CAPÍTULO I

EN EL QUE UN GATO NEGRO ENTRA A DESTIEMPO POR LA VENTANA DE UNA GUARDILLA

Apuesto cualquier suma a que es ésta la vez primera que alguien os habla de Amaro Carabel. Sin embargo, hizo en el mundo algo más importante que aquella rana que sugirió a Galvani la sospecha de la electricidad; y esa rana es célebre, y la amable oportunidad con que movió sus ancas sobre el cinc de un balcón es referida con encomio por todos los profesores de primera enseñanza.

Estoy asimismo seguro de que nunca ha llegado a vosotros el nombre de Alodia, la animosa y amable tía de Carabel; pero me negaré obstinadamente a creer que hay en la tierra una sola persona culta que desconozca a la madre de este hombre cuya historia escribimos.

Se llamaba Úrsula Menéndez. No…, no me extrañará que estas dos palabras no despierten ningún recuerdo en vuestra memoria, porque no es ése el nombre que hizo relevante la madre de Amaro. Para la ciencia fue siempre «doña N. N.». Cuando el doctor Ruiz publicó en la Gaceta de Medicina su notable estudio «Un caso de espondilitis rizomélica», ya designaba a doña Úrsula con esas dos letras, tan prestigiosas, por otra parte, como cualesquiera otras dos, aunque estén bordadas bajo la corona de un duque.

Al leer, tres meses más tarde, el sabio especialista señor Dubois su famosa comunicación acerca de las vértebras dorsales y sus posibles dolencias, ante la Academia de Medicina de París, la señora Menéndez pasó a ser «madame N. N.». Y así continuaron llamándola los médicos más notables de Berlín, de Londres, de Nueva York, de Tokio, que dedicaron muchas de sus preciadas horas al estudio de las extrañas características del mal que aquejó y también sacó de la sombra a la madre de Carabel.

Aún hoy es el día en que ningún doctor medianamente enterado deja de citar dos o tres veces cada semana la espondilitis rizomélica de la señora Menéndez, y será muy difícil que llegue a estar totalmente olvidada.

Sabido esto, espero que nadie me culpe de perder mis días ocupándome en la historia de seres humildes, sin notoriedad ni trascendencia, socialmente ignorados. Un guerrero que toma una ciudad presta, sin duda, un gran servicio a los hombres, y su apellido merece perpetuarse, aunque sea con el voto en contra de los que estaban dentro de la ciudad. Pero la gloria gusta de pasear también algunas veces por los tranquilos campos de la ciencia. No todos los días surge un héroe; mas no todos los siglos aparece una señora que pone ante la asombrada consideración de los sabios un espinazo de particularidades tan extraordinarias.

Pese a todo, nadie, entre los numerosos empleados y clientes de la Casa de Banca Aznar y Bofarull, que alcanzase a ver a nuestro hombre encorvado ante un inmenso libro de cuentas, podría hallar ni en su ocupación ni en su gesto algo que le autorizase a sospechar: «He aquí un ser vanidoso de la celebridad de su madre».

Carabel se dejaba llevar resignadamente por el destino y sufría, casi con la inconsciencia de un autómata, las consecuencias de haber escrito, hacía ya diez años, el primer número en el primer libro que habían confiado a su habilidad. No hay, entre todos los actos que realizan los hombres, ninguno que entrañe la terrible trascendencia de éste, aparentemente tan sencillo, que consiste en dibujar una cifra en el libro rayado y cuadriculado de una casa de banca. Se puede abandonar el hogar al día siguiente de la boda, se puede tener un hijo y no verle jamás, se puede matar a un individuo y olvidarse de él hasta el punto de no leer los periódicos cuando el crimen se descubre; pero aquel número escrito en la amplia hoja tersa y sellada retendrá para siempre a quien lo trazó y hará de él su esclavo. Es preciso cuidar sus avatares incesantes, su proliferación asombrosa, su vida inacabable, siempre diversa. Ayer tenía tres ceros; hoy, dos; mañana, cuatro. Adelgaza y se infla, se ramifica y procrea; exige —como ciertos cultivos delicados— operaciones diarias: es preciso comprobarlo, sumarlo, dividirlo y, sobre todo, ordeñarlo; es decir, recoger de esa ubre que a cualquier número le nace en un banco la nutritiva y preciosa sustancia que recibe el nombre de interés y que segrega, sin debilitarse, todos los días.

