Eran casi las diez de la mañana cuando llegaron a Mile High. Mientras conducía hacia el centro de la ciudad, Danny se encontró atrapado en un laberinto de barricadas: Humvees abandonados, nidos de ametralladoras con sus pilas de sacos de arena, incluso algunos tanques. Una docena de veces se vio obligado a retroceder en busca de una ruta alternativa, sólo para descubrir el paso bloqueado. Por fin, cuando los últimos rastros de niebla matutina estaban desapareciendo, encontró un camino libre bajo la autovía y ascendió la rampa que conducía al estadio.
La zona de aparcamiento era un cuadrilátero de tiendas verde oliva, sumidas en una siniestra calma bajo el sol de la mañana. Un círculo de vehículos, vagones de tren, ambulancias y coches de policía lo rodeaban, pero la mitad parecían semidestruidos: ventanillas rotas, guardabarros arrancados de los chasis, puertas colgando de sus goznes. Danny detuvo el autobús.
Desembarcaron en medio de un hedor a putrefacción tan intenso que Danny casi vomitó. Peor que Mami, peor que todos los cadáveres que había visto aquella mañana cuando iba a pie a la cochera. Era el tipo de olor capaz de introducirse en tu interior, en la nariz y en la boca, y quedarse durante días.
—¡Hola! —gritó April. Su voz resonó en el aparcamiento—. ¿Hay alguien ahí? ¡Hola!
Danny experimentó una desagradable sensación en la boca del estómago. En parte era el olor, pero había algo más. Se sentía como un manojo de nervios.
—¡Hola! —volvió a llamar April, con las manos formando bocina—. ¿Alguien me oye?
—Tal vez deberíamos irnos —sugirió Danny.
—Se supone que el ejército está aquí.
—Puede que ya se hayan marchado.
April se quitó la mochila, abrió la cremallera de arriba y sacó un martillo. Lo hizo girar, como para probar su peso.
—Tim, quédate a mi lado. ¿Comprendido? No te alejes.
El chico estaba parado en la base de los peldaños del autobús, con la nariz apretada entre los dedos.
—Pero huele fatal —dijo con voz nasal.
April pasó los brazos a través de las correas.
—Toda la ciudad huele fatal. Tendrás que aguantarlo. Vámonos.
Danny tampoco quería ir, pero la chica estaba decidida. Siguió a los dos mientras se internaban en el laberinto de vehículos. Paso a paso, Danny empezó a comprender lo que estaba viendo. Habían situado los coches alrededor de las tiendas a modo de defensa. Como en los tiempos de los pioneros, cuando los colonos formaban círculos con las carretas para defenderse de los ataques de los indios. Pero Danny sabía que ahí no se trataba de indios, y había transcurrido bastante tiempo desde lo sucedido, fuera lo que fuera. Había cadáveres en alguna parte (daba la impresión de que el hedor se iba intensificando a medida que avanzaban), pero hasta el momento no habían visto ni rastro de ellos. Era como si todo el mundo se hubiera evaporado.
Llegaron a la primera tienda. April fue la primera en entrar, empuñando el martillo, dispuesta a utilizarlo. El espacio era un caos de camillas volcadas e instrumental quirúrgico, con restos diseminados por todas partes: vendas, palanganas, jeringas. Pero seguían sin ver cadáveres.
Miraron en otra tienda, y después en una tercera. Lo mismo en todas.
—¿Adónde ha ido todo el mundo? —se preguntó April en voz alta.
El único lugar donde faltaba mirar era el estadio. Danny no quería ir, pero April no aceptaba un no por respuesta. Si el ejército había dicho que fueran allí, insistió, tenía que existir un motivo. Subieron la rampa que conducía a la entrada. April abría la marcha, aferrando a Tim con una mano y el martillo en la otra. Por primera vez, Danny se fijó en los pájaros. Una enorme nube negra daba vueltas sobre el estadio, y sus gritos roncos parecían romper el silencio e intensificarlo al mismo tiempo.
Entonces, se oyó una voz de hombre detrás de ellos:
—Yo de vosotros no lo haría.
