CAPÍTULO IV

QUE REGISTRA UNA BAJA EN LA COMUNIDAD DE LOS HOMBRES HONRADOS

Su primera impresión fue la de que los guardias se habían transformado; para decirlo más exactamente, los veía entonces como si acabasen de surgir, como si antes no hubiesen existido nunca y ahora se revelasen bruscamente, numerosos y amenazadores, jalonando toda la ciudad. Advertía los uniformes oscuros antes que cualquier otra nota entre la multitud, y entonces palpitaba un poco más fuerte su corazón.

Pero no fue éste el único cambio. Las calles, las casas, los transeúntes, cuanto atraía su atención polarizada ya, teñida de un reflejo obsesivo, mostraban un aspecto diferente al habitual: una hosquedad y un hermetismo y un apercibimiento… Como si una voz misteriosa les hubiese gritado el alerta; como si ya supiesen…

Amaro llegó lentamente hasta la calle de Alcalá. Estaba próxima la medianoche. En los cafés, el humo del tabaco era como la neblina en que se mueven las imágenes de los sueños, y el sopor, como el humo, parecía haberse escapado por las bocas abiertas de los parroquianos, bostezantes, dominados por esa última pereza que impide marcharse a acostar. Carabel paseaba sin prisa, escrutándolo todo, con los ojos abiertos a una nueva visión: general que estudia un terreno ignorado o sabio que se inclina sobre un desconocido fenómeno. Así miraba y así sopesaba él. Hacía su ejercicio teórico antes de dar el inminente salto hacia la nueva vida que le esperaba piafando, enjaezada de ilusión, con ansias de galopadas magníficas, de largos caminos y de una soledad a la que hacía grata la fatiga de convivir en rebaño.

Íbase proponiendo problemas Carabel y su buen sentido los resolvía prontamente. La víspera, en una noche de desvelo, había sufrido un fracaso sensible en ejercicios de imaginación aplicados al robo, porque él creaba las situaciones y él las resolvía brillantemente en recursos fantásticos. Pero al hacer el balance de estos ensayos de nulo riesgo reconoció con honradez que sólo había glosado temas de folletín o de película, sin aplicación alguna a la realidad, y que no servía de enseñanza ni de provecho asaltar un tren que va de un punto a otro punto de nuestra masa gris. Bondadosamente concedió que tales fantasías podrían ser un estímulo para sus intenciones, pero se dijo que era mucho más útil atenerse a la sugestión de la realidad. Ver, estudiar casos, y resolverlos. A nadie le hace falta más espíritu práctico que a un ladrón. Si un ladrón se deja llevar por la fantasía, aumenta considerablemente los peligros de su negocio.

Estudiar la realidad. Bien. Pues allí estaba la realidad. Casas y casas…, comercios y viviendas, en alguno de cuyos rincones había dinero o algo que pudiese valerlo con abundancia… «En todas partes —había formulado Carabel, como un axioma— hay algo que robar». Pero ahora se daba cuenta de que esta creencia reclamaba muchas restricciones. Lo pensó deteniéndose frente al escaparate de una sombrerería, y más abajo, examinado un recinto donde se exhibían motores. Si él consiguiese huir con veinte sombreros o con un motor, ¿cuál no sería su embarazo para conseguir alguna utilidad de tales presas? En el mundo —¡qué rara cosa!— hay muchos lugares donde un ladrón no tendría nada que hacer. Quizá en la mayor parte de los lugares Carabel volvería a salir con las manos en los bolsillos. Ahora una joyería. ¡Diantre…, sí…, una joyería vale la pena! Y sin embargo, hay que prescindir también de las joyerías, porque ¿cómo entrar?… Amaro dedicó unos minutos a la busca de una solución y no se le ocurrieron más que procedimientos ruinosos o de peligrosísima lentitud. Se extrañó sinceramente de las dificultades que se oponen a abrir una puerta, y reconoció que, aunque él nunca había concedido importancia a esta operación, se precisa un estudio tan prolijo de la mecánica, una observación tan escrupulosa de las condiciones de tiempo y de lugar, y tal cantidad de instrumentos para hacer girar en silencio y sin ser advertido una puerta cuya llave no se posee, que resulta más útil consagrar toda esa actividad a la cirugía o a la investigación de martingalas para atenuar el riesgo en los juegos de azar.

Entonces, ¿qué podía intentar un hombre decidido a llevarse de cualquier parte algo que no fuese suyo? Porque allí estaba él, ávido de sentir el temblor, angustioso y dulce a un tiempo, del primer pecado, y era como si su afán se debatiese en la extensión de un desierto. Al final de aquel trozo de calle por donde paseaba su naciente melancolía, el Banco de España alzaba la corrección burguesa de su enorme edificio.

