Germana contestó al recadero:
—Dígale usted que iré.
Y volvió a entrar, con una alegría que brotaba de su propia decisión. Se había comprometido a asistir a la cita sin pensarlo, en un repentino impulso, y su desesperación se aplacó súbitamente. Se compuso, en su pequeña habitación, con un moroso acicalamiento; estiró sobre las piernas magníficas, con cuidado pueril, las medias de seda, regalo de su galanteador; se miró en el espejo y quedó ante él largo rato, como hipnotizada por sus propios ojos, grandes y oscuros. Le pareció que aquella joven guapa y esbelta, reflejada en el cristal, era alguien diferente a ella misma, y dijo de pronto en voz alta:
«Con la virtud tan sólo no se vive, hija mía».
Era la síntesis de sus reflexiones. ¿Dónde existía el galardón que en todas las historias morales se reserva a los buenos? Tenía razón Amaro Carabel: nada se conseguía pisando los duros caminos del sacrificio. Allí estaba ella, joven, hermosa, sin una mancha en su conducta, resuelta a ganar limpiamente el dinero. Los años pasaban. No tenía más que un traje raído, comía con escasez humildes bazofias, aquella semana no podía pagar el cuchitril… Entonces, ¿cuál era el lado bueno de la virtud? ¿Qué podía hacer? ¿Casarse con otro hambriento? ¿Llenarse de hijos? ¿Arrojarse, después, una noche desde la ventana de su guardilla, o ir, como Martina, a sumergirse en el Canalillo, eligiendo cautelosamente la hora en que los guardas no pudiesen impedir que contaminase el agua con sus harapos?… ¡Al diablo todas las preocupaciones! Dentro de cincuenta años nadie se acordaría de ella sobre el mundo, y si después, en la otra vida, le exigían cuentas, podría decir:
«Tú lo sabes todo, Señor; sabes lo que es el hambre, y el frío que entra en las buhardas de los pobres, y esa angustia que llena el alma cuando el agua de los charcos se ha filtrado por nuestros zapatos rotos y permanece todo el día helando los pies, y las ansias con que laceran nuestra juventud los escaparates, los autos que pasan, los anuncios de los espectáculos, que dardean luces de colores, como joyas con que se adornasen las fachadas. También —ésta es la verdad— fui un poquito mala para no ser algún día tan mala como la pobre Martina, que al fin te devolvió airadamente la vida que le diste, porque la pobre no podía más, Señor…».
Aquel hombre que ahora la esperaba, parecía bueno. Vestía bien, acaso con un poco de ostentación; su charla, abundante y fogosa, convencía; no era desagradable: el negro pelo en anchas ondas, los grandes ojos oscuros redimían su rostro de un exceso de vulgaridad. Quizá tuviese treinta y cinco años; mejor que un alocado mozalbete. Y si no era rico, al menos aparentaba disponer de dinero bastante para hacer cómoda la existencia de una mujer, y su liberalidad se revelaba insistente y pronta. Germana lo había conocido hacia quince días. He aquí la lista de sus obsequios: tres cajas de bombones —con las que ella había sustituido la cena de tres noches—, un frasco de perfume, unas peinetas de concha y el par de medias de seda que le había enviado aún la víspera. Nunca se presentó ante ella sin llevar en sus bolsillos algún regalo… Parecía bueno…
Y éste u otro…, al fin…, si era preciso…
Sentado ante la mesa del comedorcito reservado, el seductor jugaba negligentemente con su pitillera de plata cuando ella entró. Al verla, se puso en pie y le retuvo una mano entre las suyas, tibias y acariciantes.
—Querida mía —comenzó.
Germana le indicó con los ojos al camarero, que aguardaba órdenes junto a la puerta. El enamorado tosió, extrajo del bolsillo del chaleco unos lentes de armadura de oro que pendían de un sutil cordoncito de seda, y se volvió a sentar, murmurando:
—La lista… A ver qué tenemos… Uuuh —hacía mientras iba leyendo—, jamón de… uuuh…; filetes… uuuh; perdiz a la… no, esto de la perdiz es muy indigesto. Traiga… unos langostinos…; eso es… Y escalopes… ¿Qué te parece?
—Bien —susurró Germana.
Pero no había oído, abstraída en el examen del comedor: tres butaquitas rojas; un gran espejo neblinoso, de marco dorado; las paredes recubiertas de papel, que imitaba damasco purpúreo, y la lámpara con faldellín de seda, que concentraba la luz sobre el mantel. Todo un poco mustio, un poco viejo, saturado de olor a viandas y a los cigarros puros fumados después de los postres. Pero a Germana le parecía encantador.
—¡Qué bien se está aquí! —comentó.
—Sí —apoyó él displicentemente—, no se está mal… Un buen sitio…, uno de los mejores sitios de Madrid… Su poquito de lujo, su poquito de tranquilidad… Yo no puedo ir a restaurantes baratos… No me encuentro a gusto. El presidente del Colegio de Abogados come a veces conmigo… ¿Le conoces?
