Una corteza helada, porosa, recubría el desierto de Roissy cuando el avión especial se posó. Gaverin, agente «muerto» o «biodegradable», había sido expedido a Francia precipitadamente. Kurnossov, a quien Francia reclamaba a grandes gritos, rae, por el contrario, remitido oficialmente con unos representantes del Ministerio del Interior que vestían un uniforme verde con pequeños escudos rojos.
El comité de recepción se había apostado, friolero, detrás de una cristalera, observando sus miembros al hombrecillo que avanzaba a grandes pasos, un tipo de nariz corta, piramidal, apuntando al frente bajo los lentes de acero, el torso envarado en una canadiense completamente nueva, precedido de torrentes de vapor que se escapaban de su boca.
—¿Quién proporcionará el texto a poner en la burbuja? —inquirió Monthignies, viendo a Kurnossov como figura de historieta.
Era un parado feliz; había decidido aprender el alemán, y, por consiguiente, cobraba el 110 por ciento de su salario de trabajador.
Los otros miembros del comité de recepción, que presidia Alexandr Psar, podían ser clasificados en dos categorías: los aficionados, que comprendían un dramaturgo albanés ebrio, un obispo búlgaro insidioso y una condena judío-norteamericana, todos ellos, claro, más parisienses que los naturales de París; y los profesionales: Monsieur Baronet, director general de las «Ediciones Lux», Monsieur Fourveret, retirado, pero probablemente no por mucho tiempo, Monsieur Ballandar, siempre crítico de Le Soc y colaborador temporalmente ocasional de Objectifs, la señora Choustrewitz, que deseaba saber si los soviéticos besaban tan bien las manos como los emigrados, y Monthignies, ya citado. Sistemáticamente, Alexandr había eliminado del comité a toda
personalidad demasiado llamativa o susceptible de pertenecer a otra orquesta, o, simplemente, capaz de decir dos palabras en ruso. En efecto, se proponía «cercar» a Kurnossov lo más estrechamente posible, y el Directorio, siempre previsor, le había facilitado las posibilidades: Gaverin, que sólo debía ser siempre un falso Kurnossov, había sido secretamente ayudado en su estudio del francés; el verdadero Kurnossov había recibido cuantos libros deseó, pero no tuvo jamás enseñanza oral, hasta el punto de que pronunciaba la palabra francesa oiseau «o isse e a u» y la palabra inglesa church «skhiursk». Por un tiempo, esta pronunciación le protegería frente a los indiscretos con la misma seguridad que los barrotes del hospital especial de Leningrado.
—¿Mijail Leontich?
—Yo soy. ¿Y usted quién es?
—Psar, Alexandr Dmitrich.
—¿Los Psar de Iván el Terrible?
—Precisamente.
—¿Primera emigración, entonces?
—Mi padre fue oficial del Ejército blanco.
—Conozcámonos, yo no tengo prejuicios.
Unos periodistas actuaron apresuradamente. Centellearon los flashes. Kurnossov se detuvo en el centro del círculo formando, majestuoso pese a su pequeña talla y a su canadiense, demasiado larga. Manteníase muy erguido, apretando bajo su brazo un paquete de notas manuscritas.
—Traigo equipaje. Que alguien se ocupe de él.
Restallaban preguntas por todas partes.
—¿Qué es lo que ellos desean saber?
—Mijail Leontich, tiene usted una conferencia de Prensa esta tarde. Pienso que es mejor no hacer ninguna declaración ahora, por aquello de no mojar la pólvora.
Kurnossov indinó gravemente la cabeza; luego, se volvió hacia los periodistas, pronunciando claramente:
—Viv lia Frann-ss.
Subrayó esta fórmula con un movimiento rápido del mentón.
—¿Tienen ustedes mi libro? Esa gente sólo me ha enseñado la Prensa.
Psar le enseñó las dos ediciones, una en rústica, la otra en cartoné.
—No están muy mal —dijo Kurnossov, de buen grado—. Sin embargo, los márgenes son muy mezquinos. ¿Dónde está el coche?
Esta vez, la conferencia de Prensa tuvo lugar en el Palacio de congresos. Había allí un millar de personas: los «derviches» habían acudido para aplaudir a su victoria. ¿Acaso no habían arrancado ellos al prisionero anónimo de las garras de los psiquiatras represivos? Entre los periodistas, uno nasal izaba, otro emitía sonidos sibilantes, los internacionales estaban desquiciados. El comunismo internacional podía triunfar muy bien en Angola, en Abisinia, en Nicaragua, en El Salvador, en Polonia… Pero la Unión Soviética acababa de demostrar que temblaba ante la opinión pública. Existían motivos para echar las campanas al vuelo.
