CAPÍTULO IX

EN EL QUE UN SER INSIGNIFICANTE SE ALEJA PARA SIEMPRE DE NOSOTROS SOBRE EL POLVO DEL BUEN CAMINO

—¿Otra copita? —preguntó Alodia, alzando la botella de anís.

—Si hubiera entendido bien lo que usted nos ha contado —respondió la vecina del tercero derecha—, le diría a usted que no, porque jamás bebo. Pero me parece que un trago me ayudará a comprender.

La señora del tercero izquierda no habló, pero extendió la mano que sostenía la copa.

—Entonces —continuó la anterior—, ¿puede usted hacer todo lo que quiere?

—Casi todo —aseguró Alodia triunfalmente—. Cuando me haya ejercitado bien, casi todo. El caso es aprender el libro y ejercitarse. Mire usted lo que dice el anuncio: «Por el magnetismo personal, un hombre, sin pronunciar una palabra, puede hacerle comprar un ladrillo como si fuese oro».

—¡Qué atrocidad!

—El magnetismo es el secreto del éxito. Se domina con él a todo el mundo. Se puede hacer que un niño sea bueno, que un hombre deje de fumar, que una enfermedad desaparezca. El libro refiere casos asombrosos, con nombres y direcciones de personas muy serias, casi todas norteamericanas.

—¿Y usted ha ensayado?

—Ensayo siempre.

La vecina del tercero izquierda dio entonces un ligero grito:

—¡Jesús! Pero ¿me ha llenado usted otra vez la copa? Ni me di cuenta… En fin, la beberé para no dejarla…

—Lo que más me interesa —continuó Alodia— es el hipnotismo sin pases, empleando sólo el poder de la vista y la fuerza del pensamiento. Eso es lo más útil, porque puede usted hacerlo en mitad de la calle con cualquiera…

—¿Y cómo va hasta ahora…?

—Bien, creo que bien —se decidió a confesar Alodia con falsa modestia—; el gato (ya ve usted lo que es un gato) no me aguanta la mirada.

—¿No?

—No, no puede. Muchas veces voy por la calle y hago experimentos curiosos; obligo a alguien a volver la cabeza o pongo toda mi fuerza en pensar: «Quiero que aquel individuo se marche por la primera bocacalle que encontremos». Y cuando ocurre así, me río por dentro, imaginándome al pobre hombre preguntándose: «¿Por qué he venido por aquí si no es mi camino?». Se goza mucho… Es una impresión tan extraña, tan fuerte.

—Parece magia.

—Una magia científica —explicó con suficiencia Alodia—. ¿Más anís?

—No, gracias —rechazó débilmente la del tercero derecha.

—Un poco…

—Sea. Por acompañarla a usted, nada más que por acompañarla —aceptó la señora con el mismo tono que si se tratase de no abandonar a su amiga en un peligro.

—¿Y usted, doña María?

—Como usted quiera —contestó, ofreciendo su copa vacía, la del tercero izquierda—. ¡Oh, qué raro, qué raro es esto; yo no sé decirle a usted que no! Y sin embargo, no me gusta beber. ¡Me magnetiza usted, tía Alodia!

Alodia sonrió, halagada.

—Hoy mismo —se decidió a confiar— intentaré una prueba de verdadera importancia para nosotros.

—¡Cuéntenos!

—Bien, pero… como si no hubiesen oído nada, ¿eh?

Las vecinas del tercero lo ofrecieron así, y aun narraron diversas anécdotas, que demostraron concluyentemente que eran las más discretas personas del mundo, para lo cual les fue indispensable revelar algunos ajenos secretillos que eran, precisamente, los que no habían querido referir antes a nadie, pero ahora lo hacían únicamente para comprobar su reserva. Ya fuese porque tales rasgos biográficos la convenciesen, o porque desease testigos para la hazaña en proyecto, Alodia se resolvió a decir:

—Ustedes ya saben que mi sobrino está desempleado desde hace mucho tiempo. Sus jefes, los señores Aznar y Bofarull, son dos fieras, dos verdaderas fieras. Lo que han hecho con mi sobrino me autoriza a calificarlos así, sin que nadie pueda reprocharme el calumniar su reputación. Les juro a ustedes que, antes de conocer el magnetismo, hubiese preferido encontrarme con dos lobos que tropezarme con ellos. Bien, pues ahora estoy decidida a visitarlos.

—¿A visitarlos? —preguntó la del tercero derecha, que no encontraba en aquel propósito nada especialmente temerario.

—Sí, a visitarlos y a meterles en la cabeza la idea de que Amaro debe ser readmitido.

—¡Eso se llama un buen plan! —aprobó doña María, dándose una palmada en el muslo.

—Pues ese plan lo realizo yo dentro de una hora —clamó la tía de Carabel, excitada por el entusiasmo ajeno—, o consiento que digan de mí que soy una farsante. Mi sobrino lo ignora, hasta quizá no lo consentiría; pero pudiera muy bien ocurrir que antes de la noche tenga de decirle: «Mañana, al banco otra vez». Y yo creo que, a pesar de todo lo sucedido, sería para él una gran alegría.

