9

La camioneta dejó de funcionar la mañana del segundo día de Grey en la carretera.

Era casi mediodía, con el sol alto en el cielo. Tras una noche de insomnio en un Motel 6 cerca de Leadville, Grey había tomado la I-70 cerca de Vail, y después inició el descenso hacia Denver. Tan al este como la ciudad de Golden, el corredor interestatal estaba despejado en su mayor parte, pero cuando se adentró en el anillo periférico exterior de la ciudad, con sus enormes centros comerciales y extensas subdivisiones, la situación empezó a cambiar. Partes de la autopista estaban sembradas de coches abandonados, lo cual le obligó a tomar la carretera de acceso. Los inmensos aparcamientos que flanqueaban la autopista eran escenas de un desorden congelado en el tiempo, escaparates destrozados, mercancías esparcidas sobre el pavimento. Ahí el silencio también era diferente, no una simple ausencia de sonido, sino algo más profundo, más ominoso. Vio montones de cuerpos decapitados, como el hombre colgado en el tejado del Red Roof. Grey supuso que a Cero y a los demás les gustaba llevarse las cabezas.

Se esforzó en mantener la mirada clavada en la carretera, empujando la carnicería al perímetro de su visión. La extraña energía entusiasta que había sentido en el Red Roof no se había aplacado. Su cerebro zumbaba como una cuerda pulsada. No dormía desde hacía un día y medio, pero no estaba cansado. Ni hambriento, lo cual era impropio de él. Grey era un tragaldabas, pero por algún motivo la idea de comer no le resultaba atrayente. En Leadville había comprado un Baby Ruth en una máquina expendedora, en el vestíbulo del Motel 6, con la idea de que debía poner algo en el estómago, pero no consiguió que superara la barrera de su olfato. Tan sólo el olor consiguió que se le revolvieran las tripas. Prácticamente podía oler los conservantes de aquella cosa, un desagradable hedor químico, como a limpiasuelos industrial.

Cuando el centro de la ciudad apareció ante su vista, Grey supo que tendría que abandonar la interestatal. No había forma de maniobrar entre los coches, y la situación sólo iba a empeorar cuanto más se acercara. Entró con la camioneta en el aparcamiento de un 7-Eleven y consultó el plano. Decidió que la mejor ruta sería rodear el centro hasta el sur, aunque sólo era una suposición. No conocía Denver.

Se desvió hacia el sur, después de nuevo al este, atravesando las zonas residenciales. En todas partes era igual, ni un alma viviente. Se arrepintió de no haber traído la radio para que le hiciera compañía, pero cuando examinó el dial de arriba abajo, sólo obtuvo el mismo ruido de estática que había oído durante un día y medio. Durante un rato tocó la bocina del vehículo, con la idea de que eso alertaría a cualquier ser vivo de su presencia, pero al final se rindió. No quedaba nadie que pudiera oírle. Denver era una cripta.

Cuando el motor dejó de funcionar, Grey se había sumido en un estado de desesperación tan absoluta que, durante varios segundos, no se dio cuenta. Tan inquietante era el silencio que había empezado a parecer posible que nunca más volvería a ver un alma humana, que todo el mundo, no sólo Denver, se hallaba vacío de humanidad. Pero después se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, de que el motor había perdido energía. Durante varios segundos la camioneta continuó avanzando impulsada por su aceleración, pero el volante también se había trabado. Grey tuvo que esperar sentado a que se detuviera.

Joder, pensó, sólo me faltaba esto. Deslizó el arma de Iggy en el bolsillo del mono, bajó y levantó el capó. Grey había sido propietario de suficientes coches de desguace a lo largo de su vida para reconocer una correa de ventilador rota. El paso lógico habría sido abandonar la camioneta y buscar otro vehículo con las llaves puestas. Se encontraba en un ancho bulevar de grandes tiendas para minoristas: Best Buy, Target, Home Depot. El sol estaba cayendo de pleno. En cada aparcamiento había varios coches. Pero carecía de ánimos para mirar en el interior, sabiendo lo que encontraría. Había reparado una correa de ventilador infinidad de veces. Todo cuanto necesitaba era la correa y algunas herramientas básicas, un destornillador y un par de llaves inglesas para ajustar el tensor. Tal vez en Home Depot habría piezas de coches. No costaba nada mirar.

Cruzó la autopista y se encaminó hacia la puerta, que estaba abierta. Habían forzado el recinto enrejado con tanques de propano que había junto a la entrada y requisado todas las bombonas, pero por lo demás la fachada de los almacenes parecía ilesa. Una falange de cortacéspedes, encadenados, descansaba incólume al lado de la entrada, así como una serie de muebles de jardín espolvoreados de polen amarillo. La única otra señal de que algo faltaba era un gran cuadrado de contrachapado apoyado contra la pared, en el que habían pintado con aerosol NO QUEDAN GENERADORES.

Grey sacó la pistola del bolsillo, abrió un poco la puerta y entró. No había luz eléctrica, pero un simulacro de orden se había mantenido. Habían vaciado un montón de estanterías, aunque el suelo estaba libre de escombros. Con la pistola extendida delante de él, avanzó con cautela a lo largo de la fachada de los almacenes, mientras buscaba con la vista un letrero que anunciara PIEZAS DE COCHES.

Había llegado a la mitad de la fila, cuando Grey se detuvo en seco. Oyó un cauteloso roce delante y a la izquierda, seguido de unos murmullos apenas audibles. Grey avanzó dos pasos y se asomó a la esquina.

Era una mujer. Estaba parada delante de un expositor de muestras de pintura. Iba vestida con tejanos y una camisa de hombre. El pelo, de un castaño claro, estaba remetido detrás de las orejas, y sujeto con unas gafas de sol puestas sobre la cabeza. También estaba embarazada, no como para dar a luz de un momento a otro, pero sí bastante. Mientras Grey miraba, cogió un pequeño cuadrado de color de una ranura y lo movió de un lado a otro, con expresión pensativa y el ceño fruncido.