Entre bastidores, Alexandr se encontró con Divo, quien le preguntó inmediatamente, con una de sus sonrisas en bisel:
—¿Es el bueno esta vez?
—Así lo espero.
—¿Es muy diferente del otro?
—Sí y no.
Alexandr se quedó sorprendido al oírse a sí mismo añadir:
—El homo soviéticas es siempre el homo soviéticas.
(«Le hablo a Divo casi con simpatía, casi con un tono de complicidad. ¿Qué ocurre? En cierto modo, él está más próximo a mí que ellos»).
Continuó diciendo:
—El homo soviéticas cree que todo le es debido, pero que nada le será dado. Resultado: está dispuesto a procurarse no importa qué cosa por no importa qué medio. ¿Sabes? Una cosa me extraña. Cuando voy al encuentro de un superviviente de los campos, espero hallar un ser hambriento, acogotado, degradado, una especie de muerto viviente. Después de todo, cuando se les envía a esas instituciones no se hace como hacemos nosotros con nuestros criminales del derecho común, para pasarles la mano por la espalda y pagarles el cine semanal. Pero los que yo veo desembarcar son más bien guasones, orientados hacia la reivindicación más que a la supervivencia. Gaverin no dejaba de pedirme dinero. Y éste de ahora no ha hecho más que poner los pies en suelo francés y ya pregunta dónde está su coche. ¿A qué atribuyes tú eso?
Divo escuchaba, al mismo tiempo que consideraba con ojo irónico los visones y los petigrís, las cachemiras y las alpacas que se estaban desplegando alrededor de ellos.
—Ésto no es el mundo, ni el mundo medio, ni el tercer mundo: éste debe de ser el mundículo —murmuró.
Y después, volviéndose hacia Alexandr:
—Me imagino que es una cuestión de selección natural. Para sobrevivir en un campo, para lograr hacerse oír por la opinión internacional, para encontrar, una vez salido del agujero, la energía suficiente para emigrar y continuar la lucha, es necesario hallarse en posesión de ciertas cualidades y ciertos defectos. Éste de que tú hablas es forzosamente el homo sovieticus militans, y lo has definido muy bien. Yo habría dicho que es increíblemente culotté[9], sin más rodeos. Pero, fíjate, sin culot. Soljenitsin, en el mejor de los casos, estaría todavía enseñando el físico en Riazán. Apostaría lo que fuese a que su cáncer, incluso, lo ha vencido en culot.
Siempre aquella sonrisa en diagonal.
«Este hombre irónico, pero sin amargura; este intelectual, a quien nadie podía reprochar una bajeza; esta especie de poeta, cuya especialidad era la lucidez quirúrgica, sería —pensó Alexandr— un reclutado de excepción para el partido universal. Resultaría algo exquisito hacer trabajar a este espíritu tan puramente reaccionario (en el mejor sentido del término: que está en reacción) en una empresa subversiva. La teoría de los relés es deliciosa, sobre todo porque los relés no saben lo que hacen. La subversión —pensó Alexandr— opera como una gigantesca máquina electrónica: con semiconductores. Divo sería un excelente semiconductor. Naturalmente, habría que mantenerlo apartado de Kurnossov y de la dirección de los acontecimientos; sería capaz de enredar el ovillo divino».
Alexandr ocupó su sitio en la tribuna del Palacio de congresos con una lentitud, un aplomo deliberados. No había transcurrido mucho tiempo desde el día en que presentara a la Prensa al falso Kurnossov; ahora le incumbía presentar al verdadero, al tiempo que lanzaba al mundo una empresa de grandísimo alcance. Entretanto, había sido herido en el alma; la muerte de su mujer y su hijo era en él algo así como esas balas fijadas en el cuerpo y que no pueden extraerse sin poner en peligro la vida del herido. El sentimiento de que su Directorio y el mismo Pitman no confiaban ya en él tanto como antes le había afectado con igual intensidad, como mínimo. Su vida, hasta entonces, no había sido marcada por ningún gran pesar, aparte de la muerte de su padre; había sido un hombre virgen de dolores, por así decirlo, y he aquí que aquellas pruebas le acercaban a los otros hombres y, al mismo tiempo, le daban un peso, una autoridad que hasta entonces le faltaran. Jamás había sido tan «brillante» como lo fue aquella tarde.
