Carabel se detuvo, un poco intimidado, en el umbral del gabinete. La presencia del desconocido, sentado a contraluz en una de las butaquitas enfundadas en croché, cortó el saludo en sus labios. Las palabras de doña Nieves tiraron de él:
—Pase, Amaro, pase.
Y en seguida, extendiendo un brazo indicador, hizo las presentaciones:
—Don Mateo Solá, potásico.
—Protésico —corrigió apresuradamente el designado.
Silvia se echó a reír.
—No sé de qué te ríes —le reprochó la madre—. Debiera ocurrírsete que tengo demasiadas cosas en que pensar para retener ese difícil nombre.
—De cualquier manera, no anduvo usted muy lejos, doña Nieves —concedió Solá—; pero el nombre no tiene nada de difícil.
—Preferiría cualquier otro —declaró con franqueza la señora—. Antes de que existiesen estas extrañas denominaciones, se sabía mejor lo que era cada uno.
—¡Antes! —sopló con suficiencia Mateo—. Antes ni aun se sospechaba la importancia de muchas cosas… La sociedad descansaba sobre tres hombres: el cura, el propietario y el militar. El dentista, por ejemplo, no era más que un sacamuelas, y se le vilipendiaba. ¿Quién iba a decir entonces que el odontólogo sería uno de los puntales más seguros de la civilización y del progreso, quizá su mejor apoyo? Y sin embargo, así es, y no creo que haya hoy quien lo ponga en duda —terminó, mirando a Carabel de soslayo.
—Espero que nadie le objetará a usted, amigo mío —apoyó doña Nieves con evidente intención de ampararle contra un posible mentís de Amaro.
—Sea así, en hora buena —exclamó el joven, al fin, recogiendo malhumoradamente aquella hostilidadad—. Pero yo preferiré siempre un ingeniero…
El señor Solá se volvió hacia él con un movimiento brusco.
—¿Sabe usted lo que es eso? Un tópico y no otra cosa que un tópico.
—No me extrañaría nada —afirmó doña Nieves, dando a entender con un gesto que de las palabras de Amaro sólo se podían esperar calamidades.
—Nuestra ciencia cambiará al mundo, y ninguna otra puede hacer lo mismo. Realice usted la obra más importante de ingeniería: un puente sobre el Atlántico. La humanidad pasará ese puente con sus caries y su piorrea, y no por eso será mejor. Observe usted el ejemplo de Norteamérica, donde el cuidado de la boca es un elemento de la educación, y las escuelas, los cuarteles, las agrupaciones todas y todos los individuos tienen su odontólogo. ¿Qué sucede después? Que las demás naciones se quejan de la invasión de películas americanas. Pero ¿es que en estos países se puede encontrar mucha gente que se atreva a reír ante un objetivo, enseñando los dientes? Temo que no. Una buena dentadura es la salud del cuerpo y es la salud del alma. Conozco más de un hecho convincente. Mi hermano Tomás era el hombre más desgraciado de la tierra. Se había casado con una hermosa muchacha; poseía juventud, los negocios marchaban viento en popa. Sin embargo, nadie ha podido tener noticia de un hogar tan triste como el de aquel matrimonio. Nunca lograba ver Tomás un gesto alegre en el rostro de su esposa. «¿Sabes lo que le pasa? —le dije un día en que sus quejas me conmovieron—. Que el segundo de sus incisivos está ennegrecido por la caries, y su coquetería le impide mostrarlo. Por eso no ríe». Se lo cambiamos, y todo marcha bien. Yo he tratado al Lobezno. Hizo cuanto pudo por ser un hombre honrado, y no lo consiguió. En su boca no había más que un hueso, irregular y nicotinizado. Para ocultar aquella horrible cavidad dejó crecer un profuso bigote, que caía desmayadamente hasta el mentón, para unirse con una barba revuelta. Entonces le volvieron la espalda muchas personas, porque le encontraban cara de criminal, y lo fichó la policía. Cuando se le alaba repetidamente a un hombre cualquier actitud, real o supuesta, termina por cultivarla, y el Lobezno mató un día a su patrono para robarle unas pesetas; pero como no era un verdadero criminal e ignoraba lo que debía hacer exactamente, mató también a la mujer y a dos hijos de aquél, sin necesidad ninguna. Pues bien, cuando yo le llevé a la cárcel la dentadura con que quiso presentarse ante el jurado, por consejo de su defensor, me dijo: «Si yo hubiese tenido esto a tiempo, sería algo grande». «¿Qué serías?» —le pregunté—. «No sé, no sé —contestó admirando la blancura de los dientes—, pero quizá llegase a campeón de tenis». Sería conveniente que estas palabras las conociesen muchos hombres.