Pero no significaba para Carabel más que una burla dolorosa. Quedóse mirándolo atentamente y pensó, con tristeza:

«Oro en barras, fardos de billetes, sacos de monedas; pero también guardias civiles y porteros armados y timbres y cepos… Para robar en esta fortaleza de los millones sería necesario que la atacase en regla con un ejército, que batiese sus muros con artillería, que fuese, en fin, el jefe de una tropa aguerrida y bien pertrechada. Ahora, si yo dispusiese de esa tropa, vendería los cañones y saldría del apuro sin efusión de sangre».

Contempló un automóvil aparentemente abandonado frente al teatro de Apolo. Deslizarse cautelosamente en su interior, ponerlo en marcha y escaparse en él velozmente podía ser una buena hazaña, pero Carabel no conocía otro procedimiento de mover un auto que el de empujarlo con los hombros. Su mirada se paseó por las casas inasequibles, por los escaparates herméticos, por las puertas infranqueables… Todo el mundo miserablemente preocupado de defender sus miserables ochavos con cerraduras, con rejas, con mirillas para espiar, con policías que paseaban su ociosidad expectante. El hombre más decidido no podría allí, en el corazón de la ciudad, en un barrio suntuoso, cometer, con esperanzas de éxito, ni un hurto venial. Amaro sintió un gran desfallecimiento de espíritu, pero se rehízo pronto.

«Esto que ahora me ocurre —se dijo— es explicable, y le sucedería lo mismo a cualquier otro hombre que aún no se hubiese desprendido por completo de la máscara opresora de su honradez. Hay en el ladrón una experiencia profesional que aún no he logrado. Todavía no sé cómo se maneja una ganzúa, ni siquiera he visto nunca una ganzúa, pero me perfeccionaré rápidamente. Mientras tanto, creo que no sería prudente la tentativa de forzar una de estas puertas. Calma, que todo llegará».

Así pensó, pero no estaba contento. Sus atinadas reflexiones no conseguían disipar totalmente el mal humor del fracaso de su primer ejercicio teórico. Decidió irse a dormir y subió a un tranvía. Las calles se habían animado súbitamente con ese efímero hervor que los teatros lanzan a ellas al terminar la función de la noche. Aquí y allá, en próximas paradas, el tranvía fue recogiendo viajeros: señoras gordas, cansadas del ajetreo diario, que exhalan un suspiro al acabar de izarse; muchachitas arreboladas aún por el calor de la sala de espectáculos; padres de familia malhumorados por el dispendio y por la irritante compañía de su mujer… El coche quedó lleno de fatiga, de sueño y de fastidio: el cargamento habitual de la última hora; organismos con las pilas nerviosas gastadas, que las llevaban a cargar de nuevo en la corriente mórfica.

La plataforma posterior, donde Carabel se dejaba llevar hacia sus barrios, sostenía tantas personas como podían caber apretadamente en ella. Amaro iba oprimido contra la caja del motor, entre un guardia perdido hasta los ojos en su capote negro y un joven soslayado hacia un amigo, al que trataba de convencer de la conveniencia de pasar unas horas en un cabaré. Por cada viajero que bajaba, subían dos, y los demás gemían al ser aplastados por los que se abrían paso entre ellos. En una de estas ocasiones, al estirar Carabel su brazo derecho, sintió junto a su mano el bolsillo de la chaqueta de su vecino de plataforma. Tuvo entonces una sensación extraña de calor, y sus labios se secaron, porque en aquel momento, con rapidez que hizo simultáneas la acción y la idea, se le ocurrió que la ocasión estaba a su alcance, y que si verdaderamente deseaba probar su aptitud, la hazaña se le ofrecía en el fondo de aquel bolsillo.

Súbitamente, en un vuelco del corazón, resolvióse a «operar». Entornó los ojos, como si temiese que su expresión le delatase, y subió otra vez el brazo, en un movimiento natural, para hacerlo resbalar de nuevo hacia la abertura. Palpitaba todo él. Oía sin discernir las palabras que se pronunciaban a su alrededor y perdió la noción de los lugares que atravesaba el tranvía. Temió que le temblase la mano y se tranquilizó al comprobar que sólo le temblaban las piernas, aunque no las utilizaba en aquel trabajo. Había conseguido asomar las falangetas al bolsillo del joven, y profundizó un poco más. Muy lentamente… Sus ideas eran bruscas y luminosas, como relámpagos. Estallaba una: «¡Hay un guardia a la izquierda!»… Y otra en seguida: «¿Qué contendrá el bolsillo?»… Y otra: «Si se descubre, debo pretextar la apretura»… Fogonazos en el cerebro oscurecido…

Una uña tocó algo. ¡Valor, valor; presa segura! Un papel. ¿Un billete? ¿Una carta? No podía apreciar… Con el índice y el medio hizo suave tenaza y aprehendió aquel objeto. Su sangre corría a veces hecha fuego, y a veces hecha nieve. ¡Cuánto se tarda en elevar dos pulgadas un papel que está en la faltriquera del prójimo! Al fin, ya asoma por la abertura, ya sale…; un pequeño entorpecimiento. ¡Y fuera! Es un minúsculo paquete que Carabel oculta en su mano cerrada. ¡Tic, tac! El corazón, asustado, quiere desentenderse de todo y echar a correr. He aquí que el guardia rebulle, forcejea y se desplaza. ¿Habrá advertido?… Carabel enarca las cejas y descuelga el labio inferior para revestir una expresión que a él se le antoja representativa de la inocencia. Supone que si el guardia le mira, pensará: «Es la cara misma de la honradez». El guardia está ahora frente a él, pecho con pecho, forcejeando aún; casi le envuelve en el capote.

