—¡Alodia! ¡Alodia!
Llamaban apresuradamente a la puerta y la mujeruca salió. Hubo un cuchicheo sobresaltado y la tía de Carabel volvió a entrar, con susto en los ojos.
—Se ha suicidado la señora Martina.
Amaro evocó la figura harapienta de aquella mujer agotada, débil, envejecida, que habitaba en otro de los departamentos aguardillados de la casa y a la que había encontrado muchas veces jadeando en la interminable escalera, con la ancha cesta de avellanas y cacahuetes sostenida difícilmente sobre el costado.
—Germana ha venido a avisar —siguió Alodia—. Han encontrado el cadáver en el Canalillo. ¡Señor, Señor, qué desgracia! El hijito de la pobre Martina, ¡inocente!, no sabe nada aún. Ha ido a esperarla, como todas las noches, a la esquina donde ella solía colocarse para vender. Voy a buscarlo. ¿Irás tú a la habitación de la infeliz?
—¿Para qué? La difunta no está allí, y aunque estuviese, ya no nos necesita.
—Pero Germana aguardará al niño para que no se encuentre solo en su casita desierta. Acompáñala mientras yo regreso.
—¡Sensiblerías! —gruñó Carabel.
La premura con que se levantó para dirigirse al cuarto de la suicida hubiese hecho pensar a cualquiera que un súbito arrepentimiento había abatido al espíritu fuerte que acababa de pronunciar tan enérgicas palabras. Como si se anticipase a desvanecer tal recelo, afirmó Carabel:
—Si voy, es porque esos espectáculos templan mis intenciones.
Saludó a Germana, sentada en triste actitud meditativa en la paupérrima habitación de la vendedora ambulante. Sentóse él también y preguntó, con voz contenida:
—¿Por qué se suicidó? ¿Se sabe?
La joven abrió sus bellos ojos asombrados.
—¿Por qué se mató? Pregunte usted más bien por qué vivió hasta la tarde de hoy. Pero ella misma no sabría decirlo. Tenía treinta años y parecía una vieja. Creo que no conoció nunca un día feliz; adoraba a su marido, y su marido la maltrataba y bebía su jornal o lo disipaba con mujerzuelas. Vio morir a tres hijos. Para que ellos comiesen, pasó hambre muchas veces, y trabajó tanto que estaba ya insensibilizada por la fatiga. Hace tres años que la desahuciaron los médicos; desde entonces me ha dicho más de una vez: «No puedo morirme, Germana, aunque lo siento muy de veras; pero ¿quién cuidará del pequeño Cami?». Oyéndola, parecía que le estaba vedado ese descanso, como todos los demás descansos, y que no lo tendría jamás. Ganaba tan escaso dinero, que yo no sé cómo lograban mantenerse. Ayer dio a su hijo el puñado de avellanas que quedaba en el fondo de su cesta. Ella no comió nada. Aquí no había ya cosa alguna por la que un trapero diese una sola peseta. ¿Qué quiere usted que hiciese la infeliz? Quizá hubiese soportado el hambre, pero no quiso, sin duda, ver cómo sufría del mismo mal el pequeñuelo.
En aquel momento empujaron la puerta y unos nudillos la batieron tímidamente. Un hombre pálido, de barba descuidada, avanzó para inquirir noticias. Era el vecino del tercero. Murmuró, después de escuchar algunos detalles de la desgracia:
—¡Triste vida!
—La que nos espera a muchas —auguró sombríamente Germana.
—Es verdad, es verdad. Así es —se dolió el hombre.
Carabel miró con atención a la muchacha. Varias veces había hecho internamente la alabanza de aquella joven alegre y fuerte, cuyas canciones llegaban al través del corredor hasta su cuarto. Vivía en aquel último piso, entre la habitación de Ginesta y la de Martina. Trabajaba en la fábrica de fósforos, y desde que su hermano había emprendido, en busca de fortuna, el camino de América, nadie aliviaba su soledad. Poseía una belleza extrañamente delicada que alcanzaba a dar cierta distinción a sus gestos, a sus actitudes y hasta a la humilde ropa que vestía.
Sacudido por una repentina cólera, Carabel se puso en pie y golpeó la mesa.
