Era el mismo hotel noble, la misma escalinata con los peldaños de piedra, tan desgastados que parecían blandos, los mismos artesonados gris Trianón, idénticos medallones e idénticos óvolos, la misma Marguerite, ya de pie:
—El señor Lewitzki ha telefoneado de nuevo. Amenaza con llevar a otra parte su idea sobre Dostoievski si no recibe respuesta de aquí a tres días.
Pero aquél no era el mismo Alexandr Psar. Él, que se creía tan dueño de sí, apenas se parecía al otro. En su blanco rostro, los ojos velados tenían una expresión huraña. Y llegaba sin el abrigo, y las manos desnudas; había olvidado su gabán de pelo de camello y los guantes en el guardarropa del «Pont-Royal».
—He de ausentarme por unos días.
La voz salía mal de su garganta y, manifiestamente, no había oído lo que ella acababa de decir.
—¿Quiere usted que le reserve algún pasaje?
Aquella capa bajo la cual había vivido durante treinta años, toda su vida de hombre, estaba a punto de agrietarse en torno a él. Le sería indispensable aprender una nueva manera de respirar. A los cuarenta y nueve años, esto da miedo.
—Nada de hacer reservas. Sí. Un avión para… Nueva York.
—¿Para cuándo, señor?
—Lo antes posible.
Mientras ella telefoneaba, él fue a aplicar su frente contra el cristal. Primeramente, creyó no ver nada de lo que sucedía en la calle, pero al cabo de un minuto divisó al mismo joven de la bufanda volviendo sobre sus pasos.
La imagen de Gaverin bajo la viga visible acudió a su memoria.
—Me encargará también un billete de ida…
—¿Para dónde, señor?
—Roma.
—¿Para cuándo?
—Lo antes posible.
Pensó que hubiera debido dejar a Marguerite uno de los encargos, ocupándose él del otro. Pero se sentía demasiado vado para ponerse a esperar de pie, en una de aquellas agencias de viajes innobles que conocía, detrás de alguien en la cola, para hablar luego, por encima del mostrador, con una de esas idiotas con el pelo rizado que no saben leer un horario.
Con algunos errores de aproximación, había reconstituido los acontecimientos de los últimos años, rodando por París sin siquiera saber que rodaba, cruzando el Sena para escapar de la orilla izquierda, volviendo a cruzar el río luego, a fin de acercarse a su despacho, deteniéndose maquinalmente ante los semáforos en rojo, arrancando en los verdes, girando en redondo, consultando su reloj, sin ver nada en la esfera… Él, que siempre se había concentrado tan intensamente en todo lo que hacía.
Alla había sido siempre, exclusivamente, un oficial de enlace más, que se le había asignado para hacerle creer que le dejarían «volver», cumplida su misión, ella habríase encargado de otras del mismo género. Las «golondrinas» no faltan, pero Tos oficiales femeninos, capaces, a la vez, de seducir y de continuar manipulando a un hombre, no deben abundar mucho, por cuya razón lo más probable era que fuesen utilizadas a menudo. Alla debía haber hecho, en el segundo directorio principal, un cursillo de manipulación de intelectuales francófonos de orientación literaria; no era en modo alguno improbable que hubiera tenido que «tratar» a dos hombres que se conocieran: el porcentaje de posibilidades era elevado. La KGB habla aceptado ahí un riesgo, por atención exagerada a la economía, y esto dolía a Alexandr, en la medida en que él se asimilaba al servicio, pensando en d cual toda mezquindad le repugnaba. Además, se sentía ofendido al ver que no merecía un oficial tratante para su persona exclusivamente. Las heridas que atentan contra el amor propio no son precisamente las menos dolorosas.
Jamás había creído que Alla lo amara, como los pequeños burgueses posrománticos imaginan que se ha de amar, y no se había sentido disgustado al saber que ella había cumplido una misión al abrirle sus brazos; en efecto, eso lo había sabido siempre, vanagloriándose de haber tenido con la joven una relación fundada en algo que no era sólo el capricho de dos pieles o dos sensiblerías; por el contrario, tenía la seguridad de que los dos levantarían, juntos, un edificio que superarla en altura a sus constructores. No se sentía frustrado en d terreno amoroso; esto, al menos, le había sido ahorrado.
En cambio, no había experimentado ninguna compensación, ningún alivio, como los hubiera tenido un amante más ordinario, con el hecho de que Alla, a quien él creyera muerta, viviera, y la pérdida de su hijo le había resultado aún más dolorosa después de haber pensado no haberlo tenido nunca. Lo mismo que, cuando descubrimos que ya no somos amados, hallamos cierto alivio o serenidad con la idea de haberlo sido, Alexandr prefería su duelo a la sensación de vado ignominioso que ahora le oprimía. No se detuvo, ni por un instante, ante la idea de que ese hijo, después de todo, existiera, tal vez estaba demasiado seguro de que una mujer que cumpliera una misión habría abortado; y no se imaginaba tener una hija en alguna parte, lo cual le hubiera aliviado, en parte. «Yo no he tenido nunca ningún hijo. Ni siquiera sé si soy capaz de tenerlo».
Esta corriente subterránea de amor que durante cinco años había fluido de él era imaginaria, sin objeto, por tanto. Pero ¿no es monstruoso amar algo que no existe? ¿A que abominable onanismo del corazón se había entregado? Todo aquel dulce fragor interno, aquella certidumbre de amar tan agudizada que a veces le hacía cerrar los ojos como si se sintiera mal, aquella mano posada sobre el porvenir: «Mi hijo será… Mi hijo hará…», aquella sensación de no estar va solo en el mundo, sí, de haber roto d cascarón de la soledad ontológica a la cual d nacimiento nos condena y de la cual el engendramiento nos libra, todo esto, pues, ¿sólo había sido un espejismo? ¿Y las fotos? ¡Cómo se había enternecido secretamente a la vista de las fotos! ¡Cómo había buscado (¡y encontrado!) irrisorias semejanzas! ¡Y qué orgulloso se había sentido al reconocer en el vástago de no se sabía quién un heredero de su estirpe! ¡Y le había dado con gusto d nombre de su padre, de acuerdo con la tradición! «Perdón, papá». Eso era, centuplicado, d malestar que se experimenta al introducir en d hogar de unos amigos respetados una relación que se revela deshonrosa.
Él había sido engañado. ¿Por quién? Por aquellos a quienes había aceptado servir al precio de una deslealtad, la deslealtad paternal que él admitiera. Ser engañado por los subalternos, bien; es una mala guerra, pero la guerra en fin. ¿Ser engañado por sus jefes? Es la mentira de la mentira, es lo que hizo gritar lama sabacthani al Hijo del hombre en misión.
Él había sido engañado. ¿Por qué? ¿Había faltado acaso a algún compromiso? ¿Había exigido alguna recompensa inconmensurable por sus servidos? Sospechaba que d trato concertado treinta años antes habla sido fraudulento, que sus jefes no habían tenido nunca la intención de dejarlo «volver». Su misma graduación, a la cual se aferraba con la puerilidad que caracteriza a ciertos soldados, sólo había sido un señuelo más. Mientras él trepaba, de año en año, por una imaginaria escala de rangos, sus maestros debían de haberse reído mucho de él, dentro de aquella fábrica de ilusiones que era d Directorio. No era de extrañar, en tal caso, que Piotr le tratara como un agente vulgar; no se trataba, en absoluto, de «apretar las tuercas», como él decía, a un oficial que se había mostrado un poco independiente, sino tan sólo de hacerle trocar lo individual por un sistema binario, proceder que de modo tan rentable se aplicaba a los agentes de bajo nivel.
—Señor —dijo Marguerite sin ironía—: esta tarde sale usted para Roma, o parte mañana a mediodía para Nueva York.
Entró en su despacho y, contrariamente a lo que era su hábito, no cerró la puerta. Habíale agradado siempre mucho el entablado de la habitación, aquella carne rosada de sus desnudas maderas. Su mirada se detuvo en los canglares; dejaría allí estos puñales, a fin de no suscitar sospechas en Marguerite. Naturalmente, ella dudaba de que partiera con un tercer destino, pero no debía saber que él ignoraba si volvería. Seguidamente, divisó el icono:
—Tú también. Tú Te burlarías de mí, si supieses burlarte.
Se situó tras la mesa. Había correo encima de ella. Intentó leer las cartas y advirtió que no comprendía nada.
«Y entonces, ¿qué? ¿Tendrán ellos razón? ¿Seré yo únicamente un botarate, incapaz de sujetarme a mi personal disciplina?».
Acudió a él la lucidez que tanto necesitaba. Tomó rápidamente varias notas en un papel, como respuestas. La figura de Gaverin no se le iba de la cabeza.
«No quiero que me pase lo mismo».
No había tomado ninguna decisión todavía. Sabía solamente que necesitaba irnos días de alejamiento de allí, y que, durante ese tiempo, debía escapar a la vigilancia del Directorio. ¿Volvería domado? ¿Intentaría desaparecer? ¿Fijaría él sus condiciones para reanudar el servido? Lo ignoraba. Pero, de todos modos, tenía que alejarse…
—Marguerite.
Nunca la había llamado así, valiéndose, además, de que la puerta estaba abierta.
—Marguerite, he de ausentarme por unos días.
La misma frase, como si de un disco rayado se tratara. Pero él ya sabía que no podía huir, que tomaría sus disposiciones para organizar su ausencia; se debía esto a sí mismo.
—Sí, señor.
Normalmente, ella le hubiera preguntado si podrían comunicarse telefónicamente, pero aquel día la joven no preguntó nada. Se mantenía inmóvil, con el bloc y el bolígrafo en las manos, la cabeza ligeramente inclinada. Luda un vestido azul marino y un gran cuello, con vueltas blancas sobre unas mangas de tres cuartas. Encuadrados de negro por sus cabellos, sus ojos, de un azul oscuro, se mantenían fijos en él.
—Va usted a decir que he tenido que dar el salto hasta Nueva York para negociar un contrato, y que regresaré, probablemente, la semana que viene.
Mientras hablaba, garabateó unas palabras de excusa en ruso para Kurnossov.
—Echará usted esto al correo. Por continental, si me hace el favor. Si telefonea Madame Boisse, dígale que la llamaré en seguida.
Naturalmente, no tenía derecho a ausentarse sin facilitar a Piotr un medio para reunirse con él.
Tenía la impresión de que se había hecho cargo nuevamente del mando de su buque.
—Me ha dicho usted… |Ah, sil, el señor Lewitzki. Es verdad, lo hemos tratado mal. Con todos esos Kurnossov… Dígale que le quedaré muy reconocido si espera todavía quince días más, pero que comprendería perfectamente su actitud si decidiera irse a otro lado.
—Eso es seguramente lo que ha hecho ya, señor —dijo Marguerite, que sentía los labios un poco entumecidos.
—No obstante, preséntele mis excusas. No debemos escurrir el bulto. Aquí tiene el borrador de una carta para Monsieur Baronet, quien me pide que me haga cargo otra vez de la dirección del Libro Blanco. Ésta no nos había sido nunca arrebatada, hay que hacérselo ver a ese patán.
Era la primera vez que emitía una apreciación relativa a un igual ante una subalterna. Marguerite se sintió humillada, por él.
Consultó su reloj.
