Se apearon en una estación sin importancia y emprendieron la marcha por un camino abollado y tedioso, muerto de vejez, enharinado por el tiempo más que por el paso de los vehículos.
Muy lejos, la sierra con su nieve hacía recordar a los excursionistas, en aquella hora matinal, las bizcochadas cubiertas de azúcar que el pequeño Brunet adquiría frecuentemente para el desayuno del señor Bofarull.
Ni uno solo de los treinta y ocho empleados que avanzaban ahora por la paramera hubiese titubeado un instante en permanecer en el lecho si les fuese permitido elegir; pero era bien notorio el disgusto con que los jefes comprobaban las deserciones en aquellas partidas campestres ideadas por Bofarull como consecuencia de un viaje a Inglaterra y para ofrecer al mundo una enternecedora demostración del paternal cuidado con que la casa fomentaba la salud de sus dependientes. Fue después de una huelga que amenazó gravar las nóminas de otros bancos cuando los patronos de Carabel, pensando humanitariamente que en este siglo los amos deben velar por la comodidad del trabajador, organizaron la gran sección deportista, en la que dieron cabida a toda la dependencia.
El notorio talento de los señores Aznar y Bofarull obvió prontamente las dificultades económicas con que otros cualesquiera tropezarían para la realización de un proyecto tan complicado e importante. Los gastos de viaje se pagaban con un pequeño descuento mensual en todos los sueldos. En cuanto a la comida, el criterio de los señores Aznar y Bofarull no podía ser más ampliamente generoso, porque nunca se les ocurrió impedir que cada cual llevase aquella que su estómago y sus recursos le permitiesen. La casa se encargaba del programa de las excursiones y de facilitar el aire libre, aire libre en grandes cantidades, todo lo que se quisiese consumir; y cumplía tan concienzudamente su compromiso que nadie tuvo que producir jamás la menor queja, y por mucha que fuese la avidez de aquellos ochenta pulmones envenenados por seis días de encierro, cuando regresaban a Madrid dejaban siempre en el campo un inmenso sobrante de aire puro, testimonio de la esplendidez de la casa, cuyo mayor orgullo era que nadie la culpase de proceder con tacañería en aquel único pero inapreciable suministro que se había comprometido a hacer a sus empleados.
En los primeros tiempos se jugaba al fútbol, porque el señor Bofarull venía contagiado del fervor inglés por ese deporte, hasta el punto de que él mismo se confirió el cargo de guardameta, en el que obtuvo éxitos asombrosos. No puede negarse que en el partido de inauguración un joven empleado hizo quince goals en cosa de treinta minutos, precisamente en la puerta que defendía el señor Bofarull. Pero esto sólo puede achacarse a la más caprichosa casualidad y no a la falta de aptitudes del ilustre banquero, porque en los posteriores partidos, ni el citado joven —al que por razones desconocidas se le rebajó el sueldo en aquella misma semana— ni ningún otro de los jugadores volvió a acercar la pelota al lugar donde esperaba el señor Bofarull con las manos abiertas dentro de unos enormes guantes ingleses, el cuerpo encorvado y la cabeza hacia adelante, retrato fiel de un guardameta londinense que le había impresionado mucho.
Sin embargo, fue preciso abandonar aquella sana distracción, porque ocurrían incidentes sospechosos de los que eran víctimas precisamente los altos funcionarios. Un muchacho adscrito a la sección de Giros, empeñado en que el balón estaba entre los pies de su jefe, le molió las canillas a patadas durante diez minutos, con el más ciego entusiasmo deportivo, sin que después se pudiese comprobar que esta conducta tuviese alguna relación con una dura reprimenda que el tal jefe había dirigido al mozo tres días antes del partido.
Otra vez, el auxiliar de Caja dio con su propia cabeza tan fuerte golpe en el estómago del cajero, cuando nada parecía hacer necesaria la acometida, que el digno señor sufrió un mareo y vomitó en el acto, sobre la propia espalda de su verdugo y prescindiendo de toda conveniencia social, una tortilla de jamón, acaso la misma que dos horas después echó de menos el señor Bofarull en su morral de campo.
Se creyó conveniente encauzar por menos peligrosos cursos la noble emulación que el deporte provoca, y los programas dominicales ganaron desde entonces en variedad, hasta culminar en aquella carrera de los seis kilómetros, en la que, por decisión de Bofarull, iba a disputarse algo tan importante como el título de campeón del banco.
El más desinteresado cliente de la casa, el jugador de Bolsa más atrevido entre todos cuantos tenían registrada su firma en la poderosa entidad, vacilarían seguramente mucho tiempo antes de apostar cualquier suma que revelase su confianza en la superioridad de uno de los corredores. Ojos hinchados por el madrugón, pechos hundidos por la adaptación al pupitre, piernas flacas, algún vientre orondo guateado por las grasas del sedentarismo, mejillas pálidas, pies deformes habituados a sufrir la tiranía del calzado de almacén y que han aprendido que cada nuevo par tiene reservada una crueldad nueva, sin que pueda saberse nunca por qué los zapatos de hoy odian a los dedos pequeños, mientras que los ya desechados no se reconciliaron nunca con el martirizado dedo gordo. Todo esto era lo que podría apreciar en aquellos treinta y ocho individuos quienquiera que les examinase mientras marchaban por la carretera en no muy apretado grupo hacia el lugar donde los esperaba el automóvil de Bofarull.
