—Anote usted —clamó Alodia, triunfante—, me debe ya seis millones y medio de pesetas. Barajemos.
—No juego más —rehusó Ginesta—. No estoy de buen humor esta tarde.
—Sería igual que estuviese usted alegre. Le diré que tengo un secreto para ganar siempre, y hace tres días que lo ensayo con usted. ¡Un gran secreto!
El policía se encogió de hombros y abandonó las cartas sobre la mesa. Germana se levantó para retirarse.
—Oiga, amiguita —habló entonces Ginesta, volviendo a barajar maquinalmente—. No es que no sepa agradecer un favor, pero no me gusta que me los hagan cuando no los pido… Si vuelve a aparecer por mi casa, tendré que llevarme la llave.
Germana enrojeció un poco.
—¿He hecho algo malo?
—No, no ha hecho nada malo, pero… no me agrada… Nunca necesité que nadie me arreglase el cuarto…
—Así estaba aquello.
—Bien; pues déjelo estar.
—Tenían un dedo de polvo los cristales.
—Porque me gusta la penumbra. Anoche dejó usted mi cena preparada.
—Me aburría y pensé…
—Estuve tentado a llevársela, pero me pareció más cómodo arrojarla al tejado.
Germana hizo un mohín y salió. Alodia comentó entonces:
—Es una buena muchacha.
—No sé si hay alguna mujer buena —gruñó el policía—; pero buena o mala, no quiero que ninguna se mezcle en mi vida.
—Cada día es usted más insoportable, Ginesta… Dígame: ¿no tiene curiosidad por conocer mi secreto?
—¿Qué secreto?
—El de mi triunfo sobre usted… Bueno, voy a contárselo. Espere un instante.
Abrió un cajón de la vieja cómoda y volvió con un folleto y un periódico. En su cara resplandecía un júbilo subrayado de malicia.
—Hace algunos días (¡pero todo esto es un secreto, eh!) encontré este anuncio.
Puso su índice sobre una viñeta, en la que una mano despedía abundante rayos magnéticos contra el rostro de una joven. Ginesta leyó:
«¿Desearía usted poseer aquel misterioso poder que fascina a los hombres y a las mujeres, influye en sus pensamientos, rige sus deseos y hace del que lo posee el árbitro de todas las situaciones? La vida está llena de felices perspectivas para aquellos que han desarrollado sus poderes magnéticos. Usted puede aprenderlo en su casa. Podrá usted aumentar sus ganancias, lograr la amistad y el amor de otras personas, desarrollar magnéticamente tal pujanza que derribará cuantos obstáculos se opongan a su éxito en la vida. Podrá hipnotizar a otra persona instantáneamente y hacerle dormir. Nuestro libro, gratuito, contiene todos los secretos de esta maravillosa ciencia y explica el modo de emplear ese poder para mejorar su condición en la vida. Hemos recibido la entusiasta aprobación de abogados, médicos, hombres de negocios y damas de la más alta sociedad. Pídalo hoy, incluyendo algunos sellos de Correos».
—Pues bien —agregó Alodia—, he escrito.
Miró con sonrisa feliz a Ginesta.
—He escrito y el libro está aquí. Es un curso de magnetismo y me ha costado cincuenta pesetas —suspiró—. No era gratuito.
El policía movió la cabeza.
—No creo en esas paparruchadas.
—Tampoco le pido su opinión —rechazó ella, un poco ofendida—. Yo experimento… Anoche, a las once y media, he conseguido ya dormir a Cami. Y… no quiero decirle a usted más, pero… proyecto grandes cosas, ¡grandes cosas!… El pobre Amaro no marcha bien, ¿sabe usted? Lucha contra la mala suerte, según me dice. Se ha vuelto bastante reservado y nada me cuenta, pero yo advierto que ha perdido aquella confianza que antes tenía en su nueva profesión. Yo misma… no sé qué aconsejarle. Se aleja de mí… Estoy siempre sola, con el pequeño Cami.
Suspiró.
—¿Sabe usted? Creo que el pequeño Cami llegará a ser una gran cosa. Se pasa los días enteros leyendo mis novelas. En cuanto coge algo que tenga letras, a leer…
Oyéronse unos gritos.
—¿Qué es?
Una voz ahogada llegó pidiendo socorro.
—¡Germana! —balbució Alodia con susto.
El policía precipitóse fuera de la habitación. El corredor común a todos los cuartos estaba desierto. Ginesta llamó impacientemente a la puerta de la joven y nadie contestó. Dentro parecía haber un silencio profundo. Llamó otra vez. Conminó con voz alterada:
—Si no abren, hundiré la puerta.