Siempre sin dejar de hablar, Alexandr no cesaba de preguntarse si se decidiría por tomar su coche —el número de matrícula, sobre todo en un vehículo de marca poco común, podría traicionarlo— o bien alquilarla otro. De momento, no quería dar la impresión de ir a embrollar los rastros. Ahora, él había tenido ocasión numerosas veces de constatar hasta qué punto la KGB estaba bien informada y equipada. ¡Con qué facilidad habían encontrado ellos los medios para hacer marcar el paso a Ballandar y Fourveret! Huir de la vigilancia ejercida por la KGB le parecía una empresa que rebasaba las facultades de un hombre corriente. Era esto, sin embargo, lo que iba a intentar hacer, al menos por unos días. Lo mejor sería pedir prestado un coche. Sí, pero ¿a quien? Advirtió entonces que no conocía a nadie de cerca.
—No la escuchaba. Le pido perdón.
Marguerite repitió:
—¿No podría acompañarle yo, señor?
Bajo los polvos del maquillaje, la joven estaba ruborizada.
—Le pido que me excuse (él le había hecho perder el hábito de decir «me excuso») si soy indiscreta, pero me parece que podría usted necesitarme.
—No necesito a nadie, gracias.
Y luego, una válvula pareció abrirse dentro de él. Alexandr estaba acostumbrado a vivir solo, no a sentirse solo. Durante treinta años, la mano de Pitman había gravitado impalpablemente sobre él, familiar, protectora. Dentro de poco se encontraría solo, al volante del «Omega», o de un automóvil de alquiler, desconocido. Este aislamiento le espantó. Probablemente, una presencia tan comprensiva, tan liviana como la de Marguerite, le ayudaría a vivir aquellos pocos días. No le confiaría, desde luego, su dilema, pero el calor de esta atención, el deseo que ella tenía de verle triunfar siempre, harían, quizá, que arraigara en él la decisión más atinada. «¿La hago correr riesgos llevándomela conmigo? (Pensaba en todo momento en Gaverin, con sus ojos desorbitados, su lengua como vomitada). Por el contrario, disminuyo los míos». No recordaba gran cosa de su cursillo en Brooklyn, pero un recuerdo concreto vino a su mente: «Acometer un asunto turbio contra dos personas no es dos, sino diez veces peligroso que contra un sujeto aislado».
Marguerite, muerta de timidez, hada una última tentativa:
—No hay nada que no pueda esperar uno o dos días. Además, pasado mañana es Navidad. Y, por otro lado, tenemos el contestador automático…
Alexandr continuaba vacilando todavía. Marguerite, ciertamente, había adivinado que no partía para Roma ni para Nueva York. Ella te dejaría hacer picadillo, como suele decirse, antes que revelarle eso a nadie. Pero ¿y si verdaderamente comenzaban a hacerla picadillo? Incluso sin recurrir a la violencia física, existen medios de intimidación bastante rentables. Y si llegaba a alquilar el coche, sería una treta hábil dar el nombre de Madame Thérien.
—Muy bien. Por el camino ya se comprará usted un cepillo de dientes.
—¿Qué debo poner, señor, en el contestador automático?
—Lo registrare yo mismo.
Había que evitar todo lo posible las sospechas.
«Aquí Alexandr Psar. Le doy las gracias por su llamada. Desgraciadamente, me he visto obligado a ausentarme por unas horas, y por otra parte, mi secretaria, Madame Thérien, se encuentra indispuesta. ¿Tiene usted la amabilidad de confiar su mensaje a mi contestador automático? Será un placer para mí llamarle. Espere a oír la señal, e inmediatamente después hable».
Si después de una espera de «unas horas», se ponían a buscarlo, pensarían ellos primeramente en la pista de Nueva York; cuando se dieran cuenta de que no había tomado el avión, se orientarían entonces por el lado de Roma…
Al paso, tomó su gruesa cartera de mano. En el otro despacho, ayudó a Marguerite a ponerse su abrigo gris, de cuello de piel de zorro. Un olor agradable le subió al rostro:
—¿Qué perfume es éste, Marguerite?
—«Jolie Madame», señor. Es usted quien me lo regaló, por mi cumpleaños.
—Acerté.
Con un amago de sonrisa, le pidió perdón por su distracción.
Una vez en el patio del hotel, Alexandr salto al «Omega», abriendo la portezuela de la derecha desde el interior. «En primer lugar —se dijo— el nervio de la guerra». Pasó por su Banco, en el bulevar Saint-Germain.
—Dejo el coche aparcado en doble fila. Si protestan los agentes coquetee un poco con ellos.
Era la primera vez que se permitía con Marguerite una sugerencia tan personal.
Tomó en metálico todos sus fondos disponibles. Al salir, vio que Marguerite había desplazado el coche, para ocupar de nuevo en seguida el asiento del pasajero. La joven explicó:
—Estábamos estorbando.
Él recordó una cosa, el monitor de Brooklyn habla recomendado a toda persona deseosa de no ser reconocida que «se desiluetara». Pero ¿cómo se «desilueta» uno? En una novela de Paul Bourget, un preceptor compra ropas de vestir nuevas en «Olg England», no atreviéndose a hacer acto de presencia en una sastrería.
«Yo haré lo contrario».
Alexandr evitó una vez más la orilla izquierda. Encontró un aparcamiento providencial cerca de la ópera.
—Marguerite, el barrio está lleno de agencias. ¿Quiere usted alquilar un coche a su nombre? Naturalmente, le devolveré más adelante el dinero. ¿Tiene alguna tarjeta de crédito?
—Sí, señor. ¿Para cuándo?
—Lo antes posible.
—¿Les digo que me entreguen el coche?
—No. Pasaremos por el garaje a recogerlo. Nos veremos aquí dentro de media hora.
Ella vaciló.
—Si usted no confía en el «Omega», señor, ¿quiere que usemos mi pequeño «R 5»? Es azul —añadió Marguerite, como si este detalle importara.
El coche de Marguerite podía estar fichado.
—No, gracias. Escoja algo más confortable para un largo viaje.
No sabía, en absoluto, adónde se dirigirían.
Sin su gabán, Alexandr tenía frío, pero estaba pensando entonces que no había tomado todavía ninguna precaución para despistar a un vigilante eventual. Antes de efectuar sus compras, realizó, pues, algunas maniobras rudimentarias en las «Galerías Lafayette». El tipo de la bufanda no había reaparecido; ningún otro sospechoso se había dejado ver. Alexandr salió de allí. Por encima de la calle, unas guirnaldas de lámparas flameaban a la hora del atardecer, que había empezado ya: ¡viva la Navidad de los mercachifles!
En «Olg England», Alexandr compró un impermeable cálido, reversible, una gorra de lana, un paraguas y unos guantes. No había llevado jamás nada en la cabeza ni usado paraguas, sintiéndose por tal motivo ridículo con aquellos avíos.
Marguerite le esperaba ya cerca del «Omega». A la joven le pareció cortés no disimular del todo su sorpresa.
—Ahora tiene usted un estilo inglés, señor.
—Sherlock Holmes en persona. Sólo me falta la pipa. Bueno, ¿qué me dice?
—Tenemos que hacernos cargo de un «Peugeot» yendo a la avenida de la Grand-Armée.
—Vaya usted a buscarlo. Luego, me alcanzará en la estación de Saint-Lazare. La esperaré delante del patio del Havre para que no tenga que aparcar.
Marguerite se alejó, rumbo a la estación de taxis. Caminaba bien; su abrigo gris apenas rozaba sus caderas. Comenzó a nevar, y algunos copos se posaron en su negra cabellera. Después, abrió un pequeño paraguas azul. No había ningún taxi en la estación, pero localizó uno rápidamente, de los que circulaban en busca de clientes. Alexandr la había seguido a una distancia prudente. Ella no había vuelto la cabeza ni una sola vez. La joven subió al taxi sin que nadie por allí diese la impresión de que se disponía a seguirla de alguna manera, ni se precipitase hacia el interior de un café para telefonear. Era razonable pensar que todo marchaba bien en este aspecto.
Alexandr tomó el Metro. Aferrado a la barra blanca, resbaladiza, la mirada perdida en el vado, se decía:
—No hubiera debido separarme de Blun tan bruscamente. Podría poner en duda alguna cosa. ¿Qué me demuestra después de todo que él se haya negado realmente a colaborar?
¿Existiría, quizás, un plan más refinado de lo que él acertaba a imaginar? Podía ser que no se tratara de un error, de una menudencia del Directorio, sino, por contra, de un montaje corolario… Se habría encontrado ese medio de hacerle comprender que había sido engañado ¿Y con qué fin? La operación Hermandad marchaba perfectamente, y la KGB no obtenía ninguna ventaja desanimando a Psar, empujándolo hacia los franceses. Desde luego, él no incurriría nunca en traición, pero ¿podían saber esto ellos? Toda aquella historia no se tenía de pie. Desde la estación, Alexandr telefoneó a Blun:
—Lo siento, mi querido amigo. Podría mentirle, pero prefiero decirle la verdad: un cólico irreprimible.
Blun no se atrevió a reclamar el importe de la cuenta. Alexandr colgó, divertido.
Se puso a pasear de un lado a otro de la acera. El frío le helaba la nariz, las mejillas, las orejas, y había empezado a petrificarle los dedos de los pies.
«Ya no hay que rellenar impresos en los hoteles. Pero los recepcionistas son unos soplones. Habrá que dar nombres falsos. Esto sorprenderá a Marguerite. ¿Qué podría decirle?».
Podía ponerlo todo en la cuenta de la KGB: la muerte de Gaverin le serviría de garantía. ¿Y entonces, qué? ¿«Ellos han colgado a Gaverin, por cuya razón me oculto en su compañía»?
Recordó con qué cuidado Marguerite había cerrado con dos vueltas de llaves las tres cerraduras de la oficina; era una buena ama de casa, segura de que volvería allí, deseosa de encontrarse todas las cosas en sus sitios respectivos.
Nombres falsos… «Me llamo Jean Dupont». «¿Cómo? ¡Pero si yo hubiera apostado cualquier cosa a que era usted… Alexandr Psar! ¡Hay que ver cómo se le parece! Lo vi en la tele, el pasado viernes, con Máscara de Hierro».
«Pues sí. No me he “desiluetado” bastante todavía. ¡Y pensar que ni siquiera dispongo de una barba que hubiera podido afeitarme! ¡Es una imprevisión por mi parte! ¿Unas gafas? Pero es que yo no me atreveré jamás a entrar en un establecimiento de óptica para comprarme unas gafas dotadas de vidrios tipo cristal de ventana. A menos que diga que son para una representación teatral. No. Esto parecería sospechoso. ¿Una peluca? ¿Marguerite viéndome ataviado con una peluca o un bigote postizo? ¿Y si, con todo, me atrapan, y ellos me arrancan ese bigote, esa peluca, las gafas…?». Alexandr compró unas gafas de sol, claras, pero le molestaban. Y se las quitó.
Marguerite llegó al volante de un «Peugeot» negro; ella le cedió el asiento del conductor. El «Peugeot» se conducía de manera distinta al «Omega»; se notaba una potencia distribuida de otra forma; era algo más agresivo, algo así como un latino en lugar de un anglosajón.
Alexandr arrancó, complaciéndose en descubrir un motor vigoroso, listo para suministrar generosamente esfuerzos ardientes y prolongados a la vez. «¡Mi acorazado!». Pensó que jamás había conducido un automóvil ruso. «Cuando vuelva…». Pero ¿volvería alguna vez? Comenzaba a ponerlo en duda. Pasó una mano por los mandos, acariciándolos; paseó la mirada por el salpicadero, como un capitán que tomara posesión del puente de mando (así lo habría dicho su padre). Marguerite lo miraba, inexpresiva, el mentón hundido en su piel de zorro, su rojo de labios exactamente acomodado a su boca, grande y segura.
