8

No era un buen día en la oficina del subdirector. Hoy, 31 de mayo (Día de los Caídos, tampoco era que importara gran cosa), era como el día del fin del mundo.

Básicamente, Colorado no existía. Colorado, kaput. Denver, Greeley, Fort Collins, Boulder, Grand Junction, Durango, las mil pequeñas poblaciones diseminadas entre ellas. Las últimas imágenes aéreas parecían una zona de guerra: coches estrellados en las autopistas, edificios en llamas, cadáveres por todas partes. Durante las horas diurnas daba la impresión de que nada se movía salvo los pájaros, enormes espirales giratorias, como si la información se hubiera filtrado desde el Centro de Mando de los Buitres.

¿Alguien haría el favor de contarle de quién había sido la idea de exterminar a todo el estado de Colorado?

Y el virus se estaba desplazando. Se propagaba en todas las direcciones, una mano de doce dedos. Cuando el Departamento de Seguridad Nacional hubo cerrado todos los principales corredores interestatales (aquellos cabrones indecisos eran incapaces de huir de una casa en llamas), el caballo ya había huido a todo galope del establo. Aquella misma mañana, los del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, el CDC, habían confirmado casos en Kearney, Nebraska; Farmington, Nuevo México; Sturgis, Dakota del Sur; y Laramie, Wyoming. Y ésos eran los conocidos. Nada todavía en Utah o Kansas, aunque era cuestión de tiempo, tal vez horas. Eran las cinco y media en el norte de Virginia, faltaban aún tres horas para el ocaso, cinco en el oeste.

Siempre se movían de noche.

La reunión con el Estado Mayor Conjunto no había ido bien, aunque Guilder tampoco lo esperaba. Para empezar, estaba todo el «problema» de Armas Especiales. Los jefazos militares nunca se habían sentido a gusto, y nunca se habían expresado con claridad, acerca de lo que hacía el DAE, ni acerca de por qué existía al margen de la cadena militar de mando, dependiente del presupuesto, nada más y nada menos, del Departamento de Agricultura (respuesta: porque a nadie le importaba una mierda la agricultura). Los militares sólo estaban interesados en las jerarquías, en quién orinaba más alto en la boca de riego, y en cuanto a los jefazos, Armas Especiales no respondía ante nadie, pues los elementos de su estructura estaban ensamblados a partir de una docena de otras agencias y contratistas privados. Se parecía a una partida de trile, en que la bola siempre está en movimiento y nunca se encuentra donde piensas que está. En cuanto a lo que hacía el DAE, bien, Guilder había oído toda clase de motes, la mayoría insultantes y burlones.

De esta forma, el subdirector Horace Guilder (¿aún existían directores de verdad?) se había encontrado sentado ante el Estado Mayor Conjunto (suficientes barras y estrellas alrededor de la mesa para formar una tropa de Girl Scouts), con el fin de ofrecer su análisis oficial de la situación en Colorado. (Lo siento, fuimos nosotros quienes creamos los vampiros; nos pareció una buena idea en su momento). Siguieron treinta segundos completos de perplejo silencio, todo el mundo a la espera de ver quién hablaba a continuación.

A ver si lo he entendido bien, entonó el presidente. Apoyó las manos juntas sobre la mesa. Guilder sintió que una gota de sudor le caía desde la axila y se deslizaba a lo largo de todo el torso. ¿Ustedes decidieron reactivar un antiguo virus que transformaría a doce reclusos del corredor de la muerte en monstruos indestructibles que se alimentan de sangre, y no pensaron en decírselo a nadie?

Bien, «decidido» no exactamente. Guilder no estaba en el DAE al principio. Había entrado con el cambio de administración, con tanto dinero y tantas horas/hombre tiradas que no habría podido aplicar el freno ni que lo hubiera intentado. El Proyecto NOÉ se hallaba bajo una cadena de mando tan oscura, que ni siquiera Guilder sabía cuál era su origen. La Agencia de Seguridad Nacional, la ASN, probablemente, aunque él sospechaba que apuntaba más alto todavía, tal vez incluso a la propia Casa Blanca. Pero sentado ante el Estado Mayor Conjunto comprendió que esta distinción era absurda. Guilder había trabajado durante tres décadas en agencias tan secretas que nadie era responsable de nada. Daba la impresión de que las ideas surgían por voluntad propia. ¿Hicimos eso? No, no fuimos nosotros. E iban a parar a la trituradora. Justo lo que estaba a punto de pasar con Armas Especiales. Hasta era posible que con Guilder.

Pero en el ínterin había que repartir culpabilidades. La reunión se había transformado enseguida en un concurso de bramidos, y Guilder había recibido un puñetazo verbal tras otro. Se sintió aliviado cuando le expulsaron de la sala, a sabiendas de que la situación se le había escapado de las manos. De ahí en adelante, los militares solucionarían ese problema como todos los demás: disparando a cualquier cosa que se moviera.

