Le habían perdido. ¿Cómo cojones le habían perdido?
Lo último que supieron era que Grey había entrado en Denver. Había desaparecido de la pantalla en aquel momento (la red de Denver era un desastre), pero un día después una torre de Verizon, en Aurora, captó su señal. Guilder había pedido que otro avión no pilotado rastreara la zona, pero no habían encontrado nada. Y si Grey había salido de las interestatales, como ahora parecía probable, para dirigirse hacia la mitad este del estado, mucho menos poblada, podría recorrer kilómetros sin dejar la menor señal.
Y tampoco ni rastro de la chica. Daba la impresión de que el continente se la había tragado.
Con poco más que hacer que esperar las noticias de Nelson, Guilder tenía mucho tiempo para examinar el expediente de Grey, incluido el examen psiquiátrico del Departamento de Justicia Criminal de Texas. Se preguntó en qué estaría pensando Richards cuando contrató a hombres como ésos. Desechos humanos, aunque ése era precisamente el motivo, supuso Guilder. Como los doce sujetos de la prueba original, Babcock, Sosa, Morrison y todo el resto de escoria, nadie iba a echarlos de menos.
A saber: Lawrence Alden Grey, nacido en 1970, en McAllen, Texas. Madre, ama de casa; padre, mecánico; ambos fallecidos. El padre había servido tres veces en Vietnam como enfermero del ejército, se licenció con honores con una estrella de bronce y un corazón púrpura, pero de todos modos la experiencia había afectado al tipo. Se había disparado en la cabina de su camión, dejando que Grey, de tan sólo seis años, le encontrara. Siguió una serie de padrastros, un borracho tras otro a juzgar por los datos, un historial de malos tratos, etc. Cuando Grey cumplió dieciocho años, vivía solo, trabajaba de peón en los campos petrolíferos cercanos a Odessa, y después en plataformas del Golfo. Nunca se había casado, aunque no era sorprendente. Su perfil psiquiátrico era un saco de problemas, de todo, desde trastorno obsesivo compulsivo hasta disociación traumática, pasando por depresión. En opinión del loquero, el tipo era básicamente heterosexual, pero con tantos problemas se había hecho un lío. Los chicos habían sido la manera elegida por Grey para revivir los abusos sufridos en la infancia, que su mente consciente reprimía. Había sido arrestado en dos ocasiones, la primera por exhibicionismo, que había quedado reducido a delito menor, y la segunda por agresión sexual con agravantes. Básicamente, había tocado al chico, lo cual no era en sí un delito que se castigara con la horca, pero tampoco nada ejemplar. Debido a la primera condena de su historial, el juez le había condenado a la máxima pena, entre dieciocho y veinticuatro años, pero nadie cumplía la pena máxima, y le habían concedido la libertad provisional al cabo de noventa y siete meses.
Después de eso, no había mucho más que contar. Se había trasladado a Dallas, trabajado un poco aquí y allí, pero nada fijo, se encontraba con su funcionario de prisiones cada dos semanas para mear en un vaso y jurar y perjurar que no se había acercado a cien metros de un patio de recreo o de un colegio. Su régimen de antiandróginos, decretado por el tribunal, era el habitual, así como una nueva evaluación psiquiátrica cada seis meses. En todos los sentidos, Lawrence Grey era un ciudadano modelo, al menos todo cuanto podía llegar a serlo un pederasta neutralizado químicamente.
Nada de eso explicaba a Guilder cómo había sobrevivido el hombre. De alguna manera, había escapado del Chalet. De alguna manera, había conseguido evitar que le mataran desde entonces. Era absurdo, así de claro.