El «Peugeot» se incorporó al flujo metálico. Alexandr cambiaba de marcha complaciéndose en hacer algo que no tenía ningún significado. Un París lúgubre hervía lentamente a su alrededor; los transeúntes, malhumorados, corrían unos detrás de otros sin saber por qué; los vendedores de periódicos azuleaban las entradas de sus quioscos; un vendedor de castañas ponía una nota nostálgica en un escenario que hubiera podido mostrar una ingenuidad dickensiana, pero que sólo ofrecía grisalla y mal humor.
Marguerite miraba al frente.
—Es terrible —dijo— lo de ese pobre señor Gaverin.
¿Qué asociación de ideas le había llevado a hablar así?
Sólo después de salir de París, en dirección Noroeste, comprendió Alexandr: ya sabía a dónde se dirigía. Aquello representaba, claro, una etapa únicamente, pero una etapa necesaria. Se le antojaba extraño que él, siempre habituado a calcular cuidadosamente sus acciones, se viera así entregado a las iniciativas espontáneas de su inconsciente como un buque que navegara con el piloto automático. ¿Se había comprado Gaverin la escopeta? ¿Se había colgado en un momento de desesperación? Una escopeta no protege a nadie frente a la desesperación. Había, sin embargo, excepciones. Alexandr provenía de una familia en el seno de la cual la posesión de un arma había sido tenida por algo necesario, durante siglos, afectando no más a la seguridad que a la dignidad del hombre. El pobre Dmitri Alexandrovich había esperado durante toda su vida que se le deparase la ocasión de poseer aunque fuese una carabina. ¡Cuántas veces había intentado ahorrar unos francos con el fin de adquirir una! ¡Y no porque se le antojase útil, sino porque la estimaba, de un modo u otro, indispensable! Y luego había dilapidado esas menudas reservas para alimentar a un camarada, para ofrecer rosas a su mujer, para comprar un Caffiot de ocasión a su hijo. Un arma es algo más que eso: es una decisión, un orgullo; es una oportunidad dada al valor, es una forma de pujar por uno mismo, de mirar al destino a los ojos.
—Sí —dijo Alexandr, tras un cuarto de hora de silencio—. Ha sido terrible para Gaverin.
Pensó en aquel hombre, solo, por la tarde, dentro de su casa fortificada. Había sido utilizado, manejado. Quizá fuera liquidado, en aras de una mayor limpieza, como se quitan las cuerdas y se levanta un andamiaje ya empleado; tal vez fuera abandonado, porque se sabía que ello le conduciría el suicidio. Liquidar, ¡y qué expresivo es este vocablo en su falso sentido! Significa privar de solidez, y se asocia a un derrame general, a una desintegración en la fosa aséptica. ¿Y cómo había sido Gaverin «liquidado»? Se le había facilitado un equipo desde el Departamento V, o bien tenía ya, en el fondo de sí mismo, su propio equipo de liquidación, células o glóbulos, una especie de pequeños gnomos que, un buen día, metódicamente, habían saltado hasta su cerebro, imponiéndose el deber de licuarlo. En un sentido, él carecía de importancia. Habla sido clasificado fuera de servicio, o se había clasificado así él mismo, y la corbata de casa «Hermés», adornada con estribos y bocados de caballos, la corbata sedosa, resbaladiza, ella misma como líquida, le había comprimido la laringe, la faringe, Dios sabía qué, y ya estaba muerto. ¿Durante cuánto tiempo había estado sufriendo? ¿Se mide el tiempo, en esas circunstancias, como el nuestro? ¿Había tratado de asir con el pie el taburete que rechazara? Solo, solo. O quizá no había estado solo, si los especialistas del V le habían ayudado, pero en plena soledad de todas maneras, con el dolor físico de aquella es filmación final… ¿Es lícito desprenderse de un hombre como se desprende un trabajador de una herramienta inutilizada?
—Fui yo —dijo Alexandr— quien le dio aquella corbata.
¿Era esto un signo? ¿Era esto una señal? ¿Habíase querido hacerle comprender algo al utilizar justamente la corbata? Marguerite tendió su enguantada mano y la posó sobre la mano enguantada de Alexandr.
—No es culpa suya, él se habría valido de otra cosa.
La joven se imaginaba que sentía remordimientos. ¿Se equivocaba por completo?
—¿O bien cree usted —inquirió Marguerite— que han sido… ellos?
Alexandr conducía con atención.
«Si hubiera encerrado el “Omega”, habrían podido sabotearlo. Pero ahora ellos no tienen ningún medio de saber, por el momento, que soy yo quien conduce este “Peugeot”. Mañana, pasado mañana, pensarán en indagar los movimientos de Marguerite, mas por ahora estamos tranquilos. ¿Y si hubieran instalado micros en mi despacho? (¡Y qué rápidamente los hombres que eran “nosotros” unas horas antes se han transformado ahora en “ellos”!). En ese caso, saben que he partido en compañía de Marguerite, pero ignoran, en cambio, que viajo en coche, en coche de alquiler, sobre todo. Sin embargo, si poseen contactos en las compañías de alquiler de turismos, que seguramente los tienen…».
Intentó reaccionar.
«¿Es que me estoy volviendo como Gaverin?».
Gaverin se balanceaba al extremo de una corbata. Tal vez no hubiese sido un personaje tan paranoico como se creía. Y Ballandar había sido alcanzado por un pasado que contaba cuarenta años. Y Fourveret habla sido empalado sobre su propia vergüenza y se le había pedido que continuara sonriendo. Todo esto, en un abrir y cerrar de ojos.
En Pontoise:
—Marguerite, tengo que hacer un recado. ¿Quiere usted esperarme en ese café?
Alexandr asió su cartera.
El menudo coronel, todo redondeces, se sintió encantado al ver al señor Alexandr.
—¡Vaya! ¡Pero si hace un siglo que no le velamos por aquí! ¿Quiere usted sacarme de una duda ahora? ¿Fue usted a quien yo vi el otro día en la Televisión, o es que tiene algún sosias? Sin embargo, siempre he creído que usted se llama Rsar, y ellos decían Psar.
Alexandr sintió que se desmoronaba el pequeño refugio de identidad que se forjara allí; tuvo entonces una inspiración:
—Se trata de mí, efectivamente. Sólo que, ¿sabe usted?, yo soy de origen ruso, y en nuestro alfabeto las P son R.
—Usted me dirá qué desea.
El coronel juzgó que no era cortés insistir más, pero las ruedecillas de su cerebro continuaban girando. Pronto llegaría a preguntarle abiertamente: «¿Y cuál es su nombre oficial? ¿El que figura en su permiso de conducir, por ejemplo?». Pero no había llegado todavía ahí:
—¿Quiere munición para tiro con aire comprimido y real, como de costumbre?
—De la primera, solamente. Sufro un poco de reumatismo. Le temo al retroceso.
Ni siquiera sabía por qué no quería tirar con balas.
Sus tres blancos fueron malos. No acertaba a realizar aquella síntesis de la respiración, de la visión y del disparo que proporciona los grupos de impactos más densos. Pero cuando salió de allí llevaba en la cartera su «Smith and Wesson» y la caja de cartuchos 357 magnum con las balas de punta hueca. Carecía de permiso de armas. «Me encuentro en plena ilegalidad», se dijo con sombría satisfacción. ¿Qué probabilidades existían de que la Policía decidiera practicarle un registro? Y el peso redoblado de la gruesa cartera le tranquilizaba. «Por unas horas, por unos días, seré un lobo solitario. Después, ya veremos».
No dependía ya de nadie, y pasada la primera angustia, hallaba aquella sensación exaltante. Consultó su reloj: «La pobre Marguerite me está esperando…». Pero después de haber aparcado el «Peugeot» algo aparte, se tomó el tiempo necesario para abrir la caja, remplazando la munición del 38, que guarnecía ordinariamente su tambor, por seis gruesos, largos, pesados y perversos proyectiles del 357, descubriendo un placer particular en el instante de decirse que sus entreabiertas bocas causarían, de ser preciso, muchos más destrozos que las ojivas puntiagudas.
Marguerite esperaba, prudente, ante una taza de chocolate caliente. Por primera vez en su vida, sin duda, no se levantó al acercársele su jefe, contentándose con sonreírle para no causarle el menor embarazo. Él observó que se había quitado el guante de la mano derecha, y que tenía unas manos sorprendentemente pequeñas para una mujer de tan sólida estructura como era la suya. Alexandr miró su reloj, pues se le habla olvidado ya la hora. Al cabo de unos minutos se sintió rejuvenecido, más flexible.
—¿Chocolate? ¿Le gusta el chocolate todavía? Hace unos cuarenta años que no lo pruebo. Antes me gustaba. Después de todo, ¿por qué no? A ver, camarero, una taza de chocolate, por favor.
El gusto acre, repugnante, le recordó su infancia con una nitidez dolorosa.
—Cuando regresaba del liceo, mi padre no habla llegado todavía, pero dejaba sobre el hornillo una pequeña cazuela esmaltada en blanco y azul, con un desportillado en el borde, que parecía una mancha negra. Yo encendía el gas y me hacía el chocolate, escribiendo uno o dos poemas mientras hervía.
—¿No tenía madre?
—Mi madre murió contando yo dos años.
—Pues entonces no la recuerda.
—No. Me imagino a veces… un tono rosa, un azul cielo… Me forjo ilusiones, seguramente.
—¿Le hablaba su padre de ella?
—Jamás. Y acabo de tomar conciencia de una cosa… Es curioso.
Él se quedó verdaderamente perplejo. La joven esperó largo rato. Luego, dulcemente, se atrevió a preguntar:
—¿Qué es lo que le parece curioso?
Los ojos velados contemplaban cosas que ella no podía ver.
—Mi padre me había enseñado a decir mis plegarias: el Padre Nuestro, el Dios te Salve María, y una oración por los vivos y por los muertos. Yo rezaba por él, por mis abuelos, por otras personas. Por mi madre, no. Por entonces, esto no me sorprendía; pensaba que mi madre era una santa, y que no se reza por los santos. Sin embargo, le hubiera rezado también. Pero ¿por qué mi padre…?
Ella esbozó una sonrisa de tristeza. Alexandr se creyó obligado a preguntarle:
—¿Viven sus padres todavía, Marguerite?
—Tengo a mi madre. Mi padre murió en la guerra de Indochina. Mi madre vive en Lisieux. Por eso voy allí en las vacaciones.
Él no la escuchaba ya. Pensaba en el gran vacío que le rodeaba, y en la expresión rusa que significa que se ha perdido al padre y a la madre: «Un huérfano completo». Sentíase verdaderamente un huérfano completo; girara hacia donde girara se encontraba siempre con la nada. Se apegó a la idea de aquel revólver que todavía poseía, lo mismo que un mendigo se apega a su perro.
—Vámonos —dijo él levantándose.
—¿A dónde?
Como no sabía qué responder, Alexandr contestó:
—A comer.
Él conocía, a orillas del Sena, uno de esos «hostales» a los que los hombres de negocios llevan a sus secretarias, y los médicos a sus ayudantes femeninos. Fourveret había estimado oportuno ofrecerle allí un almuerzo. Había caído ya la noche cuando el «Peugeot» quedó aparcado entre un «Jaguar» y un «Porsche», en un patio encuadrado por construcciones modernas de entramados sobreañadidos. El frío era intenso; la cenagosa nieve se transformaba laboriosamente en hielo; como Marguerite había estado a punto de resbalar, Alexandr la condujo del brazo hasta una escalinata iluminada.