Las vecinas del tercero no lo dudaron, y hasta anticiparon sus felicitaciones. Luego, como una de ellas jugase distraídamente con la botella de anís, Alodia volvió a llenar las copas, sin que la detuvieran las protestas de su amiga, que aseguraba que lo había hecho por una irreprimible costumbre de manejar algún objeto mientras hablaba o escuchaba, y no porque desease beber más, aunque reconocía que aquel anís era excelente y hasta se proponía preguntar a Alodia, antes de marcharse, si lo vendían en alguna tienda por cuartos de litro. En cuanto a la otra dama, suplicó a Alodia que no la mirase magnéticamente si no quería afrontar la responsabilidad de su embriaguez, y como Alodia, abusando de su poder, le ofreciese el claro líquido fijando en ella sus ojos brillantes, se rindió, no sin insinuar con una afectuosa sonrisa que se estaba abusando de su debilidad y que siempre había sospechado que, si cultivase sus aptitudes, llegaría a ser una de las mediums más sensibles. Esto la llevó a contar algo que le había sucedido con su marido, cuando aún no era más que novio; y la vecina del tercero derecha quiso relatar otra historia parecida, con lo que el interés de la charla creció hasta el punto de que todas demoraron el instante de dedicarse a hacer la comida.

Mientras tanto, en las oficinas de la Banca Aznar y Bofarull ocurrían acontecimientos insólitos. Poco más o menos, en el mismo instante en que Alodia hacía a sus amigas la confidencia de sus intenciones, el señor Aznar, detenido frente a su consocio, que atacaba melancólicamente su pipa inglesa con tabaco inglés, cruzó sus brazos sobre el pecho.

—¡Hazle favores a esa gente, Bofarull —decía—; preocúpate por su higiene, prepárales un porvenir…! ¡Ya ves ahora su agradecimiento!

Bofarull suspiró. Después de una pausa meditativa, Aznar se encaró con el subdirector, Cardoso, que aguardaba, flaco, empolvado y triste, junto a la mesa de sus jefes:

—¿Les ha hablado usted del magnífico porvenir que abandonan, amigo mío?

—Les he hablado de todo, señor Aznar.

—¿Y… nada…?

—Y nada.

—¡Oh, qué tiempos, qué tiempos! Porque, en fin, nosotros respetamos la libertad del trabajo, somos tan liberales como el que más. El que no quiera seguir a nuestro lado, que se vaya, que otro vendrá por menos sueldo. Pero declararse en huelga…, manchar el buen nombre de nuestra casa con una huelga…, eso no, eso no…

—Sobre todo —dolióse Bofarull—, no hay por qué apedrear mi automóvil. ¿Qué tiene que ver en todo esto mi automóvil? El chico de Brunet, al que pensábamos dar una peseta diaria desde el día primero de año, me ha roto el parabrisas de un ladrillazo.

—El chico de Brunet es un anarquista, señor —explicó Cardoso con profundo convencimiento—. Ésta es mi opinión acerca de este muchacho. Yo no sé a dónde vamos a parar. Cuando yo era joven, hubo un momento de crisis en la Banca de Iriarte, y el jefe decidió prescindir del coche para reducir sus gastos. Pues bien, todos los empleados de la casa le ofrecimos nuestros ahorros. «Usted no anduvo nunca a pie —le dijimos—, y nos humillaría verle cambiar ahora de costumbre». He aquí en lo que han venido a parar aquellos tiempos.

—Eran otros hombres —lamentó Aznar.

—Y cuando llegó la quiebra, Iriarte le dijo a su contable: «Estoy arruinado, Manterola, y no me queda más recurso que pegarme un tiro». «¿Por qué?». «Porque ésa es la costumbre; siempre que se hunde un barco o quiebra una banca, hay un hombre que se da un pistoletazo». «Pues ese hombre voy a ser yo —dijo Manterola—, que usted aún tiene mucho que hacer en el mundo». Y se mató allí mismo. Se llegó a asegurar que se suicidó porque llevaba cuatro días y cuatro noches sin dormir, preparando el balance, y ya no podía resistir más. Pero yo siempre he creído que no fue por otra razón que por su cariño a la casa. El señor Iriarte —que volvió a enriquecerse en seguida— se portó como un hombre de corazón. Manterola dejó en el mundo un hijo de diecisiete años. El señor Iriarte ofreció, ante el cadáver, que a aquel muchacho nunca le faltaría su protección, y le señaló una pensión de diez reales diarios. Estoy seguro de que el huérfano la hubiese cobrado siempre si, a los dos meses de estos sucesos, no le hubiese sorprendido Iriarte bebiendo un vermut. «Mi intención —dijo— era que mi dinero le sirviera para comer, pero jamás para abrirse el apetito; si eso quiere decir que no tiene ganas, está bien: le suprimiré la pensión». Así lo hizo, y en verdad, nadie podrá reprochárselo.

—Me gustaría tener empleados semejantes, Cardoso —expresó el señor Bofarull—, pero temo que ya no quede ninguno. De cualquier manera, es preciso buscar rápidamente personal, porque la labor está muy retrasada. ¿Cuántos continúan trabajando?

—Veinte. Me permito indicar que habrá que darles algún alimento, porque no se atreven a ir a comer a sus casas por temor a los huelguistas.

—Sí, sí; hay que darles algo —concedió Bofarull.

—Algo ligero, que no los entorpezca —recomendó Aznar.

—Una refacción a la inglesa —aclaró el socio britanizado.

Cardoso insinuó:

—Yo había pensado traer pan y chorizos.

Bofarull se quitó la pipa de la boca para alabar:

—Muy inglés, muy inglés.

En aquel momento se abrió la puerta del despacho y el auxiliar de Caja pidió permiso para entrar. Era un individuo menudo, de pecho cóncavo, y el luto aumentaba su palidez de hombre mal nutrido. Aguardó a que saliese el subdirector y, antes de hablar, miró a los jefes con tan triste expresión que despertó la alarma.

—Bien, Cayuela, amigo mío —exclamó, al fin, Aznar—, ¿ocurre algo todavía por allá abajo?