—¿Hace el favor?… Un momento… —ruega para pasar.

—¡Oh, naturalmente! —concede Amaro.

Pero su garganta reseca pronuncia esa frase empastada y sorda, como un gruñido. El guardia gana el estribo del coche. Se siente el golpe de sus fuertes botas sobre los adoquines. Carabel aprovecha la agitación para guardar lo hurtado en su propio bolsillo, y un poco más allá se apea.

Se volvió, al sombrío amparo de las casas, para ver alejarse el tranvía, con una indefinible sensación de contento; pensó que debiera haber retenido el número del coche para recordarlo cuando evocase su iniciación.

Y sonrió, feliz. ¡Qué fácil y que limpio «el golpe»! Ahora, el saberse fuera de todo peligro y la satisfacción de su audacia le inundaban de un dulce sentimiento de ventura. Deseó saber cuál era la presa con que se abría su catálogo de objetos sustraídos a la humanidad. Miró en torno. La calle estaba vacía. Cerca de un farol extrajo el paquetito y desarrugó el papel. Dos cigarrillos de cincuenta céntimos, envueltos en la desgarrada cubierta. ¡Dos cigarrillos!… El alma de Carabel osciló hacia la desilusión, pero se recuperó bien pronto.

Dos cigarrillos o diez mil duros, ¿qué importaba? Lo interesante era haber comprobado su decisión y su habilidad. Pudo haber tenido mucho dinero si en aquel bolsillo hubiese mucho dinero; no había más que dos cigarrillos, y estaban en su poder. Esto era lo capital. No es posible tampoco exigir a la gente que salga a la calle llevando una fortuna en los bolsillos de la chaqueta. Algunas veces el botín será óptimo; otras, mediocre. El acto de Carabel representaba algo que estaba al margen del fruto conseguido: su ruptura con la sociedad, con la virtud, con la vida pasada. Una virginidad perdida, el tiro inicial en la gran batalla que iba a librar contra todos y contra todo; el primer paso en el umbroso y regalado camino del mal.

«Soy, desde ahora —se dijo con melancólico orgullo—, un hombre fuera de la ley. Ellos lo han querido».

Se detuvo para meditar, mientras rehacía uno de los cigarrillos. Luego sacudió las últimas preocupaciones con un ademán de resolución.

«Fumémoslo a la salud de su anterior propietario».

Lo encendió, aspiró una grande bocanada y pensó que tenía un sabor especial, más grato que el de cualquier otro abominable cigarrillo de cincuenta céntimos. Sus meditaciones tomaron ya este rumbo y paladeó de antemano el placer que habían de procurarle sus hazañas futuras, mientras recorría las calles y lanzaba el humo robado al aire de la tranquila noche. Pero de repente, una chispita de recuerdo se encendió en su memoria. Frunció el ceño y exclamó a media voz, como rechazando una ocurrencia absurda:

«¡No! ¡Qué tontería!».

La chispa creció. Carabel gruñó entonces:

«¡Estaría bueno!».

El recuerdo adquirió mayor luz y calor de hoguera. Carabel, angustiado, llevó la mano al bolsillo derecho de su chaqueta; la mano se removió un poco y volvió a aparecer más agitada para correr a otro bolsillo. Contagiada de aquella diligencia, la izquierda lanzóse a exploraciones en todos los huecos del traje que caían bajo su jurisdicción, y durante dos o tres minutos entraron y salieron, en un nervioso registro, hasta caer, desalentadas, a lo largo del cuerpo. Carabel murmuró:

«Estoy seguro…; yo traía también dos cigarrillos de cincuenta…».

Concluyó:

«Me equivoqué. Me he robado a mí mismo. Confundí los bolsillos, próximos en la apretura».

Y suspiró decepcionado:

«Mañana será».

* * *

—¡Déjeme usted en paz, tía! —rogó de mal talante Carabel, dando una vuelta entre las sábanas y ocultando en ellas la cabeza.

—Pero si es cerca de mediodía, Amaro. ¿Estás enfermo?

—No, no estoy enfermo.

—Algo te ocurre entonces.

—No me ocurre nada, tía. ¿Quiere marcharse? Anoche me acosté a las dos y media, estuve cavilando hasta las cuatro… Usted no comprende…

Enardecido por su discurso, Amaro se decidió a sacar a la luz del día la despeinada cabeza y una mano, con la que accionó enérgicamente junto a los ojos cargados de sueño.