—¿Ha hecho alguna reserva el señor?
—¿Era preciso?
—Estamos en la antevíspera de Navidad, señor.
—Usted sabrá encontramos buen acomodo.
Un suspiro. Unos ojos que se elevan al cielo. ¡Ah, estos clientes! ¡Y qué bien se viviría sin ellos!
—Por aquí, señor.
Alexandr no podía renunciar a la idea de que para él debía haber siempre una mesa reservada en todos los restaurantes, y de hecho, raras veces se había visto obligado a batirse en retirada. Cuando le sucedía esto, sentíase humillado hasta ponerse furioso. De haberle ocurrido tal cosa ante Marguerite… Pero no, todo quedó arreglado. De repente, sintió deseos de (el vocablo se pierde) de «invitar» a Marguerite. Ésta aportaba algo más que una profesional competencia a su trabajo; ella merecía algo mejor que un sueldo.
—¿Vestuario, señor?
Él insistió para ayudar personalmente a Marguerite a desembarazarse de su abrigo, como si se sintiese celoso de tal privilegio, y luego dio la espalda al maïtre-d’hótel para que le ayudara a quitarse su «Burberry». Nada le irritaba más que aquel servicio a medias, vulgar, que consiste en desvestir a los clientes y avanzar sus sillas, pero dejando luego que los cochinos de los «paganos» se las arreglaran solos.
—¿Me da usted su cartera, señor?
—Sí… No. Prefiero tenerla aquí, conmigo.
La dejó apoyada contra una de las patas de su silla. Por suerte, era bastante sólida en cuanto al cuero que la recubría y las cerraduras, tanto que el peso del revólver podía pasar inadvertido; sin embargo, no había que llamar la atención. La imaginación de Alexandr no descansaba: en una prisión francesa, ¿se encontraría al abrigo de sus amigos?
Marguerite pidió un oporto, y le fue servido uno que tenía cincuenta años, y Alexandr bebió un single malí apenas refrescado. La sinfonía en blanco y negro de los servidores y los manteles crujientes por el almidonado, el fuego que zumbaba en la falsa chimenea medieval, contrastaban deliciosamente con la visión del hielo aguanoso del exterior.
—Me dijo usted hace un rato… Quizá no le he comprendido bien. ¿Ha escrito poemas?
—¡Por docenas! Yo me tenía por un poeta.
—¿Y ya no los escribe? Es una lástima. Evidentemente, no dispone de tiempo.
¿Se imagina ella que se escribe porque se tiene tiempo, simplemente?
—Lo que a mí me falta es talento, Marguerite. Yo creo ser un agente —titubeó ante la palabra «literario»— bastante bueno, pero ¿un escritor? No. Para eso es preciso cierta falta de pudor, sentir poco respeto por uno mismo.
Alexandr puso cara de disgusto.
—Verdaderamente, no es un oficio…, ¿cómo decirlo…?, limpio. Sobre todo desde los románticos: ¿escupir en el pañuelo y plantificarlo bajo la nariz de las gentes con la esperanza de que habrá sangre encima? No, gracias.
Los menús estaban encuadernados, mostrando caprichosos escudos de armas grabados en el cuero.
—¿Por qué va usted a empezar, Marguerite?
Ella vaciló, molesta por la ausencia de precios.
—Una sopa, quizá…
Alexandr adivinó que trataba de que aquello le costara lo menos posible.
—¿Quiere que sea yo quien encargue sus platos?
Compuso un menú principesco, pidiendo un «dom Pérignon» para el foie-gras, un clos de la pucelle para los cangrejos, un grands-éche-zeaux para el faisán. Obligó a Marguerite a comer queso cuando ya no tenía hambre, y le hizo tomar un sorbete de pasionaria para terminar. Él comió con buen apetito. Sí, él no había tenido hijos; sí, él había sido traicionado por los suyos; sí, él había luchado contra Francia, y Francia le servía lo que tenía de mejor. Un humor agresivo se le subió a la cabeza.
—Hábleme de usted, Marguerite. Esto es ridículo, llevamos veinte años trabajando juntos y no sé nada de usted. ¿Tiene hermanos, hermanas?
La joven le contó su vida. Su padre, un suboficial, había sido muerto por el enemigo; la madre, profesora de dactilografía; ella, hija única; buenos estudios de carácter modesto; conocimientos de Derecho; la madre enferma; necesidad de trabajar, alegremente aceptada; dos empleos solamente antes de ser contratada por la agencia Psar.
Alexandr la miraba más que escucharla. Le gustaba la forma en que sus dedos, de uñas cuidadosamente oval izadas y enrojecidas, se ceñían sobre el vaso de borgoña blanco. La chica, pese a provenir de un medio pequeñoburgués, tenía calidad. Vestía muy bien, se comportaba de modo normal y hablaba casi correctamente. No estaba deslumbrada por el restaurante, y sobre todo no jugaba a maravillarse por cualquier cosa. La interrumpió en mitad de una frase:
—¿Y no ha pensado usted nunca en casarse, Marguerite?
Ella había amado a una persona. Hacía de eso mucho tiempo. Era un hombre casado. Con hijos. «No me gustaba la idea de que alguien pudiera decir que había robado algo a otra persona». Y después, sonriente:
—Yo soy feliz así.
Y finalmente, en voz más baja:
—Soy feliz en su agencia.
—No sé —Alexandr lo sabía muy bien— si le he dicho alguna vez cuánto le debe la agencia, Marguerite. Nunca habríamos logrado triunfar sin usted.
—¡Oh, sí!
—No, no. Nos habríamos hundido más de una vez.
¿Qué significaba aquel «nos» de majestad, del que, aparentemente, Marguerite estaba excluida? Ella lo tomó, asociándosele alegremente:
—Sí, nos han dado golpes duros. Una o dos veces, como mínimo, pero siempre hemos salido airosos de ello, y usted, de todas maneras, también habría salido de apuros solo. O con cualquier otra secretaria.
Después de haber consumido sus cafés, él pagó en metálico, para no dejar rastros de su paso. Afuera había también una sinfonía en blanco y negro: el cielo estaba negro, y la tierra blanca, y los entramados lo cebraban todo. Sin saber por qué, Alexandr se encaminó al Sur. Rodaron largo rato sin pronunciar una palabra.
«¿Por qué el Sur? —se preguntaba Alexandr—. ¿Porque el mapa ofrece un espacio más vasto por ese lado, o porque he adquirido el hábito de marchar en tal dirección con Gaverin, o bien es que me siento atraído por el olor de su cadáver, igual que el asesino, según se dice, se siente atraído por el lugar del crimen?».
El calor de la pequeña celda oscura lanzada al frío como una astronave al cosmos, este calor que Alexandr y Marguerite compartían, disolvía poco a poco determinados obstáculos que les separaban.
—Ni siquiera me ha preguntado usted a dónde vamos —dijo Alexandr.
Ella miraba al frente, el mentón hundido en la piel. Y respondió ahora:
—Me da igual.
Alexandr pensaba en el chocolate que había tomado hada poco, y en los recuerdos que entonces habían afluido a su mente. La pequeña cazuela esmaltada. Más tarde, durante la velada, la llave de su padre en la cerradura. En los últimos tiempos, antes de lo del hospital, la llave tanteaba largo rato antes de encontrar el ojo de la cerradura, y la boca de Dmitri Alexandrovich exhalaba un tufo a vinazo recocido, que él notaba al ir a darle un beso. Todo esto formaba en su memoria una constelación épica, con suelas perforadas, resfriados derivados de esto, el descubrimiento del ritmo magistral del hexámetro ruso, el perfil de una vecina percibido a contraluz en una ventana del otro lado de la calle, y el picante misterio que rodeaba sus citas periódicas con Iakov Moisseich. Se acordó de repente de la prueba que el cálido pero irónico Iakov Moisseich le había impuesto: no ser nunca el primero y colocarse tan cerca del primero como le fuera posible. Pensó en ello de nuevo, experimentando un gran disgusto por sí mismo. Tales ejercicios, que la aseesis de una caballería había justificado, no eran más que vejaciones. Unas vejaciones soportadas para nada.
Esta palabra, «nada», le impresionó. Desde hacía treinta años, vivía para algo en lo cual había creído, pero cuya existencia ahora, repentinamente, le parecía dudosa. ¿Rusia? La de su padre, pues de ella había salido; la de su hijo, de haber tenido uno, ya que allí habría nacido él. E incluso, de haber sabido que una hijita castaña, salida de sus riñones, hubiera aprendido aquel día sus primeras aleluyas a la gloria de Lenin.
Quan Lénine était un petit gargon,
Dans ses bottes de feutre il mettait du son[10]…
Él habría continuado creyendo en Rusia, no a causa de Vladimir Ilich, naturalmente, que no le era nada, sino por esta Historia encarnada. Imaginándose estéril, le pareció que toda Rusia no era otra cosa que un mito sangriento. ¿Quién le demostraba que Piotr y todos los Iván y todos los Kurnossov venían verdaderamente de ese reino de más allá de los cuarenta reinos? Piotr no se llamaba Piotr, ni Iván Iván, ni algunos de los Kurnossov Kurnossov. Rusia, una séptima parte de las tierras sumergidas, no se encontraba ya, quizás, emergida por entero; por efecto de un maremoto, las aguas habíanla recubierto, con sus abedules blancos y sus lobos grises, con sus bulbos dorados y sus llanuras infinitas, y los hombres para quienes él trabajaba venían de otra parte, de otro planeta. O bien el loco de Kurnossov tenía, a fin de cuentas, razón, y los agentes de la KGB no eran en último término otra cosa que subagentes de la conspiración universal de los Usureros. ¡La KGB una cobertura!
Le ocurrió a Alexandr, poco más o menos, lo que le sucede al adolescente que siempre ha eneldo en Dios por el hecho de ver iglesias, santas imágenes, crucifijos, sacramentos, y que descubre luego que todo eso no prueba nada, que esto puede ser tan sólo una puesta en escena a gran escala. Se le había hablado de cierta Rusia cuya existencia se suponía en alguna parte del mundo, y él había deducido de ello que otra Rusia, eterna, esencial, lucia en algún punto por fuera de aquel. Pero ¿qué sabía de todo eso en definitiva? Y si venía al caso, ¿en qué sentido le pertenecía? ¿De qué manera estaban ellos unidos?
Un pensamiento horrible le asaltó. ¿Qué somos nosotros? Lo que comemos. Por esta razón, los cristianos comen d Cristo, para convertirse en Cristos. Ahora bien, aparte de unos litros de vodka, de algunos canapés de caviar, ¿qué habla consumido él que fuese un producto de su tierra ancestral? No se había sentido jamás francés, pero todas las moléculas que constituían su cuerpo habían salido de ese humus. No, todas no. Habla habido en la base dos gametos que se fundieran en uno, y que provenían de otra parte. ¿Y el resto? Esta célula original, suponiendo que existiera todavía de alguna manera, se encontraba en exilio en d gran cuerpo de Alexandr, un cuerpo alimentado con harinas francesas, con carnes francesas.
Claro, había la lengua, la civilización, ciertas modalidades del pensamiento, la herencia, vamos, y la fidelidad. Pero ¿la fidelidad por sí misma?
Comprendió entonces, como en un relámpago, el paradójico ideograma de su destino.
Había nacido traidor.
Era el traidor puro, absoluto, aquel que no tiene motivo ni recurso. Había traicionado a Rusia al nacer en Francia, había reincidido al comer a Francia. Traicionaba a la Francia que comía soñando con Rusia.