—No.
—Es un grande de España. Come muchas veces conmigo, y me suele decir: «Pero, Andrés, ¿qué falta hace gastar tanto dinero, si hay por ahí restaurantes más baratos donde se come muy bien?…». Y yo le contesto: «Lo que usted quiera, conde, pero a mí deme usted camareros y cristalería finos; si no, no puedo». Y es que no puedo.
—Yo tendría siempre flores en la mesa.
—No hablemos de las flores. ¡Lo que yo gasto en flores…! Un día me invitó a comer mi íntimo amigo el general Sanabria. Comenzábamos a engullir un lenguado magnífico, cuando me dijo el general: «A ti te sucede algo, Andrés». «Nada», aseguré. «¿Es que no te gusta el lenguado?». «Me enajena». «Pues tienes cara de sufrimiento». Entonces le confesé la verdad: «No puedo comer en una mesa donde no haya alguna flor». Él se disculpó: «Pues chico, perdóname; no me había fijado…; nosotros, los militares, somos un poco rudos…; y el caso es que ignoro cómo remediar esa falta, porque todas las tiendas están cerradas y no sé a quién pedirle un ramo…». «No te preocupes —dije—; pasaré sin cenar…, me haría daño…». Y rechacé mi plato, porque verdaderamente no podía comer. El general caviló un poco y me preguntó: «¿Tendrías bastante con una sola flor?». «Si la comida es ligera, tendría bastante». «Pues creo que todo está arreglado, porque mi cocinera es sevillana». Le mandó venir. Era una mujer gorda, de cincuenta años, y tenía un clavel reventón clavado en el moño, como un puñal en un pastel de chocolate. Sanabria le quitó la flor y la puso frente a mí, en un búcaro. Entonces comí alegremente. Pero aún no habíamos terminado cuando la cocinera se despidió, porque, según dijo, ella había nacido y vivido siempre con una flor en la cabeza y se encontraba ahora tan desconcertada como si le faltase la nariz.
El camarero había servido los langostinos, y Germana cogió uno para arrancarle la envoltura flexible y translúcida como una hoja de talco; pero en aquel momento vio que Andrés los mondaba con el tenedor y el cuchillo, y entonces soltó vivamente el animalejo como si la hubiese mordido, enjugó sus dedos con la servilleta y procuró imitar a su anfitrión.
—Todos mis amigos —continuó Andrés— me culpan de adorar los refinamientos. Bien, pues es verdad; no quiero negarlo. Pero mientras mi bufete me permita ganar para ello, no me privaré de ese placer. Ya se sabe que puedo tener unos zapatos de cincuenta pesetas. Hasta creo que los hay de veinte. Sin embargo, yo pago cien con verdadera alegría, porque Jiménez es el primer zapatero de Madrid. Hace zapatos que parecen guantes. Estos que traigo puestos son como guantes.
Separóse un poco de la mesa y extendió sus piernas a la luz para mostrarlos. Fue en aquel momento cuando el primer langostino sobre el que trabajaba Germana con todo el instrumental abandonó desesperadamente su cabeza en el plato y se deslizó con una rapidez increíble hasta el chaleco del abogado, resuelto a salvar allí lo poco que le quedaba de su cuerpo, largamente torturado por la joven.
Germana lo siguió con el rabillo del ojo, pero fingió caer en éxtasis ante los zapatos.
—Son divinos —alabó.
—Pues así soy en todo —reconoció él, ahora con cierta aflicción, como si se censurase—. Es una desgracia, porque a un ser como yo le hacen falta, para ser feliz, muchas más cosas que a otra persona cualquiera.
La joven buscó en su memoria alguna anécdota que pudiese presentarla también como una persona refinada, y como no hallase ningún recuerdo digno de la atención de su enamorado, se limitó a afirmar:
—Vivir bien es muy agradable.
Andrés aprovechó esta coincidencia de opiniones para asegurar, inclinado hacia ella, que si se decidiese a quererle no le había de faltar nada de cuanto una mujer anhelase. Entonces, el segundo langostino, como si no pudiese soportar más tiempo las cosquillas que Germana le venía haciendo en el vientre con el cuchillo, huyó ligeramente hasta el centro de la mesa, y allí quedó, extenuado, con los largos bigotes rojos sobre el platillo de las aceitunas.
—¡Ji, ji! —rió Germana para sugerir la idea de que lo había hecho a propósito.
—¡Ji, ji! —coreó Andrés, mimoso y amable.
Y devolvió el fugitivo al plato.
—No quiero más —declaró la joven.
En realidad, temía nuevas y humillantes dispersiones.
—¿No quieres más? —insistió él, obsequioso.
—No.
—¡Qué lástima!
Y añadió:
—En ese caso los guardaremos. Son demasiado caros para dejarlos aquí.
