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Bernard Kittridge, conocido en todo el mundo como el «Último Resistente de Denver», comprendió que había llegado el momento de largarse la mañana en que se fue la luz.

Se preguntó por qué había tardado tanto. Es imposible mantener en funcionamiento una red de suministro eléctrico municipal sin gente que se encargue de ello, y por lo que Kittridge veía desde el piso decimonoveno, en la ciudad de Denver no quedaba ni una sola alma humana con vida.

Lo cual no quería decir que estuviera solo.

Había dedicado las primeras horas de la mañana (una mañana clara y luminosa de la primera semana de junio, temperaturas de veintipico grados con la posibilidad de que monstruos chupadores de sangre se desplazaran en dirección al crepúsculo) a tomar el sol en la terraza del ático que había ocupado desde la segunda semana de la crisis. Era un lugar gigantesco, como un palacio aéreo. Sólo la cocina era del tamaño del apartamento de Kittridge. Los gustos del propietario se inclinaban por lo austero: pulcros grupos de asientos de piel más adecuados para mirarlos que para sentarse, relucientes suelos de travertino centelleante, pequeñas alfombras peludas, mesas de cristal que daban la impresión de flotar en el espacio. Entrar por la fuerza había sido sorprendentemente fácil. Cuando Kittridge hubo tomado la decisión, la mitad de la ciudad estaba muerta, huida o desaparecida. Hacía mucho tiempo que la policía se había marchado. Había pensado en atrincherarse en una de las mansiones de Cherry Creek, pero basándose en las cosas que había visto, quería un lugar más elevado.

El propietario del ático era un hombre al que apenas conocía, un cliente habitual de la tienda. Se llamaba Warren Filo. Por un golpe de suerte, Warren había entrado en la tienda el día antes de que todo empezara para proveerse del equipo necesario con vistas a un viaje de caza a Alaska. Era un tipo joven, demasiado joven para la cantidad de dinero que tenía, dinero de Wall Street, probablemente, o de una de esas OPV de alta tecnología. Aquel día, todo era normal como de costumbre, y Kittridge había ayudado a Warren a transportar sus compras hasta el coche. Un Ferrari, por supuesto. Parado al lado, Kittridge pensó: ¿Por qué no dar un paso más y mercarse una matrícula personalizada que ponga GILIPOLLAS ENGREÍDO? Una pregunta que debió de leerse escrita en su rostro, porque apenas había desfilado por la mente de Kittridge cuando Warren enrojeció avergonzado. No vestía su traje habitual, tan sólo tejanos y una camiseta con el lema SLOAN SCHOOL OF MANAGEMENT impreso delante. Había querido que Kittridge viera su coche, de eso no cabía duda, exhibir un vehículo como aquél a un jefe de planta de Outdoor World que debía de ganar menos de cincuenta de los grandes al año (de hecho, la cifra era cuarenta y seis). Kittridge se permitió una carcajada silenciosa (las cosas que aquel chaval ignoraba ocuparían un libro) y dejó que el momento se prolongara, sólo para dejar las cosas claras. Lo sé, lo sé, confesó Warren. Es un poco excesivo. Me dije que nunca sería uno de esos capullos que conducen un Ferrari, pero juro por Dios que deberías experimentar lo que se siente al conducirlo.

Kittridge había averiguado la dirección de Warren gracias a la factura. Cuando se trasladó (Warren ya habría llegado sano y salvo a Alaska), resultó de lo más sencillo localizar la llave correcta en la oficina del encargado, introducirla en la ranura del panel del ascensor y subir dieciocho pisos hasta el ático. Descargó su equipaje. Una maleta con ruedas llena de ropa, tres cajas con armas, una radio a manivela, prismáticos de visión nocturna, bengalas, un kit de primeros auxilios, botellas de lejía, una soldadora por arco eléctrico para sellar las puertas del ascensor, su fiel ordenador portátil con su antena de satélite portátil, una caja de libros, y suficiente agua y comida para un mes. La vista desde la terraza, que abarcaba la longitud del lado oeste del edificio, era una panorámica de ciento ochenta grados, encarada hacia la Interestatal 25 y la pista de Mile High. Había dispuesto cámaras equipadas con detectores de movimiento en cada extremo de la terraza, una que cubría la calle, una segunda dirigida hacia el edificio del otro lado de la avenida. Había supuesto que conseguiría un buen montón de imágenes de esa forma, pero los planos memorables serían aquéllos de objetivos abatidos. El arma que había seleccionado para dicha tarea era un Remington 700P de cerrojo, calibre 338, un estupendo equilibrio de precisión y poder de parada, con un alcance de trescientos metros. Le había fijado una mira telescópica de vídeo digital con infrarrojos. Aislaría a su objetivo gracias a los prismáticos. El rifle, montado sobre un bípode en el borde de la terraza, se encargaría del resto.