Al ponerse al servido de los bolcheviques, Alexandr, y su padre antes, habían renegado del espíritu de toda una civilización y de la casta que la fundara (no la clase, Alexandr rechazaba siempre en d fondo de sí mismo un vocablo tan característico del dómine pedante que lo lanzó); pero esta casta, esta civilización, habían cubierto su período de tiempo, y el viudo que vuelve a casarse no es adúltero; esta traición, si la había, era sólo algo accidental, oportuno, de pura forma, sin consecuencia. La otra —nacer en otra parte— no dependía de una elección, rebasaba la tentación como el juramento de fidelidad, y no resultaba en nada mitigada por el hecho de que Alexandr hubiera creído que vivía únicamente de aquélla.
Fidelidad, en primer lugar, a una esperanza: «volver» al paraíso de donde creía provenir, una fidelidad que imponía mil sacrificios, que atraía mil vejaciones, procurando satisfacciones exclusivamente internas. Y luego, fidelidad a un recuerdo imaginario: esta civilización muerta y enterrada, que d mismo Alexandr no había conocido, pero quien se consideraría deshonrado de renegar de ella, fidelidad todavía gratuita pues, inmolación gloriosa, pero estéril, de un vivo a una bella difunta. Finalmente, más allá de la renegación, fidelidad a un porvenir descontado, menos desinteresado que los precedentes, pero expresándose de igual manera: aislamiento, crispación sobre una fecundidad dolorosamente contenida, exilio deliberado. Así había sido como se convirtiera en el negativo de sí mismo, por decirlo de este modo.
«Yo no sé qué es vivir como pez en el agua».
Y todo eso, ¿para qué?
«Supongo que yo quería dar una lección de fidelidad a Dios».
Dios, como muchos príncipes, es conocido por abandonar a sus fieles. Los ejércitos blancos se lanzaban al asalto orando, las banderas desplegadas, y se hacían abatir por los fusiles ametralladores del blasfemó. ¿Dónde estaban las legiones de ángeles y arcángeles que hubieran podido acudir en socorro de los soldados de Cristo? Una vieja historia, el mismo Cristo no habla sido socorrido.
Ahora bien, desde el momento en que Alexandr había puesto su mano en la mano de los enemigos de Dios, habíase sentido protegido, encordado. Pitman le había dicho, sonriendo: «Ya lo verá, Alexandr Dmitrich, usted que es latinista: KGB, patria nostra. Cuando tuvo necesidad de ejercer presión sobre Fourveret, sobre Ballandar, le habían facilitado los medios. Lo mismo había ocurrido cuando decidiera hacer salir airoso a Blun de sus cometidos; en veinte ocasiones, cuando había pedido que se diera un golpe de mano, el golpe de mano se había dado, siendo siempre eficaz, y, llegado el caso, fulminante, aterrador. ¿Qué había pasado, pues, ahora? ¿Habíase fingido, simplemente, que se le admitía en aquel cuerpo, o bien ocurríasele al diablo que debía abandonar a los suyos?».
Alexandr rodaba lentamente, y se convenció de que era por prudencia, porque la calzada no ofrecía un agarre seguro al dibujo de los neumáticos; la verdad era que no sabía adónde dirigirse. Asimismo, en lugar de enfilar la autopista había escogido la carretera nacional, para ganar tiempo yendo despacio y decidir cuál sería su punto de destino. El reloj del salpicadero lucía en la oscuridad, indicando que eran más de las tres. Alexandr se dijo que tenía sueño, preguntándose qué haría. De repente, se acordó de la mujer que estaba sentada a su lado.
Su primera reacción fue de enfado. Ya tenía bastantes preocupaciones para además proporcionarse ésa. Luego, se dijo que se trataba de Marguerite, que ella siempre le había allanado el camino. Marguerite había recostado la cabeza en el respaldo de su asiento, y sus cerrados párpados, finamente orlados de azul —había rehecho su maquillaje por la tarde, en el hostal—, oponían su noche a la noche. Su respiración era suave y regular.
«Pobre pequeña», pensó Alexandr, con un enternecimiento del que él mismo se sorprendió.
Pensó, reconocido, en sus veinte años de atención, no gratuita, sino fecunda, en lo que valía más, aquel roce continuo con lo real, en todos aquellos inteligentes esfuerzos, consagrados, aparentemente, a la prosperidad de la agencia Psar…, en realidad, al triunfo de la KGB. Marguerite no habría sido más que otro relé entre tantos.
Poco a poco, precavidamente, orientóse hacia el arcén. Marguerite abrió los ojos.
—Vamos a dormir un poco —dijo Alexandr en voz baja—. Serla una tontería continuar. Voy a hacer bascular su asiento.
Ella le dejó manipular las palanquillas, quedándose acostada sin haber tenido que cambiar de postura. El motor seguiría en marcha, ya que necesitarían la calefacción. Alexandr apagó las luces de los faros, atrajo hacia él la cartera de mano y la entreabrió. Luego, hizo bascular su propio asiento y, habiendo colocado la cartera sobre sus rodillas, introdujo la mano en el interior, oprimiendo la gruesa culata de madera cuadriculada. Le divertía jugar así al aventurero. «Usted hará la guerra», le había dicho Pitman hada tiempo ya. Pero no había hecho la guerra que soñara. Cerró los ojos y se hundió en d sueño. Las últimas imágenes que desfilaron ante el fueron las del juego de ajedrez electrónico, que dejara en marcha aquella misma mañana. Se preguntó si el ordenador habría jugado la torre o el alfil.
A pesar del ronroneo de la calefacción, fue d frío lo que le despertó. Comprobó con sorpresa que su enguantada mano de antílope sostenía la menuda mano de Marguerite en su guante de cabritilla. No recordaba haber cometido esta incongruencia, asir la mano de su secretaria.
Había cometido otra mayor. Dormir al lado de otra persona, por casta que sea la acción, presenta riesgos cósmicos incalculables. En apariencia, cada uno retrocede en sus sueños hasta el punto en que se enclaustra durante tanto tiempo como dura el sueño, prisionero de su fortaleza, guardián de su prisión. Pero ¿cómo saber qué ocultas influencias dos durmientes paralelos ejercen mutuamente? ¿Qué desvíos mutuos de fantasmas pueden tener lugar entre ellos? Y sobre todo, cuando se duerme, ¿cómo estar seguros de que el otro no fija en nosotros la más indiscreta de las miradas, indiscreta por d hecho de que no podemos devolverla? Dormir al lado de alguien es, ciertamente, ponerse a su merced, y, sin haberse preguntado jamás por qué, a Alexandr siempre le habla repugnado quedarse dormido al lado de sus amantes esporádicas. En las raras ocasiones en que había recibido a mujeres en su apartamento, habla optado casi siempre, aunque le costaba hacer un gran esfuerzo, por instalarse en el diván del salón, cerrando la puerta de la habitación con llave, a fin de que «la comedianta» de turno no pudiese gozar del espectáculo de su rostro dormido. «¿Cómo voy a tolerar que otra persona me vea como no me he visto jamás yo mismo?». Alla había sido la única mujer con la que renunciara a aquellas precauciones.
Habría podido sentirse humillado o irritado por haber aceptado aquel riesgo. Marguerite no significaba nada para él. Ahora bien, la joven le había visto preocupado, perplejo, fatigado, triunfante, y hulera podido sentirse también avergonzado por haber compartido con ella esas horas de olvido. Pero no, tal intimidad redoblada no le pesaba. Cerró su cartera de mano y enderezó su sillón, dejándolo vertical.
El parabrisas había quedado tapado por la nieve. Las escobillas del limpiaparabrisas se estremecieron, pero se negaron a funcionar. Alexandr manipuló en el mando del cierre de la portezuela, abriéndola y sacando los pies. Hundióse en la nieve hasta el tobillo.
El paisaje que le rodeaba le encantó. Parisiense inveterado, no había visto nunca nada semejante. Unas ondulaciones deslumbrantes en su blancura, diversas protuberancias y abultamientos, una especie de suaves senos, ocultos a medias… De los árboles, negros, sin hojas, se habría dicho que eran monigotes dibujados por un niño: un trazo para el tronco, dos para las ramas. Un silencio sorprendente. Unos matorrales de hojas abatidas por el peso de la nieve bordeaban la carretera. A través de la inmensidad de un campo, la huida diagonal y cuneiforme de una liebre.
Alexandr respiró profundamente.
A lo lejos, descubrió la A mayúscula de un campanario, dominando algunas casuchas.
Marguerite estaba dentro del coche, invisible como bajo una tienda de campaña.
Alexandr dio dos o tres pasos. Tenía frío. Comenzó a abrir y cerrar los brazos, alcanzando los bordes de su espalda, como, al parecer, tiempo atrás, hacían los cocheros de punto: el brazo izquierdo por arriba y luego el derecho, alternándolos. Esta gimnasia se la habla enseñado su padre. Poco a poco, Alexandr iba acelerando la cadencia. La sangre comenzaba de nuevo a circular por sus miembros. Un grumo de nieve se desprendió de una rama, cayendo sobre su nariz. Esto le hizo reír casi sonoramente.
«¿Dónde estoy? No lo sé, en absoluto. Sería verdaderamente cosa del diablo si ellos lo averiguaran».
Jamás se había sentido libre.
«Es la primera vez».
Se frotó el rostro con un poco de nieve, recuperando espontáneamente irnos gestos ancestrales. Comió nieve, bebió nieve.
Abrió la portezuela. Marguerite se pasó los dedos por los párpados.
—Buenos días, Marguerite.
—¿Dónde estamos?
Él rió.
—No tengo la menor idea.
La joven se incorporó, volviendo el espejo retrovisor hada ella.
—Tengo el aspecto de un monstruo.
—No he notado nada. Pero si desea refrescarse un poco, frótese la cara con la nieve. Es lo que yo acabo de hacer. No hay nada mejor.
Ella se aventuró afuera, con un paso vacilante. Cuando volvió sobre sus pasos, las mejillas le brillaban. Habíase aseado valiéndose de la nieve. Marguerite se echó a reír, un poco avergonzada y casi coqueta.
Alexandr quitó la nieve del parabrisas con d borde de la mano. Se había quitado el guante para notar la mordedura del frío. Accionó d mecanismo de descongelación. Los limpiaparabrisas se pusieran en movimiento.
—Marguerite —dijo él, una vez se encontraron instalados de nuevo uno al lado del otro—: todo esto debe de antojársele de lo más absurdo, a usted, que es tan… ponderada. La verdad… es que no puedo decirle la verdad. Pero usted no querrá, ¿no es así?, que yo corra los mismos peligros que Gaverin. Por este motivo andamos de un lado para otro, un poco como los gitanos. Dentro de uno o dos días, veré más claro. Ahora, si lo desea, puedo llevarla a una estación…
Ella, las mejillas enrojecidas, la nariz brillante, contestó:
—Yo encuentro todo esto divertido, señor.
¿Era la primera vez en su vida que ella utilizaba esa palabra? En todo caso, reía de buena gana, asombrada de verse en una situación nada corriente, y todavía más extrañada de parecerle tal hecho gracioso.
—Bien. Ahora vamos a desayunar. No nos queda gasolina. Espero que demos con una gasolinera cerca, para que el coche pueda desayunar también.
La aventura, trágica ayer, adquiría esta mañana aires de escapada. El mundo mítico-real de la KGB se difuminaba. A veces soñamos que nos ha ocurrido una gran desgracia, despertándonos posteriormente. Éste, poco más o menos, era el estado espiritual de Alexandr. Su pesadilla había durado treinta años.