—Usted no comprende, pero yo tengo ahora mucho que meditar, tengo que forjar mis planes. Y esto no es muy sencillo. Por otra parte, si yo continúo levantándome a las ocho de la mañana, no adelantaremos gran cosa. Cuando un hombre se decide a tener tales costumbres, no puede madrugar. Yo bien sé lo que hago.

Y desapareció definitivamente bajo las sábanas.

No salió de su casa hasta después de cenar. Con el sosiego del hombre que posee un plan bien meditado, paseó por la ciudad, dejando huir el tiempo inútil, y la hora que él había elegido para realizar su plan le encontró en la esquina de la calle de Ríos Rosas, tranquilo y resuelto como si hubiese domado su porvenir.

«He aquí una magnífica calle», pensó.

Corría un largo soplo de aire frío y la luz temblaba ligeramente en los faroles. Masas de sombras caían desde lo alto de los tejados y se espesaban en los solares y detrás de algunas verjas, y se acurrucaban en los quicios, y hacían, con la proyección de los árboles, un puente también de sombra para atravesar diagonalmente la desierta calzada.

Quietud, una quietud temible. Por la mella de un solar se entreveían extensiones de campo, y más allá, casas elevadas con alguna ventanita luminosa. Los tranvías que iban y volvían de los Cuatro Caminos atropellaban periódicamente el silencio, lo aplastaban bajo sus ruedas como a una gran pelota de goma; pasaban, y el silencio se volvía a inflar lentamente hasta llegar desde el suelo a las estrellas, y esta aspiración infinita y esta espiración eran como la sístole y la diástole del corazón de la noche.

Alguna vez, en el extremo de la calle, la tierra vomitaba por la boca del Metro un puñadito de gente, que se desperdigaba. Primero eran buches de seis u ocho personas, que caminaban lentamente unidas por el engrudo de la relación familiar. Luego, parejas que regresaban del teatro o del cine. A las dos en punto, el Metro escupió un solo individuo, que subió de tres en tres los peldaños y se alejó con la prisa de un hortera que apenas dispone de seis horas para dormir. Y la larga y ancha vía quedó solitaria y muda.

Carabel la recorrió varias veces de un extremo a otro.

«Verdaderamente —se dijo satisfecho—, tengo instinto de ladrón, aunque nunca lo haya sospechado. He elegido el mejor campo de operaciones de todo Madrid. La hora, la soledad, la penumbra, la ausencia de guardias, árboles tras los que puedo esconderme… Este sitio tiene que ser una mina aun para el más torpe de los ladrones».

Y continuó su paseo, esperando la presencia de alguien en quien ensayar su energía. Manaba el tiempo con lentitud: las dos y media, las tres de la madrugada…, y ninguna persona apareció en la amplia calle. Carabel estaba ya transido de frío y comenzaba a achacar el fracaso a su habitual mala suerte, cuando vio aproximarse una sombra por una de las aceras. Se adelantó hacia ella con lento paso, para no despertar alarma. Cruzáronse cerca de un farol y se miraron rápidamente. El transeúnte era un hombre gordo, bajito, que templaba sus manos en los bolsillos de un gabán oscuro y silbaba con levedad una cancioncilla para atenuar el tedio de la caminata. Apenas pasó, Carabel, con una decisión brusca, volvióse, le alcanzó de un brinco y se detuvo a su lado.

—¡La cartera, señor! —exigió con voz ronca.

El transeúnte torció hacia él la cabeza y continuó su camino sin dejar de silbar.

«No me oyó», supuso Carabel.

Y repitió con más ímpetu:

—¡Le he pedido a usted la cartera!

Pero el hombre gordo parecía ya absolutamente desentendido de Amaro. Silbaba un poquito más fuerte y seguía andando con el mismo paso menudo de antes, como si no se hubiese dado cuenta de nada. Carabel marchaba próximo a su víctima, anhelante, conmovido, esperando el momento que sucediese… no sabía qué.

—¡Ea, señor! —apremió—. No perdamos el tiempo.

No había en la conducta del hombre gordo nada que autorizase a Carabel a forjarse la ilusión de que era escuchado. La fría tranquilidad de aquel desconocido, que imitaba ahora suavemente un trémolo de flauta, le cohibió y no halló palabras con que insistir. Durante tres minutos inacabables marchó en silencio, casi tocando el gabán oscuro del estoico, angustiosamente descontento de sí mismo y de su víctima. Casi gimió al fin:

—¿Me da usted la cartera? ¿Sí o no?

Silencio. Veinte pasos más. Encendido en impaciencia, desesperado ya, Carabel se colocó resueltamente ante el hombre, cortándole el paso. Protestó:

—¡Esto no es serio, reconózcalo! Al menos diga algo. O eche a correr, si quiere. Pero esto no se ha visto nunca. ¿No ha oído usted que tengo el propósito de robarle?

El otro preguntó entonces con acento seguro:

—¿Es usted el criado de Recuero?

—¡No!

—Por lo menos, ¿no le ha enviado a usted Recuero para asustarme?