—No ocurre nada, señor —contestó compungido.

El banquero le contempló con extrañeza, pero al reparar en el traje negro del empleado se dio una palmada en la frente.

—¡Ahora recuerdo…! Perdone usted, Cayuela; todos estos conflictos hacen que uno se olvide… Ya sé que murió su madre anteayer… ¡Infeliz señora! Le agradezco mucho que haya apresurado su regreso a la oficina, porque, como usted ve, nos hemos quedado sin gente. Usted es de los leales, bien nos consta. Bofarull y yo hemos sentido mucho su desgracia. Ayer mismo dijo Bofarull: «¡Mira que irse a morir la madre de Cayuela en estos días…!». Sí, nos hemos acordado de usted, entre tantas preocupaciones. Mi pésame, amigo mío.

Extendió su mano hacia el auxiliar de Caja; pero éste, ocupado en pasear un pañuelo con cenefa negra sobre sus ojos y su nariz, pareció no verla.

—Gracias, señor Aznar —balbució.

—Y ahora vaya usted a su trabajo, amigo mío, que falta nos hace.

—Es que —continuó titubeando Cayuela—, antes de ocupar mi puesto otra vez, querría… He venido para hablar con ustedes de un asunto… grave…

—¿Grave? ¿Es que se ha pasado usted a los huelguistas, a esos hombres que intentan arruinamos con sus exigencias? ¿Quiere usted también aumento de sueldo?

—No, señor Aznar. Es algo… más importante aún…

—Veamos.

Los dos socios fruncieron el ceño.

—Ante todo, permítanme que les recuerde que toda mi vida, desde los quince años, ha transcurrido en esta casa. Déjenme que les diga también que tengo siete hijos y que estos hijos han estado muchas veces enfermos… He sufrido cuanto puede sufrir un hombre, y cuando quiero resumir mi vida no puedo encontrar más que una serie de días tan iguales, que parecen un solo día largo y triste…

—Querido amigo —le interrumpió Aznar impaciente—, usted sabe cuánto nos interesamos por todos ustedes, pero… ¡si viese lo ocupadísimos que estamos ahora…!

—Es preciso que lo cuente todo.

—En ese caso, dígaselo al subdirector y él nos hará un resumen. No ignora que es el trámite…

Cayuela continuó sombríamente:

—Hace un año, nuestra situación se hizo insostenible. No podíamos vivir. Juro por mi pobre madre que no podíamos vivir. Repasé nuestros gastos y vi que necesitábamos treinta duros mensuales más; no para caprichos, sino para comer, para vestir, para pagar las escuelas y las medicinas… Porque aun después de lo que ocurrió, seguí viniendo a pie desde mi casa.

Bajó la cabeza y añadió:

—Aquel mes cogí treinta duros de la caja.

Bofarull apartó la pipa de la boca. Aznar clamó, asombrado:

—¡Cayuela!

—Y cada mes, desde entonces —siguió el empleado en la misma actitud, en la que había una terrible mezcla de resolución y desesperanza—, cada mes volví a coger treinta duros.

—¡Qué espanto! —gimió Bofarull.

—¡Usted, Cayuela, usted! —reprochó el señor Aznar—. ¡El hombre que contaba con toda nuestra confianza! ¡Veinte años a nuestro lado para, al fin…! ¡Oh, qué ceguera, qué locura…! ¿Cómo no ha pensado usted…?

—Lo pensé todo, pero era eso lo que únicamente podía hacer. Si pidiese esos treinta duros, ustedes no me los darían; tampoco podía trabajar más ni encontrar otro cargo mejor retribuido. Lo pensé mucho, y nadie más que yo sabe toda la repugnancia y todo el sufrimiento con que me apoderaba de esas pesetas. Sería capaz de pasar hambre y no robaría. Hasta podría soportar que mi pobre mujer se alimentase de mendrugos, sin sacrificarle mi honradez. Pero… era la vida de mi madre. Ganaba cien pesetas como ama de gobierno y señora de compañía en casa de los de Arévalo. Estaba enferma y se obstinaba en seguir trabajando, porque sabía que aquel dinero era preciso… Anticipaba su muerte… Entonces yo le dije: «He ascendido; gano ciento cincuenta pesetas más; ya puedes dejar tu labor, que bien mereces el descanso». Ella los bendijo a ustedes y quería venir a darles las gracias…

Había lágrimas en la voz del hombrecillo, pero sus ojos estaban extrañamente secos.

—¿Cuánto? —preguntó duramente Aznar.

—Mil setecientas pesetas en total —respondió el empleado con la misma rapidez que si llevase la cifra escrita con fuego en la memoria—, porque un mes no me hicieron falta más que veinte duros.

—Pero ¿cómo no se ha advertido? ¿Cómo lo ocultó usted?

—No podía advertirse. Luego explicaré, si ustedes quieren… Nadie sería capaz de saberlo.

Y aún habló, como si quisiera vaciar su alma:

—Sin embargo, yo era incapaz de vivir con ese secreto y me encontraba indigno ante todos y ante mí. Cuando hablaba con alguno de ustedes sentía la tentación de acusarme… He padecido mucho. Hoy, ya enterrada mi madre, se lo conté a mi mujer. Lloró conmigo. «¿Por qué has hecho eso?», me preguntó. Pero ella hubiera procedido igual. Entonces yo le dije: «Mientras viviese mi madre, nunca declararía la verdad, porque la vergüenza de aparecer ante ella como un ladrón era más de lo que yo podría soportar, y era, también, amargar para siempre sus días; ahora no hay ningún obstáculo, infelizmente». Y he venido a confesar mi culpa.