Sacó un papel del bolsillo y envolvió los cuatro cadáveres. Sirvió más vino, y comenzó a bocetar el cuadro feliz de una casita con calefacción central, armarios repletos de trajes y Germana en el altar de un lecho de metal blanco y cristal. Germana sonreía, aún cavilosa. A los postres, Andrés colocó sobre la mesa un collar de piedras falsas, que refulgió vivamente bajo la luz. Ella declaró, con júbilo, que era una maravilla. Él protestó modestamente: maravilla, no; ahora que… «se lleva mucho»; todas las señoras elegantes lucían uno parecido; hasta la marquesa de tal y cual, muy amiga suya, colgaba a su cuello otro como aquél para ir a la ópera.
—Pero… son muchos regalos, son demasiados regalos —murmuró ella.
¡Qué absurda queja! ¿Para quién había de ser todo lo que tenía? La atrajo cariñosamente y vertió en su oído zalamerías y promesas, con ese cuidado con que los farmacéuticos vierten líquidos preciosos en sus pequeños embudos. La besó, apremiante. Ella opuso los eternos reparos. Al fin, accedió. Salieron. En el coche, Andrés le habló con palabras tranquilizadoras: irían a su casa; él vivía solo…, la adoraba…; ya vería…
Y grandes vocablos: Felicidad…, Eternidad…, Amor…
El piso de Andrés era un entresuelo confortable que a Germana le pareció lujoso. Él iba encendiendo luces y empujándola por el talle. «Aquí puedes coser, cuando no salgas». «Aquí hay algunos libros. ¿Te gusta leer?»… Cuando entraron en la alcoba, el hombre experto procuró que se fijase primeramente en el armario y no en el lecho, cubierto con una amplia colcha de seda azul. La abrazó ante el espejo: «¿Qué, no hacemos una pareja encantadora?». «Sí», balbució ella, pero se desasió. Él salió porque quería traer unas соpitas… Entonces la joven miró atentamente a su alrededor: la cama, el retrato ampliado de una señora de moño alto y grandes pendientes redondos, un crucifijo de marfil, la butaquita del rincón, a la que faltaban en el fleco dos borlas…; y se vio a sí misma en la luna, de cuyo bisel se escapaba un largo y bello reflejo anaranjado… Sintió vergüenza e inquietud. En medio de aquellos objetos extraños, el hombre se le revelaba como un extraño también. Transcurrieron varios minutos; no se oía más que el estrépito sucesivo de los tranvías que pasaban ante la casa, con la prisa de la medianoche. El desasosiego crecía con la soledad.
Andrés apareció con una botella y las copas.
Dejó su carga en la mesilla y se acercó a Germana, sonriendo:
—Creí que te habías acostado ya.
—No.
—¿Por qué? Te he dado tiempo. ¿Quieres que te ayude?
—No…, aún no…
Pero él se había encorvado, y sus manos impacientes rozaban el traje de la mujer, mientras la incitaba con cariñosa voz enronquecida. Ella se defendía con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No…, ahora no… Espera…
—¿A qué esperar?
—Espera…, otro día; hoy no.
—Pero… es ridículo… ¡En fin, como tú quieras!
Sentóse a los pies de la cama, fingiendo una gran indiferencia. La joven se abotonó el gabán y se alisó los cabellos ante el espejo. Estaba sofocada, como si en la habitación se hubiese enrarecido el aire, y sentía un imperioso deseo de salir.
—Pero… ¿te vas a marchar de veras?
—Sí, voy a marcharme.
Alzóse Andrés y avanzó hacia ella.
—Germana, tú dudas de mí; crees que voy a engañarte, a lanzarte a la calle en cuanto haya satisfecho un capricho… Y te equivocas. Me gustas mucho, y estoy seguro de que te querré. ¿Necesitas alguna prueba, alguna garantía? Mira (sacó la cartera y la abrió para mostrar los billetes), coge lo que desees…, cógelos todos…
—No hablemos así…
Olvidaba ella misma que para «hablar así» había acudido a la cita. Pero una gran repugnancia separaba aquel momento de todos los momentos anteriores.
—Entonces, ¿no volverás?
—Acaso sí.
—No, si pensases volver, no te marcharías ahora… ¡Quédate!
—No.
Bruscamente, Andrés se arrojó sobre ella y la besó. Forcejearon en una lucha sin gritos y sin palabras, pálidos los dos, enconados, como dos enemigos mortales, odiándose ya en el fondo de sus almas. Ella le clavó las uñas en el mentón, al empujar su cabeza con tal energía que el hombre se vio obligado a separarse.
—¡Pues vete, vete ya al diablo con tu hipocresía! —ordenó él furiosamente—. ¡Conozco bien a las de tu calaña! ¡Excitáis a los hombres para explotarlos, y mientras podéis sacar provecho sin comprometeros, todo va bien! ¡Puercas! ¡Prefiero una zorra!
Arrinconada junto al balcón, decidida a abrirlo, con el temor aún de un nuevo ataque, Germana contestó, abofeteada por aquellas palabras:
—Nada le he pedido a usted. Guárdese sus regalos.
Desprendió el collar y lo arrojó al suelo.