—No; yo no conozco a Recuero.

—En ese caso, ¿quién es usted?

—Un ladrón, nada más.

El hombre gordo le miró de pies a cabeza, se encogió de hombros y reanudó su marcha.

—¡Usted está loco! —masculló.

Carabel volvió a caminar a su lado.

—Yo no sé qué idea tiene usted de estos trances —le reprochó, sinceramente dolido—; le aseguro que soy un ladrón que está aquí para robar a alguien; le pido que me entregue su dinero y usted sale del paso con una incongruencia. Perdone que le diga que eso no tiene sentido. Si bastase con dudar de la razón de aquel que quiere apoderarse de nuestros billetes, sería imposible robar a nadie.

—Entonces, seriamente, ¿usted es un ladrón?

—Seriamente, señor. No comprendo por qué lo duda.

—¡Hombre!, la verdad…, al principio creí… Como Recuero es un bromista y me ha amenazado… Pero ahora tampoco puedo dar crédito a lo que usted dice. Hace diez años que vivo en esta calle; en los diez no he sufrido un percance ni he tropezado siquiera con un sospechoso. Y siempre me retiro a las tres o las cuatro de la madrugada. Ni a mí, ni a nadie, le ha ocurrido nunca en estos parajes algo que hiciese escribir dos líneas a un periodista en la sección de sucesos.

—Pues no puede jurarse que sea ésta la Puerta del Sol.

—Precisamente. Muchas veces se lo he dicho a mi mujer y a Recuero: los sitios más seguros son aquellos que no lo parecen. Un hombre pusilánime, que no sepa juzgar la realidad y conozca la vida por los folletines, pasará siempre temblando por uno de estos lugares solitarios y oscuros, en los que hay tantos rincones donde puede emboscarse un malhechor. Pero su miedo será vano, porque los malhechores tienen más talento que los folletinistas y saben que es en tales escenarios donde no podrían realizar el menor negocio. Para robar no es un buen sitio aquel que no pisa nadie, sino uno por donde transcurra gente a la que se pueda asaltar. En la Puerta del Sol, el hombre más cobarde irá confiadamente. Aquí registrará todas las sombras con su mirada y acaso lleve apercibida la pistola en el bolsillo de su gabán. Mire usted esta calle. ¿Cree usted que tiene aspecto de que los cobradores de los bancos se dediquen a pasear a estas horas con sus carteras repletas de valores? Aquí, un ladrón no conseguiría más que atrapar una pulmonía.

—Bien pensado, quizá sea así —concedió Carabel, cavilosamente.

—Y así es. Los ladrones trabajan más de lo que nosotros imaginamos. Estudian los asuntos, leen periódicos, viajan mucho. No son tontos, no. Ahora dígame la verdad: ¿le envía Recuero?

—Palabra que no me envía nadie. Mire: me repugna la violencia, me he jurado no causar nunca daño en las personas; pero diga usted lo que diga, yo estoy aquí para… buscarme la vida. Ya hemos hablado bastante. Piense que lo que no ocurre en diez años, ocurre en una hora. ¿Cuánto lleva usted?

—¡Vamos! Usted es un delirante.

—Déjese robar por las buenas; no vayamos a tener disgusto.

El hombre gordo hizo sonar unas llaves en su bolsillo.

—Ya he llegado a mi casa. Buenas noches.

Carabel golpeó con el pie el suelo.

—¡Qué tozudez! Pero ¿por qué no ha de admitir que soy un ladrón? ¡Es desesperante! Todo porque tiene usted una teoría acerca de las calles y de los ladrones. ¡Tiene una teoría y ya se cree excusado de soltar el dinero!… ¡Vaya, es de una vanidad repugnante!

El hombre gordo le dio un golpecillo jovial con el índice en el estómago y abrió la puerta.

—Mis saludos a Recuero —gritó.

—¡Maldito Recuero!… Oiga usted…

—¡Ah, diablo! —exclamó el desconocido desde el umbral—. Me he olvidado de comprar cerillas para subir la escalera. ¿Tiene usted algunas…, me hace el favor?

—Tome. Pero oiga… en serio… ¿A usted qué más le da?…

—Buenas noches —deseó el hombre gordo.

Y se cerró la puerta tras él.

«Bien…, y se lleva mi encendedor…», murmuró Amaro con indignación verdadera, cruzando sus brazos frente a las hojas de hierro y cristal, en las que se transparentaba el resplandor cada vez más lejano y tenue de la llamita.

Cuando el último reflejo hubo desaparecido, Carabel mordió un juramento y remontó la calle a grandes trancos con una ira dolorosa en el corazón. Se sentía a la vez desatendido por la providencia y humillado por aquel hombre que no había querido reconocerle en su función malhechora.

«¡Se cuenta y no lo cree nadie! —bramaba—. Claro que su opinión sería otra muy distinta si yo le hubiese echado las manos al cuello».