Carabel guiaba sobre el enorme libro un formidable rebaño de números, hijos, nietos y derivados de aquel remoto primer número, cuando el auxiliar del cajero se detuvo ante su pupitre.

—Haga usted una nota del saldo de Azpitarte.

—¿Quién la pide?

—Los jefes. Llévela a la dirección.

Carabel rebuscó en los datos, consignó sus observaciones en un papel y quedó un momento pensativo. Luego se deslizó entre los angostos pasillos que formaban las mesas, y empujó con respetuoso sigilo la puerta del despacho de Aznar y Bofarull.

Los dos ilustres financieros, inclinados sobre un voluminoso informe, tenían —a uno y otro lado de la amplia mesa— el aspecto importante y preocupado de los generales que estudian un plan de campaña. Frente a ellos, en espera sumisa, el jefe de la sección de Contabilidad, gordo y fofo como una pelota agujereada, los contemplaba con mirar tan servil que más parecía de espanto.

—¿Se puede…? —preguntó Carabel.

El hombre gordo volvió la cabeza con inquietud, reprochando al intruso con un rápido movimiento de cejas la audacia que mostraba al turbar las meditaciones de la Firma; mas por nada del mundo se hubiese él atrevido a hablar, ni aun para reprender a Amaro. Así, cuando éste repitió la demanda, el hombre gordo llevó hasta la espalda una de sus manos y con el pliego que en ella retenía hizo un ademán como para espantar una mosca. Pero ya el señor Aznar, descabalgando los lentes, acogía a Carabel con aquella amable sonrisa que tan frecuentemente citaban los que le ponían como ejemplo de patronos humanitarios.

—¿Qué hay, amigo mío?

El señor Aznar no daba jamás otro título a sus dependientes.

—El saldo de la cuenta del señor Azpitarte.

—Leanos…

—El señor Azpitarte tiene, en pesetas, trescientas mil quinientas cinco, y en francos, medio millón.

—Muy bien, muy bien, amigo mío —aprobó dulcemente el señor Aznar, como si fuese Carabel el propietario de aquella suma y quisiera felicitarle—. Déjenos el papelito.

Carabel depositó el documento sobre la mesa y permaneció inmóvil.

—Nada más —dijo el millonario.

Pero Carabel abrió la boca, la volvió a cerrar y sonrió azoradamente sin manifestar el menor deseo de salir de la estancia.

El señor Bofarull, absorto en el estudio de un sinuoso proyecto que tendía a depreciar las acciones de una empresa, para comprarlas después, ni aun dio muestras de advertir la presencia del empleado; pero el solícito señor Aznar inquirió:

—¿Desea usted algo?

—Si ustedes permiten… —balbució Carabel—; me proponía tan sólo recordar mi instancia del mes pasado…, únicamente recordarla…, claro está…

—¿Su instancia?… —repitió el señor Aznar, un poco sorprendido, haciendo viajar su mirada de Amaro al jefe de Contabilidad, que había vuelto a agitar sobre sus riñones el pliego de papel, condenando la inoportunidad del subordinado—. ¿Qué instancia es ésa, amigo mío?

—Con motivo de…; a decir verdad…, tengo el propósito de casarme… y, con permiso de ustedes, yo deseaba saber…, porque la vida es cada vez más cara y…

Calló acobardado. El jefe de Contabilidad, interrogado ahora directamente por los ojos del financiero, aclaró enrojecido de vergüenza, como si le forzasen a descubrir una repugnante debilidad del prójimo:

—El señor Carabel ha pedido aumento de sueldo.

