Mami estaba en el dormitorio. Mami estaba en el dormitorio, no se movía. Mami estaba en el dormitorio, que estaba prohibido. Mami estaba muerta, para ser precisos.
Después de que me haya ido, acuérdate de comer, porque a veces te olvidas. Báñate cada dos días. Leche en la nevera, Lucky Charms en la alacena, y guisos de hamburguesa para recalentar en el congelador. Ponlos a 125 grados durante una hora, y recuerda cerrar el horno cuando hayas terminado. Pórtate como mi muchachote, Danny. Siempre te querré. Es que ya no puedo seguir sintiendo miedo. Con amor, Mami.
Había dejado la nota debajo del salero y el pimentero que había en la mesa de la cocina. A Danny le gustaba la sal, pero la pimienta no, porque le hacía estornudar. Habían transcurrido diez días (Danny lo sabía gracias a las marcas que hacía en el calendario cada mañana), y la nota continuaba en su sitio. No sabía qué hacer con ella. Toda la casa olía fatal, como un mapache o una zarigüeya cuando los habían atropellado una y otra vez durante días.
La leche tampoco estaba buena. Al irse la luz se había estropeado, y sabía tibia, amarga y desagradable en la boca. Probó los Lucky Charms con agua del grifo, pero no era lo mismo, ya nada era lo mismo, todo era diferente porque Mami estaba en el dormitorio. Por la noche se sentaba en la oscuridad de su cuarto con la puerta cerrada. Sabía dónde guardaba Mami las velas, estaban en el armario que había encima del lavabo, donde guardaba la botella de Popov para cuando se ponía de los nervios, pero las cerillas no eran para él. Estaban en la lista. En realidad, no era una lista, sólo las cosas que no podía hacer o tocar. La tostadora, porque mantenía apretado el botón y el pan se quemaba. La pistola de la mesita de noche de Mami, porque no era un juguete, podía dispararse. Las chicas de su autobús, porque no les gustaría, y ya no podría conducir el número 12, lo cual sería horrible. Sería lo peor en el mundo de Danny Chayes.
La falta de electricidad significaba que no podía ver la televisión, de modo que tampoco podía ver a Thomas[1]. Thomas era para niños pequeños, le había dicho Mami un millón de veces, pero el terapeuta, el doctor Francis, le decía que podía verlo mientras Danny viera también otras cosas. Su favorito era James. A Danny le gustaba su color rojo y el ténder a juego, y el sonido de su voz como lo hacía el narrador, tan relajante que le entraban cosquillas en la garganta. Danny era negado para las caras, pero las expresiones de los trenes de Thomas siempre eran precisas y fáciles de seguir, y le divertían las cosas que se hacían mutuamente, las bromas que se gastaban. Cambiar las vías para que Percy se estrellara contra un cargamento de carbón. Derramar chocolate sobre Gordon, quien tiraba del expreso, porque era una máquina muy altiva. A veces, los chicos de su autobús se mofaban de Danny, y le llamaban Topham Hatt, y cantaban la canción con palabrotas en lugar de la letra real, pero Danny desconectaba casi siempre. Aunque había un chico. Se llamaba Billy Nice. Iba a sexto, pero Danny pensaba que habría repetido varias veces, porque tenía un cuerpo de adulto. Llegaba cada mañana sin ni siquiera un libro en las manos, miraba con desprecio a Danny cuando subía los peldaños, e intercambiaba saludos con los demás chicos mientras recorría el pasillo entre los asientos, seguido del olor a cigarrillos.
Eh, Topham Hatt, ¿cómo va todo hoy en la isla de Sodor? ¿Es verdad que a la señora Hatt le gusta que se la metan por el culo?
¡Ja, ja, ja! reía Billy. ¡Ja, ja, ja! Danny nunca replicaba, porque sólo serviría para empeorar las cosas. Nunca había dicho nada al señor Purvis, porque sabía lo que diría el hombre. Maldita sea, Danny, ¿vas a permitir que ese gilipollas te trate así? Bien sabe Dios que eres más raro que un perro verde, pero has de defenderte. Eres el capitán de ese barco. Si permites un motín, todo saltará por la borda.