Imaginó rencorosamente sus dedos ceñidos a la garganta del desconocido, y puso tal vehemencia en su vengativo ensueño, que le parecía sentir la carne blanducha, tocinosa, del hombre gordo hundirse bajo la presión asfixiante y rebosar en pliegues sobre las falanges. Fue tan viva la sensación, que le produjo repugnancia y disgusto. Se frotó nerviosamente las manos, como si hubiese quedado en ellas el zumo sebáceo de su víctima, y tranquilizó sus sobresaltados nervios diciéndose a sí mismo que nunca, fuera cual fuese el extremo a que le llevase su nueva condición de forajido, seria capaz de maltratar a nadie. Quizá un puñetazo…, si era en defensa propia…; pero lo que no haría jamás, aunque le costase la vida, sería estrangular a un gordo. Estaba seguro de desmayarse de asco y de horror. No, por nada del mundo… Y cuando rubricó in mente este pacto con los gordos, suspiró, más confortado, y miró a su alrededor.

Había llegado a los Cuatro Caminos. Vaciló. Tenía sed y frío y el cansancio de un paseo de varias horas. Llevaba algunos céntimos en el bolsillo y decidió buscar una taberna donde reponerse antes de emprender la caminata hacia su casa, al otro lado de la ciudad. Aventuróse por las callejuelas penumbrosas que alinean sus casas humildes a la izquierda de Bravo Murillo, y como hallase entornada la puerta de un cafetín misérrimo, entró y buscó asiento en un rincón, ante una mesita de mosaico, mellada y sucia.

Más de una docena de individuos respiraba, cuando él apareció, el aire cargado de olor a tabaco y aceite frito. Dormían unos, apoyados contra la pared, hundidas las manos en los pantalones; otros vociferaban con machaconería de beodos acerca de temas absurdos; próximo a Amaro, un cincuentón de barba sucia y cabello revuelto, que había alzado hasta la frente unas gafas oscuras, saboreaba con lentitud los últimos sorbos de café de su vaso, con ojos abstraídos, que lo mismo podían revelar sueño atrasado que una legítima preocupación por su evidente miseria. Al otro lado de Carabel, reclinado en el testero y con las piernas estiradas en toda su desmesurada longitud, otro hombre, vestido con un calzón noruego de pana descolorida y un jersey de dibujos egipcios, chupaba flemáticamente una pipa sin tabaco; sobre su mesa había un paquete mugriento y una copa vacía, a la que de cuando en cuando dedicaba un mirar saturado de dulce nostalgia.

«Estoy seguro —pensó Carabel, examinando disimuladamente la extraña clientela del cafetín, después de haber pedido un tercio de cerveza—, estoy seguro de que entre todos estos ciudadanos ni uno solo dejaría de sufrir una gran contrariedad si apareciese en la puerta la policía».

El hombre de barbas ascéticas dijo entonces, con tono de humildad, al del jersey egipcio:

—Si usted prefiere otro juego, propóngalo y quizá nos entendamos.

—No, no quiero —rechazó, sin mirarle, el del jersey—. Tú ganas siempre.

—¡Pobre de mí! No hay nadie que haya pagado cafés en esta casa. De cien veces, pierdo noventa y seis. Si este señor quiere comprobar lo que digo, podemos jugarnos su cerveza.

Carabel se excusó:

—Gracias…, no sé jugar.

El de las piernas largas desprendió la pipa de su boca.

—Eres un codicioso, Senén —reprochó—; debías ser tú el que convidase, porque tienes más dinero que todos los que aquí estamos, y aún preparas tus redes para procurarte voluptuosidades a nuestra costa. ¡Vete al diablo! Tengo la certeza de que no cederías por tres duros las limosnas de hoy, viejo cocodrilo.

Senén se solivió indignado.

—¡Por tres duros! Hace cinco días que no trabajo y viene usted con esas… Desde el viernes no he salido de mi casa hasta el mediodía de hoy; ya ve usted qué negocio.

—Adivino que no has querido encontrarte en ese tiempo con la guardia municipal.

—No fue por los guardias.

—Porque ha de saber usted —continuó el del jersey, dirigiéndose a Amaro, con el ansia sañuda de haberse dejado ganar varias consumiciones por el mendigo— que este señor es ciego hasta que se pone a jugar a la brisca. Entonces ve maravillosamente sus cartas y las del contrario.

—Es usted muy duro conmigo, Demetrio —se dolió Senén—, y está usted extraviando el juicio de este caballero, sin pensar que puede ser un empleado del Municipio, lo que sería doblemente doloroso.

Amaro aseguró que nunca había tenido con el Municipio relaciones cordiales y que estaba dispuesto a oír con todo agrado lo que quisieran decir personas tan interesantes como parecían ser sus vecinos.