La primera noche, carente de viento e iluminada por una pálida luna en cuarto, Kittridge había abatido a siete: cinco en la avenida, uno en el tejado de enfrente, y uno más a través de la ventana de un banco situada a la altura de la calle. Fue este último quien le hizo famoso. El ser, vampiro o lo que fuera (el término oficial era «Persona Infectada»), había dirigido la vista a la mira telescópica justo antes de que Kittridge le atravesara con una bala el punto débil. Descargada en YouTube, la imagen había dado la vuelta al mundo en cuestión de horas. Por la mañana, todas las cadenas importantes la habían retransmitido. ¿Quién es ese hombre?, quería saber todo el mundo. ¿Quién es ese hombre temerario-loco-suicida, atrincherado en un rascacielos de Denver, convertido en el último resistente?

Y así nació su apodo, el Último Resistente de Denver.

Desde el principio había supuesto que sólo era cuestión de tiempo que alguien se lo cargara, la CIA, la ASN o la Agencia de Seguridad Nacional. Estaba causando un gran revuelo. Trabajaba en su favor el hecho de que el interfecto tendría que desplazarse hasta Denver para darle el pasaporte. La dirección IP de Kittridge era imposible de localizar, apoyada por una cadena de servidores anónimos, cuyo orden cambiaba cada noche. La mayoría se hallaba en el extranjero: Rusia, China, Indonesia, Israel, Sudán. Lugares inalcanzables para cualquier agencia federal que quisiera cargárselo. Su blog (dos millones de visitas el primer día) contaba con más de trescientos sitios espejo, a los cuales se iban añadiendo cada vez más. No tardó ni una semana en convertirse en un fenómeno a escala mundial. Twitter, Facebook, Headshot, Sphere: las imágenes ascendían al éter sin que tuviera que mover un solo dedo. Uno de sus sitios de admiradores contaba ya con más de dos millones de suscriptores. En eBay, camisetas con el logo SOY EL ÚLTIMO RESISTENTE DE DENVER se vendían como rosquillas.

Su padre siempre había dicho: Hijo, lo más importante en la vida es contribuir en algo. ¿Quién habría pensado que la contribución de Kittridge consistiría en bloguear por vídeo desde primera línea del apocalipsis?

Pero el mundo seguía adelante. El sol todavía brillaba. Hacia el oeste, las montañas recibían la partida del hombre con un encogimiento de su indiferente mole rocosa. Durante un tiempo hubo mucho humo (manzanas enteras habían ardido hasta los cimientos), pero ahora se había disipado y revelaba la desolación con espantosa claridad. De noche, aparecían manchas de negrura repartidas por la ciudad, pero en otros puntos todavía brillaban luces en las tinieblas: farolas destellantes, gasolineras y supermercados, con su característico brillo fluorescente, y luces de porches que habían quedado encendidas a la espera del regreso de sus moradores. Mientras Kittridge continuaba su vigilancia en la terraza, un semáforo, dieciocho pisos más abajo, aún seguía virando de verde a amarillo a rojo, y vuelta a empezar.