—¿Por qué ha de ser así? —protestó—. Sólo son desgraciados los cobardes, los que tienen alma de esclavo y se avienen a obedecer las leyes de los que se sienten felices para evitar que les arrebatemos una parte de su ventura. ¡Pero hay que extender las garras! Cuando son ricos, nos dicen: «No robes»; cuando se han llevado las más hermosas mujeres, nos conminan: «No las codicies»; cuando temen que la ira fragüe en el secreto de nuestro corazón venganzas contra su egoísmo, nos impelen a traicionar nuestras intenciones aconsejándonos: «No mientas»; cuando la miseria y la injusticia nos han enloquecido y se alza ya nuestra mano violenta, nos gritan: «No mates». Entonces humillamos estúpidamente la cabeza, pensando: «Es cierto: no debo robar, ni mentir, ni matar». Y el hombre feliz, con la servilleta extendida sobre el vientre, continúa su banquete después de ofrecernos amablemente que alguien nos pagará, cuando muramos, el respeto con que obedecemos la ley moral. No se nos ocurre gritar: «¿Y la vida, y mi propia vida?». Continuamos balando tristemente, como corderos. Es preciso saber saltar a la garganta de todas esas preocupaciones y estrangularlas.
—Bien —mugió el vecino del tercero—; si usted tuviese cinco hijos, como yo, no sé lo que haría.
Amaro se detuvo ante él, con ojos centelleantes:
—¿Quiere usted saber lo que haría yo? ¡Abandonarlos!
—¡Oh! ¡Oh! —hizo el hombre sucio.
—¡Abandonarlos! Arrojarlos, como cinco piedras, a la cara de la sociedad. Sembrar el mundo de chiquillos abandonados equivale a sembrarlo de bombas. ¿Cuánto gana usted?
—Setenta duros.
—Setenta duros para siete personas. No pueden ustedes ni comer, ni vestir, ni gozar del más pequeño regalo. Mientras que si usted echase toda su familia a la calle, podría pasarlo regularmente con ese mismo dinero. En vez de eso, que sería lo razonable, se dedicará a hacer de sus hijos «hombres honrados»; es decir, a arrancarles las garras y los dientes con que les sería posible defenderse y acometer cuando les llegase su hora.
El padre de familia rayaba maquinalmente, con una uña quemada por el tabaco, la blanda madera de la mesita. Contestó con lentas palabras:
—Lo que gano bastaría para mí, es cierto… Otros hacen eso que usted dice. El marido de la pobre Martina, por ejemplo… Yo no sabría. Quizá lo haya pensado vagamente alguna vez, porque cuando es tan dura la vida, no hay mala idea que no nos tiente. Uno abre su alma de par en par por si llega alguna ocurrencia salvadora, y entran pensamientos de todas clases. Pero… no podría. Es una incapacidad que no siento en mi espíritu, sino en mi cuerpo: una incapacidad fisiológica. Como no puedo salir volando por esa ventana. Sería imposible que yo gozase de una buena comida, sabiendo que mi gente sufría el hambre; no habría fuego que me calentase si tuviera que pensar, junto a él, que mis hijos tiritaban de frío en una esquina. Por eso nada de lo que hago por ellos es meritorio. Otros hablan de sacrificios. Yo, no. No me he sacrificado nunca; he procedido tan naturalmente como cuando respiro o cuando duermo. No me cuesta trabajo ser así, no me violenta… Para ser como usted aconseja, haría falta rehacerme…, cambiarme el corazón…, no sé…
—¡Por cobardía, por cobardía! Pero, ¡Dios mío!, ¿cómo es posible que seamos así y que puedan ocurrir entre nosotros dramas como el de esa desdichada mujer? ¿Por qué todas las personas que piensan melancólicamente en matarse, para abreviar los suplicios de la miseria, no se lanzan antes a la calle, enloquecidas de cólera, contra el mundo entero?
—Usted olvida que la civilización suaviza nuestros impulsos.
—¡La civilización! Sí, conozco lo que se dice acerca de ella. ¿Qué nos falta? Ella nos lo ha dado todo. Recorremos las profundidades marinas, escalamos los cielos, donde dimos albergue a la divinidad; hemos trenzado vigorosamente las cuerdas que nos unen en una bien comprendida solidaridad humana; millones de escuelas, millares de universidades rezuman cultura, y una apretada lluvia de publicaciones espolvorea ciencia, fácilmente asimilable, sobre todas las frentes. La higiene ha acorralado al ejército de supersticiones que antes tenían la pretensión estúpida de velar por la salud. El término medio de la existencia se ha elevado. Oímos en Madrid un concierto que suena en las Filipinas; no hay bandidos en las carreteras; un buque puede recorrer en doce días la distancia que separa a Lisboa de Buenos Aires. Entre el ciudadano actual y aquel que edificaba chozas sobre estacas hundidas en el fondo cenagoso de una laguna hay una distancia inmensa. ¿Es cierto?
—Es cierto.