—Bueno, así da gusto —declaró Senén—, porque no siempre se encuentra quien pueda comprender estas cuestiones. Lo que yo digo es que antes de juzgarnos tan severamente como Demetrio, se debía pensar con calma. Él está demasiado orgulloso desde que se hizo globe-trotter, pero bien le consta que ser mendigo no es tan fácil como pudiera creer un espíritu ligero. Antes era posible abrir llagas en la piel y conservarlas constantemente vivas, y con tan terrible aspecto que nadie se resistía a dar limosna. Aún quedan en las aldeas y en los pueblos muchos individuos que explotan este truco; pero en las ciudades es imposible intentarlo. En las ciudades se detiene al mendigo, se le concentra en campamentos, a veces hasta se le procura trabajo. Pero no siempre es trabajo lo que el mendigo quiere. En muchos casos no desea más que mendigar. Es un ser que ha nacido para eso, como otros nacen para abogados o para taberneros, y si se diesen cuenta de nuestra importancia social, no nos perseguirían tanto.

—Algunas veces he dado limosna —confesó Carabel—, pero nunca se me había ocurrido pensar en la importancia social de los mendigos.

—Por desgracia —lamentóse el de las barbas de anacoreta— eso mismo le ocurre a casi todo el mundo. Pero no se puede negar que estimulamos y mantenemos despiertos los nobles sentimientos de caridad. Y esto es mucho. Sin nosotros se hubiesen perdido, bastantes almas, y no le descubro a usted ningún secreto. Si después de meditar esto halla usted más importante la labor de un abogado, enredador de voluntades, tenga la bondad de decírmelo, y no hablaré con usted una palabra más en toda la noche.

—Algo hay de cierto… —reconoció Carabel.

—Seguramente —terció el del jersey africano con acerba ironía—, y también es verdad que si se calcula lo que vale la casita que tiene Senén en Vallecas, hay que suponer que ha salvado él solo más almas que un predicador.

—Me duele oír opiniones tan frívolas —aseguró Senén con sincero disgusto—. Ya se ha dicho muchas veces que el ahorro es una virtud, y resulta inconsecuente reprochárnosla. Por otra parte, como no sea explotando niños, nadie se enriquece en este oficio.

—¿Explotando niños? —indagó Amaro curiosamente.

El viejo guiñó un ojo en un gesto de ponderación infinita.

—Es lo mejor que hay. Una fortuna. ¿Tiene usted algún niño?

—No.

—¡Lástima! ¡Es un gran negocio!

—No queda muy atrás el de ser ciego o fingirlo —apuntó el implacable Demetrio.

—¿Qué sabe usted? —saltó el mendigo, indignado—. Fingirse ciego, cojo o manco merece más piedad y más respeto, porque también es más terrible que ser ciego, cojo o manco realmente. Un cojo sabe que no puede correr aunque quiera, y un ciego, que no puede ver. Pero el falso cojo es capaz de andar ligera y gentilmente, y ha de sacrificarse renunciando a ello, y el ciego voluntario prescinde de la luz, cuando le sería tan fácil abrir los ojos. ¿Sabe usted por qué he estado cinco en cama, vendado, gimiendo, soportando fricciones? Pues óigalo, y diga después si es fácil imitar esta conducta.

Pidió Senén una copa de aguardiente, pretextando que su estómago lo agradecía mucho, y contó. El viernes último avanzaba por una acera, en la que estaban reparando la alcantarilla. Un foso cortaba la calle, y él bien lo vio; lo vio entre las pestañas entornadas y al través de las gafas oscuras, cuando se hallaba a unos metros del peligro. No llevaba bastón y no podía tantear el suelo. Era la una de la tarde y la vía estaba desierta; algunas personas aquí y allí, en los balcones distantes; un chófer dormido en su auto, y a la puerta de un tenducho, cerca del foso, un mozalbete que fumaba y bostezaba apoyado en el quicio, cara a Senén, viéndole avanzar impasiblemente.

«Como no me socorra un alma caritativa —pensó Senén—, estoy fastidiado».

Pero no se le ocurrió ni por un instante torcer su ruta. Alguien podía verle desviarse del riesgo antes de llegar a él y entrar en sospechas. Además, existía en él una plausible conciencia profesional: era un ciego y tenía que portarse como tal ciego. El que está a las maduras, ha de estar también a las verdes.

Y siguió. Su esperanza —porque tuvo una esperanza— fue el muchacho que fumaba a la puerta de la tiendecita.

«Cuando me vea ir derecho al hoyo —se dijo—, correrá a ampararme o me advertirá con una voz».

Diez pasos antes de llegar al peligro, el seudo ciego comenzó a gritar:

«¡Una caridad, hermanitos!».

Pero esta sentida súplica no conmovió al mozalbete, que bostezó otra vez con indiferencia. El mendigo comprendió que debía hacer una aclaración necesaria.

«¡Pobre ciego! —clamó—. ¡Apiadarse del pobre ciego!».

Nada. Aquel único ser que podía salvarle del batacazo no se movió.

El simulador avanzó todavía un metro.

«¡Vosotros que tenéis vista —gritó—, mirad a quien de ella carece!».