Tan inesperada fue aquella visión que Grey sólo pudo contemplarla con mudo estupor. ¿Qué estaba haciendo allí? Transcurrió medio minuto sin que la mujer reparara en su presencia, absorta en su misterioso asunto. Como no quería asustarla, Grey colocó con suavidad el arma sobre una estantería abierta y avanzó un paso, cauteloso. ¿Qué debería decir? Nunca había sido bueno a la hora de romper el hielo. O de hablar con la gente, vaya. Se decidió por carraspear.

La mujer le miró por encima del hombro.

—Bien, ya era hora —dijo—. Llevo aquí veinte minutos.

—¿Qué está haciendo, señora?

La mujer se volvió.

—¿Esto es o no el departamento de pintura? —Sujetaba un grupo de pedacitos de muestra, desplegados como una baraja de naipes—. Estaba pensando en Garden Gate, pero me preocupa que quede demasiado oscuro.

Grey estaba muy confundido. ¿Quería que la ayudara a elegir una pintura?

—Es probable que nadie le pida nunca la opinión, lo sé —continuó la mujer con brío, tal vez con demasiado brío, pensó Grey—. Póngala en un bote y coja mi dinero, estoy segura de que eso es lo que dice todo el mundo. Pero yo valoro la opinión de alguien que conoce su oficio. ¿Qué opina, pues? Desde su punto de vista profesional.

Grey estaba parado muy cerca de ella. Su cara era pálida y de huesos finos, con un sutil abanico de patas de gallo.

—Creo que se ha confundido. Yo no trabajo aquí.

Ella le miró con los ojos entornados.

—¿No?

—Nadie trabaja aquí, señora.

La confusión se reflejó en su rostro. Pero desapareció con idéntica rapidez, y sus facciones se reorganizaron en una expresión irritada.

—Oh, no hace falta que me lo diga —contestó con precipitación—. Intentar que alguien te ayude en este lugar es como imposible. Bien, como estaba diciendo, he de saber cuál de estos colores quedará mejor en el cuarto de la niña. —Le dedicó una sonrisa avergonzada—. Supongo que no es ningún secreto, pero estoy embarazada.

Grey había conocido a gente bastante loca últimamente, pero aquella mujer se llevaba la palma.

—Señora, creo que no debería estar aquí. Es peligroso.

Pasó otro breve período de tiempo antes de que ella contestara. Era como si procesara sus palabras, y después, al instante siguiente, reescribiera su significado.

—La verdad, habla igual que David. Si quiere que le diga la verdad, ya estoy harta de este tipo de discursos. —Exhaló un profundo suspiro—. Bien, será Garden Gate. Me llevaré dos latas en semimate, por favor. Si no le importa, tengo un poco de prisa.

Grey se sentía aturdido por completo.

—¿Quiere que le venda pintura?

—Bien, ¿es usted o no el encargado?

¿El encargado? ¿Cuándo había ocurrido eso? Poco a poco se fue dando cuenta de que la mujer no estaba fingiendo.

—Señora, ¿usted no sabe lo que está pasando aquí?

La mujer sacó dos latas de las estanterías y las extendió hacia él.

—Yo le diré lo que está pasando. Voy a comprar un poco de pintura, y usted me la va a mezclar, señor… Bien, creo que no sé su nombre.

Grey tragó saliva. Era como si estuviera por completo a merced de la mujer, como si un caballo desbocado le estuviera arrastrando.

—Grey —dijo—. Lawrence Grey.

La mujer empujó las latas hacia él y le obligó a cogerlas. Joder, prácticamente le estaba forzando a rellenar una solicitud de empleo. Si esto se prolongaba mucho más, nunca encontraría una correa de ventilador.

—Bien, señor Grey. Quiero dos latas de Garden Gate, por favor.

—Um, no sé cómo.

—Pues claro que sí. —La mujer señaló el mostrador—. Póngalos en el como-se-llame.

—No puedo, señora.

—¿Qué quiere decir que no puede?

—Bien, para empezar, no hay electricidad.

Dio la impresión de que el comentario obraba un efecto benéfico. La mujer alzó la cabeza hacia el techo.

—Vaya, creo que ya me había dado cuenta —dijo como sin darle importancia—. Esto está un poco oscuro.

—Es lo que intentaba decirle.

—Bien, ¿y por qué no me lo dijo sin más? —dijo irritada—. Bien, se acabó el Garden Gate. Y el color, a juzgar por lo que está diciendo. Debo manifestarle que me siento muy decepcionada. Confiaba en tener terminado el cuarto de la niña hoy.

—Señora, no creo…

—La verdad es que es David quien tendría que estar haciendo esto, pero, oh, no, ha de irse a salvar el mundo y dejarme encerrada en casa como una prisionera. ¿Y dónde coño está Yolanda? Perdone mi exabrupto. Después de todo lo que he hecho por ella, esperaría un poco de consideración. Aunque sólo fuera una llamada.

David. Yolanda. ¿Quiénes eran esas personas? Era de lo más desconcertante, y bastante extraño, pero una cosa era evidente: aquella pobre mujer estaba más sola que la una. A menos que Grey encontrara una forma de sacarla de allí, no duraría mucho.

—Tal vez podría pintarlo de blanco —sugirió—. Estoy seguro de que les quedan montones.

Ella le miró con escepticismo.

—¿Por qué he de pintarlo de blanco?

—Dicen que va bien con todo, ¿no? —Por el amor de Dios, ¿qué estaba diciendo? Parecía uno de aquellos maricones de la tele—. Con blanco, puede hacer lo que quiera. Tal vez añadir algo más de color a la habitación. Las cortinas y el mobiliario.

La mujer vaciló.

—No sé. Blanco me parece muy sencillo. Por otra parte, quería que estuviera pintado hoy.

—Exacto —dijo Grey con su mejor sonrisa—. Eso es justo lo que le estoy diciendo. Puede pintarlo de blanco, y después ya pensará en el resto cuando vea cómo queda. Eso es lo que yo le recomendaría.