Hubo un silencio. Bofarull tecleaba nerviosamente con sus dedos sobre el cristal que protegía la mesa. Aznar bufó:

—¡Muy lamentabe, muy lamentable! ¡En fin!…, usted ha buscado su propia perdición, Cayuela; usted lo ha tirado todo por la ventana: honradez, tranquilidad, porvenir… Nunca se les ha ocultado que el porvenir en esta casa es inmejorable, pero… se impacientan, no saben acomodarse a sus ganancias, se apoderan del dinero ajeno… Si eso pudiera hacerse, figúrese usted…, nosotros encantados, si no hubiese más que guardarse los billetes de los otros… Pero hay una ley; ése es el intríngulis: que hay una ley que lo prohíbe. Lo siento, lo siento mucho, Cayuela…

Mientras hablaba, había apretado un timbre, y apareció un ordenanza:

—¿Continúan abajo los policías que enviaron por causa de la huelga?

—Sí, señor.

—Que suba uno de ellos.

El hombrecillo, muy pálido, con los ojos abiertos hasta hacerse redondos, parecía contemplar fijamente el enorme calendario sujeto en la pared. Levantó hasta la frente una mano huesuda, y se vio que los dedos temblaban.

—El mayor de mis hijos… —comenzó a decir.

Pero calló, con los labios trémulos, como si la frase agonizara allí visiblemente.

Aznar y Bofarull no preguntaron nada.

No le importó a Alodia esperar cuarenta minutos a que los poderosos banqueros quisiesen recibirla. Había hecho anunciar que tenía que hablarles de un asunto de especial importancia, y cuando el portero la introdujo en el despacho donde los consocios rumiaban el mal humor de los acontecimientos del día, sonrió con el gesto del sitiador que ha conseguido llegar al otro extremo de la brecha.

—¿Es usted la señora que deseaba hablamos? —preguntó Aznar.

Y, al mismo tiempo, la clasificó así en su interior:

«Pequeña cuentacorrentista alarmada por sus ahorros. Consecuencias de la huelga».

Esperó. Alodia, con los ojos negros dilatados, le miraba con terrible fijeza, conteniendo el aliento como si no quisiese distraer energías en algo que no fuese aquel acto.

—Usted dirá —agregó el banquero.

Alodia pensaba: «Ésta es la ocasión; hay que anegarle en fluido».

Concentraba la vista entre los dos ojos de Aznar. Así la lente concentra los rayos del sol en un solo punto para producir la quemadura. Era tal la insistencia que Aznar la advirtió. Caviló entonces:

«Debo de tener manchado el entrecejo».

Y se lo frotó disimuladamente.

«Ya siente algo», se dijo la mujer.

Explicó con brusquedad:

—Vengo a pedir que admitan nuevamente en el banco a mi sobrino, Amaro Carabel.

Sin levantar los brazos, extendió sus dedos para hacer un enérgico envío de fuerzas magnéticas. Aznar suavizó un gesto de disgusto.

—Señora…, nosotros no podemos ocuparnos…; hable usted con el jefe del personal…

Pero Bofarull intervino:

—Carabel, Carabel… ¿Salió hace un año, poco más o menos, de la casa?

Alodia sacó el clavo de su mirada de la frente de Aznar para hundirlo en la del consocio, y lo roció, con disimulo, de fluido.

—Casi dos años, señor —respondió.

Bofarull dijo en inglés, con aire indiferente:

—A este Carabel lo echamos por aquella indiscreción con Azpitarte, ¿verdad?

—Sí.

—Era un buen empleado. Que venga. En la sección de Contabilidad no nos queda más que Olalla.

Alodia continuaba segregando fluido.

—Su sobrino de usted ha cometido una falta de lealtad —definió Aznar—, y esto es muy grave.

Silencio. Los ojos de Alodia lanzaban fluido con la fuerza con que echa el agua una manga de riego. A ella le parecía sentirlo salir.

—Si nosotros le perdonamos ahora, es porque somos y hemos sido siempre como padres para nuestros empleados. En el supuesto de que haya corregido su carácter…, puede volver… ¿Qué te parece, Bofarull?

—Que eres demasiado bueno —alabó éste—, pero… ya que tú lo has dicho…

—Mañana ocupará su puesto. En cuanto al sueldo… ¿Cuánto ganaba antes?

—Cuarenta duros.

—Naturalmente que ahora, a pesar del perdón…

—Bien, querido Aznar, no le rebajes más de cinco duros —rogó Bofarull.

—Esto es lo que cuesta tener un santo por consocio —explicó Aznar a Alodia—; yo pensaba rebajarle diez. Pero sean cinco. Eres demasiado bueno, Bofarull. Así nos lo pagan.

Alodia no estaba muy segura ya de continuar inundando de magnetismo la habitación, porque tenía los ojos empañados en lágrimas. Se despidió con balbucientes palabras de gratitud. Repitió, por si no había comprendido bien:

—Entonces…, ¿mañana?

—Sí, mañana.

Iba murmurando por la calle:

—¡Oh, ese libro, ese libro…! Lo tendremos que encuadernar en oro.

Pero un escrúpulo asaltó su conciencia, y ofreció, por si acaso en todo aquello hubiese algo de brujerío, llevar unas velas a la Virgen de la Paloma.

* * *

—¿No tiene usted nada que hacer en su casa? —gruñó Ginesta, arrojando, al entrar, su sombrero sobre una silla.

—Pero, hombre de Dios —rió Germana—, si tenía usted su ropa blanca hecha jirones. ¿Hubo trabajo?