—Pues yo le digo a usted, señor mío, que todo eso no representa nada. ¿Lo oye usted? ¡Nada! Porque en la historia del mundo no puede hallarse algo más estremecedor que la angustia de esa infeliz en las horas que vivió pensando: «Tengo hambre y no puedo aplacarla; cuando amanezca el nuevo día, me mataré». Camino de la muerte vio los escaparates de las casas de comidas, los vehículos que pasaban para el mercado, las gentes bien nutridas que iban y venían indiferentemente cerca de ella… Y se suicidó, y todos la dejamos suicidarse. Cuando esto sucede en una ciudad de un millón de habitantes, cuando al publicarse la noticia no anda la gente por las calles avergonzada y llorosa, ¿qué importante superioridad, qué ventaja espiritual tiene el hombre de hoy sobre el hombre de las cavernas?
Germana habló:
—La humanidad es mala, pero ¿qué podemos hacer nosotros?
Carabel se revolvió violentamente hacia la joven.
—¿Lo pregunta usted? Si yo fuese mujer y tuviera una cara bonita, crea que no me preocuparía mucho el precio de las viandas. Se lo aseguro. Para una mujer joven y guapa no es un problema difícil el de la vida.
—¡Qué abominación! —comentó con disgusto el vecino del tercero—. Debiera darle a usted vergüenza hablar así.
Carabel se encogió de hombros.
—¡Bueno! Pues que se muera de anemia.
Germana comenzó a decir, con los ojos cargados de sombras bajo las cejas fruncidas:
—Yo también, algunas veces, he pensado que…
Se interrumpió. Alodia acababa de entrar con el pequeño Cami. Doliéronse:
—¡El infeliz!… ¡Sólito en el mundo!
—¿Qué será ahora de él?
—Mañana lo llevarán al asilo.
El padre de familia pasó suavemente su mano sobre la cabeza del huérfano.
—Si yo no tuviese ya cinco hijos… —insinuó—. Pero en mi casa el pan no es abundante…
Germana dijo:
—Yo podría recogerlo; pero ¿quién lo cuidará mientras trabajo en la fábrica?
Enmudecieron en un silencio lleno de tristeza.
Los cuatro rostros, preocupados, inclinábanse sobre el niño como si quisieran leer en él algún indicio de la crueldad del futuro. Amaro resolvió, lentamente:
—Al menos…, mientras no se hagan cargo de él… puede estar con nosotros… Por unas horas…
* * *
Cuando llegó la noche siguiente, mientras el pequeño Camilo dormía en la habitación de Alodia, tía y sobrino hablaron de él.
—Mañana —dijo la mujer— quizá vengan a buscarlo.
—¿Quiénes?
—Los del Municipio, los de la Diputación Provincial… No sé…
—No estará peor que con su madre.
—¡Pobrecillo! Temo que no durará mucho. Parece tan débil…
—Igual sería que tuviese fortaleza. En los hospitales mueren todos.
—¿Todos? ¡Angeles de mi alma!
—Sí, lo he leído en un periódico.
—¡Qué pena! ¡Un chico tan guapote!
—No, no tiene nada de eso.
—Pero es gracioso.
—¡Pchs! A los nueve años todos parecen graciosos.
Transcurrieron veinticuatro horas más y nadie se presentó a reclamar al niño. Alodia comentó:
—Lo dejarán morir como a un cachorro.
Amaro calló.
—Mañana —dijo la mujer, espiándole— lo llevaré yo misma al Gobierno Civil.
Entonces Amaro dio unos breves pasos por el comedor.
—Sí —dijo—, será necesario… Aunque a mí me parece… En fin, yo creo que haríamos un gran negocio quedándonos con él.
—¿Un buen negocio, Amaro? —preguntó la mujer con extrañeza.
—Conozco un hombre, ciego de profesión, que daría por un niño así lo que se quisiera pedirle.
—¿Para qué?
—¡Oh! ¿Para qué? Para muchas cosas. Usted no entiende. Le diré tan sólo que un chiquillo dedicado a pedir limosna en una ciudad como Madrid, puede ganar más dinero que un jefe de sección de la Banca Aznar y Bofarull.
—¿Es posible, Amaro?
—Lo sé ciertamente. Así como así, había pensado vagamente algo relacionado con ese asunto… Era un proyecto todavía… Pero ya que tenemos aquí este personaje…
—¿Y qué va a hacer él, cuitado?
—Lo que hacen tantos otros. Me molesta ese tono con que acaba usted de hablar, tía. ¿Se ha olvidado de que soy un malhechor sin prejuicios? ¿O debo entender que no contaré con su ayuda? Le ruego a usted que, al menos, no entorpezca mi carrera con la sensiblería de sus escrúpulos.
—Eres injusto, Amaro —protestó Alodia, asustada—; no he querido decir…
—Por otra parte —interrumpió Carabel, excitado—, este crío no sufrirá ningún mal ni perderá nada bajo mi guía, porque si yo consigo hacer de él un canalla, un buen canalla, su situación en la sociedad será ventajosísima…
—Sin duda, sin duda… Entonces, ¿cómo debo proceder con el pequeño?
