, y al siguiente aparecía alguien que daba la impresión de conocerte a fondo, con quien podías abrirte como un libro. No habría podido decir cuánto rato hacía que se estaban mirando. Dio la impresión de que se prolongaba indefinidamente, sin poseer la voluntad, la valentía, ni siquiera el deseo, de desviar la vista. ¿Cuántos años tendría April? ¿Diecisiete? Y sin embargo no aparentaba diecisiete. No aparentaba ninguna edad. Un alma antigua: Kittridge había oído la expresión, pero jamás había comprendido su significado. Eso era lo que poseía April. Un alma antigua.
Para sellar el trato entre ellos, Kittridge extrajo una Glock de su funda y se la tendió.
—¿Sabes usarlas?
April la miró insegura.
—Deja que lo adivine. No es como en la tele.
Kittridge dejó caer el cargador y montó la corredera para expulsar el cartucho del cañón. Puso la pistola en su mano, y rodeó sus dedos con los de él.
—No aprietes el gatillo con el nudillo, el disparo saldrá bajo. Utiliza la yema de tu dedo y aprieta, así. —Liberó su mano y le dio un golpecito en el esternón—. Un disparo que lo atraviese. Es lo único necesario, pero no has de fallar. Adelante, quédatela. Conserva una bala en la recámara, tal como te enseñé.
Ella sonrió con ironía.
—Caramba, gracias. Pero yo no tengo nada para ti.
Kittridge le devolvió la sonrisa.
—Quizá la próxima vez.
Transcurrió un momento. April estaba dando vueltas al arma en su mano, y la examinaba como si fuera un artefacto inexplicable.
—¿Qué dijo el padre? Anta no sé qué.
—Anta al-mas’ul.
—¿Llegaste a averiguar qué significaba?
Kittridge asintió.
—«Tú hiciste esto».
Se hizo otro silencio, aunque diferente de los demás. No significaba una barrera entre ellos, sino una conciencia compartida de sus vidas, como las paredes de una habitación en que sólo ellos dos existieran. Qué raro, pensó Kittridge, decir aquellas palabras. Anta al-mas’ul. Anta al-mas’ul.
—Hiciste lo correcto —dijo April—. Habrías muerto también.
—Siempre puedes elegir.
—¿Qué más podrías haber hecho?
Era una pregunta retórica, comprendió él. April no esperaba respuesta. ¿Qué más podrías haber hecho? Pero Kittridge sabía la respuesta. Siempre la había sabido.
—Podría haber sujetado su mano.
Mantuvo la vigilancia ante la ventana toda la noche. El insomnio no era ningún problema para él. Había aprendido a ir tirando a base de cabezadas. April estaba aovillada en el suelo debajo de la ventana. Kittridge se había quitado la chaqueta para taparla con ella. No había luces en ningún sitio. La vista que deparaba la ventana era la de un mundo en paz, con el cielo tachonado de estrellas. Cuando las primeras luces del alba se congregaron en el horizonte, dejó que sus ojos se cerraran.
Despertó sobresaltado al oír el ruido de unos motores que se acercaban. Un convoy del ejército, de unos veinte vehículos de longitud, estaba avanzando por la calle. Se desprendió de la segunda pistola y se la pasó a April, que se había incorporado también y se estaba frotando los ojos.
—Coge esto.
Kittridge bajó a toda prisa la escalera. Cuando salió por la puerta como una exhalación, el convoy se hallaba a menos de treinta metros de distancia. Corrió por la calle agitando los brazos.
—¡Alto!
El primer Humvee se detuvo a escasos metros de él, mientras el soldado del techo seguía sus movimientos con una ametralladora del calibre 50. Llevaba oculta la mitad inferior de la cara con una mascarilla blanca.
—Párese ahí.
Kittridge levantó las manos.
—Estoy desarmado.
El soldado activó el cerrojo de su arma.
—He dicho que mantenga las distancias.
Transcurrieron cinco tensos segundos. Cabía la posibilidad de que estuvieran a punto de dispararle. Entonces, la puerta del pasajero del Humvee se abrió. Una mujer corpulenta bajó y caminó hacia él. De cerca, su cara se veía ajada y arrugada, cubierta de polvo. Una oficial, pero no trabajaba delante de un escritorio.