Se hizo repentinamente grave el gesto del amable patrono.

—Sí…, ya sé —dijo—. El Consejo acordó dar por no recibida esa instancia, y al buen concepto que he formado de usted se debe que no hayamos votado otra resolución. En esta casa nadie ha pedido nunca aumento de sueldo, amigo mío; ése es uno de nuestros orgullos. Es la casa más fuerte, la más generosa con sus empleados, la que les ofrece mejor porvenir. No sé si en las otras bancas pagan más. Voy a suponer que sí. Pero ninguna puede jactarse de brindar un porvenir más espléndido a los que en ella trabajan. Aquí hay porvenir, y todos lo saben.

El jefe de Contabilidad movió vivamente la cabeza.

—Ahora, si es usted un joven revolucionario… —continuó el señor Aznar con notorio acento de amargura.

—¡No, no!… —rechazó Carabel.

—… un promotor de huelgas…

—¡Oh!… ¡Nunca…, nunca! Si no hubiese pensado en casarme…

—¡Pero si al Consejo no le parece mal que se casen los empleados! Prefiero un contable casado a tres contables enamorados. Y cuando podemos auxiliar a un padre de familia, sentimos verdadero júbilo, amigo mío. Que se lo diga Brunet, el del negociado de Correspondencia. Cuatro chiquillos tiene, con los que no sabía qué hacer. Pues aquí están los cuatro, de recaderos, separados de la corrupción callejera, dos de ellos con uniforme. Antes cenaban como tigres; me lo ha asegurado Brunet. Ahora llegan a su casa a las ocho y caen dormidos en cuanto les abren la puerta. No ganan nada, pero tendrán un porvenir. Me aflige que aún no haya comprendido usted nuestro ambiente, amigo mío.

—Crea, señor Aznar…

—Bien —atajó el banquero con voz más suave y posando su diestra en el hombro de Carabel—, no hablemos más de esto. Ahora voy a darle una buena noticia.

Amaro dejó de respirar.

—¿Puedo anunciarlo, Bofarull?

Bofarull aprobó estirando la boca, en uno de los muchos gestos que había aprendido en sus seis meses de estancia en Londres.

—Pues bien —siguió el excelente señor Aznar—, el próximo domingo tendremos fiesta, una gran fiesta deportiva. No lo sabe nadie aún, ni el señor Olalla.

El jefe de Contabilidad declaró que, en efecto, no lo sabía.

—La carrera de los seis kilómetros, amigos míos —anunció el banquero—. El señor Bofarull ha querido darnos esta agradable sorpresa. Comuníquelo usted a todos, Olalla. Gozaremos de un magnífico día: sol, aire puro, ejercicio sano… ¡Ahí…, a robustecer los músculos, a quemar las grasas!… ¡Vida higiénica!… No todo ha de ser trabajar.

Y en seguida, cruzando las manos:

—¿Es posible que haya aún quien no esté satisfecho?… ¡Vaya con Dios! ¡Vaya con Dios, amigo!

Carabel salió. Si su rostro no acusaba francamente la alegría que sin duda le había producido el anuncio de la carrera pedestre, quizá fuese porque el remordimiento de su fracasada petición codiciosa lo nublaba. Desanduvo el camino hasta su pupitre, tomó la pluma, se inclinó sobre el libro y clavó su mirada obstinadamente en un 5, el último de los números que había escrito antes de ser llamado. Frunció el ceño y agitó los labios en sabe Dios qué invectivas; después suspiró, rehizo cuidadosamente la barriguita del 5 y miró el reloj.

Era una suerte que la hora de salir estuviese próxima, porque Amaro se encontraba sin ánimo para continuar su labor.

En el pupitre próximo, un largo resoplido hizo revolar unos impresos.

—¡Por vida!… —masculló alguien con acento desesperado.

Luego se oyó durante diez minutos el «uuuh» prolongado del dependiente que rectificaba una operación; después cesó el murmullo porque su creador creyó expresar con más acierto la gravedad de las circunstancias silbando tenuemente una musiquilla.