En el momento de abrir la boca, se acordó de pronto de aquel soleado instante del verano anterior, cuando frente a la fuente de Bernini había tomado de manos del hombre de la cazadora naranja el paquete de Oggi que contenía La Verdad Rusa. No se dijo «¡Qué feliz era entonces!», sino «¡Qué joven era!». Y era cierto: desde hacía unos días, sus cabellos castalios habían comenzado a tomar un tono nuevo. Si vivía bastante luciría una magnífica cabellera de plata pulida. De momento, sentíase en plena posesión de su madurez.
Comenzó por resumir la situación. No había que esperar una prueba de la perfidia soviética, pues allí tenían un nuevo ejemplo: presa del pánico ante el interés del mundo libre por La Verdad Rusa, la Unión Soviética se había apresurado a liberar a un falso Kurnossov, del cual todo el mundo había sido víctima, y él, Alexandr Psar, el primero, solicitaba que le fuese perdonada esta falta de discriminación. Felizmente, la presión de la indignación popular había terminado por apremiar a «los padres de la mentira» a ceder; tal como Jonás arrancado a la ballena, el verdadero autor de aquel libro, cuya importancia no podía ser subestimada (¡200 000 ejemplares vendidos en dos meses!), estaba allí para dar una esperanza a los pueblos democráticos y a los pueblos oprimidos. Por desgracia, Mijail Leontich no hablaba francés, pero, por mediación de Psar, estaba dispuesto a responder a todas las preguntas que tuvieran a bien hacerle; la verdad no tiene nada que temer de la indiscreción, todo lo contrario. En cuanto a la declaración preliminar del Prisionero, que ya no era anónimo, se resumía en unas palabras: Mijail Leontich Kurnossov, expulsado de la URSS, se proponía consagrar su vida a la creación y animación de una agrupación independiente, que se llamaría Hermandad de la Verdad de los Pueblos.
Al día siguiente, L’Impartial, en el que Hugues Minquin habla ocupado la confortable plaza de su destituido amigo y protector, publicó «amplios extractos» de la conferencia de Prensa. En una introducción moderada, Minquin escribía: «Ciertas opiniones del señor Kurnossov parecen ser difícilmente aceptables por el sentido común, pero su singularidad no disminuye en nada su carisma. Concedamos la palabra a los hombres y mujeres de buena fe que interrogaron al huésped no conformista de Francia».
Pregunta.- Señor Kurnossov: usted se halla sin duda al corriente de la confusión en que nosotros nos encontramos con motivo del asunto de su identidad. ¿Quiere, por favor, confirmamos que es usted el hombre que intentó asesinar al señor Breznev?
Respuesta.- Se lo confirmo.
P.- ¿Cómo procedió usted?
R.- Yo tenía un cuñado alcohólico y miliciano. Tomé su uniforme y su metralleta. Esto me costó 2000 gramos de vodka. Mi cuñado estaba muy entrenado. (Risas).
P.- ¿Puedo preguntarle qué motivo perseguía al cometer ese atentado?
R.- Puede. Creía que bastaría con quitar la clave de bóveda de la catedral soviética para que ésta hiciera ¡cataplum!
P.- ¿Ya no piensa así?
R.- En efecto. El comunismo es un cáncer que se volvería a cerrar inmediatamente tras el desgarrón.
P.- ¿Por qué ha cambiado de opinión?
R.- Porque me he hecho más inteligente. Después del atentado, se me reconoció como loco y fui internado en un asilo psiquiátrico, donde me dejaron leer todos los libros que quise. Esto me permitió hacerme de una cultura política y ver en todo un poco más claro. Si conocen ustedes Boris Godunov, sabrán que en Rusia es tradición que los locos son los únicos clarividentes.
P.- ¿Cómo logró pasar a Occidente en primer lugar fragmentos de su manuscrito y luego el manuscrito entero?
R.- Esa pregunta es tan ingenua como impertinente.
P.- En conjunto, usted se vio bien tratado. ¿Cómo explica eso?