Retrocedió para tomar impulso, y dio un fuerte empujón a la hoja de madera, que cedió, batiendo con estrépito contra la pared. En el extremo del corto pasillo apareció un hombre joven aún, alto, de afectada elegancia, que se detuvo temerosamente, alisándose el revuelto pelo con un movimiento maquinal.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Ginesta.
—Nada —contestó el otro—; por lo menos, nada que a usted le importe.
—¿Dónde está Germana?
—Ahí dentro.
—Pase usted también.
Empujó al desconocido, se asomó a la alcoba de la joven y la vio, tumbada sobre el lecho, los ojos cerrados, inerte. Entonces sacudió fuertemente al intruso, avanzando hacia él, los ojos llenos de terror y de cólera.
—¿Qué ha hecho usted?
—Déjeme —rechazó aquel hombre—. No he hecho nada. Se ha desmayado… ¡Si no me suelta usted…!
Forcejearon e hizo caer a Ginesta sobre la cama. Entonces huyó, repeliendo a Alodia, que obstruía la puerta, sin atreverse a entrar. La voz del policía la animó, al fin, y se acercó gimoteando, con el temor de una desgracia. Trajo agua y vinagre, y cuando la joven volvió en sí, después de una crisis nerviosa, contó que, apenas llegada a su habitación, Andrés había llamado, y aunque ella, al verle, quiso volver a cerrar, lo impidió él y entró violentamente y la abrazó, entre amenazas y promesas.
—Pues le va a costar caro, le va a costar caro —ofreció Ginesta, que escuchaba con el rostro contraído por la indignación.
Siguieron las lágrimas y las quejas de la muchacha, y cuando se hubo tranquilizado un poco, ordenó el policía:
—Ande, arréglese; vamos al juzgado a presentar la denuncia.
Ya en la calle, hizo subir a un taxi a la afligida y se acomodó, torvo el ceño, en el otro rincón. Como Germana quisiese explicar algún episodio del suceso, la interrumpió malhumorado:
—No me cuente nada. Ya se lo dirá al juez.
Parecía incomodado también con ella. Cuando llegaron al juzgado, la hizo esperar en un pasillo y entró en una dependencia para informar de sus propósitos al personal de la escribanía, entre el que Ginesta contaba con algún conocido. Luego volvió a acompañar a la joven.
—Hay que esperar un poco —ronzó.
En la escribanía, los empleados estaban solícitamente consagrados a atender ciertos requerimientos de don Gustavo Saldaña, el más ilustre criminalista de Madrid, que en aquel momento gestionaba la libertad provisional de uno de sus defendidos. Todo era atención y respeto en torno de aquel insigne personaje que, con su verbo maravilloso, había librado del presidio y aun del garrote vil a centenares de malhechores. Su fama hervía en las columnas de los periódicos y se extendía difusamente por toda España. Era el criminalista por excelencia. Poseía el don de lo patético y hacía asomar las lágrimas a los ojos más reacios con la misma sencillez milagrosa con que Moisés hizo brotar el agua de una abrasada roca en el desierto. Poseía diversos recursos, pero el que utilizaba con mayor frecuencia era aquel en que hablaba de la madre del acusado. Verdaderamente, su especialidad consistía en pintar a las madres de los acusados padeciendo terribles dolores físicos y espirituales, ya en un zaquizamí de este bajo mundo, ya en la mansión eterna, por lo que los escasos enemigos del insigne Saldaña le achacaban, en mofa, haber inventado la eximente del natalicio. Más o menos copiosamente, siempre lloraban los oyentes de sus informes. Los magistrados salían de la Audiencia con las grises barbas húmedas; los jurados dejaban caer francamente el amargo raudal, y muchas veces se oyó al fiscal sollozar en su asiento bajo las manos con que pretendía ocultar el rictus de congoja de su rostro. A cierta altura del discurso, nunca faltaba una señora que se desmayase en la sala, y era entonces cuando el conmovedor abogado extendía su mano hacia el confuso lugar donde había estallado el grito histérico, y exclamaba:
—¡He ahí una conciencia sensible, que ha dado ya su veredicto!
Y esto hacía que alguna otra señora se desmayase también entre el gentío, despertando la compasión de los caballeros más próximos, que se apresuraban a sostenerla por donde buenamente podían, y el afán de socorro de los más lejanos, que aconsejaban, subiéndose a las sillas:
—Desabrochadla. Que le dé el aire.
Siempre era así, tierno y lloroso, el ambiente que aquel hombre sabía crear con su palabra. Parricidas e incendiarios, estupradores y ladrones, salían con las culpas lavadas por las lágrimas de sus jueces, y esta habilidad para sustraerlos al castigo hacía de Saldaña, como es natural, uno de los hombres más respetados y considerables de España.
