11

Partieron una hora después de amanecer. Grey recogió todo lo que pudo encontrar en la cocina con aspecto de ser todavía comestible (algunas latas de sopa restantes, unas galletitas rancias, una caja de Wheaties y botellas de agua) y lo cargó en el Volvo. No tenía ni siquiera un cepillo de dientes, pero entonces Lila apareció en el vestíbulo con dos maletas de ruedas.

—Me tomé la libertad de ponerte algo de ropa.

Lila iba vestida como si fuera de vacaciones, con pantalones negros combinados con una camisa almidonada de faldón largo. Un pañuelo de seda de alegres colores descansaba sobre sus hombros. Se había lavado la cara y cepillado el pelo, y hasta se había puesto pendientes y aplicado un poco de maquillaje. Al verla, Grey cayó en la cuenta de lo sucio que estaba. Hacía días que no se lavaba. Probablemente, olería fatal.

—Tal vez debería lavarme un poco.

Lila le guió hasta el cuarto de baño que había al final de la escalera, donde ya había preparado una muda para él, pulcramente doblada sobre el asiento del retrete. Un cepillo de dientes nuevo, todavía en su envoltorio, y un tubo de Colgate descansaban sobre el tocador al lado de una jarra de agua. Grey se desprendió del mono y se lavó la cara y las axilas, y después se cepilló los dientes contemplándose en el ancho espejo. No había mirado su reflejo desde el Red Roof, y aún le sorprendía su apariencia juvenil (piel clara y firme, una mata de pelo abundante sobre el cráneo, ojos que proyectaban un brillo similar al de joyas). Daba la impresión de que había perdido un montón de peso también, cosa nada sorprendente, puesto que hacía dos días que no comía nada, pero el grado en que esto había ocurrido, tanto en cantidad como en clase, era sorprendente. No sólo estaba más delgado. Era como si su cuerpo se hubiera reorganizado. Se puso de costado, sin dejar de mirarse, y recorrió su estómago con la mano a modo de experimento. Siempre había tenido tendencia a engordar. Ahora, podía distinguir el perfil firme de los músculos. A partir de ahí bastó un pequeño paso para flexionar los brazos, como un crío admirado de sí mismo. Bien, fíjate en eso, pensó. Bíceps de verdad. Maldita sea.

Se puso la ropa que Lila le había reservado (calzoncillos blancos, tejanos, una camisa deportiva a cuadros), y descubrió, para su continuo asombro, que todo le sentaba bastante bien. Se dirigió una última mirada al espejo y bajó por la escalera a la sala de estar, donde encontró a Lila sentada en el sofá, hojeando un ejemplar de People.

—Vaya, vaya. —Ella le miró de arriba abajo, sonriendo a su manera displicente—. Estás estupendo.

Llevó las maletas al Volvo. El aire matutino estaba impregnado de rocío. Los pájaros cantaban en los árboles. Como si los dos fueran a hacer una excursión al campo, pensó Grey, y meneó la cabeza. No obstante, parado en el camino de entrada con la ropa de otro hombre, casi se le antojó cierto. Era como si hubiera accedido a una vida diferente, la vida, quizá, de un hombre cuyos tejanos y camisa deportiva adornaban ahora su nuevo cuerpo esbelto y musculoso. Respiró hondo e hinchó el pecho. Notó el aire fresco y limpio en los pulmones, pletórico de aroma. Hierba, y hojas verdes nuevas, y tierra húmeda. Daba la impresión de no albergar los terrores de la noche, como si la luz del día hubiera purificado el mundo.

Cerró el maletero y vio que Lila estaba parada ante la puerta. Giró la llave en la cerradura, y después extrajo algo de su bolso: un sobre. Sacó un rollo de cinta adhesiva y pegó el sobre a la puerta. Después, retrocedió para mirarlo. ¿Una carta?, pensó Grey. ¿Para quién sería? ¿David? ¿Brad? Uno de ésos, probablemente, pero Grey aún no tenía ni idea de quién era quién. Los dos parecían intercambiables en la mente de Lila.

—Ya está —anunció Lila—. Todo preparado. —Le entregó las llaves del Volvo—. ¿Qué te parece si conduces tú?

Y eso también le gustó a Grey.