R.- En una primera etapa, era más ventajoso para el régimen demostrar que sólo un loco habla podido intentar asesinar al bienhechor público número 1. En una segunda etapa, la KGB advirtió que yo poseía cierta formación política, y me ayudó a mejorarla, como los médicos cultivan bacilos. Se toma el marxismo por una doctrina científica. Los maniatas piensan que cuando concurren determinadas circunstancias, las consecuencias son siempre las mismas. Mi captura, para ellos, era una ganga. Así pudieron estudiar in vivo como funcionaba un espíritu contrarrevolucionario.
P.- Sus guardianes sabían que estaban llegando fragmentos de su libro a Occidente. ¿No estrecharon por eso su vigilancia sobre usted?
R.- Por supuesto que sí. Taparon mis ventanas, se interrogó a mis enfermeros y a los otros enfermos, fue registrada mi celda… Nunca encontraron nada.
P.- ¿No le parece sospechosa esa ineficacia?
R.- En la Unión Soviética, la ineficacia no parece jamás sospechosa.
P.- ¿Qué es lo que hizo de usted un anticomunista militante?
R.- El comunismo, claro. Pero también un acontecimiento de mi vida del que no hablaré en público.
P.- Señor Kurnossov, ¿qué piensa usted de Occidente?
R.- El Occidente no es más que una fracción del mundo, y el mundo gira en redondo como una ardilla en su rueda. Esta rueda es: democracia más fuerte que el fascismo, fascismo más fuerte que el comunismo, comunismo más fuerte que la democracia. Pienso que es preciso salirse de la rueda.
P.- Parece usted ignorar que los comunistas derrotaron a los nazis.
R.- Eso es inexacto. Fueron los rusos quienes batieron a los alemanes. Detecto en su voz simpatías comunistas, y le aconsejo que relea el discurso de Stalin del 9 de mayo de 1945.
P.- Señor Kurnossov, ¿qué piensa usted del socialismo?
R.- Podría responderle con Vladimir Bukovski: «Si quiere transformar su país en un gigantesco cementerio, enrólese con los socialistas». Pero prefiero citarles a Pushkin. ¿Conocen ustedes a nuestro Pushkin? Escribió un cuento que comienza, poco más o menos, así:
»Tres chicas jóvenes hilaban junto a una ventana, un atardecer. Si yo fuese la zarina, dijo una de ellas, prepararía un banquete para toda la Cristiandad. Si yo fuese la zarina, dijo su hermana, tejería para todo el mundo. Esas dos jóvenes se revelan después como fas peores entre todas las muchachas: no vacilan en traicionar al zar, que se ha convertido en su cuñado, en asesinar a su hermana la zarina y a su sobrino, el zarevich. Este pasaje es para comparar las tentaciones en el desierto, tal como las interpreta Dostoievski en la leyenda del gran inquisidor. He ahí lo que verdad rusa y yo pensamos del socialismo.
P.- No estoy seguro de comprenderle bien, señor Kurnossov. ¿Qué deseaba hacer la tercera hermana?
R.- La tercera hermana dijo: Si yo fuese zarina, daría al zar un héroe por hijo. Vea usted la diferencia: esta Cordelia quiere hacer algo que sea posible, natural, útil. Algo que quede a su medida. Las otras dos, las socialistas, sueñan. Y sueñan con bienes materiales que ni siquiera merecen ser soñados.
P.- Señor Kurnossov, el impostor que se presentó con su nombre aportó juicios muy negativos sobre el conjunto de disidentes. ¿Qué piensa usted de ellos?
R.- Son diferentes de nosotros. Provienen de la élite soviética, y por consiguiente no son verdaderamente elementos representativos del pueblo ruso. Pero, no obstante, hay personas de bien entre ellos.
P.- ¿Quiénes son «nosotros»? Usted no es un disidente, tal vez, ¿verdad?
R.- No. Su Diderot dijo: «Los disidentes perseguidos se transformarán en perseguidores cuando sean los más fuertes». Yo no soy un perseguidor en potencia. Disidente es una palabra que en ruso significa «que piensa de otra manera». Yo no pienso de otra manera. Yo pienso como todos los hombres de buen sentido. Yo no soy un disidente; soy un ruso que trata de extraer las consecuencias orgánicas de su calidad de ruso. Ser ruso, ser francés, no constituye una ideología, es un hecho concreto.
P.- ¿Se asimila usted a los nacionalistas rusos?
R.- Soy consciente de que la palabra «nacionalista» tiene, en Occidente, un valor peyorativo. Ustedes son muy exagerados al dar un valor peyorativo a palabras que no tienen tal sentido. «Nacionalista», «negro», «judío»… Hay ahí una devaluación lingüística lamentable. El sufijo ista se aplica mal a una realidad tan concreta como una nación. Toda ideología, de derecha o de izquierda, que implica la violación de una realidad, es luciferina en su esencia.