Él mismo lloraba también. Cuando sus recursos oratorios no alcanzaban a abrir las fuentes de la sensibilidad ajena, hipaba de un modo tan impresionante, arrugaba sus mejillas con arte tan angustioso, expulsaba tan ostensiblemente unas lágrimas turbias, que contagiaba el llanto, como se contagia un bostezo. Es probable que nunca se olvide su informe en el asunto del secuestrador Muñiz, aquel que malversó el caudal de los mellizos de cinco años, a los que tutelaba, y los tuvo tanto tiempo en una carbonera, que nunca volvieron a recuperar su color. Después de aquel discurso, que enrojeció tantos ojos y tantas narices, los jurados quisieron agredir al presidente porque se negaba a admitir su veredicto, en el que se pedía la cruz de Alfonso XII para Muñiz, y los mellizos hubieron de marcharse entre la guardia civil para evitar que la muchedumbre los linchase.
El oficial de escribanía señor Vallejo, gran admirador de Saldaña, como todo curial consciente, se había levantado para oírle.
—Querido Vallejo.
—Dígame, don Gustavo —respondió, sacando el pañuelo del bolsillo, medida de preocupación que adoptaba siempre que el gran abogado iba a hablar.
—Querido Vallejo, siento mucho que no sea posible entrevistarse ahora con el juez. Lo siento mucho, Vallejo, mucho.
Vallejo suspiró.
—Pero dígale que respondo de que mi defendido no abusará de su libertad. Tiene a su madre en Cartagena, una pobre mujer paralítica, hemipléjica, próxima a morir. ¿Y qué quiere esa madre? ¿Cuál es el deseo de esa infeliz mujer?…
El curial acercó el pañuelo a los ojos, seguro de que se acercaba el momento en que no tendría más remedio que llorar. Pero Saldaña pensó quizá que no valía la pena verter allí su elocuencia perturbadora, porque añadió, cambiando de tono, con una sonrisa indulgente:
—Bueno, no quiero interrumpir el trabajo de ustedes. Dígale al juez que he estado a visitarle…
Y se marchó entre un coro de saludos.
—¿Quién espera, Migraña? —preguntó el oficial en cuanto se hubo cerrado la puerta.
—El chófer que atropelló al ebanista, el borracho que pegó al tabernero…
—¿Alguien más?
—La señora que se cayó de un primer piso, y ese Ginesta, el policía particular, que acompaña a una joven. Viene a presentar una denuncia por allanamiento de morada y maltratos a la muchacha.
Un joven grasiento que escribía en otra mesa, envuelto en una nube de tabaco, alzó la cabeza.
—Pueden pasar ésos —recomendó, mirando al oficial.
—Recíbelos tú mientras yo despacho con el juez —consintió Vallejo.
—Avísalos, Carpanta.
El chico que arreglaba legajos en una estantería llevó el recado, y Germana y su amigo aparecieron en el umbral. Pero el joven grasiento expuso la conveniencia de interrogar primeramente a la interesada, y Ginesta volvió a salir.
Migraña fue a sentarse frente a su colega, al otro lado de la mesa, clavando en la muchacha el mirar de sus ojos enrojecidos, situados a desigual altura en el rostro del hurón. Alto y delgado, apoyaba, al andar, una mano en el fémur de la pierna derecha, que se revelaba absolutamente desprovista de carne, indecisa, seca y dura como el bastón de un ciego. Comenzó el interrogatorio y Germana refirió brevemente el suceso.
—Bien —comentó el empleado, interrumpiéndola—; pero todo esto no está bastante claro. Cuando él entró, ¿qué hizo?
—Cerró la puerta.
—Perfectamente; ¿y después?
—Después fue cuando yo comencé a gritar.
Terció Migraña:
—Bueno, usted gritó porque él intentó algo. ¿Qué? Por ejemplo, quiso abrazarla…
—Si.
—¿Y después?
—Después fue empujándome.
—¿Hasta dónde?
—Hasta la alcoba.
El chico que había ido a acodarse a la mesa sorbió la saliva ruidosamente.
—Cuente —animó el joven de la grasa—; hay que saberlo todo.
—Vamos, cuente —secundó Migraña—; ya en la alcoba, don Andrés, naturalmente, intentaría propasarse…
—Sí.
—Sí, pero ¿cómo? La besó, claro…
Germana calló.
—¿Le desgarró el traje?… Sería una prueba…
—No. Yo me caí sobre la cama, en la lucha.
—¿Sobre la cama?
—Sí.
Los tres pares de ojos la examinaban ávidamente.
—Siga, siga… ¿Qué hizo él entonces?
—No sé más.
—¿Por qué dice que no sabe más? A la justicia hay que contarle todo.
—No sé más, porque me desmayé.
