C APÍTULO VII

QUE INFORMA ACERCA DE LA EXTRAÑA CONDUCTA DEL HUÉSPED NÚMERO 184 DE UN HOTEL DE LUJO

Había convenido en hipotecar la casita que tía Alodia conservaba en su pueblo, porque la exigua renta no alcanzaba para sostenerlos y la situación era más difícil cada mes. Cuando la mujeruca llegó, mal disimulada su tristeza, con los mil duros que había recibido, Amaro decretó:

—Deme quinientas pesetas. Las necesito.

Y añadió para tranquilizarla:

—Las invertiré en un negocio reproductivo. No tema.

Dos días después, el portero del hotel Grand Palais recogía la maleta que llevaba Carabel, pagaba el taxímetro y empujaba respetuosamente la puerta giratoria, después de indicar:

—Por aquí, señor, si usted gusta.

Amaro conferenció brevemente con un empleado extranjero, pidió una habitación, firmó una hoja con un nombre falso y recibió una llave y un cartoncito.

—Ciento ochenta y cuatro —gruñó el hombre.

Ésta fue la señal para que un «botones» desapareciese con la maleta y otro servidor vestido de azul abriese la puerta del ascensor, inclinándose en una reverencia.

—Bienvenido, señor —dijo moviendo la palanca.

—Muchas gracias —contestó finamente Carabel.

Segundo piso. Un vestíbulo amplio, una gruesa alfombra que se bifurcaba, alejándose en y griega por dos corredores. El criado azul hizo sonar un timbre y apareció silenciosamente otro criado con un mandilito blanco y un chaleco a rayas verdes y negras.

—¡Llegada! ¡Al ciento ochenta y cuatro!

El criado a listas saludó:

—Bien venido, señor. Por este pasillo…

La alfombra se perdía en la perspectiva. Las paredes estaban pintadas de blanco de esmalte, y las puertas, de color caoba. En la habitación aguardaba ya la maleta, como si hubiese sido transportada mágicamente.

—¿Desea algo el señor?

Carabel meditó para preguntarse si deseaba algo.

—No…, creo que no…

Cuando quedó solo, un gran silencio colmó el cubo formado por aquellas paredes. Miró en derredor; todo le pareció grato y confortable: la amplia cama, el armario de tres cuerpos, las butaquitas… Bajo la protección de una persiana de madera, la ventana se abría a un gran patio cuyo fondo era el techo del hall, formado con vidrios de colores.

Se examinó en los espejos, contempló la alfombra, fue al cuarto de baño… Con las manos hundidas en los bolsillos, inclinó la cabeza para murmurar:

«¡Qué bien vive esta gente!».

Una marea de odio creció en su alma, porque comparó las comodidades y hasta el lujo que adivinaba en la vida de los otros con su propia miseria. Y se fortaleció en su decisión de maldad. Volvió a acordarse del globe-trotter que en el cafetín de los Cuatro Caminos había asegurado que en España no existían los «ratas de hotel», e hizo un gesto de asco:

«A la zaga, en esto como en todo —pensó—. Sin embargo, aquí hay muy buenos hoteles y debía haber, por lo tanto, muy buenos ladrones. Pero es indudable que el ladrón español, por su escasa sociabilidad, no se atreve a presentarse en un ambiente que le desconcierta y le turba. Claro que todo esto viene a redundar en mi beneficio. Robar en una casa particular debe de ser muy complicado, pero aquí no creo que resulte difícil… Hay que estudiar el terreno…».

Bajó al hall circular, grande y bello, donde las palmeras procuraban una ilusión de jardín. La orquesta, escondida en alguno de los salones próximos, tocaba una música apacible; hermosas mujeres, casi hundidas en los divanes, mostraban las piernas hasta más arriba de las rodillas, con una encantadora indiferencia; iban y venían, discretamente, algunos camareros; embutido en un uniforme rojo, un chiquillo pasó, voceando un número. Carabel creyó que todo el mundo le miraba y tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominar su ofuscación durante el recorrido de siete metros, que se vio obligado a emprender hasta el sillón vacío donde se acomodó, no sin haber derribado antes una graciosa y leve silla de bejuco. Entonces una señora vieja, que se parecía extraordinariamente a una becada, le miró de reojo, sin volver la cabeza.

«Bueno —pensó Carabel—, lo elegante ahora es no recoger esa silla; ya lo hará un criado».

Pero desde un rincón próximo, dos damas silenciosas, envueltas en vestidos negros con lunares blancos, que les daban un vago aspecto de grandes gallinas de Guinea, parecían contemplarle con severidad.

«Quizá no esté bien lo que estoy haciendo», caviló Carabel.

Y sin levantarse, extendió su bastón, prendió con la cayada el respaldo de la silla y la colocó en posición normal. Después, afectando un aspecto cada vez más distraído, hizo un defectuoso molinete con el bastón entre los dedos y silbó tenuamente algunas notas.

En el sillón de al lado, un caballero que balanceaba, con el mismo cuidado que si acunase a un niño, un zapato de charol medio cubierto por un botín de piqué, apartó sus ojos del periódico inglés que leía y le observó frunciendo las cejas peludas. Las convicciones de Carabel acerca de la conducta a seguir en su conflicto con la silla sufrieron una nueva crisis. Displicentemente apoyó la contera en el respaldo y la hizo caer por segunda vez sobre la alfombra. Sin extrañarse de nada, el caballero de los botines dio un largo sorbo a su taza de té.