A Danny le caía bien el señor Purvis, el transportista. El señor Purvis siempre había sido amigo de Danny, y también de Mami. Mami era una de las señoras de la cafetería, y así se habían conocido, y el señor Purvis siempre iba a casa, arreglaba cosas, como el sistema de eliminación de basuras o una tabla suelta del porche, aunque tenía una esposa, la señora Purvis. Era un hombretón calvo a quien le gustaba silbar entre dientes, y siempre se estaba subiendo los pantalones. A veces iba de noche, después de que Danny se hubiera acostado. Danny oía la televisión en marcha en la sala de estar, y los dos reían y hablaban. A Danny le gustaban esas noches. Le daban buen rollo, como cuando jugaba a Happy Click, su videojuego preferido. Cuando alguien preguntaba, Mami siempre decía que el padre de Danny «no estaba en la foto», lo cual era muy cierto. Había fotos de Mami en la casa, y fotos de Danny, y fotos de los dos juntos. Pero nunca había visto una de su padre. Danny ni siquiera sabía cómo se llamaba el hombre.
El autobús había sido idea del señor Purvis. Había enseñado a Danny a conducir en el aparcamiento de la cochera, y le acompañó cuando se sacó el carnet de Clase B, y también le ayudó a rellenar la solicitud. Mami no se había sentido muy segura al principio, porque necesitaba que Danny la ayudara en las tareas domésticas, que fuera un motor útil, y por la Seguridad Social, que significaba dinero del Gobierno. Pero Danny sabía el auténtico motivo, lo diferente y especial que era él. El intríngulis del trabajo, había explicado Mami, utilizando su voz cautelosa, era que una persona debía ser «adaptable». Pasaban cosas, cosas diferentes. Piensa en la cafetería. Algunos días servían perritos calientes; y algunos días, lasaña; y otros días, pollo empanado. Tal vez el menú dijera una cosa, pero resultaba ser otra. Nunca sabías. ¿No le molestaría eso?
Pero un autobús no era una cafetería. Un autobús era un autobús, y se ceñía a un horario, con exactitud. Cuando Danny se sentaba detrás del volante, sentía el placer más grande y profundo que jamás había experimentado en su vida. ¡Conducir un autobús! Uno grande y amarillo, todos los asientos en hileras ordenadas, el cambio de marcha con sus seis velocidades y marcha atrás, todo hermoso y pulcro delante de él. No era un tren, pero casi, y cada mañana, cuando salía de la cochera, imaginaba que era Gordon, Henry, Percy, o incluso el propio Thomas.
Siempre era puntual. Cuarenta y dos minutos desde la cochera hasta el final, doce kilómetros y tres metros, diecinueve paradas, veintinueve pasajeros, para ser precisos. Robert-Shelly-Brittany-Maybeth-Joey-Darla/Denise (las gemelas)-Pedro-Damien-Jordan-Charlie-Oliver (O-Man)-Sasha-Billy-Molly-Lyle-Dick (Cabeza de Chorlito)-Richard-Lisa-Mckenna-Anna-Lily-Matthew-Charlie-Emily-JohnJohn-Kayla-Sean-Timothy. A veces, un padre esperaba con ellos en la esquina, una madre en bata o un padre con chaqueta y corbata, sosteniendo una taza de café. Cómo va hoy, Danny, decían, con una sonrisa de buenos días en la cara. Una persona podría poner en hora su reloj contigo.
Sé mi motor útil, decía siempre Mami, y eso era Danny.
Pero ahora los niños se habían ido. No sólo los niños. Todo el mundo. Mami y el señor Purvis y tal vez toda la gente del mundo. Las noches eran oscuras y silenciosas, no se veían luces en ninguna parte. Durante un tiempo hubo mucho ruido: gente que chillaba, sirenas que aullaban, camiones del ejército que rugían en la calle. Había oído el sonido de disparos. ¡Pop!, hacían las armas. ¡Pop-pop-pop-pop! Danny quería saber contra qué disparaban, pero Mami no se lo decía. Le decía que se quedara en casa, que utilizara su voz fuerte y no viera la tele, y que se mantuviera alejado de las ventanas. ¿Y el autobús?, preguntaba Danny, y Mami sólo decía: Maldita sea, Danny, no te preocupes ahora del autobús. Hoy no hay clases. ¿Y mañana?, preguntaba Danny. Y Mami decía: Mañana tampoco.