P.- ¿Qué entiende usted por «luciferina»?
R.- La rebelión de Lucifer no es la rebelión del mal contra el bien, sino del bien contra el ser.
P.- Volvamos a la tierra, si lo tiene a bien. ¿Es usted fascista?
R.- El fascismo es una forma de socialismo; el fascismo es una abstracción, he aquí dos razones que me prohíben ser fascista.
P.- Hemos oído decir que existen en Rusia movimientos monárquicos; por ejemplo, el de Ogurtsov. ¿Es usted monárquico?
R.- No soy yo el que es monárquico, sino Rusia, que lo ha sido siempre, que, verdaderamente, será durante largo tiempo una monarquía. Opino que el único medio de contener el expansionismo ideológico soviético es reconocer el hecho imperial ruso, que tiene un aspecto territorial, y, por tanto, limitado.
P.- En su libro, alude usted a una especie de teocracia. ¿Podría ser más preciso?
R.- El gobierno de los hombres procede de dos principios: de una parte, la legitimidad; de otra, la necesidad práctica. Hace falta un agente de Policía en la intersección: necesidad práctica; pero este agente lleva un uniforme: legitimidad. La legitimidad es siempre irracional: el derecho divino, la herencia, el sufragio universal, el sorteo, no están fundados en la razón y ésta es la causa de que sean fundadores de legitimidad. Se sane perfectamente que el hijo de un genio puede ser un cretino; se sabe, asimismo, que hay más imbéciles que hombres inteligentes; y todo esto no tiene importancia, ya que la inteligencia no influye en el asunto. La legitimidad republicana está fundada en la incoherencia, como la legitimidad monárquica sobre el absurdo. La necesidad práctica se discute paso a paso, evoluciona por puntos, se adapta; la legitimidad sólo puede ser asida en bloque: sí o no. Por ser cristiano, pienso que es bueno que lo irracional de la sea un irracional cristiano. Esto no significa que los cristianos deban organizar la ciudad terrestre como si fuera la Jerusalén celeste. La necesidad práctica permanece. La expresión «un príncipe cristiano» constituye una contradicción, pero no ha de rechazarse, por tanto.
P.- Dostoievski se inclinaba también por la teocracia. ¿No se ha roto ésta un poco la crisma en su país?
R.- Rusia tiene una vocación crítica. Vean lo que pasó con Cristo. Sus apóstoles creyeron que restablecería el remo de Israel. Los fariseos creían eso también, y temiendo no hallar sitio en el mismo, crucificaron al rey. Por haber sido crucificado, precisamente, pudo crear su verdadero Reino, que los fariseos no podían concebir. Ya no es felix culpa, es felix error. De la misma manera, Dostoievski pensaba que Rusia salvarla al mundo por la teocracia, pero lo salvará por el martirio.
P.- ¿Quiénes, según usted, son los fariseos?
R.- ¡Pues es verdad! ¡El Occidente no ha tomado conciencia todavía de lo que, sin embargo, tan claramente explican hombres como Kuupfer y Ghesterton!
P.- ¿Qué es lo que ellos explican?
R.- Que los usureros son los fariseos de nuestro tiempo. Que el capitalismo occidental y el comunismo soviético son como unos ojeadores que empujan la presa hacia el llano, donde se podrá nacer fuego sobre ella a placer.
P.- ¿Quién es la presa?
R.- Ustedes.
P.- ¿Y los cazadores?
R.- Veo que no han leído mi libro con mucha atención. Quiero recordarles algo a grandes rasgos.
»Todo comienza por el crédito, es decir, por la usura. No en balde la Iglesia de la Edad Media condenaba el préstamo con interés. Es este, ya lo sé, el que ha edificado la sociedad moderna al permitir la revolución industrial, pero no estoy seguro de que tengamos motivos ahí para sentirnos orgullosos.