—¡Vengan, vengan! —exigió Andrés con un imperioso ademan—. El perfume…
—No lo tengo aquí…
—Las peinetas.
Germana las tiró junto al collar.
—Las medias.
—Se las mandaré a usted.
—¡Las medias! —repitió él con amenazador apremio—. Son cuatro duros. ¡A dejar ahí las medias o no se acaba esto en paz!
—¡Déjeme usted salir!
—Cuando entregues las medias, ya te pondré en la calle. ¡Aprisa!
—Pues retírese usted.
—No quiero.
Medio oculta junto al armario, Germana desprendió las medias, temblorosa, enrojecida, humillada, y las dejó, vueltas del revés, casi escondidas, bajo el mueble, como si le diese vergüenza que se mostrasen aquellos dos montoncitos de seda tibios aún y que parecían, con su color de carne, trozos de su propia piel. Al terminar, se irguió con los ojos húmedos y llameantes. Pero el hombre fue el primero en decir:
—Ahora, a la calle.
Salió delante de ella, abrió el portal y lo cerró después con violencia. En un tumulto interior, sin ver, dolorida, en un incendio de sangre, Germana caminó apresuradamente hasta su casa. El viento frío que rozaba sus piernas desnudas aguzaba, hacía material el sentimiento de su escarnio.
La una de la madrugada iba a sonar cuando entró en la calleja penumbrosa. Ante el portal, Amaro y Ginesta dialogaban perezosamente con la llave ya en la cerradura.
—Aquí tenemos a la vecinita —anunció Carabel.
—Buenas noches —saludó ella.
Entraron.
—¿Teatro o recepción? —bromeó Amaro.
Pero Germana, caída sobre los primeros escalones, rompió a llorar desconsoladamente. Los dos hombres, sobrecogidos, se acercaron.
—Germana, Germana, ¿qué tiene usted?
El señor Ginesta, silencioso, encendió una cerilla.
—Ayúdeme —le pidió Carabel—; apenas puede tenerse en pie. La subiremos entre los dos y la tía Alodia hará té para ella. Germana, hija, ¿qué es lo que le pasa? No llore usted así…
* * *
—Sin embargo —dijo Ginesta cuando la joven hubo acabado de referir su historia—, acaso Carabel tenga razón, y hubiera sido mejor aceptar la protección de ese majadero. Pero a usted le sería imposible. A pesar de todas las necesidades y de todos los egoísmos, continuará usted siendo como es hasta el fin de su vida.
—No es así —protestó Amaro—. La injusticia, el abandono, el ejemplo del triunfo de los criminales, pueden convertimos al mal. Se lo he dicho a usted muchas veces.
Ginesta desaprobó con un ademán.
—Se es malo y se es bueno —replicó— porque sí, sin razón ninguna, hasta sin provecho ninguno, por circunstancias misteriosas que parecen nacer con nosotros mismos y que quizá serán determinadas algún día. Esta muchacha tiene hambre algunas veces, vive casi en la miseria; únicamente puede vender su belleza, y cuando llega el comprador, le hunde las uñas en el cuello. Yo he conocido un caso completamente opuesto, del que me hace acordar ahora el mismo contraste. Era una mujer a la que su marido adoraba y que recibía de él toda clase de bienes, y sin embargo, cometió un verdadero crimen, un crimen inútil, estéril, de una monstruosidad inexplicable; tan absurdo como es absurdo que esta criatura rechace el pan que no tiene y las joyas y la felicidad material. Y no obstante, así fue en un caso y en otro.
Hoscamente, sin mirar a nadie, dejó caer esta declaración:
—Aquella mujer era la mía.
Y fueron los demás los que clavaron en él sus sorprendidas miradas, porque en los cinco años que Ginesta llevaba viviendo en aquella casa, nunca había hecho alusión a ninguna mujer ni a episodio alguno de su vida anterior, y se suponía que en su existencia de ogro nadie podría encontrar la lírica huella de unos amores. Pero el relato de Germana parecía haberle excitado extrañamente, y hablaba como si el dolor de la joven hubiese caldeado viejos dolores suyos y el furioso hervor alzase la resistencia de su voluntad.
—Cuando la conocí —prosiguió—, administraba yo una «estancia» próxima a Buenos Aires. Llegó a caballo, fugitiva, y nos pidió hospitalidad. Tenía una herida en la frente y la espalda cubierta de cardenales. Nos contó que venía de otra hacienda distante, donde el propietario, un italiano, la había golpeado furiosamente el día anterior. El propósito de aquella mujer era acogerse a la protección de unos compatriotas suyos, dueños de un comercio en la capital. Se quedó allí para reponerse, confiada a la mujer de uno de nuestros empleados. Yo le hablé algunas veces, y no tardó en referirme su historia sin que la hubiese instado a ello. Aseguraba que el italiano la había llevado a su «estancia» con la promesa de una excelente colocación, aunque, en verdad, para convertirla en su amante. Indefensa frente a la brutalidad del amo, había sufrido todo su infortunio con resignación. Confiaba en dominar por la dulzura a aquel sujeto e inclinarle a reparar el daño; pero él —violento, frecuentemente ebrio, sin más pasión que la de aumentar sus riquezas— la maltrataba por el único motivo de su constante mal humor. Desesperada, después de una de estas habituales escenas, decidió huir. Ahora no tenía más ansia que rehacer su vida.