—Retengámosle. Yo estudiaré mi plan. Si vienen a reclamarlo, diga que lo adoptamos nosotros.
Pero nadie se preocupó por la suerte del diminuto Cami, que al poco tiempo se sentía tan feliz en su nueva morada como si en ella hubiesen transcurrido los nueve años de su tierna vida. Estorbaba poco. El rincón del mundo preferido por él era el pequeño y sombrío espacio al que formaba techo el jergón de la cama de Alodia. Arrastraba al gato hasta aquel territorio únicamente explorado por la escoba de la mujer, y lo acariciaba o torturaba y dialogaba con él durante casi todas las horas del día.
Ginesta apareció una noche en la casa de sus amigos. Había estado ausente en comisión de servicio, vigilando a una mujer que no merecía la confianza de su esposo. Como reliquia de aquella labor traía en una sien un trozo de esparadrapo. Apenas se hubo acomodado en su silla, el visitante comentó, con befa disimulada:
—Ya sé que han recogido ustedes al hijo de Martina. Siempre les tuve por personas de buen corazón. Entonces…, ¿van bien los asuntos?
Carabel sintió la punzada de aquella ironía y le miró furiosamente.
—No; los asuntos van mal, pero sin el auxilio de la paciencia no se puede llegar muy lejos.
—Amaro —sonrió el policía particular—, ¿ha recogido usted al pequeño para entrenarse en la cachaza?
—Usted me cree un infeliz —saltó Carabel—, pero se admirará algún día al ver a dónde llego. Ese chiquillo no está aquí por sentimentalismo, sino en explotación. Es un negocio que voy a emprender. No soy yo quien lo ampara, sino él quien me producirá provecho.
—¿Piensa usted devorarlo, Carabel?
—Lo que haya de hacer, ya lo verá bien pronto.
—Nunca he sabido que los niños sirviesen para algo útil.
Alodia intervino:
—¿Cómo explica usted, según eso, que existan ladrones de niños? Algo valdrán. No se roba aquello que no beneficia.
Ginesta movió la cabeza con el gesto condolido de aquel que acaba de oír hablar a un loco. Luego aclaró, doctoralmente:
—El ladrón de chiquillos no es un producto natural.
Amaro frunció el ceño.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que mientras el carterista surgió como una consecuencia inmediata a la aparición de las carteras, mientras el ladrón de caballos o de gallinas nació casi al mismo tiempo que el propietario de esos animales, el ladrón de chiquillos no debe su existencia a esa misma sana espontaneidad. A ningún ladrón de buen sentido se le ocurrió nunca robar criaturas. Le bastaba estudiar lo que les ocurría a los infelices ciudadanos de una familia numerosa y honradamente elaborada, por añadidura, para comprender que en eso no había el menor negocio. Aparte los casos de venganza o para obtener un lucro por el rescate, se pierde estúpidamente el tiempo.
—Pues ¿por qué los roban?
—Por sugestiones literarias, créame usted. En este asunto, como en tantos otros, la fantasía se adelantó a la realidad y la hizo después posible. Todos sabemos que los novelistas son seres que andan siempre buscando la manera de distinguirse por la originalidad de sus ideas. A uno de ellos se le antojó un día contar que un bandido había robado a un niño pobre y sucio; robado porque sí, sin otra razón que el valor intrínseco del arrapiezo. El público debía echarse a reír, pero lloró a chorros. Fue un éxito tan enorme, que inmediatamente se lanzaron centenares, millares de novelistas, por aquel camino que tan fácilmente llegaba a la irreflexiva compasión de los lectores. ¿En cuántas novelas del siglo pasado se narra el robo de un niño? Son innumerables. En la necesidad de justificar aquel acto idiota, aseguraban que los chiquillos eran robados con dos fines: unos, para que mendigasen; otros, para que se lanzasen a dar saltos mortales en los circos de feria. Estos chicos de las novelas siempre eran bellísimos y se descoyuntaban con una encantadora simpatía, por lo cual todo el mundo se apresuraba a darles limosna y a llenar la barraca de los títeres. Sus explotadores se enriquecían…
—Eso he leído muchas veces.