Dieron con una aldea en la que la bomba suministradora de gasolina era accionada por una especie de bruja matinal, que era también la encanada de la cafetería.
—¿Café, señor, señora?
—¿Tiene usted chocolate? —preguntó Marguerite.
Y Alexandr también quiso chocolate, sin saber por qué.
Ya instalados nuevamente en el coche, y habiendo enfilado hacia el Sur, para alcanzar un punto de destino todavía desconocido, Alexandr se puso a hablar de su infancia, como si continuara una meditación interrumpida.
—Era extraño aquello de crecer como un pájaro en el agua, como un pez en el aire. Y si esta cosa tan extraña hubiese procedido sólo de mis camaradas… La verdad era que el mundo entero se me antojaba retorcido, estúpido. Siendo yo pequeño (usted ya no ha llegado a conocer eso, Marguerite), todas las lecciones de los manuales finalizaban con un resumen que había que aprenderse de memoria. En particular, las lecciones de Geografía. «Inglaterra es una isla que produce mucho carbón…». No sé más. Pero aún recuerdo el resumen sobre Rusia, porque me lo aprendí de memoria y me negué a recitarlo: «Rusia es una vasta llanura, rica en trigo, habitada por un pueblo bárbaro». ¿No me cree usted? Sin embargo, es la verdad. Y para mí era importante conseguir buenas notas, lograr muchos puntos positivos. Pero sentía por dentro que no podía pronunciar aquellas palabras. Leí el texto, en voz muy baja, a mi padre. Me dijo: «Si tú recitas esto, te deshonras». ¿Cuántos años tenía yo? ¿Siete? Demasiado pronto para deshonrarse uno. Le dije a la profesora: «Esto que figura en el libro no es cierto». Ella no comprendía nada; ¿un chico como aquél, tan educado, tan estudioso? ¿Adoptaba una actitud rebelde? Fui castigado, con más dureza que la empleada con los malos estudiantes habituales. Este castigo me hizo sufrir, pero lo aguanté, con los dientes apretados, orgullosamente. Me consideraba un mártir. En cierto modo, lo era. Aquel mes no fui el primero, pero no declaré que mi familia estaba compuesta de bárbaros.
»Había, además, ¡la tortura del “Larousse”! Se me habla enseñado que Rusia tenía más hombres de genio que los demás países. Me hallaba dispuesto a reconocer que existía en eso una exageración, pero reivindiqué a algunos de ellos. Y el maravilloso “Larousse”, que en lo tocante a todos los temas me procuraba tantas informaciones deliciosas (me acuerdo de las biografías de Archias, de Damodes, de Bonchamps, de Aster…), ¿sabe qué decía acerca de Rusia?
Alexandr continuaba conduciendo a la ventura, creía, y entonces unos fragmentos de frases que le habían atormentado cuarenta años antes surgían intactas en su mente.
—Kutuzov, por ejemplo. Para nosotros era un semidiós, y no hay más remedio que reconocer que castigó a Napoleón. Pues bien, el «Larousse» saldaba su cuenta con concisión: «Kutuzov (Michel), general ruso, vencido en el río Moskova». Esto era todo. ¡Y qué decir de Suvorov, a quien el «Larousse» se obstinaba en llamar Suvarov! Por toda hazaña, habla sido «derrotado por Masséna en Zurich». ¡Y lo de Mussorgski, que llevaba el inverosímil nombre de «Petrovich»! ¡Y lo de Alejandro I! ¿Sabe usted qué fue lo que hizo de notable? ¡«Luchó contra Napoleón, quien lo derrotó en Austerlitz»! ¿Cómo cree usted que un chiquillo exiliado soporta esto, cuando es apostrofado todos los días por sus camaradas: «¡Sucio rusote! ¡Vuélvete al sitio de donde viniste!»?
Marguerite le escuchaba sin formular un solo comentario, pero dividida, se adivinaba, entre la piedad y la indignación. ¿El señor, su señor, había tenido que sufrir indignidades semejantes? Alexandr se expansionaba más y más en la tibieza de aquella deferente simpatía.
Las carreteras, sin embargo, tienen sus fatalidades, y la suya, tras haberle hecho pasar delante de den carteles que no tenían significado alguno para él, nada en todo caso de que tuviera conciencia, lo llevó por fin ante un nombre de santo que le recordaba algo: Saint-Yrieix. Alexandr ignoraba qué había hecho Yrieix para llegar a santo, pero se acordó de que había pasado por allí dos meses antes en compañía de Gaverin y un agente inmobiliario. Muy cerca de aquel lugar se encontraba el castillo rodeado de verjas que Gaverin había estado a punto de comprar, y que, además, tanto agradara al propio Alexandr. No lo sabía aun, pero un esbozo de proyecto estaba forjándose en su mente. De momento, él, simplemente, experimentó el deseo de volver a ver el castillo.
—¿No le molesta a usted, Marguerite, que demos un rodeo?
¡Como si se pudiera dar un rodeo cuando no se va a ninguna parte!
No tenía el hábito de orientarse en el campo. Además, la nieve había modificado todos los puntos de referencia que hubiera podido haber. Pero logró, sin embargo, localizar el pueblo que buscaba: una calle grande, una iglesia romana, torpemente reconstruida en el siglo XIX, una cabina telefónica en la pequeña plaza, todo arropado por la nieve y desierto, aparentemente. Tras la introducción de la Televisión en la vida corriente, las casas de las aldeas ya no se abren, por lo que se ve, más que hacia dentro, y los transeúntes han desaparecido. El castillo debía de quedar a la derecha, o a la izquierda, quizá, pero mucho más lejos.
Alexandr rodó aún a lo largo de otros dos kilómetros. A la derecha comenzaba una avenida de grandes y majestuosos árboles. La nieve, aquí, era perfectamente virgen, inmaculada.
Enfiló la alameda, estriada por carriladas con crestas de tierra negra, helada. La verja de la entrada, herrumbrosa, pendía entre dos pilares de obra que carecían de gracia, pero no de dignidad. La llave debía de haberse extraviado, o bien había dejado de funcionar la cerradura, ya que alguien había pasado una cadena con un candado por entre los barrotes. Alexandr se acordó de que al agente inmobiliario le había costado trabajo abrir aquél.
—¿Son amigos suyos los habitantes de esta casa, señor?
Él sacudió la cabeza. Se había olvidado del candado. La verja, entre los pilares, tenía tres metros de altura, y cada uno de sus barrotes terminaba en una especie de punta de lanza. Alexandr se apeó del vehículo. El castillo (torres, gabletes y pequeños pináculos) se elevaba al otro lado de una extensión de césped de forma ovalada invadida por hierbajos e incluso pequeños matorrales, apareciendo todo ello helado, nevado, haciendo pensar en los listados y trazos de un dibujo en blanco sobre papel negro. Soplaba un viento frío y constante. De vez en cuando, una pesada masa de nieve se desprendía de una rama alta, abatiéndose contra el suelo lentamente, sin ruido, igual que en un filme al ralentí al cual se le hubiera quitado el sonido. Diez minutos antes, Alexandr hubiera podido prescindir de enfrentarse con aquel castillo, pero ahora no; ¡no iba a darse por vencido ante una vieja verja! La furiosa obstinación que le hiciera triunfar en los negocios entró en acción ahora.
Primeramente, probó suerte con su personal juego de llaves en el viejo candado, cuyo robín le ensució los guantes. Un trabajo en balde. Marguerite le entregó las suyas.
—No se quede ahí en la nieve, Marguerite, se va a mojar los pies.
Las llaves de apartamento, evidentemente, no servían. Él buscó una piedra bajo la nieve, y, adivinando sus propósitos, Marguerite se puso a ayudarle. Le encontró una, voluminosa y en punta. Alexandr se ensañó con la cadena, pero sin resultado. Veníanle a los labios palabras fuertes, pero las rechazaba. Terminó por propinarse un fuerte golpe en el pulgar, conteniendo entonces un grito.
—Tal vez pudiera usted ver el castillo de nuevo cuando se encuentren en él los propietarios —sugirió Marguerite.
—Yo lo vi bien en su día ya. Lo que deseaba era enseñárselo a usted. No sé por qué, además, pero no quiero que se diga que por una maldita verja…
Alexandr se sabía pueril en esta circunstancia; esto no le molestaba, valía más ser pueril hasta el último extremo que retroceder ante una dificultad.
Comprobó que el gozne inferior de la izquierda estaba roto. Intentó, pues, empujar la verja por ese lado. La nieve, compacta, oponía resistencia. Se puso entonces a despejar aquel punto con las manos, y Marguerite, en cuclillas a su lado, le ayudó. Una vez hubieron abierto un surco suficiente, él elevó ligeramente la verja y, empujándola hacia delante, la apartó del pilar, tanto que Marguerite logró deslizarse en el parque andando a gatas. Fue ella quien mantuvo luego la verja apartada, y Alexandr, arrastrando tras él su preciosa cartera, pasó dentro a su vez.
Marguerite, desentendida ya del obstáculo metálico, rió alegremente. Él intentó limpiar sus ropas; la joven estaba cubierta de nieve y de herrumbre.
—Déjelo estar. Mi abrigo está ahora en condiciones de hacer un viaje a la tintorería. En cuanto a usted… ¡Oh, Dios mío!
La joven compartía el horror que inspiraba el motivo impreso en el gabán completamente nuevo de su jefe con la sorprendente imagen que de él se le ofrecía a la vista, cosa que terminó osadamente por expresar:
—Se diría que le han pasado a usted por la parrilla, señor.
El castillo era un feo caserón del siglo XIX, dotado de falsas almenas y falsos matacanes, pero había en él, al mismo tiempo, algo de macizo y señorial, que no dejaba de convencer. Se experimentaba la impresión de que la sociedad que había puesto aquel grueso y anguloso huevo creía en sí misma, en la perennidad de las instituciones y los caracteres adquiridos. Era, claro está, una obra de arte del bovarismo, pero el bovarismo, pensó Alexandr, no era malo en su totalidad: ofrece la gracia de ciertas nostalgias, de ciertos arrepentimientos.
Una gran escalinata con una decena de peldaños conducto, entre dos pesadas barandillas de balaustres, hasta una puerta esculpida. El viento había amasado una montaña de nieve en la paute de la izquierda. El rincón de la derecha se encontraba casi despejado. La puerta, evidentemente, había sido cerrada con llave.
—Espéreme.
Con la nieve hasta las rodillas, Alexandr dio la vuelta al castillo, intentando primero trepar hasta una ventana; luego, intentó forzar una puerta de servicio, fracasando en su empeño. Una esperanza le asaltó al llegar a la terraza que se deslizaba a lo largo de la techada posterior, y a la que daban cuatro puertas-vidrieras; le bastaba con romper un cristal, e incluso, de ser esto insuficiente, un marco; sentíase en terreno conquistado. Pero los postigos interiores le desanimaron. Dio la espalda al castillo y contempló el estanque, con el agua helada, de un blanco cenagoso, la nieve rastrillada por el viento, jardinero a base de violencias, y el escalonamiento de los macizos y bosquecillos, que habían crecido desproporcionadamente, irreconocibles, descabellados, tomando la jungla primaría posesión de nuevo de aquel lugar, que pese a todos sus desaciertos y falsas gracias había respondido anteriormente a determinado orden, a una idea, por tanto.
