—Perdona que te despierte, Petioucha, pero creo que «el tuyo» está tomando las de Villadiego.
Nikitin, un joven rubio y calmoso, muy calmoso, ha llamado a las tres de la madrugada a la puerta de Piotr.
—Entra. Siéntate. Cuenta.
Piotr se embute en una bata japonesa, negra, con rameados dorados, sobre su pijama rayado en dos tonos, habano y salmón.
Nikitin, el oficial tratante de Marguerite Thérien, se sienta, cruza las piernas, enciende un cigarrillo.
—«La mía» me ha llamado.
Expone lo que acaba de saber. Puntúa cada elemento del relato con algunos anillos de humo.
Piotr no está muy sorprendido. Había notado perfectamente que Oprichnik estaba con un pie en el aire. Por tal motivo, así como pan cumplir las órdenes dadas por Pitman, decidió restablecer la situación enérgicamente. Al parecer, tal decisión no ha dado los resultados esperados. Todo lo contrario. Esto pasa.
Lo que inquieta a Piotr es esa historia de la cartera de mano. Él, está seguro de esto, no ha dejado nunca ningún documento en manos le Oprichnik. Pero sus predecesores han podido cometer negligencias, e incluso sin documentos…, si Oprichnik ha tomado notas durante treinta años de misión —notas que podía haber conservado en la caja de seguridad de un Banco de Pontoise— y se propone ahora entregarlas a los franceses, se armaría un buen lío. Y está claro que Piotr, culpable o no, pagará los vidrios rotos. Su cabeza volará, sí, dicho metafóricamente, claro, pero el daño vendrá a ser el mismo. Y aquí llegan los ardores de estómago —le son familiares— recomenzando…
Da las gracias a Nikitin y lo despide:
—Tenme al corriente.
—Tal como me imagino a tu hombre —dijo Nikitin—, y hasta en el caso de que lo recuperes, te verás obligado a hacerle cambiar de secretaria. No parece ser de aquellos que dan coba al personal.
—Se hará lo que sea preciso.
Una vez se hubo marchado Nikitin, Piotr tomó dos comprimidos contra la acidez.
No hay nada que hacer: es preciso llamar a Mojjukhin, el «residente», el jefe directo. Mojjukhin es célebre, todo lo célebre que se puede ser en un servicio secreto. «Ilegal» durante veinte años —es decir, viviendo con un falso nombre, haciéndose pasar por francés—, ha sido finalmente quemado, ha podido huir a tiempo, y, cosa única en los anales de la KGB, ha logrado salir adelante en una segunda carrera como «legal». Es soltero, bebe sus mil quinientos gramos de vodka al día, remienda sus propios calcetines utilizando un bollo como bola o huevo de zurcir, y finalizada su tarea se come aquél. Piotr preferiría dedicarse a la caza del jabalí con venablo, o a la del oso con cuchillo, antes de despertar a Mojjukhin a las tres de la madrugada.
—Camarada coronel, ¿puedo ir a verle?
—Tú te has hecho poner a disposición de picaros y tunantes. No te conozco.
—Me han puesto a disposición de ellos contra mi voluntad, camarada coronel. Yo habría preferido continuar sirviendo a sus órdenes, lo sabe usted perfectamente.
—Cuenta con mi mayor desprecio. Llama a Moscú y déjame dormir.
Piotr se viste a toda prisa, salta a su «Volvo», atraviesa París, entra en la mas taba de La Muette, se mete en su despacho, y desde su teléfono llama a Moscú.
La llamada es automáticamente transferida desde el «Hotel Rostopchin» al apartamento personal de Pitman.
—Todavía no ha salido el sol. Tú sabes muy bien que no podré conciliar de nuevo el sueño. No tienes el menor respeto por mi salud, refunfuña la blanda Elichka, que, con la edad, se vuelve gruñona.
Pitman no la escucha. Escucha la voz angustiada de quien le habla desde París. Una fuga. Una cartera de mano. «No ha sido culpa mía camarada general». Si Signo duro es descubierto a los franceses, el Consistorio en pleno se burlará de él. Pitman tiene enemigos entre los «sombreros-escondrijos»; todos los antisemitas, primeramente, quienes se sentirán en extremo contentos al ver el naufragio de su montaje. Un punto claro, sin embargo: la secretaria, que na costado cara, y que a lo largo de veinte años ha enviado informes admirables, pero sin la menor utilidad, se revela ahora rentable. Otro punto claro: si Psar se esconde en ese castillo, es que todavía hay tiempo de agarrarlo. ¿Le ha faltado tiento al oficial tratante? ¿O bien él, Iakov, se ha equivocado? ¿Hubiera debido, acaso, acortar la brida a Oprichnik? Está siempre dispuesto a acusarse de errores posibles, pero en este caso concreto, continúa pensando que la operación Signo duro era demasiado importante, demasiado peligrosa, para ser abandonada a las iniciativas de un simple agente de influencia, fuesen cuales fuesen sus cualidades. En ningún momento, la idea de que el sometimiento de Alla Kuznetsova a las órdenes de su directorio de origen haya podido representar algo en este asunto no aflora a la mente, quizás estrechamente focalizada, del teniente general.
¿Qué hacer ahora? Puede ser que se trate de una falsa alarma: oprichnik tenía tal vez una cita secreta con algún miembro de la Hermandad, o bien ha decidido, simplemente, tomarse unas vacaciones poco corrientes con su secretaria. En ese caso, todo lo que se le puede reprochar es no haber advertido a Piotr con tiempo sobre su desplazamiento. De todos modos, es preciso tratar el asunto con las máximas precauciones, actuar como cuando se le quita la espoleta a una bomba, sólo con que Elichka dejase de gruñir en su pila de almohadas, Pitman podría reflexionar, despejado.
—He aquí lo que usted va a hacer. Se va a largar a todo escape a se castillo, para notificar a Oprichnik que tiene buenas noticias para él. Se lo llevará a París, y me tendrá usted al corriente, hora por hora, le la situación psicológica. Si cree que una cita conmigo podría ser beneficiosa (después de todo, fui yo quien reclutó a Oprichnik; nosotros somos viejos amigos), no vacile en hacérmelo saber. Y en el caso le que el anuncio de un ascenso pudiera servir de algo… (Pitman vacila, es un hombre que economiza tanto en materia de ascensos como le gastos, pero decide, por una vez, dar un gran golpe). Dígale que estamos muy contentos de ver la forma en que progresa el montaje, que tara llevar a cabo una operación de esta envergadura no resulta excesivo el rango de oficial general, y que… en suma… (Pitman, con todo, sea tima tanto en la palabra como en el concepto), que le aguarda una mena sorpresa.
—Sí, camarada general. —A Pitman le habría gustado hacerse llamar por su nombre-patronímico, como hacía Mohammed Mohammedoich, pero desde hace algún tiempo el «Moisseich» no pasa muy bien—. Camarada general, ¿cómo voy a explicar a Oprichnik el descubrimiento de su escondite? ¿He de quemar a la secretaria?
—Gracias por haber planteado este problema… No, no queme a la secretaria. Encontraremos una explicación a su tiempo. De momento, recurra a nuestra reputación de gallos de oro omniscientes. Sea vago. Y no lo olvide, hay un imperativo que prima sobre los demás: lay que echarle el guante a Oprichnik, hay que impedir que se pase a los franceses, si es que abriga tal intención. Cueste lo que cueste.
A los superiores les agrada utilizar expresiones como ésa: «cueste lo que cueste». Son suficientemente imprecisas y dramáticas al mismo tiempo, como para poderse refugiar tras ellas en caso de accidente, sea cual sea éste.
—¿Camarada general?
—¿Y bien?
—¿Debo… ir armado?
Piotr ha pronunciado la palabra con cierto embarazo. Los menudos tunantes del Directorio A miran las armas con desconfianza y desdén. Pero la única manera de comprobar lo que quiere decir «cueste lo que cueste» es preguntar si es necesario llevar uno consigo lo preciso para hacer efectivo el precio fuerte.
Pitman suspira.
—Supongo que sí… Pero, por el amor de dios, procure no servirse de su arma. Proceda con suavidad, con inteligencia…
Elichka ronca ya. Iakov Moisseich, él, no se quedará dormido de nuevo. Signo duro, el montaje más grande de su vida, se encuentra en peligro. Se levanta caminando de puntillas, se viste, se hace conducir a su despacho. Como ésta, si se producen otras llamadas telefónicas, se las pasarán aquí; Elichka podrá dejar que se le peguen las sábanas, y él estará en su sitio, listo para tomar las decisiones que hagan falta.
Una parte del Directorio se ha trasladado a los nuevos locales, en el bulevar periférico, pero Pitman ha conservado el mismo despacho, que es más íntimo y más noble a la vez, con sus dobles cortinas de ecos y madroños, su mobiliario pasado de moda, y hasta sus ordenanzas, que han adoptado el estilo de la casa y tienen siempre un samovar a punto de hervir.
Iakov Moisseich pasea durante largo rato de un sitio para otro, sobando sus imitaciones de alfombras antiguas con sus gruesas botas militares, que no le cuestan nada, y sintiendo, casi, pertenecer a los «sombreros-escondrijos», es decir, no poder tener derecho a saltar a París. «Si yo viera a este Alexandr Dmitrich, que he conocido de joven, que seduje sobre las torres de Notre Dame, no tardaría en hacerle entrar de nuevo en razón». Comienza a calibrar la idea de llevarle a hacer un viaje relámpago a Moscú, Moscú nuestra madre, la de las mil cabezas doradas… «Esto es lo que halagaría su imaginación: ¡un avión especial! Mohammed Mohammedovich habría estado en contra de ello, pero por razones más místicas que profesionales. Se le recibiría como un triunfador, se le haría vestir su uniforme, se le encontraría una mujer… Pues sí, de vez en cuando hay que saber dar grandes golpes, a fin de incrementar la moral de las tropas».
Así sueña Pitman, y Piotr no llama todavía desde Francia.
Una nieve espesa cae sobre la plaza Dzerjinski. Esta vez, sí, podrá desplazarse en la troika con Sviatoslav.
Alexandr se despertó febril, pero feliz, y hacía mucho tiempo que no se sentía tan contento de vivir como entonces. Permaneció quieto, tendido, contemplando la blanca ventana, diciéndose que volvería a la tarea de cortar leña, una ocupación que encontraba agradable.
Posteriormente, con cierto retraso, advirtió la presencia de Marguerite a su lado, y recordó lo que había pasado. «Yo le amo, señor».
¿Desde cuándo le amaba ella? ¡Y no se había dado cuenta de nada! La situación se tomaría imposible si él decidía la continuación del juego, conservar la agencia. «Soy un patán; me he aprovechado de la situación. Y a todo esto, ¡si ella supiera para quién trabaja!». Se vería forzado a buscar otra secretaria; nadie encarga el despacho del correo personal a su amante. Facilitaría a Marguerite todas las recomendaciones que merecía. De ser necesario, haría que Fourveret se moviera para encontrarle una colocación digna de ella. Mientras tanto… Mientras tanto, la tomó de nuevo en sus brazos, no sin formular mentalmente un cálculo algo innoble: «He cometido una estupidez; vale más que saque provecho de ella».
Después, fue en busca de nieve, valiéndose de la palangana de plástico, procediendo a hacer un amago de aseo de su persona. Sus manos, febriles, temblaban, y se cortó varias veces al afeitarse. A continuación, llevó nieve a Marguerite y volvió a su tarea de partir leña. La fiebre le mantenía caliente. A su regreso, Marguerite habla reavivado el fuego por medio de irnos cuantos embalajes de cartón, y la joven hizo café, un café detestable porque sabia a humo, delicioso porque se trataba de su humo, del que ellos habían hecho.
Marguerite se estiró:
—Somos como unos castellanos auténticos en su mansión.
Oyóse una campana en la lejanía. Aquellas campanadas, un poco cascadas, flotaron lentamente en el aire saturado de nieve, pero, tras un largo desplazamiento, fueron llegando una tras otra, golpeando los cristales del castillo. ¿Cuántos siglos hacía que aquella campana sonaba de tal manera? «Es la voz de Francia, que llama», pensó Alexandr.
Las confidencias que había hecho la víspera a Marguerite habíanle liberado, en cierto modo.
