CIENTO CATORCE KILÓMETROS AL SUR
DE ROSWELL, NUEVO MÉXICO
Una calurosa noche de septiembre, a muchos kilómetros y semanas de casa, la teniente Alicia Donadio (Alicia Cuchillos, la Nueva Cosa, hija adoptiva del gran Niles Coffee, tiradora y exploradora de las Segundas Fuerzas Expedicionarias del Ejército de la República de Texas, bautizada y juramentada) se despertó y percibió el sabor de la sangre en el viento.
Tenía veintisiete años, medía un metro sesenta y ocho de estatura, robusta de hombros y caderas, con el pelo rojo muy corto. Sus ojos, que en otro tiempo sólo habían sido azules, lanzaban ahora destellos anaranjados, como carbones gemelos. Su equipaje era ligero, no sobraba nada. Los pies calzados con sandalias de lona cortada, con suelas de goma vulcanizada; pantalones vaqueros gastados en las rodillas y el trasero; un jersey de algodón con las mangas cortadas para ir más ligera. Un par de bandoleras de cuero se cruzaban sobre su pecho, con seis cuchillos de acero envainados, su marca característica. En la espalda, colgada de una cuerda de cáñamo robusta, su ballesta. Una Browning del 45 semiautomática con un cargador de nueve proyectiles, el arma a la que recurría en último extremo, enfundada junto a la cadera.
Ocho y uno, rezaba el dicho. Ocho para los virales, uno para ti. Ocho y uno y se acabó.
La ciudad se llamaba Carlsbad. Los años habían realizado su labor, barriéndola como una escoba gigantesca. Pero todavía seguían en pie algunos edificios: cáscaras vacías de casas, cobertizos oxidados, la prueba serena y ruinosa del transcurso del tiempo. Había pasado el día descansando a la sombra de una gasolinera cuya marquesina metálica todavía aguantaba, y despertó al anochecer para ir a cazar. Alcanzó al felino con su ballesta, le atravesó la garganta con una flecha, y desprendió la carne fibrosa de las ancas mientras el fuego crepitaba en la hoguera.
No tenía prisa.
Era una mujer de normas, de rituales. No mataba a los virales mientras dormían. No utilizaba una pistola si podía evitarlo. Las pistolas eran ruidosas, chapuceras e indignas de la tarea. Acababa con ellos mediante el cuchillo, o la ballesta, con limpieza y sin remordimientos, y siempre con una bendición misericordiosa en el corazón. Decía: «Os envío a casa, hermanos y hermanas, os libero de la cárcel de vuestra existencia». Y cuando terminaba la matanza y había retirado el arma de su hogar letal, apoyaba el mango de la hoja primero en la frente y después sobre el pecho, la cabeza y el corazón, y consagraba la liberación de los seres con la esperanza de que, cuando llegara su día, la valentía no le fallaría y ella también alcanzaría la liberación.
Esperó a que cayera la noche, apagó las llamas de la hoguera y partió.
Durante días había seguido una ancha llanura de tierras bajas sembradas de matorrales. Hacia el sur y el oeste se alzaba la forma cubierta de sombras de las montañas, y las laderas se elevaban del fondo del valle. Si Alicia hubiera visto alguna vez el mar, habría pensado: eso es este lugar, el mar. El lecho de un gran océano interior, y las montañas, sembradas de cuevas, detenidas en el tiempo, los restos de un gigantesco arrecife, procedente de una época en que monstruos inimaginables habían vagado por la tierra y las olas.
¿Dónde estáis esta noche?, pensó. ¿Dónde os escondéis, hermanos y hermanas míos de sangre?
Era una mujer con tres vidas, dos anteriores y una posterior. En la primera anterior, había sido una niña. El mundo se componía tan sólo de figuras tambaleantes y luces destellantes, se movía a través de ella como la brisa en su pelo, pero no le decía nada. Tenía ocho años la noche en que el Coronel la había sacado de los muros de la Colonia, abandonándola sin nada, ni siquiera un cuchillo. Se había sentado bajo un árbol y llorado toda la noche, y cuando el sol de la mañana la encontró, era diferente, había cambiado. Ya no era la chica de antes. ¿Lo ves?, le preguntó el Coronel, arrodillado delante de ella, sentada en el polvo. No la abrazó para consolarla, sino que se plantó delante de ella sin más, como un soldado. ¿Lo entiendes ahora? Y ella lo comprendió, sí. Su vida, el insignificante accidente de su existencia, no significaba nada. Había renunciado a ella. Aquel día había prestado juramento.