Chanceaban entre ellos con una gracia lúgubre, sin espontaneidad, referida principalmente al contenido de sus morrales, porque, como ocurre con tantas otras personas reflexivas, el campo les suscitaba desde el primer momento ideas de gula, y nunca hablaban —si es que hablaban alguna vez— de un bello paisaje sin asociarle un copioso manjar, el deseo de una sabrosa merienda.
Casi a dos kilómetros de la estación del ferrocarril, el roadster de Bofarull daba la única nota de alegre verdor que podía verse en toda la estepa. El señor Aznar, que no solía asistir a estas excursiones, acompañaba esta vez a su socio y dedicaba toda su untuosa amabilidad a un tercer personaje de rostro ancho y curtido, alegre mirar y recio cuerpo de picador de toros, que fumaba un puro grande y grueso como un mazo de almirez. Era el señor Azpitarte, enriquecido en la emigración, propietario de una espléndida quinta que se alzaba tres kilómetros más allá, sobre una leve ondulación del terreno, y uno de los más fuertes cuentacorrentistas del banco.
Al aproximarse el grupo de los empleados, el señor Aznar batió palmas para estimular su diligencia.
—¡Eh! ¡Más aprisa, amigos, que se hace tarde!
Los excursionistas se iban destocando al acercarse a los jefes y treinta y ocho «¡buenos días!», en tiempos y en tonos distintos, granizaron sobre la Firma.
—¡Buenos días, señores! —contestó Aznar—. Aquí tenemos al señor Azpitarte, que nos dispensa el honor de asistir al cross-country y que figurará como juez de meta. ¿Eh? ¿A que no esperaban ustedes tal aliciente?
Un general murmullo de complacencia, de autofelicitación, fue la respuesta.
—Así da gusto correr, ¿no es eso? —insistió el afable señor Aznar, que por lo visto tenía una arraigada confianza en el poder estimulante de su parroquiano sobre el dinamismo pedestre—. ¿Y Cardoso? —continuó—. ¿No ha venido Cardoso?
—Aquí estoy —gruñó el nombrado.
—¡Aquí está, aquí está! —gritaron oficiosamente quince voces más.
—Acérquese, querido amigo —rogó el espejo de los patronos.
—¡Si apenas puedo ver dónde se encuentran! —rezongó el subdirector—. No soporto esta luz. Hay demasiada luz en el campo.
—¡No ve, no ve!… ¡Dice que no ve! —repitieron diecisiete excursionistas.
Mientras tanto, el señor Bofarull instruía al cajero acerca de lo que le incumbía como encargado de dar la señal de partida a los corredores. Los dos jefes irían en el auto a dejar al señor Azpitarte al cabo de los seis kilómetros, y se dedicarían después a recorrer la ruta, porque Bofarull dijo que esto era lo que solía hacerse en Inglaterra.
Cardoso, que los acompañaría sentado en la trasera, se encontraba más aliviado de su fotofobia desde que Aznar le había cedido unas enormes gafas ahumadas, detrás de las cuales manifestó que ya comenzaba a ver el campo y que no le parecía que tuviese nada de particular.
El señor Bofarull entregó una pistola al cajero.
—Ya sabe usted —le reiteró—: todo el mundo con las manos en tierra; después de las voces de prevención, dispare.
—Descuide usted… Bueno: las voces de prevención, y disparo…
—Eso es.
—Bien. ¿No se puede, por ejemplo, dar una palmada… o un grito?
—No, no; la señal suele ser siempre un disparo.
—Perfectamente… Es que… uno no sabe de estas cosas. Dispense usted.
Y cogió la pistola por la culata, lo mismo que una mujer nerviosa podría coger un ratón del rabo, si en ello le fuese la vida.
Los dos banqueros, su cliente y el subdirector subieron al coche y se alejaron, levantando tanto polvo como si hubiese hecho explosión la carretera. El cajero vociferó, ansioso de salir pronto de aquel difícil trance:
—¡Prevenidos!
Estalló un tumulto.
—¡No, no! ¡Es preciso esperar! ¿Qué es lo que hay que hacer? ¡Un momento!
—¿Qué ocurre?
—¿Hemos de correr con la merienda? —preguntó el encargado de la ventanilla de cheques.
—¡Sí, sí!
—¡Nooo!
—¡Silencio! ¡Silencio!