—Pues si nosotros somos los castellanos de esta mansión —dijo—, debemos ir a misa.
Jamás se había dejado gobernar así por su instinto, ni por su destino, pero hoy había en él una paz, un abandono… La idea de oír misa hizo reír a Marguerite. Bueno, ¿y por qué no? Después de todo, aquélla era la época de Navidad, se estaba ya en pleno reino de lo fantástico.
Sus zapatos, que ella dejara cerca del fuego, estaban estropeados, endurecido, pero casi secos. Tosiendo, estornudando, sonriendo ante aquella nueva locura, Marguerite se dejó conducir a la primera misa que iba a oír tras la muerte de su padre.
La iglesia era muy fría y vasta, no estando del todo vacía. Una treintena de fieles, tanto hombres como mujeres, se apretaban en los primeros bancos. Una lámpara roja ponía un punto vivo único en el gris de la piedra, el tono moreno de los bancos, los colores apagados de los cabellos, de las nucas, y de los frioleros cuellos. La campana había interrumpido sus monótonos sones. El silencio era realzado por las toses, por los cuchicheos, por una silla rechinando sobre una losa.
Entró la procesión. Detrás de la cruz desfiló un cortejo de niños disfrazados. Alexandr tardó unos instantes en comprender que eran los personajes del Nacimiento: una niña que se tocaba con un paño rojo y que llevaba una muñequita en brazos, un chico con una barba de estopa, otro cuya carita había sido untada con betún, llevando en la cabeza una corona de cartón dorado, otro niño era portador en sus manos de un joyero, otro más hacía oscilar un incensario; seguidamente, una parejita venía tras los anteriores, con bastones en sus manos y pieles de borrego a sus espaldas; les acompañaba un cordero, y como el animal no quería avanzar, el muchacho le propinó un par de patadas en el vientre.
Detrás de los niños, en su casulla blanca y verde, caminaba contoneándose el sacerdote; un rostro gris, unos cabellos grises, ralos, como volátiles, unos pequeños ojos de hurón que parecían estar contando a los fíeles. El pobre se hallaba, quizás, agotado; debía de atender diez parroquias y estaba ya en su quinta misa de Navidad. Todos cantaban una canción de explorador llena de ardor, en la que manos rimaban con caminos y tierra con tiniebla.
Cuando los chicos se hubieron instalado delante de su gruta, de papel máché, y la niña acostado el muñeco en su lecho de paja, el sacerdote, anudando y desanudando sus manos, pronunció un breve y quejumbroso discurso.
—Amigos míos, quisiera pediros una cosa. Os parecerá extraño. Pero esto lo podéis hacer muy bien, por el buen Dios. O por mi, si lo preferís así. Sé que queréis a vuestros hijos; también yo los amo. Os los encontraréis de nuevo a la salida. Allí, sí, podréis hacer todas las que queráis… Pero aquí, en la iglesia, esto es válido incluso para quienes han gastado dinero adquiriendo sus flashes… Los niños han comprendido la gravedad de lo que están haciendo. No hay que darles ocasiones, pues, de fomentar su vanidad. Bueno, esto, me cuesta trabajo pedíroslo… Yo sé que… En fin… Os lo ruego, no hagáis fotos.
Algunas cámaras ya preparadas desaparecieron, y Alexandr tuvo un asomo de estimación por aquel cura que no aceptaba todos los compromisos, que pretendía conservar en su iglesia una pequeña parte de lo sagrado, aunque sólo fuera un átomo.
Comenzó la misa. Fue de una pobreza lastimosa; la vulgaridad de la música subrayaba la trivialidad de las letras. Alexandr, que recordaba las austeras magnificencias del rito gregoriano, y que había frecuentado en ocasiones las iglesias ortodoxas, donde «el Señor se viste de esplendor», no comprendió nada de aquella parodia de oficio protestante, con ritornelos numerados y lecturas hechas en una lengua trivial, si no grosera.
«Es imposible —se dijo—, que el Directorio no haya reparado en eso. Es imposible que la Iglesia haya renunciado, espontáneamente, a la belleza de un servicio que da a los hombres de la Tierra una idea del Reino de los cielos. Quos vult perdere Directoratus dementat. Me parece recordar, sin embargo, que su Maestro había dado claramente la preferencia a María y no a Marta».
Pese a todo, algo acabó por haber allí, sin que él pudiera definir qué. Quizás el Espíritu Santo tenía un gusto menos exigente que Alerxandr; quizás había decidido aquél soportar por humildad la blasfemia de la fealdad sistemática; quizás estuviese contenido en los gestos y palabras un misterio irrefragable. Cuando, después de un sermón anodino, el sacerdote gris comenzó a disponer sobre el altar los elementos utilizados para oficiar, Alexandr se sintió primeramente enternecido, y luego turbado. Lo que sucedía allí, aquella puesta en escena doméstica con el copón, el pan, el vino, un niño portador del agua en sus enrojecidas manos de pequeño campesino, todo esto, pese a la inanidad de los demás, poseía una significación crucial. Todos habían acudido allí para esto. El sacerdote estaba allí por eso. Esto no había cambiado nada, o casi nada, en dos mil años. Se cernía sobre Alexandr una gran reconciliación con su destino, y a él no le desagradaba que ella tuviera lugar bajo el signo de una realidad sobrenatural, rebajada, degradada, revelándose a fin de cuentas no fisible.
Siempre había reprochado a Dios que abandonara a los suyos, pero aquí Dios daba la impresión de abandonarse a sí mismo, y, no obstante, de reencontrarse, de manera propiamente milagrosa, tan reconocible como deslucida. ¿Había allí un sentido más profundo de lo que Alexandr había llegado a sospechar? Cuando las maquinas de Dios machacaban, trituraban a sus fieles, ¿era para hacer de alguna cosa como la materia Dios? ¿Para hacer de la harina Dios? El cristo era por definición aquel que soporta, y no es posible asociarse a él más que soportando, tanto el martirio como el desamparo, la indigencia e incluso la necedad. ¿Era esto lo que había venido él a aprender en esta iglesia de pueblo, entre aquellos «Juan Lanas», a quienes su cura daba todos los domingos una lección, en realidad, de mal gusto?
—«Tal vez —pensó— sea necesaria esta purificación. Quizás haya habido demasiados cardenales con rabo, demasiados monseñores con las medias de color violeta, demasiadas músicas sublimes, pero profanas, suspendidas en guirnaldas en tomo a la Iglesia, un extravío demasiado prolongado en una dirección, que ha hecho todo esto necesario, por compensación… La Iglesia es, posiblemente, un velero como los demás, que debe dar bordadas…». Pero todo esto no le complacía. Él prefería los obispos mitrados, el báculo en el puño, recordando a unos hombres que no son de este mundo, que tienen un reino en otra parte, que cuando se decidan finalmente a «volver», su patria celeste los acoja.
«¿Y yo? —se preguntó—. ¿Es que todavía quiero “volver”?».
Pero cuando uno no viene de ninguna parte, ¿adónde se vuelve?
Después de la misa, seguidos por las miradas curiosas de los indígenas, Alexandr y Marguerite regresaron al castillo. Marguerite declaró que se encargaría de la cocina.
—Puede usted traerme la nieve, si me hace el favor.
Ella ya no le decía «señor», si bien tampoco le llamaba todavía Alexandr, pero casi le ordenaba aquello. Alexandr tomó la palangana, pero no se olvidó de llevarse la gruesa cartera. La joven no se atrevía a preguntarle por qué no se separaba de ella en ningún momento. Él mismo no sabía por qué motivo se negaba a hacer saber a Marguerite que estaba armado. Quizá, simplemente, temiera parecerle ridículo. O bien no quería hacerle ver hasta qué punto había infringido la legalidad.
Estaban a punto de acomodarse en la mesa, como decían, esto es, le sentarse en el suelo ante dos filetes que olían considerablemente a quemado, cuando Alexandr, que tenía el oído fino, percibió el rechinar del metal sobre el metal. De un salto se plantó en la ventana. Un hombrecillo embutido en una trinchera azul, casi negra, muy ajustada a la cintura, tiraba de la verja para penetrar en el parque. Al final de la alameda veíase a medias el coche que debía de haber dejado en aquel punto para no llamar la atención con el ruido del motor.
—¿Qué pasa? —preguntó Marguerite, sin moverse.
Alexandr acababa de decir que le gustaba la pimienta, y ella estaba recubriendo con ésta su filete por segunda vez.
El hombrecillo había logrado deslizarse bajo la verja. Se incorporó, frotándose las manos, desnudas, cubiertas de robín; luego, estudió la casa. Su mirada se posó en los rastros de pasos dejados en la nieve, que contorneaban el edificio, y se puso a seguirlos, sacudiendo de vez en cuando los pies de una manera cómica, para hacer caer la nieve, que se pegaba a sus zapatos.
—Espéreme aquí.
Alexandr tomó la cartera, precipitándose en el pasillo. Mientras corría descubrió que ya había establecido su plan de defensa la víspera, probablemente, mientras partía la leña. Bajó la escalera de piedra, saltando sobre los peldaños de cuatro en cuatro. En el momento de cruzar el invernadero, notó que una sombra se deslizaba por delante de una de las ventanas en arco de medio punto. Subió por la escalera de madera que conducía a la cava de los vinos, y se plantó en el pequeño balcón, en el hueco de la puerta, dominando desde allí el invernadero de un extremo a otro.
El hombre abrió la puerta de la entrada, empujando la barricada. Veíase su silueta atareada, plegándose y desplegándose.
Alexandr hizo saltar sin producir ruido los cierres de la cartera, depositándola a sus pies. Tomó el revólver y, protegido por la oscuridad y su posición en alto, esperó. El corazón le latía rápidamente y con fuerza; sentía una opresión en la garganta, pero sus manos ya no temblaban.
El hombre entró. Estaba a diez metros de Alexandr, y a tres de desnivel. Volviéndose hacia la derecha, habría descubierto los primeros escalones de la escalera de madera, pero no dio la impresión de mirar hacia ese lado. Sabía adonde iba. Dirigióse hacia la escalinata de piedra, que era, sin embarco, invisible.
Alexandr movió los labios. No salió ningún sonido de ellos. Aspiró una bocanada de aire. El hombre había atravesado ya la mitad del invernadero. Cuatro metros más y habría alcanzado la escalinata.
Alexandr dijo:
—Piotr.
El hombre se quedó de pronto paralizado. Luego, lentamente, giró. Sus ojos intentaron penetrar en las sombras, averiguar de dónde procedía aquella voz.
—¿Dónde estás?
Su rostro triangular era alcanzado de través por la pálida luz que entraba por las sucias ventanas, tapizadas con telas de araña. Las pequeñas guías de su bigote apuntaban hacia arriba.
Alexandr pensó, con disgusto: «Un áspid con bigote».
Armó el gatillo; esto produjo dos sonidos distintos: el tambor que giraba, el gatillo que chocaba con su tope.
—¿Dónde estás? —repitió el áspid con bigote, nerviosamente.
Alexandr pensó que debía preguntar a Piotr cómo habían logrado localizarlo. ¡Bueno! También habían sabido encontrar a Gaverin. Pues bien, él, Psar, no se dejaría atrapar como Gaverin.
Situó el guión en el punto de mira. La explosión, en aquel local cerrado, fue ensordecedora.
Piotr, alcanzado al nivel del costado izquierdo, no cayó al suelo inmediatamente. Fue proyectado sobre la izquierda y hacia atrás. Hallando el efecto cómico, Alexandr le hizo girar en sentido contrario mediante un proyectil dirigido al hombro derecho.
Sintió deseos de insultar groseramente, en ruso, a aquel guiñol que se desarticulaba ante sus ojos, pero no lo hizo por respeto a la muerte. Al mismo tiempo, pensó con una extraña voluptuosidad:
«Fusilo a un hombre desarmado».
Utilizando la doble acción, alojó una tercera bala en la caja torácica, de nuevo a la izquierda, y Piotr volvió a girar, pero ahora sus piernas cedieron bajo él, y se abatió en un montón y como si no llegara a decidir si habla de caerse atrás o derrumbarse hacia delante. Con una cuarta bala, Alexandr le rompió el cráneo. Pese a la fiebre, a la ira y al pánico, había tirado bien. Se sentía satisfecho.