No estaba solo. La soledad le había abandonado, mucho tiempo atrás. Tenía treinta y cuatro años. Algo más entrado en carnes de lo que habría deseado (con la pierna, era difícil mantener el peso a raya), pero todavía era fuerte. Se había casado en una ocasión, años antes. Recordaba aquel período de su vida como veinte meses de superávit sexual y felicidad conyugal, seguido de un número idéntico de meses de chillidos y gritos, acusaciones y contracusaciones, hasta que todo se hundió como una roca, y se sentía contento, en conjunto, de que aquella unión no hubiera producido hijos. Su relación con Denver no era ni sentimental ni personal. Después de abandonar la Administración de Veteranos había aterrizado allí, así de sencillo. Todo el mundo decía que un veterano condecorado no debería tener problemas a la hora de encontrar trabajo. Quizás era cierto. Pero Kittridge no tenía prisa. Había dedicado la mayor parte de un año a leer, lo habitual al principio, novela negra y de intriga, pero al final se había decantado por libros más sustanciosos: Mientras agonizo, Por quién doblan las campanas, Huckleberry Finn, El gran Gatsby. Se había entregado un mes entero a Melville, surcando los mares de Moby Dick. En su gran mayoría se trataba de libros que, en su opinión, debía leer, los que se había saltado en el colegio, pero la verdad era que los disfrutó casi todos. Sentado en el silencio de su apartamento, su mente perdida en relatos de otras vidas y épocas, era como tomar un trago largo después de años de abstinencia. Hasta se había apuntado a algunas clases en un centro de educación para adultos, trabajaba en Outdoor World de día, leía y redactaba los trabajos por la noche y durante la hora de comer. Había algo en las páginas de aquellos libros que poseía la capacidad de hacerle sentir mejor sobre las cosas, un salvavidas al que aferrarse antes de que las oscuras fuerzas de la memoria lo arrastraran de nuevo corriente abajo, y en días más optimistas podía verse siguiendo aquella rutina durante algún tiempo. Una vida modesta pero soportable.

Y entonces, por supuesto, había llegado el fin del mundo.

La mañana que se había ido la luz, Kittridge había terminado de cargar la grabación de la noche anterior y estaba sentado en el patio, leyendo Historia de dos ciudades, de Dickens (el abogado inglés Sydney Carton acababa de declararle su amor eterno a Lucie Manette, la prometida del desventuradamente idealista Charles Darnay), cuando se le ocurrió la idea de que sólo un helado podía mejorar la mañana. La enorme cocina de Warren, desde la cual se podía dirigir un restaurante de cinco estrellas, se encontraba, cosa poco sorprendente, casi vacía de comida, y hacía tiempo que Kittridge había tirado los contenedores mohosos que habían constituido el escaso contenido del frigorífico. Pero era evidente que el tipo tenía debilidad por el Ben and Jerry’s Chocolate Fudge Brownie, porque el congelador estaba abarrotado de ellos. Ni Chunky Monkey, ni Cherry Garcia, ni Phish Food, ni siquiera la vulgar vainilla. Sólo Chocolate Fudge Brownie. A Kittridge le habría gustado disponer de más variedad, teniendo en cuenta que el helado iba a escasear durante un tiempo, pero con poca cosa para comer, aparte de sopa de lata y galletitas saladas, tampoco iba a quejarse. Dejó el libro sobre el brazo del sillón, se levantó y atravesó la puerta de cristal deslizante que daba acceso al ático.

Cuando llegó a la cocina, ya había empezado a presentir que algo no andaba bien, si bien esta sensación tenía que fusionarse todavía alrededor de algo específico. No fue hasta que abrió la caja de cartón y hundió la cuchara en la papilla blanda de Chocolate Fudge Brownie fundido cuando lo entendió todo.

Probó un interruptor de la luz. Nada. Atravesó el apartamento mientras accionaba lámparas e interruptores. De nuevo, nada.

En medio de la sala de estar, Kittridge se detuvo y respiró hondo. Vale, pensó, vale. Era lo que cabía esperar. En todo caso, había durado más de lo previsible. Consultó su reloj: las nueve y treinta y dos minutos de la mañana. El sol se ponía algo después de las ocho. Le quedaban unas diez horas y media para poner su culo a salvo.