Grey decidió que lo mejor sería mantenerse alejado de las carreteras principales, al menos hasta salir de la ciudad. Aunque calló este hecho, parecía formar parte también de su pacto con Lila de pasar por alto las cosas que podían inquietarla. No fue difícil: la mujer apenas levantó la vista de su revista. Grey eligió una ruta a través de las zonas residenciales. A media mañana se encontraban en una tierra ondulante y abrasada por el sol de campos vacíos del color de una tostada quemada, avanzando hacia el este por una carretera rural. La ciudad iba desvaneciéndose detrás de ellos, seguida por la mole azul de las Rocosas, que se desintegraba en la bruma. El paisaje que los rodeaba poseía una cualidad yerma y olvidada, tan sólo unas pinceladas de nubes en el cielo, los campos resecos y la autopista que se iba desplegando bajo las ruedas del Volvo. Por fin, Lila abandonó su lectura y se durmió.

La extrañeza de la situación era indiscutible, pero a medida que los kilómetros y las horas transcurrían, Grey sentía un bienestar sin igual en su interior. Nunca le había importado a nadie. Buscó en su mente algo con lo que comparar el sentimiento. Lo único que se le ocurrió fue la historia de José y María y la huida a Egipto. Un recuerdo de su infancia, porque hacía años que Grey no pisaba una iglesia. José siempre le había parecido más raro que un perro verde, que cuidaba de una mujer embarazada de otro. Pero Grey estaba empezando a comprender la situación, cómo una persona podía pegarse a otra al sentirse deseada.

Y la cuestión era que a Grey le gustaban las mujeres. Siempre le habían gustado. Lo otro, lo de los chicos, era diferente. No era una cuestión de lo que le gustaba o no, sino de lo que debía hacer, por culpa de su pasado y las cosas que le habían hecho. Así se lo había explicado Wilder, el loquero de la cárcel. Los chicos eran una compulsión, le dijo Wilder, la forma de Grey de regresar al momento de su violación para volver a representarla y, de esa manera, intentar comprenderla. Lo de tocar a los chicos era como rascarse algo que le picaba, una reacción inconsciente. Muchas de las cosas que decía Wilder le parecían chorradas, pero esa parte no, y conseguía que se sintiera un poco mejor, al saber que no era del todo culpa suya. Tampoco le acababa de tranquilizar. Grey se había autoflagelado a base de bien. De hecho, se sintió aliviado cuando le metieron en la trena. El Antiguo Grey (el que se había encontrado merodeando al borde de patios de recreo, pasando poco a poco ante el centro de enseñanza secundaria a las tres de la tarde, y arrastrando los pies en el vestuario de la piscina comunitaria las tardes de verano), ese Grey era alguien a quien no deseaba conocer de nuevo.

Su mente regresó al abrazo de la cocina. No fue una cosa como entre chico y chica, Grey lo sabía, pero tampoco lo contrario. Impulsó a Grey a pensar en Nora Chung, la única chica con la que había salido en el instituto. No era su novia, exactamente. Nunca habían hecho nada. Los dos tocaban en la banda (durante un breve período, a Grey se le había metido en la cabeza tocar la trompeta), y a veces, después de los ensayos, Grey la acompañaba a casa, los dos sin tocarse siquiera, aunque algo de esos paseos le hizo sentir por primera vez que no estaba solo en el mundo. Tenía ganas de besarla, pero nunca hizo acopio de valor. Al final, ella desapareció. Era curioso que Grey la recordara ahora. No había pensado ni en su nombre durante veinte años.

A mediodía se encontraban cerca ya de la frontera de Kansas. Lila continuaba durmiendo. Grey estaba medio dormido, y apenas prestaba atención a la carretera. Había conseguido evitar todas las ciudades de tamaño considerable, pero eso no podía durar: no tardarían en necesitar gasolina. Divisó delante una torre de agua que se elevaba de la llanura.

La ciudad se llamaba Kingwood, apenas una corta y polvorienta calle mayor, la mitad de los escaparates tapados con papel, y algunas manzanas de casas deprimentes a ambos lados. Parecía abandonada. La única prueba de que algo había pasado era la ambulancia aparcada delante del parque de bomberos con las puertas traseras abiertas de par en par. Y sin embargo, Grey presentía algo, un cosquilleo en sus extremidades, como si alguien observara su avance desde las sombras. Recorrió la ciudad en toda su longitud, y llegó por fin a una gasolinera en su borde este, un lugar carente de todo carisma llamado Frankie’s.