—¡Oh!
Se miraron desilusionados.
—Recuerde, recuerde —insistió Migraña—; antes de perder completamente el sentido, ¿no vio o no sintió que él hiciese algo?
El chico volvió a sorber saliva. Su cara había enrojecido y devoraba las uñas de la mano en que había apoyado el mentón con distraída vehemencia.
—No, no ocurrió nada más; en seguida llegó el señor Ginesta.
El interrogador recompuso un gesto grave.
—Entonces, ¿no tiene usted que denunciar ningún abuso de otra índole?…
—No.
Garrapateó algún tiempo en el papel. Salió Germana y le tocó su turno a Ginesta. Cuando la joven esperaba en el pasillo, sembrado de colillas y de salivazos, el escribiente de la pierna descarnada apareció, la buscó con sus ojos de doble categoría y se acercó a ella, procurando iluminar su rostro con un gesto solícito.
—Su compañero no tardará —informó.
Y tras una pequeña pausa, durante la cual rehízo un cigarrillo con la hábil ayuda de una larga uña nicotinizada, susurró:
—No es buen asunto éste, no es buen asunto…
—¿Por qué? —inquirió Germana.
—Don Andrés, ¿sabe usted?… Don Andrés…, que tiene muchos amigos, ha de apretar con su influencia… Usted querrá que se le castigue, como es lógico…
—Yo quiero que no vuelva a molestarme.
—Sí, pero él apretará, él apretará… Y claro, si usted no está bien aconsejada… Aquí haría falta contar con alguien…
—¿Para qué?
—Para que no dejase dar carpetazo a la denuncia. No ve usted que esa gente, con recomendaciones y con dinero… Porque usted no podrá gastar mucho en esto…
—Yo no tengo un real.
—Pero usted tiene algo que vale más. Yo estaré al cuidado… Usted es una muchacha muy simpática… Si no le parece mal, podemos vernos, y yo le diré cómo hay que llevar esta cuestión…
El hombre de junco le hablaba casi al oído, envolviéndola en su aliento tabacoso.
—Usted me ha caído en gracia, y voy a ayudarla todo lo posible. ¿Quiere usted que nos veamos esta noche?
Germana se separó.
—No, gracias.
—Piénselo. Le conviene. Usted sabrá lo que hace. Le conviene.
Cuando Ginesta regresó, Migraña abandonó a la mujer, gruñendo todavía:
—Como tendrá que volver por aquí, ya hablaremos…
Germana sentía deseos de llorar mientras caminaba junto al policía, otra vez encerrado en un huraño mutismo.
—Soy muy desgraciada, señor Ginesta —sollozó, al fin—. Temo que hayamos hecho mal en venir a esta casa. Ese joven escuálido me ha estado haciendo insinuaciones terribles, y me parece que más habré de perder que de ganar con la denuncia.
—¿Por qué perder? La justicia le amparará a usted ahora.
—¿Cree usted en la justicia?
Ginesta respondió, sin mirarla:
—Hay que creer en la justicia, Germana, porque si no sería todo más triste aún.
Llegaban a la esquina de la calle, y el policía se detuvo.
—No puedo acompañarla. Me han encomendado un servicio importante. Debiera estar ya en mi trabajo. Adiós.
Y se marchó, un poco encorvado, los ojos cargados de preocupación bajo las cejas fruncidas.
* * *
Nunca se supo cómo Amaro Carabel llegó a apoderarse de la caja de caudales de la sociedad de seguros mutuos «La Precaución». Probablemente se ocultó en las buhardillas de la casa contigua y, ya de noche, saltó a la terraza de la sociedad, cuyas oficinas funcionaban en un quinto piso. La policía supuso que habían sido varios los ladrones; pero debe afirmarse que únicamente Carabel acometió una hazaña para la que, en verdad, era precisa una fuerza muscular extraordinaria, porque la caja pesaba considerablemente y el esfuerzo de un individuo de tan escasas energías como Amaro sólo puede explicarse después de haber leído las teoría de Tomás de Quincey acerca del crimen.
Carabel se encontró en la imposibilidad de abrir la fuerte arca de hierro. Excitado por tan desgraciada incapacidad, concibió una desesperada idea: la de arrojar la caja desde la altura de aquel quinto piso a un solar, dominado por la terraza desde la fachada lateral. Así lo hizo, aunque tuvo que trabajar hora y media en llevar aquel armatoste hasta la balconada. Oyó el golpe y se retiró rápidamente, pensando:
«¡Se ha hecho polvo!».
Pero cuando llegó a la calle y entró en el solar por el hueco de unas tablas podridas, vio con profundo disgusto que la caja estaba tan hermética como antes y que únicamente presentaba una abolladura en la esquina antero-inferior derecha. Carabel se marchó y hora y media después, poco antes de que amaneciese, regresó con una carretilla, en la que colocó el cofre, tapándolo con viejas telas de arpillera.