Discutióse y se acordó dejar todos los paquetes de las vituallas en aquel mismo sitio, sobre el campo, y también las chaquetas de los que prefiriesen despojarse de ellas para correr. El recadero Brunet, que había ido con su padre, se quedaría al cuidado de la impedimenta. Cada cual fue dejando amorosamente el paquetito de sus manjares y la botella del vino, y cada cual hizo al pequeño Brunet la recomendación de que no tocase al envoltorio ni le registrase los bolsillos de la americana, sin que nadie recibiese una negativa de labios del honorable rapazuelo.
—¿Estamos ya? —volvió a gritar el cajero—. No olviden que hay que poner las manos en tierra, que me lo encargó mucho el señor Bofarull.
—¿Una o las dos?
—No sé; por si acaso, mejor será poner las dos.
Se oyó al señor Olalla refunfuñar que su vientre le impedía realizar aquella hazaña y que le gustaría ver cómo se las arreglaría otro cualquiera que estuviera tan gordo.
—¡Prevenidos! —chilló el cajero.
El señor Brunet, que tenía una mano en el polvo y la cabeza vuelta hacia el hombre de la pistola, comenzó a aullar:
—¡Alto! ¡Alto!
Se incorporaron algunos.
—Y ahora, ¿qué sucede?
—O se pone otro en mi sitio —solicitó gravemente el señor Brunet— o cambia Téllez la posición del arma, porque me está apuntando con ella.
—¡Qué disparate! —protestó Téllez, palideciendo.
—Disparate o no, recuerde que tengo cuatro hijos, Téllez, y vea lo que hace.
Al escuchar aquel sombrío presentimiento de su padre, el pequeño Brunet rompió a llorar ruidosamente.
—¡Ea! ¿Está bien así? —preguntó el cajero, muy impresionado, apuntando a una nube—. Pues ahora… ¡Prevenidos! ¡Una! ¡Dos!…
Aunque inclinados sobre el suelo, todos le miraban con cierta angustia. Téllez contrajo horriblemente la cara, sugiriendo la idea de que iba a estallar él mismo, cerró los ojos y se encogió, como si quisiera dejar abandonado en el aire el brazo que sostenía la pistola.
—¡Dos!… ¡Dos… y…!
El tiro no salía, y el cajero, en su afán, hacía tomar al arma direcciones diversas. Brunet gateó hacia la cuneta mascullando alusiones a Verdún. El jefe de cartera empezó a preguntar por qué no se escondía Téllez detrás de alguna roca. Pero en esto sonó el disparo. Pudo verse a siete u ocho excursionistas salir corriendo hacia la estación, con evidentes señales de susto; mas pronto recuperaron su serenidad y lanzáronse en seguimiento de los que volaban por la carretera, ansiosos de ganar el título de campeón del Banco Aznar y Bofarull en la prueba de los seis kilómetros.
—Óigame, Carabel —susurró entrecortadamente Olalla, que trotaba cerca del joven, muy echado hacia atrás, en la actitud en que corren los que se ven obligados a tener en cuenta el contrapeso de su barriga.
—Óigame, Carabel: no se aleje mucho de mí, por si me pasa algo.
—¿Qué puede pasarle, don Francisco?
—No sé, no sé… Hace veinte años que no corro… Temo… no sé qué… ¡Es tan extraño para mí hacer esto!…
Continuaron su marcha. Antes de terminar el primer kilómetro encontraron a varios compañeros, los que más afán habían puesto en la arrancada, acezando al borde de la carretera, imposibilitados de continuar. Un poco más allá, un grupo caminaba al paso, con las manos en la cintura, y sólo de vez en vez se apresuraba un poco para volver a aplacarse.
El roadster de los jefes se acercó. Bofarull asomó la cabeza para exclamar:
—¡Ánimo, ánimo! ¡A ver esos valientes! ¡Duro, Juanita!… ¡Aprieta, Peribáñez!…
El paternal Aznar se limitaba a aplaudir. Aplaudía a todo el mundo: a los que aún corrían, a los que ya cojeaban y a los que se habían dejado caer como fardos a la orilla de la carretera. Pasó el roadster, alejóse y volvió a aparecer al cabo de unos minutos, entre la espesa polvareda levantada por él mismo y que no se había sedimentado aún.
—¡Gran cosa es el campo! —alabó Aznar volviéndose hacia Cardoso.
—Parece que se va poniendo bueno ahora —reconoció el subdirector, aspirando en una bocanada tanto polvo como haría falta para secar el enorme tintero de su despacho.
Olalla jadeaba con angustia, medio metro detrás de Carabel. Algo más lejos avanzaban unos cuantos jóvenes empleados. Bofarull clamó, al cruzarse con su jefe de Contabilidad:
—¡Adelante, Olalla! ¡Bravo!… ¡Apuesto seis libras por Olalla!
Olalla intentó sonreír y hasta dar gracias, pero sólo produjo un gorgorito tan extraño que Carabel volvió la cabeza.
—¡Estoy perdido, Amaro! —se dolió el hombre gordo—. ¿Ha oído usted lo que dijo el señor Bofarull? Apuesta seis libras por mí, ahora que iba a tirarme en el campo. No puedo con mi alma…, se lo juro.