Surgió un camarero.

—¿Quiere el señor algo?

—Sí —meditó un poco—. Sí; tráigame usted un tea room.

Después se supo que había querido pedir elegantemente un té con gotas.

—¡Oh! —rugió de pronto el caballero de los botines, dando una manotada en el periódico—. ¡Esto es demasiado!

Y como Carabel le mirase con un brusco movimiento de sobresalto, se disculpó:

—No puede uno contenerse. ¡Hasta los periódicos…! Ayer mandé que me preparasen el baño a treinta y cinco grados, y estaba a veintinueve. Me han servido un vino de siete meses diciéndome que tenía doce años. Ahora pido el Daily Mirror del último correo y me hacen leer tres páginas de un número de los comienzos de la guerra europea. ¡Hasta los periódicos mixtifican en esta casa! ¿Vive usted en el hotel?

—Sí, señor —respondió Amaro.

—Entonces no le descubro nada nuevo. Ya sabe usted que el champaña es sidra; la carne, cuero; el café, agua sucia, y las cuentas, ingentes. Pero ¿qué cabe esperar de un individuo como Orsi, el propietario? Todos conocemos el origen de su fortuna. En 1914 se dejaría ahorcar por diez mil francos. No poseía más que un hotel en Ginebra y había hipotecado hasta las cucharillas. Entonces fue cuando se le ocurrió la idea de instalar un micrófono en cada habitación y dedicarse al espionaje. Hoy es multimillonario, pero no por eso le servirá a usted un trozo de ternera legítima. ¡Apariencia y nada más que apariencia! Como el intérprete que ha traído al Palais: un catedrático jubilado. Conoce tres lenguas, es verdad, pero son el griego, el latín y el sánscrito. Sería más útil que hablase el catalán.

Amaro comentó:

—Así se enriquece la gente.

—¡Uf! —bufó el caballero, levantándose con irritación—. ¡Qué asco!

Carabel se marchó también porque se aproximaba la hora de la comida. Se vistió el smoking que había alquilado, luchó triunfalmente con el lazo de la corbata y frotó sus flamantes zapatos amarillos hasta que desapareció la última partícula de polvo. Luego se hizo indicar el comedor y se instaló en una mesita al amparo de una columna.

Casi todos los puestos estaban ocupados. La luz era suave. Entre el laberinto de mesas, los criados, mudos y presurosos, llevaban plateadas fuentes; un maître operaba como un prestidigitador ante un carrito donde ardía una cocinilla de alcohol. Frente a Carabel, dos hermosas muchachas rubias, casi desnudas en la levedad de sus trajes de noche, se sentaban a uno y otro lado de un señor de robusta ancianidad —roja la redonda cara bajo el fuerte cabello gris—, que extendía concienzudamente un poco de manteca sobre un trozo de pan tostado.

En la ociosidad de la espera por el camarero, se contemplaron recíprocamente. Amaro, un poco violento con su inusitada indumentaria, desvió en seguida sus ojos y lamentóse in pectore de no haber llevado un periódico para aislarse en la lectura. Sin embargo, tuvo tiempo para ver centellear alhajas valiosas en las manos, en el cuello y en las orejas de sus dos vecinas.

«¡Buena presa! —pensó—. ¡Ése sí que sería un golpe!…».

La más joven de las damiselas, después de pasear su mirada distraída por el rostro de Carabel, la fijó bajo la mesa donde el nuevo huésped del Gran Palais se había sentado. Primero fue una vaga ojeada. Luego adquirió mayor fijeza, y las cejas, finas como un trozo de lápiz, se fruncieron un poco. La bella carita se bañó en una mal disimulada sorpresa. Después, vuelta hacia el anciano, murmuró algunas palabras. Sin dejar de extender la manteca, el anciano movió sus gruesos labios para rechazar aquella confidencia.

—Imposible.

La otra joven miró a su vez bajo la mesa de Carabel y dijo también algo con afirmativos balanceos de cabeza. El anciano gruñó más severamente:

—¡No!

Y como insistiesen, dejó su pan, buscó unos lentes en el bolsillo, se incorporó, sosteniéndolos con una mano ante la nariz, y miró en la misma dirección que sus hijas.

«¿Qué diablos habrá aquí?», caviló, intrigado Carabel.

Levantó una punta del mantel e indagó bajo la mesa. Nada.

«¡Como no sean mis pies…!», se dijo.

Y presa de un vago recelo, cruzó bajo la silla sus preciosos zapatos amarillos. El anciano fulminó contra él una ojeada de disgusto y apartó el pan, ya untado de manteca, con la desgana de quien acaba de ver algo repugnante.

«¡Ese camarero…!», se impacientó Carabel, que se sentía poco seguro de la situación.

Y con la mayor naturalidad, dio dos grandes palmadas, dignas de un café de los barrios bajos.

