El color no era el adecuado, decidió Lila. No, nada adecuado.
El tono se llamaba «crema de mantequilla». En la muestra de la tienda era de un amarillo pálido, descolorido, como lino viejo. Pero ahora, mientras Lila retrocedía para inspeccionar su trabajo, rodillo empapado en mano (la verdad, menudo desastre estaba montando. ¿Por qué no podía David encargarse de esas cosas?), parecía más… ¿qué? Un limón. Un limón electrificado. Tal vez en una cocina habría quedado estupendamente, una cocina reluciente y soleada con ventanas que dieran a un jardín. Pero en el cuarto de una niña no. Dios mío, pensó, con ese color un bebé no dormiría ni un segundo.
Qué deprimente. Tanto trabajo desperdiciado. Subir la escalerilla por la escalera desde el sótano, colocar las lonas protectoras, ponerse a cuatro gatas para tapar con cinta adhesiva los rodapiés, sólo para descubrir que tendría que volver a la tienda y empezar de cero. Había planeado tener la habitación acabada para la hora de comer, dejando tiempo suficiente para que la pintura se secara antes de colgar la cenefa del papel pintado, una pauta repetida de escenas de Beatrix Potter. David pensaba que la cenefa era estúpida («sentimental» era la palabra que había utilizado), pero a Lila le daba igual. Le encantaban las historias de Peter Rabbit cuando era pequeña, se aovillaba en el regazo de su padre o se acurrucaba en la cama para escuchar, por enésima vez, la historia de la huida de Peter del jardín del señor McGregor. El jardín de su casa de Wellesley estaba bordeado por un seto, y durante años (mucho después de que dejara de creer en esas cosas) lo había explorado en busca de un conejo con una chaquetita azul.
Pero ahora, Peter Rabbit tendría que esperar. Una oleada de agotamiento se había apoderado de ella. Necesitaba levantarse. Los vapores la estaban mareando, para colmo. Daba la impresión de que la corriente alterna no funcionaba bien, aunque con el bebé se sentía siempre un poco acalorada. Esperaba que David volviera a casa pronto. La situación en el hospital era enloquecedora. La había llamado una vez para avisarla de que llegaría tarde, pero no sabía nada de él desde entonces.
Bajó a la cocina. Estaba hecha un desastre. Platos apilados en el fregadero, las encimeras manchadas, el suelo bajo sus pies descalzos pegajoso a causa de la mugre. Lila se detuvo en la entrada, confusa. No se había dado cuenta de lo dejada que se había vuelto, ¿y qué había sido de Yolanda? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había estado allí? Los martes y viernes eran los días habituales de la chica de la limpieza. ¿Qué era hoy? Mirando la cocina, pensó Lila, una diría que Yolanda no ha pisado la casa desde hace semanas. De acuerdo, el inglés de la mujer no era el mejor, y a veces hacía cosas raras, como confundir las cucharillas de postre con las cucharas de servir (David se quejaba mucho de eso), o depositar las facturas sin leerlas en el cubo de reciclaje. Cosas irritantes como ésas. Pero Yolanda no faltaba ni un día al trabajo. Una mañana de invierno había hecho acto de presencia con un resfriado. Tosía tan fuerte que Lila la oyó desde arriba. Prácticamente tuvo que arrancarle la fregona de las manos, mientras decía: Por favor, Yolanda, deja que te ayude, soy médico (era bronquitis, por supuesto. Lila había auscultado el pecho de la mujer en la cocina y extendido la receta de amoxicilina, a sabiendas de que Yolanda no debía de tener médico, y ya no digamos seguro). Bien, sí, a veces tiraba el correo, mezclaba los cubiertos y guardaba los calcetines en el cajón de la ropa interior, pero trabajaba sin descanso, sin concederse tregua, una presencia alegre y puntual de la cual dependían, teniendo en cuenta sus demenciales horarios. Y ahora, ni tan sólo una llamada.
Un problema más. Al parecer, el teléfono no funcionaba, y encima no había correo. Ni periódicos. Pero David le había dicho que no saliera de casa bajo ninguna circunstancia, así que Lila no lo había comprobado. Tal vez el periódico estaba tirado en el camino de entrada.
Fue a buscar un vaso al armario y abrió el grifo. Un gruñido desde abajo, un eructo de aire y… nada. ¡También el agua! Entonces recordó: hacía tiempo que no había agua. Ahora tendría que llamar a un fontanero, encima. O lo habría hecho, si los teléfonos funcionaran. Era muy propio de David ausentarse cuando todo se iba a hacer puñetas. Ésa había sido una de las expresiones favoritas de Lila, ir a hacer puñetas. Una curiosa expresión, ahora que Lila lo pensaba. ¿Por qué «puñetas», precisamente? Había montones de frases así, palabras sencillas que, de repente, se te antojaban extrañas, como si nunca las hubieras visto antes. Pañal. Confundido. Fontanero. Casada.