Lila se removió cuando Grey apagó el motor.

—¿Dónde estamos?

—En Kansas.

Ella bostezó y contempló con ojos entornados la ciudad desolada a través del parabrisas.

—¿Por qué nos hemos detenido?

—Hay que poner gasolina. Sólo será un momento.

Grey probó el surtidor, pero no hubo suerte: no había electricidad. Tendría que trasvasar un poco, pero para eso necesitaría un trozo de manguera y una lata. Entró en la oficina. Un escritorio de metal baqueteado, cubierto de pilas de papel, se alzaba ante la ventana de delante; una vieja silla de oficina descansaba al otro lado, con el respaldo echado hacia atrás, lo cual producía la siniestra impresión de que la habían abandonado hacía poco. Atravesó la puerta que conducía a los talleres de reparaciones, un lugar frío y oscuro que olía a aceite. Un Cadillac Seville, cosecha de finales de los noventa, estaba subido a uno de los elevadores. El segundo taller estaba ocupado por un Chevy 4×4 con la suspensión levantada mediante un gato y gruesos neumáticos manchados de barro. En el suelo descansaba una lata de gasolina de veinte litros. Grey localizó una manguera en uno de los bancos de trabajo. Cortó una sección de unos dos metros, introdujo un extremo en el depósito de combustible, tomó un sorbo que escupió en el suelo y empezó a introducir gasolina en la lata.

La lata estaba casi llena cuando oyó un movimiento sobre su cabeza. Todos los nervios de su cuerpo se dispararon al unísono, y le petrificaron en el sitio.

Levantó la cara poco a poco.

El ser estaba suspendido de una viga del techo, colgado cabeza abajo con las rodillas dobladas sobre el puntal como un niño sobre una estructura de barras. Era más pequeño que Cero, de apariencia más humana. Cuando sus ojos se encontraron, el corazón de Grey se paralizó entre latido y latido. Desde el interior de la garganta del ser surgió un sonido similar a un gorjeo.

No has de tener miedo, Grey.

¿Qué coño?

Se hizo un lío con los pies cuando saltó hacia atrás, y cayó sobre el duro hormigón. Se apoderó de la lata de gasolina, mientras el combustible continuaba brotando del sifón, y salió corriendo de los talleres hacia la oficina, y un instante después salía por la puerta. Lila estaba apoyada de espaldas contra el coche.

—Sube —dijo él sin aliento.

—¿Te has fijado en si hay una máquina expendedora ahí dentro? Me apetece una chocolatina o algo por el estilo.

—Maldita sea, Lila, sube al coche. —Grey abrió el maletero del Volvo, tiró dentro la lata y lo cerró de golpe—. Hemos de irnos ya.

La mujer suspiró.

—De acuerdo, lo que tú digas. No entiendo por qué has de ser tan grosero.

Se alejaron a toda pastilla. Sólo cuando estuvieron a dos kilómetros de la ciudad empezó a calmarse el pulso de Grey. Dejó que el Volvo fuera parando, abrió la puerta y salió del coche dando tumbos. Se paró en la cuneta, apoyó las manos sobre las rodillas y aspiró enormes bocanadas de aire. Jesús, era como si la cosa le hubiera hablado. Como si aquellos chasquidos fueran una lengua extranjera que pudiera comprender. Hasta sabía su nombre. ¿Cómo sabía su nombre?

Sintió la mano de Lila sobre su hombro.

—Estás sangrando, Lawrence.

En efecto. Al parecer, se había abierto el codo, y vio un colgajo de piel. Se lo habría hecho al caer, aunque no había notado nada.

—Déjame echarte un vistazo.

Lila apretó los bordes con las yemas de los dedos, con una mirada de intensa concentración.

—¿Cómo ha pasado?

—Creo que tropecé.

—Tendrías que haber dicho algo. ¿Puedes moverlo?

—Creo que sí.

—Espera aquí —ordenó Lila—. No lo toques.

Abrió el maletero del Volvo y empezó a buscar en su maleta. Sacó una caja metálica y una botella de agua, y dejó caer la puerta.

—Siéntate.

Grey se apoyó en la puerta trasera. Lila abrió la caja: un kit médico. Frotó una pizca de Purell entre sus manos, sacó un par de guantes de látex, se los calzó y cogió de nuevo su brazo.