—Y el blanco combina con todo. Tiene toda la razón.

—Ha dicho que era el cuarto de una niña, ¿verdad? Más adelante podría añadir una cenefa, para animarla un poco. Conejos, o algo por el estilo.

—¿Ha dicho conejos?

Grey tragó saliva. ¿De dónde lo había sacado? Los conejos eran el plato favorito de los fosforescentes. Había visto a Cero engullirlos a carretadas.

—Claro —logró articular—. A todo el mundo le gustan los conejos.

Vio que la idea empezaba a fascinarla. Lo cual suscitó otra pregunta. Dando por sentado que la mujer accediera a marcharse, ¿qué haría entonces? No podía permitir que se fuera sola. También se preguntó de cuánto estaría embarazada. ¿Cinco meses? ¿Seis? No era bueno para calcular esas cosas.

—Bien, estoy pensando que tal vez tenga razón —dijo la mujer, y asintió con su barbilla de huesos finos—. Da la impresión de que estamos en la misma onda, señor Grey.

—Me llamo Lawrence.

Ella extendió la mano, sonriente.

—Llámame Lila.

No fue hasta que estuvo sentado en el Volvo de la mujer (Lila había dejado un fajo de billetes en una de las cajas registradoras, junto con una nota en la que prometía volver) cuando Grey se dio cuenta de que, en algún momento entre cargar con las latas hasta el coche y colocarlas en el maletero, ella había conseguido convencerle de que pintara el cuarto de la niña. No recordaba haberlo hecho. Había sucedido, sin más, y al instante siguiente supo que se estaban marchando, mientras la mujer conducía el Volvo a través de la ciudad abandonada, dejando atrás coches accidentados y cadáveres hinchados, camiones del ejército volcados y los escombros todavía humeantes de complejos de apartamentos calcinados.

—Vaya —comentó la mujer, mientras rodeaba los restos quemados de una camioneta de reparto de FedEx sin apenas dirigirle una mirada—, la gente debería tener el sentido común de llamar a una grúa y no dejar los coches tirados en la calle.

También charló sobre el cuarto de la niña (había dado en la diana con lo de los conejos), con más pullas sarcásticas acerca de David, quien debía de ser el marido, en opinión de Grey. Éste supuso que el hombre se habría marchado a algún sitio, y la había dejado sola en casa. A juzgar por lo que había visto, parecía probable que le hubieran matado. Tal vez la mujer ya estaba loca antes, pero Grey no lo creía. Algo malo le había sucedido, muy malo. Tenía un nombre, lo sabía. Una secuela de un trauma. Básicamente, la mujer sabía pero no sabía, y su mente, en su estado aterrorizado, la estaba protegiendo de la verdad, una verdad que, tarde o temprano, Grey tendría que revelarle.

Llegaron a la casa, una gran mansión estilo Tudor que parecía flotar sobre la calle. Ya había supuesto que la mujer era de clase acomodada por la forma en que le había hablado, pero esto era otra cosa. Grey sacó las compras del maletero del Volvo (además de la pintura, la mujer había elegido un paquete de rodillos, un cubo y una selección de brochas) y subió la escalera. Al llegar a la puerta, Lila forcejeó con las llaves.

—Ésta siempre se pega un poco.

Abrió la puerta de un empujón y una bocanada de aire viciado los recibió. Grey la siguió al vestíbulo. Había esperado que el interior de la casa sería como el de un castillo, todo pesados cortinajes, muebles recargados en exceso y candelabros goteantes, pero era justo lo contrario, más una especie de oficina que un lugar donde viviera gente. A su izquierda, un amplio arco conducía al comedor, ocupado por una larga mesa de cristal y algunas sillas de aspecto incómodo. A la derecha se hallaba la sala de estar, un espacio desnudo ocupado sólo por un sofá bajo y un gran piano negro. Grey se quedó inmóvil un momento, sosteniendo las latas de pintura como atontado, mientras intentaba ordenar sus pensamientos. También percibió el olor de algo: un tufillo acre a basura vieja, procedente de las profundidades de la casa.

Cuando el silencio se hizo mayor, Grey pensó en alguna cosa que decir.

—¿Tocas? —preguntó.

Lila estaba poniendo el bolso y las llaves sobre la mesita que había junto a la puerta.

—¿Tocar qué?

Grey indicó el piano. Ella giró la cabeza y miró el instrumento, con expresión vagamente sorprendida.

—No —contestó con el ceño fruncido—. Fue idea de David. Un poco pretencioso, si quieres saber mi opinión.

Le condujo escaleras arriba, y el aire se enrareció más a medida que subían. Grey la siguió hasta el final del pasillo alfombrado.

—Ya hemos llegado —anunció.

La habitación parecía desproporcionadamente pequeña, teniendo en cuenta las dimensiones de la casa. Una escalerilla se alzaba en una esquina, y el suelo estaba protegido por una tela sujeta con cinta adhesiva a los rodapiés. Un rodillo descansaba en un cubo de pintura, endureciéndose a causa del calor. Grey avanzó un poco más. El tono original del cuarto había sido de un cremoso neutro, pero alguien (Lila, supuso) había pintado con el rodillo anchas franjas aleatorias amarillas arriba y abajo de las paredes, sin seguir una pauta organizada. Sólo taparlas le exigiría tres capas.

Lila estaba parada en la entrada con los brazos en jarras.

—Debe de saltar a la vista —dijo, y puso mala cara al mismo tiempo—. La pintura no es lo mío. No soy una profesional como tú.

Otra vez, pensó Grey. Pero mientras decidiera seguirle la corriente, no veía motivos para desengañarla de la idea de que sabía lo que se llevaba entre manos.

—¿Necesitas algo más antes de empezar?

—Creo que no —balbució Grey.