Mientras duró este pesado monólogo, Carabel dio frecuentes muestras de fastidio y quiso hacer entender a Silvia, por algunos gestos expresivos, la conveniencia de abandonar aquella tediosa compañía para aislarse en su charla de enamorados. Pero la joven esquivaba su mirar, y pronto le preocupó más a Amaro aquella fría actitud que las jactanciosas divagaciones del advenedizo. Respiró, confortado, cuando el señor Solá se puso en pie para despedirse. Doña Nieves y su hija levantáronse a acompañarle. Anunció él, saludándolas:
—Entonces, a las seis volveré con las butacas del cine.
Apenas regresaron las mujeres al gabinete, Carabel preguntó a su novia:
—¿Es verdad que vas al cine con ese pedante?
—¿Por qué no? —dijo ella.
—¿Por qué no? Según eso, ¿yo…, no soy nadie…, no crees que sea preciso contar conmigo para nada?… Nunca hubiese supuesto… Realmente, esto es demasiado, Silvia.
—¿Demasiado qué?… —terció la madre con violencia.
—¡Bueno! —gruñó Carabel—. Ya suponía yo que todo era obra suya.
—Si algo hubo aquí en demasía —continuó ella, como si no le oyese—, fue la consideración que le hemos guardado, Amaro. Pero todo tiene su término. ¿Qué puede usted decir en contra de ese caballero al que acaba de conocer? Es un hombre serio, un hombre honrado, tiene una posición y, sépalo usted, se la ofrece a Silvia. Sepa también que a mí me parece un marido muy recomendable para mi hija y que estoy muy satisfecha de que mi hija piense como yo acerca de esto.
—No puede ser —balbució Amaro.
—Sí puede ser. Le hemos esperado a usted mucho tiempo. Hace seis meses que perdió el empleo del Banco Aznar, y aún no ha encontrado un medio de colocarse en cualquier sitio, de ganar una sola peseta… No dudo que para usted es muy cómodo tener una novia bonita y joven, mantenida con mi escaso dinero, vestida con mi escaso dinero y recluida en la casa que pago yo. Pero esto se ha acabado. ¿Qué hay de abominable en que el señor Solá invite a Silvia a una sesión de cine? Eso querrá decir, en todo caso, que el señor Solá es un amigo amable. ¿Sabe usted qué día es hoy? ¿Sabe usted que es el cumpleaños de Silvia?
—Sí —murmuró el joven, enrojecido.
—Pues yo creo que el no haber recibido mi hija ni una flor de usted, no puede obligarnos a rechazar los cumplimientos de otras personas.
—Es verdad —reconoció él, hundido de repente hasta el fondo de su insignificancia, abatido y avergonzado de sí mismo, casi dispuesto a unir su voz a la de doña Nieves para reprocharse.