Detúvose, resoplando, congestionado, palpitante. Olía fuertemente a sudor, y el aire entraba en sus pulmones, precipitándose por la abierta boca con la urgencia con que sale el agua por la manga de un bombero.
—Retírese, don Francisco —aconsejó Carabel.
—¿Y cómo? ¿No ve que soy el favorito del señor Bofarull? ¿Qué pensaría el jefe?
En vano quiso hacerle observar el joven que nadie parecía haber recogido aquella apuesta del señor Bofarull, y que, por lo tanto, no le causaría Olalla un gran perjuicio abandonando el empeño. Su sentimiento de la disciplina le prestó fuerzas para continuar. Corría con las piernas dobladas, en una incomprensible y dramática actitud, casi sentado, y su aliento silbaba en la garganta reseca. No había ya competidores; uno aquí y otro allá, todos desertaron de aquella prueba demasiado dura para ellos, y los más destacados quedaban cien o doscientos metros atrás, tendidos entre las matas raquíticas. Olalla, al fin, se detuvo.
—No puedo…, no puedo más…
Dirigióse tambaleándose al borde del camino y se dejó caer.
—Siga usted en mi nombre, Amaro —balbució.
Estaba mareado y como inconsciente. Su abdomen crecía, menguaba y se estremecía como una trémula y enorme burbuja. Carabel sentóse no muy lejos, enjugando su propio sudor. Faltaban aún dos kilómetros para llegar a la meta, y no tenía la menor intención de recorrerlos. Si no hubiese sido por acompañar a su jefe, estaría entre los rezagados, a los que, al pasar, había contemplado con envidia. Se dispuso ahora a rehacer un cigarrillo, y comentó:
—No hay que apurarse, don Francisco. En resumen, no se trata de llevar ningún recado urgente. Quedémonos aquí y… santas pascuas.
Satisfecho de su decisión, tendió la mirada en busca del automóvil de Bofarull y no lo vio, porque en aquel instante la rotura de un neumático le obligaba a inmovilizarse cerca del lugar de partida de los corredores. Pero no se arrepintió el joven de su curiosidad, porque ella le permitió ver algo más interesante que el coche verde, y fue un monstruoso animal que se acercaba corriendo a campo traviesa, como si huyese de la quinta del señor Azpitarte, que alzaba a poca distancia su relamida arquitectura. Carabel quedó como hipnotizado en la contemplación de aquel ser que, aún lejano, se ofrecía a sus ojos ágil y feroz, deslizándose entre el raquítico tomillo.
—¡Eh, señor Olalla! —murmuró Amaro—. Fíjese en eso que viene por allí. ¿Es un perro o un lobo? ¿Sabe usted si hay lobos por estas tierras?
—¡Huuu! —hizo el señor Olalla, que sucumbía al sopor del ácido carbónico acumulado en su sangre.
Carabel dejó caer el cigarrillo.
—Si no es una fiera, es un perro rabioso, don Francisco… Creo que debíamos…
Se puso en pie. El animal, de aspecto feroz, se aproximaba.
—¡Así Dios me salve como viene por nosotros! ¡Mírelo usted!
El enorme mastín saltaba en aquel momento a la carretera; de su cuello pendía una gruesa cadena que entorpecía su marcha, haciéndole tropezar y aun caer cuando se enredaba entre sus piernas. Olfateaba el aire, como siguiendo un rastro, y la roja lengua asomaba entre poderosos colmillos. Pero Carabel no analizó su aspecto ni siquiera se detuvo a averiguar cuál sería la conducta de Olalla ante el peligro; dio unos pasos recelosos, luego otros más precipitados, se resolvió después a ordenar al perro que le dejase en paz, para lo cual produjo varios imperiosos chasquidos con toda la fuerza de su boca, y gritó «¡márchese!», indignadamente; pero cuando comprobó que el mastín le seguía con indudable insistencia, renunció a todo ensayo de persuasión y de autoridad y se entregó a una verdadera carrera de campeonato. Sus ideas corrían también alocadas por su cerebro, en rápidas apariciones. Pensó que el automóvil de Bofarull le podría salvar; pensó que el hombre sensato es el que no sale nunca de la calle de Alcalá; pensó también que el accidente demostraba que nadie había más infortunado que él, porque si en verdad la desgracia repartiese sus males sin parcialidad, con arreglo a una lógica, el terrible perro que se fatigaba siguiéndole se hubiese dedicado a devorar a Olalla, que estaba en el mismo despoblado que él, sin poder huir, medio muerto ya y mucho más gordo.
Volaba el joven por la carretera, y el animal, entorpecido por la cadena, conservaba, a pesar de sus frecuentes caídas, una proximidad nada tranquilizadora. Carabel distinguió pronto un hombre que, al verle avanzar, abandonó el poyo de piedra en que estaba sentado, entretenido en succionar un puro formidable, y se colocó en medio del camino, agitando los brazos. Era el señor Azpitarte, entregado a su papel de juez de meta.