Pero de eso hacía mucho tiempo. Había sido una niña; después, una mujer, y luego ¿qué? La tercera Alicia, la Nueva Cosa, ni viral ni humana, sino ambas al mismo tiempo. Una amalgama, un compuesto, un ser aparte. Se desplazaba entre los virales como un espíritu invisible, formaba parte de ellos pero al mismo tiempo no, un fantasma para sus fantasmas. Por sus venas corría el virus, pero equilibrado por un segundo recibido de Amy, la Chica de Ninguna Parte; de uno de los doce frascos del laboratorio de Colorado, los demás destruidos por la propia Amy, arrojados a las llamas. La sangre de Amy le había salvado la vida, aunque en cierto modo no. La había transformado en la teniente Alicia Donadio, exploradora y tiradora de los Expedicionarios, el único ser de su clase que existía en todo el mundo.
En muchas ocasiones, muchísimas, siempre, ni siquiera Alicia era capaz de definir qué era.
Llegó a un cobertizo. Una cosa agujereada, medio sepultada en la arena, con un techo metálico inclinado.
Presintió… algo.
Lo cual era extraño, porque no le había sucedido nunca. El virus no le había concedido ese poder, pues era prerrogativa de Amy. Alicia era el yang del yin de Amy, dotada de la fuerza física y la velocidad de los virales, pero desconectada de la red invisible que los unía a todos, pensamiento con pensamiento.
Pero, aun así, ¿no sentía algo? ¿No los sentía? Un cosquilleo en la base del cráneo, y en su mente un silencioso susurro, apenas audible en forma de palabras:
¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo quién soy yo quién soy yo quién soy yo…?
Había tres. Todos habían sido mujeres. Y aún más: Alicia intuía (¿cómo era eso posible?) que en cada una residía un solo fragmento de recuerdo. Una mano que cerraba una ventana y el sonido de la lluvia. Un pájaro de alegres colores que trinaba en una jaula. Una vista desde la entrada de una habitación en sombras y dos niños pequeños, un chico y una chica, dormidos en sus camas. Alicia recibía cada una de estas visiones como si le pertenecieran, las imágenes y los sonidos, los olores y las emociones, una mezcla de existencia pura, como tres diminutas hogueras que ardieran en su interior. Por un momento quedó cautiva de ellas, en muda admiración de aquellos recuerdos de un mundo perdido. El mundo del Tiempo de Antes.
Pero algo más. Un sudario de oscuridad, inmenso y despiadado, envolvía cada uno de aquellos recuerdos. Consiguió que Alicia se estremeciera hasta lo más hondo. La mujer se preguntó qué serían, pero enseguida lo supo: el sueño del llamado Martínez. Julio Martínez, de El Paso, Texas, el Décimo de los Doce, condenado a muerte por el asesinato de un agente de las fuerzas del orden. Aquel al que Alicia había ido a encontrar.
En el sueño de Martínez, éste siempre estaba violando a una mujer llamada Louise (el nombre estaba escrito con letra cursiva en el bolsillo de la blusa de la mujer), al tiempo que la estrangulaba con un cable eléctrico.
La puerta del cobertizo colgaba en diagonal de sus goznes oxidados. Un lugar muy angosto: Alicia habría preferido contar con más espacio, sobre todo con tres. Avanzó poco a poco, siguiendo la punta de su ballesta, y entró en el cobertizo.
Dos de los virales estaban suspendidos cabeza abajo de las vigas del techo, el tercero agazapado en un rincón, mordisqueando un pedazo de carne con un sonido de succión. Acababan de devorar un antílope. Los restos descarnados se hallaban esparcidos sobre el suelo, grumos de pelo, hueso y piel. En el sopor posprandial, los virales no repararon en su entrada.
—Buenas noches, señoras.
Abatió al primero de las vigas con la ballesta. Un golpe sordo y después un chillido, interrumpido bruscamente, y su cuerpo cayó al suelo. Los otros dos ya se estaban despertando. El segundo se soltó de la viga, encogió las rodillas contra el pecho y rodó durante su descenso para aterrizar sobre los pies provistos de garras, el rostro vuelto a un lado. Alicia dejó caer la ballesta, desenvainó un cuchillo y con un solo movimiento fluido lo lanzó contra el tercero, que se había levantado para plantarle cara.
Dos abatidos, uno en pie.
Tendría que haber sido fácil. De repente, no lo fue. Mientras Alicia desenvainaba un segundo cuchillo, el viral se dio la vuelta y le propinó un manotazo con tal fuerza que el arma salió disparada hacia la oscuridad. Antes de que el ser pudiera asestarle otro golpe, Alicia se tiró al suelo y se alejó rodando. Cuando se levantó, con un nuevo cuchillo en la mano, el viral había desaparecido.