Los ecos de los disparos, y los ecos de los ecos, rodaban todavía por el invernadero; el polvo levantado por las explosiones volvía a caer.
Alexandr descendió por la escalera de madera, deteniéndose casi encima del cadáver, del que emanaba una peste desagradable: los intestinos se le habían soltado. Alexandr no sabía que era éste un fenómeno corriente; todavía creía que los campos de batalla huelen a sangre, a la sangre derramada. «Este Piotr era un cobarde —pensó injustamente—. No me extraña que le haya pasado esto». Y enseñando los dientes, silbó:
—¡Bolchevique!
Como si él mismo no hubiera sido también un bolchevique.
El cuerpo se había quedado derrumbado de un lado, de tal modo que se veía la salida de una de las balas. La herida causada por el proyectil de punta hueca era terrible: aplastada, ensanchada; la bala se había llevado un gran trozo de carne; las fibras de la carne y las de las ropas superpuestas, camisa, chaleco, impermeable, se habían mezclado; la sangre fluía entre bruscos movimientos, aunque cada vez más lentos, y se mezclaba con el polvo del suelo, que formaba una corteza en la superficie.
Alexandr subió por la escalera de madera, para ir en busca de su cartera. Los tendones de las rodillas le temblaban, y sentía una ligera náusea, pero continuó siendo dueño de sí mismo. Sin embargo, comprobó que sus manos habían comenzado a temblar también, al expulsar los cartuchos utilizados, que remplazó por otros cuatro nuevos. Uno de los dos cartuchos que no había tirado rodó hasta ir a parar a un sitio en sombras, y él invirtió dos o tres minutos en localizarlo; esto se le antojó muy importante, como si alguien, por medio de aquel cartucho, hubiese podido llegar hasta su arma.
Satisfecho, se puso el revólver en el cinturón y tomó la cartera —un extraño cuadro, un hombre de negocios que llevaba un arma al lado—, dando un rodeo para no pasar demasiado cerca del cadáver, cruzó el invernadero y subió por la escalinata de piedra. No constituía ninguna duda para él la traición de Marguerite; se preguntaba solamente cómo se desharía de ella; habría encontrado congruente abatirla, pero los arquetipos eran demasiado fuertes: no se sentía capaz de disparar sobre una mujer.
Marguerite, siempre un prodigio de tacto, había decidido ahorrarle aquel caso de conciencia. Alexandr ya no la encontró en el pequeño salón, y después de haber inspeccionado la planta vio que una de las puertas-vidrieras de la sala grande se hallaba abierta. Divisó unos rastros en la nieve. Hubiera debido perseguirla, y seguramente la habría alcanzado y detenido, pero ¿a qué venía esto si sabía que no iba a matarla? El áspid era otra cosa. Lo había aborrecido más verlo; luego, todo había sido cuestión de evitar acabar sus días colgado de una corbata como Gaverin; más adelante, experimentó la sensación de que al descargar su «Smith and Wesson» saldaba una viejísima deuda.
Entonces le asaltó la idea de que Piotr, quizá, no había llegado solo allí. Sin embargo, los refuerzos tardaban en llegar. ¿Podía ser que estuvieran emboscados en el parque? Echarla un detallado vistazo. Volvió al pequeño salón, lleno de los residuos de la víspera. El fuego iba apagándose. Otro vistazo por la ventana: el «Peugeot» habla desaparecido; sin duda se lo había llevado Marguerite. Efectivamente, no halló las llaves en el bolsillo izquierdo de su «Burberry».
Tranquilamente, frotó con su pañuelo todos los objetos de que creía haberse servido, más por haber visto hacer esto en las películas que por alguna razón práctica. Después, bajó al invernadero y, conteniendo la respiración, se dedicó, con un penoso esfuerzo, a registrar los bobillos del bolchevique muerto. Dio con algo que no buscaba: una metralleta checa «VZ 02», la cual, plegada, tiene el tamaño de una pistola automática ordinaria, pero que, sin embargo, es capaz de disparar 700 tiros por minuto; sintió el deseo de llevársela, como trofeo, y sobre todo porque le agradaban las armas de fuego, pero pensó que siempre sentiría cierta repugnancia por utilizar un arma cuyas particularidades desconocía. (Más experimentado, se habría dicho que ninguna arma capaz de tal cadencia de tiro puede poseer características aparte dignas de ser tenidas en cuenta, pero tal consideración se le escapó; se encontraban en él todas las limitaciones del buen tirador, y decidió no apropiarse la «Skorpion»). En otro bolsillo, halló lo que buscaba, las llaves del coche.
Se preguntó entonces si iba a enterrar el cadáver, pero esto le pareció complicado; carecía de pala y pico, estaba fatigado, le volvía la fiebre… Además, no era bastante enterrar el cuerpo, había que limpiar toda la sangre que se coagulaba sobre las losas. De todas maneras, si la KGB andaba tras él, no serla un cadáver, abandonado en un castillo, donde nadie pondría los pies antes de la primavera, lo que haría la situación mucho más peligrosa.
Dejó el castillo sin ocultarse. Si le hablan preparado una emboscada ¡que disparasen sobre él! Respondería. Pero no había nadie en el parque, nadie en la alameda, nadie en el «Volvo» de Piotr. Subió al vehículo, poniendo el motor en marcha.
«Y ahora, ¿adónde me dirijo?».
A los dos, Marguerite llama a su oficial tratante. Ha oído unos disparos. Le ha dado miedo. Ha huido con el «Peugeot».
—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Nikitin, siempre calmoso.
—No lo sé, no lo sé.
—Idiota. Reaccione y vuelva allí.
—Tengo miedo.
—¿Miedo?
Él esculpe en el aire unos anillos de humo para calmar los nervios.
—Yo voy a darle más miedo que todo eso. ¿Quiere que la haga detener por los franceses? No me refiero a la DST. Una Policía paralela. Esa gente obliga a los detenidos a escupirlo todo, para olvidarlos en un bloque de cemento armado.
Marguerite vuelve al castillo. El «Volvo» que estaba a la de la alameda ha desaparecido. Extenuada, Marguerite cree que no podrá levantar la verja ya. Logra su propósito desgarrándose los guantes, rompiéndose las uñas, despellejándose las manos. Atraviesa de nuevo el césped, sin evitar los espinos, tira de su abrigo cuando se queda enganchada en algún sitio, va dejando tirones de tela en las zarzas, de mal en peor.
La puerta del invernadero ha quedado abierta. Marguerite entra allí.
Sale un instante después, retrocediendo. Vomita mientras camilla. Se presunta si su padre tendría, muerto, el mismo aspecto.
Corre nada la vería; sus pies se enredan en unos hierbajos en la nieve, cae, se levanta. De repente, se siente avergonzada:
—¿Yo así? ¿Una mujer comunista? ¿Yo? ¿La hija de un suboficial del Ejército francés?
Vuelve a ser dueña de sí misma.
Marcha tranquilamente, esforzándose por no ver ya lo que ve realmente ante ella: los árboles, la verja, la abertura, el «Peugeot».
Ya frente a la cabina telefónica, advierte que ella, la secretaria perfecta, no tiene monedas. Se siente enojada. «Estúpida de mí: ¿por qué entregaría todas aquéllas en la misa?». Rueda hasta el poblado más próximo, a fin de dar con una gasolinera abierta en aquel día de Navidad. Se hace con monedas, pero ahora carece de teléfono. Diez Kilómetros más lejos encuentra uno.
Hace la llamada. Da cuenta de lo que ha visto.
—Dígame —contesta pacientemente Nikitin (le han prometido que hará una gran carrera)—: al pasar por Pontoise ha estado usted sola en un café durante media hora, ¿no?
—Sí.
—¿Y por qué no me ha llamado?
Siempre achacando los errores a los de abajo, y sobre el pedestal de esas faltas erigirse en gran hombre. Los servicios de administración son en todas partes iguales.
—Usted me recomendó utilizar este número sólo en casos de urgencia.
—Usted hubiera debido saber que estábamos en uno de tales casos. Vamos a intentar enmendar sus errores. Vuélvase a París. Llame en cuanto esté allí. Desde una cabina pública, naturalmente.
Desde un sitio así, que, él lo sabe, no figura en las estaciones de escucha francesas, Nikitin llama al residente, marcando uno de sus números secretos.
—Camarada coronel. —Trata de dar con una fórmula chistosa para anunciar el desagradable hecho—: Petiucha ha estirado la pata.
—Es una lástima —respondió Nojjuhhin—. Era un tipo listo. De todo esto tienen la culpa esos tunantes del nuevo Directorio.
Llama a Moscú.
En Moscú está a punto de caer el crepúsculo y el teniente general anda ocupado todavía. Los secretarios y los ordenanzas, pese a la diferencia de rangos, intercambian algunas miradas; su jefe, de ordinario suave y comprensivo, se encuentra hoy, al parecer, de un humor «resueltamente caníbal», ha decretado el subteniente Volodia Voznessenski, con un guiño feroz.
Al enterarse de la noticia, Iakov Moisseich cierra los ojos.
Existen agentes así, que proporcionan satisfacciones durante toda una vida, y que luego, de repente,¡|caen en picado! Las nuevas normas humanitarias de la KGB no se aplican a estos casos extremos.
«Era, sin embargo, una buena idea: Signo duro…».
Pero con respecto a Signo duro sólo queda hacer una cosa, de momento, para encauzarlo en la medida de lo posible. En estos instantes, el montaje escapa al montador, y existe para este tipo de casos todo un procedimiento cuya puesta en marcha incumbe a Iakov Moisseich, con todo lo «sombrero-escondrijo» que es…
Con una mueca de disgusto, descuelga su vertuchka y llama al Directorio V.
—Lo necesitaríamos vivo —precisa—. No sé todavía si lo haremos pasar por un juicio después del interrogatorio, o si les pediremos que nos desembaracen de él, ya que tenemos la necesidad de saber cuál es la ruedecilla que no ha funcionado.
Alexandr estuvo rodando el resto de la jornada sin darse cuenta de ello siquiera. La fiebre le atenazaba, le atormentaba. Tan pronto ponía la calefacción, que soplaba un aire cálido y seco, como abría las ventanillas, y entonces le acuchillaba el viento frío del exterior. La mayor parte del tiempo tuvo la impresión de estar flotando en el aire más que de conducir un vehículo, y, sin embargo, pilotaba éste, que había sido robado, con toda segundad.
A lo largo de las siete horas que, aproximadamente, duró aquel desplazamiento, en su mente fue desarrollándose, cien, mil veces, la misma escena. Revivía el instante del crimen. «Él estaba allí… Yo también… Le llamé… Se volvió…». No sentía la menor compasión. Por curiosidad, se esforzó por sentir alguna piedad, diciéndose que, quizás, el teniente coronel «Piotr» tenía una familia… Pero ¿quién se inquieta por la familia de un áspid muerto violentamente?
No experimentaba ya el más leve remordimiento. El arma hallada sobre el muerto habría acabado con él de haberlo sentido, si bien esto mismo no era necesario: el áspid vive armado con su veneno ya; esto es suficiente para tales alimañas. Todo lo que había sucedido hacia poco acudía a su mente a intervalos regulares: «Él abajo, yo arriba…». «¿Dónde estás?». (¡Vaya! Me tuteó). Y luego, otra vez: «¿Dónde estás?», y las tres ventanas en semicírculo, y esta silueta humana que gira al desplomarse en un sentido, y en otro, y de nuevo vuelve al primero, y que se hunde, saltando afuera sus sesos. Yo lo tenía a mi merced. Habría podido no… ¿Dónde estás? ¿Y tú? ¿Dónde estás ahora tú, bolchevique? Quería apretarme las tuercas. Una polvareda levantada por el desplazamiento de aire. Una polvareda que forma una especie de caparazón al depositarse sobre los pequeños ríos de sangre. Y los ecos que se apagan, y este dolor en los tímpanos. Por un momento, me pregunté si me quedaría sordo hasta el fin de mis días. Me reproché no haberme puesto mis protectores de oídos. ¿O quizá no me reproché nada? Y resulta que ahora me estoy inventando esto…
Y de nuevo el áspid en la punta del cañón. Su rostro. ¿De qué era su expresión? ¿De angustia, tal vez? ¿De nerviosismo? ¿De agotamiento? Alexandr sentía deseos de insultar a aquel rostro, que había comenzado ya a pudrirse, imperceptiblemente, y se le venían a la memoria las expresiones más soeces de la lengua rusa, pero él las rechazaba. No se insulta a lo que es basura. Él se había mantenido en la sombra, como una especie de Zeus, lanzando sus rayos con cuentagotas. Un destello, otro… «¿Cuántas veces disparé? Cuatro. Cuatro veces se elevó el percutor, y cayó, golpeando el pistón, detonando la pólvora, y he aquí la bala, que acelerada por las estrías del cañón, igual que una peonza en sus giros por la cuerda, surcaba el aire en tirabuzón. Bravo, revólver, amigo mío. Por algo te tenía yo en tanta estima. ¿Debía haberme quedado con la “Skorpion”? ¿Y qué habría hedió con ella?».