—Todos lo hemos leído, y mucha gente se alucinaba por estas falsas informaciones, que no se tomaban el trabajo de comprobar. Hombres y mujeres de cerebro raquítico se lanzaron a robar realmente chiquillos, suponiendo que un hombre ilustre, un escritor admirado que afirmaba que tal negocio era fructífero, no había de engañarlos. Robaron llenos de fe en el novelista, pero la realidad hizo caer bien pronto la venda de sus ojos. En primer lugar, tenían que apoderarse de niños muy pequeñitos, porque los que ya tenían uso de razón los denunciaban. Era preciso gastar mucho dinero en harina lacteada, leche, sopas…; y trajes y visitas del médico, y pastillas para las lombrices…; y noches enteras pasadas en claro porque el crío estaba echando los dientes y gritaba como si se los clavasen a él. Un infierno de vida. Y luego, cuando el muchacho podía servir para algo, se escapaba para asistir a las capeas.
Miró de reojo a sus oyentes para comprobar el efecto de sus palabras.
Amaro aseguró, con despecho:
—Usted es un pesimista, amigo mío.
—Será así, si usted quiere, pero yo entiendo algo de eso. Es mi profesión, y estudié muchos casos. Todavía puedo añadir que los que sufrieron una desilusión más grande fueron los ladrones que se inclinaron a convertir los niños en acróbatas. Encontráronse desde luego con que no sabían descoyuntar al chico. Para descoyuntar a un chico hace falta mucha ciencia y una preparación especial. En los ensayos, los ladrones estropearon una asombrosa cantidad de niños. Les retorcían una pierna, y no conseguían más que dejarlos cojos. Le retorcían una mano, y el chico quedaba manco para siempre; pero esto no servía de nada en un circo. Empezaron a verse por el mundo adelante demasiadas criaturas con las piernas torcidas, con los brazos en cabestrillo y con las narices aplastadas. Los ladrones tenían que trabajar desaforadamente para comprarles árnica y tafetán. Solía ocurrir que los pequeñuelos no sentían afición al acrobatismo, y lo más que lograban era dar la vuelta del carnero, apoyando en el suelo la frente y echando los pies por alto. Por ver este elemental ejercicio nadie daría cinco céntimos. Un horrible negocio.
—Pero no siempre ocurriría así.
—No; a veces se adueñaban los malhechores de un niño con ciertas facultades, y entonces, aunque parezca mentira, era peor. Yo conozco a un antiguo ladrón de niños, ya retirado, y le oí contar el quebranto sufrido con un muchachuelo del que se apoderó en un cine. El diablillo tenía sangre de malabarista. En sus ensayos le rompió toda la vajilla al pobre ladrón. Los equilibrios que intentaba hacer sobre las pirámides de sillas y mesas dieron fin al mobiliario. Se columpiaba agarrado a las lámparas y reventaba los muelles de los divanes a fuerza de saltar sobre ellos. El ladrón quedó casi en la miseria. Robar chiquillos es una necedad, hasta en las novelas, y del que ustedes retienen no recibirán más que disgustos. Si admiten un buen consejo, entréguenlo al primer guardia que pase mañana frente a esta casa.
—Gracias por sus noticias, Ginesta —respondió Amaro de mal humor—. Volveremos a hablar de este asunto dentro de algún tiempo. Yo también sé andar por la vida.
El agente encogióse de hombros y no contestó.
* * *
Carabel se dedicó durante algún tiempo a la educación de Camilo. Estaba seguro de haber recibido a la criatura en la edad más propicia para moldear su carácter y dejar en él, fuertemente enterradas, las semillas de una enseñanza provechosa que, al desarrollarse con los años, le convertirían en un hombre de presa. Un día salieron juntos a pasear. El chiquillo había heredado de Carabel una vieja gorra verde cuya visera le asombraba la pálida carita, y Alodia, para preservarle del frío, había hecho para él una bufanda con los restos de un chal amarillo. Estas prendas tenían la rara condición de estimular a todos los demás chiquillos a mofarse de quien las llevaba, y aun a golpearle reiteradamente. Pero Cami achacaba a envidia esta animosidad, y se mostraba orgulloso de su atavío. Aquel día le dijo Carabel:
—¿Ves toda esa muchedumbre? A ti te parece que marcha por el plano de la calle, horizontalmente, los unos al lado de los otros. Pero no es así más que en apariencia. Los hombres andan siempre encima de los hombres, y cada cual quiere trepar sobre algún otro. La humanidad son muchos montones, y hay que subir por ellos clavando las manos y los pies en la carne de los demás. Si no lo haces así, te quedas debajo y te aplastan.