En retrospectiva, Guilder habría planteado la situación de una forma más diplomática, pero las proyecciones del CDC hablaban por sí mismas. Tres semanas, cuatro a lo sumo, y el virus exterminaría Chicago, St. Louis, Salt Lake. Seis semanas, y asaltaría las costas.

Vampiros, Dios bendito. ¿En qué había estado pensando?

¿En qué había estado pensando todo el mundo?

Y sin embargo no cabía duda de que Lear había descubierto algo. El gran Jonas Lear. Hasta Guilder se sentía intimidado por el hombre, un bioquímico de Harvard con un CI inconmensurable quien, en la práctica, había inventado el campo de la paleovirología, recuperando y resucitando antiguos organismos para uso moderno. Dentro de su círculo profesional se daba por descontado que, algún día, Lear sería candidato al Premio Nobel. De acuerdo, utilizar reclusos del corredor de la muerte tal vez no había sido la maniobra más inteligente. Se les había ido de las manos. Y desde luego a Lear le faltaba algún tornillo, pero cabía admitir que la idea tenía posibilidades. Como, por ejemplo, no morir. Jamás. Una cuestión en la que, últimamente, Guilder se había implicado a fondo.

Su única esperanza era la niña.

Amy NLN. El decimotercer sujeto de la prueba, raptada de un convento de Memphis, Tennessee, donde su madre la había abandonado. Guilder no se había sentido muy a gusto cuando autorizó la misión. Una niña, por el amor de Dios. Alguien se iba a dar cuenta, como así había sido. Cuando Wolgast la trajo, todo el mundo, desde la Patrulla de Caminos de Oklahoma hasta los U.S. Marshals, estaba peinando el país en su busca, y Richards, aquel lunático, había dejado un rastro de cadáveres de un kilómetro de ancho. Las monjas del convento, asesinadas mientras dormían. Un par de policías de una pequeña población. Seis personas en una cafetería, cuyo único error había sido ir a desayunar a la misma hora que Wolgast y la niña.

Pero la petición de secuestrar a la niña, que había procedido del propio Lear, era algo a lo que Guilder no podía negarse. Todos los reclusos estaban infectados con una variante algo alterada del virus, aunque los efectos habían sido los mismos. Enfermedad, coma, transformación, y al instante siguiente estabas colgado cabeza abajo del techo, chupándole la sangre a un conejo. Pero la variedad del virus de Amy era diferente. No procedía de Fanning, el bioquímico de Columbia que había resultado infectado en el curso de una descabellada excursión de Lear a Bolivia. Procedía de un grupo de turistas, los que habían empezado todo: pacientes de cáncer terminal en un alegre paseo por la selva, con un grupo ecoturístico llamado Último Deseo. Todos habían muerto al cabo de un mes: apoplejía, infarto, aneurisma, el cuerpo hecho trizas. Pero, entretanto, habían experimentado una notable mejoría en su estado (a un hombre le había crecido incluso una buena mata de pelo), y todos habían muerto sin cáncer. Leer la mente de Lear era una tarea inútil, pero había llegado a creer que su variante era la respuesta. El truco consistía en mantener con vida al primer sujeto de la prueba. Por eso había elegido a Amy, una chica joven y saludable.

Y había salido bien. Guilder sabía que había salido bien. Porque Amy seguía con vida.

El despacho de Guilder, en el tercer piso de un edificio de oficinas federal discreto y de escasa altura en Fairfax County (el DAE compartía espacio con, entre otras entidades, la Oficina de Valoración Tecnológica, el Departamento del Destacamento Especial de Energía Especial de Seguridad Nacional, la Administración Oceánica y Atmosférica Nacional, y una guardería), estaba situado en la Interestatal 66. Siendo un lunes del fin de semana del Día de los Caídos, casi no había tráfico. Mucha gente había abandonado la ciudad el viernes. Guilder imaginó que muchos favores se estarían cobrando. Una suegra al norte de Nueva York. Un amigo con una cabaña en las montañas. Pero con todo el transporte aéreo suspendido, la gente no podía ir muy lejos, y al final tampoco importaría demasiado. No podías esconderte de la naturaleza eternamente. Al menos, eso le habían dicho a Horace Guilder.

La chica había conseguido llegar a Colorado de una forma u otra. Habían captado su señal en el sur de Wyoming a las pocas horas. Lo cual significaba que iba en un vehículo, y que no estaba sola: alguien tenía que conducir. Después, había desaparecido. El transmisor de su biomonitor era de corto alcance, demasiado débil para los satélites. Tenía que encontrarse a escasos kilómetros de una torre de comunicaciones, y no de una perteneciente a una cooperativa rural, sino de una conectada con la red de seguimiento federal. Lo cual, en el sur de Wyoming, mientras te mantuvieras apartado de las autopistas principales, sería fácil de evitar. En esos momentos, podía estar en cualquier parte. Quien la acompañaba debía de ser inteligente.

Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Guilder se volvió de la ventana y vio a Nelson, el director de tecnologías de la información del departamento, parado en la puerta. Hostia, y ahora ¿qué?