El Ferrari se paró cuando Kittridge estaba entrando en la zona de aparcamiento. A esas alturas, el coche corcoveaba como un caballo medio reventado, y columnas de humo aceitoso brotaban del capó y el chasis. Era evidente lo que había sucedido: la precipitada salida de Kittridge de la rampa de aparcamiento (aquel salto en el espacio, y después el fuerte aterrizaje sobre el pavimento) había roto el cárter. A medida que el aceite escapaba, el motor se había ido recalentando, y el metal se hinchó hasta que los pistones habían estrangulado sus cilindros.
Lamento lo de tu coche, Warren. Fue bonito mientras duró.
Después de lo que había visto en el estadio, Kittridge necesitó un poco de tiempo para serenarse. Jesús, qué escena. Era algo que habría podido predecir con facilidad, pero verlo en directo era otra cosa. Le había estremecido hasta lo más hondo. De hecho, le temblaban las manos. Pensó que tal vez estaría enfermo. Kittridge había visto algunas cosas en su vida, cosas horribles. Fosas con cadáveres alineados como leña apilada, pueblos enteros gaseados, familias tendidas donde habían caído, con las manos extendidas en vano para tocar por última vez a un ser amado; los restos indescifrables de hombres, mujeres y niños, despedazados en un mercado por un fanático con una bomba sujeta al pecho. Pero nada que se acercara ni remotamente a esta escala.
Estaba sentado sobre el capó del Ferrari, meditando sobre sus opciones, cuando oyó que un vehículo se acercaba a lo lejos. Los nervios de Kittridge se pusieron en acción. A juzgar por el sonido, un motor diésel grande: ¿un APC? Pero entonces, ascendiendo la rampa poco a poco, apareció la visión surrealista de un gran autobús escolar amarillo.
Qué te parece, pensó Kittridge. Hijo de la gran puta. Un maldito autobús escolar, como un viaje de estudios al fin del mundo.
Kittridge vio que el autobús se detenía. Salieron tres personas: una chica con una franja rosa en el pelo, un chico de rodillas huesudas en camiseta y pantalones cortos, y un hombre con una gorra de aspecto peculiar, al que Kittridge adjudicó el papel de conductor. ¡Hola!, gritó la chica. ¿Hay alguien ahí? Un momento de conciliábulo, y después se internaron en el amasijo de vehículos, con la chica en cabeza.
Probablemente había llegado el momento de decir algo, pensó Kittridge. Pero alertarlos de su presencia podía dar lugar a una serie de obligaciones que había jurado evitar desde el principio. Más gente no formaba parte del plan: el plan era seguir adelante. Viajar ligero, mantenerse vivo lo máximo posible, llevarse por delante tantos virales como pudiera antes de que llegara el final. El Último Resistente de Denver, efectuando su brillante y meteórico descenso al vacío.
Pero entonces, Kittridge se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. Los tres se dirigían directamente al estadio. Pues claro: Kittridge había hecho lo mismo. Eran críos, por el amor de Dios. Con plan o sin él, no podía permitir que entraran.
Kittridge agarró el rifle y corrió a cortarles el paso.
Al oír la voz de Kittridge, el conductor reaccionó de una forma tan violenta que Kittridge se quedó petrificado un instante. Al tiempo que lanzaba un chillido, el hombre se precipitó hacia delante, dio un traspié y, al mismo tiempo, sepultó la cara en el hueco del codo. Los otros dos salieron corriendo, mientras la chica apretaba al niño contra su cintura en un gesto protector y se revolvía contra Kittridge, con el martillo extendido hacia ella.
—Eh, quietos ahí —dijo Kittridge. Apuntó el rifle hacia el cielo y levantó las manos—. Soy de los buenos.