Otra vez se detuvo con el arrapiezo delante de una librería:
—Fíjate en este comercio y no entres nunca en él ni en cualquiera que se le parezca. Los libros son lo más pernicioso que hay en el mundo. Si son novelas, representan la labor de hombres apocados, descontentos de su vida, que en vez de procurar reformarla activamente, se entregan a ensueños perezosos para hacerse la ilusión de que crean un mundo a su capricho. Nada hay más triste que un hombre que pasa sus horas con los ojos vagos y una pluma en la mano para referir sus alucinaciones a los demás, riendo y llorando con lo que les ocurre a unos personajes que no existen, y que él sabe mejor que nadie que no existen. Sólo los enfermos y los tímidos escriben novelas. Y lo peor es que perturban a quienes las leen, porque llegan a creerse protagonistas de novelas. Y en las novelas, una acción buena o una acción mala no queda oculta, porque el lector la conoce y premia con su simpatía o con su aversión al que la comete; pero en la vida no sucede igual, y una buena obra puede costarte cara y una canallada favorecerte, sin que nadie se entere. Si los libros son científicos, huye de ellos con mayor ligereza. Aprendes —como hice yo— algunos tratados de matemáticas, y en seguida aparece un caballero que te dice: «Pero ¿usted sabe matemáticas? ¡Qué felicidad! Venga usted a mi casa; le daré doscientas pesetas mensuales a cambio de toda su vida, para que agonice honorablemente». Aléjate de los libros, Cami.
Otra vez le llevó al Retiro. Un anciano arrojaba migas de pan a los pájaros, que acudían confiadamente. Carabel dejó que el niño contemplase la franciscana escena. Después le aleccionó así:
—Si alguna vez sobrase pan en tu casa, haz como ese hombre: dáselo a las aves mejor que a un semejante tuyo. Esto ofrece la ventaja de que si un día no tienes pan, puedes comerte las aves. Pero nunca lo hagas por piedad. La piedad no existe en el mundo. La condición de la vida es devorar lo que vive, y quien se sustraiga a ello, por ese sentimiento de debilidad al que llaman «ternura», sucumbe siempre. No me opongo a que admires las plumas de un pájaro, si eso te divierte; pero no olvides jamás que debajo existe una deliciosa pechuga.
En alguna ocasión afirmaba orgullosamente que su infantil discípulo le escuchaba con tan reflexiva atención, que estaba seguro de convertirle en un hombre de provecho. Reservaba para más adelante transfundirle sus ideas acerca de la propiedad, y preparaba un sistema educativo cuyo principal fundamento era obligar diariamente al niño a que robase el desayuno encerrado en la alacena de la cocina, en vez de limitarse a pedirlo.
Una tarde en que Carabel leía la sección de sucesos de un periódico, Alodia se detuvo ante él, retorciendo la punta de su mandil con gesto irresoluto, y así esperó hasta que su sobrino alzó a ella la mirada interrogadora.
—¿Tienes algún dinero? —preguntó ella tímidamente.
La notoria inutilidad de aquella inquisición alarmó a Amaro.
—¿Qué ocurre? —exploró, frunciendo el ceño.
—Hoy es domingo…; no podemos empeñar nada…; hay que cenar…
—¿Se ha acabado todo?
—Todavía queda una peseta. Si tuvieses tú otra…
Carabel se levantó, fue hasta la ventana y contempló obstinadamente los tres metros de tejado que se extendían ante ella y los tubos de metal de las chimeneas, con sus copetes estremecidos por el viento. Estuvo así diez o doce minutos, en los que nadie pudo ver la expresión de su rostro.
Cuando se volvió fue para gritar con voz resuelta:
—¡Cami!
El pequeñuelo apareció, seguido de Fortunato, que alzaba el rabito como una bandera desprestigiada.
—Vamos a salir. Ponte la gorra.
Intervino la mujeruca:
—Habrá que lavarle. Ha estado jugando en la carbonera.
Amaro rechazó bruscamente:
—Así está bien.
Le tomó de la mano y recorrió con él, hasta el portal oscuro, la precipitada espiral de la escalera, invadida de un fétido olor a berzas cocidas. En la acera alcanzó a Germana, que subía hacia el centro de la ciudad.
Bromeó con ella:
—Al baile, ¿no? Ya estará el novio esperando.
—Sí, señor. ¿Y usted?
—A empeñar este crio.
Pero poco a poco fueron haciéndose graves sus voces, oprimidas por análoga preocupación. Germana iba a pasar la tarde en casa de una amiga, a la que pensaba pedir amparo y consejo, porque en la fábrica habían decidido reducir los días de trabajo y, cuando esto ocurriese, ella no ganaría ni para comer. Amaro escupió con desprecio:
—¡Qué asco de vida!
Y añadió indignado:
—Ésa es la moral social. Usted quiere trabajar honradamente, y no puede vivir. Pero si se decidiese a hacer de su capa un sayo, lo tendría todo: casa lujosa, mesa bien servida, automóvil, criados… La mujer sin escrúpulos es la que medra…
—No siempre…
—Es la que medra, Germana. Se suicidan por ellas, les amueblan pisos en la Gran Vía, y hasta se casan: se casan con magnates, con banqueros, con rentistas, con protésicos…
—¿Qué es un protésico?