¿De veras había sido idea de ella casarse con David? Porque no recordaba haber pensado: Voy a casarme con David. Cosa que una persona debía pensar, probablemente, antes de dar el paso. Era curioso que, en un momento dado, la vida era de una manera determinada, y al siguiente ya no, y eras incapaz de recordar qué habías hecho para que eso sucediera. No habría dicho que amara a David, exactamente. Le gustaba. Le admiraba (¿y quién no podía admirar a David Centre? Jefe de cardiología en el Denver General, fundador del Instituto de Electrofisiología de Colorado, un hombre que corría en maratones, era miembro de consejos de administración, estaba abonado a los partidos de los Nuggets y a la ópera al mismo tiempo, que cada día rescataba a sus pacientes de las garras de la muerte). Pero ¿esos sentimientos significaban amor? Y si no, ¿debías casarte con un hombre semejante porque estabas embarazada de él (nada planificado, simplemente había sucedido), y porque, en un momento de la característica nobleza de David, había anunciado que albergaba la intención de «hacer lo correcto»? ¿Qué era lo correcto? ¿Y por qué a veces David no parecía David, sino alguien que se parecía a David, basado en David, un objeto similar a David, de tamaño natural? Cuando Lila había comunicado a su padre la noticia de su compromiso, lo había leído en su cara: él lo sabía. Estaba sentado ante el escritorio de su estudio, rodeado de los libros que amaba, aplicando pegamento al bauprés de la maqueta de un barco. «Entiendo que, teniendo en cuenta las circunstancias, desees hacerlo. Es un buen hombre. Podéis hacerlo aquí, si queréis».
Y así había sido, habían volado a Boston, azotado por una tormenta de nieve primaveral, todo atado y bien atado a toda prisa, tan sólo un puñado de parientes y amigos capaces de llegar a tiempo en el último momento, de pie en la sala de estar algo incómodos, mientras ellos intercambiaban los votos (sólo habían necesitado un par de minutos), antes de excusarse y marcharse. Hasta el del catering se había ido temprano. No era el hecho de que Lila estuviera embarazada lo que hacía la situación violenta. Era, y ella lo sabía, que faltaba alguien.
Siempre faltaría alguien.
Pero daba igual. Daba igual David y su espantosa boda (en realidad, se había parecido más a un velatorio), con sus montones de salmón sobrante, la nieve y toda la pesca. Lo importante era la niña, y cuidar de ella. El mundo podía irse a hacer puñetas si así lo deseaba. El bebé era lo que contaba. Sería una niña: Lila la había visto en la ecografía. Una cría. Manos diminutas, pies diminutos, un corazón y pulmones diminutos, flotando en el caldo tibio de su cuerpo. A la niña le gustaba hipar. ¡Hip!, hacía la cría. ¡Hip! ¡Hip! Que también era una palabra curiosa. La niña respiraba el líquido amniótico, contraía el diafragma, provocaba que la epiglotis se cerrara. Una contracción del diafragma sincronizada o singultus, del latín singult, «el acto de contener el aliento cuando uno llora». Cuando Lila había aprendido esto en la facultad de Medicina, pensó: Caramba. Sólo, caramba. Y, por supuesto, había empezado a hipar de inmediato; le había sucedido a la mitad de los estudiantes. Lila sabía que un australiano llevaba hipando sin cesar diecisiete años. Le había visto en Today.
Hoy. ¿Qué era hoy? Se desplazó hacia el vestíbulo, cada vez más consciente, como si su mente se estuviera poniendo de puntillas para mirar por encima de un saliente, de que había descorrido la cortina para echar un vistazo al exterior. No, no había periódico. Ni Denver Post ni New York Times, ni siquiera aquel periodicucho local que iba directo al cubo de la basura. A través del cristal oyó el zumbido agudo, surgido de los árboles, de insectos veraniegos. Por lo general veías pasar uno o dos coches, al cartero que recorría la manzana silbando, una niñera empujando un carrito de bebé, pero hoy no. Volveré cuando haya averiguado algo más. Quédate dentro, cierra con llave las puertas. No salgas bajo ninguna circunstancia. Lila recordaba que David le había dicho esas cosas. Recordaba haberse detenido junto a la ventana para ver que su coche, uno de esos Toyotas nuevos que utilizaban hidrógeno a modo de combustible, bajaba en silencio el camino de entrada. Dios bendito, hasta su coche era virtuoso. El Papa debía de viajar en uno igual.