»Era muy joven, de una belleza impresionante y extraña, y en sus maneras y en sus frases se revelaba una educación superior a la de las mujeres que solíamos tratar en aquellas tierras. Pronto nos prendió en sus atractivos. En las horas de ocio, Jaime Arias, ayudante mío, y yo, gustábamos de charlar con ella; nos preparaba el “mate”, contaba anécdotas y a veces cantaba coplas del país con una voz tan dulce que hacía humedecer mis ojos.
»Entonces yo no era lo que ahora. Hubo en mí otro Ginesta que ya murió. Tenía juventud, unos miles de pesos y una fe que abría los brazos a todas las bellas posibilidades: a la bondad de los hombres, a la lealtad de las mujeres, a la idea de que en el mundo regía una justicia superior a la de los códigos, que premiaba los esfuerzos de los honrados y castigaba las villanías, cuando la verdad es que nada tiene sentido y todo marcha según el antojo de un estúpido azar.
»Una semana después que Lina, llegó a la “estancia” el italiano. Corpulento, de piel aceitunada, fuerte y negro bigote, cejas que eran como la copia de aquél en un espejo. No le oculté que Lina estaba entre nosotros. “Pero no se irá como ella no quiera —dije—, y tengo mis motivos para suponer que no quiere.”
»Hablábamos en pie, junto a la cerca del ganado, y durante toda la conversación conservé la mano en el revólver. El italiano me miró con sorpresa.
»—¿Usted conoce a esa mujer? —preguntó.
»—No me importa. Es una mujer.
»—Es un diablo. ¿Sabe usted lo que hacía en Buenos Aires antes de que yo cometiese la estupidez de dejarla venir a mi “estancia”?
»—No me interesan más historias que las mías. Si esa muchacha desea volver con usted, nadie lo estorbará; pero como no exhiba usted mejor derecho que su propio capricho, a la fuerza no se la lleva.
»Calló un momento y después se echó a reír.
»—Ya le ha contado alguna de sus historias.
»—Me ha contado tan sólo que usted le pegaba —repliqué secamente.
»Y él saltó:
»—¡Y usted! ¡Usted le pegará también cuando la tenga a su lado algún tiempo, que la tendrá, porque ya le ha enamorado, amigo! Si usted es un hombre comprensivo, no empleará más que el látigo, y si es un infeliz, como parece, echará mano al revólver, y esto será peor.
»—El revólver y el látigo los reservo yo para los hombres, para cierta clase de hombres.
»Se inclinó sobre mí desde la silla, porque no se había desmontado.
»—Oiga, amigo —replicó—, creo que, además de la de Lina, no le perjudicaría nada conocer mi historia. Entonces sabría usted lo poco que me gusta escuchar bravatas. Pero ahora me divertirá mucho más verle a usted en poder de esa jovencita inocente. Se la cedo. Y si viene usted a devolvérmela alguna vez, le recibiré a balazos. Buena suerte.
»Y se marchó riéndose. Yo pensé que aquel hombre era un malvado y un cobarde, y Arias, al que referí la escena, opinó lo mismo. Entonces ya estábamos los dos enamorados de Lina, pero yo no lo supe de mí hasta algún tiempo después, cuando me di cuenta de que nada en el mundo me importaba tanto como que se fijasen en los míos sus ojos negros y dominadores. Lina tenía entonces diecinueve años, un cuerpo de bambú, la agilidad de un gaucho. Cuando cabalgaba, el propio Arias se veía apurado para secundar sus hazañas. Después de comer, si charlábamos fumando nuestros cigarrillos, nos hacía avergonzar internamente de la humildad de nuestra cultura, de la rudeza de nuestras preocupaciones de hombres del campo.
»Más de una vez habló de marcharse, pero siempre la obligábamos a desistir. Iban a cumplirse los dos meses de su estancia en la hacienda el día que entró en mi despacho inesperadamente, y me anunció:
»—Vengo a despedirme de usted. Dentro de media hora saldré para la ciudad.
»—¿Por qué? —balbucí, atónito.
»—¡Oh, porque… alguna vez he de marcharme, y he decidido que sea ahora!