Anunció de pronto:

—Tenemos una diferencia, Carabel.

Carabel volvió súbitamente el rostro, alarmado. Protestó, con cierta esperanza:

—No me embromes, Julián, que me espera mi novia a las ocho y cuarto.

—Tenemos una diferencia —insistió el otro con sombrío tesón.

Amaro dejó caer sus brazos, como si quisiera dar a entender a la fatalidad que, después de aquel golpe insospechable, se entregaba sin condiciones.

—¿De cuánto? —preguntó.

—De diecisiete céntimos.

Miró otra vez el reloj, gruñó unas injurias y se aproximó al pupitre del compañero, enardecidamente ansioso de resolver el error.

—Vamos a ella, Julián. A ver si despachamos pronto.

Y comenzó a sumar las enormes pilas de números.

Cuantos hombres hayan tenido que intervenir en funciones de contabilidad conocen perfectamente el martirio de estas comprobaciones, en el que se mezcla la saña del policía que busca a un criminal con la desesperación del médico que no acierta a localizar la oculta lesión de su cliente y con la congoja de un alcohólico que quiere enhebrar una aguja.

Ese duendecillo de todos los hogares, que hace caer de noche las tapaderas de las ollas, y esconde los quevedos del padre, y pellizca al gato para que salte cuando está durmiendo en el regazo de la abuela, se dedica en los bancos a transformar aquí o allá, en este o en el otro libro, una cifra cualquiera, para gozar con la angustia de los infelices contadores. Es una trampa que ni el más hábil matemático puede rehuir. La equivocación se hace notoria. ¿Dónde está su origen? El desdichado contador repasa una vez y otra vez las inacabables columnas de guarismos, desconcertado y sudoroso, sintiendo hincharse dolorosamente dentro de su cráneo una horrible duda contra la exactitud de las operaciones aritméticas. Hasta que el duendecillo se cansa y la trabajosa verdad queda restablecida.

Dieron las nueve de la noche. La luz del pupitre en el que se extenuaban Carabel y su compañero era la única que continuaba encendida en el vasto salón. Oíase al guardián nocturno ir y venir, más allá de las mamparas, y su tos resonaba fuertemente en la soledad del edificio.

Carabel arrojó la pluma.

—Seguiremos mañana.

Buscó su sombrero, avisó con una voz al vigilante para que abriese la puerta, y como pasase entonces un tranvía que le podía dejar cerca de la casa de su novia, corrió tras él hasta alcanzarlo.

Silvia no le esperaba ya; recibióle con un mohín de enfado.

—¡Vaya unas horas!… ¿Qué ha sucedido hoy?

—Una maldita diferencia, hija mía.

—¡Ya, ya! —comentó con escepticismo la encantadora muchacha, no muy segura de la verdadera importancia que debía concederse a aquello.

Y por si acaso, se dispuso a mostrarse ofendida, con esa facilidad que tienen los enamorados para hacer surgir un disgusto de cualquier nimiedad, secretamente advertidos por el instinto del riesgo de ahogar el cariño en sus propios manantiales de empalagosa dulzura.

Tenía a flor de labios algunas frases cuya causticidad ya saboreaba, tales como: «Pues a esta hora no se sale del banco…», «Si te preocupan más esas diferencias que ver a tu novia…»; pero Amaro atajó sus intenciones. ¡Ea! Disponían tan sólo de algunos instantes y no era cosa de perderlos; tenía que darle una noticia de interés.

—¿Buena?

Carabel denegó tristemente.

—He hablado con los jefes esta tarde.

—¿Y qué?

Comenzó él a referir la entrevista con desmayada desilusión.

La madre de Silvia llegó entonces y le escuchó atentamente. Era una mujer próxima a los cincuenta, seca y nerviosa, de mirada dura y vivaz.

Atajó, de pronto:

—No obstante, será preciso que decidan ustedes algo. Silvia no va a estar así, perdiendo su tiempo…

Amaro disimuló su cólera para preguntar:

—Entonces, ¿qué cree usted que debemos hacer, doña Nieves? ¿Casarnos?