—Tengo una buena noticia y una mala —anunció Nelson.

Nelson iba vestido, como siempre, con camiseta negra y tejanos, con los sucios pies embutidos en un par de chancletas. Un erudito lenguaraz, antiguo becario Rhodes, con no sólo uno, sino dos doctorados del MIT (bioquímica y sistemas informáticos avanzados), Nelson era el tipo más listo del edificio con diferencia, dato que él conocía muy bien. Todavía poseía la predisposición de los jóvenes a contemplar el mundo como una serie de problemas vagamente irritantes creados por personas menos guais y listas que él. Si bien su relación era cordial, Nelson tenía la costumbre de tratar a Guilder como a un padre anciano y chocho, una figura respetable pero carente de todo valor, lo cual era exasperante, teniendo en cuenta que procedía de un individuo que daba la impresión de peinarse cada cuatro días, aunque no era del todo injustificado, tenía que admitir Guilder. Contaba veintiocho años, y Guilder, cincuenta y siete, y todo en Nelson conspiraba para que se sintiera viejo.

—¿Algún rastro de ella?

Nada. —Nelson se rascó la rala barba—. No sabemos nada de ellos.

Guilder se frotó los ojos, que le escocían a causa de la falta de sueño. Necesitaba ir a casa, ducharse y ponerse un traje limpio. Hacía dos días que no salía del despacho, se amodorraba de vez en cuando en el sofá y vivía de la basura de las máquinas expendedoras. También tenía problemas con los dedos. Los sentía entumecidos, le cosquilleaban.

—¿Has dicho algo acerca de una buena noticia?

—Depende de cómo lo mires. Desde un punto de vista de la libertad de expresión, no debe de ser la mejor, pero da la impresión de que alguien ha liquidado por fin al lunático de Denver. Yo diría que la NSA, o puede que alguno de los secuaces de Lear le localizara al fin. En cualquier caso, nos hemos librado de ese tipo de una vez por todas.

El Último Resistente de Denver. Guilder había visto sus vídeos, como todo el mundo. Había que admitir que el tío tenía pelotas. Abundaban las teorías sobre su identidad, y el consenso general se centraba en que era un exmilitar, Fuerzas Especiales o SEAL.

—¿Y cuál es la mala?

—Han llegado nuevas cifras del CDC. Por lo visto, el algoritmo original no tuvo en cuenta el apetito de esas cosas. Cosa que yo habría podido decirles si lo hubieran preguntado. O eso, o algún interno de verano movió un decimal mientras estaba fantaseando sobre la última vez que se tiró a su novia.

A veces, hablar con Nelson era como intentar ganarse la simpatía de un niño de cinco años. Un genio de cinco años, pero aun así…

—Dilo de una vez, por favor.

Nelson se encogió de hombros.

—Tal como están las cosas en este momento, basándonos en las proyecciones más recientes, parece que nos estamos enfrentando a una cronología más reducida. Alrededor de treinta y nueve días, más o menos.

—Para las costas, quieres decir.

—Um, no exactamente.

—Pues ¿qué?

—Todo el continente norteamericano.

Una sombra gris resbaló sobre la visión de Guilder: tuvo que sentarse.

—Ya se está fraguando una reacción en la Central —continuó Nelson—. Yo imagino que intentarán quemarlo todo. Primero los grandes centros urbanos, y después todo lo que quede.

—Dios todopoderoso.

Nelson frunció el ceño.

—En conjunto, un precio barato. Sé lo que yo haría si fuera, pongamos por caso, el presidente de Rusia. No permitiría que eso saltara el charco.

El hombre tenía razón, y Guilder lo sabía. Tomó conciencia de que su mano derecha había empezado a temblar. La cogió con la izquierda, con la intención de controlar los espasmos, al tiempo que procuraba dotar de naturalidad a la gesticulación.

—¿Se encuentra bien, jefe?

Su pie derecho se había puesto a temblar también. Experimentó el incomprensible impulso de reír. Debía de ser la tensión. Tragó saliva con esfuerzo, y percibió el sabor de la bilis en su garganta.

—Encuentra a la chica.

Después de que Nelson se marchara, Guilder continuó sentado en su despacho unos minutos, mientras intentaba serenarse. Los temblores habían pasado, pero no el impulso de reír, un síntoma conocido eufemísticamente como «incontinencia emocional». Cedió por fin, y emitió un solo bramido purificador. Jesús, parecía poseído. Confió en que nadie le hubiera oído.

Salió del edificio, sacó el coche del garaje (un Toyota Camry beis) y fue a su casa de Arlington. Quería tomar una ducha, pero de repente se le antojó un gran esfuerzo, de modo que se sirvió un whisky y encendió la televisión. Todas las cadenas, incluida el Weather Channel, no habían tardado mucho en etiquetar la emergencia con un lema pegadizo («Nación en crisis», etc.), y todos los locutores tenían aspecto preocupado e insomne, sobre todo los que informaban desde alguna autopista: un campo de trigo al fondo, largas hileras de vehículos que circulaban a paso de tortuga, todo el mundo tocando la bocina inútilmente. Todo el país estaba agarrotado como una mala transmisión. Consultó su reloj: las 20.05. En menos de una hora, medio país se sumiría en la oscuridad.