Fue como si hubiese disparado un tiro. Las mandíbulas cesaron de triturar, las cabezas se alzaron, los camareros detuvieron su marcha y volvieron el rostro hacia él: cesó un segundo el runrún de las conversaciones; una de las muchachas rubias dio un gritito y el caballero anciano esperó visiblemente que Amaro fuese acometido, sin más explicaciones, por cualquier comensal.

El maître se detuvo, al fin, ante el ruidoso parroquiano, le ofreció la lista de los manjares impresa en papel pergamino, y esperó, apercibido el lápiz sobre el bloc diminuto.

La perspicacia de Carabel naufragó ante aquellas ringleras de palabras francesas. Las leyó dos veces con avidez, esperando hallar alguna fácilmente interpretable, pero fue en vano. Evocó sus preferencias gastronómicas por si hallaba entre ellas algo que pudiese solicitar sin recurrir a la lista, y se decidió a preguntar bruscamente:

—¿Hay callos?

—No —respondió el maître con dignidad.

—Entonces —balbució, tomando la mirada al pergamino—, entonces, tráigame usted… esto…

Y posó una uña sobre una línea donde se leía: Chateaubriand.

—Después… esto…

Señaló la línea siguiente: tournedos.

El maître anotó, imperturbable.

—¿Algo más?

—Seguramente debo pedir algo más —pensó Amaro, y añadió en voz alta—: y un poquito de esto…

Había mostrado las siguientes palabras a la admiración del maître:

Ragout de veau.

—Perfectamente, señor —pudo articular el jefe de los camareros—. ¿Postre?

—Postre…, postre… ¿Cómo está este mouton?

—Excelente, señor.

—Pues lo probaremos entonces.

A nadie puede extrañar que, divulgada la noticia de aquel raro menú, acudieran algunos mozos de comedor a contemplar a Amaro. Una versión agigantada llegó hasta el hall.

—Dicen que hay en el grill un indiano que se está comiendo una vaca entera.

Ajeno a la impresión producida, Carabel devoró el Chateaubriand, felicitándose por haber tenido el acierto de elegir un plato de tal suculencia, y encontró también muy de su gusto el gigantesco tournedos. Fue entonces cuando el anciano comensal vecino, que le vigilaba severamente desde que había comprobado que llevaba zapatos amarillos, exteriorizó en un gesto su desaprobación. La presencia del ragout le hizo agitar las manos ante el rostro, como si quisiese ahuyentar una visión odiosa, y apartó de sí un plato de espinacas, después de comunicar a las dos jóvenes rubias que temía que la presencia de aquel apetito desaforado le hubiese causado una indigestión. El propio Carabel encontró excesivo tanto alimento, pero lo engulló para no denunciar su ignorancia.

«Por fortuna ya he terminado —se dijo, al engullir penosamente el último trozo—. Ha sido una comida demasiado fuerte; ésta es la verdad. Veremos ahora qué diablo de postre es el que he elegido».

Y cuando colocaron ante él la fuente de carnero rodeado de diminutas patatas, sintió brotar el sudor por todos los poros de su frente. Pasó un dedo entre la piel y el cuello almidonado de su camisa y dirigió una mirada, a hurtadillas, a la mesa próxima, como si temiese una agresión. El gentleman de rostro escarlata había caído hacia atrás en su asiento; las dos muchachas iban a extender hacia él sus brazos desnudos, pero las rechazó:

—Dejadme, dejadme. Quiero ver lo que pasa.

Carabel se creyó en el caso de justificarse ante el camarero:

—No puedo comer más que carne. Me está prohibido comer otra cosa que carne.

—¿Es un régimen?

—Una especie de régimen.

Cada bocado era un suplicio, pero deglutía heroicamente, aunque hubiese dado cualquier cosa por poder guardar los trozos de carnero en los bolsillos de su smoking. El caballero de pelo gris se alzó al fin, mustio, con los párpados caídos y los labios azules, y se dejó llevar de sus hijas.

No sé lo que le ocurrirá a ese hombre —mayó con voz débil—, pero siento que mi salud se ha arruinado después de verle comer. Desearía observar cómo traga el solomillo y los riñones, que sin duda ha pedido también. Pero no puedo, no puedo. He perdido el estómago para siempre.

Carabel subió a su habitación y se dejó caer en una butaca. Tenía el cerebro entorpecido y la presunción, un poco espantada, de que, después de aquella comida, soportaría sin dificultad dos años de ayuno. El sopor le ganaba.

«Esta noche no podría “operar” —caviló—. No soy más que un fardo. A dormir. Mañana será otro día».

Se acostó. Quiso apagar la luz del plafond y encendió tres más; apretó otro resorte y sonó un timbre lejano. Temeroso de provocar nuevos fenómenos imprevistos si continuaba pulsando botones, se decidió a respetar aquel estado de cosas. Se durmió en medio de una brillante iluminación. Tuvo pesadillas confusas. A las siete de la mañana le despertó bruscamente un timbre estrepitoso. Saltó del lecho, asustado, todavía inconsciente, con los ojos a medio abrir. Corrió por la alfombra buscando sus zapatillas. El timbre, imperioso, estridente, continuo, parecía delatar una urgencia inapelable. Carabel gritó asustado:

—¡Voy, voy!

Acudió a la puerta. Nadie. Miró al corredor: zapatos alineados ante las habitaciones. El timbre atronaba.