El terreno estaba en pendiente, hasta tal punto pronunciada que la parte posterior del castillo contaba con un piso más que la delantera. En uno de los laterales, Alexandr encontró una puerta de acceso al sótano así formado. Un leve empujón y se adentró en un vasto local rectangular, enlosado, mal iluminado por tres ventanas, cada una de las cuales tenía la forma de un semicírculo. Esto debía de haber sido el antiguo invernadero de naranjos. Echó a andar entre el polvo y la penumbra, y a la derecha encontró una escalera de madera por la que subió, la mano puesta sobre una barandilla hecha simplemente con un calzo colocado sobre tres montantes. Llegó así a un pequeño balcón que estaba como suspendido sobre el invernadero. Una puerta permitía el acceso a una pieza, en la que entró. Unos resplandores verdosos dispuestos por filas, con espacios entre ellos, le hicieron saber que se hallaba en la cava del vino. Sopesó varias botellas; estaban vacías. Comenzó a recordar aquel sitio. Gaverin había pensado que deseaban venderle aquellas botellas vacías por llenas, y se creyó autorizado, en consecuencia, a hacer bajar el precio. Alexandr regresó al balcón interior. Tras la cava, completamente a oscuras, le pareció que en el invernadero había cierta claridad. Unas telas de araña encortinaban las ventanas, flotaban sobre las pantallas, en forma de platos invertidos, rellenaban los ángulos de las piedras. Dio con un interruptor y lo hizo girar, pero no se encendió ninguna luz.
Volvió a descender, atravesando el invernadero de un extremo a otro. En un sombrío rincón localizó otra escalera, ésta de piedra, iniciándose bajo una bóveda de medio punto. Empezó a subir paso a paso, peldaño a peldaño; sabía que nada tenía que temer, pero, con todo, mantenía la mano derecha en la cartera, que sostenía con la izquierda. Terminó por prescindir de esta pequeña precaución, y entonces, abiertamente, retiró el revólver de la cartera, avanzando con el arma empuñada, lo mismo que un chiquillo jugando a la guerra.
La planta a que fue a parar se componía de vastos pasillos, vestíbulos y salones que se comunicaban. Debía de haber sido agradable recibir allí… Alexandr pensó en los nuevos ricos, gente bien educada, que debían de haber construido aquel castillo, para invitar a la nobleza de los alrededores, y también para hacerse de un nombre, en plan de burgueses ansiosos y satisfechos. Los gentileshombres, sin dejar de tomar a sorbitos el vino de Madeira del dueño de la casa, se burlarían de él, o intercambiarían informes confidenciales sobre las dotes de las burguesas. Los parqués rechinarían, las puertas gemirían, un artesonado, de habitación en habitación, se sucedería a otro. En suma, Alexandr gustaba de aquel gigantismo burgués que databa de una época en que la nobleza sólo aspiraba a lo bello, en que la burguesía habla sido capaz únicamente de ver lo grande. Ahora, la primera estaba sumida en la desesperanza, y la segunda en la ruina. Les estaba bien empleado; el que no cree en sí mismo, que perezca.
Antes de visitar el primer piso, Alexandr volvió a poner el revólver en la cartera, yéndose en busca de Marguerite, quien también había estado inspeccionando el castillo, pero deteniéndose frente a la puerta del invernadero. La asió de la mano para guiarla por aquel laberinto, deambulando primeramente por las cavas y los cuartos de calderas, pasando a la planta baja, donde abrieron los postigos, haciendo penetrar unos biseles de luz por aquí y unos paños de luz por allá. Luego, en el primer piso, fueron pasando de habitación en habitación, curioseando en los armarios, dando con fotos con las esquinas rotas, y con botones de libreas, quedando sorprendidos ante las bañeras metálicas, montadas sobre sus patas leoninas, yendo a parar posteriormente al granero, estornudando a cada paso, y quitándose las telas de arañas que se les pegaban a los cabellos.
—Jamás había visto una casa como ésta —declaró Marguerite.
Alexandr abrió un grifo. Nada salió por él; sólo pudo percibirse un olor a herrumbre.
Una idea germinaba en él. Los dos o tres días de tiempo que necesitaba para disponer de cierta perspectiva, para reflexionar, ¿por qué no pasarlos allí, un lugar a donde nadie iría a buscarlo? ¿Cuántas probabilidades había de que un agente inmobiliario decidiese visitar aquella construcción en pleno invierno? Y si se daba el caso de que, por cualquier azar inimaginable, se presentara un comprador… Bueno, pues nada, con unas palabras de excusa y una pequeña indemnización quedaría saldado el asunto. ¡Y qué maravillosa experiencia sería la de instalarse allí, como un Robinson en su isla!
¿Y el agua? Tenían nieve. ¿Y el fuego? Allí había todo un parque cubierto de leña. ¿Los víveres necesarios? Limoges quedaba a veinte kilómetros de distancia.
Le asaltó una duda. Cada vez que, en su infancia, intentara asociar un camarada a un proyecto alocado, había sufrido una decepción: era peligroso, aquello no marcharía jamás. Esto tenía poco de gracioso. Ahora bien, a partir de cierta amplitud, los juegos solitarios no bastan; es precisa una complicidad. ¿Sería capaz Marguerite de convertirse en el camarada indispensable? ¿O se pondría a reclamar en seguida un servicio de calefacción central y medias de recambio? Por otra parte, ¿no se salía de su papel de jefe, de patrono, proponiéndole esta absurda vacación? No, se dijo, no había nada de eso. Él no era ningún burgués, ¡qué diablo!, y la fantasía, por tanto, no le estaba prohibida; se halagaba a sí mismo diciéndose que si Marguerite le había servido bien era, exactamente, porque él había visto siempre las cosas desde lo alto, con esa levedad en el tacto que sólo se da hallándose uno en posesión de una gracia especial.
—Pasaremos el fin de semana aquí, Marguerite.
Ella batió las manos sin ostentación.
—¿Le parece bien, verdaderamente?
Él era feliz en su desgracia.
—¡Ah! En ese caso, sin embargo, necesitamos provisiones de boca, cerillas, y… ¿Sabrá usted cocinar sobre un fuego de leños?
Almorzaron en Limoges, apresuradamente, antes de precipitarse dentro de las tiendas y de completar su correría, como si se dispusiesen a sufrir un asedio. Alexandr se sentía encantado de haberse procurado por fin un compañero de juegos. Fue Marguerite quien, bien pronto, se hizo cargo de la dirección de las operaciones; ella redactó las listas de todo aquello que necesitarían, con mil reservas, claro; economizaba todo lo que podía del dinero de Alexandr, negándose a adquirir una cafetera.
—Sé perfectamente que puede llevársela luego. Y también los sacos de dormir.
—No nos llevaremos nada —repuso Alexandr—. Lo dejaremos todo aquí, para los desconocidos propietarios, cuya casa hemos tomado en calidad de préstamo.
Sucesivamente, adquirieron en las tiendas de la localidad un hacha, una sierra, vajilla, ropas de cama, bujías, candelabros (Alexandr los exigió), una sartén, ratoneras (a Marguerite podían darle miedo las ratas), vino, ganso adobado, carne de vaca en conserva, pan del campo, filetes (no era sano abusar de las conservas), champaña («Lo pondremos en la nieve»), whisky, coñac («Pero a usted le gusta el Oporto, Marguerite. Lo necesitamos, decididamente…». Alexandr se descubría ahora capaz de pensar en sí mismo, para centrarse en otra persona), servilletas de lino de Irlanda, una linterna eléctrica, unos vasos de cristal de Baccarat, servilletas de papel, cobertores, dos gruesos jerseys, una palangana de plástico («No, Marguerite, nada de alcohol de quemar… Un fuelle, sí; es una buena idea»), sal, cepillos de dientes, una máquina de afeitar… Todo esto fue amontonándose en el «Peugeot». Alexandr pagó en efectivo, a fin de no dejar rastro alguno de su paso, pero también porque experimentaba un placer deshojando aquel grueso jo que llevaba en su bolsillo interior, sin tener la impresión de que disminuía sensiblemente.
Regresaron al castillo, dejando sus paquetes en un pequeño salón de paredes revestidas de madera, que Marguerite había escogido, prefiriéndolo a la grande y pétrea sala que tanto había agradado a Alexandr: un espacio menos vasto sería más fácil de calentar. Mientras ella se instalaba adecuadamente, el mejor agente literario de París se aventuró por el parque y comenzó a cortar leña, valiéndose de la sierra y del hacha, moviéndose esforzadamente, despellejándose las manos, sufriendo en los dedos de los pies los impactos de los leños caídos, afanándose incesantemente, emitiendo gruñidos, sudando pese al frío, poniendo en violento movimiento todos los músculos que tan pacientemente había estado ejercitando en su gimnasio, descubriendo un grosero y profundo placer en la acción de elevar, clavado en su hacha, un sólido muñón listo para ser hendido contra un tronco aserrado.
Caía la tarde, azuleándose el blanco piso, perfilándose los desnudos troncos contra un cielo que parecía aclararse a medida que la tierra se ensombrecía. Unas nubes con la blancura de la nieve descendían cada vez más, como zepelines gigantescos, desgarrándose en las copas de los árboles. Alexandr dio todavía algunos hachazos, en plan de guerrero-leñador, sintiéndose encantado con el ruido que percibía, cada vez más sordo, conforme el paisaje en el crepúsculo se enguataba más y los copos de nieve empezaban a caer de nuevo.
Trasladó su provisión de leños en cinco viajes. Caminaba con el busto echado hacia atrás, sirviendo sus antebrazos de soporte para las cargas, coda vez más pesadas; le embelesaban los reproches halagadores de Marguerite:
—Esto pesa demasiado. Debiera descansar un poco…
—No hace falta. Este viejo no está echado a perder del todo —contestaba él, zalamero, abatiendo sobre el parque otra masa de leños, cuyos cortes, frescos, olían todavía a aserrín.
Transportada la última carga, Alexandr represó para cerrar la puerta del invernadero («Queremos estar tranquilos, ¿no?»), e incluso la atrancó por medio de una mesa vieja y coja. Después, le tocó el tumo a los postigos que abriera, procediendo a cerrarlos. El estanque reflejaba la última claridad diurna; los jarrones que lo rodeaban presentaban sus obesas siluetas destacándose contra el cielo. Caminó por las vastas habitaciones vacías —apenas una fluctuación de sombras en un espejo que estaba perdiendo su azogue—, sintiendo insinuarse el frío de la tarde por las grietas de las ventanas, desviándose aquél un poco por las crujías que conducían al pequeño salón, donde Marguerite le esperaba.
Ella había tenido el tacto de no levantar la sabía estructura de ramas, remitas y leños que, preceptivamente, componen un buen fuego campestre; sin tal estructura, el fuego en cuestión no estarla acorde con los cánones. Alexandr, pues, se aplicó a la tarea, pero como era la primera vez que hacía aquello necesitó casi una hora para que, con la ayuda del fuelle, las llamas tomasen altura, lanzadas finalmente al asalto de su catedral de leños. Al principio, la tirada era pésima, pero cuando la nieve que obstruía la chimenea se hubo fundido, se produjo bruscamente una llamarada, todo crepitó, y unos fantasmas amarillos y negros corrieron alternativamente por los muros como sobre una teatral. El fuego jadeaba, los carbones rojos se organizaban igual que unas ruinas peruanas, decolorándose luego y adoptando la forma de catacumbas; bastaba un golpe de fuelle para que volviesen a sus resplandores y zumbidos de antes.
—Su whisky, señor.
Sus manos se rozaron, y, por encima del vaso-joya, sus rostros, rojos por un lado y negros por el otro, sonrieron.