Levantó con dificultad su cuerpo desobediente del sofá y subió la escalera. La escalera: una preocupación en vistas al futuro. ¿Qué haría cuando ya no pudiera subir escaleras? Pero ahora apenas importaba ya. Abrió la ducha del baño principal y se quedó en calzoncillos, parado ante el espejo, mientras el agua se calentaba. Lo curioso era que no parecía especialmente enfermo. Un poco más delgado, quizás. Hubo un tiempo en que se consideraba atlético (había corrido a campo través en Bowdoin), aunque aquellos días eran cosa del pasado. Su profesión, con la exigencia colateral de secretismo, imposibilitaba el matrimonio; pero ya adentrado en la cuarentena, Guilder se las había ingeniado para, si no llamar la atención exactamente, sí al menos para mantenerse ocupado. Una serie de relaciones discretas, todo el mundo enterado del asunto. Se había enorgullecido de la calidad administrada con tino de aquellos encuentros, pero un día habían terminado, sin más. Miradas que habrían sido devueltas pasaban de largo, conversaciones que antes habían servido de preámbulos trabajados no tenían lugar. Inevitable, suponía Guilder, pero lamentable. Inspeccionó con detenimiento su reflejo. Una cara de mandíbula cuadrada que en otro tiempo había parecido de rasgos duros, pero que desde hacía tiempo se hundía en las mejillas. Una capa de pelo escaso peinada hacia atrás sobre el cráneo, que intentaba sin mucho éxito ocultar la presencia de su calva, de un blanco fantasmal. Bolsas de piel bajo los ojos, una panza gomosa en la cintura, piernas esqueléticas y aspecto insustancial. No era una visión agradable, pero nada que no hubiera aceptado como la degradación ineludible de la edad madura avanzada.

Por su aspecto, nadie habría dicho que se estaba muriendo.

Se duchó y se puso un traje limpio. Su armario no contenía casi nada más: un sencillo traje de dos botones (de color azul oscuro por lo general, pero a veces de color gris con una sutil raya diplomática, a veces popelina caqui en verano) combinado con una camisa azul pálido o blanca almidonada y una corbata tan neutral como Suiza, tan estrechamente alineada con su noción de sí mismo que se sentía desnudo sin una. Con cuidado de conservar el equilibrio, bajó la escalera hasta la sala de estar, donde la televisión estaba bramando obediente su desfile de malas noticias. Aunque no tenía hambre, calentó una lasaña congelada en el microondas, y se detuvo delante mientras los segundos transcurrían. Se sentó a la mesa y se esforzó por comer, pero el diazepán conseguía que todo le supiera insípido y vagamente metálico, y la opresión de su garganta no se había calmado, como si llevara un cuello dos tallas más pequeño. El médico había sugerido que probara batidos de leche, o algo blando como macarrones, pero era incapaz de recurrir a comida infantil. A partir de ahí, todo iría pendiente abajo.

Tiró la lasaña sin terminar al sistema de eliminación de basura y volvió a consultar su reloj. Pasaban unos minutos de las nueve de la noche. Bien, sucediera lo que sucediera en mitad del país, Nelson llamaría si le necesitaba.

Salió de casa y fue en coche a McLean. Le aguardaba una tarea desagradable, pero Guilder era el único capaz de llevarla a cabo. El edificio estaba apartado de la carretera, detrás de un amplio jardín verde. Junto al camino de entrada, un letrero indicaba CENTRO DE CONVALECENCIA SHADOWDALE. En el mostrador de recepción, Guilder enseñó su carnet de conducir a la enfermera, y después recorrió el pasillo impregnado de olor a medicamentos, dejando atrás sus cuadros producidos en masa de campos verdes y puestas de sol veraniegas. El lugar se hallaba en silencio, pese a la hora. Por lo general había camilleros en los pasillos y pacientes en la sala de reuniones, aquéllos que todavía podían beneficiarse de compañía humana. Esa noche, el lugar parecía una tumba.

Llegó a la habitación de su padre y llamó a la puerta con suavidad, pero la abrió sin esperar respuesta.

—Soy yo, papá.

Su padre estaba sentado en la silla de ruedas junto a la ventana. Tenía la boca abierta, los músculos de su cara tan fofos como masa para tortitas. Un péndulo de baba colgaba de su boca hasta el babero de papel arrollado alrededor de su cuello. Alguien le había vestido con un chándal manchado y zapatos ortopédicos con tiras de velcro. No dio señales de reconocer a Guilder cuando éste entró en la habitación.

—¿Cómo va, papá?