—¡Dele no más! —gritó con entusiasmo el indiano—. ¡Dele, amigo, que llega el primero!
Carabel volvió la cabeza, y como el mastín amenazaba diez metros más atrás, no se atrevió a detenerse y pasó como una exhalación, rechazando los brazos que el juez le tendía.
—¡Basta! ¡Basta! —clamó Azpitarte—. ¡Es aquí!… Pero ¿adonde va, mi hijo?
—¡El perro!… ¡El perro!… —advirtió Carabel.
El feroz animal se había dirigido al cliente de Aznar y Bofarull, y gruñía y brincaba alegremente en su alrededor, para terminar apoyando las patas en el pecho del hombre, que le separó a manotazos.
—¡Quieto, Bob!… —ordenó—. ¡Maldito perro! ¡Ya se ha escapado otra vez!
—El… perrito ese… —acezó Carabel, acercándose—. ¡Vaya un susto!
—No sabe vivir sin mí. Me busca donde esté. Ha desprendido seis veces la cadena. Pero deje que le felicite, amigo. ¡Vaya un tren que traía! Sólo he visto correr así, en toda mi vida, a otro hombre: un gringo, al que se le prendió fuego en el traje, allá en la Pampa. ¿Quiere un trago?
Le ofreció una pequeña damajuana llena de un excelente coñac. Amaro bebió y sintióse tonificado y alegre, hasta satisfecho de haber vencido. Tuvieron que esperar a que el automóvil apareciese, y se entabló entre ellos una conversación que comenzó por una amable pregunta del indiano a propósito del puesto que Carabel ocupaba cerca de Aznar y Bofarull.
—Muchas veces he escrito su nombre de usted —afirmó el joven, sonriendo—. Tengo las cuentas corrientes a mi cargo. No fue mala la operación de los francos de hace unos meses, ¿eh?
—¿Francos? No. He comprado liras y he perdido.
—Ya sé…; pero antes… ¡Si lo sabré yo! Oiga usted (¡lo que es no conocer a las personas!): tenía formada de usted una idea completamente distinta a la realidad.
—¡Ah!
—Sí; creía que…, ¡claro, con tanto dinero!…, que sería usted una persona… así… retraída…, así…
—Vanidosa…
—No tanto, pero…
—Dígame —le interrumpió el señor Azpitarte, que desde hacía un momento mostraba cierta preocupación—: ¿cómo están las acciones de la Eléctrica Lorenzana?
—¿De la Eléctrica Lorenzana? Espere… Ayer se cotizaron a veintitrés.
—Ya lo sé. Me refiero a la impresión en el mercado…
—¡Toma! La impresión, naturalmente, es la de que bajarán más. ¿Tiene usted muchas?
—¡Pchs! Unas cuantas.
—Entonces…
Carabel guiñó un ojo, con el aire de un hombre que está en el secreto.
—Entonces, ¿qué?
—¿No es usted amigo de los señores Aznar y Bofarull?
—Sí.
—Pues si habla con ellos de este asunto es muy probable que no le aconsejen a usted que las venda.
—¿Muy probable?
—Creo poder decir que es seguro.
—¡Ah! ¿Ellos saben…?
—Todo… Como que son ellos quienes han ideado…
Volvió a guiñar un ojo.
—¿De modo que ellos…? —repitió el señor Azpitarte, guiñando otro ojo, a su vez.
—Exactamente —afirmó, riéndose, Amaro—. El negocio es magnífico: no tiene de malo más que su actual administración. Apoyándose en ella se provoca la baja, se adquieren por cuatro cuartos las acciones y, al poco tiempo, arriba…, arriba…, arriba…, y a ganar todo el dinero que se quiera.
En tal instante apareció el coche de Bofarull, que se detuvo junto a ellos, y después de dejar a su socio que diese un shake-hand impecablemente británico al triunfador, Aznar le abrazó tantas veces y con tanto cariño como si acabase de salvar al banco de una quiebra, tras de lo cual regresaron todos en el automóvil hasta encontrar el grupo de los derrotados, que fumaban al borde de la cuneta con una tranquilidad que no permitía forjarse muchas ilusiones acerca de su amor propio deportivo. El señor Bofarull propuso tres hurras en honor de Carabel, y como la idea fuese acogida, si no con entusiasmo, con respeto, los inició él mismo, y dio después a sus empleados permiso para ir a almorzar, advirtiéndoles que la generosidad del señor Azpitarte les brindaba una taza de café por cabeza, a las dos de la tarde, en el jardín de su finca.
Dirigiéronse todos —con excepción de los banqueros, que comían con su cliente— al lugar donde habían dejado las viandas, satisfechos de reponer las fuerzas disipadas en la carrera. No muy lejos de aquella meta, más asequible y grata que la conseguida por Carabel, alguien murmuró, después de escrutar el campo:
—¡El diablo del niño!… Se ha marchado, abandonándolo todo.