Mierda.
Recogió la ballesta del suelo, cargó una flecha y salió corriendo afuera. ¿Dónde demonios estaba? Dos rápidos pasos y Alicia saltó al tejado del cobertizo, sobre el cual aterrizó con un sonido metálico. Aguzó la vista. Nada, ni rastro.
De pronto, el viral se materializó a su espalda. Una trampa, comprendió Alicia. Se habría escondido, tumbado al otro lado del tejado. Ocurrieron dos cosas de manera simultánea: Alicia giró sobre sus talones y apuntó la ballesta de forma instintiva; y con un ruido de madera astillada y metal destrozado, el tejado cedió bajo sus pies.
Aterrizó sobre el suelo del cobertizo y el viral cayó sobre ella. Había perdido la ballesta. Alicia habría desenvainado un cuchillo, pero tenía ambas manos ocupadas en el desigual proyecto de mantener alejado al viral a la distancia de su brazo. El ser movió el rostro de izquierda a derecha, y a la izquierda de nuevo, entrechocando las mandíbulas, en dirección a la curva de la garganta de Alicia. Una fuerza irresistible enfrentada a un objeto inamovible: ¿cuánto tiempo más podría prolongarse la situación? Los niños en sus camas, pensó Alicia. Se trataba de éste. Era la mujer que miraba desde la entrada de la habitación a sus hijos dormidos. Piensa en los niños, pensó Alicia, y entonces lo dijo:
—Piensa en los niños.
El viral se quedó petrificado. Una expresión melancólica apareció en su rostro. Durante el instante más ínfimo (apenas medio segundo), sus ojos se encontraron y sostuvieron la mirada en la oscuridad. Mary, pensó Alicia. Te llamas Mary. Su mano estaba llegando al cuchillo. Te envío a casa, hermana Mary, pensó Alicia. Te libero de la cárcel de tu existencia. Y le hundió el cuchillo hasta la empuñadura en el punto débil.
Alicia apartó el cuerpo a un lado. Los demás seguían donde habían caído. Recogió el cuchillo y la flecha de los dos primeros, los limpió y después se arrodilló junto al cuerpo del último. Al terminar, Alicia se sentía casi siempre vagamente vacía. Le sorprendió descubrir que le temblaban las manos. ¿Cómo lo había sabido? Porque así había sido. Con absoluta claridad, había sabido que la mujer se llamaba Mary.
Extrajo el cuchillo y lo apoyó sobre la cabeza y el corazón. Gracias, Mary, por no matarme antes de finalizar mi misión. Espero que te hayas reunido con tus pequeños.
Mary tenía los ojos abiertos, sin ver nada. Alicia los cerró con las yemas de los dedos. No serviría de nada dejarla donde estaba. Levantó el cuerpo en brazos y lo sacó afuera. Había salido un gajo de luna, que bañaba el paisaje con su resplandor, una oscuridad visible. Pero no era la luz de la luna lo que Mary necesitaba. Cien años de cielo nocturno eran suficientes, pensó Alicia, y depositó a la mujer sobre un pedazo de tierra donde, al amanecer, el sol la encontraría y esparciría sus cenizas al viento.
Alicia había empezado la ascensión.
Habían transcurrido un día y una noche. Se hallaba en las montañas, subía por un lecho de río seco por un estrecho desfiladero. Su percepción de los virales era más fuerte aquí: se dirigía hacia algo concreto. Mary, pensó, ¿qué intentabas decirme?
Casi había amanecido cuando llegó a lo alto del risco, el horizonte muy lejano. Bajo ella, en la negrura arañada por el viento, el fondo del valle se desplegaba sin otra compañía que las estrellas. Alicia sabía que era posible discernir figuras diferenciadas a partir de su disposición en apariencia arbitraria, las formas de personas y animales, pero nunca había aprendido a hacerlo. Aparecían ante ella sólo como una dispersión aleatoria, como si cada noche arrojaran las estrellas de nuevo hacia el cielo.
Entonces lo vio: un hueco bostezante de negrura, en una depresión similar a una cuenca. La entrada mediría treinta metros de altura o más. Bancos curvos, como en un anfiteatro, tallados en la faz rocosa de la montaña, se hallaban situados en la boca de la cueva. En el cielo aleteaban murciélagos.
Era la puerta del infierno.
Estás ahí abajo, ¿verdad?, pensó Alicia, y sonrió. Te he encontrado, hijo de perra.