El aire que rodeaba a su padre hedía a orina. El alzheimer había progresado hasta un punto en que ya no reconocía a nadie, pero aun así había que observar los rituales. Cuán horripilante es, meditó Guilder, la soledad de la mente. No obstante, el silencio de su padre, la sensación de ausencia, no era nada nuevo. En vida (como ahora que la muerte lo rondaba) había sido un hombre de una frialdad casi reptiliana. Guilder sabía que eso era fruto de su educación (el hijo de los dueños de una lechería de una pequeña ciudad que iban a la iglesia tres veces por semana y mataban a sus propios cerdos), pero aun así no podía olvidar su resentimiento por una infancia dedicada a intentar obtener la atención de un hombre que era incapaz. Lo que había pedido a su padre era algo nimio, algo natural, sólo por haber nacido: que le tratara como a un hijo. Jugar al escondite una tarde de primavera, una palabra de alabanza desde la línea de banda, una expresión de interés por su vida. Guilder lo había hecho todo bien. Las buenas notas, las cumplidas actuaciones en auditorios y campos de deportes, la carrera hasta la universidad y el veloz ascenso a una madurez útil. Sin embargo, su padre nunca dijo nada al respecto. De hecho, Guilder no podía recordar ni una ocasión en que su padre le hubiera dicho que le quería, o le hubiera tocado con afecto. El hombre pasaba de todo.

Lo más duro había sido el sufrimiento causado a su madre, una mujer sociable por naturaleza cuya soledad la había empujado al alcoholismo que acabó por matarla. Con posterioridad, Guilder llegó a creer que su madre había buscado consuelo en otra parte, que había tenido relaciones, tal vez más de una. Después de que su padre se trasladara a Shadowdale, Guilder había vaciado la casa de Albany (un desastre absoluto, todos los cajones y armarios abarrotados de toda clase de cosas), y descubrió, en el tocador de su madre, una caja de Tiffany de terciopelo. Cuando miró en el interior descubrió un brazalete, un brazalete de diamantes. Debía de haber costado lo que su padre, ingeniero civil, ganaba en un año. Nunca se lo habría podido permitir, y el lugar donde se hallaba la caja (oculta al fondo de un cajón debajo de una pila de guantes y pañuelos enmohecidos) había revelado a Guilder lo que estaba buscando: el regalo de un amante. ¿Quién había sido? Su madre era secretaria en un bufete de abogados. ¿Uno de los abogados de la firma? ¿Alguien a quien había conocido por casualidad? ¿Un romance reavivado de su juventud? Le había alegrado saber que su madre había encontrado cierta felicidad que alegrara su solitaria existencia, pero al mismo tiempo el descubrimiento le había hundido en una depresión que se había prolongado durante semanas. Su madre era un cálido recuerdo de su infancia. Pero su vida, su vida real, había constituido un secreto para él.

Estas visitas a su padre siempre causaban que tales recuerdos emergieran a la superficie. Cuando se marchaba se sentía con frecuencia tan desanimado, o bien presa de una rabia tan contenida, que apenas podía pensar con claridad. Cincuenta y siete años y todavía anhelaba alguna señal de reconocimiento.

Colocó la única silla de la habitación delante de su padre. La cabeza del anciano, calva como la de un bebé, estaba inclinada en un ángulo extraño contra su hombro. Guilder cogió un trapo de la mesita de noche y secó la baba de su barbilla. Un contenedor de budín de vainilla abierto descansaba sobre una bandeja, junto con una endeble cuchara metálica.

—¿Cómo te encuentras, papá? ¿Te tratan bien?

Silencio. No obstante, Guilder podía oír en su cabeza la voz del anciano, llenando los espacios en blanco.

¿Me tomas el pelo? Mírame, por los clavos de Cristo. Ni siquiera puedo cagar como un hombre. Todo el mundo me habla como si fuera un niño. ¿Cómo crees que me encuentro, hijo?

—Veo que no te has tomado el postre. ¿Quieres un poco de budín? ¿Qué te parece?

¡A la mierda el budín! Es lo único que me dan en este sitio. Budín para desayunar, budín para comer, budín para cenar. Sabe a mocos.

Guilder introdujo una cucharada entre los dientes de su padre. Gracias a un reflejo autónomo, el anciano entreabrió los labios y tragó.

Mírame. ¿Crees que esto es un picnic? ¿Que me gusta babear o estar sentado sobre mi propio pis?

No sé si has seguido las noticias últimamente —dijo Guilder, introduciendo una segunda cucharada en la boca de su padre—. Creo que deberías saber algo al respecto.

¿Qué? Suelta el rollo y déjame en paz.

Pero ¿qué quería decir Guilder? ¿Me estoy muriendo? ¿Que todo el mundo se estaba muriendo, aunque todavía no lo supiera? ¿De qué podía servir aquella información? Un pensamiento estremecedor pasó por su cabeza. ¿Qué sería de su padre cuando todo el mundo se hubiera marchado, los médicos, las enfermeras y los camilleros? Con todo lo sucedido durante las últimas semanas, Guilder se había sentido demasiado preocupado para pensar en esta eventualidad. Porque la ciudad se estaba vaciando. Pronto, en cuestión de semanas o incluso días, todo el mundo correría a salvar su pellejo. Guilder recordaba lo ocurrido en Nueva Orleans después de los huracanes, primero el Katrina y después el Vanessa, las historias de pacientes ancianos abandonados a su suerte, a perecer lentamente de hambre y deshidratación.