La mujer se tapó la boca para disimular un bostezo. Daba la impresión de que le había sobrevenido un repentino cansancio, como si fuera un globo que se estuviera deshinchando poco a poco.

—Bien, pues te dejaré a tu aire. Voy a descansar los pies un ratito.

Con estas palabras, le dejó solo. Grey oyó el ruido de una puerta que se cerraba al final del pasillo. Bien, esto era el colmo. Pintar el cuarto de un bebé en casa de una señora rica no era algo que habría imaginado hacer cuando despertó en el Red Roof. Estuvo atento por si oía más sonidos producidos por la mujer, pero no oyó nada. Tal vez lo más divertido de todo fuera que pasaba de Grey. La mujer estaba como un cencerro, y era bastante mandona. Pero él no la había engañado sobre quién era, porque no se lo había preguntado en ningún momento. Era agradable que alguien confiara en él, aunque no lo mereciera.

Fue al vestíbulo a recuperar sus cosas y puso manos a la obra. No era que hubiera pintado mucho, pero no había que saber latín para ello, de modo que enseguida le cogió el truco, con la mente agradablemente en blanco. Casi pudo olvidar lo de haber despertado en el Red Roof, y a Cero, Richards, el Chalet y todo lo demás. Transcurrió una hora, y después otra. Estaba repasando los bordes del techo cuando Lila apareció en la puerta, cargada con una bandeja sobre la que descansaban un bocadillo y un vaso de agua. Se había cambiado y llevaba un vestido vaquero premamá de cintura alta que, pese a su holgura, la hacía parecer todavía más embarazada.

—Espero que te guste el atún.

Grey bajó de la escalerilla para coger la bandeja. El pan estaba cubierto de un moho verde peludo. Percibió el olor a mayonesa rancia. El estómago de Grey se revolvió.

—Tal vez más tarde —tartamudeó—. Antes quiero darle una segunda mano.

Lila no insistió, al contrario, retrocedió para echar un vistazo al cuarto.

—Debo decir que tiene mejor aspecto. Mucho mejor. No sé por qué no se me ocurrió el blanco antes. —Miró a Grey de nuevo—. Espero que no me consideres demasiado atrevida, Lawrence, y no quiero dar nada por sentado, pero ¿no necesitarás por casualidad un sitio donde pasar la noche?

Grey se quedó atónito. Aún no había pensado en eso. No había pensado nada en absoluto, como si el estado delirante de la mujer fuera contagioso. Pero estaba claro que ella quería que se quedase. Después de tantos días sola, no le iba a dejar escapar ahora: retenerle en la casa era su objetivo. Y además, ¿adónde iba a ir?

—Bien. Asunto solucionado. —La mujer lanzó una carcajada nerviosa—. Debo decir que me siento muy aliviada. Me siento tan culpable por haberte arrastrado a esto, sin preguntarte en ningún momento si tenías algún lugar donde quedarte… Y después de haberme ayudado tanto.

—No pasa nada —dijo Grey—. O sea, me alegro de quedarme.

—No se hable más. —Dio la sensación de que la conversación iba a finalizar, pero Lila se volvió al llegar a la puerta y arrugó la nariz en señal de desagrado—. Lamento lo del bocadillo. Sé que no debe de ser muy apetitoso. Tengo la intención de ir al mercado, pero te prepararé una buena cena.

Grey trabajó toda la tarde, y terminó la tercera capa cuando el sol se estaba poniendo tras las ventanas. Tuvo que admitir que la habitación no tenía un aspecto tan malo. Puso los rodillos y las brochas en el cubo, bajó la escalera y siguió el pasillo central hasta la cocina. Como el resto de la casa, la habitación tenía una apariencia austera y moderna, con armarios blancos, encimeras de granito negro y electrodomésticos de cromo reluciente, el efecto sólo estropeado por las bolsas de basura apiladas en todas partes, que hedían a comida rancia. Lila estaba parada ante el horno (el gas funcionaba, por lo visto), y removía una cacerola a la luz de una vela. La mesa estaba puesta con vajilla, servilletas y cubiertos, incluso un mantel.

—Espero que te guste el tomate —dijo Lila, sonriente.

Lila le guió hasta una pequeña habitación que había detrás de la cocina, con un fregadero de servicio. No había agua para lavar las brochas, de modo que Grey las dejó en el lavabo y utilizó un trapo para limpiarse las manos lo mejor posible. La idea de una sopa de tomate le repelía, pero tendría que llevar a cabo un trabajo convincente e intentar deglutir como fuera: no había forma de evitarlo. Cuando regresó, Lila estaba sirviendo la sopa en un par de platos hondos. Los llevó a la mesa junto con un plato de galletitas saladas Ritz.

Bon appétit.

La primera cucharada casi le provocó vómitos. Ni siquiera parecía comida. Consiguió tragar, pese a que todos sus instintos le aconsejaban en contra. Al parecer, Lila no se fijó en sus apuros, porque rompió las galletas en la sopa y se las llevó a la boca con la cuchara. Por pura fuerza de voluntad, Grey tomó otra cucharada, y después una tercera. Notó que la sopa se alojaba en la base de sus tripas, una masa inerte. Cuando intentó comerse la cuarta, fue presa de espantosos retortijones.

—Perdona un momento.

Volvió al lavabo de servicio, procurando no correr, y llegó a la pila justo a tiempo. Por lo general montaba un escándalo cuando vomitaba, pero esta vez no: dio la impresión de que la sopa salía volando de su boca sin el menor esfuerzo. Joder, ¿qué le estaba pasando? Se secó la boca, dedicó un momento a tranquilizarse y volvió a la mesa. Lila le estaba mirando con preocupación.

—¿Está buena la sopa? —preguntó, ansiosa.

Grey fue incapaz ni siquiera de mirar el plato. Se preguntó si se notaría el olor del vómito en su aliento.

—Está buena —logró articular—. Es que… no tengo mucha hambre, supongo.

La respuesta pareció satisfacerla. Le miró durante un largo momento antes de volver a hablar.