Un mal presentimiento angustió los estómagos de los excursionistas.
—No andará lejos —conjeturó otro—. Quizá esté buscando grillos.
Y hubo un preocupado silencio.
En todo lo que alcanzaba la vista no se distinguía, realmente, nada que pudiese ofrecer un aspecto parecido al de un muchachuelo de catorce años. Pero de pronto, un montón de chaquetas que se destacaba en el tono ocre del campo rebulló, y el hijo de Brunet, irguiéndose trabajosamente, como en el emperezado despertar de un sueño, se puso en pie. A distancia le vieron dar algunos torpes pasos, vacilar, extender las manos y desplomarse.
—¡Dios mío! —gritó Brunet, precipitándose hacia su vástago—. ¡Estás herido!
El pequeño había logrado alzarse y empuñaba una botella, que trató de esconder, al advertir la presencia del padre, sin conseguir más que verter parte del líquido sobre la ropa que le había servido de lecho.
—¡Hum! —gruñó el jefe de Cartera, frunciendo la nariz—. Temo que más de uno se quede sin almorzar esta mañana.
Y corrió en busca de su paquetito con más agilidad de la que había puesto al servicio de la noble prueba de los seis kilómetros.
Sus compañeros le imitaron, víctimas de la misma acongojante sospecha, y muchos de aquellos corazones de sentimentalismo atrofiado por el frecuente trato con los números, no pudieron evitar el advertirse oprimidos ante el espectáculo que ofrecía la tierra en un círculo de tres metros de radio, que tenía como centro al vacilante chiquillo. Todas las envolturas de las meriendas, rasgadas; sobre el polvoriento suelo, el oro de las tortillas y el de las rodajas de pescado frito; aquí dos naranjas despanzurradas y allá los huesos de tres costillas de carnero; y tantos trozos de pan como si el cielo hubiese ensayado sobre aquel lugar una lluvia más importante y extraña que la que socorrió a los israelitas; y botellas sin tapón, y botes de sardinas abollados sangrando aceite.
El vástago de Brunet había apartado el mechón de pelo caído sobre sus ojos y respirado profundamente antes de mirar, con vaga y triste expresión, a su inquieto padre, que, en cuclillas ante él, le asía un brazo.
—¿Estás malo, Pepito? ¿Estás malo?
—Estoy muy mal —balbució trabajosamente el chico—. Estoy fastidiado, ¡vamos!…
—¿Qué has hecho, Pepito?
—Estoy… Por culpa del… del tío ese…
—¿De quién, Pepito? —inquirió, alarmado, el señor Brunet, acogiéndose en su afán paternal a la idea de que alguien hubiese ejercido coacción sobre su retoño.
El retoño movió el brazo libre en un movimiento convulsivo, como si tratase de señalar a alguien, de lo que se aprovechó la botella que aún conservaba en la mano para verter un decilitro de vino tinto sobre un sombrero gris.
—Por culpa de ese… tío puerco que ha traído… una tortilla de escabeche… —tartajeó—. Que… yo no puedo con el escabeche… y no me he dado cuenta hasta la mitad…
Comenzaban a oírse las protestas de los que hallaban inservibles sus manjares y sus chaquetas manchadas, y el señor Brunet fue conminado, antes de que el afán de castigo se hiciese irreprimible, a llevarse a su hijo, que iniciaba en aquel momento la laboriosa exposición de sus deseos de apedrear al canalla que había llevado una tortilla de escabeche, y juraba que esa porquería, y no el vino, le había enfermado, porque no había bebido más que un poquito de cada botella.
—¡Y hay veintiséis, granuja! —bramó Olalla, que había encontrado la suya sin una gota.
Todos intervinieron para injuriar al chiquillo o aconsejar al padre. Unos le decían que le dejase dormir; otros que le arrojase agua fría sobre la cabeza; algunos que lo deslomase, y unos cuantos, que le hiciese bailar para entretenerlos. Brunet se alejó con el autor del estropicio y los demás comieron lo que aún fue posible hallar intacto, porque el mal guardián, ya ebrio, había pisoteado los paquetes y hasta caído sobre ellos; y antes de las dos encamináronse a la quinta del señor Azpitarte, donde sorbieron tanto café como haría falta para ahogar a dos hombres, no porque fuese demasiado bueno, sino más bien por ser absolutamente gratuito, cualidad tan rara en el café, que en todos excitó el afán de beberlo copiosamente.
