ORFANATO DE LA ORDEN DE LAS HERMANAS,
KERRVILLE, TEXAS
Más tarde, después de la cena y la oración nocturna, el baño si tocaba noche de baño, y luego las negociaciones para dar por concluido el día (Por favor, hermana, ¿no podemos quedarnos un poco más? Por favor, un cuento más), cuando los niños se habían dormido por fin y reinaba el silencio, Amy los contemplaba. No existía ninguna norma contra esto. Todas las hermanas se habían acostumbrado a sus vagabundeos nocturnos. Como una aparición, deambulaba de una sala silenciosa a otra, recorriendo arriba y abajo las filas de camas donde estaban acostados los niños, sus rostros y cuerpos dormidos en confiado reposo. Los mayores contaban trece años, a punto de alcanzar la edad adulta, y los más pequeños eran bebés. Cada uno cargaba con una historia, siempre triste. Muchos eran hijos terceros, abandonados en el orfanato por padres que no podían pagar el impuesto, y otros, víctimas de circunstancias todavía más crueles: madres muertas al dar a luz o bien solteras e incapaces de soportar la vergüenza. Los padres habían desaparecido en las oscuras corrientes subterráneas de la ciudad o habían sido expulsados al otro lado de la muralla. Los orígenes de los niños eran diversos, pero su destino sería el mismo. Las niñas ingresarían en la Orden y dedicarían sus días a la oración, la contemplación y el cuidado de los niños que ellas mismas habían sido, mientras que los niños se convertirían en soldados, miembros de los Expedicionarios, y se comprometerían bajo un juramento de naturaleza diferente, pero no menos vinculante.
No obstante, en sus sueños eran niños, todavía, pensaba Amy. Su propia infancia era el más lejano de los recuerdos, una abstracción de historia, pero mientras contemplaba a los niños dormidos y los sueños correteaban juguetones sobre sus ojos dormidos, se sentía más cercana a esa época: un tiempo en que no era más que un pequeño ser en el mundo, ignorante de lo que le aguardaba, el viaje excesivamente largo de su vida. El tiempo era una inmensidad en su interior, demasiados años para poder distinguir unos de otros. Tal vez por ello paseaba entre ellos: lo hacía para recordar.
Era la cama de Caleb la que reservaba para el final, porque la estaría esperando. El pequeño Caleb, aunque ya no era pequeño, sino un chico de cinco años, de carnes prietas y pletórico de energía como todos los niños, lleno de sorpresas, humor y verdades como puños. De su madre había heredado los pómulos altos y esculpidos, y la tez olivácea de su clan. De su padre, la mirada inflexible, las sombrías cavilaciones, la mata de pelo áspero y negro, muy corto, que en la jerga familiar de la Colonia se conocía como el «pelo de Jaxon». Una amalgama física, como un rompecabezas hecho a base de piezas de su tribu. Amy los veía en sus ojos. Era Mausami; era Theo; era él mismo.
—Háblame de ellos.
Siempre, cada noche, el mismo ritual. Era como si el niño fuera incapaz de dormir sin revisitar un pasado del que no tenía memoria. Amy adoptaba la postura habitual en el borde del catre. Debajo de las mantas, la forma de su cuerpo delgado de niño pequeño era apenas una presencia. A su alrededor, veinte niños dormían, un coro de silencio.
—Bien —empezó ella—, vamos a ver. Tu madre era muy guapa.
—Una guerrera.
—Sí —contestó Amy con una sonrisa—, una guerrera guapa. De largo pelo negro recogido en una trenza de guerrero.
—Para poder utilizar el arco.
—Exacto. Pero sobre todo era testaruda. ¿Sabes lo que significa ser testarudo? Ya te lo he dicho antes.
—¿Tozudo?
—Sí. Pero en el buen sentido. Si te digo que te laves las manos antes de comer y te niegas a hacerlo, eso es negativo. Es el tipo de testarudez equivocado. Lo que quiero decir es que tu madre siempre hacía lo que consideraba correcto.
—Por eso me tuvo. —El niño se concentró en las palabras—. Porque era… correcto traer una luz al mundo.
—Bien. Te acuerdas. Recuerda siempre que eres una luz brillante, Caleb.
Una afable satisfacción asomó al rostro del niño.
—Háblame de Theo. Mi padre.
—¿Tu padre?
—Por favooor.
Ella rió.
—De acuerdo, pues. Tu padre. En primer lugar, era muy valiente. Un hombre valiente. Amaba muchísimo a tu madre.
—Pero triste.
—Cierto, era triste. Pero eso era lo que le convertía en un hombre tan valiente, ¿sabes? Porque hizo lo más valiente de todo. ¿Sabes lo que es?
—Tener esperanza.
—Sí. Tener esperanza cuando parece que no existe. También has de recordar siempre eso. —Se inclinó y besó al niño en la frente, húmeda de calor infantil—. Bien, se ha hecho tarde. Es hora de dormir. Mañana será otro día.
—¿Me…? ¿Me querían?
Amy se quedó sorprendida. No por la pregunta en sí (la había formulado en numerosas ocasiones, como para confirmarlo), sino por el tono vacilante.
—Por supuesto, Caleb. Ya te lo he dicho muchas veces. Te querían muchísimo. Todavía te quieren.
—Porque están en el cielo.
—Exacto. Donde todos nosotros estaremos juntos para siempre. El lugar al que van a parar las almas.