Éste fue el principio de una serie de vicisitudes que no es posible referir muy detalladamente por el misterio en que Carabel ha querido conservar siempre los episodios de la aventura.
Sin embargo, en el cuaderno de cuentas —forrado en hule negro— de la tía Alodia se puede leer la nota de un préstamo hecho por aquellos días a su sobrino «para el pago de alquiler de una casita en el camino de Getafe»; lo que sugiere la sospecha de que Amaro llevó el caudal y el arca inseparable que lo contenía a alguna vieja vivienda alejada de Madrid, donde intentó manipular sin atraer la curiosidad y los malos pensamientos de los hombres.
En el mismo cuaderno, dentro del mismo mes en que fue robada la caja de «La Precaución», aparecen estos misteriosos renglones que, bajo nuestra responsabilidad, deben ser relacionados con el suceso:
Día 8.—Por adquisición de un martillo, 10 pesetas.
Día 12.—Por otro martillo mayor, 20 pesetas.
Día 16.—Por otro martillo más pesado, 40 pesetas.
Día 18.—Por un frasco de embrocación para los brazos y la espalda de Amaro, 5 pesetas.
Es muy difícil reconstituir exactamente la vida de Carabel en esta etapa. Puede afirmarse tan sólo que se notaba en él una gran preocupación durante el poco tiempo que permanecía con su familia, porque parecía atacado de un gran cansancio físico y se acostaba inmediatamente después de cenar, para quedarse dormido en el acto. Hablaba muy poco, y casi siempre para expresar ideas extrañas. Así, una noche en que el señor Ginesta leía en el Alrededor del Mundo un relato de los esfuerzos y sacrificios que costó abrir el canal de Suez, se vio interrumpido —con gran susto de Alodia— por una carcajada de Carabel, tan sarcásticamente despectiva, que el lector se creyó en el caso de interrogarle acerca de su significación, sin que consiguiese de Amaro otra respuesta que la siguiente:
—¡Si no hubiese en el mundo nada más difícil de abrir que ese canalillo!
Otra vez, luego de seguir atentamente las manipulaciones de su tía, que hendía la envoltura de una caja de sardinas de seis reales, le arrebató con brusquedad el abrelatas, lo contempló con una mirada ansiosa y lo arrojó después al tejado, mientras murmuraba con amargura:
«Sí…, sí…; en teoría está bien, pero tampoco sirve…».
Algunos indicios, penosamente recogidos aquí y acullá, pueden ser interpretados sin grandes dificultades. Se sabe, por ejemplo, que Carabel ofreció veinticinco pesetas al maquinista de la apisonadora que por aquellos días trabajaba en el arreglo de la carretera de Getafe, si se avenía a hacer pasar el cilindro sobre un bulto que él llevaría cuando los obreros se hubiesen retirado; proposición que el honrado individuo rechazó fríamente por temor a incurrir en responsabilidades, ya que, según dijo después, nada hay que despierte tantas ideas trágicas entre la gente del campo como una apisonadora. Numerosas veces, si han de creerse sus palabras, le habían tentado con cantidades, que oscilaban entre dos y quince pesetas, para aplastar viejas que no querían morirse y niños que se habían obstinado en nacer. También los suicidas solían hacerle insinuaciones mientras miraban el ingente rodillo con ojos de gula.
Mucho tiempo después de tal época, cuando ardió en los barrios bajos un almacén de madera, Carabel, que se encontraba entre los curiosos, no pudo contener esta observación, que confió a los oídos indiferentes de un amigo que le acompañaba:
—En esa terrible hoguera es posible que se ablandasen las paredes de una caja de caudales, pero con un hornillo de antracita no se conseguiría más que calentarlas un poco. La antracita no vale para nada.
El amigo se encogió de hombros.
Mientras tanto, los periódicos habían publicado la noticia del robo, y veinte días después, cuando no se tenía esperanza alguna de recuperar el arca de acero, divulgaron en sus columnas una carta del presidente de «La Precaución», en la que afirmaba que no podía pagar a nadie porque los cincuenta mil duros con que contaba la sociedad estaban dentro de la caja que se habían llevado los ladrones.
Cuarenta y ocho horas más tarde se oyó, cerca de la casita alquilada por Carabel en la soledad del campo, el estampido de un cartucho de dinamita. Al día siguiente, otra más fuerte detonación. Y en la madrugada de un domingo otra, seis veces más estrepitosa, que hizo escapar a todos los pájaros de media legua a la redonda. Un sujeto, que pasaba a mucha distancia, contó después, en la primera taberna que encontró en el camino, que había visto elevarse en el espacio un objeto de forma cúbica y volverse a abatir.