Aquel asentimiento inesperado detuvo a la mujer. Acercóse al balcón y fingió examinar la calle, con el rostro arrimado a los vidrios. Carabel habló, pasado un instante:
—Quizá sea mía toda la culpa, pero no he sabido evitar nada de lo que ha ocurrido, y hasta ahora me parecía que era yo quien tenía derecho a quejarse. Debe de haber algo de equivocado o de inepto en mí… No sé andar por el mundo… Le aseguro a usted que he buscado incansablemente un empleo al perder el de la Casa Aznar, y que mi ocio no es para mí más que una tortura. Pedí en muchos sitios y en el tono más implorante. Nada hallé. Hace tiempo que conozco el rebullir de esa cólera que nace en el corazón del hombre cuando ofrece sus brazos a los demás y le vuelven la espalda. La injusticia más irritante es la que se siente entonces. Yo sé trabajar y quiero trabajar. Pero se diría que la humanidad ha cerrado sus puertas un segundo antes de llegar yo, y que todos los puestos están ocupados y cada labor tiene ya una mano que la atienda. Sufro la impresión de ser el último, el rezagado, aquel con quien no se contaba ya y sin el cual se ha organizado todo. Esto es demasiado cruel, y comprendo que, en el mismo caso, otros hombres más fuertes que yo hayan querido aniquilarlo todo. En algunos días de desesperación me he explicado al miserable que coloca una bomba al albur para hacer volar en pedazos a cualquiera, porque cualquiera que sucumba es un enemigo de quien se ha vengado… Pero quizá sea únicamente mía la culpa… Y… eso que ha dicho usted… es cierto… Hoy me hubiera gustado traer a Silvia un puñado de flores, un regalo cualquiera… No pudo ser… Yo…
—Eso no importa nada, Amaro —interrumpió vivamente la joven—. Tú sabes bien que no me importa; pero creo que tomas de las palabras de mi madre únicamente aquellas que te convienen.
—Siempre me ha estudiado mal este muchacho —se dolió la señora.
—La verdad es que no podemos seguir así, eternamente, sin una solución…
Carabel la contempló con fijeza.
—¿Eso es lo que piensas tú?
Ella evadió:
—Yo debo también obediencia a mi madre.
—¡Hija mía! —sollozó la excelente señora, abrazándola—. ¿Quién se preocupará de tu dicha con más cariño y más afán de acierto que yo? ¿Qué es lo que pido al fin? Verte feliz antes de morirme, que ya no puede ser muy largo el plazo; verte…
—¡No, mamaíta, no!…
—¡Sí, hijita! —insistió, llorando a hilo, doña Nieves, obstinada en sus fúnebres augurios—. He sufrido demasiado para poder vivir mucho tiempo. Tu pobre madre morirá pronto, y antes…
—¡Dime que no, mamaíta querida! —gritó, también anegada en lágrimas, la joven, como si verdaderamente creyese que una retractación bastaba para asegurar la longevidad de su madre.
—¡Hijita mía! —hipó doña Nieves.
—¡Mamaíta! —acarició Silvia acongojadamente.
Rostro con rostro, mezclando el llanto, abrazáronse, olvidadas de cuanto podía rodearles. Entonces Carabel cruzó con lentitud el gabinete, abrió la puerta y salió.
Por la escalera fue arreglando maquinalmente la cinta de su sombrero. Pensó de pronto que, cuando Silvia le esperaba al balcón, aquella prenda vieja y deforme se ofrecía con destacado ridículo a los ojos de la novia, y desplazó contra el fieltro el rencor que sentía contra sí mismo. Lo aplastó bajo un brazo y marchó sin volver atrás la mirada.
* * *
El señor Ginesta humedeció en sus labios la punta del lápiz e hizo una nueva anotación.
—Me debe usted millón y medio de pesetas, Alodia.
La mujeruca apretó los párpados enrojecidos y movió la cabeza, como si mentalmente increpase a su mala fortuna. Después depositó la baraja sobre la mesa y propuso:
—¡Bueno, pues ahora le juego a usted dos millones!
—No —protestó Ginesta—, eso no es serio; así, bastaría con que me ganase una vez. Vayan cien mil duros.
—Vayan cien mil duros —se resignó la perdidosa.