Pero ¿qué timbre? Y ¿por qué?

—¡Voy, voy! —gritó, dirigiéndose al armario, de donde parecía ahora brotar el sonido.

¡Trrr! ¡Trrr!…

—¡Va! ¡Voy!

Iba y venía como un loco, mirando a todas las paredes y todos los muebles, y hasta debajo de ellos. Amaro estaba despavorido. No sabía de qué riesgo, de qué necesidad, de qué deber le avisaba aquel timbre desconocido e implacable.

—¿Qué pasa? —gritó ya loco, después de haber registrado sin el menor éxito el cuarto de baño.

Tuvo que dominarse para que el oído le guiase hasta la fuente de aquel raudal de vibraciones, y así llegó a descubrir el teléfono instalado cerca de la cama. Descolgó el auricular y el ruido cesó bruscamente. Dio un suspiro. Pero una voz llegó de algún lugar ignorado:

—Hallo, sir! Seven o’clock, sir!

—¿Cómo, cómo es eso? —inquirió Carabel.

—Que el tren sale a las ocho —aclaró la voz—, y son las siete.

—¿Qué tren?

—¿No es usted el 148?

—Soy el 184.

—¡Perdón!

Silencio. Amaro colgó. Paseó su mano varias veces sobre la cabellera alborotada. Palpitaban aún con fuerza sus sienes.

«¡Vaya, hombre…!», gruñó al fin.

Miró la cama fijamente, bostezó y se lanzó de nuevo entre las sábanas.

* * *

Mediodía. Carabel se afeitaba ante el espejo del cuarto de baño con visible preocupación, una preocupación mucho mayor que la que puede provocar en el hombre más escrupuloso el temor de arañarse una mejilla. Detenía a veces su mano en el aire, escuchaba atentamente y se volvía a rasurar. Del cuarto contiguo llegaban fragmentos indescifrables de una conversación. Oído atento, Carabel había murmurado muchas veces:

«Juraría que conozco…».

Algunas palabras dichas en un tono más perceptible le impelieron a satisfacer su curiosidad. Encaramándose a un taburete que colocó sobre una silla, pudo alcanzar la alta ventana, por uno de cuyos vidrios, roto, penetraba el rumor de la charla. Instintivamente se encorvó. Acababa de ver en la habitación contigua a Aznar y Bofarull, acomodados en sendas butacas frente a un individuo, en quien reconoció al caballero de los botines que la víspera, en el hall, había vituperado al hotel y a su propietario. Aznar gritaba en aquel momento:

—¡Usted debe convencer al ministro; usted es su hombre de confianza, y bien sabemos que él se guiará, como siempre, por su criterio! La prohibición de ese suministro representa para nosotros una pérdida de tres millones de pesetas.

El hombre de los botines saltó:

—Pero las aguas están contaminadas, Aznar. Por culpa de ellas mueren en Madrid todos los días diez o doce personas, y los periódicos chillan…

Aznar rechazó, severamente:

—Si los periódicos chillan, no es por culpa de la tifoidea, sino de la censura que se lo consiente. En cuanto a esas diez personas que se mueren, no le crean ningún conflicto al ministro, mientras que si nos vemos obligados a despedir todo el personal de la Empresa, el caso será muy diferente. Que no lo haga por nosotros, que continúe persiguiendo a los infelices que exponemos nuestro capital por fomentar el progreso de la nación, que nos arruine; pero que respete el pan de esas familias que viven de las «Aguas del Barroso».

El hombre de confianza del ministro meneó la cabeza.

—El asunto es difícil. Ayer estuvo una comisión en el Ministerio: llevaba grandes frascos llenos de ese líquido, que tiene olor y sabor y un extraño color de recuelo…

—Materias orgánicas —definió Bofarull.

—Nada más que eso —apoyó Aznar con entusiasmo—; es un agua muy rica en materias orgánicas. Es decir, nutritiva. Uno de nuestros guardas, que tiene nueve hijos, no los alimenta de otra cosa. Con el pretexto de que no gana más que dos pesetas y que no puede darles de comer, los hincha de agua. Y ahí están, fuertes y ágiles. ¡Pobre Miguel! No sé lo que será de ellos ahora si el ministro no cede.

—Además —gruñó el otro—, salen bichos por las cañerías, gusanos, larvas de especies desconocidas…

—¡Gusanos, larvas…! —Aznar elevó los brazos al cielo—. ¡Pero si en esas aguas no puede vivir ningún animal; si ésa es, precisamente, la más característica de sus virtudes! Mire usted: un hijo de Miguel echó un día dos ranas… Óigame, porque esto es muy curioso y demuestra la inexactitud de la acusación. Echó dos ranas, que había traído de muy lejos. Quería que se multiplicasen para devorarles las ancas. Bueno; pues una de ellas, la más delgada, se hundió y reapareció tres veces, con síntomas de asfixia, sacando la cabeza y una mano, como si quisiese pedir socorro, con la máxima expresión de extrañeza que puede ofrecer una rana; y la otra salió del agua asustadísima y huyó a grandes saltos hacia la cuneta, donde aún vive, toda llena de polvo, sin que jamás se le ocurra acercarse a la presa. Interrogue usted a Bofarull, que ha visto pescar en Inglaterra y que ha comprado en Londres una magnífica caña con la que muchos días se sentó a la orilla del embalse. Pregúntele si pudo alguna vez sacar algo que tuviese apariencia de vida.