La cena fue tan fantástica como fastuosa. Alexandr arrojaba los tapones de las botellas al fuego, observándolos mientras se iban convirtiendo en brasas. Empezó de nuevo a relatar sus recuerdos de la infancia, los cuales giraban siempre en torno al mismo tema: la incomprensión que le enfrentara con su padre.
—Sin embargo, Foch lo ha dicho: «Debemos a Rusia, ante todo, que Francia no haya sido borrada del mapa de Europa». Y Joffre, en 1929, quince años después, declaraba: «Aprovecho todas las ocasiones para rendir homenaje a los Ejércitos rusos y testimoniarles mi más profundo reconocimiento… No olvidaré jamás los terribles sacrificios hechos entonces, heroica y conscientemente, por el Ejército ruso, que, a tal precio, forzó al enemigo a volverse contra él». Y Mangin: «Los Aliados no deben olvidar nunca el servicio que les hizo Rusia». Y Naylor: «La batalla del Marne fue ganada por los cosacos». Y Paléologue: «Nosotros no hemos tenido jamás mejor amigo, ni más leal, que el emperador Nicolás II».
Todas esas pobres citas, que su padre se había aprendido de memoria, le venían ahora a la mente, y él las salmodiaba con voz tonante, dejando por fin derramarse la hiel que había ido acumulándose en él.
—Joffre debía de saber lo que se decía, ¿no? ¡Y todo cuanto esos hombres hablaban se refería a lo que Rusia les había dado!
Las llamas incendiaron el vaso de borgoña de Alexandr. Marguerite, que se había puesto uno de los dos gruesos jerseys blancos, había replegado las piernas por debajo de ella, escuchándole, respondiendo apenas con unos leves sonidos.
Alexandr bebió. Otras imágenes se le vinieron a la memoria.
—¡Psar! Se me llamaba Tsar, naturalmente. Se decía Tsar, ¡con rabia! Pero los zares, en fin de cuentas… ¿Quién lo habría hecho mejor? Mi familia no era muy antigua. ¿Ha oído usted hablar de Iván el Terrible? Éste creó una guardia y reservó un territorio separado del resto del país, un dominio de la corona en el cual vivía esa guardia: la oprichnina. Había allí un montero de caza, un criado que cuidaba de los perros, a quien todo el mundo llamaba Psar, porque psar quiere decir «criado dedicado a cuidar los perros», y no se le conocía por otro nombre. Éste fue uno de los oprichniks más fíeles, más feroces. Tamizaba la Rusia de entonces, con la cabeza de perro y la escoba, simbólicas, en la perilla de su asiento: la cabeza de perro para la vigilancia, la escoba contra la traición. Esto es lo que nosotros llevamos en nuestras armas. Las viejas familias se burlaban de nosotros: «No tienen nada que poner en su escudo; por tanto, hacen figurar en él la insignia de su cuerpo». En cambio, fue inventado un proverbio con respecto a nosotros: «Tengo el favor del tsar, pero no el del psar». Es decir: el zar me quiere, pero si Psar está en contra mía, esto no me perjudica gran cosa. He aquí lo que se cuchicheaban al oído los viejos boyardos hundidos en sus pellizas, las manos cruzadas sobre la panza. Nosotros éramos hombres nuevos, sí. En un sentido, bolcheviques.
Marguerite le escuchaba, la mejilla atezada por el calor intermitente y brutal del fuego de leños. Alexandr, de vez en cuando, arrojaba otro al brasero, sin ningún cuidado, encantado de ver brotar un haz de chispas.
Dmitri Alexandr volvía a cada instante a sus deshilvanados recuerdos.
—¡Y cómo sufrió! ¡Para nada! Le habría valido más morir ante los rojos, combatiendo.
—En ese caso, usted no habría nacido —murmuró Marguerite.
Él contó la lamentable historia del campesino provocado en duelo.
—Y tampoco habría conocido a su madre.
Sin saber cómo, se encontró con que había tomado a Marguerite entre sus brazos. Estaba ya oprimiendo su boca contra la de ella, que olía a humo y ardía como el ruego. Tal sensación, le hizo volver en sí. Le inspiró horror la idea de estar abusando de la devoción, de la compasión de aquella mujer. Echó la cabeza hada atrás:
—Le pido perdón. No sabía lo que hacía…
Ella, dejando gravitar todo su peso sobre el brazo que Alexandr le había pasado en torno a los hombros, respondió:
—Pero es que yo le amo, señor.
Por encima de sus cabezas, el techo estuvo enrojecido largo rato, incluso cuando el calor deliciosamente seco del fuego dejó de morder su desnuda piel. Alexandr se adormeció pensando que habla tenido por primera vez a una francesa en sus brazos, extrañándose por haberla encontrado tan tierna. Las francesas son sensuales, sentimentales, sí. ¿Pero tiernas? ¿Tiernas aquellas mujeres pintadas que abofeteaban a sus hijos? Siempre había creído que la ternura era patrimonio de los eslavos. Se hundió en el sueño, regocijándose por haberse visto desengañado.
Marguerite luchaba por no dormirse, unas veces pellizcándose la mano izquierda, y otras clavando en ésta las uñas de la derecha.
Cuando vio que Alexandr estaba completamente relajado, como sólo se está cuando uno se encuentra sumido en el más profundo de los sueños, la joven volvió a vestirse lentamente, sin apartar los ojos un instante de él. Añadió leña al fuego, y poniendo buen cuidado en no hacer crujir el parqué, tomó la linterna y se deslizó en el pasillo. Siguiendo el circulo amarillo que proyectaba ante ella, descendió al invernadero, quitó la barricada levantada por Alexandr y salió al exterior. Inmediatamente, notó mojados los pies, y después que las zarzas le arañaban las pantorrillas. Franqueó la verja de la entrada empujándola, y la retuvo con una piedra a modo de calzo para poder entrar más tarde. Hubiera podido llevarse las llaves del coche; sabía en qué bolsillo se las había guardado Alexandr, pero temía que el ruido del motor le despertara. Partió, pues, en dirección a la aldea a pie. Por fortuna, jamás había sido aficionada a los tacones puntiagudos; tal como eran, sus zapatos normales de ciudad resultaban ya bastante incómodos para caminar sobre la nieve. Para cubrir dos kilómetros necesitó cuarenta minutos.
La aldea dormía, como en un cuento de hadas.
Marguerite localizó la cabina telefónica, deslizó una moneda de cinco francos en la ranura del aparato y marcó un número. El timbre, al otro extremo del hilo, sonó muchas veces. ¿Dónde? ¿En un despacho? ¿En una habitación? Ella lo ignoraba.
Finalmente, alguien descolgó en la lejanía, pero no se oyó voz alguna. Marguerite dijo:
—Aquí Laika. No tengo mucho dinero y estoy en una cabina.
—Cálmese —respondió una voz de hombre—. Grabo la llamada.
Marguerite resumió los acontecimientos de las últimas treinta y seis horas. Mencionó la cartera de mano. «No la deja en ningún momento; en estos instantes le sirve de almohada». Dio el número de matrícula del coche, el nombre de la aldea, describió el emplazamiento del castillo, explicó lo que había que hacer para penetrar dentro.
—Lamento tener que recurrir a las medidas de urgencia, pero no he hecho otra cosa que cumplir las instrucciones que tengo. Él hombre está fuera de sí. Era preciso todo esto para infundirle confianza.
—Bien. Sólo hay que continuar como hasta ahora —repuso la voz masculina.
La comunicación quedó interrumpida.
Marguerite volvió al castillo, poniendo los pies en las huellas dejadas por sus pasos, para hundirse menos en la nieve. Notaba que había pillado un fuerte resfriado. Pero ¿qué más daba? En cierto modo, había vivido durante veinte años para aquel momento.
Veintidós años antes, ya graduada en Derecho, era una activista de los grupos de estudios, en la UNEF, haciendo la corte a todos los comunistas que iba conociendo. No perdonaba a su padre haberse hecho matar. Abrigaba la ambición de entrar en el partido. Un día, un nuevo camarada, de más edad que los otros, se la llevó aparte. «¿Tú quieres hacer, verdaderamente, un trabajo serio? ¿Algo que no sea el bla-blablá de siempre? En la organización no se te ofrecerán más opciones que las de verdugo o polizonte. Tú vales más que todo eso». Él dio una chupada a su colilla y la miró de arriba abajo. La habla puesto su confianza en aquel tipo pequeño, de rizados cabellos y ojos verdes, rompió todos sus contactos con la extrema izquierda, dejó la Facultad, siguió unos cursos de secretaria, adquiriendo un poco de experiencia; posteriormente, le habían designado un oficial tratante, asignándole una misión: vigilar a Psar, aquel soporte de la reacción. Todas las semanas había redactado informes sobre las actividades de la agencia y de su director, especificando las citas, uniendo copias de las cartas, mencionando las conversaciones telefónicas, no omitiendo ningún detalle. De vez en cuando, se inquietaba:
—Él no da, en modo alguno, la impresión de estar con la derecha. En todo caso, no hace nada de carácter secreto, se lo garantizo. ¿Están ustedes seguros de no haberse equivocado? No quisiera perder mi tiempo, ni desperdiciar la formación que ustedes me han dado.
Tan pronto la acogían regañándola: «Ocúpese de lo que le importa», como la tranquilizaban: «El sujeto no es lo que aparenta. Ya entenderá usted esto algún día». La publicación de La Verdad Rusa y la organización de la Hermandad habían tranquilizado por fin a Marguerite: sí, Psar era anticomunista, deseaba causar algún mal a aquella Unión Soviética que ella visitara por dos veces, en la que tan bien había sido recibida. Estaba lejos de imaginar que, como simple secretaria, habría tenido derecho a la misma acogida, pero era que, justamente, la URSS sabía reconocer los méritos de sus vasallos, en tanto que Francia no había hecho nada de particular por el sargento jefe Thérien, que había ido a los antípodas para hacerse perforar la piel por ella. La joven había adorado a su padre, y ahora le detestaba, le detestaba para castigarle por haber muerto.
Penetró de nuevo en el castillo. Psar no se había movido. Marguerite le miró durante unos segundos: estaba tendido de costado, con la boca entreabierta, el rostro enrojecido por el fuego, la mejilla aplastada contra el cuero de la cartera de mano Visto desde ambas, perdía la arrogancia de su belleza, y, dormido, el brillo de su inteligencia. Allí no había más que un señor de cierta edad, que yacía encogido, como un niño. Habría podido inspirar piedad, pero Marguerite no la sentía por él. Sabía, por haber sido suficientemente adoctrinada allá, que era un enemigo de clase. Le había servido de modo ejemplar solamente porque estaba convencida de estar causándole un perjuicio. Aquél era un guardia blanco, un contrarrevolucionario. El padre de Marguerite no había llegado más que a suboficial —viajes en segunda, prohibición de entrar en el comedor de los oficiales—, pero él también había sido un contrarrevolucionario. Sin embargo, en un ejército popular, habría sido coronel, por lo menos.
Mientras se frotaba los pies con un poco de whisky, se preguntó si odiaba a su jefe. No. Había trabajado a gusto para él, le había agradado resultarle indispensable, pero esto a causa de la agencia, no del hombre: era el trabajo lo que la satisfacía. Varias horas antes, había ansiado caer en sus brazos, pero únicamente por el placer puramente físico. El hombre que le proporcionara éste no le encantaba, ni le repugnaba: tratábase de un enemigo de clase, esto era todo.
Como empezó a tiritar, Marguerite se deslizó bajo las ropas, oprimiéndose fuertemente contra él: estaba robándole calor a un enemigo de clase. Tal idea le complació.