Y la escena recomenzaba de nuevo: el rostro triangular, oscuro, el pequeño y ridículo mostacho, y, una vez más, la gula, triángulo contra triángulo, recortando una parte de esta cabeza destinada a pudrirse inminentemente.
Alexandr se detuvo en la puerta de Orleáns. Reconoció el café donde había tenido varios contactos con Iván Ivanich. Ni pensar en dejarse ver por allí. Ahora era preciso tomar decisiones, cosa que le parecía imposible con el zumbido de la fiebre en la cabeza. La larga ruta crespuscular, luego nocturna, quedaba a sus espaldas; todos los camiones pesados, con sus faros altos, todas aquellas gentes en vacaciones de Navidad, toda aquella Babilonia de la carretera, estaba tras él ya. Había vuelto, y sin sufrir ningún accidente. Pero no sabía adónde dirigirse.
La traición de Marguerite no le afectaba desmedidamente. Le extrañaba tan sólo no haber sospechado de ella antes, y lejos de sentirse disgustado por la falta de confianza de la KGB, hallaba más bien halagador que se hubiera creído necesario flanquearlo con una delatora a todas horas. No la había tuteado; era un error, pero es preciso saber reconocer los propios límites, no forzar las cosas. No se hacía ilusiones acerca de lo que le esperaba si la KGB le ponía la mano encima: al matar a Piotr se había colocado al margen de la ley; estaba en las condiciones idóneas para recibir un balazo en la nuca tras un interrogatorio. Pero la KGB no sabía dónde se hallaba; habiéndose desembarazado de Marguerite, que se uniera a él como una ampolla-testigo, ahora le resultaría más fácil disolverse en la noche. Y lo que era más, el hecho mismo de haberla reconocido por lo que era ella le curaba del temor supersticioso que sentía ante su propio servicio: los soplones de la KGB podían ser identificados, como los oficiales de la KGB podían ser abatidos; todo era cuestión de mantenerse permanentemente atento.
En primer lugar, naturalmente, necesitaba deshacerse del «Volvo», que podía contar entre su equipo con una emisora clandestina, que permitiera la localización del vehículo. Nada más simple. Lo abandonó en el primer hueco que encontró, y luego, con el cuello levantado, para defenderse del frío, que se ceñía a su cuerpo como un paño mojado, y el gorro bajado hasta las orejas, avanzó al azar por la rué de Alésia.
Le agradaba estar solo, sin control. Pero, dado su estado febril, sabía que no podría, en tales condiciones, oponer resistencia durante mucho tiempo en aquella campaña: necesitaba hacer las paces con la KGB (cosa raras veces imposible), o pasarse a los franceses, o buscarse un nuevo protector. Y mientras tanto, precisaba disponer de un refugio, donde pudiera aislarse, reflexionar, determinar el camino a seguir. De no haber estado enfermo, se habría dedicado, simplemente, a rodar durante toda la noche, ya que el movimiento favorecía la reflexión y los desplazamientos incesantes incrementaban la seguridad, pero no habría caminado más de cien metros y ya sentía la necesidad de asearse en algún sitio y, preferentemente, de acostarse en una cama, en el suelo, donde fuera, con tal de estar caliente, muy caliente. Entró en un café y pidió un ponche, teniendo buen cuidado en mantener la cabeza baja, para que no pudieran quedar grabados sus rasgos faciales en la memoria del camarero.
¿Adónde podía dirigirse?
A su casa, no. Ni a su despacho. Marguerite, seguramente, habría dado cuenta de su crimen, y aquellos dos puntos no podían ser ya más que dos ratoneras. ¿A un hotel, utilizando un nombre falso? Esto, sin duda, hubiese sido lo más razonable, pero Alexandr no logró convencerse a sí mismo de que se encontrarla al abrigo de peligros en un hotel. ¿Cómo podría dormir sabiendo que en poder del gerente del establecimiento obra siempre una llave maestra? Hay cerrojos interiores, sí, pero… El espectro de Gaverin flotaba ante sus ojos. Son muy numerosos los suicidios que han tenido por escenario habitaciones de hoteles. No quería desembarazarse de su pasaporte. Y los ratas de hotel, ¿no son también carteristas? ¿Y qué recepcionista se niega a hablar con un falso detective que le muestre, sencillamente, la fotografía de un fugitivo? Por otro lado, Marguerite podía describir con detalle las ropas de Alexandr… ¿Cómo se las arreglaría él para cambiarlas por otras? No, nada de hotel, gracias.
¿Una comisaría de Policía? Sí, Alexandr podía entregarse ahora, pero todavía no habla resuelto cambiar de campo, y sabía que los franceses no le dejarían mantenerse en terreno neutral, y entonces habría de volver su inteligencia, su experiencia, su formación, contra aquellos mismos que, tres antes, eran sus jefes y amigos, contra el excelente Iakov Moisseich, su amable Mefistófeles.
¿Un amigo? ¿Una amiga?
Pidió un segundo ponche y repasó mentalmente todos los rostros, viéndolos como en una película, hojeando el fichero de todos los nombres que conocía.
Carecía de amigos personales. Tenía sus relaciones mundanas, sí, mantenidas por esnobismo (mi amigo, el marqués…) o por comodidad: un yate, unas vacaciones. Pero entre esas gentes no había nadie en quien poder confiar. ¿Mujeres? Las habla perdido de vista a todas, salvo a Jessica Bolsse, y no podía esconderse en la boca del león. Quedaban las relaciones profesionales. Sin embargo, ¡no iba a pedir a Fourveret que le proporcionara un refugio! Johannes Graf lo ocultaría, quizá, pero querría saber por qué. Monthignies lo escondería, seguramente, defendiéndolo con peligro de su propia vida, pero tres horas más tarde la historia sería conocida por todo París. Pensó en Divo. Sí. Divo tendría el valor suficiente, la discreción y, quizá, la astucia necesarios. Pero si no explicaba nada a Divo tendría la impresión de faltar a un código interior más precioso que cualquier cosa; si le decía la verdad, Divo sonreiría oblicuamente y diría algo por el estilo de lo siguiente:
—Si lo he entendido bien, la chaqueta queda al derecho de nuevo.
«Para unos, yo soy un traidor. Para otros, un asesino».
Paseó la mirada por las personas que se encontraban a su alrededor, diciéndose: «He aquí estas buenas gentes. La mayoría de estos hombres y mujeres no han matado a nadie. Y aunque lo hayan hecho, esto no se ve». Así pues, tampoco nadie podría leer en su rostro que era un asesino, ¿verdad? Con el pie, rozó afectuosamente, como hubiera podido tocar a un perro, la cartera de mano que contenía su «Smitn and Wesson», el arma que había interrumpido la carrera y, accesoriamente, la vida del teniente coronel «Piotr».
—¡«Piotr»! Si se hubiese dejado llamar Iván, yo no lo habría matado, probablemente.
La situación le impresionaba por lo que tenía de paradójica. Él, que pasaba por ser algo así como una pequeña locomotora parisiense, no sabía adónde ir a dormir. Abrió su agenda, como hacía cada vez que redactaba una lista de destinatarios de sus libros, o de invitados a sus cócteles. A, B, C, D… Nombres, señas y números de teléfonos desfilaban: INV, WAC, MAI, JAS, BAB, ODE, para los antiguos, 525, 329, 265, 254 para los nuevos. Ciertos números no estaban precedidos de ningún nombre, y ya no se acordaba del que les correspondía. Ciertos nombres no evocaban ningún rostro. A uno o dos de ellos sólo logró fijarles un perfume. (Estas mujeres lo habrían recibido, quizás, aquella tarde, si estaban solas, pero con la fiebre de caballo que sufría no se está en condiciones de visitar a un perfume. Parece ser que hay hombres a quienes el crimen suscita apetito de carne fresca; él no sentía nada de eso). Ante el nombre de Kurnossov, vaciló; podía pedir aquel tipo de servicio a su compañero de lucha, pero el personal del pequeño hotel habría sido ya controlado, seguramente. ¡Ah! Tenía a Sacha de Fragance, director de escena fraudulento, donjuán de sienes nieladas, que poseía apartamentos y chalés en varios sitios, pero Marguerite sabía que Psar y él simpatizaban mutuamente, y la joven daría aquel nombre entre los primeros. Bien, sí, necesitaba unas señas en las cuales Marguerite no llegara a pensar. Esto eliminaba a Perquigny, el simpático y modesto editor independiente que se aferraba a los faldones de Psar porque le tomaba por un hombre de derechas.
Y esto eliminaba también a Bemou, el valiente redactor de Seconde, quien disponía seguramente de una red de estudios secretos, y que sería sin duda capaz de participar en el juego de la clandestinidad con la esperanza de obtener una información de carácter sensacional. Esto eliminaba a todos los autores de la casa. Esto eliminaba…
Alexandr recorrió de nuevo con la mirada la agencia, y esta vez su vista se fijó en un nombre en el cual no había reparado durante el primer repaso.
¿Telefonearía? Esto sería lo cortés, lo que se hace de ordinario.
Pero prefería contar con el absurdo absoluto.
Aquella tarde, hubo un consejo de guerra en la Embajada. El coronel Mojjukhin, residente, el coronel Viazev, del departamento V, y el mayor Nikitin, oficial tratante de Marguerite Thérien, conferenciaron mientras bebían té. Dos hombres han sido enviados a Limousin para hacer desaparecer el cadáver. Nikitin ha «abordado» a un adjunto para el interrogatorio de Marguerite. Viazev ha instalado una ratonera en el apartamento del sujeto.
Nada más haber telefoneado Marguerite, anunciando su llegada, Nikitin y su adjunto la han llevado a la oficina de la agencia. Uno indaga mientras el otro pregunta; luego, cambian sus papeles. Nikitin ha adoptado un tono de autoridad: «Mi querida muchacha, usted sirve al pueblo, ¿sí o no?». El adjunto recurre a las formas educadas: «Seguramente, señorita, una joven de su capacidad…». Marguerite, agotada, griposa, secándose a cada instante la nariz con los «kleenex», da prueba de la mejor voluntad posible. No obstante, le irrita ver cómo unos hombres que no saben nada de literatura registran los expedientes que ella ha clasificado con tanto cuidado y placer. «¡Con sus gruesas manazas…!». Pero en realidad ellos se esfuerzan por no echar a perder nada, mostrándose minuciosos y comprensivos.
Marguerite, después de haber detallado por sexta vez los hábitos, relaciones y manías de su jefe, no puede evitar preguntar, a su vez, de cuando en cuando:
—Pero, en fin, ¿quién era ese señor? ¿Y por qué le hizo aquello? Yo sé bien que el señor Psar era ya un soporte de la extrema derecha, pero ¡es que ahora es un asesino!
Los dos oficiales estudian sus preguntas, vuelven a la carga.
—¿A qué mujeres, aparte Madame Boisse, veía Psar?
A medida que Marguerite va revelando las señas en que Psar ha podido refugiarse, Nikitin las comunica al puesto de mando de la operación, que adopta las disposiciones necesarias. Viazev ha puesto sobre el asunto a todos sus hombres; coloca un «timbre» aquí y una «vela» allá; envía a unos «fontaneros» a tal o cuál apartamento. Todos los colaboradores ocasionales que pasan así una noche en blanco son franceses: unos trabajan por dinero, otros por idealismo, pero a éstos también se les paga, claro, si bien se les obliga a firmar recibos, para el día en que su idealismo esté en baja.