Llenó una mochila con provisiones: barritas de proteínas, botellas de agua, calcetines y ropa interior limpia, su kit de primeros auxilios, una chaqueta de abrigo, un frasco de Zyrtec (sus alergias le habían dado la lata durante toda la primavera), un cepillo de dientes y una hoja de afeitar. Por un momento pensó en llevarse Historia de dos ciudades, pero se le antojó poco práctico, y con una punzada de remordimiento lo dejó a un lado. Se vistió en el dormitorio con una camiseta transpirable y pantalones multibolsillos, junto con un chaleco de supervivencia y un par de botas de excursión. Durante unos momentos meditó sobre las armas que iba a llevarse, hasta decantarse por un cuchillo Bowie, un par de Glocks 19 y el AK de recarga polaco con culata plegable: inútil para alcanzar blancos distantes, pero fiable de cerca, como esperaba que sucediera. Las Glocks encajaban a la perfección en sus fundas. Llenó los bolsillos del chaleco con cargadores. Ciñó el AK a su portafusil, se cargó la mochila a los hombros y regresó al patio.

Fue entonces cuando se fijó en el semáforo de la avenida. Verde, amarillo, rojo. Verde, amarillo, rojo. Podría tratarse de una chiripa, pero lo dudaba.

Le habían localizado.

La cuerda estaba atada a una tubería de desagüe del tejado. Se puso el arnés de rápel, lo sujetó, pasó primero la pierna mala y después la buena por encima de la barandilla. Las alturas no suponían ningún problema para él, pero no miró abajo. Estaba subido sobre el borde de la terraza, de cara a las ventanas del ático. A lo lejos oyó el sonido de un helicóptero que se acercaba.

Último Resistente de Denver, a punto de ser eliminado.

Saltó al vacío y descendió. Un piso, dos pisos, tres, y la cuerda se deslizaba con suavidad entre sus manos. Aterrizó en la terraza del apartamento que había cuatro pisos más abajo. Una familiar punzada de dolor ascendió desde su rodilla izquierda. Apretó los dientes para soportarla. El helicóptero se estaba acercando, el batir de sus paletas resonaba en los edificios. Se desprendió del arnés, desenfundó una Glock y disparó una sola bala que destrozó el cristal de la puerta de la terraza.

El aire del apartamento estaba viciado, como el interior de una cabaña cerrada a cal y canto para salvaguardarse del invierno. Muebles pesados, espejos dorados, una vieja acuarela de un caballo sobre la chimenea. Desde algún lugar percibió un hedor a podrido. Atravesó el espacio en calma sin dedicarle apenas una mirada. Se detuvo ante la puerta para sujetar una linterna al cañón del AK y salió al vestíbulo para luego encaminarse a la escalera.

Llevaba en el bolsillo las llaves del Ferrari, aparcado en el garaje subterráneo del edificio, dieciséis pisos más abajo. Kittridge abrió con el hombro la puerta de la escalera y barrió a toda prisa el espacio con el haz de luz de la linterna del AK, arriba y abajo. Despejado. Sacó una bengala del chaleco y desenroscó con los dientes el tapón de plástico hasta que quedó al descubierto el botón de encendido. Con un chasquido, la bengala inició su lluvia de chispas. Kittridge la sostuvo a un lado, apuntó y la soltó. Si había algo allí abajo, pronto lo sabría. Sus ojos siguieron la bengala mientras descendía, soltando una estela de humo. En algún momento rozó la barandilla y rebotó hasta perderse de vista. Kittridge contó hasta diez. Nada, ni el menor movimiento.

Tres bengalas después llegó hasta el fondo. Una pesada puerta de acero con una barra para empujar y un pequeño cuadrado de cristal reforzado conducían al garaje. El suelo estaba sembrado de basura: latas de gaseosa, envoltorios de caramelos, botes de comida. Un saco de dormir arrugado y una pila de ropa mohosa demostraban que alguien había dormido allí: escondido, como él.

Kittridge había explorado el garaje el día de su llegada. El Ferrari estaba aparcado cerca de la esquina sudoeste, a una distancia de unos sesenta metros. Tendría que haberlo acercado más a la puerta, pero había tardado tres días en localizar las llaves de Warren (¿quién guardaba las llaves del coche en un cajón del cuarto de baño?), cuando ya se había atrincherado en el interior del ático.