Finalmente, el tren de mercancías número 26, compuesto de cuarenta unidades, tropezó en la noche del 18 de abril con algo que el maquinista creyó era una piedra desprendida sobre la vía, en la línea férrea de Getafe. El tren arrastró, a topetazos, aquel trozo de roca, y lo lanzó por un terraplén. Éste es el último detalle que figura en nuestras notas relacionado con el robo de la caja de caudales de la sociedad de seguros mutuos «La Precaución». Con todos ellos podríamos fácilmente rehacer la historia de la lucha de Carabel con el recio artefacto; pero en caso de tanta gravedad, lo más prudente es impedir que la imaginación intervenga.
* * *
Al poco tiempo de haber presentado la denuncia, Germana recibió una tarjeta, en la que el eminente criminalista don Gustavo Saldaña le pedía que fuese a verle a su bufete «para hablarle de un asunto de mucho interés». Como Ginesta, ocupado en sus misteriosos trabajos policiacos, no aparecía por la casa, la joven rogó a Alodia que la acompañase, y ambas aguardaron en una antesala de muebles marchitos por el frecuente roce de la clientela, a ser llamadas por la gloria del foro, que despachaba en aquel momento con uno de sus pasantes.
Cuando las recibió, quitóse el birrete deslucido con que se tocaba, frotóse los ojos fatigados y volvió a cubrirse.
—Siéntense, siéntense —rogó, mientras las examinaba con atención maliciosa—. La señorita Germana, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Que ha presentado una denuncia contra don Andrés…
—Sí, señor.
—Bueno, hombre, bueno. Y vamos a ver, ¿qué es lo que ese pícaro de don Andrés ha hecho?
Germana refirió lo ocurrido. Don Gustavo escuchaba, entornados los ojos, modelando en forma de pico su labio inferior con los nerviosos dedos.
—Pues no estuvo bien, no señor —decretó después—, e hizo usted perfectamente en acudir a la justicia. Claro es que —agregó fingiendo abstraerse— no creo que le sirva de mucho.
—¿No?
—Temo que no. Usted acaso no pueda probar que él entró sin su permiso…; no hay ninguna señal de violencia en usted ni en la casa… En cambio, quizá él pruebe que era amigo suyo…
—Nos conocíamos.
—Que le había hecho algún regalo…
—Se los he devuelto.
—Que cenaron juntos cierta vez…
—¡Oh!, pero…
—¿Quién puede asegurar que no la culpe de intentar un chantaje?
—¡Dios mío!
—Don Andrés tiene una posición, es un abogado en ejercicio, le tratamos todos… No le será a usted fácil vencerlo. Yo mismo —¿para qué negarlo?— soy amigo suyo. Ha estado a verme, y me dijo: «Hable usted con esa muchacha y procure convencerla de que se ha metido en un atolladero; que piense bien si le conviene un escándalo». Y yo opino que no le conviene a usted. Éste es mi parecer, sinceramente. En el choque de las dos reputaciones, la de usted sería la más quebrantada. Pero esto aparte, ¿ha pensado en los graves perjuicios que, moralmente, podría causar a don Andrés? Don Andrés, joven, tiene una madre…
La voz del señor Saldaña se nubló entonces con la misma grave solemnidad con que sonaba ante el jurado. Irguióse en su asiento y señaló con un índice el techo de la habitación.
—Cierto es que esta madre está allá arriba, en una región donde no existe nada que se parezca a las pobres querellas de los hombres. Pero su mirada no se puede separar de su hijo. ¿Y qué verá ahora la mujer amantísima? Verá, sí, verá al hijo de sus entrañas sonrojándose bajo el peso de una acusación que le presenta como un hombre ruin, incapaz de dominar sus impulsos. Verá a la ley alzándose frente a él para revolver en la intimidad de sus sentimientos. Colmado de amargura, el corazón de la santa mujer…
Y siguió mucho tiempo en este tono. Expuso todas las ideas que la madre de Andrés tendría ante la delicada situación de su hijo; describió todas sus acongojadas idas y venidas por el otro mundo, y reprodujo un apostrofe especialmente dedicado a Germana por «aquella mártir». Alodia había comenzado a llorar casi al principio del discurso, y Germana tenía empañados los ojos. Entonces, el insigne Saldaña apeló a su recurso definitivo: contrajo horriblemente los músculos de la cara; hizo descender hasta la barbilla las comisuras de los labios; escondió las pupilas bajo los párpados superiores, y produjo dos sollozos irresistibles. Visto lo cual, Alodia soltó el trapo, sin poder contenerse, y tocó con su codo el de la joven.