—¿Tienes antecedentes de haber sangrado en exceso? —preguntó.

—Creo que no.

—¿Hepatitis, sida, algo por el estilo?

Grey negó con la cabeza.

—¿Cuándo te pusieron la última inyección del tétanos? ¿Te acuerdas de cuándo fue?

¿Qué Lila era ésta? ¿A quién estaba viendo Grey? No era la mujer perdida del Home Depot, o el alma derrotada de la cocina. Era alguien nuevo. Una tercera Lila, toda eficiencia y competencia.

—Cuando era niño.

Lila dedicó otro momento a examinar la herida.

—Bien, es un corte muy feo. Tendré que suturarlo.

—¿Quieres decir… que me vas a poner puntos?

—Confía en mí, lo he hecho millones de veces.

Limpió la herida con alcohol, sacó una jeringa desechable de la caja, la llenó con el contenido de un frasco diminuto y dio unos golpecitos en la aguja con la yema del dedo.

—Un poco de esto para adormecerte. No sentirás nada, te lo prometo.

El pinchazo de la aguja y, a los pocos segundos, el dolor de Grey se desvaneció. Lila desdobló un paño sobre la puerta trasera, dispuso unos fórceps, un carrete de hilo oscuro y unas tijeras diminutas.

—Puedes mirar si quieres, pero la mayoría de la gente prefiere apartar la mirada.

Sintió una serie de pequeños tirones, pero eso fue todo. Momentos después, bajó la mirada y vio la herida y el colgajo sustituidos por una estrecha línea negra. Lila esparció pomada sobre ella, y después la cubrió con un vendaje.

—Los puntos se disolverán en un par de días —dijo, al tiempo que se quitaba los guantes—. Puede que te piquen un poco, pero no debes rascarte. Olvídate de ellos.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Grey—. ¿Eres enfermera?

La pregunta pareció pillarla desprevenida. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero después volvió a cerrarla.

—¿Te encuentras bien, Lila?

Estaba cerrando el kit. Devolvió los instrumentos al Volvo y cerró el maletero.

—Será mejor que nos vayamos, ¿no crees?

En un abrir y cerrar de ojos, la mujer que le había curado el brazo había desaparecido, borrado el momento de la emergencia. Grey tenía ganas de hacerle más preguntas, pero sabía lo que pasaría en ese caso. El pacto entre ellos era terminante: sólo podían decirse ciertas cosas.

—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó Lila—. Debe de ser mi turno.

La pregunta no era en realidad una pregunta, y Grey lo sabía. Era lo que tocaba preguntar, del mismo modo que su cometido era declinar la oferta.

—No, ya lo hago yo.

Volvieron a subir al Volvo. Cuando Grey puso el coche en marcha, Lila levantó su revista del suelo.

—Si no te importa, creo que voy a leer un poco.

Ciento ochenta kilómetros al norte, en dirección este por la Interestatal 76, Kittridge también había empezado a preocuparse por el combustible. El autobús iba lleno cuando empezaron. Ahora, les quedaba un cuarto de depósito.

Con algunos desvíos de poca importancia, habían logrado mantenerse en la autopista desde Fort Morgan. Mecidos por los movimientos del autobús, April y su hermano se habían dormido. Danny silbaba entre dientes (Kittridge no reconoció la melodía), mientras giraba el volante y manipulaba los frenos y el acelerador, como si fuera un juego, la gorra inclinada sobre la frente, la cara y la postura tan tiesas como las de un capitán de barco ante un temporal.

Por el amor de Dios, pensó Kittridge. ¿Cómo demonios he terminado en un autobús escolar?

—Uy —dijo Danny.

Kittridge se enderezó. Una larga hilera de coches abandonados, que se extendía hasta el horizonte, bloqueaba su camino. Algunos coches estaban volcados de costado. Había cadáveres diseminados por todas partes.

Danny paró el autobús. April y Tim también habían despertado y miraban a través del parabrisas.

—April, sácale de aquí —ordenó Kittridge—. Los dos a la parte de atrás, ya.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Danny.

—Espera aquí.