—Si a usted le parece…

—¿Casarnos ahora, con mis cuarenta duros de sueldo?

—Cuando se quiere a una mujer…

—Cuando se quiere a una mujer no se la pone en el trance de ser infeliz, de vestir mal, de comer peor, de angustiarse entre las preocupaciones de una vida estrecha. Si llega un día en que venga a pedirle a usted su hija, será porque estaré seguro de poder ofrecerle un mínimum de comodidades.

—Total, que no puede usted casarse. Muy bien. Pues ¿a qué seguir estos amores?

Silvia intervino, como tantas otras veces, para hacer un reparto de razón. Explicó a Amaro que, en verdad, una muchacha debe evitar perder su tiempo. El tiempo de las muchachas, para doña Nieves y su hija, se pierde lastimosamente hasta que no comparecen en un templo con una cola muy larga terminada en dos chiquillos rubios, para recibir trece monedas de las manos de un hombre. A partir de ese instante, toda mujer puede estar segura de su tiempo y nunca reconocerá que despilfarra un solo minuto. La bella joven, después de repetir algunos axiomas cronológicos, procuró suavizar a su madre, afirmando en nombre de Carabel que éste no tardaría en conseguir cuanto fuese necesario para fundar un hogar venturoso.

—Así lo espero —declaró la dama—, y no fue mi intención causar molestia alguna. A mí hay que estudiarme.

Dicho lo cual, los dejó en libertad de hablar; pero cuando Amaro salió, poco después, hacia su casa, no eran muy amables los pensamientos que ocupaban su espíritu.

Es posible que cuando se vive en el piso aguardillado de una vieja casa, en una de las calles más tristes y sucias de los barrios bajos, sea una felicidad regresar al domicilio ensimismado en alguna preocupación, si así ha de evitarse el advertir el lúgubre aspecto de la vía donde se remansa el terrible olor a legumbres cocidas que escapa por la boca amarillenta de los portales. Desde el húmedo suelo hasta los tejados fundidos en la sombra, todo es fracaso y tristeza; al ras de los adoquines, botas enlodadas y deformes que parecen llevar por su propio esfuerzo a hombres fatigados por la labor de todo un día, ansiosas de verse libres de aquel peso y de aquella presión, y de aquel ir y venir trabajoso; esas botas a las que, al ser arrancadas del pie, pueden oírseles exclamar: «¡ya!», y quedan después tumbadas sobre los baldosines en actitud de total abandono, aniquiladas, exhaustas, como si acabasen de dar a luz en un esfuerzo supremo al hombre bigotudo que se ha desprendido de ellas. A un metro del suelo, escaparates de delirio, capaces de hacer huir o de hacer llorar a quien los contemple con mirada desentendida de los convencionalismos comerciales: el de la taberna, con coagulados guisos sanguinolentos en que parecían haber sido utilizados los despojos de la última riña, con frascos llenos de un líquido vinoso que hacía recordar que el tabernero padecía frecuentes hemorragias nasales; el escaparate de una mercería donde asilaban su vejez corbatas monstruosas; cuellos que nadie se atrevía a usar; calcetines con los que hombre alguno podría dar un paso; calzoncillos patológicos; prendas elaboradas por un fabricante misántropo o por una madrecita hambrienta que aguardaría inútilmente tras el mostrador a los compradores de sus géneros. Desde la calle podía verse también, tras las ventanas sin cortinas de los primeros pisos, siluetas de personas inmóviles, cogidas —como en un bloque de cristal— en el cuajarón de tedio de la humilde estancia. Esperaban ya el trabajo del día siguiente y al día siguiente esperarían el reposo del anochecer. Y así la vida entera, viendo morir y renacer el fénix de sus fatigas.