Y repartieron las cartas. Casi todas las tardes en que el policía particular no tenía trabajo, se empeñaba en aquellas fantásticas partidas con la tía de Carabel. Es posible que su intención, al permanecer en su humilde vivienda, no fuese precisamente perder el tiempo en tal fútil batalla; pero Alodia corría a provocarle. Le solía encontrar leyendo periódicos o absorto en la revisión de montones de documentos, y las primeras frases de la mujer, pronunciadas desde la puerta, eran un poco tímidas, reveladoras del temor a una respuesta malhumorada.
—¿Qué? —se atrevía a indagar—. ¿Ya está usted de papeleo? ¿Hay mucha labor?
—Nunca falta algo que hacer, Alodia.
—En ese caso… ¿no tendremos tute esta tarde?
—No, esta tarde no puedo.
—Pues alégrese, porque hoy le iba a dejar en la miseria.
—¡Ya! —comentaba con sorna el policía.
—En la más negra miseria. Hoy le gano a usted el hígado.
—¡Qué tontería!
—Tontería o no, hará usted bien en conservar esa prudencia.
El señor Ginesta no podía escuchar más. Separaba su silla, cogía el papel donde anotaba las cifras ilusorias que le adeudaba la vecina, y la seguía hasta su comerdocito, acosándola con amenazas de ruina. Habían comenzado jugando por el simple placer del juego; pero el señor Ginesta declaró un día que sólo podía gozar de alguna emoción aventurando dinero, aunque fuese un dinero irreal, que jamás pagasen. Convenido así, cruzaron apuestas de un duro; después de cinco duros. Se encalleció su sensibilidad rápidamente, y necesitaron sacudirla con emociones de cien pesetas. Y poco después se decidieron a dilapidar los tesoros de su imaginación, y jugaban de cada vez grandes fortunas, cantidades fabulosas, con una serenidad únicamente estremecida por los sacudimientos del amor propio.
—Algo malo le ha sucedido a usted hoy, Carabel —comentó el policía, ordenando sus cartas—. Le encuentro más abatido que nunca. Supongo que habrá fracasado otra esperanza de obtener cualquier empleo…
—Peor aún —respondió el joven desde la butaquita del rincón donde se había refugiado—. He reñido definitivamente con Silvia.
—Cosas de novios —desdeñó Alodia, interesada en continuar el juego, porque había logrado ya sesenta tantos.
—La verdad es que poco faltó para que me arrojasen de la casa. Hay un pretendiente más grato que yo, y… se casará con él. Esto es lo que ocurre.
De pronto, perdida su aparente calma, se puso en pie, fruncido el ceño y el mirar abstraído, como si contemplase tan sólo el espectáculo de su propia aflicción.
—Le aseguro, Ginesta —confesó sordamente—, que está ahora ante usted un hombre distinto al que ha conocido. En este medio año de infortunio aprendí de la vida muchas cosas que antes ignoraba, pero fue un conocimiento que no se me reveló hasta hace poco, hasta hoy. Hoy he visto con claridad que mi desgracia es ya tan vieja como mi vida. Nunca he saboreado la abundancia, ni el reposo, ni el verdadero amor, ni la amistad verdadera. No he tenido tiempo para ser agradable a alguien. Sé el nombre de todos los goces, pero no poseí ninguno. ¿Qué hice yo? ¿Soy tan inferior a los demás hombres? Cuando salí de la casa de Silvia para no volver, sufrí tan vivamente la angustia de mi desvalimiento que sentía necesidad de gritar: «¡Yo quiero también algo de todo esto que hay a mi alrededor: la casa confortable, la comida sabrosa, la mujer bella…, todo…!». ¿Por qué no? Los otros lo tienen. ¿Qué mano malvada escribió este triste destino mío? ¿En qué negro corazón había ya odio contra mí antes de que yo naciese? Y si nada hay preestablecido, ¿no es demasiado cruel la injusticia de los hombres para con los hombres? La conciencia de esta iniquidad me abruma. Yo no sé aún lo que haré, señor Ginesta, pero siento que en mi interior se fragua algo nuevo y extraño que decidirá para siempre de mí.