¿Me estás escuchando, hijito? Sentado ahí con esa cara de idiota. ¿Qué es tan importante para que hayas venido a contármelo?

Guilder movió la cabeza.

—No es nada, papá. Nada importante. —Introdujo los últimos restos de budín en la boca de su padre y le secó los labios con el trapo—. Descansa un poco, ¿de acuerdo? Nos veremos dentro de unos días.

Tu madre era una puta. Una puta una puta una puta

Guilder salió del cuarto. En el pasillo desierto, hizo una pausa para respirar. La voz no era real, eso lo entendía. Pero había momentos en que experimentaba la sensación de que la mente de su padre, tras abandonar su persona corporal, se había instalado en la de él.

Volvió al mostrador de recepción. La enfermera, una joven hispana, estaba haciendo un crucigrama.

—Hay que cambiar el pañal de mi padre.

La mujer no levantó la vista.

—Hay que cambiar los pañales a todos. —Como Guilder no se movió, la mujer alzó los ojos de la página. Eran oscuros, con mucho rímel—. Avisaré a alguien.

—Hágalo, por favor.

Se detuvo en la puerta. La enfermera había vuelto a su crucigrama.

Avise a alguien, maldita sea.

—He dicho que lo haría.

Una intensa ansia protectora se apoderó de él. Guilder tuvo ganas de clavarle el lápiz en la garganta.

—Descuelgue el puto teléfono si no piensa hacerlo.

La mujer, ofendida, levantó el teléfono y marcó.

—Soy Mona, de Recepción. Hay que cambiar a Guilder, de la 126. Sí, su hijo está aquí. De acuerdo, se lo diré. —Colgó—. ¿Contento?

La pregunta era tan absurda que no supo por dónde empezar.

Guilder no moriría como su padre: justo lo contrario. ELA: esclerosis lateral amiotrófica, más conocida como enfermedad de Lou Gehrig. Las principales funciones motrices serían las primeras en verse afectadas, seguidas por el habla y la capacidad de tragar. Las risas y llantos espontáneos eran un misterio: nadie sabía por qué sucedía esto. Al final, moriría en un respirador, con el cuerpo paralizado por completo, incapaz de moverse o hablar. Pero lo peor de todo era que no experimentaría la menor disminución de la capacidad de pensar o razonar. Al contrario que su padre, cuya mente había sido la primera en fallar, Guilder viviría cada momento de su declive con plena conciencia. Una muerte en vida, con la única compañía de alguna enfermera amargada.

Tenía claro que, después del diagnóstico, había pasado por un período de profunda conmoción. Ésa era la explicación que se daba por la tontería que había cometido con Shawna, si bien, por supuesto, ése no era su verdadero nombre. Durante dos años, Guilder había ido a verla cada segundo martes de cada mes, siempre en el apartamento que le proporcionaban sus empleadores. Era de piel oscura y delgada, de sutiles ojos asiáticos, y lo bastante joven para ser su hija, aunque no era eso lo que le atraía. Si acaso, habría preferido que fuera mayor. La había encontrado mediante una agencia, pero después de un período de prueba le habían permitido llamarla directamente. La primera vez se había sentido tan nervioso como un colegial. Había transcurrido tiempo desde la última vez que había estado con una mujer, y se sentía preocupado por si no conseguía estar a la altura de la situación, una preocupación ridícula, en retrospectiva. Pero la chica le había relajado enseguida y tomado el control de la ocasión. El ritual siempre era igual. Guilder tocaba el timbre de la puerta; el interfono sonaba; subía la escalera del apartamento, donde ella le estaría esperando en la puerta, con una sonrisa de bienvenida y vestida con un traje de noche largo que cubría un tesoro erótico de encaje y seda. Unos cuantos cumplidos, como los que intercambiaría cualquier pareja de enamorados al encontrarse por la tarde, tras lo cual depositaba con discreción el sobre con el dinero sobre el tocador; después, al grano. Guilder siempre se desnudaba primero, después la miraba mientras ella lo hacía, permitiendo que el vestido de noche cayera al suelo como una cortina, antes de salir de él con majestuosidad. Le hacía el amor con un entusiasmo que no parecía ni ficticio ni del todo profesional, y durante aquellos escasos minutos, la mente de Guilder encontraba una serenidad como nada más en la vida le deparaba. En el momento del orgasmo, Shawna repetía su nombre una y otra vez, y la voz se perdía en un facsímil de la más persuasiva satisfacción femenina, y Guilder se encontraba flotando en aquellos sonidos y sensaciones, y cabalgaba sobre ellos como un surfero que recalara en una orilla tranquila.

¿Por qué no te veo más a menudo?, le preguntaba ella después. ¿Te gustan las cosas que te hago? No hay otra, ¿verdad? Quiero ser la única, Guilder. Me gustas mucho, decía él, mientras acariciaba su cabello aterciopelado. No podría ser más feliz.