—¡Perdónalo, mujer! ¡Así Dios nos perdone a nosotros!
—Sí, sí —hipó Germana—. ¡Pero si yo le perdono!
Saldaña, aún conmovido, se quitó el birrete.
—Gracias, gracias en nombre de una madre.
Estremecidas aún por las lacrimógenas frases del ilustre abogado, regresaron las dos mujeres a su vivienda, y como oyesen ruido en el cuarto del policía, llamaron para comprobar su presencia y darle noticias de lo sucedido. Germana entró. Inclinado sobre una palangana, su amigo bañaba un ojo amoratado en el agua que cogía en el hueco de una mano.
—Según eso —comentó la joven tristemente—, ¿hubo trabajo?
—Sí, un trabajo duro —afirmó él.
Alzó su rostro, más sombrío que nunca, pero rehuyó mirar a Germana, que ya comenzaba el relato de su entrevista con el abogado de don Andrés.
—¿Cree usted que hice mal? —preguntó al terminar su confidencia.
El hombre no contestó en seguida. Fingió contemplar algo por la ventana, arrojó sobre una silla la toalla con que se había secado el ojo y dijo, como si nada hubiese oído:
—¿Sabe usted a quién he visto morir esta madrugada?
Germana le contempló, sorprendida.
—He visto morir a Lina, mi mujer.
Sentóse, caídas entre los muslos las manos, con las facciones súbitamente laxas, como si la fatiga de un largo insomnio las relajase.
Contó. Una señora había acudido a la agencia para solicitar un servicio que no quería encomendar a la policía oficial. En su casa alguien cometía frecuentes hurtos de importancia. Sospechaba de los criados. Ginesta, comisionado para las investigaciones, presentóse, como un servidor más, en, un pequeño chalé del barrio de Buenavista. La dueña era Lina. La reconoció, a pesar de los muchos años transcurridos, y fue tal su emoción, que el primer día permaneció como alelado, tropezando con los jarrones y dejando caer la vajilla. Su mujer había llegado a decirle que prefería que la siguiesen robando impunemente a ver hecha añicos toda su porcelana.
—La misma noche en que llegué a su casa… —dijo Ginesta; y se interrumpió, con los puños cerrados y una mueca feroz en el rostro.
—Amigo mío —exclamó, asustada, la joven, extendiendo hacia él una mano temblorosa, como si quisiese impedir una terrible confesión—; espero que no se habrá dejado llevar de su…, que no habrá hecho usted nada que…
Él la miró con sorpresa.
—¡Oh, no; no ha sido así! Todo ocurrió de la manera más natural. Murió de una pulmonía. Como mi madre. La noche que yo llegué se sintió enferma. El médico anunció la gravedad desde el primer momento, y cuando pude estar en su alcoba sin testigos, me di a conocer. No mostró temor ni extrañeza. Se limitó a mirarme atentamente y exclamó:
—Es verdad que eres tú. ¡Pobre Juan! Pero estás hecho un higo. Ya ves cómo procedimos bien al separamos amistosamente.
Después añadió:
—Si es a ti a quien han encargado de este asunto, me robarán hasta las cremas del tocador, amigo mío.
Entonces yo dije no sé qué acerca de su vida, y ella me informó de que había sido siempre muy feliz y que esperaba continuar con la misma suerte muchos años más. No me preguntó si la había perdonado, pero se lo dije yo para tranquilidad de su conciencia, creo que tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse… Y fue cuando aprobó:
—¡Ah, me has perdonado! Eso te habrá hecho bien, querido. Cuando uno perdona así una cosa de ésas, se imagina haber hecho un regalo magnífico, y se queda muy contento de su generosidad y de que no le haya costado nada. Pasarías, seguramente, un día dichoso diciéndote: «¡Qué bueno soy!», y eso es muy sano.
—¿Se burlaba de usted? —preguntó Germana.
—No… Es que… era así. Ella fue siempre así. No le importaba nada en el mundo como no fuese ella misma.
Ginesta tenía ahora húmedos los ojos al recordar los dos días de fiebre y delirio de aquella mujer y su muerte. La víspera había sorprendido el policía al chófer, que intentaba salir con una bandeja de plata. El chófer le golpeó… Por eso aquel cardenal… Pero éste era un incidente sin interés. Ginesta acompañó el cadáver y quedó junto a la tumba mucho tiempo cuando todos marcharon.