Es localizado el «Volvo»; no contiene indicios de nada. Sin embargo, su presencia en la ciudad prueba que el sujeto ha regresado a París. Los ordenadores de las compañías aéreas, interrogados por informadores retribuidos, no señalan ninguna reserva nueva a nombre de Psar, cosa que también ocurre con la red ferroviaria de Francia. Ninguna compañía de alquiler de vehículos parece haber celebrado alguna transacción con él. Es cierto que en esta noche 25 al 26 de diciembre muchas no han podido ser consultadas. El «Omega» permanece cerca de la Ópera, allí donde Psar lo dejó tres días antes. Y una llamada telefónica al «Pont-Royal» revela que el gabán de pelo de camello pende todavía de su percha.
Marguerite, llorando de fatiga pese a los coñacs que se le obliga a ingerir atropelladamente, repite, incansablemente, al borde de la histeria:
—Él no tenía amigos. No los tenía. Ni uno solo.
Y añade, patética:
—Sólo me tenía a mí.
De cierto modo, muy secreto, la joven se siente animada por una lealtad nueva desde el inicio de su participación en esta batida. En la medida en que ella hace todo cuanto puede para que él sea detenido, Marguerite no se considera ya obligada a ver en él a un adversario. Del enemigo de clase son estos dos rusos quienes se han de ocupar, y lo encontrarán, y lo detendrán, y le harán cuanto haya que hacerle; ella, por su parte, es libre de recordar al patrono cortés, generoso, sabiendo siempre qué era lo que quería, y sobre todo, al amante.
Por la mañana, Nikitin decide dar por terminado el interrogatorio. Marguerite es llevada a su casa y se le asigna una enfermera segura, que la vigilará todo el tiempo que haga falta, para que se recupere y no se arriesgue a cometer indiscreciones, aunque le suba la fiebre y si empieza a delirar.
Las indagaciones continúan durante toda la jornada, y por la noche, y en el curso de la siguiente mañana. Ningún puesto de vigilancia señala al sujeto. Ninguna estación de escucha deja traslucir una alusión reveladora. La ratonera mantenida en el apartamento y la que se ha instalado en el despacho permanecen con las puertas abiertas.
Alexandr Dmitrich Psar, coronel cooptado del Comité de Seguridad del Estado, actualmente en fuga, ha desaparecido.
En Moscú, el coronel general Pitman, miembro del Consistorio que dirige el Directorio A, comienza a dar señales de impaciencia.
En París, el coronel Mojjukhin refunfuña:
—¡Bien por los «sombreros-escondrijos»! Éstos nos cascan el oficio con su manera de enredar el mundo sin la colaboración de nuestros buenos amigos, el espionaje y el contraespionaje.
Pero no por esto busca con menos ardor y método al asesino de Piotr, un hombre de porvenir que no había cometido más que una equivocación: haberse dejado asignar a los tunantes de otro departamento.
Se disponía a acostarse cuando el sonido del timbre de la puerta la sobresaltó.
Tuvo que empinarse sobre las puntas de sus pies para alcanzar la mirilla. No reconoció inmediatamente a su visitante. No lo visto más que una vez, en el mes de junio anterior, y su rostro, entonces afeitado, tan cuidado, que expresaba tanto dominio de sí mismo, tenía ahora una nota de extravío, de locura. Dos cortes de cuchilla marcaban sus mejillas y su cuello. Sus ojos tenían un mórbido destello.
Sin embargo, abrió la puerta.
—¿Señor Psar?
—Señorita…
Él tenía los párpados dolorosamente fruncidos, y su mentón temblaba. Sus manos se habían juntado sobre la empuñadura de una gran cartera de mano de cuero negro. Llevaba un impermeable inglés desgarrado por un costado.
—Mademoiselle Petit…
—Sí.
Él se mordió los labios, y sus párpados se fruncieron todavía más, como si, por efecto de la fiebre, ya no viese nada.
—Siento muchísimo molestarla. Y a esta hora. Ni siquiera sé si está usted sola. Una palabra y me retiro.
Resultaba cómico aquel discurso, aquel vocabulario refinado, en boca de este hombre mal afeitado, que vacilaba sobre sus piernas.
Joséphine Petit dio un paso atrás para dejar entrar a aquel tipo excéntrico. No comprendía qué podía desear de ella, pero la Joven sabía defenderse si las cosas llegaban a tal extremo. Observó el bello rostro caballuno del hombre, en el que descubría una brutalidad apenas refrenada.
Él se detuvo en el centro de la pieza única, echando un vistazo circular sobre los muebles de madera blancos, el sofá-cama, que Joséphine acababa de abrir, las reproducciones de Braque en el muro, la estantería con libros severamente alineados. Identifico allí varios Libros Blancos.
—He venido… —comenzó a decir.
E, inmediatamente, se interrumpió. Tenía una sonrisa bastante encantadora, sorprendente en aquel rostro duro.
—¡Qué difíciles de explicar son las cosas muy simples! ¿No es cierto? Usted se interesa por el terrorismo. Y no quiso dejarse intimidar ni comprar por mí. Esto me ha inspirado respeto y confianza hacia usted. Usted se ha mantenido tal cual es. Y esto es raro, pero me encuentro febril. Nada grave. Me he resfriado. Pero tengo necesidad de reflexionar durante unas horas. Y para ello necesito descansar.
Ella inclinó la cabeza. Comprendía que él no se hallaba en su estado normal. Sintió un poco de compasión y alguna curiosidad.
—¿Por qué motivo —inquirió la joven, interesada y grave— no ha vuelto a su casa?
Alexandr la miró intensamente, como si no recordara ya la causa de aquello.
—¡Ah, sí! ¿Por qué? Porque, sépalo, es preciso que me esconda.
Hizo un gesto, buscando otra palabra menos pueril. Después, no habiéndola encontrado, repitió:
—… es preciso que me esconda.
Él miró aquel menudo y cuadrado rostro, de cejas espesas y ásperas, la basta piel, los ojos negros e inteligentes. ¡Dios mío, qué joven era esta mujer! Ella vestía una especie de jersey blanco, una especie de pantalón azul, objetos ridículos, que tenían nombres bárbaros: ticheurte, bludjine. Él, Alexandr Psar, acababa de pedir asilo a una enana de veintisiete años con pantalones.
Su interlocutora abrió los brazos en un gesto no de vacilación, sino de deliberación. Cierto que ella se interesaba por el terrorismo, más bien por los aspectos teóricos de esta enfermedad de la sociedad, que en su mayor parte tiene manifestaciones físicas, pero no era una mujer que retrocediera ante unos trabajos prácticos, si se daba el caso. Vivía sola, no tenía que dar cuentas a nadie de lo que hacía; había reñido tres semanas antes con su amante, porque él pretendía imponerle sus opiniones políticas y su pasión por las máquinas tragaperras.
La joven se interrogaría más tarde sobre el tipo de terrorismo en que Alexandr Psar estaba implicado. Se oponía con todas sus fuerzas a toda violación de las libertades individuales, y si este hombre era culpable de acciones de esa clase, tendría que resolver, lo preveía ya, un caso de conciencia: ¿podía dar refugio a un criminal?, ¿podía entregar a un fugitivo? Pero ella era una persona bien nacida: sabía que no debe formularse preguntas a un huésped antes de acogerlo. Había que decir sí o no en seguida, y tales sí o no no habían de verse empañados por restricción alguna, como «Yo sólo dispongo de una pieza» o «Usted no se sentirá a gusto en mi casa». Adolescente, ella había deplorado muchas veces no haber vivido durante la ocupación, o no haber tenido la edad adecuada para representar un papel en la guerra de Argelia. Habiéndosele concedido, por fin, la ocasión de actuar, modesta, pero verdaderamente, ¿rechazaría ésta? Y ya que este hombre se hallaba enfermo, por poco inclinada que fuese Josephine Petit a la sensiblería, socorrería, por supuesto, a quien expresaba la necesidad de ser socorrido.
Cerró la puerta, puso la cadena y obturó la mirilla con su diminuto postigo metálico.
—Debería usted darse una ducha ardiente y tomar un ponche —dijo ella, fijándose en que Psar hada esfuerzos para no temblar de pies a cabeza—. El cuarto de baño está ahí. Mis pijamas, evidentemente, le resultarán demasiado pequeños. Pero, espere, Ludovic olvidó aquí el suyo. Me proponía devolvérselo.
Su pequeño estudio estaba organizado como la solución de un problema de tres incógnitas. La joven trepó a un taburete, localizando el pijama en uno de los altos estantes.
—Resulta que es rosado —comprobó con un mohín—. A Ludovic le gustaba el color rosa. Pero más vale esto que nada.
Alexandr apartó una mano de la empuñadura de su cartera para asir el pijama rosado.
—Necesita también una toalla de felpa.
Ella trepó hasta otro estante.
—Ya que está con lo rosado, aquí tiene.
Al pasar delante del radiador, la joven hizo girar el volante; el enfermo tenía necesidad de calor.
—Bueno —dijo viéndole plantado en medio de la habitación, todavía con el gabán puesto—. Yo me ocupo del ponche.
—Él se quitó el «Burberry» con dificultad. Apretó los dientes para impedir que le castañetearan. La joven observó que se llevaba al cuarto de baño su gruesa cartera de mano.
Echó un vistazo al teléfono. ¿Llamar a un amigo? Para decirle: «Si me ocurre cualquier cosa, recuerda que Psar, esta tarde…» No. Creía no tener derecho a dar ese nombre, y sin hacer saber el nombre, una llamada semejante sólo sería una manifestación de miedo. Ahora bien, Joséphine no era miedosa.
Cedería su cama al enfermo y ella dormiría sobre unos cojines y cobertores. Quería disponerlo todo antes de hacerle el ponche, pero pensó que el hombre se sentiría molesto al verla acostarse en el suelo; primeramente, pues, había que instalarlo en el lecho. La joven preparó, sencillamente, lo necesario en un rincón, para poder disponerlo una vez apagara la lámpara. La ducha funcionaba con su ruido de sirena ronca. Cuando el sonido hubo cesado, Joséphine gritó:
—Hay un cepillo de dientes nuevo en el botiquín, en el segundo estante. El dentífrico se encuentra al lado. Espero que le guste el de menta.
Tomada una decisión, cambió las ropas de cama. Poseía tres juegos de ellas; podría, en consecuencia, poner otro limpio si, esta noche, Psar sudaba demasiado. Fue a hacer el ponche. La situación comenzaba a parecerle divertida; había algo de incongruente en el hecho de que una profesora de Matemáticas se encontrara mezclada en un asunto de terrorismo. «Si me vieran mis alumnos…».
Psar reapareció con su cartera de mano. El pijama rosado le llegaba a media pierna y a medio brazo. Tiritaba. La joven le instaló en la cama, le hizo beber el ponche sosteniéndole la taza para que no le preocupara la posibilidad de volcarla; luego, le administró una fuerte dosis de aspirina, ordenándole:
—Ahora, a dormir.
Él se desplomó sobre la almohada. Joséphine apagó la lámpara. Pero allí dentro seguía viéndose bien, ya que la puerta del cuarto de baño, cuya luz se había quedado encendida, era de cristal translúcido. Una voz salió de la cama:
—¿Y usted dónde va a dormir?
—No se preocupe. ¿Qué es lo que le mantiene todavía despierto?
Ahora era un brazo lo que salía del lecho, buscando alguna cosa: la cartera de mano. La mano abrió ésta, extrayendo un objeto que colocó bajo la almohada.
«Bien. Así estamos —pensó Joséphine Petit—. Quizás esté ocultando a un asesino. En fin, si esta situación comienza a deteriorarse, averiguaré si soy valiente o no; siempre quise saberlo».
Al día siguiente, el visitante no se movió en toda la jornada. Jo salió a hacer sus compras, volvió, arregló sus cosas, escribió; él estaba como muerto, sólo que respiraba y sudaba. Al otro día continuaba durmiendo, la boca abierta, los cabellos pegados por el sudor; se habría dicho que formaban como conchas sobre su frente.