Kittridge observó que la chica era mayor de lo que había creído al principio, diecisiete años o así. El pelo rosa era ridículo, y las dos orejas exhibían tantos piercings que daban la impresión de estar clavadas a la cabeza, pero por la forma en que le miraba, con frialdad y sin el menor atisbo de pánico, comprendió que su apariencia engañaba. No le cupo la menor duda de que utilizaría el martillo contra él, o lo intentaría, si daba otro paso. Vestía una camiseta negra ceñida, tejanos deshilachados en las rodillas, un par de Chuck Taylors, y brazaletes de cuero y plata en ambos brazos. Una mochila amarilla colgaba de sus hombros. Era evidente que el niño debía de ser su hermano, pues su relación familiar no sólo era evidente en la distribución inconfundible de los rasgos (la nariz acaso demasiado pequeña con su extremo en forma de botón, los planos altos y repentinos de los pómulos, ojos del mismo azul acuático), sino también en la forma de reaccionar, al defenderle con una feroz ansia protectora que a Kittridge se le antojó propia de un padre o una madre.
El tercer miembro del grupo, el conductor, era más difícil de analizar. Aquel tío no estaba del todo en sus cabales. Iba vestido con pantalones caqui y una camisa blanca Oxford abotonada hasta el cuello. El pelo, una mata de un rubio tirando a rojizo que sobresalía por los costados de la peculiar gorra, daba la impresión de haber sido cortado con tijeras de podar. Pero la auténtica diferencia no residía en esas cosas. Era su porte.
El niño fue el primero en hablar. Exhibía el peor remolino que Kittridge había visto en su vida.
—¿Eso es un auténtico AK? —preguntó, al tiempo que señalaba.
—Calla, Tim. —La chica le apretó más contra ella y levantó el martillo, dispuesta a golpear—. ¿Quién coño eres?
Las manos de Kittridge seguían levantadas. Por un momento, la idea de que el martillo representaba una auténtica amenaza fue algo que deseó acariciar.
—Me llamo Kittridge. Y sí —dijo, hablándole al niño—, es un AK auténtico. Pero ni se te ocurra pensar que te lo dejaré tocar.
El rostro del chico se encendió de entusiasmo.
—Qué guay.
Kittridge alzó la barbilla hacia el conductor, que tenía la mirada clavada en sus zapatos.
—¿Se encuentra bien?
—No le gusta que le toquen, eso es todo. —La chica continuaba estudiando a Kittridge con cautela—. El ejército dijo que viniéramos aquí. Lo oímos en la radio.
—Imagino que sí, pero da la impresión de que nos han dejado tirados. Bien, creo que no he entendido bien vuestros nombres.
La chica vaciló.
—Yo soy April. Éste es mi hermano, Tim. El otro es Danny.
—Encantado de conocerte, April. —Le ofreció su sonrisa más tranquilizadora—. ¿Te parece bien que baje las manos? Como ya nos hemos presentado como es debido…
—¿De dónde has sacado ese rifle?
—Outdoor World. Soy vendedor.
—¿Vendes armas?
—Equipo de acampada y pesca, sobre todo —contestó Kittridge—. Pero me hicieron un buen descuento. Bien, ¿qué me dices? Jugamos en el mismo equipo, April.
—¿Qué equipo es ése?
Kittridge se encogió de hombros.
—El humano, diría yo.
La chica le estaba sopesando con la mirada. Muy precavida, la tal April. Kittridge se recordó que no sólo era una chica; era una superviviente. Por lo demás, merecía que la tomara en serio. Transcurrieron algunos segundos, y después bajó el martillo.
—¿Qué hay en el estadio? —preguntó Tim.
—Nada que desees ver. —Kittridge miró a la chica de nuevo. Se parecía a un mes de abril, decidió. Era curioso que a veces las cosas fueran así—. ¿Cómo habéis sobrevivido?
—Nos escondimos en una bodega.
—¿Y vuestros padres?
—No lo sabemos. Estaban en Telluride.
Jesús, pensó Kittridge. Telluride era zona cero, el lugar donde todo había empezado.
—Bien, muy inteligente por vuestra parte. Bien pensado. —Señaló de nuevo a Danny. Estaba parado a unos tres metros de distancia con las manos en los bolsillos, la mirada clavada en el suelo—. ¿Y vuestro amigo?
—Danny fue quien nos encontró. Le oímos tocar la bocina.