El niño desvió la mirada.
—Dicen que eres muy vieja.
—¿Quién dice eso, Caleb?
—No sé. —Envuelto en su capullo de mantas, se encogió de hombros—. Todo el mundo. Las demás hermanas. Las he oído hablar.
No era un tema que hubiera salido a colación antes. Por lo que Amy sabía, sólo la hermana Peg conocía la historia.
—Bien —dijo, al tiempo que recuperaba la calma—. Soy mayor que tú, lo sé. Lo bastante mayor para decirte que es hora de dormir.
—A veces los veo.
El comentario la dejó helada.
—¿Cómo los ves, Caleb?
Pero el niño no la estaba mirando. Se hallaba concentrado en sí mismo.
—Por la noche. Cuando duermo.
—Cuando sueñas, querrás decir.
El niño no encontró respuesta para su frase. Ella le tocó el brazo a través de las mantas.
—No pasa nada, Caleb. Ya me lo dirás cuando estés preparado.
—No es lo mismo. No es como un sueño. —Volvió a mirarla—. También te veo a ti, Amy.
—¿A mí?
—Pero tú eres diferente. No como eres ahora.
Amy esperó a que añadiera algo más, pero no lo hizo. Diferente ¿en qué?
—Los echo de menos —dijo el niño.
Ella asintió, aliviada de momento por soslayar el tema.
—Lo sé. Y volverás a verlos. Pero de momento me tienes a mí. Tienes a tu tío Peter. Pronto volverá a casa.
—¿Con los… Expe-disionarios? —Una mirada de determinación brilló en el rostro del niño—. Cuando sea mayor, quiero ser soldado como tío Peter.
Amy volvió a besar su frente y se levantó para marcharse.
—Si quieres serlo, lo serás. Ahora, a dormir.
—¿Amy?
—¿Sí, Caleb?
—¿Alguien te quiso así?
Parada junto a la cama del niño, notó que los recuerdos la asaltaban. De una noche de primavera, y un tiovivo giratorio, y un sabor a azúcar glasé; de un lago y una cabaña en el bosque y el tacto de una mano grande que sostenía la de ella. El llanto ascendió a su garganta.
—Creo que sí. Espero que sí.
—¿Y tío Peter?
Ella frunció el ceño, sorprendida.
—¿Por qué preguntas eso, Caleb?
—No sé. —Otro encogimiento de hombros, con cierta vergüenza—. Por la forma en que te mira. Siempre está sonriendo.
—Bien. —Se esforzó por no revelar nada. ¿Nada?—. Creo que sonríe porque se alegra de verte. Ahora, a dormir. ¿Prometido?
La pena del chico se reveló en sus ojos.
—Prometido.
En el exterior brillaban las luces. No se trataba del resplandor de la Colonia (Kerrville era demasiado grande para eso), sino de una especie de ocaso prolongado, iluminado en los extremos con una corona de estrellas por encima. Amy salió con sigilo del patio, amparada en las sombras. En la base de la muralla localizó la escalera. No hizo el menor esfuerzo por ocultar que estaba subiendo. Se encontró con un centinela arriba, un hombre maduro de pecho ancho armado con un rifle.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Pero eso fue todo cuanto dijo. Cuando el sueño se apoderó de él, Amy acompañó su cuerpo hasta depositarlo sobre la pasarela, apoyado contra la muralla con el rifle sobre el regazo. Cuando despertara, sólo conservaría un recuerdo de ella fragmentado y alucinatorio. ¿Una chica? ¿Una de las hermanas, vestida con la tosca túnica gris de la Orden? Tal vez no despertaría por sí solo, sino que uno de sus compañeros lo encontraría y se lo llevaría a rastras por dormirse en su puesto. Unos cuantos días en la cárcel, pero nada grave y, en cualquier caso, nadie le creería.
Recorrió la pasarela en dirección a la plataforma de observación vacía. Las patrullas pasaban cada diez minutos. Sólo contaba con eso. Las luces arrojaban sus haces al suelo como un líquido brillante. Amy cerró los ojos, despejó la mente y dirigió sus pensamientos más allá del campo.
—Ven a mí.
»Ven a mí ven a mí ven a mí.
Llegaron, deslizándose desde la oscuridad. Primero uno, y después otro y otro, formando una falange luminosa, acuclillados en el límite de las sombras. Y en su mente oyó las voces, siempre las voces, las voces y la pregunta:
¿Quién soy yo?
Esperó.
¿Quién soy yo quién soy yo quién soy yo?
Cómo le echaba de menos Amy. Wolgast, el que la había amado. ¿Dónde estás?, pensó, con el corazón contrito a causa de la soledad, porque noche tras noche, cuando esta cosa nueva había empezado a suceder en su interior, había sentido en lo más hondo su ausencia. ¿Por qué me has dejado sola? Pero Wolgast no estaba en ningún sitio, ni en el viento ni en el cielo ni en el sonido del lento girar de la Tierra. El hombre que era se había ido.
¿Quién soy yo quién soy yo quién soy yo quién soy yo quién soy yo quién soy yo?
Esperó tanto tiempo como se atrevió. Los minutos transcurrían. Después, pasos en la pasarela, acercándose: el centinela.
—Sois yo —les dijo—. Sois yo. Ahora, marchad.
Se dispersaron en la oscuridad.