Kittridge bajó del autobús. Las moscas zumbaban en enormes enjambres. Predominaba un insoportable hedor a carne podrida. El aire estaba absolutamente inmóvil, como si fuera incapaz de moverse. Las únicas señales de vida eran las aves, buitres y cuervos, que daban vueltas en el cielo. Kittridge siguió la hilera de coches. Los virales eran los culpables de eso, no cabía duda. Habría cientos, incluso miles. ¿Qué significaba? ¿Y por qué los coches estaban juntos de aquella manera, como si los hubieran obligado a parar?

De pronto, Danny se materializó detrás de él.

—Creo haberte dicho que esperaras con los demás.

El hombre tenía los ojos entornados para protegerse de la luz del sol.

—Espera. —Levantó una mano—. Oigo algo.

Kittridge escuchó. Nada en absoluto, salvo el chirrido de los grillos en los campos vacíos. Después, lo oyó: un golpeteo apagado, como puños sobre metal.

Danny señaló.

—Viene de allí.

A cada paso que daban, el sonido se oía mejor. Había alguien vivo, atrapado entre los coches siniestrados. Poco a poco, sus componentes empezaron a separarse, el golpeteo subrayado por un eco estrangulado de voces humanas. ¡Sacadnos de aquí! ¿Hay alguien ahí? ¡Por favor!

—¡Hola! —gritó Kittridge—. ¿Me oís?

¿Quién hay ahí? ¡Ayúdanos, por favor! ¡Deprisa, vamos a morir asfixiados!

El sonido procedía de un camión articulado con la insignia amarillo intenso de la FEMA pintada en los costados. El golpeteo se había vuelto frenético, y las voces un coro estridente de palabras indistinguibles.

—¡Aguantad! —gritó Kittridge—. ¡Os sacaremos!

La puerta había quedado aplastada en diagonal en su marco. Kittridge buscó algo que pudiera utilizar como palanca, encontró una llave de tuerca y deslizó la hoja por debajo de la puerta.

—Ayúdame, Danny.

La puerta se negó al principio. Después empezó, de manera casi imperceptible, a moverse. A medida que aumentaba el hueco, una hilera de dedos apareció por debajo del borde, con la intención de empujarla hacia arriba.

—Todo el mundo a la de tres —ordenó Kittridge.

Con un chirrido metálico, la puerta se elevó.

Eran de Fort Collins: una pareja de treintañeros, Joe y Linda Robinson, los dos todavía vestidos para ir al despacho, con un niño pequeño llamado Boy Jr.; un hombre negro corpulento con uniforme de guardia de seguridad, llamado Wood, y su novia, Delores, una enfermera de pediatría que hablaba con un fuerte acento de las Indias Occidentales; una mujer anciana, la señora Bellamy (Kittridge nunca llegó a averiguar su nombre de pila), con un nimbo de pelo teñido de azul y un enorme bolso blanco que siempre tenía aferrado a su costado; un joven, tal vez de unos veinticinco años, llamado Jamal, con el pelo al cero y tatuajes de brillantes colores que subían y bajaban por sus brazos desnudos. El último era un hombre de unos cincuenta años, de áspero pelo gris y el torso abombado de un atleta envejecido. Se presentó como Pastor Don. No era un auténtico pastor, aclaró. De profesión, censor jurado de cuentas. El mote procedía de los días en que entrenaba en la Pop Warner[2].

—Siempre les decía que rezaran para que no nos dieran una buena paliza —contó a Kittridge.

Aunque Kittridge había supuesto al principio que viajaban juntos, se habían encontrado por accidente. Todos contaban versiones diferentes de la misma historia. Habían huido de la ciudad hasta que los había detenido una larga cola de tráfico en la frontera de Nebraska. Se propagó de coche en coche el rumor de que delante había un control del ejército, y de que no permitían pasar a nadie. El ejército estaba esperando la orden de dejarlos pasar. Se quedaron sentados en sus coches un día entero. Cuando la luz empezó a desvanecerse, el pánico había empezado a apoderarse de la gente. Todo el mundo decía que el ataque de los virales era inminente: los habían abandonado a su suerte.

Eso era, más o menos, lo que había pasado.

Llegaron poco después del ocaso, dijo Pastor Don. En algún punto de la cola, más adelante, chillidos, disparos y crujidos metálicos. La gente empezó a pasar corriendo a su lado en dirección contraria. Pero no había adónde huir. Al cabo de pocos segundos, los virales cayeron sobre ellos, centenares que surgieron de los campos y se abalanzaron sobre la multitud.