—¿Por qué lo dice usted? —preguntó hoscamente el policía.

—Porque me parece que cojea usted un poco al andar.

—Un maldito muchacho que robaba gasolina en un garaje… Le sorprendí, pero me dio una patadita en esta pierna…

—¿Una?

—Cuatro o cinco. Deje esa labor. Ya sabe que no me gusta…

—No podrá usted incomodarse conmigo muchas veces —auguró ella, inclinándose sobre la pieza que cosía—. Pienso marcharme de Madrid.

—¿Adónde va?

—A Barcelona.

El policía fue a buscar algo en el cajón de un mueble.

—¿No me pregunta usted nada, Ginesta?

—¿Qué debo preguntar?

—Pues se lo diré todo: una antigua compañera mía que se marchó a una fábrica de tejidos me ha escrito diciéndome que puede procurarme una plaza. El jornal es bueno… Únicamente me detiene el encontrar dinero para el viaje y algo más para vivir allí unos días.

Ginesta ofreció, después de una pausa:

—Yo puedo dárselo a primeros de mes.

—Es usted muy bueno. Crea que yo sentiré mucho alejarme de usted.

—Gracias —replicó él fríamente.

—Y usted también lo sentirá, Ginesta.

—No, de eso no tengo miedo.

—Usted lo sentirá, porque usted vive muy solo y muy triste, amigo mío; más triste y más solo aún que yo. Desde que sé cómo es usted, nadie hay que me dé más pena en el mundo.

—¿Y usted qué sabe cómo soy? —gritó el policía—. Guárdese su pena, que maldita la falta que me hace.

—Usted es un buen corazón y es un desventurado. Me parece que todos abusan de usted, que todos le engañan y le maltratan, y que su pan debe saberle siempre a lágrimas. Y cuando pienso en esto, noto el deseo de salir a defenderle a usted contra no sé quién, como si viese golpear a un niño. ¡Si yo fuese su hermana de usted, o su madre…!

—Bueno… ¡Ésa es una famosa idea! Me obligará usted a reír, Germana.

Pero ella siguió, con un extraño ardimiento, húmedos los bellos ojos:

—Le atropellan, y usted se deja atropellar. Siempre ha sido ésa su vida, por lo visto. Es usted un pobre cobarde, Ginesta, un pobre clown de circo, a cuyas mejillas van todas las bofetadas. Me gustaría verle a usted un día hacer algo atroz; pero usted no hará más que dejarse aplastar, porque tiene el alma caída y no espera más que morir, ¿verdad?, morir como un perro apedreado…

—¡Germana! —balbució el hombre, con los ojos cargados de asombro y de tristeza.

—Ahora me ha ofrecido usted unos duros. Pero eso le costaría sacrificarse algunas comidas. Estamos a veintiocho. Desde ayer chupa usted su pipa vacía. ¿Por qué piensa darme su dinero? ¡Cómprese usted otra alma con él, un alma de hombre!

Estaba enfurecida. Ginesta se había sentado y la escuchaba, doblada la cabeza sobre el pecho.

—No soy un cobarde, Germana —dijo dulcemente—. Usted no sabe… La vida es así, y nada puede hacerse más que esperar que cese, como si toda ella fuese un dolor. Pero no crea que a mí me importa mucho… Tengo dinero, le aseguro que tengo dinero. No fumo por la tos… Usted acepte o no acepte… Tampoco soy un desgraciado… No soy ni eso… Yo no soy nada…

Ella se levantó y fue a ponerle sus manos en los hombros, en un cambio brusco, enternecida.

—¡Cállese, cállese! ¡Si debe dolerle a usted el rostro de llevar siempre esa careta de hosquedad! Quisiera verle por un agujerito, cuando se queda solo en este cuarto, para saber cuál es su expresión verdadera. Escúcheme, Juan, escuche lo que voy a decirle, y piénselo bien: ¿quiere usted que vaya a Barcelona?

—¿Yo?

Él la miró, espantado.

—Si, usted.

—Pero ¿yo cómo puedo…? Váyase.

—¿No hay más ropa que coser, no hay más cosas que arreglar en este cuarto, no hay alguna vida que endulzar…? Dígame ahora todo eso que usted suele: que la mujer más buena es una infame y que la soledad trae menos males… y todos sus improperios. Después, hable con el corazón. ¿Me quedo?

Ginesta se alzó, conmovido; extendió hacia ella sus manos temblorosas y las retiró antes de tocarla.

—¡Germana, hija mía…; pero si yo no soy nada…, no soy nada…; si tú eres una chiquilla y… confundes la pena que te doy con… otro sentimiento…!

Ella ocultó el rostro en el pecho varonil.

—No —dijo—, sé que fue compasión. He sentido por usted una compasión que me hacía doler el alma. Pero después…, no sé…; ahora le quiero… Y además, la compasión, ¿no es un camino para llegar a nosotras?

Ginesta la apretó contra su corazón. Caían sus lágrimas sobre la cabeza de la joven, y acarició y besó los rubios cabellos. Germana sollozaba, con el hociquillo oculto en el chaleco:

—¡Ya ve usted qué ocurrencia estúpida: enamorarme ahora de un viejo gruñón como usted! ¡Esto no tiene perdón de Dios, vaya!

Se miraron sonrientes, al través de los ojos húmedos.

—Pero, chiquilla —dijo él—, ¿has pensado que vamos a hacer de dos miserias una?

Y ella, dejando florecer los frescos dientes blancos:

—Puede ser, pero yo tengo la miseria alegre y enseñaré a la tuya a reír. Será una miseria más divertida que todas las demás miserias.