»Intenté disuadirla, inútilmente; le pregunté si estaba descontenta de nuestra amistad, y se apoderó de mis manos para hacerme sentir su gratitud. Entonces, en aquel momento, que me pareció el más importante de mi vida, le confesé que la quería y que su marcha era la mayor calamidad que pudiera caer sobre mí. Bajó la cabeza y me oyó en silencio. Pero cuando quise acercarme a ella para besarla, se echó a llorar. Dijo que no era más que una pobre muchacha y que, por culpa de aquel odioso italiano, todos los hombres se creían ya con derecho a considerarla como una mujer caída, de la que se pudiese apoderar cualquiera. Intenté consolarla, sorprendido, temeroso de haberla agraviado sin intención, de haber dado en el último momento a mi hospitalidad un carácter de torpe celada. Pero ella lloraba más fuertemente, repitiéndose:
»—¡Y es verdad, eso soy al fin: una mujer caída, una pobre mujer caída…!
»—Lina —dije al fin, y sólo ella me hizo arrepentir después de estas palabras—, yo no soy un Sacchetti más. Usted es para mí una muchacha respetable y nunca se me ha ocurrido cargarle la culpa de las violencias de ese hombre. Si usted me quiere, yo seré dichoso al hacer de usted mi mujer.
»Al oír esto lloró más todavía. Luego quiso que escuchase la historia detallada de la conducta de Sacchetti y los reprobables medios que había empleado para forzarla a convertirse en su amante. Pero yo rehusé tan desagradables confesiones y cogí su cabeza entre mis manos para besar dulcemente sus cabellos. Ni su frente me atreví a rozar… Ya he dicho que entonces yo era un pobre hombre lleno de fe…
»Nos casamos.
»No puedo decir exactamente cuál fue la conducta de mi mujer en el primer año de nuestro matrimonio; quizá haya habido en él deslealtades y afrentas que la ceguera de mi cariño, el desapercibimiento en que mi confianza me hacía vivir, no me dejaron notar. Pasados tres o cuatro meses, Lina comenzó a exteriorizar un carácter tiránico que yo explicaba por la misma excesiva atención de mis mimos. Le gustaba ir a la capital, y pasábamos en ella algunas temporadas, a veces más largas de lo que consentían mis deberes de administrador de la “estancia”. Nuestros viajes eran caros, porque Lina amaba el lujo, pero yo me decía que era imposible encontrar otra ocasión de gastar más dichosamente mis ahorros. Cuando las labores de recolección —y también una reprimenda del propietario— nos volvieron a confinar en la “estancia” tres meses seguidos, se cumplía el primer aniversario de nuestra boda. Lina se tornó indiferente a mis halagos; pasaba días enteros tendida en una silla de lona, a la sombra de la casa, mirando sin ver, hosca y muda. Al principio respondía con iracundia a mis caricias, pero terminó por ni siquiera contestar a mis palabras. Un día marchó a caballo, almorzó con los vaqueros en un lejano extremo de la finca, y no volvió hasta la noche. Yo estaba seguro de que mi conducta no podía motivar aquel hiriente desvío y procuraba buscar la explicación en las veleidades del carácter femenino. Hasta pensé —¡infeliz!— en que todo aquello pudiese ser el primer síntoma de que nuestra unión fuese a producir un fruto que yo deseaba con vehemencia.
»Antes de que todo culminase, ocurrió algo que yo no creí que pudiese ser superado en horror. Regresaba de vigilar las labores y vi a Lina en uno de los automóviles que habíamos adquirido aquel invierno para el servicio de la “estancia”. Anochecía, pero la silueta de mi mujer, envuelta en un ligero abrigo blanquecino, era perfectamente visible para mí junto al volante. Había aprendido a conducir y lo hacía con la perfección que alcanzaba en cuanto se proponía. Desde la ventana de mi habitación, donde me aseaba para acudir a la mesa, presencié su salida. La inoportunidad de la hora, algo que parecía haber de sigiloso en aquel viaje o quizá un secreto, un impreciso presentimiento, me decidió a seguirla. Fui al cobertizo, monté en el otro coche y corrí sobre sus propias rodadas. En la llanura pronto divisé, no muy lejos, el resplandor de sus faros. Yo llevaba los míos apagados, porque la noche era clara y porque una creciente angustia irrazonada me imponía todas las precauciones de un espionaje. Al principio, mi buen juicio lograba hacerse oír de cuando en cuando entre el hervor confuso de mis ideas, y me avergonzaba de mi acción; entonces sentía el impulso de acelerar la marcha y acercarme resueltamente a mi mujer para interrogarla acerca de aquel extraño paseo; pero cuando hubimos avanzado veinte kilómetros ya no volví a pensar en nada que no fuese conocer el fin de tal excursión y el misterio de aquella conducta. Los coches no podían correr demasiado por aquel camino primitivo y yo mantenía el mío a una distancia suficiente para no adelantarme. Cerró la noche. Y seguíamos, solos en la inmensidad de la llanura, como si en el mundo no existiese más que nosotros dos, y hasta el espacio fuese mi inmensa ansiedad desbordada.
»Al fin, adiviné. Nos aproximábamos a la hacienda de Sacchetti. Pero yo no podía saber el espanto que me aguardaba en ella, ni mi imaginación se detuvo a representarme nada, perdida en el afanoso tumulto de mi espíritu. Aproveché unas revueltas para acelerar la marcha, y cuando vi a Lina detener su coche, salté del mío y me aproximé, corriendo agazapado entre las sombras.