—Me puse a correr como un demonio, al igual que todos los demás —dijo Pastor Don.

Kittridge y él habían hecho un aparte para conferenciar. Los demás estaban sentados en el suelo junto al autobús. April estaba repartiendo las botellas de agua que habían encontrado en el estadio. Pastor Don sacó una cajetilla de Marlboro Reds del bolsillo de la camisa y extrajo dos con una sacudida. Kittridge no había fumado desde que tenía veinte años, pero ¿qué daño podía hacerle ahora? Aceptó un pitillo y dio una calada cautelosa, y la nicotina se introdujo en su organismo al instante.

—Ni siquiera puedo describirlo —dijo Don, mientras expulsaba una bocanada de humo—. Esas malditas cosas estaban por todas partes. Vi el camión y decidí que era mejor que nada. Los demás ya estaban dentro. Lo que no sé es cómo se atoró la puerta.

—¿Por qué no os dejó pasar el ejército?

Don se encogió de hombros filosóficamente.

—Ya sabes cómo son estas cosas. Es probable que alguien se olvidara de presentar el formulario adecuado. —Miró a Kittridge a través del humo—. ¿Y tú? ¿No tienes a nadie?

Se refería a si Kittridge tenía familia, alguien a quien hubiera perdido o estuviera buscando. Kittridge negó con la cabeza.

—Mi hijo vive en Seattle, es cirujano plástico. Todo el lote: casado con la novia de la universidad, dos hijos, chico y chica. Una casa grande junto al mar. Acababan de hacer reformas en la cocina. —Meneó la cabeza con aire melancólico—. La última vez que hablamos, lo hicimos de eso. De la puta cocina.

Pastor Don portaba un rifle, un 30-06 al que le quedaban tres cartuchos. Wood llevaba un 38 vacío. Joe Robinson tenía una pistola del 22 con cuatro cargadores, buena para matar ardillas, quizá, pero poco más.

Don echó un vistazo al autobús.

—¿Y el conductor? ¿Cuál es la historia?

—Un poco ido, tal vez. Yo no intentaría tocarle, no sea que le de un ataque. Por lo demás, está bien. Trata al autobús como si fuera el Queen Mary.

—¿Y los otros dos?

—Estaban escondidos en el sótano de sus padres. Los encontré vagando en los alrededores del aparcamiento de un Mile High.

Don dio una última y ansiosa calada y aplastó la colilla con el pie.

—Mile High —repitió—. Supongo que debía de ser horrible.

No había forma de sortear la muralla de coches accidentados. Tendrían que retroceder y buscar otra ruta. Recogerían todas las provisiones que pudieran encontrar (más botellas de agua, un par de linternas que funcionaban y un farol de propano, diversas herramientas y un rollo de cuerda que, de momento, no servía para nada, pero que quizá más tarde le encontrarían alguna utilidad) y subieron al autobús.

Cuando Kittridge pisó el primer peldaño, Pastor Don le tocó el codo.

—Tal vez deberías decir algo.

Kittridge le miró.

—¿Yo?

—Alguien ha de tomar el mando. Y es tu autobús.

—No, la verdad. Técnicamente hablando, es de Danny.

Pastor Don miró a Kittridge a los ojos.

—No me refiero a eso. Esta gente está agotada y asustada. Necesitan a alguien como tú.

—Ni siquiera me conoces.

El hombre le dedicó una sonrisa cautelosa.

—Oh, mejor de lo que crees. Yo también estaba en la reserva, hace mucho tiempo. En intendencia, pero aprendes a leer las señales. Supongo que ex Fuerzas Especiales. ¿Rangers, quizá? —Como Kittridge no dijo nada, Pastor Don se encogió de hombros—. Bien, es tu problema. Pero no cabe duda de que sabes lo que estás haciendo mucho mejor que cualquiera de nosotros. Éste es tu espectáculo, amigo mío, te guste o no. Yo diría que están esperando unas palabras tuyas.

Era verdad, y Kittridge lo sabía. Parado en el pasillo, inspeccionó al grupo. Los Robinson estaban sentados delante, y Linda sostenía en el regazo a Boy Jr.; detrás de ellos se sentaba Jamal, solo; después, Wood y Delores. Don ocupaba el banco del otro lado del pasillo. La señora Bellamy se sentaba detrás, aferrando su gran bolso blanco con ambas manos, como una jubilada en un viaje pagado al casino. April estaba sentada con su hermano en el lado del conductor, detrás de Danny. Sus ojos se abrieron de par en par cuando sus miradas se encontraron. ¿Y ahora qué?, dijeron.