Joséphine se hizo su café, reunió sus notas, dejó unas instrucciones escritas («Hay huevos y un tomate en el frigorífico»), y salió sin hacer ruido. Durante las vacaciones, Jo trabajaba en su doctorado con una amiga, y, con visitante o sin él, no tenía por qué alterar la distribución de su tiempo. Las dos pasarían la jornada entre la ley de los grandes números y dos yogures. Su amiga era una mujer corriente, ubre de prejuicios políticamente (es decir, no era marxista), pero se irritaba todavía al ver que Joséphine no estaba sindicada. Aquel día, esa irritación le pareció particularmente pueril a Mademoiselle Petit. «¡Lo que me gustaría ver a Edith con un asesino tendido en su cama!».
Al regreso, la autora de Psicoanálisis del terror, hizo unas compras bien estudiadas (pato congelado, cangrejos en conserva), sin cesar de repetirse, el mentón bien apuntado al frente: «Quizás haya levantado el vuelo». Y entonces, la joven, un poco dolida, volvió a pensar en Ludovic. Pero no…, un ser que pretendía que ella se ocupara de sus calcetines, ¡simplemente por el hecho de que los dos presentaran ciertas diferencias anatómicas…!
Sintióse aliviada al hallar a Psar instalado entre sus cosas y visiblemente mejorado de aspecto. Una mezcla de pelos blancos y rubios le sombreaba las mejillas; había hecho la cama; se había envuelto en un cobertor que hacía invisible su pijama rosado. Tal vez se lo había quitado… El cuarto de baño estaba impecable; la cocinita brillaba como una moneda nueva, y un ramillete de rosas había sido colocado sobre el secreter de madera en blanco, en un envase vacío de naranjada.
—Supongo que no ha salido.
—No. Me permití utilizar su teléfono.
Ella contempló con extrañeza a aquel señor que ocupaba tanto y tan poco sitio a la vez. Con aquel plumón en la barbilla, comenzaba a parecerse a un personaje de icono; sus marrones ojos se hallaban cubiertos por un velo extraño, y eran mucho más oscuros que sus cabellos.
Consumieron muy complacidos el ligero refrigerio. A ella le gustaba sentarse en el suelo. «Además, la mesa ¡es tan pequeña! Se está mejor sobre la moqueta». Psar, así acomodado, parecía sentirse un tanto confuso, pero decidió poner a mal tiempo buena cara, y Jo lo estudiaba con una mezcla heteróclita de sentimientos, siendo el fundamental el de la mujer que nutre al hombre, porque su naturaleza es la de alimentar.
—¿Está bien? ¿No tiene ya hambre?
Psar estaba pálido, mucho más delgado que en punió, pero había dejado de temblar, y sus pensamientos parecían ir encadenándose con lógica. Tuvo el buen gusto de no formular excusas a propósito de su intrusión, de no insistir en dar las gracias con palabras.
—¿Cómo va su manuscrito? —inquirió.
Ella, que había traído (una atención singular) zjubrovka, y que la servía de una manera u otra, incluso sin helar, sin zakuski, en grandes vasos, suspiró:
—Lo he llevado a todas partes. No lo quiere nadie.
—¿Ha probado usted con Perquigny? Tiene agallas y marcha viento en popa. Ustedes dos debieran entenderse.
Ella tomó nota del número de teléfono.
—¿Cito su nombre?
Esto le hizo reír.
—¡Oh, sí! Perquigny todavía me inspira confianza.
Poco a poco, colaborando en ello la zubrovka, abordaron temas generales. Alexandr habló de la misa a que había asistido recientemente.
—¿Es usted creyente, señorita?
—Llámeme Jo. Digamos que la existencia de Dios no me parece una hipótesis que una tenga derecho a rechazar a priori. ¿Y usted?
—Sí. Ésto comienza a plantearme algunos problemas.
Ella, envalentonándose por su parte, terminó por pedirle que le dejara ver su arma. Psar exhibió su «Smith and Wesson», explicando su funcionamiento. Jo contempló aquello tan grande. La experta en materia de terrorismo sólo había visto revólveres en vitrinas, y únicamente había disparado en las casetas de las ferias o verbenas.
Él hizo saltar fuera los cartuchos, explicando la diferencia que había entre la acción simple y la doble acción. Jo tenía los dedos tan cortos que apenas lograba enganchar la parte inferior del gatillo.
Fascinada por el arma, al estilo de quienes no las han utilizado con frecuencia, preguntó:
—¿Cree usted que esta arma ha matado ya a alguien?
—Es muy posible —respondió Alexandr, fríamente.
Estaban en el suelo, muy cerca uno del otro, mejilla contra mejilla, casi, y él se sintió, una vez más, molesto por la tosquedad de su piel, en tanto que Jo se decía, mirando su barba: «Esto debe de picar». Fue Psar el primero en retroceder imperceptiblemente, y entonces ella reculó también, planteando una nueva pregunta sobre el funcionamiento del instrumento de acero azul y madera clara.
Aquella noche, Psar insistió en que debía ocupar ella la cama, y Jo, por negligencia o quizá por otra razón que no explicó, no cambió las ropas.
Al día siguiente, la joven se despertó mucho más consciente que la primera tarde sobre las responsabilidades que pesaban sobre su persona. Ella lo había nutrido, y él le pertenecía. Jo le dijo:
—Me ha inquietado usted con su florista. Hoy no abrirá a nadie, ¿eh?
Psar le dio las gracias distraídamente:
—No, no, claro.
Desayunaron juntos, en la mesa que se encontraba normalmente en la cocina, pero que podía ser avanzada hacia la habitación, aunque entonces un comensal quedaba en una pieza y el segundo en la otra. Alexandr vio, no sin sentirse horrorizado, que el ama de casa mojaba el pan untado con mantequilla en su café.
—Hoy —dijo ella— volveré un poco antes. —Se adentraría en la ley de los grandes números—. ¿Qué quiere para cenar?
—Lo que a usted le parezca.
—¿Unos filetes? ¿Está bien eso?
—Seguro que sí.
Cuando Jo se fue, él se vistió sin prisa, con la parsimonia con que, tiempo atrás, un hombre debía armarse. De vez en cuando, se acercaba a la ventana, que daba al parque de Buttes-Chaumont y, contemplando el puente suspendido, que oscilaba ligeramente, se abotonaba un grueso gemelo de oro sobre un puño de camisa que no estaba del todo limpio.
Había tomado una decisión ya. No «volvería». No «vería de nuevo» aquellos espesos oquedales de abedules que no había visto jamás. No oiría aquellas campanas rusas que son accionadas moviendo el badajo, y cuyos mensajes, mates y claros, vuelan por encima de praderas infinitas. «Yo no volveré. Volverás tú en mi lugar, Alex». Pero la mano paternal se había abatido antes de alcanzar la mejilla del hijo.
«Tú me habías legado, papá, el deber de “volver”. Tú ves que no puedo hacerlo. Perdón».
Con respecto a aquellos falsos maestros a quienes había servido, él no experimentaba ningún remordimiento. Sólo estaba ligado a ellos por un contrato, y eran ellos quienes lo habían roto. Quedaba Rusia:
«Yo no la amo menos. Y no voy a engañarme diciendo que ahora es otra. Siempre ha tenido el mismo lenguaje y el mismo pan negro».
Si podía continuar su campaña solo —siempre pensaba en estos términos—, lo haría, pero en realidad no existía para él más que una salida: hacer bascular su voluntad del lado hada el cual ya su carne se había inclinado.
—A mí sólo se me ha dado a elegir siempre entre traiciones.
Miró sus manos:
—Y cuando esté muerto, ni siquiera me importa ser enterrado en Sainte-Geneviéve, donde los cadáveres han rusificado la tierra. Mi cuerpo, nutrido de Francia, nutrirá después a Francia.
Y como en una situación límite el hombre halla consuelo siempre pensando en la Humanidad, añadió este lugar común:
—Yo no soy d primer exiliado. Ni seré el último.
Ya no tenía fiebre, pero se sentía débil, y el Bottin, aquel anuario comercial, le pareció pesado.
—Oiga, quisiera hablar con una persona competente. Tengo informes que facilitar acerca de las redes soviéticas en Francia.
—No cuelgue, señor.
Oyó otra voz:
—Sí… Dígame.
—Quisiera hablar con una persona competente. Tengo informes que facilitar acerca de las redes soviéticas en Francia.
—Sí, señor. Lo siento, señor. No estoy autorizado para dar traslados de informaciones. ¿Quiere darme un número al cual podamos llamarle?
La infantil astucia le irritó. Presentía que, de insistir, se realizarían todas las transferencias necesarias, pero notábase en el límite de sus fuerzas; no pedía ya más que ser, literalmente, pescado. De momento, el gesto de matar no le había producido ningún efecto, pero, a la larga, sentiría cómo una especie de podredumbre iría apoderándose de él; la muerte es contagiosa. Dio el número de Joséphine y colgó.
Unos instantes más tarde sonó el teléfono. Una nueva voz, mas bien untuosa:
—¿Es usted quien ha llamado al Ministerio?
—Yo soy. Quiero hacer revelaciones sobre las redes soviéticas en Francia. ¿Es usted la persona competente?
—Podríamos vemos, quizás. Usted se encuentra en París; dé un salto hasta nosotros.
—Tengo razones para creer que podría ser seguido. Soy un agente de influencia. Preferiría que fuesen ustedes los que se desplazaran.
Dio su nombre y dirección.
—Fijemos una contraseña. De lo contrario, no abriré.
—Señálela usted mismo.
Alexandr pensó en aquella expresión de Lawrence Durrell que le impresionara tanto al leerla en Cuarteto de Alejandría:
—Ver es exorcizar.
El inspector de división Vaudrette, de la subdirección A4, tenía cuarenta y ocho años, lo que no es ser joven para un profesional de su categoría. Su mujer no cesaba de regañarle:
—¿Y por qué Paulus es ya comisario principal? Estudiasteis juntos en la Escuela de Policía, ¿no?
Los dos hijos de Vaudrette ocultaban a sus camaradas que su padre era policía; en los formularios de todas clases que tenían que rellenar escribían siempre «funcionario», dentro del apartado «profesión del padre». Fabrice poseía más discos de los que podía comprar o podían regalarle; Sabine deslizaba una caja de píldoras anticonceptivas en su cartera de escolar, sin otro objeto, quizá, que el de asombrar a sus compañeras, aunque… vaya usted a saber.
Al inspector de división Vaudrette le parecía que el mundo no marchaba bien.
Enviado en misión a Séte, había leído en su vagón de segunda clase un libro que le produjo una profunda impresión: era El amigo fiel, de Emmanuel Blun, en edición de bolsillo. Blun, sin duda, sólo había tratado de contar una historia que le hiciera popular y le procurara ingresos, pero esta narración modificó la vida de Vaudrette: si, sobre aquel torniquete de estación, hubiera leído La Madona de los «sleepings» o La vida de Van Gogh, habría seguido siendo un hombre honrado.
En efecto, había comenzado a decirse entonces que a él también le habría gustado tener un amigo fiel de tal índole, de tal temple, que le habría ahorrado cometer algunas majaderías, terminando por facilitarle los medios de mostrar de qué cosas era capaz. Vaudrette era un soñador. Se veía ya convocado en Matignon, o en el Elíseo, incluso, donde un gran jefe, secretamente orientado por el amigo fiel, le diría por encima de una mesa de despacho estilo Regencia: «Vaudrette, estamos proyectando la creación de un nuevo servicio de seguridad, pequeño, fíjese en esto, muy pequeño, pero en cambio moderno, supermoderno, un servicio al lado del cual la DST será una organización propia de retrasados mentales, y hemos pensado que usted reúne precisamente las cualidades necesarias para dirigirlo». Pero ¿quién desempeñarla el papel de amigo? En el libro de Blun estaba claro: sólo un comunista podía tener fe suficiente, «pegada» indispensable y continuidad en las ideas.
Justamente, Vaudrette estaba especializado en la vigilancia de comunistas, y he aquí que éstos habían sido introducidos en el Gobierno contra la voluntad del pueblo, pero gracias a la voluntad del mismo (vaya usted a desenredar esto) habría que creer que las tres palabras («voluntad del pueblo») no significaban nada. En todo caso, parecía bien escogido el momento de procurarse un amigo fiel en una facción que entraba en el Gobierno tras haber fracasado en las elecciones.