* * *

Aquel día, al salir del banco, Carabel iba más abstraído que de costumbre. Se detuvo en el borde de la acera, esperando que el timbre eléctrico detuviese el torrente de automóviles para cruzar la calle hasta la parada del tranvía, y el timbre sonó y él no lo advirtió siquiera, aunque la gente que iba y venía, en ese rigodón de todos los cruces para peatones, le rozó en su prisa. Tuvo que pasar corriendo, cuando ya los motores trepidaban para avanzar. Tampoco se dio cuenta de que Gregorio, cobrador de la Casa Aznar y Bofarull, aguardaba junto a él, en el salvavidas, cargado con un saco de duros y una cartera. Y sólo cuando se sentó a su lado y le saludó, reconoció al empleado.

—¿A trabajar aún?

—No, me voy a almorzar, pero llevo el dinero porque hay que hacer unos pagos esta tarde, a primera hora.

Gregorio habló de la situación de la casa, dominada la huelga, y de las ventajas obtenidas. Ninguno de los que habían abandonado sus puestos fueron readmitidos, pero los leales recibieron ciertas recompensas: Aznar y Bofarull habían fundado una biblioteca circulante, con veintisiete novelas de escrupulosa moralidad, en las que veintisiete aviadores ingleses se casaban, al través de distintas peripecias, con veintisiete señoritas adineradas; y en la abundancia de su generosidad, los dos consocios habían anunciado que en el pequeño solar contiguo al edificio del banco construirían una capilla donde los domingos podrían oír misa todos los empleados, incluso aquellos que fuesen a trabajar aquel día, obligados por alguna labor urgente. Gregorio dijo que los patronos, ¡qué diablos!, no eran malas personas, y que los huelguistas habían hecho mal, porque no estaban los tiempos para pedir gollerías. Carabel masculló a su vez algunos comentarios. El tranvía iba lleno. Había en él ese olor a aire rancio, a tabaco malo y a estómago sucio que es característico de los oficinistas. La gente invadía el pasillo, y los que iban sentados desplegaban periódicos para llenar el tiempo del viaje. Bruscamente, sobresaltado porque temía pasarse de la parada, Gregorio llamó con un «¡chist!» enérgico al conductor, le ordenó detener el coche y se apeó de un salto que hizo sonar los duros. Siguió el tranvía. Otro viajero ocupó el lugar de Gregorio y, al dejarle sitio, Amaro puso su mano sobre un objeto abandonado en el asiento; lo miró: era la cartera del cobrador. Levantó el broche y vio algunos fajos de billetes.

«¡Caramba! —pensó—. ¡Vaya un olvido! ¡Si no estoy yo aquí para recogerla…!».

Y se abrió paso entre los que obstruían el pasillo y los que se apretujaban en la plataforma. Llevaba la cartera fuertemente apretada y gruñía:

—¿Hace el favor…? ¿Dejan bajar…?

Saltó en marcha. Si Gregorio había notado la falta, debía de estar sufriendo un disgusto terrible. ¡El pobre hombre!… Amaro estaba bastante lejos del lugar donde se había apeado el cobrador, y corrió hacia allí, mientras se esforzaba en recordar dónde vivía el perdidoso, para ir a su casa, si antes no lo encontraba, y evitarle una larga desesperación.

Doscientos metros más allá lo divisó, de pronto. Tenía el sombrero en la mano e iba y venía, moviendo la asustada cabeza en todas las direcciones. Después se inmovilizó en el borde de la acera, frente a la columna indicadora de la parada del tranvía. Amaró cesó de correr y se acercó sonriendo. Antes de que Gregorio lo viese, pudo advertir la impresionante lividez de su rostro. Alzó la cartera y le llamó, veinte pasos antes, para abreviar en un segundo su agonía:

—¡Eh, Gregorio!

El hombre miró con susto. Vio la cartera y avanzó con un ímpetu que refrenó en seguida.

—¡Uf! —dijo, al recogerla—. ¡Estaba muerto!

Secóse la frente.

—¿Fue en el tranvía?

—Sí.

—Yo creí que se me había caído al apearme. La daba por perdida.

—Pues era un porvenir…

—¡Diablo! Es la segunda vez en toda mi vida, pero en la otra ocasión no había tanto riesgo: la dejé en el mostrador de otro banco. Ahora, si no es por usted…

Le ofreció la mano.

—Muchas gracias.

—Adiós —contestó Carabel, moviendo la cabeza y riéndose.

Siguió a pie para no pagar otra vez el tranvía. Pero aún no había doblado la esquina de la calle cuando se detuvo, insinuóse una sonrisa en su boca, se pronunció más y terminó por convertirse en una carcajada. ¡Pensar que había devuelto tan naturalmente una cartera, donde había quizá veinte o treinta mil pesetas, él, el hombre que se había propuesto prescindir de la honradez como de una carga molesta; él, que aún no hacía tres meses procuraba atentar contra la propiedad ajena; él, que había resuelto convertirse en un malhechor!…

Y ahora —¡esto era lo curioso!— ni por un segundo había pensado en apoderarse de un solo billete. Sin embargo, la ocasión… Porque el riesgo era, verdaderamente, nulo… Nunca hubiera podido intentar un «golpe» con mayor tranquilidad. ¡Qué imprevisible es la conducta de los hombres!

A poca distancia de su casa vio a Ginesta que se dirigía a almorzar, y apresuró el paso hasta alcanzarle. Saludáronse y continuaron juntos en silencio. Amaro ofreció:

—¿Quiere tomar un vermut conmigo?

—Sí, aún no es muy tarde.