El señor Ginesta desplegó con parsimonia el abanico de sus cartas.
—¿Quién juega ahora? —preguntó.
Carabel apoyó las manos en la mesa.
—Entonces…, ¿cree usted tan desdeñable mi angustia?
Gravemente, el viejo policía alzó hasta él su mirada.
—No; desdeñable, no. Pero… vulgar… Su caso de usted es el mismo de centenares de millones de hombres. ¿Qué es lo que ha sucedido? Perdió un empleo y una novia. Bien. Todo el mundo ha perdido una novia y un empleo.
—No, no razone usted así. La verdad es que perdí cuanto tenía, y que todo lo que tenía era bien poco. Pero mi tragedia consiste, más que en la calidad de lo perdido, en la ausencia de todo bien presente. Hasta hoy hemos vivido de los ahorros hechos milagrosamente por mi tía. Se han acabado ya. Desde hoy contamos únicamente con su pensión, diez duros mensuales, y con las cien pesetas de la renta de una casita que posee en el pueblo. ¿Y mi fe? ¿No era lo más importante entre todo lo que se llevó la mala ventura? Me han expulsado del banco por haber impedido, aunque inconscientemente, una canallada, y mi novia no me aleja de sí por ser malo, sino por ser desgraciado… Porque yo he sido siempre un hombre bueno…
—Eso no es decir nada, Carabel. Se es bueno como se es moreno o rubio, y jactarse de ello resultaría estúpido. A usted le es imposible proceder de otra manera. Es usted bueno porque no sirve para lo contrario.
—¿De suerte que para usted no tiene ningún mérito conservarse puro y honorable aun en medio de las tentaciones que la miseria desliza en nuestro corazón?
—Ningún mérito. Se trata tan sólo de tentaciones frías, de deseos que no corresponden a una aptitud, que germinan baldíamente. Entonces se dice: «Yo no quiero ser malo», cuando debiera reconocerse: «Yo no puedo hacer el mal».
—Nada hay más fácil.
—Para usted o para mí nada habría más difícil.
Carabel dio un corto paseo por el comerdocito y volvió a detenerse ante su contradictor, fuertemente hundidas las manos en los bolsillos y el gesto más hosco que nunca.
—Acaso no tardemos mucho tiempo en saber cuál de los dos tiene razón, Ginesta. Le he dicho hace poco que estaba ante usted un hombre nuevo, y es imposible que sospeche hasta qué punto llega mi transformación. Se acabó el Amaro Carabel bondadoso y débil, que temblaba ante un jefe y se enternecía ante una mujer. Cogeré lo que no me dan, y necesito mucho. Si el triunfo es del malvado, conseguiré triunfar. Ha llegado un momento en que la moral es para mí un lujo insostenible y estúpido. Puesto que es preciso pelear cruelmente, declaro la guerra a todos y a todo. Mire usted si estoy resuelto, que sólo en proclamarlo así, a voces, ya hallo un placer profundo y caliente, como si hubiese bebido un buen vino. Desde ahora mismo puede usted dejar de saludarme, Ginesta, si no quiere que haya un malhechor entre sus amistades.
—Creo, por el contrario, que le admiraría más. Pero dígame, ¿está bien seguro de sí?
—Absolutamente seguro.
—¿De no apiadarse del dolor que produzca?
—Nadie se ha apiadado de mí.
—Tome esta navajita, Carabel. Hágame el favor de cortarle una oreja a ese gato.
—¡Y se la corto! —gritó el joven con fiera decisión. El gato que doña Alodia había introducido en la casa meses atrás, como talismán de fortuna, dormía sobre la butaca del rincón, escondida la cabeza entre sus patas. Amaro lo apresó y lo retuvo con una mano en la mesa, mientras cogía el cortaplumas ofrecido por el agente. Alodia, con los ojos brillantes y la boca muy apretada, echó su cuerpo hacia atrás. El policía particular volvió a encender un cigarrillo con el aire más indiferente.