La cosa quedó hecha así, sin pensar demasiado en ella, un cóctel diplomático en el que Vaudrette figuraría supuestamente de observador sin dar tal impresión (o quizás la diera); un joven soviético, muy alegre, que le pasaba copas mientras citaba a Rostand: «Nosotros, los pequeños, los oscuros, los carentes de graduación…»; una cita para jugar a los bolos. El soviético había visitado la casa, para comer choucroute[11], luego lo había agradecido con el regalo de un magnetoscopio («Nosotros, los diplomáticos, compramos estas cosas casi por nada»), un día, en la sauna (se habían juntado para visitar juntos la sauna), el generoso donante le había pedido una lista de señas que habría sido una grosería negarle. (Además, algunas de ellas se encontraban en el Anuario Bottin: ¿y entonces, qué?). Resultó que otro día, al diplomático le habían encargado sus jefes redactar las biografías de varias personalidades francesas; para él serla difícil, para Vaudrette sería fácil… Habían comenzado los dos a jugar al ajedrez, y aunque el soviético estaba muy fuerte en este juego, los días en que se apostaba quinientos francos a que ganaba, los perdía. Madame Vaudrette no encontraba ningún reparo en aquella amistad sin alcohol y beneficiosa; a ella le parecía que el soviético tenía maneras de príncipe ruso.
Una noche, después de haber degustado una buena fabada, Vaudrette salió para acompañar un poco a su invitado, y, antes de separarse, decidieron tomar la cerveza de la amistad en una cervecería, precisamente. El príncipe ruso dijo entonces:
—¿Sabes, Klavdi Lvovich (esto significaba Claude-hijo-de-León)…? Por otro lado, podríamos tutearnos; Claude, llámame Volodia… ¿Sabes, Claude? Pienso que tú y yo nos hemos comprendido. Nosotros trabajamos para la misma causa: la felicidad de la Humanidad. Francia, la Unión Soviética, todo esto, son elementos intermediarios; lo que nos importa a ti y a mí es la Humanidad entera. Ocurre solamente que en el instante preciso de la Historia en que nos encontramos, la Unión Soviética está en su mejor momento incluso para trabajar por esa felicidad. Entonces, mira, de idealista a idealista he de formularte una proposición. ¿Sabes? Como ocurre en ese libro que me has prestado, en el que los dos amigos se respaldan siempre mutuamente en los golpes duros… Si tú dispones alguna vez de algo grande, verdaderamente grande, yo podría hacerte un servicio. Nada de vez en cuando, con regularidad, mensualmente. Y sin fiscalización, si entiendes lo que quiero decir. En caso de accidente, la operación de salvamento sería llevada a cabo por profesionales. Dos horas más tarde te encontrarías en Moscú, una gran ciudad, ¿sabes?, una hermosa ciudad. Podrás abrir una bolera. Evidentemente, para conseguir un contrato como éste será preciso comenzar por algo sólido, sustancioso… Ya sabes lo que quiero decir…
—¿Y exportaríais también a mi mujer, en caso de accidente? —preguntó Claude-hijo-de-León.
Volodia sonrió, fijando la mirada en el techo:
—Claro, en ese aspecto se haría lo que tú quisieras. ¿Piensas que una mujer de la edad y con el carácter de Thérése se adaptaría, aunque fuera difícilmente, a la vida soviética? Tú, en cambio… ¡Tú eres joven de corazón, Claude!
Desde entonces, el inspector de división Vaudrette pensaba en Madame Vaudrette con cierto desdén («Si ella supiese lo que me han ofrecido»), sufría menos con las extravagancias escandalosas de sus hijos («Ni siquiera tengo la seguridad de que sean míos»), y vivía flotando en una especie de sueño. Había encontrado a su amigo fiel. Sin embargo, por precaución, dejó de llevar corbatas rojas.
Varías veces creyó haber dado con el gran hallazgo, pero aunque se hacía cargo de buen grado de sus aportaciones, Volodia movía la cabeza y le hada comprender que no era todavía aquello… «Vamos, Claude, ¡un pequeño esfuerzo y cobrarás!». A Volodia le encantaban determinadas expresiones del francés[12].
Habiendo atendido la llamada de Alexandr Psar (el nombre le decía algo: Thérése había visto a aquel tipo en la Televisión, descubriendo, en él también, unos modales de príncipe ruso), el inspector de división Vaudrette se recostó en su sillón y comenzó a sobarse la frente.
«Voy a hacer esta jugada», se dijo, como si participara en una partida de ajedrez.
Después de permanecer sobándose la frente una decena de minutos más, redactó una ficha conteniendo todas las informaciones que acababa de recibir, y, atravesando el pasillo, fue a llamar a la puerta de su jefe, el director de A4, el controlador general Duverrier. Vaudrette no lo ponía en duda, efectivamente; su teléfono, como todos los de la casa, figuraba en una estación de escucha. Se le presentaba la oportunidad de su vida, pero esta oportunidad iba a aprovecharla con la sutileza que le caracterizaba y que ninguno de sus jefes había sabido descubrir nunca en él.
El controlador general Duverrier, repelente y simpático a la vez, con su gruesa jeta salpicada de manchas de vino y pecas, abotargado por los lobanillos, erizado de verrugas, colocó la ficha en un extremo de la mesa, echó la cabeza hada atrás e hizo deslizar sus gafas hasta la punta de su nariz, cubierta de espinillas.
Vaudrette, respetuosamente inclinado hacia delante, le veía leer. Apostó contra sí mismo un franco (del bolsillo izquierdo contra el derecho) a que Duverrier, apodado Raminagrobis[13], mostraría la punta de su lengua y diría: «Gracias. Ya avisaré».
Raminagrobis acabó su lectura, levantó los ojos por encima de sus gafas, enseñó la punta de la lengua y dijo:
—Gracias. Ya avisaré.
Vaudrette salió de allí, transfiriendo una moneda de un franco de su bolsillo derecho al izquierdo.
En lugar de entrar en su despacho, tomó el ascensor. El agente de uniforme que vigilaba las entradas y salidas tenía una cintura de avispa y un hermoso bigote blanco, cosas que le habían valido el sobrenombre de capitán de Caballería.
—Mis respetos, mi capitán —dijo el inspector, campechano.
—Ssssssseñor —respondió respetuosamente el «capitán», con una reverencia de gran estilo.
Vaudrette recorrió medio centenar de metros, entrando en un café. Jamás iba al que estaba situado directamente enfrente del 13. Era un astuto Vaudrette, y sospechaba que sus jefes habían puesto la cabina en la estación de escucha.
Llamó a un número que se había aprendido de memoria.
—¿Volodia? Esta vez lo tengo… Algo grande, como querías. Pero hay que actuar de prisa, pues yo…
Explicó de qué se trataba. Volodia parecía sentirse moderadamente impresionado.
—No sé, Claude. He de ver qué dicen mis jefes…
Vaudrette subió a su despacho. Volodia, por más difícil que pusiera la cosa, ¡esta vez no podía escupir en la sopa! Un agente de influencia a punto de desertar… El inspector cogió la MAB que tenía en el cajón, soplando en su cañón con aire atareado. Raminagrobis debía de estar discutiendo la situación con el señor director. Pasarían sus buenos diez minutos antes de que diera la orden a Vaudrette de personarse en su despacho. Y cuando llegara al sitio en que pensaba no hallaría a nadie; a Psar se lo habría comido el coco.
Pasaron diez minutos, y veinte, y treinta. El bolsillo derecho había vuelto a perder dos francos. El inspector de división terminó por ir en busca de noticias; Raminagrobis continuaba encerrado con el patrón.
—Y así es —dijo Vaudrette, de repente patriota— como erramos en los mejores trabajos. No es de extrañar que los otros nos lleven siempre la delantera.
El controlador general había solicitado una audiencia, siéndole concedida ésta inmediatamente.
—Señor director, he aquí lo que me trae Vaudrette.
—¿Vaudrette?
—Él mismo, señor director.
Raminagrobis miraba al director con afecto y despego a un tiempo: le tenía afecto porque respetaba al viejo nadador que, salido de las filas de suboficiales, había llegado a la cabeza, a fuerza de músculos y de encanto personal, sin recurrir a inútiles bajezas; sentía despego hacia él por creerse personalmente un hombre feliz, sabedor de que había alcanzado su techo, y de que tal le bastaba. ¿Subir más? No había que pensar en ello. Era una persona de humor, y el humor es redhibitorio en la administración, sobre todo hallándose la izquierda en el poder. Cuando llegara el instante de que fueran a desalojarlo de su puesto, Duverrier ya se encontraría retirado, dedicado a la pesca con caña y a jugar sus partidas de billar, sin preocuparse por las grandezas humanas más de lo que se había preocupado anteriormente, esto es, nada. ¡Pues si! Duverrier, que había salido airoso en la mayor parte de los asuntos que se le confiaran, entre otros algunas importantes redadas en medio subversivo, que pasaba por ser, entre sus colegas de los otros servicios e incluso a escala internacional, una especie de «papa» de la contrainjerencia, no podía evitar que la vida le pareciera más divertida que seria, y que pensara lo mismo de su oficio, de sus superiores, de sus subalternos y, sobre todo, de su propia persona. Saboreaba un montaje atinado como quien se recrea con un plato bien elaborado. «¡Qué suculento es todo esto! ¡Y cómo se divierte uno!». Y, lúcido: «No seré jamás subdirector, por encontrarlo todo gracioso. Es normal, es justo: un subdirector ha de hacerse respetar». Sincero, por lo demás, pero siempre con aquel brillo en los ojos. Con su retiro tendría bastante. Sus dos hijos se desenvolvían perfectamente, vamos: uno ya profesor, el otro apuntando hacia la Manna mercante; sus hijas le entretenían: una estaba en el Politécnico, y la otra era una futura «estrella». Su mujer reservaba para él una ternura, una gratitud, que le emocionaban siempre que pensaba en ella, es decir, varias veces por día: «Gracias a ti, rica, no me he sentido enojado un solo segundo de mi vida». Habría sido deshonesto añadir a esos bienes una carrera brillantemente coronada en demasía; le bastaba con haber quedado bien.
Y Monsieur Duverrier, aplastando su silla de subalterno, contemplaba a su jefe —quien, por el contrario, menudo y seco como un saltamontes, se hacía engullir por su sillón— con una indulgencia respetuosa, con una comprensión sin límites. Si las comisuras de su boca de batracio se elevaban, él no podía, y además no quería hacer nada: «Yo soy controlador general, jefe de sección, y ya es bastante; para otros, señor director, las bananas y sus pieles, los honores dudosos, los riesgos ciertos, la gravedad sistemática veintiséis horas por día para que no falte la que nace veinticinco, y trescientos sesenta y seis días por año para estar seguros de que los demás se ríen de ellos mismos hasta en los años bisiestos».
—Aquí tiene una cosa más, señor director. Una transcripción de escucha que me ha facilitado Cavaillés.
El director sabía leer una página de un vistazo. Tal vez por eso era director.
—¿No ha recelado nada Vaudrette?
—Vaudrette, señor director, desconfía siempre de todo, y nunca lo suficiente. Es un hombrecillo que no es capaz de ver un obstáculo detrás de otro. Ha ido a la tercera taberna, y no a la primera, ni a la segunda, para llamar a sus amigos. Así es él. Y el hombre se extraña de no ser ya comisario.
El director relevó la página, esta vez tomándose todo el tiempo necesario. Raminagrobis seguía arrellanado en su silla, demasiado pequeña para él; la sombra de una sonrisa planeaba no tanto en sus labios abotargados, punteados por un bigote virtual, como en sus ojos, que le gustaba mantener entreabiertos, para merecer mejor su apodo, muy de su agrado.
—¿Qué sugiere usted, Duverrier?
Raminagrobis se levantó, se estiró, casi. Se comportaba con bastante desenvoltura ante sus jefes; no se trataba solamente de su edad; era que había sabido hacer admitir aquella independencia en cuanto a conducta, su tono a la vez deferente y protector. Desfiló lentamente delante de la inmensa fotografía que, recubriendo dos muros, representa todo París; luego, fue a echar un vistazo al París real que se descubría desde el ventanal triple.