Sin el autobús, no sabía qué hacer. Notaba el cerebro tan saltarín como palomitas de maíz en una sartén. Ojalá el señor Purvis viniera a ver la tele con Mami, siempre conseguía que se sintiera mejor, pero el hombre no venía. El mundo enmudeció, tal como estaba ahora. Había monstruos fuera. Danny ya lo había deducido. Por ejemplo, la mujer del otro lado de la calle, la señora Kim. La señora Kim daba clases de violín, los niños iban a su casa a aprender, y en los días de verano, cuando las ventanas estaban abiertas, Danny los oía tocar, twinkle-twinkle y María tenía un corderito y otras cosas cuyos títulos desconocía. Ahora ya no se oía el violín y la señora Kim colgaba sobre la barandilla del porche.
Y entonces, una noche, Danny oyó a Mami llorar en el dormitorio. De vez en cuando lloraba así, sola por completo, era normal y natural, y Danny no tenía por qué preocuparse, pero esta vez era diferente. Durante mucho tiempo estuvo tendido en la cama escuchando, mientras se preguntaba cómo debía de ser sentirse tan triste que acababas llorando, pero la idea era como algo en una estantería lejos de su alcance. Un rato después despertó en la oscuridad, sintió que alguien le tocaba el pelo, abrió los ojos y la vio sentada en la cama. A Danny no le gustaba que le tocaran, le ponía los pelos de punta, pero estaba bien cuando lo hacía Mami, sobre todo porque ya estaba acostumbrado. ¿Qué pasa, Mami?, dijo Danny. ¿Qué ocurre? Pero ella se limitó a decir: Baja la voz, baja la voz, Danny. Algo descansaba sobre su regazo, envuelto en una toalla. Te quiero, Danny. ¿Sabes cuánto te quiero? Yo también te quiero, Mami, porque ésa era la respuesta correcta cuando alguien decía te-quiero, y cayó dormido mientras sentía el tacto de su mano al acariciarlo, y por la mañana la puerta del dormitorio de Mami estaba cerrada y nunca se abría y Danny lo supo. Ni siquiera tuvo que mirar.
De todos modos, decidió que conduciría el autobús.
Porque tal vez no era la única persona viva. Porque conducir el autobús le causaba placer. Porque no sabía qué otra cosa hacer, con Mami en el dormitorio y la leche estropeada y todos los días transcurridos.
Había preparado su ropa la noche anterior, como siempre hacía Mami, unos pantalones caqui y una camisa blanca y zapatos de lazo marrones, y guardado el almuerzo en la fiambrera. No quedaba gran cosa para comer, salvo mantequilla de cacahuete y pan crujiente y una bolsa de malvaviscos rancios, pero había reservado una botella de Mountain Dew, y lo guardó todo en su mochila con la navaja y su centavo de la suerte, después fue al armario para coger su gorra, la gorra de maquinista a rayas azules que Mami le había comprado en Traintown. Traintown era un parque donde los chavales podían conducir trenes, como Thomas. Danny había ido allí desde que era pequeño, era su lugar del mundo favorito, pero los coches eran demasiado estrechos para que Danny cupiera con sus grandes piernas y largos brazos, así que le gustaba ver los trenes dar vueltas y vueltas con los pequeños penachos de humo que brotaban del cañón de la chimenea. Salvo por los viajes a Traintown, Mami no le dejaba llevar la gorra fuera de casa, porque decía que la gente se burlaría de él, pero Danny supuso que ahora podría llevarla sin ningún problema.
Partió al amanecer. Las llaves del autobús estaban en su bolsillo, apoyadas contra su muslo. La cochera se hallaba a cuatro kilómetros y ochocientos metros de distancia, para ser precisos. No había recorrido ni una manzana cuando vio los primeros cadáveres. Algunos estaban en sus coches; otros, tendidos en sus jardines, tirados sobre cubos de basura o incluso colgados de los árboles. Su piel se había teñido del mismo color azul grisáceo de la señora Kim, la ropa ceñida a las extremidades, que se habían hinchado debido al calor del verano. Mirarlos era malo, pero también extraño e interesante. De haber tenido más tiempo, Danny se habría parado para mirar con más detenimiento. Había mucha basura, fragmentos de papel y vasos de plástico y bolsas de comestible aleteantes, cosa que a Danny no le gustó. La gente no debería tirar basura en lugares públicos.