—Un monstruo; dejemos ese tema. Adiós, Germana. Le deseo la mejor suerte, pero no creo que la logre usted jamás; no, no lo creo. Es usted demasiado sencilla…
Movió la cabeza, como un médico que acaba de formular un pronóstico desesperado, y se alejó, sumergido en desoladas preocupaciones. Pero algunos pasos más allá se detuvo con la impresión de haberse olvidado de algo.
«¡Ah! —descubrió al fin—. ¡Ese diablo de Cami!… ¿Dónde se habrá metido?».
Volvió atrás, mirando a todas partes, y al fin lo divisó en una callejuela, comprometido en rabiosa pelea con un chiquillo abismado en unos enormes pantalones de mahón. La gorra se le había calado al huérfano hasta más abajo de la nariz, y las largas puntas de la bufanda amarilla colgaban como si hubiesen sido heridas de muerte en la contienda.
«Estoy seguro de que esa horrible visera ha tenido la culpa de todo —pensó Carabel al acercarse—. Pero no está mal que la criatura se acostumbre al boxeo. Hay que dejar a los chicos que se endurezcan pegándose».
Sin embargo, fuese porque estimase bastante endurecido a Cami por el momento, o porque sintiese su actividad estimulada por aquel espectáculo, después de cerciorarse de la soledad del callejón, dio una hipócrita patada al arrapiezo del pantalón desmesurado, que no necesitó más para comprender que la lucha había concluido. Luego, como el huérfano, aislado del mundo por el amplio casquete de paño, continuase derrochando frenéticos puñetazos sin enterarse de la desaparición de su enemigo, Carabel lo pacificó con sus voces:
—¡Bueno, tú, que te has quedado solo! Y pon al sol la nariz, que no es sano eso.
El chiquillo, resoplando, alzó la visera, inquirió si aún quedaba algún vestigio de su rival y se acomodó la bufanda, mientras murmuraba algunas explicaciones acerca de los turbios propósitos del fugitivo en relación con la codiciable gorra. Amaro, grave otra vez, fue conduciéndole hacia las vías centrales, donde cuajaba el gentío dominical. Lentamente, sin mirarle, pero inclinada hacia él la cabeza, instruyó a su protegido acerca de lo que se esperaba de él.
—¿Comprendes? —preguntó.
—Si, señor.
—Como que es facilísimo —apoyó Carabel—. Al principio, si te diese vergüenza, te limitas a arrimarte a la pared, con la mano extendida, como si quisieras comprobar que no llueve. Es una actitud tan natural que no creo que te preocupe, ¿verdad?
—¿Qué me qué…?
—Que te preocupe.
El chiquillo echó la cabeza sobre la espalda para poder mirar a Carabel por debajo de la visera.
—Bueno —dijo melancólicamente.
—¡Así Dios me lleve como no has entendido ni una palabra! —gruñó Amaro—. ¿Irás a azorarte?
—No, señor.
—En el caso de que…; quiero decir, si el juego te distrae, si te entusiasma el éxito, pues… puedes acercarte a los transeúntes y decirles algo… Por ejemplo: «Señora, somos ocho hermanos y mi padre está sin empleo». O bien: «Caballero, esta noche me quedaré sin comer»… Y te aseguro que ocurrirá así como no te portes bien. El dinero lo guardas en los bolsillos del pantalón, y hasta que estén llenos, no metas ninguno en los de la chaqueta, porque puede caerse si es que corres.
—Sí, señor.
—A las ocho vuelves a casa.
—A las ocho.
—Sí. Puedes tomar el tranvía. Son diez céntimos.
—Sí, señor.
Estaban en la calle del Arenal. Amaro tendió su mirada a lo largo de una acera.
—Creo que éste es un buen sitio —murmuró—, un magnífico sitio… Debes quedarte aquí. ¿Recuerdas todo lo ordenado?
El chiquillo movió tan enérgicamente la cabeza que la nariz sufrió otro eclipse bajo la gorra.
—Pues acércate a aquella puerta, y no salgas de esta calle hasta que sea el momento de regresar.
Cami salió corriendo a la coxcojita, subió al umbral de mármol y se quedó erguido, como si hiciese centinela ante la puerta cerrada, las manos en los bolsillos de la chaqueta, una punta de la bufanda sobre el pecho y la otra sobre la espalda.
«No tiene experiencia aún —comentó Amaro, moviendo desaprobadoramente la cabeza—, pero la adquirirá en seguida. Los niños son mendigos por intuición».