—Señor director, hay varias maneras de jugar esta partida de beote. Usted sabe quién es Psar. Pretende ser un agente de influencia, confieso que yo no lo he puesto en duda, pero, bueno, admitámoslo.
»Usted sabe también quién es Vaudrette. Al verlo con sus zapatos e piel de tiburón y sus camisas rosadas (Raminagrobis vestía, asimismo, una camisa rosada), decidimos no perderlo de vista hace poco tiempo. Para mí, el momento crucial se produjo cuando renunciara a las corbatas rojas. Bien. Realizamos los sondeos necesarios, y él no toca ya ningún expediente muy secreto, salvo los que yo hago clasificar de modo que no llegue a sentir la mosca donde usted piensa. Ya le he dado mi interpretación de la situación: Vaudrette espera tener una dote que ofrecer para pasarse al otro lado. Su conducta, las escuchas, todo coincide. Perfectamente.
»Por lo que atañe a los camaradas, hemos observado estos últimos días mucha agitación; el tráfico por radio se ha incrementado, las comunicaciones por interferencias se multiplican… Pudiera haber ahí un informe.
»Si usted quiere que Psar sea detenido, la cosa es fácil: los camaradas no tienen más remedio que desplazarse, en tanto que nosotros no tenemos más que dar un golpe de teléfono al comisario del barrio y ya tiene usted a Psar en el saco.
»No obstante, es interesante actuar con rapidez, sin lo cual corremos el riesgo de localizar tan sólo el puré en que haya podido ser transformado Psar, o ni eso siquiera.
»Y esto, naturalmente, sería otra manera de sacrificar a Belot.
—¿Qué haría usted en mi lugar, Duverrier? Usted es un viejo zorro me dolería mucho no explotarle a fondo antes de que se jubile.
—Yo, señor director, siempre simplista, veo el problema como un tablero a cuatro casillas y doble entrada. O recuperamos a Psar o le abandonamos; o recogemos a Vaudrette o bien le damos todavía un toco más de cuerda.
»Primer caso: nos lanzamos. Vaudrette huye, pero tenemos a Psar en la trampa: un asunto sonado, un agente de influencia que confiesa, a se hará cargo usted del alboroto. Cartas de felicitación, ascensos, todos los trastos de siempre.
»Segundo caso: se olvida todo, o bien, variante más perversa, se tone buen cuidado en llegar después de los camaradas. Vaudrette sigue corriendo, Psar ya no correrá más. Un poco rastrero, si desea conocer mi opinión.
»Tercer caso: se intenta hacer las dos cosas: Psar aislado, Vaudrette en chirona. Dos alborotos en lugar de uno.
»Cuarto caso…
—Estaba esperando el cuarto. Conozco a mi Duverrier.
—Psar para los camaradas, y Vaudrette para los leones. Sé bien que este imbécil no nos hace mucho daño, pero es que resulta muy fastidioso vigilarlo desde la mañana hasta la noche. Fastidioso y caro.
—Según usted, pues, Duverrier, habría que dar tiempo a la oposición para que capturaran a Psar, y en seguida nosotros nos volveríamos contra Vaudrette por haberse puesto al servicio de una potencia extranjera, ¿no? ¿No serla una lástima, en cierto modo, soltar la presa propiamente dicha si se conseguía capturar la sombra?
Raminagrobis sonrió. Al director le gustaban las fórmulas elegantes. Era lo justo, lo normal, un director está hecho para eso.
—Cuando se dan cuatro casos, ya es mala suerte no poder elaborar una quinta posibilidad de una u otra clase, algo estrafalaria, quizá, con las puntas de las otras cuatro. A Vaudrette, en el mejor de los casos, lo hacemos condenar apoyándonos en uno de los artículos 70, y esto ¿qué quiere decir? Que todo el mundo se va a dar palmadas en los muslos gritando que hemos sido penetrados, que se nos ha metido gente extraña dentro, que hemos sufrido una infiltración. De aquí en adelante, entonces, sus amigos de Suecia, y los norteamericanos, y todavía más ingleses y alemanes, dejarán de compartir el monopolio del «ranismo». Francamente, yo no veo en eso gran ventaja para nosotros. Si Vaudrette aprovecha la ocasión de darse el costalazo, tanto mejor para sus fines de mes; en cuanto a nosotros, nos haremos así del asunto soñado para hacer pasar a los camaradas tal o cuál información, verdadera o falsa, de que deseemos desembarazarnos.
—De acuerdo, Duverrier. También yo he visto el asunto así. Sin embarro, ¿no podríamos precintar a Vaudrette y, con todo, explotar a Psar?
—Señor director, esto sólo depende de usted. La cuestión es saber qué vamos a hacer. Recuerde el otro asunto. Nos hemos pasado un año corriendo detrás del sujeto, hemos gastado no sé cuánta pasta, ¿y todo para qué? Para que él sea interrogado puerilmente por un juez de instrucción, y condenado con idéntica puerilidad por el Tribunal de Seguridad del Estado, indultándole apenas dos años después, y prácticamente sin haber dicho nada de lo que sabía. Éste se avendrá a hablar, quizá, pero ¿qué va a facilitarnos? Unos nombres, unos procedimientos formularios que ya conocemos. Tras lo cual, en vista de la carencia de un tribunal especializado, será enviado a la audiencia de lo criminal, donde, después de haber infestado la conciencia nacional desde veinticinco años, será, en buena y debida forma, absuelto.
—¿Absuelto, Duverrier?
—Sí porque el procurador de la República no podrá probar la nocividad de su acción.
—Concrete usted esto, ¿quiere?
—Con mucho gusto, señor director.
Raminagrobis se acarició con las yemas de los dedos sus simpáticas verrugas de crujientes y negros pelos. Enseñó la punta de la lengua.
—El párrafo 3 del artículo 80 del Código Penal, el único que nos autoriza para emprender una acción u otra contra los agentes de influencia, prevé penas de encarcelamiento o detención de diez a veinte años para cualquiera «que haya tenido relación con agentes de una potencia extranjera con el fin de suministrar datos de una naturaleza tal que dañen la situación militar o diplomática de Francia o sus intereses económicos esenciales». No insisto, señor director, en la vaguedad de los términos «datos» y «esenciales». Pero observará usted que los intereses culturales, intelectuales, espirituales y humanos no están siquiera previstos por nuestra legislación; envenénese a nuestra juventud, descompóngase nuestra instrucción pública, mínense nuestras familias, sabotéese nuestra Iglesia, inféstese nuestra literatura. Todo esto es legal. Sólo nuestros intereses militares, diplomáticos y económicos están protegidos. Sin embargo, habría que aportar pruebas, todavía, de los perjuicios que les han sido causados. Ahora bien, el señor Psar no ha sido autor de ninguno. Si el señor Psar fuera condenado, esto sólo representaría un espantoso error judicial, del cual seríamos nosotros las primeras víctimas. Le Dindon Déchainé pretendería una vez más que nosotros encerramos a las gentes por el delito de opinar, y las hermosas conciencias francesas expresarían su inquietud ante nuestros métodos represivos. Por tal motivo, señor director, en tanto que la legislación no sea modificada, en tanto que el delito de influencia no haya sido reconocido como uno de los más graves que pueden cometerse (mucho más grave, en todo caso, que el del espionaje propiamente dicho), yo sostendré que no nos conviene inculpar a los agentes de influencia, bajo pena de ver cómo su inculpación se vuelve contra nosotros.
—En suma, Duverrier, que desde las alturas de su experiencia y sagacidad…
—Desde la altura de mi pequeño montón de estiércol profesional, señor director, observo esto: un agente de influencia de los se ha echado a éstos a la espalda; dejemos que los camaradas hagan el sucio trabajo de que nosotros no somos capaces. Enviemos a Vaudrette al sitio, pero dentro de una hora. Y luego, aprovechémonos de los derechos que habrá adquirido para gozar del reconocimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Un timbrazo. Alexandr pega un ojo a la mirilla. Un hombre coloradote, la frente surcada de arrugas, vistiendo una chaqueta de cuero.
—¿Quién es?
—Ver es exorcizar.
Un ligero acento provinciano.
Alexandr abre.
—¿Alexandr Psar?
—Yo soy.
—Acompáñeme.
Alexandr lleva en la mano su cartera; ya ha garabateado un mensaje para Jo: «Gracias. La llamaré».
Toman el ascensor. El tipo coloradote huele a algo imposible de identificar: ¿alcohol, loción para después del afeitado, cuero?
Un «Pallas» negro les aguarda, el motor en marcha, la portezuela delantera abierta.
—Suba.
Alexandr se acomoda dentro.
El chófer es un hombre grueso, sombrío. Hay otro hombre acomodado al fondo. Fuma. Viste un traje oscuro, con camisa blanca. Su rostro aparece velado por el humo malva. El tipo coloradote se instala a su lado.
Alexandr dice:
—Señores…
Y de pronto nota que «Señores» no es el término apropiado. Hay en aquella atmósfera una pesadez, una tensión, que hace el vocablo «Señores» absurdo. Pone la mano en la empuñadura de la portezuela. No se mueve en absoluto. El «Pallas» se desliza ya a lo largo de Buttes-Chaumont.
El fumador dice, en ruso:
—No se moleste, camarada. Soy el coronel Viazev, del Departamento V.
El coloradote se inclina.
Una aguja se hunde en la nuca de Alexandr. Su mano, que rebuscaba en la cartera de mano, se suelta, todo se deshace en él, bascula en la oscuridad.
El «Pallas» se encamina hacia la periferia, la deja, se detiene en un barrio de almacenes, frente a un garaje cerrado. La puerta metálica se eleva automáticamente; los paneles entran unos en otros entre chirridos y trepidaciones.
El «Pallas» se adentra en un vasto vestíbulo con el techo vidriado. En el centro hay un gigantesco camión pesado, en el cual se lee, en caracteres cirílicos blancos sobre fondo azul: Sovtransavto. Un fornido mozo de piernas largas y busto corto, que luce una cazadora de cuero italiano muy coqueta, se encuentra sentado en el estribo.
La puerta metálica se abate nuevamente; los paneles salen de otros paneles, el último de ellos golpeando el piso de cemento con un ruido de trueno, que desencadena un largo zumbido de ecos en el garaje.
La caja del camión está cerrada, y en la puerta trasera han sido colocados precintos de plomo. El fumador los hace saltar. Se abre aquello.
En el interior, un cargamento de vinos y licores. Entre los cartones, un arca en cuyas caras laterales se han pegado fragmentos de embalajes; se lee allí «Rémy Martin», «Vieille Cure», «Cheny Rocher», «Chartreuse», «Drambuie», «Mandarme Napoleón», «Frágil», «Hacia arriba», «Había abajo». Sólo se trata de una precaución complementaria, un motivo de buena presentación más que de utilidad, ya que nadie abrirá el camión antes de que haya franqueado la frontera de la República soberana y federada de Bielorrusia.
El coloradote y el chófer del «Pallas» transportan a Psar, inanimado, con esposas «Smith and Wesson» en manos y tobillos. Lo depositan en el arca, que se cierra después. En cuanto a la respiración, no hay problemas: el arca cuenta con todos los orificios previstos en el reglamento interior del Departamento V.
Con un sonoro ¡bum!, queda cerrada la caja del camión. El muchachote de la cazadora saca sus tenazas de precintar. El fumador lo mira con aire de aprobación.
Los precintos están otra vez en su sitio. El joven salta a su cabina; cosa fácil, gracias a sus piernas, desmesuradamente abiertas. Su compañero gruñe:
—¿Nos vamos ya?
El fumador echa un último vistazo al camión.
—¿Listo, Viacheslav?
—Siempre listo, camarada coronel.
—¡En marcha! Y que el buen dios te acompañe.
El camión pesado zumba, vibra, arranca. La puerta metálica entra de nuevo en sí misma, y la enorme máquina, centímetro a centímetro, se desliza en la calle, que llena por completo. Creeríase que el garafe ha empezado a rodar.
Esto ocurre el 28 de diciembre. Antes de fin de año, Alexandr Dmitrich Psar habrá «vuelto»…