No sabía nada en absoluto de ella, al menos, nada real. No obstante, en las semanas posteriores al diagnóstico, el único refugio al que pudo escapar su mente fue a la absurda idea de que estaba enamorado de ella. El recuerdo le avergonzaba ahora, y el subtexto psicológico era evidente (no quería morir solo), pero en aquel momento estaba convencido por completo. Estaba loca, absolutamente enamorado, ¿y no era posible, incluso probable, que Shawna compartiera sus sentimientos? Porque lo que se hacían y decían mutuamente no podía ser falso. Esas cosas tenían lugar en un plano que sólo dos personas conectadas de verdad podían compartir.

Y así sin cesar, hasta que se puso en tal estado que sólo podía pensar en Shawna. Decidió regalarle algo, un símbolo de su amor. Algo caro, digno de sus sentimientos. Joyas. Tenían que ser joyas. Y no algo nuevo comprado en una tienda, sino algo más personal: el brazalete de diamantes de su madre. Reanimado por esta decisión, envolvió el estuche de Tiffany con papel de plata y fue en coche al apartamento de Shawna. No era martes, pero daba igual. Lo que sentía no era algo que pudiera ceñirse a un horario. Tocó el timbre y esperó. Transcurrieron los minutos, lo cual era raro. Shawna siempre contestaba enseguida. Volvió a llamar. Esta vez, el altavoz emitió un pequeño estallido de estática y oyó su voz.

—¿Hola?

—Soy Horace.

Una pausa.

—No te tengo en la agenda. Quizá sea culpa mía. ¿Has llamado?

—Tengo algo para ti.

Dio la impresión de que el altavoz enmudecía. Después:

—Espera un momento.

Pasaron varios minutos. Guilder oyó pasos que bajaban la escalera. Tal vez el interfono no funcionaba: Shawna bajaba a abrir la puerta. Pero la figura que dobló la esquina no era Shawna. Era un hombre. Aparentaba unos sesenta años, calvo y corpulento, con el rostro glotón de un gánster ruso, vestido con un arrugado traje de raya diplomática, el cuello abierto. Las implicaciones eran evidentes, pero en su agitado estado la mente de Guilder las rechazó. El hombre atravesó la puerta y miró un momento a Guilder cuando pasó a su lado.

—Suerte —dijo, y guiñó un ojo.

Guilder subió corriendo la escalera. Llamó con los nudillos tres veces, esperando con optimista ansiedad. Por fin, la puerta se abrió. Shawna no llevaba el vestido, tan sólo una bata de seda, ceñida a la cintura. Tenía el pelo revuelto y el maquillaje corrido. Tal vez la había interrumpido cuando hacía la siesta.

—Horace, ¿qué estás haciendo aquí?

—Lo siento —dijo él, sin aliento de repente—. Sé que tendría que haber llamado.

—Si quieres que te diga la verdad, no es el mejor momento.

—Sólo será un minuto. ¿Puedo entrar, por favor?

Ella le miró con escepticismo, y después pareció ablandarse.

—Bien, de acuerdo. No obstante, tendremos que ir deprisa.

Se apartó para dejarle entrar. Había algo diferente en el apartamento, aunque Guilder no supo precisar qué. Parecía sucio, y la atmósfera, opresiva de una manera desagradable.

—¿Qué ven mis ojos? —La mujer estaba mirando la caja envuelta en papel plateado—. Horace, no tendrías que haberlo hecho.

Guilder extendió el paquete.

—Es para ti.

Con una luz cálida bailando en sus ojos, ella desenvolvió el paquete y sacó el brazalete.

—Qué detalle. Es muy bonito.

—Es una reliquia. Era de mi madre.

—Eso lo convierte en algo más especial todavía. —Le dio un beso veloz en la mejilla—. Concédeme un momento para adecentarme y estoy contigo enseguida, cariño.

Una gigantesca oleada de amor cayó sobre él. Hizo un esfuerzo sobrehumano por no rodearla entre sus brazos y apretar la boca contra la de ella.

—Quiero hacerte el amor. Amor de verdad.

Ella consultó el reloj.

—Bien, claro. Si eso es lo que quieres. De todos modos, no tengo libre toda la hora.

Guilder había empezado a desnudarse, se estaba quitando el cinturón como un loco, y también los zapatos. Pero algo no iba bien. Percibió que ella vacilaba.

—¿No te estás olvidando de algo?

El dinero. Eso era lo que le estaba pidiendo. ¿Cómo podía pensar en dinero en un momento como aquél? Quiso decirle que aquello que compartían no podía contarse en dólares y centavos, algo por el estilo, pero sólo logró balbucir:

—No llevo nada encima.

Ella frunció el ceño.

—Cariño, la cosa no funciona así. Ya lo sabes.

A aquellas alturas, Guilder estaba tan frenético que apenas procesaba sus palabras. Además, estaba plantado frente a ella en calzoncillos y camiseta, con los pantalones caídos alrededor de los tobillos.