El nuevo plan de Nelson consistía en redireccionar las señales de todas las torres de Kansas y Nebraska, cerrar ambos estados durante un período de dos horas, y tratar de aislar la señal del chip de Grey. En circunstancias normales, eso habría exigido una orden de un tribunal federal, una pila de papeles de quince kilómetros de altura, y un mes de tiempo, pero Nelson había utilizado un contacto en Seguridad Nacional, que había accedido a emitir una orden ejecutiva especial a tenor del Artículo 67 de la Ley de Seguridad Nacional, más conocida en la comunidad de inteligencia como la ley de «Haz lo que te pase por los cojones». El chip que Grey llevaba en el cuello era un transmisor de bajo voltaje a 1.432 megahercios. Una vez se hubiera solucionado todo lo demás, y suponiendo que Grey pasara a escasos kilómetros de una torre, podrían triangular su posición y redirigir un satélite para tomar una fotografía.
El apagón estaba previsto para las ocho de la mañana. Guilder había llegado a las seis, y encontró a Nelson tecleando en su terminal. Un zumbido de música salía de los auriculares apretados contra los costados de su cabeza.
—Deja que Mozart trabaje —dijo, e indicó a Guilder con un ademán que le dejara en paz.
Guilder funcionaba a base de café y adrenalina. Bajó a la sala de descanso para comer algo. Sólo había máquinas expenedoras. Ya había pagado tres dólares por unos Snickers, cuando cayó en la cuenta de que le costaría mucho trabajo tragar. Los tiró a la basura y compró un Reese’s, pero incluso eso, con la pegajosa mantequilla de cacahuete, le resultaba difícil. Encendió la televisión, conectó la CNN. Nuevos casos estaban apareciendo por todas partes: Amarillo, Baton Rouge, Phoenix. Las Naciones Unidas estaban evacuando su sede central de Nueva York, y enviando el personal a La Haya. Una vez se declarara la ley marcial, los militares destacados en el extranjero serían llamados al país. Menudo fiasco resultaría. En comparación, la caja de Pandora sería una cesta de picnic.
Nelson apareció en la puerta.
—Hazme una reverencia —anunció con una sonrisa—. Houston, tenemos un delincuente sexual.
Nelson ya había apuntado el satélite. Cuando llegaron a la terminal, la imagen estaba llegando.
—¿Dónde coño está eso?
Nelson trabajó en el teclado y enfocó la imagen.
—Oeste de Kansas.
Un cuadrilátero de campos de maíz apareció a la vista y, en el centro, un edificio largo y bajo con una rejilla de espacios para aparcar delante. Un solo vehículo, una especie de ranchera, ocupaba el aparcamiento. Una figura salió del edificio, tirando de una maleta.
—¿Es el mismo tipo? —preguntó Nelson.
—No estoy seguro. Acércalo más.
La imagen se desvaneció, después adquirió mayor resolución, y asumió una distancia aérea aproximada de unos veinticinco metros. Ahora, Guilder se sintió seguro de que estaba viendo a Lawrence Grey. Ya no llevaba el mono, pero era él. Grey regresó al edificio. Un minuto después volvió a salir con una segunda maleta, que depositó en el compartimento de carga del coche. Se quedó inmóvil un momento, como abstraído en sus pensamientos. Después, una segunda figura salió del edificio, una mujer. Algo gruesa, de pelo oscuro. Vestía pantalones y una blusa de color pálido.
¿Qué demonios?
Les quedaban menos de treinta segundos. La imagen ya había empezado a perder definición. Grey abrió la puerta del pasajero. La mujer entró en el coche. Grey paseó la vista a su alrededor una vez más, como si, pensó Guilder, supiera que le estaban vigilando. Subió al vehículo y se alejó, justo cuando la imagen se disolvía en destellos de estática.
Nelson levantó la mirada de la terminal.
—Parece que nuestro objetivo tiene una amiga. A juzgar por lo que afirma el informe psiquiátrico, debo decir que estoy un poco sorprendido.
—Recupera la última toma, cuando sale la mujer. A ver si puedes ampliarla.
Nelson lo intentó, pero los resultados fueron modestos.
—¿Podemos averiguar qué edificio es ése?
Nelson había deslizado su silla hacia la terminal adyacente.
—Calle Mayor 30-8-12, Ledeau, Kansas. Un lugar llamado Angie’s Resort.