—Nunca —asintió Bofarull con una digna tristeza.

—En fin —terminó el caballero de los botines blancos, retrepándose en su butaca con cierta hosquedad—, el ministro no tiene ningún interés en favor ni en contra de ustedes; se verá obligado a resolver en justicia.

Aznar frotóse suavemente las manos.

—No, no tiene ningún interés…, pero nosotros querríamos que usted le hablase también de otro asunto… Mi socio Bofarull y yo hemos planteado un negocio que… no negamos que respresentaría una gran utilidad para nosotros, pero también un inmenso beneficio para el país. Se trata del seguro de peatones. Cada día son atropellados en las calles y carreteras de España muchos individuos que pierden la vida o sufren daños de mayor o menor gravedad. Si se asegurasen contra esta contingencia, su infortunio disminuiría y hasta, a veces, vendría a ser motivo de felicidad, porque unas pesetas no estorban a nadie. A nosotros se nos ha ocurrido…

—Un momento. Usted sabe que existen muchas compañías aseguradoras.

—Sí, pero ¿quiénes se inscriben en ellas? Apenas unos cuantos. Bofarull y yo hemos pensado algo más grande y eficaz: el seguro obligatorio del peatón.

—¡Ah!

—Sería España la primera nación del mundo que impusiese una mejora social de tanta importancia. Cada individuo, de cualquier edad y condición, pagaría una prima insignificante: una peseta mensual, y en caso de accidente recibiría mil. Tenemos articulado ya el proyecto. Si el Gobierno nos concede la explotación del seguro obligatorio del peatón, podríamos garantizar al Tesoro un ingreso de cierta importancia y…, no hay que decirlo…, nos veríamos honradísimos si la confianza del ministro fuese tanta que se dignase ser uno de nuestros accionistas…

El hombre de confianza escuchaba con atención.

—Interesante, interesante —aprobó.

Aznar se acercó más a él y le dio una amistosa palmada en las rodillas.

—Si yo le dijese a usted… —comenzó, sonriendo.

El otro sonrió también. La conversación se hizo más confidencial. Hasta Carabel llegaban tan sólo frases sueltas: … «acciones liberadas»…, «al presidente le habla Bofarull»…, «son muchos millones, querido», «usted ya sabe que somos hombres serios»… Al fin se levantó Aznar para decir con aire de regocijo:

—Me parece que nos hemos ganado el almuerzo.

El hombre de los botines contestó con una amable cuchufleta, y Bofarull le pasó una mano por la espalda y lo empujó dulcemente hacia la salida. Aún se oyó su voz, que afirmaba:

—Me agrada mucho, porque…

El ruido de una puerta al cerrarse. Silencio.

Carabel bajó de su andamio.

Todo el comedor estaba lleno de una luz suave. Amaro había comido con más razonable orientación que la víspera, y avanzaba hacia su cuarto rumiando capitales preocupaciones. Carecía de un propósito definido, ignoraba el procedimiento que se pudiese emplear para abrir violentamente una puerta, pero sabría esperar con toda la paciencia necesaria —dos días, cuatro días— a que la ocasión se presentase. En un hotel tan concurrido no podría hacerse aguardar demasiado. Pensaba vagamente en las joyas de las muchachas rubias y en los billetes que Aznar y Bofarull habrían depositado en la cartera del agente ministerial.

Una camarera avanzaba ante él, en la lejanía del pasillo, llevando una botella de agua. La alfombra ahogaba el ruido de los pasos. Casi frente a la habitación de Carabel, la camarera abrió una puerta y entró. Al acercarse Amaro vislumbró rápidamente el interior y oyó el chirrido de las persianas que la mujer ajustaba. Antes de que el pensamiento se hubiese formulado en él con claridad, ya latía presuroso el corazón de Amaro. La ocasión era aquélla. Sin vacilar, como si bruscamente le impulsase un Carabel desconocido que estuviese hasta entonces agazapado, en el más oscuro rincón de su voluntad, se deslizó en la habitación y quedó inmóvil, atento, silencioso, tras la puerta del cuarto de baño.

Dentro de él, un tumulto. El corazón era como una hélice y por los oídos corría el estruendo de una catarata. La sirviente manipulaba con algún objeto de cristal; después dejó de oírla durante unos segundos. Luego la sintió aproximarse. Cerró los ojos y contuvo el aliento… La camarera salió dando un portazo.

Quietud. La alfombra se tragó las pisadas de la mujer y todo permaneció silencioso en la estancia. El hombre, rígido en la penumbra, notaba tan sólo su propia presencia y los brincos de su cobardía, que tiraba de él, queriéndolo alejar de aquel peligro. Después oyó algo más: un rumorcillo en la cañería del agua y el tictac de unas gotas que caían de un grifo mal cerrado.