En aquel momento, una señora se detuvo cerca de Cami para contemplar el escaparate de una tienda. El niño que llevaba de la mano vino a quedar frente al huérfano, e instantáneamente se abismó en la contemplación de la gorra verde. Estaba como hipnotizado.
Y Cami, después de soportar con toda dignidad aquel éxtasis durante treinta segundos, creyó que era llegada la ocasión de sacar una pulgada de lengua, y así lo hizo. El otro imitó su gesto. Entonces Cami sacó tanta lengua como hacía falta para tocar en la punta de la nariz. Visto aquello, su competidor torció la boca, cerró un ojo y bizcó el otro. Cami aprovechó esta merma en la capacidad visual del contrincante para escupirle en el gabán. Pero como Carabel accionase amenazadoramente desde la acera opuesta, el chiquillo volvió a inmovilizarse con la primitiva gravedad.
—¡La mano, la mano! —hacía señas Carabel.
Cami extendió la mano bruscamente. Un señor que pasaba avanzó horizontalmente el dorso de la suya, miró al cielo y siguió.
Cuando Amaro llegó a su casa tenía una idea. Pidió prestada la capa a Ginesta y preguntó con ansiedad a la tía Alodia:
—¿Tiene usted la peseta todavía?
—Sí.
—Démela.
Alodia buscó calmosamente en su bolsillo, mientras aclaraba con timidez:
—Mira que… no hay más que ésa.
—Descuide, que no se perderá. Será como un reclamo para atraer otras.
Y volvió a salir apresuradamente.
Cerca de la calle del Arenal, alzó hasta los ojos el embozo de la capa para no ser reconocido por Cami, y se dedicó a buscarle entre el gentío abundante que recorría las aceras con la calma dominical. Lo encontró inmovilizado ante un escaparate donde se exhibían todas las suculencias en que puede descomponerse un cerdo bien nutrido. En el rostro pálido del arrapiezo se transparentaba la profunda seriedad del esfuerzo con que procuraba adivinar el sabor de aquellos desconocidos productos. Carabel pasó, empujándole levemente; siguió hasta el final de la calle y volvió a pasar. Entonces asomó la mano bajo la capa, deteniéndose un instante, y ofreció al chiquillo la peseta. Cami la miró, alzó los ojos hacia el embozo, frotó con la manga la naricilla enrojecida por el viento serrano y, bruscamente, se apoderó de la moneda y escondió en la espalda el puño en que la había encerrado.
Carabel continuó su marcha. Se iba diciendo:
«Esto le servirá de estímulo. Es un principiante y no me extraña que proceda con timidez. Pero ahora, alentado por la facilidad con que un transeúnte le ha dado una peseta, se lanzará al acoso de todo el que pase ante él. Ha sido un truco magnífico… La infancia es codiciosa… No hay un solo niño —ni aun los hijos de los millonarios— al que no le agrade pedir dinero».
Antes de las ocho de la noche estaba ya en su casa, esperando impacientemente el regreso del neófito.
Al fin le oyó llamar a la puerta.
—Ahí está la cena, tía —anunció de buen humor.
Cami entró, con el pelo alborotado y el amarillo nudo de la bufanda apretándole el cuello. Carabel le examinó con ojos escrutadores, sonrientes:
—¿Cómo va, buena pieza? ¿Estás contento?
—Sí —pió el chiquillo.
—Aún queda buena gente en el mundo, ¿no es eso?
Evidentemente no entendió, pero movió varias veces la cabeza con energía. Carabel, sin dejar de sonreír, vigilaba las manos, que Cami sostenía hundidas en los bolsillos.
—¿Has hecho lo que te mandé?
Nuevos movimientos afirmativos de la despeinada cabeza.
—¿Tienes ganas de comer?
—Bueno —concedió sin gran entusiasmo el crío.
—Pues vengan esos cuartos. ¿Cuánto dinero traes?
—Ninguno.
—¿Cómo? —Amaro frunció el ceño—, ¿no te han dado nada?
—Nada.
—¿Ni cinco céntimos?
—No.
Carabel le miró a los ojos.
—¿Ni una peseta?
—No, señor.
Carabel le contempló con una mezcla de sorpresa y de ira.
—Acércate.
Atrajo a Cami y le palpó los bolsillos. Nada. En la cara del niño, cuajada en una inocente y candorosa expresión, vio, sobre los labios, una mancha blanquecina, pegajosa al tacto. De entre las arrugas de la amarilla bufanda, Carabel recogió algunas partículas sospechosas. Las examinó a la luz, las aplastó entre sus dedos.
«Así Dios me salve —murmuró— como este galopín se ha comido una peseta de merengues».
Levantóse de mal humor.
—¡Ea, buenas noches, tía! Espero que duerma usted mejor de lo que ha cenado.