¿Quién era ella? ¿Qué estaba haciendo Lawrence Grey con aquella mujer? ¿Era del Chalet?
—¿Qué dirección tomó?
—Parece que hacia el este. Si quieres atraparle, será mejor que nos movamos.
—Localiza nuestra instalación más cercana. Algo que esté fuera del perímetro de cuarentena.
Más teclas pulsadas.
—Lo más cercano para algo así sería el antiguo laboratorio de la NBC en Fort Powell —dijo Nelson a continuación—. El ejército lo cerró hace tres años, cuando trasladaron todo a White Sands, pero sería fácil encender las luces.
—¿Qué más hay por allí?
—Poca cosa, salvo Midwest State, que se encuentra a cinco kilómetros al este. Es el típico crisol de fútbol americano con algunas aulas añadidas. Además, tienes un arsenal de la Guardia Nacional, una planta de procesamiento de ganado vacuno y porcino, algunas industrias ligeras. También hay una pequeña instalación hidroeléctrica de la IAC, pero fue clausurada cuando construyeron una más grande río abajo. La única razón de su existencia es la universidad.
Guilder pensó un momento. Eran los únicos que sabían lo de Grey, al menos por ahora. Tal vez había llegado el momento de informar al CDC y al IIMEIEEU.
Pero vacilaba. En parte, debido al mal sabor de boca que le había dejado la reunión con el Estado Mayor Conjunto. ¿Qué ocurriría cuando el Mando Central averiguara que habían puesto a las monstruosidades de Lear bajo la vigilancia de un puñado de delincuentes sexuales en libertad condicional? Sería el cuento de nunca acabar.
Pero ésa no era la auténtica razón.
Una cura para todo. ¿No fueron ésas las palabras exactas de Lear? ¿No había sido ése el principio de todo aquel descabellado plan? Y si Grey estaba infectado, y por alguna razón no había perdido la chaveta, ¿era posible que el virus hubiera mutado en su sangre, alcanzando el resultado al que aspiraba Lear? ¿De modo que él era, en todos los aspectos, tan valioso como la chica? ¿Y no era cierto también que, si bien la muerte era un problema de todos los humanos, sobre todo ahora, para Guilder era igual de acuciante y personal, incluso más, porque el destino que le aguardaba no dejaba nada al azar? ¿Acaso no tenía derecho a recurrir a todos los recursos posibles con el fin de sobrevivir? ¿No haría lo mismo todo el mundo?
Todos estamos muriendo, cariño. Muy cierto. Pero algunos más que otros.
Tal vez Grey fuera su respuesta, y tal vez no. Tal vez no era más que un imbécil con suerte que había logrado salir con vida de un edificio en llamas y esquivar a los fosforescentes el tiempo suficiente para llegar hasta Kansas. Pero cuanto más meditaba Guilder al respecto, más rechazaba esa posibilidad. Las probabilidades en contra eran excesivas. Y una vez entregara el hombre a los militares, dudaba de que volviera a saber algo más de Grey, o de aquella misteriosa mujer.
Lo cual no iba a suceder. Horace Guilder, subdirector de la División de Armas Especiales, se quedaría con Lawrence Grey en exclusiva.
—¿Y bien? ¿Qué quieres que haga?
Nelson le estaba mirando. Guilder pensó en los aspectos prácticos. ¿A quién más necesitaba? Nelson no era alguien a quien Guilder habría descrito como leal, pero de momento podría apelar al manifiesto interés propio del hombre, y era la mejor persona para el trabajo, una banda de un solo hombre de sabiondos bioquímicos. Tarde o temprano se enteraría de lo que Guilder estaba tramando, y habría que tomar decisiones, pero ese puente lo cruzaría Guilder cuando llegara el momento. En cuanto a la captura: siempre había alguien al margen de las reglas para trabajitos así. Una llamada telefónica, y todo se pondría en movimiento.
—Haz la maleta —dijo—. Nos vamos a Iowa.