El mando a distancia tenía cuatro botones: dos para las puertas, uno para la alarma, y confiaba en que el cuarto fuera para poner en marcha el vehículo. Fue éste el que apretó primero.

Desde las entrañas del garaje se oyó un agudo pitido de una sola nota seguido del rugido gutural del motor del Ferrari. Otra equivocación: el Ferrari estaba aparcado cerca de la pared. Tendría que haber pensado en eso. No sólo retrasaría su huida; si el coche hubiera estado encarado en dirección contraria, los faros le habrían brindado una mejor vista del interior del garaje. Lo único que podía distinguir a través de la diminuta ventana de la escalera era una zona lejana y luminosa donde aguardaba el coche, un gato que ronroneaba en la oscuridad. El resto del garaje se hallaba envuelto en negrura. A los infectados les gustaba colgarse de cosas: vigas de techo, cañerías, cualquier cosa de superficie táctil. La más ínfima grieta bastaría. Cuando llegaran, lo harían desde arriba.

Había llegado el momento de tomar una decisión. ¿Tirar más bengalas a ver qué pasaba? ¿Atravesar la oscuridad con sigilo en busca de refugio? ¿Abrir la puerta y correr como un poseso?

Entonces, en lo alto, Kittridge oyó el crujido de una puerta de la escalera al abrirse. Contuvo el aliento y escuchó. Eran dos. Retrocedió de la puerta y torció el cuello para mirar hacia arriba. Diez pisos más arriba, un par de puntos rojos bailaban sobre las paredes.

Abrió la puerta de un empujón y corrió como un poseso.

Había llegado a medio camino del Ferrari cuando el primer viral cayó detrás de él. No había tiempo para volverse y disparar. Kittridge continuó corriendo. Notaba el dolor de la rodilla como la mecha de una llama, un punzón hundido hasta el hueso. Desde la periferia de sus sentidos tomó conciencia de que los seres despertaban, de que el garaje cobraba vida. Abrió la puerta del Ferrari, tiró el AK y la mochila en el asiento del pasajero, subió y cerró la puerta de golpe. El vehículo era tan bajo que tuvo la sensación de estar sentado en el suelo. El salpicadero, lleno de misteriosos indicadores e interruptores, brillaba como el de una nave espacial. Faltaba algo. ¿Dónde estaba el cambio de marchas?

Un ruido metálico, y el ser ocupó toda la visión de Kittridge. El viral había saltado sobre el capó, aovillado como un reptil. Durante un momento le miró con frialdad, un depredador que contemplaba a su presa. Estaba desnudo, salvo por un reloj de muñeca, un reluciente Rolex grueso como un cubito de hielo. ¿Warren?, pensó Kittridge, pues llevaba uno igual el día en que Kittridge le había acompañado hasta el coche. Warren, viejo amigo, ¿eres tú? Porque en tal caso, no me iría nada mal que me aconsejaras sobre cómo poner en marcha este trasto.

Entonces descubrió con las yemas de los dedos un par de levas situadas debajo del volante. Servían para regular el cambio de marchas del coche. También tendría que haber pensado en eso. Acelerar a la derecha, reducir la velocidad a la izquierda, como en una moto. Marcha atrás sería algún botón del salpicadero.

El de la R, genio. Ése.

Apretó el botón y aceleró. Demasiado rápido: con un chirrido de goma humeante, el Ferrari salió disparado hacia atrás y chocó contra un pilar de cemento. Kittridge se hundió en el asiento y rebotó hacia delante. Su cabeza chocó contra el cristal de la ventanilla lateral con un golpe sordo audible. Su cerebro repicó como un diapasón. Partículas de luz plateada bailaban en sus ojos. Eran interesantes, interesantes y hermosas, pero otra voz en su interior le decía que contemplar aquella visión, siquiera un momento, significaría morir. El viral, que había caído del capó, se estaba levantando del suelo. Sin duda intentaría romper el parabrisas.

Dos puntos rojos aparecieron en el pecho del viral.