El mozo le miraba, en efecto, y veía que iba derecho a la alcantarilla; pero se trataba de un joven que en la tarde anterior había apostado con un amigo que aquel que se cayese en el foso se mataría sin remedio, mientras que el amigo opinaba que sólo se rompería una pierna, o en el peor caso, las dos. Aquélla era la ocasión de comprobar su augurio, y el mozo se calló. Senén tenía un ojo puesto en el hoyo y otro en el joven, y no se explicaba por qué no acudía éste en su auxilio. ¿Sospechaba quizá?

Un paso…, otro…, la orilla… El falso ciego sufrió una vivísima angustia. ¿Qué hacer? ¿Darse al diablo y echar a correr, esquivando el riesgo y descubriendo la superchería? ¿Soportar la caída dolorosa? Fueron segundos de congoja tremenda. Al fin dio un paso más, con toda la naturalidad de un ciego auténtico, y se abatió en el hoyo.

Al terminar su relato, Senén agregó:

—Pasó al día siguiente por el mismo lugar el Espeso, un hombre que en su vida vio ni la luz de un relámpago, ciego de verdad, como el que más lo haya sido. También se cayó. Pero sus sufrimientos fueron infinitamente menores que los míos. Cuando se comenzó a asustar ya iba por el aire, y como se quedó sin sentido al tropezar en el fondo, apenas padeció dos segundos.

Carabel felicitó al narrador. En verdad, encontraba heroica su conducta. Pero el globe-trotter hizo un gesto desdeñoso. Él había recorrido tierras, había visto mundo y podía asegurar que el mendigo español estaba atrasadísimo. Era una vergüenza que unas cuantas señoritas, sin práctica bastante, reuniesen en un día, pidiendo limosna para la Liga Antituberculosa, más dinero que todos los mendigos de Madrid en dos meses. No; no había más que rutina y pereza. En Nueva York, por ejemplo, fracasarían todos. En Nueva York sería inútil que se apostase alguien con un sombrero en la mano en la esquina de una calle, allí donde los transeúntes van de prisa. Por regla general, los mendigos poseen coches viejos y pequeños y persiguen así a los carruajes grandes y lujosos, tocando lúgubremente la bocina y plañendo por las portezuelas:

«¡Hermanitos, hagan un bien de caridad!».

Era gente modernizada. Demetrio había conocido a uno, en el estado de Ohio, que tuvo una idea genial, como no nacería otra semejante en el cerebro de un pordiosero de España. Se le ocurrió a aquel hombre gastar sus ahorros en una estación emisora, y tosía abundantemente una hora diaria ante el aparato.

Su tos, cavernosa, profunda, desgarradora, se prendía en todas las antenas y conmovía a todos los radioescuchas. Muchos lloraban con los auriculares puestos. En las casas donde había altavoz, el bronco estruendo de aquel catarro poderoso hacía tintinear las copas en los aparadores.

Un minuto antes de terminar la hora se oía decir: «El que ha tenido el honor de radiotoser, es un pobre enfermo y necesitado que se llama James Brown. Vive en las superguardillas del rascacielos número tantos, calle de tal».

Y los donativos llegaban a centenares a su bolsa.

Senén comentó, abrumado por su pequeñez ante aquel ejemplo magnífico:

—Es otra gente…; tienen una preparación superior… Aquí hay que improvisarlo todo.

Y Demetrio sonrió, orgulloso de su amistad con el lejano hampón, perdida la mirada en el aire azul del humo, como si evocase la figura del ausente.

—Sí —dijo—, era un hombre excepcional. Había hecho magníficos negocios robando en los hoteles de Nueva York, y hubiera llegado muy lejos; pero a fuerza de andar descalzo y sin más ropa que un negro traje de punto por los pasillos, a horas en que ya no había calefacción, llegó a padecer un catarro crónico. Esto le estropeó la carrera, porque tosía irreprimiblemente, y todos los robados se despertaban. Entonces fue cuando se le ocurrió comprar la estación emisora, y no ha tenido que arrepentirse. Es una labor menos brillante, como él dice, pero más cómoda.

—¿Robaba en los hoteles? —preguntó Carabel.

—Sí, robaba en los hoteles.

—Muy difícil.

—Nada difícil. Se presentaba como un gentleman. Grandes éxitos. Joyas, carteras, objetos curiosos… Llegó a reunir veinte máquinas de afeitar, de oro de ley. Vea usted otra actividad que no se ejerce en España. En España no hay ladrones de hoteles.

—¿No hay?

—No, no hay.

—¿Por qué?

—¡Pchs! No saben…, no sirven…

Bostezó largamente; después miró el reloj al través de las lágrimas que enturbiaban sus ojos enrojecidos.

—¡Diantre! —murmuró—. Apenas me restan dos horas para dormir. Buenas noches.

Subió casi hasta la frente el elástico cuello de su jersey, estiró las piernas, escondió las manos en los bolsillos y comenzó a roncar sin más espera, como si tuviese prisa en apurar el sueño.

Entonces Carabel se marchó y fue pensando…, pensando…