Sentáronse en la terraza de un bar, y ninguno de los dos habló en algún tiempo. Ginesta esperaba. Carabel había vuelto a abstraerse. Dijo al fin:

—Hoy me han sucedido dos cosas extraordinarias.

—¿Cuáles?

—He encontrado a Silvia en el negociado de Correspondencia.

—¿Quién es Silvia?

—¿Quién ha de ser? —respondió Amaro en el mismo tono que si le hubiese preguntado quién era Pío XI—. Mi antigua novia.

—¡Ah! Y ¿qué hacía en el negociado de Correspondencia?

—Realmente, Ginesta, no comprendo cómo es usted policía. Carece de toda perspicacia. Silvia estaba allí porque se ha empleado en el banco. Después de la huelga, los jefes han admitido algunas mujeres. Cobran menos…

—Es verdad.

—Pues bien, he hablado con Silvia. Al principio no me atrevía ni a mirarla, pero… me decidí. Me ha dicho que no se casa con el protésico.

—¿Había un protésico?

—Un imponente protésico. No se casa porque no le quiere, no le quiso nunca. Eso fue lo que me ha contado. Ahora se ha decidido ella a trabajar, y espera que así podrá tener el marido que más le guste sin necesidad de preguntarle cuánto gana. No piensa mal, ¿eh?

—En efecto.

—Su madre, sin embargo, no aprueba estas ideas.

—¿Qué dice su madre? —preguntó Ginesta, persiguiendo con su palillo una aceituna que no se dejaba pinchar.

—Dice que su hija no la ha estudiado bastante, y que ésta será la causa de todos los males que la castiguen. Cuando Silvia leyó el anuncio del Banco Aznar y Bofarull solicitando mecanógrafas y comunicó a doña Nieves su decisión de presentarse en las oficinas, doña Nieves le contestó: «Haz lo que quieras, pero mejor estarías en tu casa estudiando a tu madre». Ahora parece que comienza a transigir; pero aún llora con frecuencia, porque parece que ha llegado a estar segura de que se morirá sin que nadie la haya estudiado suficientemente.

—¿Y qué es lo que hay que estudiar en ella?

Amaro encogió los hombros.

—Nunca lo supe. Ella misma no lo aclara bien. Pero la muchacha es un ángel… Lo del protésico… no lo hacen todas…

Un silencio.

—El matrimonio es el mejor estado del hombre, ¿verdad, Ginesta?

—El mío de ahora, sí.

Otro silencio.

—¿Cuál ha sido el segundo suceso extraordinario? —preguntó el policía.

—¡Ah, se me había olvidado…!

Y contó lo sucedido con la cartera del cobrador.

—¿No es incomprensible que no se me haya ocurrido robarla, después de mis propósitos anteriores? ¿Por qué dejé escapar esa ocasión única de poseer treinta mil pesetas?

—Porque usted no podía hacer otra cosa —afirmó Ginesta.

Y añadió:

—Carabel, ¿quiere usted que le diga una grande verdad?

—Diga lo que se le antoje.

—¿Una verdad fundamental, la verdadera ley que rige los destinos humanos?

—Bien. Hable.

—Mire, Carabel, yo sé mucho más que usted de la vida. Mi historia es muy larga, y mi experiencia, mayor. Oiga ahora esto: sólo hay una fuerza en el mundo: la maldad. El bueno triunfa accidentalmente. Es tan débil, que por instinto busca la compañía de los otros buenos. Donde hay un bueno está siempre el germen de una asociación. Un bueno piensa constantemente en fundar algún comité, alguna agrupación, alguna hermandad. Por sí solo es blanducho, ineficaz, inapreciable. Existe una agrupación para perseguir a los malhechores: La Guardia Civil. Hay muchas agrupaciones para dar de comer a unos poquitos hambrientos. Hasta hay sociedades para salvar a los náufragos.

Y aun así, no se consigue gran cosa. En cambio, el malo rara vez precisa del auxilio de sus congéneres. Su poder es tanto que se basta a sí mismo. Logra todo lo que desea y desea todo lo que le agrada. El dinero es de él, y el amor, y el mando, y hasta la estimación de los virtuosos…

—Es verdad, pero también es abominable que así ocurra.

—¿Abominable? No sé… ¿Qué haría la humanidad si la manejasen los buenos, que son los menos aptos? Para emprender las más grandes obras que acometió el hombre, fue necesario que las impulsasen corazones duros que no se conmovían ante espectáculos tan dolorosos que le harían desmayarse a usted como a una señorita. Muchos famosos capitanes no fueron más que bandoleros. La inmensa mayoría de los negociantes que, al enriquecerse, enriquecieron a su nación, eran geniales ladrones. Si se quisiese conocer a un posible triunfador, sería preciso examinar su conciencia.

—Sí, hay que ser malo para vencer en la vida.

—Pero eso es lo más difícil.

—¿Por qué?

—Porque el mal es siempre activo, y la virtud, pasiva y estática. No quiero decir que la virtud no realice a veces grandes esfuerzos, pero sí que no le son precisos para existir. Le basta con no abandonar su actitud de reposo. ¿Qué hace falta para ser bueno? Observar el Decálogo. Pues bien, fíjese usted en que casi todos sus preceptos son negativos: no robarás, no matarás, no codiciarás la mujer de tu prójimo, no mentirás…, en fin, no harás nada. Si no haces nada, eres una excelente persona. En cambio, para el malvado todo es actividad, ímpetu, trabajo. Tiene que robar, que matar, que mentir; tiene que seducir a las mujeres del prójimo…: una labor abrumadora para la que se necesitan grandes alientos. Recuerde nuestra discusión de hace dos años, cuando usted ponderó: «¡Oh, si yo quisiese dejar de ser un hombre honrado!». Estoy harto de oír esa simpleza, Carabel. Usted quiso, y ¿qué consiguió? Ni siquiera tuvo usted más que un concepto pueril de lo que puede ser el malo. Intentó usted robar un poquito, llevarse unas moneditas. Y no supo. Pero aunque hubiese triunfado en ese empeño casi pueril, usted seguiría sin ser un malhechor. Malhechor es Aznar, y es Bofarull, y lo fue Lina, grandes trepadores que, para subir, clavarán sus garfios en la carne viva de los demás, sin que nunca sientan el dolor de producir dolor.