—Ante todo —exclamó Amaro—, quiero hacerle observar a usted que éste es un acto de crueldad inútil.
Ginesta calló.
—Porque no sé yo qué beneficio puede reportar a nadie que desoreje al gato.
Silencio.
—¿Me ha oído?
Ginesta habló lentamente.
—Usted desoreja al gato, ¿sí o no?
—¡Ah, muy bien; pues verá usted ahora!
Denodadamente resuelto, Carabel sujetó con el codo el cuerpo del animal, prendió entre sus dedos una de las orejas de terciopelo y acercó a ella la hojita metálica. Volvió la cabeza, en una instintiva repugnancia hacia su propia obra, y vio a su tía con los ojos cerrados y un rictus de compasión que le arrugaba todo el rostro. Entonces, con un poderoso esfuerzo de voluntad, comenzó a mover la navajita como si serrase madera. Pasó un instante largo como un mes.
—Yo no comprendo de qué son las orejas de este gato. Parecen de celuloide…
Siguió en su labor otro minuto.
—¿Qué navaja me ha dado usted, Ginesta? Cortaría mejor con un dedo.
Fortunato, molesto ya bajo la presión de su amo, rebulló con esa brusca cólera de los gatos y produjo algunos bufidos de descontento. Carabel se apresuró:
—Al fin —pensaba— un trocito de oreja.
Pero se advertía pálido y su corazón latía violentamente. Apretó el filo del arma contra su víctima. Gruñó el gato y Carabel sintió en sus mismas entrañas el dolor de herirle. Rechinó los dientes, cerró fuertemente los párpados y continuó:
—Poco puede faltar…
Le inmovilizó la voz de Ginesta:
—Bueno, Carabel; suelte usted ese bicho. Está usted cortando su propio dedo pulgar.
Abrió las manos y suspiró. Fortunato brincó al suelo, espeluznado e invadido de alarma. El policía se puso en pie y guardó el cortaplumas.
—Buenas noches —dijo.
Amaro aclaró, como en disculpa de su derrota:
—En todo caso yo no le he dicho a usted que pensase matar a nadie.
—Ciertamente —reconoció el otro—. Ha sido una experiencia innecesaria.
Cuando la puerta se cerró tras del escéptico vecino, Amaro volvió cavilosamente a su rincón. La mujeruca marchó a trajinar en la cocina y se le oyó durante algún tiempo hurgar en el fogón, remover cacharros y dirigir breves frases conminatorias al gato, que husmeaba con excesiva proximidad la abierta alacena. Transcurrió algún tiempo, volvió Alodia y acarició amorosamente los cabellos de su sobrino.
—¿En qué piensas, Amaro?
—En lo que ha de ser esa nueva vida que voy a crearme, tía. Todas las preocupaciones que pudieran contenerme han desaparecido, y encuentro mi alma más ligera y fortificada, tensa ya para esa labor dura, pero hermosa, en que quiero comprometerme. Ignoro el tiempo que tardaré en triunfar, pero al cabo saldremos de esta angustia de cada día, de esta servidumbre física y moral en que nos arrastramos para encontrar un sustento mezquino. Mi senda está irremediablemente trazada.
—Y… ¿qué vas a hacer?
—¿Qué voy a hacer? Pues seguir esa senda.
—¿Qué senda, Amaro?
—La senda de los malos, tía. ¿No se lo he dicho?
Alodia meditó un instante.