En verdad que cuando es éste el espectáculo que se ofrece a la atención de un joven que retorna a su casa, debe considerarse como una merced providencial que todas sus facultades de observación estén anuladas por la intranquilidad que en él promueve la actitud de una dama terca y gruñona, a la que pueden achacársele seguramente muchos defectos, pero que ha acertado a producir una hija que posee sus capitas de tejido adiposo y el contorno de sus músculos tan bien redondeados, el sistema óseo en tan armónica proporción, el iris tan azul y los cabellos pigmentados de un rubio tan elogiable que, mientras no se modifiquen las ideas que los hombres tienen acerca del aspecto exterior de su organismo, todo el mundo habrá de reconocer su belleza.

—Tarde viene usted hoy, vecino —reprochó a Carabel un hombre que bajaba las escaleras silenciosamente sobre sus suelas de goma.

Amaro aprovechó aquel pretexto para reposar de la fatigosa subida.

—Un poco tarde. ¿Hay trabajo esta noche, señor Ginesta?

—Hay trabajo siempre —respondió con aire de misterio el aparecido.

Despeñó una gran tos por las escaleras y siguió bajando.

—¡Descansar, descansar!

Carabel abrió la puerta de su cuarto, alineada con otras tres en un estrecho pasillo, y entró hasta el соmedorcito, donde su cubierto esperaba bajo la pantalla de cretona de la luz.

—¡Tía! —gritó el joven después de un momento—. ¿Se ha dormido?

Como nadie le respondiese, recorrió las cuatro pequeñas habitaciones: los dos oscuros dormitorios, el gabinete y la cocina iluminada, donde una olla sudaba, soplaba y murmuraba con todo ese aspecto de ser vivo que se les reconoce en los cuentos de brujas.

—¡Tía!… —volvió a llamar Amaro—. ¿Adonde habrá ido a estas horas esa mujer?

Regresó al comedor, gruñendo de impaciencia; dio un agitado paseo, cerró la ventana que en las horas diurnas permitía ver tres metros del propio tejado de la casa y todas las guardillas fronteras, y sentóse junto a la mesita para leer un periódico. Habrían pasado quizá cinco minutos cuando un golpe dado en los vidrios le sobresaltó; volvió la cabeza, pero no pudo ver más que la lámpara de cretona y su misma imagen reflejadas en las láminas brillantes tras las que hacía espejo la noche. Repitióse la llamada, y Amaro se acercó, receloso y sorprendido.

Lo que primero se ofreció a su asombro fue una especie de rojo gusano con patitas negras, y un pálido disco del tamaño de un duro, que aparecían adheridos al cristal y que, cuando se distanciaron dos centímetros, recobraron la verdadera forma por la que podían ser reconocidos, entre otros muchos, un ojo y la nariz de Alodia Menéndez, la persona que vanamente había buscado Carabel por toda la casa, y que ahora hacía a su sobrino señas urgentes para que le franquease la entrada.

—Si fuese sábado, pensaría mal de usted, tía —comentó Amaro, abriendo—. ¿A qué viene ahora ese amor a los deportes?

—Acerca una silla —ordenó la que de tan extraña manera regresaba a su hogar, encorvándose para pasar bajo el dintel de la ventana.

Saltó, precavidamente, y quedó frente a Amaro, sonriendo con malicia. Era una mujer pequeña y nerviosa, de grandes ojos negros, casi pobremente vestida; sobre el saco de arpillera que ahora apretaba con dulzura sobre su pecho, las manos, esclavizadas por los trabajos caseros, mostraban sus cuerdas y sus nudos descarnados. Susurró alegremente:

—He ido a robarle el gato a la señora Elisa. Lo traigo aquí.

El rostro del joven reveló su estupor.

—¿Por qué hizo eso?… ¿No se lo había ofrecido ya su dueña?

—Así no valía nada, Amaro. Para que un gato negro traiga la suerte a una casa es preciso robarlo. Si te lo regalan, no tendrás más que un gato como otro cualquiera. Míralo qué lindo…

E hizo salir del saco al animalito, escuálido y diminuto, que movió la desproporcionada cabeza para mayar, mientras alzaba un rabito sutil y despeinado como un limpiapipas.