—Espero que no te moleste que te lo pregunte, Lawrence, pero ¿andas buscando trabajo?

—¿Como pintor, quieres decir?

—Bien, eso desde luego. Pero también otras cosas. Porque me da la impresión, y perdona si he sacado conclusiones precipitadas, de que estás un poco… perdido. Lo cual está bien. No me malinterpretes. Son cosas que pasan. —Le miró fijamente desde el otro lado de la mesa—. Porque, en realidad, no trabajas en Home Depot, ¿verdad?

Grey negó con la cabeza.

—¡Me lo imaginaba! Y pese a todo, has hecho un hermoso trabajo. Un hermoso trabajo. Lo cual sólo viene a demostrar que tengo razón. Si entiendes a qué me refiero. Porque me gustaría ayudarte a recuperarte. Me has sido muy útil, y me gustaría devolverte el favor. Bien sabe Dios que hay muchas cosas que hacer en esta casa. Hay que poner la cenefa, restaurar la electricidad, por supuesto, y el patio, bien, ya has visto el patio…

Si no la acallaba ahora, Grey sabía que nunca saldría de allí.

—Señora…

—Por favor. —Ella levantó una mano y le dedicó una cálida sonrisa—. Lila.

—Lila, vale. —Grey respiró hondo—. ¿No has notado nada… raro?

Frunció el ceño en señal de confusión.

—No sé a qué te refieres.

Mejor proceder poco a poco, pensó Grey.

—Piensa en la electricidad, por ejemplo.

—Ah, eso. —La mujer hizo un gesto con la mano, como desechando la cuestión—. Ya lo dijiste en la tienda.

—Pero ¿no te parece raro que aún no haya vuelto? ¿No crees que ya tendrían que haberlo arreglado?

Una vaga inquietud se reflejó en su cara.

—No tengo ni idea. La verdad, no sé adónde quieres ir a parar.

—Y David, dijiste que no ha llamado. ¿Desde cuándo?

—Bien, es un hombre ocupado. Un hombre muy ocupado.

—No creo que sea ése el motivo de que no haya llamado.

Habló con voz absolutamente inexpresiva.

—No lo crees.

—No.

Lila entornó los ojos con expresión suspicaz.

—Lawrence, ¿sabes algo que me estás ocultando? Porque si eres amigo de David, espero que tengas la decencia de decírmelo.

Era como intentar capturar una mosca de un manotazo.

—No, no es amigo mío. Sólo estoy diciendo… —No había otra solución que ir al grano—. ¿Has observado que la gente ha desaparecido?

Lila le estaba mirando fijamente, con los brazos cruzados sobre el estómago hinchado. Una rabia incontenible se reflejaba en sus ojos. Se levantó con brusquedad, cogió su plato de la mesa y lo llevó al fregadero.

—Lila…

Ella movió la cabeza de manera categórica, sin mirarle.

—No permitiré que me hables así.

—Hemos de irnos de aquí.

Lila tiró el plato al fregadero con estrépito y abrió el grifo, mientras movía la palanca de un lado a otro sin conseguir nada.

—No hay agua, maldita sea. ¿Por qué coño no hay agua?

Grey se puso en pie. Ella se giró hacia él, con las manos cerradas a causa de la ira.

—¿Es que no lo comprendes? ¡No puedo perderla otra vez! ¡No puedo!

¿Se refería a la niña? ¿Y qué significaba «otra vez»?

—No podemos quedarnos. —Grey avanzó otro paso con cautela, como si se acercara a un animal acorralado—. Aquí corremos peligro.

Lágrimas furiosas empezaron a resbalar sobre las mejillas de la mujer.

—¿Por qué has de hacerlo? ¿Por qué?

Se abalanzó sobre él, con los puños alzados como martillos. Grey trastabilló hacia atrás. Ella empezó a golpearle el pecho como si intentara derribar una puerta. Pero no se trataba de un ataque organizado. Era una expresión de pánico en estado puro, de la tormenta de emociones que se había desatado en su interior. Cuando retrocedió, Grey recuperó el equilibrio y la atrajo hacia él como un boxeador que se aferrara a su contrincante, rodeó su torso y le inmovilizó los brazos a los costados. Fue un acto reflejo. No sabía qué otra cosa hacer.

—No digas eso —suplicó Lila, sin dejar de revolverse—. No es verdad, no es verdad…

Después, expulsando el aliento y con un sollozo de rendición, se derrumbó contra él.

Durante un período de tiempo que pudo ser todo un minuto, permanecieron así, trabados en un abrazo torpe. Grey no habría podido estar más estupefacto, no por la reacción violenta de la mujer, fácil de prever, sino por la simple presencia de un cuerpo femenino en sus brazos. ¡Qué ligera era! ¡Cuán diferente de él! ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Grey había abrazado a una mujer, abrazado a alguien, o desde que le había tocado otra persona? Notó la redondez rotunda del estómago de Lila apretado contra él, una presencia insistente. Un bebé, pensó Grey, y por primera vez todas las implicaciones del hecho florecieron en su mente. En medio del caos y la carnicería de un mundo enloquecido, la pobre mujer iba a tener un hijo.

Grey relajó su presa y retrocedió. Lila tenía la mirada clavada en el suelo. La mujer dinámica y emprendedora que había conocido en la sección de pintura había desaparecido. En su lugar se alzaba un ser frágil y diminuto, casi una niña.

—¿Puedo preguntarte algo, Lawrence?

Hablaba en voz muy baja.

Grey asintió.

—¿Qué hacías antes?

Por un momento no entendió su pregunta. Después comprendió que se refería a qué tipo de trabajo se dedicaba.

—Limpiaba —dijo, y se encogió de hombros—. O sea, era conserje.

Lila meditó sobre su respuesta sin la menor expresión.

—Bien, creo que me diste el pego —dijo en tono desdichado. Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca—. Si quieres que te diga la verdad, me habría tragado cualquier cosa.