Pero ¿no era aquello un perro? Lila acercó más la cara al cristal. El perro de los Johnson estaba correteando en medio de la calle. Los Johnson vivían a dos puertas de distancia, un par de almas cándidas, la hija casada en algún sitio, el hijo en la universidad. ¿MIT? ¿Caltech? Una de ésas. La señora Johnson («¡Llámame Sandy!») había sido la primera vecina en aparecer ante su puerta el primer día que se mudaron, con un bizcocho de chocolate y grandes holas, y Lila la veía casi cada noche cuando no estaba de guardia, a veces en compañía de su marido, Geoff, cuando salían a pasear a Roscoe, un gran golden retriever sonriente, tan dócil que él mismo se tiraba sobre la acera con el estómago al aire cuando alguien se acercaba («Perdonad al mariquita de mi perro», decía Geoff). Era Roscoe el que vagaba por la calle, pero algo iba mal. Sus costillas sobresalían como las láminas de un xilófono (Lila se sintió conmovida un momento por el recuerdo de haber tocado el glockenspiel en la escuela, y la tintineante melodía de «Frère Jacques»), y andaba de una manera desconcertante, como al azar, con algo aferrado en la boca. Una especie de… cosa fofa. ¿Los Johnson sabrían que andaba suelto? ¿Debería telefonearlos? Pero los teléfonos no funcionaban, y había prometido a David que se quedaría en casa. Alguien más se fijaría en él y diría: Caramba, ahí va Roscoe. Se habrá escapado.
Maldito sea David, pensó. Podía ser tan autista, tan poco considerado, haciendo Dios sabía qué, mientras ella estaba allí sin agua ni teléfono ni electricidad, y el color del cuarto de la niña era horrible. Sólo estaba de veinticuatro semanas, pero sabía que el tiempo volaba. En un momento dado faltaban meses, y al siguiente estabas saliendo a toda prisa por la puerta en plena noche con tu maletita, corriendo en coche al hospital, y después te encontrabas tumbada de espaldas bajo las luces, resoplando y jadeando, una contracción tras otra, y no ocurría nada más hasta que nacía el niño. Y a través de la neblina del dolor sentías una mano en la tuya, abrías los ojos y veías a Brad a tu lado, con una expresión indescifrable en el rostro, una hermosa mirada de terror e indefensión, y oías su voz diciendo: Empuja, Lila, casi lo has conseguido, un empujón más y habrás acabado, y lo hacías: rebuscabas en tu interior y encontrabas la energía necesaria para llevar a cabo el último esfuerzo para que el niño naciera. Y en el silencio posterior, mientras Brad te tendía el mágico regalo envuelto de tu hijo, ríos de felicidad se desbordaban sobre tus mejillas, sentías que habías hecho lo correcto en la vida, sabías que habías elegido a ese hombre antes que a los demás porque estabas destinada a él, y que tu hija, Eva, ese cálido ser nuevo que habíais hecho juntos, era sólo eso: los dos hechos uno.
¿Brad? ¿Por qué estaba pensando en Brad? David. David era su marido, no Brad. El papa David y su papamóvil. ¿Había existido un Papa llamado David? Probablemente. Lila era metodista. No era a ella a quien debían preguntar.
Bien, pensó, después de que Roscoe desapareciera de su vista, hasta aquí hemos llegado. Ya estaba harta de encontrarse enclaustrada en una casa mugrienta. David podía hacer lo que le diera la gana. No veía motivos para quedarse sentada sin nada que hacer en aquel hermoso día de junio. Su querido Volvo la esperaba en el camino de entrada. ¿Dónde estaba su bolso? ¿El billetero? ¿Las llaves? Allí estaban, sobre la mesita que había junto a la puerta principal. Justo donde los había dejado hacía cierto tiempo.
Fue al baño de arriba (Dios mío, en qué estado se hallaba el retrete, ni siquiera quería pensar en eso) y examinó su cara en el espejo. Bien, eso ya no estaba tan bien. Parecía recién salida de un naufragio: el pelo desgreñado, los ojos hundidos y llorosos. Tenía la piel blanquecina, como si hiciera semanas que no viera el sol. No era de esas mujeres que necesitaban una hora para acicalarse antes de salir de casa, pero, aun así… Le habría gustado darse una ducha, pero eso era imposible, por supuesto. Se decantó por lavarse la cara con el agua de una jarra del lavabo, y utilizó una toallita para restregarse su piel rosada. Se pasó un cepillo por el pelo, aplicó colorete a las mejillas, se puso rímel en las pestañas, y terminó con un poco de lápiz de labios. Vestía tan sólo una camiseta y bragas debido al calor. Volvió al dormitorio, con las velas llenas de goterones, montones de ropa sucia y el olor rancio de las sábanas sin lavar, y sacó del armario una camisa de David. El problema era qué ponerse debajo: ya nada le iba bien. Eligió unos tejanos holgados en los que podría embutirse si no se abrochaba el último botón, y unas sandalias.