Aquellos momentos pasados en el jardín del millonario hubieran sido los más felices de todo el día si el señor Cardoso, mustio y desasosegado desde que montó en el tren, no padeciese un accidente que hizo creer a muchos que iba a producirse una vacante en la casa. Todo fue repentino y aparatoso. El subdirector estaba procurando enterarse de las razones que habían movido al señor Azpitarte a plantar alhelíes y no patatas, cuando súbitamente se llevó las manos al cuello, aflojó la corbata y acudió luego a desabrochar su chaleco con tanta prisa que saltó un botón, sin que él se inclinase a recogerlo. Entonces fue cuando el señor Bofarull preguntó a su empleado si le sucedía algo grave; pero ya el señor Cardoso se había lanzado en una extraña carrera por el parque, agitando los brazos sobre su cabeza gris, como si fuese de terrible urgencia para él huir de algo que le molestaba o encontrar algo que no tenía. Desmoronóse, al fin, en un banco rústico, y comenzó a abrir y cerrar la boca con la misma angustia de un pez fuera del agua.
El grupo que se había formado a su alrededor contemplaba el impresionante espectáculo sin saber qué medidas tomar. Los más competentes pedían diversos líquidos —agua, coñac, vinagre—, otros exigían un médico, y algunos se limitaban a preguntar a Cardoso qué le parecía a él que era lo mejor para recuperar su euforia.
El subdirector, con la faz verdosa, balbucía:
—¡Me ahogo! ¡Me ahogo!… ¡Aire!
—¡Aire, aire!… ¡Hacerse atrás! —gritaban todos, reservándose cada uno el derecho de acercarse para ver las difíciles muecas del enfermo.
El señor Olalla agitó fuertemente un periódico doblado ante la cara de Cardoso, y en seguida cada uno de los curiosos ayudó, con su sombrero, con las manos o con el vuelo de la chaqueta, a levantar un modesto huracán benéfico para los pulmones del subdirector; pero éste se retorció más aún e hipó como si fuese a morirse. Por fortuna, el señor Bofarull (que, según dijo después, había visto a un clubman londinense en un trance análogo) tuvo la feliz ocurrencia de arrojar al rostro de su viejo secuaz grandes y frecuentes bocanadas de humo de la pipa en que se quemaba un asfixiante tabaco de Virginia. El efecto fue saludable. Volvió a respirar el señor Cardoso, cesaron sus espasmos, reapareció en su cara el habitual color amarillo y se enjugó el sudor con dedos aún temblones.
¿Cómo se encontraba? Un poco mejor; pero no respondía de lo que ocurriese si se le obligaba a permanecer mucho tiempo más en aquella atmósfera insoportable.
Él estaba habituado al aire de su oficina y al de su café, un aire gordo y gris, al que era posible ver en movimiento cuando se abría una puerta o se rebatía la hoja de un libro; un aire con sabor, con olor, con color. ¿Lo respiraba o lo comía? Bueno, lo comía. Le era igual. ¿Y por qué no comerlo? No todos los seres respiran de igual manera. Existen los pulmones, pero también las branquias. Él estaba habituado a extraer el oxígeno preciso de un medio no tan denso como el agua, pero mucho más que el aire de la Sierra; tenía su organismo acondicionado para ello. Así podía vivir en el campo como un salmón en la carretera del Guadarrama. Que no le volviesen a hablar a él de excursiones.
El señor Bofarull tuvo que llevarlo a la estación en su automóvil. Los demás expedicionarios despidiéronse del señor Azpitarte y emprendieron el regreso a pie.
—Creo, amigos míos —expuso el bondadoso señor Aznar—, que debiéramos aprovechar la ocasión de hacer una visita al Sanatorio, ya que disponemos de tiempo y no nos desvía de nuestro camino.
Todos asintieron. Agregó el señor Aznar:
—El pobre Sanz se alegrará mucho de vernos.
Carretera abajo, no tardaron en llegar a la casilla del peón caminero, donde la Casa Aznar y Bofarull había alquilado una habitación para confinar a uno de sus más antiguos empleados, tan gravemente enfermo que no había esperanza de que pudiera alcanzar con vida el primer otoño. Cuando fue imposible la permanencia de aquel infeliz en el banco, los señores Aznar y Bofarull le conminaron paternalmente a que abandonase toda ocupación para atender tan sólo a su salud; pero el desventurado se mostró resuelto a ir dejando trozos de su pulmón por todos los rincones del edificio, ya que renunciar al trabajo equivalía a aumentar sus males con el horror de la miseria. Entonces los señores Aznar y Bofarull tuvieron un rasgo deslumbrante: ofrecieron a Sanz un socorro de dos pesetas diarias, alquilaron para él un catre en aquella humilde mansión —a la que desde aquel momento llamaron pomposamente «el Sanatorio»— y repartieron la labor del tísico entre otros dos dependientes. Este humanitario proceder favoreció a la casa con un ahorro mensual de ciento ochenta pesetas, conmovedora comprobación de que todas las buenas acciones tienen su premio.
—¡Eh! —gritó el señor Aznar dirigiéndose a la mujer del peón—. ¿Dónde está ese hombre?
El hombre —si no es excesivo llamar así a un esqueleto envuelto en piel— se encontraba al socaire de la casilla, tomando el sol. El señor Aznar inmovilizóse ante él, frotándose las manos.
—¿Qué hay, querido? Gran vida, ¿eh? Sol de primera, aire de primera, tranquilidad a todas horas… ¿Cómo va eso?