—Bien por ti, Danny. Yo diría que eso te convierte en el héroe del día.
El hombre dirigió a Kittridge una veloz mirada de soslayo. Su rostro no mostraba la menor expresión.
—Vale.
—¿Por qué no puedo ir a ver lo que hay en el estadio? —interrumpió Tim de nuevo.
April y Kittridge intercambiaron una mirada: No es una buena idea.
—Deja en paz el estadio —dijo April. Devolvió su atención a Kittridge—. ¿Has visto a alguien más?
—Hace tiempo que no. Aunque eso no significa que no haya más.
—Pero tú no lo crees.
—Lo más lógico sería suponer que estamos solos.
Kittridge sabía lo que iba a suceder. Una hora antes estaba bajando por el costado de un edificio, huyendo para salvar el pellejo. Ahora se enfrentaba a la perspectiva de cuidar de dos críos y un hombre que era incapaz hasta de sostener su mirada. Pero la situación era la que era.
—Danny, ¿ése es tu autobús? —preguntó.
El hombre asintió.
—Yo hago la ruta azul. Número doce.
Un vehículo más pequeño habría sido ideal, pero Kittridge tenía la sensación de que el hombre no se iría sin él.
—¿Qué te parece si nos sacas de aquí?
La expresión de la chica se endureció.
—¿Qué te hace pensar que vas a venir con nosotros?
Kittridge se quedó sorprendido. No había considerado la posibilidad de que los tres no quisieran su ayuda.
—Nada, en realidad, si lo planteas así. Supongo que deberíais invitarme.
—¿Por qué no puedo verlo? —insistió Tim.
April puso los ojos en blanco.
—Por lo que más quieras, Tim, deja de hablar del puto estadio, ¿vale?
—¡Has dicho una palabrota! ¡Me chivaré!
—¿A quién te vas a chivar?
De pronto, el chico estuvo a punto de llorar.
—¡No digas eso!
—Escuchad —los interrumpió Kittridge—, no es el momento más adecuado. Según mis cálculos, nos quedan ocho horas de luz diurna. Creo que no es aconsejable estar cerca de aquí cuando oscurezca.
Fue entonces cuando el niño, presintiendo su oportunidad, giró en redondo y subió corriendo la rampa.
—Mierda —dijo Kittridge—. Vosotros dos, quedaos aquí.
Se puso a correr, pero con la pierna mala no estaba en condiciones de alcanzarle. Cuando Kittridge llegó al lado del niño, éste se encontraba parado boquiabierto en una de las puertas, contemplando aturdido el campo. Tan sólo unos segundos, pero suficiente. Kittridge le cogió por detrás y lo levantó hasta su pecho. El niño se derrumbó contra él. No emitió el menor sonido. Jesús, pensó Kittridge. ¿Por qué había permitido que el crío se le adelantara así?
Cuando llegó a la base de la rampa, Tim había empezado a emitir un sonido medio hipido, medio sollozo. Kittridge le bajó al suelo delante de April.
—¿Qué te creías que estabas haciendo?
La voz de la chica estaba ronca debido a las lágrimas de rabia.
—Lo… sien-siento —tartamudeó el niño.
—No puedes salir corriendo así, no puedes. —Ella le sacudió por los brazos, y después le rodeó en un abrazo desesperado—. Te he dicho mil veces que no te separes de mí.
Kittridge se había acercado a Danny, que contemplaba el suelo con las manos en los bolsillos.
—¿De veras estaban solos? —le preguntó en voz baja.
—Consuela estaba con ellos —contestó Danny—. Pero se fue.
—¿Quién es Consuela?
El hombre se encogió de hombros.
—A veces espera el autobús con Tim.
No había mucho más que comentar sobre el tema. Tal vez a Danny le faltara un hervor, pero había rescatado a dos niños indefensos cuyos padres estaban muertos casi con toda seguridad. Era más de lo que Kittridge había hecho.
—¿Qué te parece, amigo? —dijo—. ¿Qué tal si pones en marcha ese autobús tuyo?
—¿Adónde vamos?
—Estaba pensando en Nebraska.