Una vez más se miró en el espejo. No estoy mal, concluyó Lila. Una mejora definitiva. Tampoco iba a ningún sitio especial. Aunque sería estupendo parar a comer, una vez terminara los recados. Sin duda se lo merecía después de tanto tiempo encerrada. Algún lugar agradable, donde comer fuera. Había pocas cosas más agradables que un vaso de té y una ensalada, sentada en la terraza un mediodía de primavera. Café des Amis: ése era el sitio. Tenían un maravilloso patio sombreado con enredaderas de flores fragantes, y el chef más increíble (se había acercado a su mesa en una ocasión), que había estudiado en el Cordon Bleu. ¿Pierre? ¿François? El hombre hacía las cosas más asombrosas con salsas, extraía los sabores más profundos de los platos más sencillos. Su coq au vin era obligatorio. Pero Des Amis era famoso por sus postres, sobre todo la mousse de chocolate. Lila nunca había probado algo tan celestial en su vida. Brad y ella siempre compartían una después de cenar, y se daban cucharadas como dos adolescentes tan enamorados que el mundo apenas existía más allá de ellos dos. Días felices: días de noviazgo, todas las promesas de la vida abiertas ante ellos como las páginas de un libro. Cómo se habían reído cuando ella casi se traga el anillo de compromiso que él había escondido dentro de los etéreos pliegues de cacao, y también una noche cuando Lila había enviado a Brad a la lluvia torrencial (cualquier cosa me irá bien, le dijo, un Kit Kat, un Almond Joy o un Hershey’s clásico), y despertó una hora después y le vio parado en la entrada del cuarto, empapado hasta los huesos, con la sonrisa más hilarante en la cara y un gigantesco tupperware que contenía la famosa mousse de chocolate de François (¿o sería de Pierre?), suficiente para dar de comer a un ejército. Brad era ese tipo de hombre. Había ido a la entrada de servicio del restaurante, donde aún había encendida una luz, y aporreado la puerta hasta que alguien salió a recibir su billete de cincuenta dólares mojado de la lluvia. Y eso fue lo más dulce de todo. Dios mío, Lila, dijo Brad mientras ella se llevaba la cuchara a los labios, a este paso, la niña que nazca será medio de chocolate, medio de carne.
Ya lo había vuelto a hacer. David. David Centre era su marido ahora. Lila tenía que controlar eso. David y ella no habían compartido jamás una mousse de chocolate, ni estado en el Café des Amis, ni nada por el estilo, ni remotamente. El hombre era alérgico al romanticismo. ¿Cómo había permitido que un hombre semejante la convenciera de casarse con él? Como si fuera un elemento más en una lista de deberes. Convertirse en un médico famoso, hecho. Dejar embarazada a Lila, hecho. Comportarse con honorabilidad, hecho. Si apenas parecía saber quién era ella.
Bajó la escalera. El sol invadía el vestíbulo como un gas dorado. Cuando llegó a la puerta, se sentía pletórica de entusiasmo. ¡Qué dulce liberación! ¡Después de tanto tiempo encerrada, aventurarse en el exterior por fin! Apenas podía imaginar qué diría David cuando se enterara. Por el amor de Dios, Lila, te dije que no era seguro. Has de pensar en la niña. Pero era en la niña en quien estaba pensando. La niña era el motivo. Eso era lo que David no comprendía. David, quien estaba demasiado ocupado salvando el mundo para ayudar en el cuarto de la niña, quien conducía un coche alimentado por espárragos, o polvos mágicos, o pensamientos sanos, o lo que fuera, y quien la había dejado sola ahí. ¡Sola! Y lo peor de todo era que ni siquiera le gustaba Peter Rabbit. ¿Cómo era posible que fuera a tener una hija de un hombre a quien no le gustaba Peter Rabbit? ¿Qué decía eso acerca de él? ¿Qué clase de padre iba a ser? No, no era asunto de David lo que ella hiciera, concluyó Lila, al tiempo que levantaba el bolso y las llaves de la mesa del vestíbulo y abría la puerta. No era asunto suyo si salía, o si pintaba el cuarto de la niña de amarillo verdoso, bermellón o morado. Que se fuera a tomar por el culo David. Eso era lo que David podía hacer.
Lila Kyle compraría la pintura.