»La casa de Sacchetti, de un solo piso, estaba iluminada; ante el hueco de las ventanas, abiertas a la calurosa noche de febrero, las transparentes cortinas pendían inmóviles. Lina se acercó a la vivienda con paso decidido. Su silueta blanquecina se perdió un momento, confundida en las penumbras de los muros. Luego empujó una puerta y se recortó en negro, un momentó quieta, sobre el fondo de luz amarilla. Después desapareció.
»Había refrenado el impulso de detenerla, porque quería saber… Me acerqué a una de las ventanas y miré al interior. Sacchetti estaba sentado ante una mesa, fumando, un poco ceñudo, abstraído en sus ideas, y ante él había un gran vaso y una botella de licor. Su camisa se remangaba sobre unos brazos velludos y fuertes, y el pelo desordenado hacía parecer que su cabeza ardía en lenguas de llamas negras. Comprendí lo que quería decir la expresión en que súbitamente se cambió su rostro. Abierta la puerta de la estancia, Lina había aparecido en el umbral.
»Primero frunció él sus cejas copiosas, porque la luz, interpuesta, le impedía distinguir a la recién llegada. Lina avanzó. Sacchetti se reclinó entonces en su silla, sonriendo sosegadamente, sin más sorpresa que si la hubiese visto la víspera.
»—¡Ah! ¿Eres tú?
»—Yo soy —dijo ella.
»Se había detenido, unos pasos antes de la mesa, caídos los brazos, pálida, y lo contemplaba con un afán sombrío.
»El hombre agotó lentamente su vaso y escupió. Luego alzó el mentón, un poco contraído en un gesto de desdén, para señalar la puerta.
»—¡Vete! —mandó.
»Ella continuó inmóvil.
»—He vuelto para quedarme.
»—Pero yo te esperaba al día siguiente, al mes siguiente, no ahora, perra. Puedes marcharte otra vez.
»—No me iré.
»Sacchetti se sirvió más licor, levantóse, taponó con calma la botella y silabeó sonriendo:
»—Bueno; quieres quedarte… ¿Sabes lo que te cuesta?
»Dirigióse a la pared y descolgó su látigo.
»—¿Quieres quedarte? —insistió sin dejar su feroz sonrisa.
»—Sí.
»—Pues, ea, paloma… No, así no. Me gusta ver dónde doy. Ya lo sabes.
»Lina había inclinado la cabeza; pero yo veía brillar sus ojos con una luz extraña, y su rostro se había enrojecido, pero no de vergüenza, sino de una emoción bien distinta. Bruscamente despojóse de su guardapolvo y arrancó o desgarró sus ropas, no lo sé, porque fue tan nerviosa, tan rápida su acción, que unos segundos después toda la piel de su cuerpo desnudo lucía más dorada bajo la amarillenta luz de la lámpara.
»Sacchetti se acercó y los brazos de la mujer se alzaron instintivamente hasta el rostro.
»—¡Perra! —insultó él, mordiendo la palabra.
»Entonces saqué mi revólver. El látigo silbaba y Lina era en el suelo un encogido montón de carne morena. Apunté con cuidado, apoyando la mano que temblaba en el marco de la ventana. Disparé y Sacchetti cayó de bruces. Salté a la estancia, envolví a mi mujer en su guardapolvo y la llevé, desmayada, hasta el coche. Iba a amanecer cuando entré con ella en mi casa».
* * *
Ni Amaro ni las dos mujeres interrumpieron una sola vez el relato de Ginesta. En todos ellos había, sobre el interés de la historia que escuchaban, el de penetrar en la vida pasada de aquel hombre hosco y taciturno, que nunca había dejado entrever nada de lo que a él se refiriese hasta aquel momento en que todos sus recuerdos parecían desbordarse, y hablaba como si ventilase su corazón con el amargo placer de la queja que conocen todos los desventurados. Olvidada de sí misma, Germana oía al narrador, y había en sus ojos la humedad de sus lágrimas.
Siguió Ginesta:
«Durante algún tiempo Lina huyó de mí, no por arrepentimiento, sino con enfado, como si hubiese sido yo y no ella el culpable. Lentamente intenté reconquistar su cariño. Llegué a pensar que la monótona vida en la “estancia” no convenía a nuestra felicidad, y le anuncié mis propósitos de buscar en la capital otra ocupación para mis actividades, auxiliado por los pesos que había conseguido ahorrar. Y creí haber atraído nuevamente a mi mujer, porque volvió a ser más amable aún que antes de aquel episodio, del que no volvimos a hablar jamás, y yo extremé mi cariño sin esfuerzo alguno, porque es lo cierto que aquella posibilidad de perderla no había hecho más que aumentar el amor que había puesto en ella…
»Medio año después, uno de mis empleados, al que comisionábamos frecuentemente para ir a hacer compras a la ciudad, vino a verme una tarde, cuando estaba solo en mi despacho, y puso unos billetes sobre mi mesa.