Y Aznar y Bofarull son dos hombres respetados, acatados, triunfantes. Envenenan con sus aguas contaminadas, arruinan con sus maquinaciones. Y de cada lágrima hacen un duro para su bolsillo y una condecoración para su pecho. ¡Si usted quisiera dejar de ser honrado!… ¡Qué presunción tan ridículamente vanidosa!… ¡Si es que no puede usted! Se nace bueno y se nace malo, y quizá, algún día nos expliquen que el secreto está en tal o cual glándula, y que la deficiencia, la imperfección, corresponde precisamente a los buenos. Presumir de virtud es como presumir de páncreas. Pero la virtud no es más que una impotencia, entiéndalo usted bien. Hay la incapacidad de dar una puñalada, como hay la incapacidad de digerir, para ciertos estómagos, un determinado manjar. Hay la incapacidad de robar, como existe, para muchos hombres que padecen de vértigo, la de pasearse tranquilamente por el borde de un tejado. Se nace así. Y esos individuos honorables que un día dejan de serlo, no es que se hayan vencido a sí propios, sino que siempre tuvieron, latente, agazapada, en espera de una ocasión, la potencia maléfica.

—¿Y el malo que se hace bueno?

—Un sencillo fenómeno de depauperación. Las fuerzas se agotan.

—Yo le digo, Ginesta, que si no hubiese sido…

—Usted es un infeliz, Carabel. Como yo mismo. Pero yo lo sé. Todas las noches, en estos momentos en que, sin querer, se evocan las amarguras sufridas, alzo las manos para rogar: «Señor, si es cierto, como dicen algunos, que hemos de reencarnar para vivir nuevas vidas, no olvides que merezco una más dulce y respetada; si vuelvo al mundo, que sea como ladrón nato, contumaz e inspirado». Mientras tanto, resignémonos con nuestra pobre incapacidad.

Amaro apuró las últimas gotas de vermut.

—Quizá sea cierto lo que usted dice —habló lentamente—. La verdad es que yo quise ser ladrón y… me costó dinero. Puede ocurrir que haya nacido para que me roben siempre los demás, y que sea un hombre insuficiente, mal dotado para luchar. Pero en esta insuficiencia, en esta debilidad de ser bueno, como usted, como Alodia, como Germana, como Silvia también, como yo mismo…, ¡qué diablo!, hay un pequeño placer, ¿verdad?

—Sí —reconoció Ginesta, sonriendo al oír el nombre de su esposa.

—A veces un gran placer, ¿no es cierto? —agregó Carabel, animado por el asentimiento de su amigo.

—No puede negarse.

Amaro le miró fijamente, con una mirada alegre y profunda.

—Es extraño, ¿eh?

—Es extraño.

—Y… no todos los sacrificios son estériles. Hay una justicia inmanente; yo creo en ella. Ya ve usted; el huérfano que hemos recogido fue y es aún una carga para nosotros. Ahora hacemos que aprenda y que se prepare para la vida. Será un buen mecánico. Ya lo tenemos en un taller. Y hoy, los buenos mecánicos ganan mucho. Pues bien, cuando ese chiquillo sea un hombre, nos ayudará en nuestra vejez, y acaso le debamos a él que no sea tan desvalida. No es que le ayudemos con esa intención, pero es agradable pensar que ocurrirá así y que la vida premia los bondadosos esfuerzos.

—Sin duda, sin duda —concedió Ginesta.

Y se levantó para marcharse.

Al entrar en su casa, Amaro oyó los gritos de Alodia.

—¿Qué sucede? —inquirió.

—¡Este galopín! —explicó la mujeruca, excitada—. Ha venido el maestro del taller para decirme que si hay en el mundo, aparte de las langostas, un ser que esté en pugna con la mecánica, es ese señorito que tienes ahí, en tu presencia —y señalaba a Cami, hoscamente derrumbado contra el rincón—. Jura que no es capaz de meter un tornillo en una tuerca, y que en cualquier momento se puede estar seguro de encontrarle leyendo novelas en un escondite del taller. Total, que aquí lo tenemos de vuelta, como aquel duro falso del mes pasado, que no me lo admitieron en ningún sitio. Hoy lo ha sorprendido el maestro escribiendo este papelito y, claro, me lo ha traído con él.

—¿Qué escribía?

—¡Qué se yo! ¡Atrocidades! Pero se acabó. Voy a quemarle todas las novelas al monigote este. Amaro cogió el papel. Leyó:

Las estrellas encienden sus cigarrillos.

Las cucarachas de los autos corren ahora mejor

por esas calles libres de chiquillos.

Dejó caer la mano que sostenía la hoja rayada de azul donde negreaban aquellos renglones.

—¡Tía Alodia —murmuró, desconcertado—, hemos acogido a un poeta de vanguardia!

Y añadió, como el sumando de sus meditaciones acerca de aquel hecho imprevisto:

—Tendremos que alimentarlo toda la vida.

FIN