—¿Te encuentras bien? No tienes muy buen aspecto.

—Te quiero.

Ella le dedicó una sonrisa displicente.

—Qué tierno.

—He dicho que te quiero.

—Vale, puedo hacer eso. Ningún problema. Deja el dinero sobre el tocador y diré lo que quieras.

—No tengo dinero. Te he regalado el brazalete.

De pronto, toda señal de cariño, incluso de amistad, desapareció de los ojos de Shawna.

—Horace, esto es un asunto de dinero, ya lo sabes. No me gusta tu forma de hablar.

—Por favor, deja que te haga el amor. —El pulso de Guilder estaba latiendo en sus oídos—. Puedes vender el brazalete si quieres. Vale mucho dinero.

—No creo, cariño. —Lo extendió hacia él con manifiesto desprecio—. Lamento decírtelo, pero es de cristal. No sé quién te lo vendió, pero deberías pedir que te devolviera el dinero. Ahora continúa, y sé amable. Ya conoces la rutina.

Tenía que obligarla a entender cómo se sentía. Desesperado, extendió las manos hacia ella, pero sus pies todavía estaban enredados en las perneras de los pantalones. Shawna lanzó un chillido. Al instante siguiente, Guilder se encontraba espatarrado en el suelo. Alzó la cara y descubrió una pistola apuntada a su cabeza.

—Vete de una puta vez.

—Por favor —gimió él. Tenía la voz ronca a causa de las lágrimas—. Dijiste que querías ser la única.

—Digo montones de cosas. Y ahora, lárgate con tu mierda de brazalete.

Se puso en pie con un esfuerzo. Nunca había experimentado tal humillación. Y no obstante, era principalmente amor lo que sentía. Un amor desamparado y melancólico que le devoraba por completo.

—Me estoy muriendo.

—Todos estamos muriendo, cariño. —La mujer señaló la puerta con la pistola—. Haz lo que digo antes de que te vuele las pelotas.

Sabía que nunca más podría mirarla a la cara de nuevo. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Fue en coche a casa, entró en el garaje, apagó el motor y cerró la puerta con el mando a distancia. Estuvo sentado en el coche media hora, incapaz de hacer acopio de energías para moverse. Se estaba muriendo. Se había puesto en ridículo. Nunca más volvería a ver a Shawna, porque no significaba nada para ella.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que estaba sentado todavía en el Camry. Lo único que debía hacer era volver a encender el motor. Sería como caer dormido. Nunca más tendría que pensar en Shawna, ni en el Proyecto NOÉ, ni en vivir en la cárcel de su cuerpo enfermo, ni en ir a ver a su padre al centro de convalecencia: nada de ello. Todas sus preocupaciones eliminadas, así de sencillo. A instancias de un impulso que no pudo explicarse, se quitó el reloj, sacó su cartera del bolsillo de atrás y los depositó sobre el salpicadero, como si se estuviera preparando para ir a la cama. Lo habitual debía ser escribir una nota, pero ¿qué diría? ¿Para quién sería esa nota?

Intentó obligarse tres veces a girar la llave. Tres veces le falló la resolución. Para entonces, ya había empezado a sentirse como un idiota, sentado en el coche: una humillación más. Lo único que le quedaba por hacer era ponerse de nuevo el reloj, devolver la cartera al bolsillo y entrar en casa.

Mientras Guilder volvía en coche a casa desde McLean, sonó su móvil. Nelson.

—Se han puesto en movimiento.

—¿Dónde?

—Por todas partes. Utah, Wyoming, Nebraska. Un grupo numeroso concentrado al oeste de Kansas. —Hizo una pausa—. Pero no he llamado por eso.

Guilder fue directamente a la oficina. Nelson le recibió en el vestíbulo.

—Captamos la señal poco antes de anochecer. La recogió una torre al oeste de Denver, una ciudad llamada Silver Plume. Costó un poco, pero pude conseguir que Seguridad Nacional me devolviera algunos favores y desviara un avión no tripulado para ver si podíamos obtener una foto.

Enseñó a Guilder la foto en su terminal, una imagen granulosa en blanco y negro. No era la chica, sino un hombre. Estaba parado detrás de una camioneta aparcada a un lado de la autopista. Daba la impresión de estar meando.

—¿Quién coño es éste? ¿Uno de los médicos?

—Uno de los tipos de Richards.

Guilder se quedó perplejo.

—¿De qué estás hablando?

Por un momento, Nelson pareció algo avergonzado.

—Lo siento, pensaba que estabas en el ajo. Ofrecieron la libertad provisional a delincuentes sexuales. Uno de los pequeños proyectos de Richards. Por razones de seguridad, todo el personal civil de nivel seis fue reclutado a partir del registro nacional de delincuentes sexuales.

—Me estás tomando el pelo.

—Ni hablar. —Nelson dio unos golpecitos con los dedos sobre la imagen de la pantalla—. Este tipo, el único superviviente del Proyecto NOÉ, es un puto pedófilo.