—Mejor, mejor, señor Aznar —mayó el esqueleto—. Me parece que estoy más fuerte.
—Se ve en seguida —corroboró el banquero con alegre optimismo.
—Mucho más fuerte. Cuando llegué aquí no tosía más que durante el día. Ahora tengo fuerzas para toser también por la noche.
—No hay nada como estos aires —alabó el señor Aznar—. Aires nutritivos, excelentes; aires… ferruginosos; sí, no vacilo en darles ese nombre. ¡Buen negocio haría el que pudiera exportarlos en bidones herméticos! Un fortunón, ciertamente, está aquí perdido. Pues nada, amigo Sanz, a tomar oxígeno; consuma todo el que quiera, todo el que le plazca.
—Gracias, señor. Es usted muy bueno.
Cambiaron algunas frases más y despidiéronse, porque la hora del regreso se aproximaba. Quizá impresionados por la visión del moribundo, los excursionistas caminaban ahora en silencio, y el adorable señor Aznar quiso fortalecer su espíritu y habló durante largo tiempo del porvenir que la casa les ofrecía y de la indiferencia con que debe ser acogida una enfermedad cuando se cuenta con la protección de un buen patrono. Llegó a insinuarles que trabajar hasta la caquexia era una ganga, y declaró con acento melancólico que él, abrumado de responsabilidades, preocupado siempre con los intereses de los demás y el bienestar de sus dependientes, envidiaba con frecuencia la sosegada vida de Sanz. Después, como quien aspira a aturdirse, propuso que se cantase un corito. Todos carraspearon, mientras buscaban algo conveniente en el archivo musical de su memoria. El señor Téllez decidióse a tomar la iniciativa y comenzó:
¡Las fatiguitas que pa…!
Pero como se le escapase un gallo, se azoró, dio un golpe con el codo a su vecino y gruñó, fingiéndose descontento de la timidez general:
—¡Vamos! ¡Venga pronto!
Al fin, todos rompieron a cantar el «Alirón», y el señor Aznar dio nuevamente pruebas del amor a sus empleados tarareando entre dientes y marcando el paso a compás, con tanto acierto y viveza como pudiese hacerlo cualquier otro.
* * *
En la tarde del lunes, Carabel fue llamado a la dirección. Cuando entró, el señor Aznar, que paseaba nerviosamente por la estancia, se detuvo y clavó en él una mirada rencorosa.
—¿Qué le ha dicho usted ayer al señor Azpitarte? —demandó.
—¿Yo? —pudo balbucir Amaro—. ¿Al señor Azpitarte?… No le he dicho nada.
—¿Está usted seguro?
Carabel repasaba sus recuerdos para descubrir qué frase de él podía haber sido molesta para el indiano. Pensó en el perro… Quizá… Pero el señor Aznar continuó:
—¿No le ha hablado usted de la compra de francos?
Súbitamente se acordó Carabel de que el fructífero resultado de aquella operación no se había hecho constar en el saldo de Azpitarte, y comprendió la trascendencia de su indiscreción.
—Es inútil que niegue usted —bramó el banquero—. Ese señor acaba de salir de este despacho… Ha hecho usted perder a la casa uno de los mejores clientes. Ha retirado sus fondos y se convertirá en un detractor nuestro. Mientras usted le refería no sé qué calumnias acerca de nuestra intervención en los negocios de la Eléctrica Lorenzana, nosotros le aconsejábamos la venta de sus acciones…
—¡Oh, terrijit! —suspiró Bofarull, moviendo una mano como para ahuyentar la evocación.
—¡Así se explica el tono de sus palabras durante el almuerzo! ¿Te acuerdas, Bofarull?
—¡Oh!… ¡Oh!… —gimió el consocio.
—Se burlaba de nosotros, nos cazaba a la espera… Callaba su verdadera opinión porque éramos sus huéspedes, pero ya tenía pensado lo que había de hacer. ¡Y nosotros, infelices, sin saber nada!
—¡Espantoso, espantoso! —comentó el otro infeliz.
—Pero yo —atrevióse a decir Amaro—, al aconsejar al señor Azpitarte que no vendiese, no pretendía sino hacer un bien a un cliente de la casa…
—¿Y quién es usted para permitirse esas filantropías? ¿Será usted capaz de afirmar ahora que nosotros queríamos causarle un mal? Los negocios son los negocios; nosotros, quienes los regimos, y usted no debe vender los secretos del banco.
Volvióse hacia su compañero:
—¡Sé bueno, Bofarull! ¡Moléstate por estos caballeritos! ¡Dales aire puro! ¡Prepárales un porvenir! He aquí el premio.
Bofarull tornó a suspirar tan fuertemente, que hizo saltar la ceniza de su pipa. El señor Aznar decretó, señalando la puerta al aturdido Amaro:
—Vaya a ver al cajero, que ya tiene orden de pagarle lo que se le debe, y márchese usted.