—Esto es muy bueno, Amaro —afirmó, contemplando conmovidamente su presa—. ¿Qué dices de mi adquisición?

—Que ya podía usted haberla hecho dos horas antes y me hubiese evitado tres disgustos, si es que de verdad sirve para ello. Pero deme usted de comer, tía, o comienzo a roer ese amuleto que ha traído, en el caso de que tenga algo más que la piel.

Sirvió Alodia la cena y, acodada sobre el mantel frente a su sobrino, oyó la relación de sus fracasos, mientras lo contemplaba con una entristecida mirada maternal.

—Nunca nos ha asistido la suerte —comentó—. Me pregunto muchas veces qué razón hay para que no logres una posición brillante, y no consigo explicármela. Cuando murió tu pobre madre y quedaste sin más cuidados que los míos, pensé: «No tendrá una adolescencia feliz, pero llegará a ser un hombre notable, porque es inteligente y ambicioso». Nadie sabía más que tú en la escuela de don Jorge, y te apoderabas a puñetazos de la merienda de tus compañeros. No es que ahora se debilite mi fe en ti, pero comienza a impacientarse. Vas a cumplir veintisiete años; hace diez que has entrado en la Banca de Aznar y Bofarull. Tantos negocios como hay allí, tanto dinero…; ¿es posible que no hayas podido aprender a ganarlo en mayor abundancia? ¿Por qué no te fijas en lo que hacen Bofarull y Aznar? Temo que seas poco observador, Amaro.

—¿Qué quiere usted que haga? Para ganar dinero es preciso tener dinero.

—Será… será… Acaso convenga esperar aún. Cuando ellos te han hablado del porvenir, sin duda proyectan algo. ¿Sospechas tú qué porvenir es ése?

—¡Hum! ¿Yo qué sé?… Hablamos mucho del porvenir dentro de la casa, todo el mundo cree en él y quizá exista; pero es cierto que hoy sólo conozco una persona que gane allí un sueldo de mil pesetas mensuales: el subdirector, Cardoso, que ya era empleado en tiempos del padre del señor Aznar. Toda su vida haciendo cálculos. Los jefes le citan como ejemplo. ¡Bonito ejemplo! Nunca disfrutó de una licencia, no tuvo tiempo para enamorarse, no conoce de la ciudad más que el camino de la oficina a su fonda… Espero que no sea ése el porvenir de que nos hablan.

Alodia meditó:

—Bueno…, un tipo como el tal Cardoso existe en todos los bancos. Yo lo he leído en las novelas. Pero al final siempre les ocurre algo muy agradable: se demuestra su honradez puesta en duda, o se les casa una hija con un potentado. Me gustaría conocer al subdirector. Debe de ser un hombre excelente.

—Es un tirano execrable.

—¡Rara cosa!

Y añadió con súbita esperanza:

—Verás cómo todo cambia ahora que tenemos nuestro gatito negro. Le he puesto el nombre de Fortunato. Sencillo, ¿verdad?… ¡Fortunato! Piss…, piss, ¡Fortunatito!… ¿Dónde estás tú?…

Le buscó, le acarició, le hizo un lecho con trapos en la cocina, y una hora después entró de puntillas el Sueño, malhumorado de luchar con el niño del cuarto piso; inmovilizó a Alodia con la boca abierta y a Carabel con una pierna encogida; dejó a la mujer un sueño poblado de gatos que corrían más que ella sobre las techumbres de Madrid, y al joven un problema numérico; hizo callar a una polilla, apagó un ascua que aún brillaba en el hogar, y pasó al cuarto vecino a esperar al señor Ginesta, que nunca se acostaba antes de las tres. Para distraerse, irguió uno de sus dedos de algodón y dirigió el concierto de todos los ronquidos de la casa, con los que alcanzó a lograr efectos sorprendentes.