Se hizo de nuevo el silencio; Lila con la mirada fija en el suelo, mientras que Grey se preguntaba qué diría ella a continuación. Fuera lo que fuera, intuía que su supervivencia dependía de ello.

—Ya he perdido uno —dijo Lila—. Otra niña.

Grey esperó.

—El corazón, ¿sabes? —continuó ella, y apoyó una mano sobre el pecho—. Un problema del corazón.

Era extraño. Inmóvil en la oscuridad, Grey experimentó la sensación de que lo había sabido desde el primer momento. O bien, si no el hecho en sí mismo, algo similar. Era como si estuviera mirando uno de esos cuadros que, cuando los observabas de cerca, carecían de sentido, pero luego retrocedías y veías la imagen.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Grey.

Lila alzó su rostro surcado de lágrimas. Por un momento se limitó a mirarle, con los ojos entornados. Grey se preguntó si habría cometido una equivocación al hacer aquella pregunta. Le había salido de manera espontánea.

—Gracias, Lawrence. Nadie me lo ha preguntado nunca. No puedo ni decirte cuánto tiempo ha pasado.

—¿Por qué no?

—No lo sé. —Encogió apenas los hombros—. Supongo que creen que trae mala suerte, o algo por el estilo.

—Yo no.

Se hizo un breve silencio. Grey pensó que nunca había sentido tanta pena por alguien.

—Eva —dijo Lila—. Mi hija se llamaba Eva.

Permanecieron juntos en la presencia de aquel nombre. Fuera, al otro lado de las ventanas de casa de Lila, la noche apremiaba. Grey cayó en la cuenta de que había empezado a llover, una lluvia de verano, silenciosa, que calaba hasta los huesos, que repiqueteaba sobre las ventanas.

—No soy quien crees —confesó Grey.

—¿No?

¿Qué deseaba contarle? La verdad, claro, o alguna versión aproximada, pero durante el último día y medio daba la impresión de que la idea de la verdad se había soltado de sus amarras por completo. No sabía ni por dónde empezar.

—Tranquilo —dijo Lila—. No has de decir nada. Quienquiera que fueras antes, ahora ya da igual.

—Tal vez no. Me he metido… en algunos líos.

—Eso quiere decir que eres como todos los demás, ¿no? Otra persona más que atesora un secreto. —La mujer desvió la mirada—. Eso es lo peor, cuando lo piensas. Por más que te esfuerces, nadie llega a saber quién eres en realidad. No eres más que alguien solo en una casa con tus pensamientos, y punto.

Grey asintió. ¿Qué podía decir?

—Prométeme que no me abandonarás —dijo Lila—. Pase lo que pase, no lo hagas.

—De acuerdo.

—Me cuidarás. Nos cuidaremos mutuamente.

—Lo prometo.

Dio la impresión de que la conversación iba a concluir en ese punto. Lila exhaló un profundo suspiro y echó los hombros hacia atrás.

—Bien, creo que lo mejor será que me acueste. Supongo que querrás marcharte a primera hora de la mañana. Si lo he entendido bien.

—Creo que será lo mejor.

Sus ojos recorrieron con melancolía la habitación, con sus aparatos relucientes, las bolsas de basura rebosantes y las pilas de platos sucios.

—Es una pena, la verdad. Quería terminar el cuarto de la niña. Pero supongo que tendrá que esperar. —Le miró a la cara de nuevo—. Sólo una cosa. No puedes obligarme a pensar en eso.

Grey comprendió lo que le estaba pidiendo. No me obligues a pensar en el mundo.

—Si así lo deseas…

—Sólo vamos a… —Buscó las palabras—. De excursión al campo. ¿Qué te parece? ¿Crees que podrás hacer eso por mí?

Grey asintió. La petición se le antojaba extraña, incluso un poco tonta, pero se habría disfrazado de payaso con tal de sacarla de allí.

—Bien, de momento quedamos así.

Grey esperó a que ella dijera algo más, o se fuera de la cocina, pero no ocurrió ninguna de ambas cosas. Apareció un cambio en el rostro de Lila, una expresión de intensa concentración, como si estuviera leyendo unas letras tan diminutas que sólo ella pudiera ver. Después, de repente, abrió los ojos de par en par. Dio la impresión de que estaba a punto de reír.

—¡Oh, Dios mío, menuda escena acabo de montar! ¡No puedo creer que hiciera eso! —Se llevó las manos a las mejillas, al pelo—. Debo de tener un aspecto terrible. ¿Tengo un aspecto terrible?

—Creo que tienes buen aspecto —articuló Grey.

—Aquí estás tú, un invitado en mi casa, y yo llorando sin parar. Eso le pone a Brad de los nervios.

Ella no había pronunciado aquel nombre en ningún momento.

—¿Quién es Brad?

Lila frunció el ceño.

—Mi marido, por supuesto.

—Pensaba que tu marido era David.

Ella le miró inexpresiva.

—Bien, lo es. David, quiero decir.

—Pero dijiste…

Lila desechó sus palabras con un ademán.

—Digo montones de cosas, Lawrence. Tendrás que acostumbrarte a eso. Tal vez pienses que estoy loca, y no te equivocas.

—No lo pienso —mintió Grey.

Una sonrisa irónica se insinuó en el rostro de huesos finos.

—Bien. Ambos sabemos que sólo lo dices porque quieres ser amable. Pero te agradezco el gesto. —Inspeccionó de nuevo la cocina y asintió vagamente—. Bien, ha sido un día muy agitado, ¿no crees? Temo que no tenemos un cuarto de invitados como Dios manda, pero te he preparado el sofá. Si no te importa, creo que dejaré los platos para mañana por la mañana y te diré buenas noches.

Grey no tenía ni idea de qué deducir de todo aquello. Era como si Lila hubiera salido de su obstinado rechazo de la realidad, sólo para volver a recaer en él al instante. Recaer no, pensó. Lo había hecho aposta, obligando a sus pensamientos a redefinirse mediante un acto de voluntad. Miraba aturdido y admirado a la vez que se encaminaba hacia la puerta, donde se volvió para mirarle.