Al fin salió, cautelosamente. Estaba seguro de que no había nadie en la habitación, pero quiso cerciorarse. El gabinete, vacío. La alcoba, también. Respiró. Púsose a examinar los objetos que le rodeaban. En la alcoba, dos camas con los embozos rebatidos y un camisón de mujer atravesado sobre cada una. En el gabinete, extendidos sobre varias butacas, colgando de cuatro o cinco perchas, ocupando las cruces del armario y doblados sobre los respaldos de las sillas, trajes y trajes femeninos. Sobre un velador cubierto por un tapete de un azul desvaído, un bloc de facturas en blanco y un montón de tarjetones, en los que Carabel leyó rápidamente:

Jeannette. Modes. Modelos de París.

Experimentaba ahora una curiosa sensación de alegría y de angustia, que le obligó a sonreír, erguido en medio de la habitación, paseando su mirada por todas aquellas cosas de las que podría adueñarse por una sencilla decisión de su capricho. El placer del hombre que emancipa sus actos de las ordenaciones de la ley, puso por un momento en su espíritu un intenso sabor agridulce. Fue a hurgar en una fláccida maleta semiescondida detrás de un biombo. Estaba cerrada. Abrió algunos cajones que no contenían nada de valor, y cuando insistía en su rebusca, oyó el terrible y leve ruido de una llave, que intentaba embocar la cerradura de la puerta.

Sintió manar frío del corazón. Saltó un sofá cubierto de trajes y se ocultó tras él, puesto en cuclillas en el espacio libre entre el rincón y el mueble. Encogió el cuello como si quisiese hundir la cabeza entre los hombros. Y esperó.

Entraron hablando. Tras suspirar ruidosamente, una voz de mujer protestó, malhumorada:

—¡Uf, qué pasillos…! No se acaban nunca…

La persona a quien iban dirigidas estas palabras cerró la puerta y entró. Oyóse su taconeo sobre la madera del piso, y un ¡ay! de descanso de alguien que se había dejado caer en una butaca.

—Pon este traje en otro sitio, hija mía, y si no se han olvidado hoy de dejarnos el agua, tráeme un vaso, por favor.

Silencio. Manipulaciones en la alcoba. El gorgoteo del agua al salir de la botella. La mujer fatigada bebió, con un carraspeo a cada trago. Después eructó cavernosamente, en un abuso de confianza. Carabel pensó algo así como que, si llegaba a ser descubierto, el haber sorprendido tal desahogo de la dama agravaría en ella el rencor.

—No me sientan bien las comidas de fonda, Juanita —observó la señora—; tengo el estómago hecho un ascua.

—Debe de ser la cerveza, mamá —respondió una voz suave.

—¡Jesús! Nunca he oído un disparate igual. La cerveza limpia el riñón y aumenta la leche cuando se está criando. Gracias a ella pude amamantarte, y nunca me hizo mal en el estómago. Dame las zapatillas. Engorda un poquito, pero a mí no me importa.

Otra pausa. Se oían las pisadas de Juanita al ir y venir por las habitaciones. Indudablemente se disponían a acostarse, y Carabel, un poco esperanzado, se ofrecía aguardar a que se hubiesen dormido para salir sin grandes dificultades de aquel peligro.

La dama del estómago ardiente indagó:

—¿Se lleva, al fin, el gabán la señora de Enriquez?

Desde la alcoba llegó la voz de Juanita.

—Temo que no, mamá. Le ha parecido caro.

—¡Caro! ¡Imbécil! ¿Le has enseñado la lingerie?

—No quiso verla. Sólo deseaba un gabán.

Pausa.

—Juanita, siempre te he dicho que no sabes vender; no has nacido para vender, y me estremece pensar lo que te ocurrirá si yo desaparezco. No hay nadie que no compre algo, si se le lleva hábilmente. Pero tú no sabes, no sabes… Nos arruinaríamos si te dejase sola. Y esta temporada no se presenta bien, Juanita. Tenemos que apretar… ¿Vas a ir ahora al cuarto de baño?

—Puedes ir tú, mamá.

La señora abandonó su butaca y se fue, arrastrando las zapatillas. Pronto llamó con voz urgente, en la que había un asomo de alarma:

—¡Juanita!

—Mamá.

—Ven.

Apareció la joven. Un poco ahogadamente, su madre exclamó, extendiendo una mano hacia el colgador clavado en la pared frente al cuarto de baño.

—Mira… ¡Qué raro! ¿Quién ha dejado eso aquí?

Vagamente inquieta, preguntó la muchacha:

—¿Qué es?

—Un sombrero de hombre.

Carabel apretó los puños con una acongojada desesperación. ¡Su sombrero! La estúpida costumbre… Al entrar, lo había colgado maquinalmente en la percha.

—¡Mamá, no me asustes! —gritó la joven.

—Pero ¿por qué?… Si no…

—¡Mamá, no entres en el cuarto de baño! ¡Llama al timbre, mamá!

—¡Vaya vaya, qué tontería!… Dame el bolso de viaje.

Pisadas. Otra pausa. Carabel oyó suplicar a la joven:

—¡Por Dios, mamá, que no se te dispare! ¡Cuidado, mamá!

—¡A callar, a callar! Si aquí no hay nadie. Debió de ser cualquiera de los visitantes… Con la costumbre de andar sin sombrero… Se le habrá olvidado…

Mientras tranquilizaba a su hija, había vuelto al gabinete. La muchacha pidió:

—Mira debajo de las camas.