»—Temo —me dijo— haber ganado mal ese dinero.
»—¿Quién te lo dio?
»—La señora.
»—¿Por qué?
»—Por no decir a nadie que he traído para ella una botellita de la ciudad.
»—Pues ¿qué hay en esa botellita?
»—Sólo sé que el que tome nada más que la mitad de lo que contiene, no podrá ni contar a qué le ha sabido.
»Sentí el terrible miedo de que Lina quisiese suicidarse. Miré a aquel hombre con ojos desencajados y le pregunté:
»—¿Dónde está la señora?
»Pero él respondió tranquilamente:
»—No creo que se le haya ocurrido probar el pomo…
»Añadió:
»—Tampoco creo que piense ensayarlo en el señor Arias.
»Quedé un momento inmóvil, desentrañando el sentido de aquellas palabras inesperadamente reveladoras.
»—Vete —ordené.
»—Buenas tardes —obedeció—, y deseo que no tenga demasiada sed o demasiada hambre estos días.
»No podría contar la angustia de mis meditaciones. La idea, insinuada por el recadero, de que Lina me traicionase con Arias, era para mí mucho más dolorosa que aquella historia del veneno en la que no creí. En todo lo que yo sabía del trato entre mi mujer y mi segundo, nada había que justificase una sospecha; pero estaba convencido de que la belleza y la originalidad de Lina habían causado desde los primeros tiempos en mi amigo una fuerte impresión. Cavilando en lo que más convendría, pensé primero en espiarlos, luego en interrogar francamente a mi esposa; después, cuando la vi junto a mí, cariñosa y tranquila, todas las dudas se alejaron. Nada dije. Tan sólo una atención involuntaria quedó despierta en el fondo de mi espíritu.
»Días más tarde vendimos una gran partida de ganado en condiciones muy favorables, y mi mujer anunció que había decidido celebrarlo con una comida extraordinaria, a la que invitó a mi ayudante. Recordé la delación, y procuré en vano rechazar las preocupaciones que nacieron en mí. La comida fue lúgubre. Arias, taciturno y sombrío, casi no habló. Yo lograba a duras penas deslizar algunas frases. Pero Lina charlaba alegremente y reía de sus propias ocurrencias, hermosa y feliz. Al final de la comida, cuando propuso beber de un vino viejo que guardábamos para las ocasiones solemnes, y trajo, ya servidas, las tres copas y me ofreció una, a pesar de que su mano no temblaba, yo supe que entonces iba a ocurrir lo que se me había anunciado.
»Y no sentí miedo.
»No sentí más que una infinita tristeza y una desilusión…, una pena por mí mismo, por mi fracaso, por la pequeñez de mi valía, incapaz de retener el amor de aquella mujer por la que yo lo hubiese sacrificado todo. ¡Cuánto odio debía de sentir hacia mí para decidirse…!
»Cogí la copa y los miré.
»—Quiero brindar —dije—. Por ti, Lina, que eres toda mi ventura y que has venido a dar sentido a mi vida. Nunca te he recordado tus faltas, pero ahora quiero decirte que muchas veces pensé que el dolor de conocerlas era menor que la alegría de perdonártelas, y que así podía quererte más, porque sin ellas serías para mí tan sobrehumana que no me atrevería a mirarte. Desde que te conozco, trabajo para ti y de ninguno de mis ensueños estás ausente. Quisiera darte la riqueza y el lujo que merecen tu belleza y tu juventud, y que mi ternura pudiese seguir velando por ti hasta la edad en que todas las pasiones se enfrían. Cuando me falte tu cariño, mujer, no me importará la vida y la dejaré sin pesar, porque sea cual sea el momento, esta agotada…
»Había lágrimas en mi voz. Cogí sus manos y las besé dulcemente. Esperaba que mi devoción la turbase, pero se limitó a decir, sonriendo:
»Muy bien. Has pronunciado un bonito discurso.
»Miré a Arias, que cortaba ceñudamente con su cuchillo el tallo de una de las flores que adornaban la mesa.
»—Brindo por ti también —dije—. Que seas feliz.
»Alcé la copa. Me temblaba un poco la mano; pero eran tan grandes en aquel momento mi amargura y mi renunciación, que la muerte no me parecía más que un refugio.
»“Puesto que ella lo quiere, sea —pensaba—. Es inútil luchar”.
»Parte del líquido corría ya por mi garganta, cuando Arias se puso en pie.
»—¿Por qué bebes —gritó—, si tú sabes bien que es veneno?
»Y de un golpe hizo saltar la copa de mi mano.
»Caí al suelo. Después estuve enfermo muchos días. Me dijeron que Lina y Arias se habían marchado aquella misma noche, llevándose el dinero de la venta del ganado. Con mis ahorros reintegré hasta donde pude el desfalco, y regresé a Europa. ¿Por qué fue así todo esto? Acaso la misma mujer no supiera explicarlo».