—¿No será algo que te lleve a salir en los periódicos? Porque eso no me gustaría. En cambio, no me parece mal que llegases a dar asunto para algunas novelas. Hay mucha diferencia entre los sujetos cuyas canalladas cuentan los diarios y aquellos cuyas hazañas refieren las novelas. Muchas veces he pensado, como tú, que no valía la pena de ser una buena persona. Todas las buenas personas que conozco son infelices. Os he oído con atención y he reflexionado mucho mientras hablabais. Haces bien, hijo mío; toma la felicidad donde la encuentres; aprésala con uñas de león, aunque sea desgarrándola de otras vidas. De innumerables hombres malos se habla bien después que desaparecen. Y de ningún cuitado se vuelve a hablar nunca. Si la vida nos dice: «Hay que ser malos», obedezcamos a la vida. ¿Sabes por qué he venido a interrumpir tus ideas? Porque deseo decirte algo que acabo de pensar en la cocina. Amaro, yo quiero ser mala también.
Amaro, conmovido, atrajo hacia sí la débil figurilla enlutada y la besó con un beso filial, de gratitud y de pena. Y aquel cariño exaltó a la excelente mujer en un afán de probar la sincera disposición de su espíritu. Incorporóse con los ojos brillantes.
—¿Quieres que le corte ahora mismo una oreja a Fortunato?
—No, tía. Algo más serio tenemos que hacer. Deje usted a nuestro vecino con sus trucos policiacos, que nada demuestran. Es preciso acometer experimentos más graves, organizar una ludia donde lo que se puede ganar es infinitamente más considerable que lo que se puede perder. Así juegan en la vida los malos. Yo lo veo ahora todo claro y fácil. Me bastó para ello un sacudimiento del alma, muy pequeño, tan pequeño como el sacudimiento de hombros necesario para hacer que resbale una capa. De esta suerte obligué a caer al suelo los convencionalismos con que me cohibía la moral. Cuando en la Casa Aznar y Bofarull pasaba yo cerca de los compañeros que contaban fajos de billetes, ¿qué me impedía apoderarme del dinero que nos era tan precioso? Una simple preocupación: la de creer que no era mío. Y era tal la fuerza de este convencimiento, que un montón de billetes no me emocionaba más que un montón de papel. Ahora me bastará pensar lo contrario. Ya he comenzado a decirme: «¿Y por qué no ha de ser mío?»; y dentro de muy poco tiempo, esta noche, mañana, dentro de un mes, lograré estar seguro de que es mío en verdad, de que tengo tanto derecho a él como cualquier otro. Entonces, querida tía, ocurrirá que en cuanto vea un fajo de billetes, exclamaré: «¡Caramba, he aquí una parte de mi dinero!», y lo guardaré en el bolsillo con absoluta tranquilidad. ¿Ve usted qué fácil?
Alodia movió la cabeza.
—Temo mucho que te falte algo indispensable para tu nueva ocupación.
—¿Qué puede faltarme?
—Las malas compañías, Amaro. Todas las veces que he leído confesiones de cualquier malhechor supe que las malas compañías le alentaron en su carrera. Y tú no tuviste malas compañías. No te acordarás, porque eras muy niño; pero aquel caballero que asesinó a su esposa quince minutos antes de marcharse a un baile, también culpó de todo a las malas compañías, y aunque no supo explicar cuáles eran, le sirvió de mucho, porque el abogado pudo demostrar que los tres amigos íntimos del culpable eran viudos. Si tú te procurases aún alguna mala compañía…
—No se preocupe, tía, que todo irá bien. Ni cuando descubría el origen de una diferencia en las cuentas de la Casa Aznar me sentía tan feliz como ahora, tan bien dispuesto… Acérquese aquí, a la ventana…
Empujó las hojas chirriantes, pasó un brazo amparador sobre los hombros de la mujeruca y extendió la otra mano hacia la noche.
—Ve usted…: Madrid…, el mundo… De todos esos hombres que bullen ahí abajo soy el enemigo… Comienza una guerra en la que ellos no saben aún quién es el adversario…, todas las ventajas están de mi parte… Los venceré.
Alodia miró, beatíficamente conmovida. Vio el tejado en declive, otros tejados más allá, y una ventanita frontera, pobre y melancólica, supurando una luz amarilla. Y un jirón de la noche indiferente.