—Comandante Porcheki, Noveno Batallón de Apoyo en Combate, Guardia Nacional de Iowa. ¿Quién demonios es usted?
Sólo le quedaba una carta que jugar.
—Sargento Bernard Kittridge. Compañía Charlie, Primer Batallón de PM, USMC.
La mujer entornó los ojos.
—¿Es usted marine?
—Licenciado por motivos médicos, señora.
La mujer desvió la vista hacia el edificio de la escuela. Kittridge sabía sin necesidad de mirar que los demás estaban contemplando la escena desde las ventanas.
—¿Cuántos civiles tiene ahí dentro?
—Once. El autobús se ha quedado casi sin gasóleo.
—¿Algún enfermo o herido?
—Todo el mundo está agotado y asustado, pero eso es todo.
Ella le examinó con expresión neutra.
—¡Caldwell! ¡Valdez! —gritó a continuación.
Un par de E-4 se acercaron al trote. También llevaban mascarillas. Todo el mundo, excepto Porcheki.
—Que venga el repostador para ver si podemos llenar el tanque de ese autobús.
—¿Vamos a hacernos cargo de civiles? ¿Podemos hacer eso en estos momentos?
—¿Le he preguntado su opinión, especialista? Y haga venir a un enfermero.
—Sí, señora. Lo siento, señora.
Se alejaron corriendo.
Porcheki sacó una cantimplora del cinturón y se detuvo a beber.
—Han tenido suerte de encontrarnos en este momento. El combustible anda muy escaso. Vamos de regreso al arsenal de Fort Powell, de modo que no podremos acompañarlos más allá. La FEMA ha montado allí un centro de tramitación de refugiados. Luego serán evacuados a Chicago o a Saint Louis.
—Si no le importa que se lo pregunte, ¿tiene alguna noticia?
—No me importa, pero no sé muy bien qué decirle. En un momento dado esos malditos monstruos están por todas partes, y al siguiente nadie puede encontrarlos. Les gustan los árboles, pero cualquier refugio les vale. Según CENTCOM, una enorme vaina se está congregando a lo largo de la frontera entre Kansas y Nebraska.
—¿Qué es una vaina?
La mujer dio otro trago a la cantimplora.
—Llaman vainas a los grupos de monstruos.
Apareció el enfermero. Todo el mundo estaba saliendo de la escuela. Kittridge les contó lo que estaba pasando, mientras los soldados establecían un perímetro. El enfermero examinó a los civiles, les tomó la temperatura, examinó el interior de su boca. Cuando todo el mundo estuvo preparado para marcharse, Porcheki se reunió con Kittridge ante los peldaños del autobús.
—Sólo una cosa. Será mejor que no vaya pregonando por ahí que son de Denver. Digan que son de Iowa, si alguien pregunta.
Kittridge pensó en la autopista, las hileras de coches siniestrados.
—Pasaré la voz.
Kittridge subió al autobús. Con el rifle en equilibrio entre las rodillas, se sentó justo detrás de Danny.
—Maldita sea —dijo Jamal, sonriendo de oreja a oreja—. Un convoy del ejército. Retiro todo lo que había dicho sobre ti, Kittridge. —Apuntó con el pulgar a la señora Bellamy, que se estaba secando la frente con un pañuelo de papel que había sacado de la manga—. Joder, ni siquiera me importa que la vieja bruja se metiera conmigo.
—A palabras necias, oídos sordos, jovencito —respondió la mujer—. A palabras necias, oídos sordos.
Jamal se volvió a mirarla.
—Quería preguntarle por qué las viejas se guardan el pañuelo en la manga. ¿No le parece muy antihigiénico?
—Y esto me lo dice un joven con suficiente tinta en los brazos para llenar una máquina de ídem.
—«Una máquina de ídem». ¿De qué siglo es usted?
—Cuando te miro, pienso en una palabra. La palabra es «hepatitis».
—Joder, ustedes dos —gimió Wood.
El convoy se puso en marcha.