Al otro día Amaro continuó la busca de la diferencia, que se obstinó en perseverar. Con el auxilio de su compañero, revolvió los números como en un cajón, los sacudió como puede sacudirse una alfombra sobre la que ha caído un alfiler, los sumó por grupitos pequeños y por largas columnas, de abajo arriba y de arriba abajo; los hurgó con la pluma, los laminó con el rodillo de papel secante, gimió sobre ellos, los maldijo; fue a cenar y volvió a desentrañar aquel misterio; se acostó a las dos de la madrugada para levantarse a las siete y continuar la persecución del yerro. Y así pasó otro día. Habían dado las nueve de la noche cuando llamó en la puerta de su novia.

—Tampoco puedo detenerme hoy —le dijo—. Continúa sin resolverse la diferencia.

—¿Es algo grave eso? —inquirió doña Nieves.

—Diecisiete céntimos endiablados que no sé dónde se han metido.

Y huyó. Doña Nieves comentó después:

—No me gustaría nada que mi hija se casase con un hombre tan cutre que prefiere pasar esos apuros antes de sacar diecisiete céntimos de su bolsillo.

—Es por la formalidad de las cuentas, mamá.

—No entiendo de eso, Silvia; pero sé lo que quiero decir, y harías bien en estudiar mejor a tu madre para comprenderla. Te digo que no me agrada para ti ese muchacho.

Transcurrieron dos días más y la diferencia sobrevivía. Pocas veces se había visto una diferencia tan tenaz como aquélla, y de algunos negociados acercábanse a Carabel hombres encanecidos en la profesión para conocer detalles de la lucha de los dos empleados contra los diecisiete céntimos. Se recordaron casos horribles, como el de aquel contador que consagró toda su juventud —alejado de sus relaciones y de su familia— a descubrir un error semejante y que murió de alegría al hallarlo, y el de aquel otro que enloqueció y se dio a caminar de puntillas por el banco, con la mano preparada como para cazar una mosca, porque creía, en su delirio, que la diferencia se había echado a volar, y se iba posando aquí y allá, en las paredes y en los pupitres y en las calvas.

Silvia envió a su amado una medalla de San Antonio, que, como es sabido, ayuda a encontrar las cosas perdidas.

La verdad quedó restablecida en los libros de Carabel el sábado a las once y cuarto de la noche. En los rostros, pálidos de cansancio, de los dos compañeros se encendió una sonrisa de triunfo. Pero Carabel no sabía aún que en aquella semana en que la fatalidad le mantuvo alejado de su novia, doña Nieves había lanzado contra él la candidatura del dueño de un taller de prótesis dental, enamorado de Silvia. El mismo sábado, al felicitar al novio por su victoria sobre la diferencia, la encantadora muchacha exclamó:

—Al menos, mañana nos podremos ver sin agobios.

Y Amaro, ensombrecido, había explicado:

—No, mañana es la carrera pedestre. Después de un desfalco, nada hay que pueda indignar tanto al señor Bofarull como la ausencia de un dependiente suyo en las fiestas deportivas que organiza y dirige. Te lo he dicho muchas veces. No debo faltar. Mañana irá… hasta Cardoso, que es el único al que se dispensa de asistir. Figúrate…

—Entonces, ¿no nos veremos?

—Por la noche, cuando regrese a Madrid…

—Te ha de pesar —advirtió ella.

—¿Qué quieres que haga, Silvia?

—Allá tú. Ve a divertirte; yo haré lo mismo. Estoy harta ya de ser una tonta.

Carabel no ignoraba que cuando una mujer asegura estar harta de ser una tonta, es precisamente cuando se dispone a hacer una tontería. Intentó persuadir a su amada de que aquellas parodias deportivas ideadas por el señor Bofarull estaban muy lejos de constituir un entretenimiento, y de que para un enamorado como él no había placer comparable al de pasar unas horas cerca de ella; pero la joven se encerró en la torva sospecha de que su novio era un fanático del pedestrismo, en cuyo corazón no había más que un puñado de polvo de las carreteras.