—Me alegro mucho de que estés aquí, Lawrence —dijo, y le dedicó una sonrisa vacía—. Vamos a ser buenos amigos, tú y yo. Lo sé.

Y se fue. Grey escuchó sus pasos, que recorrían poco a poco el pasillo, y luego la escalera. Despejó la mesa de platos. Le habría gustado lavarlos, para que Lila encontrara la cocina limpia por la mañana, pero lo único que podía hacer era ponerlos en el fregadero como los demás.

Llevó una de las velas de la mesa a la sala de estar, pero en cuanto se tendió en el sofá, comprendió que dormir estaba descartado. Su cerebro bullía de pensamientos. Aún se sentía un poco mareado por culpa de la sopa. Su mente volvió a la escena de la cocina, y al momento en que la había rodeado entre sus brazos. No fue un abrazo, exactamente. Sólo había intentado impedir que Lila continuara pegándole. Pero en algún momento se había convertido en algo cercano a un abrazo. Había sido una buena sensación, más que buena, en realidad. Nada que ver con el sexo, al menos tal como Grey lo recordaba. Habían transcurrido años desde la última vez que Grey había experimentado algo que se aproximara a un pensamiento sexual (los antiandrógenos se encargaban de eso), y encima la mujer estaba embarazada, por el amor de Dios. Lo cual, pensándolo bien, quizás era lo más bonito de todo el asunto. Las mujeres embarazadas no iban abrazando a la gente sin motivos. Cuando abrazó a Lila, Grey experimentó la sensación de haber entrado en un círculo, y dentro de ese círculo no sólo había dos personas, sino tres, porque también estaba el bebé, claro. Tal vez Lila estaba loca, y tal vez no. Él no era la persona adecuada para juzgar. Pero no podía deducir si eso marcaba una diferencia o no. Ella le había elegido para ayudarla, y eso era lo que iba a hacer.

Grey casi se había sumido en el sueño, cuando un chillido animal rompió el silencio. Se incorporó al instante en el sofá y se sacudió de encima la desorientación. El sonido había llegado de fuera. Corrió a la ventana.

Fue entonces cuando recordó la pistola de Iggy. Tan distraído estaba, que se la había dejado en el Home Depot. ¿Cómo podía ser tan tonto?

Apretó la cara contra el cristal. Un bulto del tamaño de un perro estaba tendido en medio de la calle. No parecía moverse. Grey esperó un momento, sin aliento. Una sombra pálida saltaba entre las copas de los árboles, la imagen se hizo imprecisa, desapareció.

Grey sabía que no volvería a cerrar los ojos en toda la noche. Pero daba igual. Lila dormía arriba, soñando con un mundo que ya no existía, mientras al otro lado de las paredes de la casa una maldad monstruosa acechaba, una maldad de la que Grey formaba parte. Su mente volvió a la escena de la cocina, y a la imagen de Lila, parada ante el fregadero, con lágrimas desesperadas resbalando sobre sus mejillas, los puños apretados de rabia. No puedo volver a perderla. No puedo.

Montaría guardia ante la ventana hasta el amanecer, y después, cuando saliera el sol, huirían de allí.

Lila Kyle meditaba en la oscuridad.

Había oído el chillido en la calle. Un perro, pensó. Algo le había pasado a un perro. ¿Algún motorista desconsiderado lo habría atropellado? Eso era lo que había pasado, sin duda. La gente debería ser más cuidadosa con sus mascotas.

No pienses, se dijo. No pienses no pienses no pienses.

Lila se preguntó cómo sería ser un perro. Comprendía que comportaría ciertas ventajas. Una existencia con la mente en blanco salvo la siguiente caricia en la cabeza, un paseo alrededor de la manzana, la sensación de la comida en el estómago. Era probable que Roscoe (porque lo había oído; el pobre Roscoe) ni siquiera se hubiera enterado de lo que le estaba pasando. Tal vez un poquito, al final. En un momento dado estaba olfateando en la calle, a la busca de algo que comer (Lila recordó la cosa fofa que había visto en su boca aquella mañana, pero al instante expulsó aquel recuerdo desagradable), y al siguiente… Bien, no hubo siguiente. Roscoe ya formaba parte del olvido.

Y ahora, estaba ese hombre. Ese tal Lawrence Grey. Acerca del cual, cayó en la cuenta Lila, no sabía nada de nada. Era un conserje. Limpiaba. ¿Qué limpiaba? A David le daría un ataque si supiera que había dejado entrar a un desconocido en casa. Le habría gustado ver la expresión de su marido. Lila supuso que quizás había juzgado mal al hombre, a ese tal Lawrence Grey, pero no lo creía. Siempre había sido una buena psicóloga. Desde luego, Lawrence había dicho algunas cosas inquietantes en la cocina, muy inquietantes. Lo de que la luz se había ido, que la gente había desaparecido (muertos, muertos, todo el mundo había muerto). La había inquietado, sin duda. Pero para ser justa, había hecho un excelente trabajo en el cuarto de la niña, y bastaba mirarle para caer en la cuenta de que tenía el corazón en el lugar correcto. Otra de las expresiones favoritas de su padre. ¿Qué significaba, con exactitud? ¿Podía estar el corazón en otro sitio? Papá, soy médico, le había dicho en una ocasión. Te lo digo sin la menor duda, el corazón está donde debe.