—Si se puede leer en las almas de los demás cuando se muere, Lina habrá visto que en la mía no había rencor. Le hablé sin palabras, tan tiernamente como no le hablé nunca, ni aun en los días de nuestra luna de miel… Y ahora piense usted, Germana, lo que puede parecerme el perdón que usted ha concedido. Saldaña la ha embaucado y Andrés se reirá de todo, pero ¿qué importa? Lina tuvo razón cuando habló del contento de perdonar. El perdón es la única alegría del débil. Usted y yo somos débiles. No podemos hacer otra cosa que perdonar. Los fuertes ponen su pie, al pasar, sobre nuestros corazones y siguen sin mirar; pero corremos detrás para decirles con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa en la boca: «no ha sido nada, no lleve usted clavado en su conciencia el dolor de habernos dañado». Ellos se encogen de hombros y siguen su camino. Pero en nosotros se ha atenuado la humillación y nos parece que hemos sido fuertes también. Sin embargo, no es por ellos, Germana. Es que si no pudiésemos perdonar, moriríamos de pena y de vergüenza de ser tan humildes.
* * *
El director general de Seguridad recibió por aquellos días la siguiente carta:
«Señor:
»La caja de caudales de la sociedad de seguros “La Precaución” está al pie de uno de los derrumbaderos de los Siete Picos, a la orilla del río, próxima a la choza llamada de los Alemanes. El rastro es fácil de ser hallado, porque, al caer desde la cumbre, la caja fue tronchando árboles y quebrando peñascos. No obstante, continúa más apretadamente cerrada que el nefasto día en que la construyeron.
»Si usted es un hombre justo, señor director, felicite al fabricante de esa caja. Y hágale también presente mi admiración, porque yo ignoro sus señas. ¡Qué hombre, qué grande hombre! He ahí un industrial del que puede decirse que no roba el dinero de sus clientes. Me ha perjudicado, me ha hecho sufrir, creo poder afirmar sin exageraciones que acabó de arruinarme, pero le admiro. Su caja pudo siempre más que yo. La abandono porque el empeño de abrirla, que hasta ahora no fue más que obsesión, amenazaba convertirse en locura. La última vez me puse de rodillas para rogarle. Mi vida iba a ser una pugna entre esa caja y yo. En un momento de lucidez, decido alejar tal riesgo, avisando a usted el sitio donde se encuentra, bajo una ligera capa de tierra, ese prodigio de la industria. ¡Que se la lleven, que se la lleven!
»Y hasta nunca más.—X».
El arca fue recuperada. Casi había perdido la forma y presentaba bultos y depresiones, mordeduras de lima millares de huellas de martillazos, abolladuras y asperezas; todo el barniz estaba borrado por el fuego, al que sin duda la habían expuesto. Costó trabajo encontrarla y reconocerla. El director general declaró a los periodistas que la cuestión se le antojaba un poco confusa, porque ningún ladrón que conozca los rudimentos de su oficio deja de forzar una caja cuando la tiene, no cinco meses en su poder —como en este caso—, sino un par de días y aun un par de horas.
Pero el fabricante no fue felicitado, porque, al ser abierta el arca ante la directiva de «La Precaución», no aparecieron más que algunas cuentas, una libra de tabaco y un paquete de cartas amorosas que el tesorero guardaba allí porque temía las indiscreciones y la cólera de su mujer. Como el presidente y el tesorero insistiesen en afirmar que allí se guardaban doscientas cincuenta mil pesetas cuando ocurrió el robo, se convino en que la caja había sido abierta, aunque el ladrón pusiera a su hazaña, por un raro capricho, el colofón de aquella broma. Esto es lo que os dirán hoy todavía si preguntáis en las oficinas policiacas, y ésta fue la versión que publicaron todos los periódicos de Madrid.
Cuando los leyó, Carabel apretó sus puños para amenazar a seres invisibles.
«¡Bandidos! —rugió—. ¿Quién tiene el dinero?… ¡Os habéis aprovechado de mi trabajo para hacer un bonito negocio, miserables!… ¡Y no poder denunciaros!…».
En aquel momento sonaron en la cocina ayes de duelo que, en gradación insensible, convirtiéronse en gritos de iracundia. Fortunato, el gatito negro robado por la tía Alodia, entró precipitadamente en el comedor, se refugió debajo de una silla, y miró fijamente a Carabel con sus redondos ojos sorprendidos. Luego parpadeó y paseó su estrecha y larga lengua roja por el hocico. La tía Alodia llegó, empuñando una estaca.
—¿Dónde se ha metido ese bribón? ¿Dónde se ha metido?
—¿Qué pasa, tía?
—¡Déjame en paz! El hambrón de Fortunato se ha comido todo el pescado que teníamos para la cena. ¡He de darle una lección, si lo encuentro!
Marchó a buscarlo bajo las camas. Carabel miró al animal, y el animal pareció guiñarle un ojo. Entonces movió lentamente la cabeza y dijo al gato:
—Pero ¿tú también?… Y ¿cómo diablos haréis para robar con éxito?