Cuando llegó a la cochera, el sol calentaba sus hombros. Estaban casi todos los autobuses, pero todos no. Se hallaban aparcados en filas con espacios vacíos, como una boca a la que le faltaran dientes. Pero el autobús de Danny, el número 12, estaba esperando en su lugar habitual. Había muchos tipos de autobuses diferentes en el mundo, autobuses lanzadera y autobuses de alquiler y autobuses de ciudad y autocares, y Danny los conocía todos. Eso era algo que le gustaba hacer, aprender todo lo posible sobre lo que fuera. Su autobús era un Redbird 450, el modelo Foresight. Construido siguiendo los patrones de ingeniería más exigentes, con los elementos del bastidor permanentes, Easy Hood AssistTM, una pantalla de información avanzada para el conductor, que proporcionaba abundante información tanto al operador como a los técnicos de servicio, y el chasis Redbird ComfortrideTM construido especialmente, el 450 era la elección número uno en materia de seguridad, calidad y valor de ciclo vital prolongado de los autobuses del momento.
Danny subió e introdujo la llave en el encendido. Cuando el gran motor diésel Caterpillar cobró vida con un rugido, una cálida oleada inundó su vientre. Consultó su reloj: las 06.52. Cuando el minutero llegara a las doce, pondría en marcha el autobús y se alejaría.
Al principio se le antojó raro conducir por calles vacías sin nadie alrededor, pero cuando se estaba acercando a la primera parada (los Mayfield, Robert y Shelly) ya se había adaptado a los ritmos de la mañana. Era fácil imaginar que se trataba de un día como cualquier otro. Paró el autobús. Bien, Robert y Shelly llegaban tarde en ocasiones. Tocaba la bocina y salían zumbando por la puerta, su madre gritaba que fueran buenos, que se divirtieran, y los despedía con un gesto de la mano. La casa era un chalet no más grande que el que Danny habitaba con Mami, pero más bonito, pintado del color de una calabaza y con un amplio porche delantero con un columpio. En primavera siempre había macetas con flores colgadas de las barandillas. Las macetas seguían en su sitio, pero todas las flores se habían marchitado. También era preciso cortar el césped. Danny estiró el cuello para mirar hacia arriba a través del parabrisas. Daba la impresión de que habían arrancado de cuajo una habitación del segundo piso. La persiana todavía colgaba en el espacio donde antes estaba la ventana, sobresaliendo de ella como una lengua. Tocó la bocina y esperó un minuto. Pero nadie salió.
Las siete y ocho. Le esperaban otras paradas. Se alejó de la esquina y rodeó con el autobús un Prius volcado de costado. Encontró otras cosas en la carretera. Un coche de policía volcado, aplastado. Una ambulancia. Un gato muerto. Montones de casas tenían X pintadas con aerosol en la puerta, con números y letras en los espacios. Cuando llegó a la segunda parada, un complejo de casas adosadas llamado Castle Oaks, ya iba con doce minutos de retraso. Brittany-Maybeth-Joey-Darla/Denise. Dio un largo bocinazo, y después otro. Pero era inútil. Danny se estaba limitando a repetir la rutina mecánicamente. Castle Oaks era una ruina humeante. Todo el complejo había ardido hasta los cimientos.
Más paradas: igual que antes. Guió el autobús en dirección oeste hacia Cherry Creek. Las casas eran más grandes, apartadas de la carretera detrás de amplios jardines inclinados. Enormes árboles rebosantes de hojas dejaban caer cortinas de sombras veteadas sobre la calle. Reinaba una sensación serena, más plácida. Las residencias presentaban el mismo aspecto de siempre, y Danny no vio cadáveres. Pero tampoco había niños.
A esas alturas, en su autobús irían veinticinco críos. El silencio era desconcertante. El ruido del autobús aumentaba conforme iban avanzando, y a cada parada se intensificaba un poco más, a medida que iban subiendo los chicos, del mismo modo que la música de una película se iba haciendo más poderosa cuando se acercaba a la escena final. La escena final era el resalte. Un resalte de Lindler Avenue. ¡No frenes, Danny!, gritaban todos. ¡No frenes! Y aunque no debía hacerlo, aceleraba un poco el autobús, ellos daban un bote en sus asientos, y aunque fuera por un momento se sentía uno más del grupo. Nunca había sido un niño como ellos, un niño que iba al colegio. Pero cuando el autobús saltaba el resalte, lo era.