Lila se oyó suspirar. Qué esfuerzo tan grande, mantener en todo momento la lucidez. Porque eso era lo que debías hacer: debías mirar las cosas a una cierta luz, y no a otra, y pasara lo que pasara, no podías apartar la vista. De lo contrario, el mundo podría abrumarte, ahogarte como una ola, y luego ¿dónde estarías? La casa, en sí, era algo que no echaría de menos. En secreto, la había odiado desde el momento en que entró, con sus dimensiones presuntuosas, tantas habitaciones de más y la luz amarilla gaseosa. No se parecía en nada a la que ella y Brad habían habitado en Maribel Street (acogedora, cómoda, llena de cosas que amaba), pero ¿cómo era posible? Esta monstruosidad ampulosa, este museo de la nada. Había sido idea de David, por supuesto. La Casa de David. ¿No era algo de la Biblia? La Biblia estaba llena de casas, la casa de fulano y la casa de mengano. Lila recordaba que, cuando era pequeña, estaba acurrucada en el sofá viendo La Navidad de Charlie Brown (quería tanto a Snoopy como a Peter Rabbit), y el momento en que Linus, el listo, el que era un hombre que fingía ser un niño con una manta, aparecía en el escenario y le contaba a Charlie Brown la verdad sobre la Navidad. Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz, quedando ellos sobrecogidos de gran temor. Díjoles el ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, Señor, en la ciudad de David.

La ciudad de David, la Casa de David.

Pero la niña…, pensó Lila. No dejaba de pensar en la niña. No en la casa, ni en los ruidos de fuera (acechaban monstruos), ni en el regreso de David a casa (David muerto), ni en todo lo demás. Toda la literatura lo expresaba con absoluta claridad, que las emociones negativas afectaban al feto. Pensaba lo que tú pensabas, sentía lo que tú sentías, y si siempre estabas asustada, ¿qué ocurriría? Esas cosas perturbadoras que Lawrence había dicho en la cocina… El hombre tenía buenas intenciones, sólo intentaba hacer lo que consideraba mejor para ella y para Eva (¿Eva?), pero ¿tenían que ser ciertas esas cosas sólo porque él las había dicho? Eran teorías. No eran más que opiniones. Lo cual no quería decir que ella no estuviera de acuerdo. Probablemente había llegado el momento de marcharse. Reinaba un silencio espantoso alrededor de la casa (pobre Roscoe). Si Brad estuviera ahí, le habría dicho eso a Lila: había llegado el momento de marcharse.

Porque a veces, muchas veces, siempre, Lila Kyle experimentaba la sensación de que la niña que crecía en su seno no era alguien nuevo, una persona nueva. Desde la mañana en que se había puesto en cuclillas sobre el retrete con la varilla de plástico entre los muslos, contemplando con mudo estupor la aparición de la pequeña cruz azul, la idea había echado raíces. El bebé no era una nueva Eva, ni una Eva diferente, ni una Eva sustituta: era Eva, su pequeña, que había llegado a casa. Era como si el mundo hubiera deshecho un agravio, corregido el error cósmico de la muerte de Eva.

Quería decírselo a Brad. Era algo más que un simple deseo: su nombre despertaba un anhelo tan intenso que sus ojos se anegaban en lágrimas. ¡No había deseado casarse con David! ¿Por qué Lila se había casado con David (el mojigato, insoportable, eternamente santurrón David), cuando ya estaba casada con Brad? Sobre todo ahora, con Eva de camino, que iba a convertirlos de nuevo en una familia.

Lila todavía le amaba: ésa era la cuestión. Ése era el triste y penoso misterio. Nunca había dejado de amar a Brad, ni él a ella, ni un segundo, incluso cuando su amor suponía demasiado dolor para ambos, porque la niña había muerto. Se habían separado para poder olvidar, pues ninguno de los dos lo lograría en compañía del otro, una ruptura triste e inevitable, como la separación primordial de los continentes. Habían pugnado hasta el final. La noche antes de que él se marchara, con sus maletas en el vestíbulo de la casa de Maribel Street, los abogados informados cumplidamente, tras derramar tantas lágrimas que nadie sabía ya cuál era la causa de sus sollozos (un estado tan general como el tiempo, un mundo de lágrimas imperecederas), él había ido a verla a la habitación que había abandonado tanto tiempo antes, se había deslizado bajo las sábanas, y durante una hora habían vuelto a ser una pareja, moviéndose al unísono en silencio, pues los cuerpos todavía deseaban lo que los corazones ya no soportaban. No habían intercambiado ni una sola palabra. Por la mañana, Lila despertó sola.

Pero ahora todo eso había cambiado. ¡Eva iba a nacer! ¡Eva ya había llegado, prácticamente! Escribiría una carta a Brad, eso haría Lila. Vendría a buscarla, sin duda, era un hombre de esa clase, siempre podías contar con Brad cuando las cosas se iban a hacer puñetas, ¿y qué sentiría cuando descubriera que ya no estaba en casa? Reanimada por esta decisión, Lila se acercó al pequeño escritorio que había bajo las ventanas, buscó en el cajón un lápiz y una hoja de papel. Ahora, ¿qué palabras elegiría? Me voy. No sé muy bien adónde. Espérame, querido. Te quiero. Eva llegará muy pronto. Sencillo y claro, capturando con elegancia la esencia de la situación. Satisfecha, dobló el papel en tres, lo introdujo en el sobre, escribió «Brad» en el exterior y lo apoyó sobre el escritorio para verlo por la mañana.

Se tumbó. La carta la miraba desde el otro lado del dormitorio, un rectángulo de blancura reluciente. Lila cerró los ojos y dejó que sus manos resbalaran hasta la dura curva de su estómago. Una sensación de plenitud, y después, desde dentro, una contracción gaseosa, y después otra, y otra. La niña estaba hipando. ¡Hip!, hacía la niña. Lila cerró los ojos, dejó que la sensación la invadiera. En su interior, en el espacio situado bajo su corazón, una pequeña vida estaba esperando a nacer, pero todavía más: ella, Eva, estaba volviendo a casa. El día se estaba acercando, Lila lo sabía. Su mente estaba cabalgando sobre las corrientes del sueño como un surfero sobre la curva de una ola. Al cabo de un momento, la ola caería sobre ella, la arrastraría al fondo. Eva había enmudecido bajo las yemas de sus dedos. Te quiero, Eva, pensó Lila Kyle, y así se quedó dormida.