Kittridge carraspeó.

—Vale, todo el mundo. Sé que estáis asustados. Yo también lo estoy, pero vamos a salir de aquí. No sé adónde iremos, pero si continuamos en dirección este, tarde o temprano encontraremos un lugar seguro.

—¿Y el ejército? —preguntó Jamal—. Esos capullos nos dejaron tirados aquí.

—No sabemos qué pasó en realidad. Pero para velar por nuestra seguridad, seguiremos carreteras secundarias siempre que podamos.

—Mi madre vive en Kearney. —Era Linda Robinson—. Nos dirigíamos allí.

—Jesús, señora —se mofó Jamal—. Ya le he dicho que Kearney es como Fort Collins. Lo dijeron en la radio.

En todos los grupos, pensó Kittridge, siempre había uno. Sólo le faltaba eso.

El marido de Linda, Joe, se giró en su asiento.

—Cierra la boca de una vez, ¿quieres?

—Lamento comunicártelo, pero es muy probable que su madre esté colgada del techo en este momento, devorando al perro.

De pronto, todo el mundo se puso a hablar al mismo tiempo. Dos días en el camión, pensó Kittridge. Se degollarían entre sí, por supuesto.

—Por favor, todos…

—¿Y quién te ha puesto al mando? —Jamal señaló con el dedo a Kittridge—. Sólo porque llevas un rifle y toda esa mierda.

—Estoy de acuerdo —dijo Wood. Era la primera vez que Kittridge oía la voz del hombre—. Creo que deberíamos votar.

—¿Votar qué? —preguntó Jamal.

Wood le dirigió una dura mirada.

—Para empezar, si deberíamos echarte del autobús.

—Que te jodan, segurata.

Wood se levantó como impulsado por un resorte. Antes de que Kittridge pudiera reaccionar, el hombre agarró a Jamal en un abrazo de oso. Ambos cayeron sobre el banco en un frenesí de brazos y piernas. Todo el mundo se puso a chillar. Linda, abrazada al bebé, intentaba alejarse. Joe Robinson se había sumado a la refriega, y trataba de sujetar a Jamal por las piernas.

Un disparo vibró en el aire. Todo el mundo se quedó petrificado. Todos los ojos se volvieron hacia la parte posterior del autobús, donde la señora Bellamy estaba apuntando un enorme pistolón al techo.

—Señora —escupió Jamal—, qué coño

—Jovencito, creo que hablo en nombre de todo el mundo cuando digo que estoy harta de tus estupideces. Estás tan asustado como los demás. Le debes una disculpa a estas personas.

Era surrealista por completo, pensó Kittridge. En parte, estaba aterrorizado; por otra, deseaba lanzar una carcajada.

—Vale, vale —tartamudeó Jamal—. Pero aparte ese cañón.

—Esfuérzate un poco más.

—Lo siento, ¿vale? Deje de menear ese trasto.

La mujer reflexionó un momento, y después bajó la pistola.

—Supongo que habrá que conformarse con eso. Me gusta la idea de la votación. Ese hombre tan simpático de ahí delante, lo siento, mi oído ya no es lo que era, ¿cómo dijo que se llamaba?

—Kittridge.

—Señor Kittridge. A mí me parece perfectamente capacitado. Estoy a favor de que dirija el cotarro. Hagan el favor de levantar las manos.

Todo el mundo alzó la mano, salvo Jamal.

—Sería estupendo que reinara la unanimidad, jovencito.

El rostro de Jamal ardía de indignación.

—Joder, vieja bruja. ¿Qué más quiere de mí?

—En cuarenta años de enseñanza pública, créeme, he tratado con demasiados chicos como tú. Bien, adelante. Ya verás qué bien te sientes.

Con una mirada de derrota, Jamal levantó la mano.

—Así está mejor. —La mujer dirigió su atención a Kittridge de nuevo—. Podemos continuar, señor Kittridge.

Kittridge miró a Pastor Don, que procuraba reprimir las carcajadas.

—De acuerdo, Danny —dijo Kittridge—. Vamos a darle la vuelta a este trasto para buscar una forma de salir de aquí.