Danny estaba pensando en esto y echaba de menos a los chicos, incluso a Billy Nice y sus estúpidas bromas y jajajás, cuando vio delante a un niño. Era Timothy. Estaba esperando con su hermana mayor al final del camino de entrada a su casa. Danny habría reconocido al crío en cualquier sitio, debido a su remolino: dos pinchos de pelo que sobresalían de su nuca como las antenas de un insecto. Timothy era uno de los niños más pequeños, de segundo o quizá de tercero, y menudo. A veces el ama de llaves esperaba con él, una mujer regordeta y morena con bata, pero por lo general era la hermana mayor del niño. Danny imaginaba que iba al instituto. Era una chica de aspecto divertido, pero nada de jajajá, sino divertida por rara, con el pelo a mechas del color del Pepto que Mami le daba cuando el estómago se le ponía nervioso de comer demasiado deprisa, y un delineador de ojos negro y profundo que le daba el aspecto de un cuadro en una película de miedo, de esos cuyos ojos se movían. Llevaba unos diez clavos en cada oreja. Casi siempre llevaba un collar de perro. ¡Un collar de perro! ¡Como si fuera una perra! Lo curioso era que Danny pensaba que era guapa, de no ser por las cosas raras que se ponía. No conocía a chicas de su edad, ni de cualquier edad, en realidad, pero le gustaba la forma en que esperaba con su hermano, sujetándole la mano, que soltaba cuando el autobús se acercaba para que los demás chicos no lo vieran.
Llegó al final del camino de entrada y tiró de la palanca para que la puerta se abriera.
—Eh —dijo, porque fue lo único que se le ocurrió—. Eh, buenos días.
Les tocaba a ellos hablar, pero no dijeron nada. Danny dejó que sus ojos resbalaran sobre sus rostros. No leyó nada en su expresión. Ningún tren de Thomas se parecía a aquel par. Los trenes de Thomas eran felices, tristes o estaban enfadados, pero esto era otra cosa, como la pantalla en blanco de la tele cuando el cable no funcionaba. La chica tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y el pelo como apelmazado. Timothy tenía la nariz llena de mocos, que se iba frotando con el dorso de la mano. Su ropa se veía arrugada y manchada.
—Oímos que tocabas la bocina —dijo la chica, con voz ronca y temblorosa, como si hiciera tiempo que no la utilizara—. Estábamos escondidos en el sótano. Nos quedamos sin comida hace dos días.
Danny se encogió de hombros.
—Tenía Lucky Charms. Pero sólo con agua. No están buenos así.
—¿Queda alguien más? —preguntó la chica.
—¿Dónde?
—Vivo.
Danny no supo qué contestar. La pregunta se le antojaba demasiado complicada. Tal vez no: había visto un montón de cadáveres. Pero no quería decirlo, porque Timothy estaba delante.
Miró al chico, que hasta el momento no había dicho nada. Seguía frotándose frenéticamente la nariz con la muñeca.
—Hola, Timbo. ¿Tienes alguna alergia? A veces a mí también me dan.
—Nuestros padres están en Telluride —dijo el chico. Tenía la vista clavada en sus zapatillas de deporte—. Consuela estaba con nosotros. Pero se fue.
Danny no sabía quién era Consuela. Resultaba difícil cuando la gente no contestaba a tus preguntas, sino a una pregunta en la que no habías pensado.
—Vale —replicó Danny.
—Está en el patio de atrás.
—¿Cómo puede estar en el patio de atrás si se fue?
Los ojos del chico se abrieron de par en par.
—Porque está muerta.
Durante un par de segundos, nadie dijo nada. Danny se preguntó por qué no habían subido al autobús todavía, si tal vez tendría que pedírselo.
—Se supone que todo el mundo ha de ir a Mile High —comentó la chica—. Lo oímos en la radio.
—¿Qué hay en Mile High?
—El ejército. Dicen que allí estaremos a salvo.
A juzgar por lo que Danny había visto, el ejército también estaba muy muerto. Pero Mile High era un lugar al que podían ir. No lo había pensado antes. ¿Adónde iba a ir?
—Me llamo April —dijo la chica.
Parecía un abril. Era curioso que algunos nombres parecieran de lo más apropiado.
—Yo soy Danny —replicó.
—Lo sé —contestó April—. Por favor, Danny, sácanos de aquí cuanto antes.