Entraron en la alcoba. Carabel pensaba:

«Si me levanto para escapar, antes de que gane la puerta me habrán descubierto… Y esa mujer tiene un revólver».

Vaciló. Pero volvían ya. La madre repetía:

—¿Ves cómo no hay nadie? Si no hay nadie.

—El armario, el armario…

Encogido, seca la boca, en una insufrible tensión de todos sus nervios, Carabel aguardaba. Oyó, como si le bañasen en bálsamo:

—Ya hemos registrado todo. Tranquilízate. Fue un olvido de alguien.

Y de pronto, un grito sobre su cabeza:

—¡Ay!

Y él, asustadísimo, más asustado que la mujer, sin poder contenerse:

—¡Ay!

Se alzó temblando. Una joven envuelta en una bata azul había caído en una butaca, con el rostro oculto entre los brazos, y frente a él, al otro lado de la habitación, adonde había escapado presurosamente, una mujer de rostro desencajado levantaba un pequeño revólver, mirando a Carabel con ojos desorbitados por el miedo.

—¡Señora…, señora…! —balbució Amaro.

—¡Alto!… ¡Quieto!… ¡Un ladrón!… ¡Quieto ahí!…

¡Manos arriba!…

—¡Señora!

—¡No…! ¡Voy a hacer fuego!

—Permita usted…

—¡Voy a disparar ahora mismo! ¡No se mueva!

—No me moveré. Pero déjeme que le explique…

—¡Avisa a los criados, Juanita! Y mientras tanto, haga usted el favor de ocultarse otra vez detrás del sofá, porque estoy muy nerviosa, y si continúo viéndole, disparo.

—No, señora, no… Como usted quiera…

Carabel volvió a ponerse en cuclillas.

—¿Así? —preguntó afectuosamente, pretendiendo ganarse la voluntad de la dama.

—¡No! ¡Asome usted las manos! ¡Quiero ver las manos!

Aparecieron sobre el respaldo del sofá las manos de Carabel con los dedos amablemente estirados.

—Ahora llama gente, Juanita.

—¡Señora!…, oiga, señora —rogó la voz angustiada de Carabel.

—¿Qué quiere?

—No pretendo impedir que la señorita llame a los criados; pero si usted consiente escucharme, tal vez evitaríamos un escándalo. Yo no soy un ladrón.

—¿Has oído, Juanita? Dice que no es un ladrón. Entonces, ¿quién es usted?

—Un huésped del hotel.

—Y ¿qué hacía usted aquí?

—Me he equivocado de habitación. Eso le puede ocurrir a cualquiera. Cuando yo estaba dentro, me di cuenta del error; pero llegaban ustedes, y el aturdimiento me llevó a esconderme.

—Increíble. Usted se ha escondido para robar.

—Bueno. Y dejé mi sombrero en la percha para avisar a ustedes, ¿verdad? Medite un poco, señora. Mi habitación está cerca de ésta. Es el 184. Tengo aquí la llave… Puede usted preguntar al conserje…

La señora ordenó:

—Levántese otra vez.

Amaro se puso en pie y dejó examinar su smoking, su camisa planchada, su corbata un poco torcida. Preguntó, atreviéndose a sonreír:

—¿Me encuentra usted cara de ladrón?

—No —dijo la señora, después de pensar su respuesta—, no. ¿Le encuentras tú cara de ladrón, Juanita?

—No sé, mamá…

—¡Ah, ya adivino lo que ha venido a hacer aquí! Usted ha venido a copiar los modelos.

—¿Qué modelos?

—Los de los trajes.

—No sé dibujar ni una nariz.

—Confiese la verdad. En París se apela también a todo… Nos causaría usted un gran perjuicio, caballero… ¿De veras es usted un caballero?

—Palabra de honor.

—Nos causaría un gran perjuicio, porque hemos pagado muchos miles de francos por disponer de la exclusiva de estas creaciones en España.

Agregó, sin soltar el revólver:

—Puede usted salir. Juanita, colócate cerca del timbre.

—Crea usted, señora —afirmó Carabel, separando el sofá para abrirse paso—, que no he mirado siquiera sus vestidos.

—Eso ya es una exageración —protestó la dama—, porque la verdad es que a todo el mundo llaman la atención, y si usted es un caballero de buen gusto, no pudo dejar de reparar en ellos.

Carabel temió haberla ofendido, y se apresuró a esparcir una ojeada sobre los trajes.

—Sí —dijo—, ciertamente… son maravillosos.

—Tienen chic… Eso en lo que tienen. Y cuando se puede afirmar de algo que tiene chic, ya está dicho todo. No encontrará usted aquí un solo modelo que no sea de una gran firma. Ya ve usted: nosotros no le compramos a Word.

—Naturalmente —se creyó en el caso de asentir el joven.

—Muchísima gente se extraña de esto.

—En efecto —rectificó Carabel—, es algo extraño…

—Pues tiene su secreto.

Amaro llevó a su rostro una expresión de interés.

—Tiene su secreto, y es que Word está ya un poquito anticuado.

—¡Ah, caramba!