Con la rapidez de un ave, el ser desvió la vista de Kittridge y se abalanzó sobre los soldados que entraban por la puerta del garaje. Kittridge giró el volante, accionó la leva de la derecha al tiempo que pisaba el acelerador. Una sacudida y después un aumento brusco de velocidad: quedó aplastado contra el asiento al tiempo que oía una ráfaga de armas automáticas. Justo cuando pensaba que había perdido el control del coche una vez más, localizó la salida, mientras las paredes del garaje desfilaban a toda velocidad. La aparición de los soldados sólo le había deparado un momento de ventaja. Un veloz vistazo por el retrovisor y Kittridge distinguió, a la luz de los faros traseros, lo que parecía ser el estallido de un cuerpo humano, miembros que saltaban en todas las direcciones. El segundo soldado no se veía por ninguna parte, aunque si Kittridge hubiera tenido que apostar, diría que el hombre ya estaba muerto, reducido a despojos sanguinolentos.

No volvió a mirar atrás.

La rampa que daba a la calle se hallaba dos pisos más arriba, al otro lado del garaje. Mientras Kittridge doblaba la primera esquina, entre el rugido del motor y el chirriar de los neumáticos, dos virales más cayeron del techo y se interpusieron en su camino. Uno cayó bajo las ruedas con un crujido húmedo, pero el segundo aterrizó sobre el techo del Ferrari a horcajadas, como un corredor de vallas. Kittridge experimentó una punzada de asombro, incluso de admiración. En el colegio, había aprendido que no se puede capturar una mosca con la mano porque el tiempo era diferente para una mosca: en el cerebro de una mosca, un segundo equivalía a una hora, y una hora a un año. Así eran los infectados. Como seres al margen del tiempo.

Estaban por todas partes, salían de todos sus escondites. Se abalanzaban sobre el coche como suicidas, impelidos por la locura de su ansia. Se abrió paso entre ellos, mientras los cuerpos volaban, y sus rostros monstruosos y deformes impactaban contra el parabrisas antes de rebotar en todas direcciones. Dos curvas más y sería libre, pero uno se había aferrado al techo del Ferrari. Kittridge dobló la esquina, patinó en el cemento resbaladizo, y dio la impresión de que la fuerza de la desaceleración enviaba rodando al viral sobre el capó. Una mujer: parecía ir ataviada nada más y nada menos que con un vestido de novia. Hundió los dedos en el hueco de la base del parabrisas y se puso a cuatro patas. Su boca, una trampa para osos con dientes manchados de sangre, estaba abierta de par en par. Un diminuto crucifijo de oro colgaba en la base de su garganta. Lamento lo de tu boda, pensó Kittridge mientras desenfundaba una pistola, la apoyaba sobre el volante y disparaba a través del parabrisas.

Dobló la última esquina a toda velocidad. Delante, un haz de luz diurna dorada le mostró el camino. Kittridge entró en la rampa a ciento cinco kilómetros por hora sin dejar de acelerar. La salida estaba bloqueada por una reja metálica, pero este hecho no se le antojó un obstáculo, en absoluto. Kittridge enfiló la puerta, hundió el pedal hasta el suelo y se agachó.

Un impacto furioso. Durante dos segundos completos, una eternidad en miniatura, el Ferrari voló por los aires. Salió disparado como un cohete hacia la luz del sol y se estrelló contra el pavimento con un golpe estremecedor, mientras saltaban chispas del chasis. Libre al fin, pero ahora tenía otro problema: no había nada que pudiera pararlo. Iba a estrellarse contra el vestíbulo del banco que había al otro lado de la calle. Mientras Kittridge rebotaba contra la mediana, pisó el freno y giró a la izquierda, preparado para el choque. Pero no fue necesario: con un chirrido de goma humeante, los neumáticos se agarraron y resistieron, y a continuación Kittridge cayó en la cuenta de que estaba volando por la avenida hacia la mañana primaveral.

Tuvo que admitirlo. ¿Cuáles habían sido las palabras exactas de Warren? Deberías experimentar lo que se siente al conducirlo.

Era cierto. Kittridge jamás había conducido algo semejante en su vida.