—Pero… quizá a usted le interese algo de esto. Un caballero siempre conoce alguna mujer a quien dar una sorpresa agradable.

Carabel produjo un gruñido de modestia. La madre de Juanita se rió:

—¡Sería gracioso que esta aventura terminase llevándose usted tres o cuatro modelos! No me diga que no sería gracioso. Creer que era usted un ladrón, y resultar un cliente. ¡Ja, ja!

—¡Ja, ja! —repitió Carabel.

—Es decir, un trueque de papeles —añadió maliciosamente la señora con un nuevo ataque de risa—. Pero no tema usted. Tan sólo le enseñaré un magnífico traje de noche. Verlo nada más, y usted me dará las gracias. ¿Dónde está el Voulez vous, Jeannette? —preguntó, dando a su hija la denominación oficial.

—Detrás de ti —contestó, sin separarse del timbre.

—¡Ah, aquí está! Mírelo usted.

Extendió sobre su propio cuerpo un traje negro con unas frutas bordadas en el talle.

—¿Eh?

—¡Oh, sí, sí! —balbució Amaro con los ojos muy abiertos—. Tiene usted razón… Verdaderamente le… le doy las gracias.

—Chanel —explicó la vendedora, elevando las cejas.

—Ya, ya.

—De lo más chic. En una casa establecida le cobrarían a usted mil quinientas pesetas. Yo puedo dejárselo en mil.

—¡Es usted muy amable!… Pero, en realidad…, yo no tendría a quién regalárselo… Un soltero…

—¿Sin ninguna mujer? —indagó, guiñando un ojo, la modista.

—Una tía, tan sólo…

—Entonces, este trois-quarts. De Philipe et Gaston. Chic, chic.

—De veras…, yo… —rehusó Amaro.

—Bueno, mire usted, su tía brincará de gozo si le lleva estos encajes de Alençon. Son imitaciones, pero fíjese qué preciosidad. De ser auténticos, cada metro costaría más de cien pesetas…

Carabel desfallecía.

«Esto es un atraco —pensaba—; está abusando de mi situación, y si no compro algo será capaz de dar orden a su hija para que haga sonar el timbre. Pero… ¿cómo impedirlo?…».

Sacó decididamente la cartera.

—Señora —habló—, me apena mucho…; hoy he tenido tantos gastos…; me parece que me he quedado sin dinero… Vea usted, es todo lo que tengo a mano: treinta duros.

La vendedora hizo un mohín desilusionado.

—¡Jesús, treinta duros! ¿Y qué se puede vender por tan pocos cuartos?

Pasó la vista por la habitación.

—En fin —clamó de pronto—, para que no se vaya usted sin algo; para que conserve un recuerdo de esta rara visita… Aquí tiene usted…, precisamente…, treinta duros… Un trabajo de Patou… Muy chic. Una ganga…

Quitó el tapete que cubría la mesita y lo dobló cuidadosamente.

Fil-tiré… Una monada.

«¡La miserable —pensó Amaro— me vende un tapete del hotel; tengo otro igual en la alcoba!».

Pero recibió el paquetito con aparente agrado y entregó sus billetes.

Cuando se vio en su habitación, lo arrojó al suelo y se entregó a una gimnasia enfurecida.

«¡Mala suerte; ésta es mi mala suerte! Si hubiese lógica en el mundo, yo debería ahora avisar a la policía. ¡Ladrona! ¡Treinta duros, canalla! ¡Un tapete del hotel, manchado de chocolate!».

Al fin se cansó de manotear y de increparla, y se tendió sobre el lecho para reflexionar acerca de su situación. No le quedaban en el bolsillo más que unas cuantas pesetas. Si Jeannette o su madre tenían la idea de referir en la dirección del hotel el incidente de aquella noche, quizá le expulsasen o, al menos, le vigilarían.

Y si le presentaban la cuenta, no podría pagarla. Desde luego, no se atrevía a intentar un nuevo golpe. Lo mejor era marcharse inmediatamente.

Cambió de traje, guardó el smoking en la maleta y esperó hasta las dos de la madrugada. Entonces cogió su equipaje y salió. Nadie en los pasillos ni en la escalera. Bajo la soñolienta luz del vestíbulo, el conserje charlaba con el camarero de guardia, mientras hacía unas anotaciones. Carabel vaciló ligeramente, pero siguió su camino.

—Buenas noches —dijo al pasar cerca de ellos.

—Buenas noches.

La charla cesó. Mientras se alejaba, Amaro adivinó, que contemplaban con extrañeza a aquel huésped que abandonaba el hotel a tales horas, llevando él mismo su maleta.

Estaba ya en la calle cuando oyó gritar:

—¡Señor! ¡Chist, chist…, señor!

El miedo le empujó y diose a correr hacia la sombra. Sonaron pisadas presurosas. Le perseguían. Arrojó la entorpecedora maleta y huyó con más ligereza que cuando corría los seis kilómetros de la prueba Aznar y Bofarull.

Se detuvo, casi sin aliento, muy lejos del hotel. Pensó en los treinta duros, en la maleta de piel de cerdo que su tía estimaba tanto, en el smoking y los objetos que abandonó con ella… Suspiró y siguió el camino de su casa.