»En cuanto surge el crédito, aparecen los Bancos. Todo marchaba bastante bien, mientras los Bancos sólo fueron agencias de cambio y préstamo. ¡Ay! Pronto consiguieron que se les autorizara a emitir moneda, no acuñando piezas de metal o imprimiendo billetes, sino prestando sumas que en realidad no tenían. No se hagan ilusiones: el cheque bancario que constituye el préstamo suyo carece de garantía en un 80%, por lo menos. Esto ya no es cosa de Banca; esto es cosa de prestidigitación. Ahora bien, los Bancos van lejos: no solamente usurpan el privilegio del Estado creando dinero, sino que, además, tal dinero existente, este “aire”, lo prestan al Estado, esclavizando así a la misma nación. ¿Saben ustedes que, hace algunos años, la Gran Bretaña no había rembolsado todavía a la Banca Rothschild las sumas que ésta le había cedido en calidad de préstamo para guerrear contra Napoleón?
»Voy, sin duda, a parecerles chocante en su cinismo al decirles que el sistema bancario es, simplemente, inmoral por entero. Piensen, por ejemplo, en sus sociedades de responsabilidad limitada, justamente llamadas anónimas. ¿Saben ustedes que arriesgan sumas diez, veinte veces superiores a su capital? Si consiguen obtener beneficios, santo y bueno; si quiebran, ¿quién paga? Los acreedores. Por lo que respecta a los accionistas, ratos ni siquiera son consultados acerca de las aventuras a que se lanza su consejo de administración. Mientras perciban dividendos no se inquietarán. No obstante, ¿es moral renunciar hasta tal punto a sus responsabilidades? Mi dinero es todavía mió. ¿Que relación existe entre un bolsista de escasos alcances que vende o compra la millonésima parte de una mina de cobre igual que se pondría o quitaría sus pantuflas, y el minero de rostro ennegrecido que se desarticula la columna vertebral reptando por esa mina, con un pico en las manos?
»A propósito de esto, no me hagáis decir lo que no digo; yo pienso que la posesión de una mina es admisible, como lo es su autorización o dirección, pero creo que es inmoral jugar con el trabajo de los hombres igual que ustedes juegan a su… ¿cómo dicen aquí? (El señor Psar suministró la respuesta: PMU).
»Volvamos a los Bancos, estos se encuentran en manos de los hombres que yo llamo Usureros. Hay, en la acumulación de sus beneficios, una hubris y quizás una fatalidad: han comenzado a engordar y ya no pueden detenerse. Ustedes saben mejor que yo de qué forma han establecido un dominio casi absoluto sobre Europa y América del Norte; cómo han alentado la descolonización, ya que las naciones jóvenes, poco experimentadas, en posesión de riquezas mineras insuficientemente explotadas, les garantizaban provechos superiores a los obtenidos en los mismos territorios por mediación de naciones más organizadas, que arañaban de paso una parte de los beneficios. Quiero mostrarles lo que ha pasado en Rusia.
»La Rusia imperial molestaba a los Usureros por varias razones, en primer lugar porque dependía de ellos mucho menos que los otros países europeos. En 1908, la deuda pública estaba en el índice 288 por habitante en Francia; en 58,7 solamente en Rusia. En 1914, el 83 por ciento de esa deuda era rembolsada merced a los caminos de hierro. En 1912, la tasa se encontraba en el índice 3,11 en Rusia, contra 12,35 en Francia y 26,75 en Gran Bretaña. La reserva de oro rusa era en 1913 de 1550 millones de rublos, cuando solamente 1494 millones de rublos-papel habían sido emitidos. En la misma época, el franco francés no estaba cubierto más que en un 50 por ciento, aproximadamente. Con todo esto, el crecimiento de la economía rusa era tal que un economista francés decía en 1914: “Hacia mediados de siglo, Rusia dominará a Europa política, económica y financieramente”. La producción industrial aumentó al 3,5 por ciento, contra el 2,75 de Estados Unidos y solamente el 1, también por ciento, de Gran Bretaña. Como verán, los Usureros tenían por qué inquietarse. Añádase a esto que en 1912 el Presidente de Estados Unidos, Taft, señalaba que la legislación social del Imperio ruso estaba “más cerca de la perfección” que las legislaciones de cualesquiera países democráticos. Si se daba la prueba de que un país afecto a una forma no democrática de gobierno, lo que ustedes llaman, supongo, una teocracia, era capaz de resolver problemas ante los cuales los usureros se disponían a retroceder, el control que ellos ejercen sobre la economía quedaba condenado”.
»Los acontecimientos posteriores no fueron algo imprevisto. Se sabe, generalmente, que el banquero alemán Warburg concedió subsidios importantes a Lenin. Lo que se sabe menos es que Warburg tenía un hermano, fundador del sistema de la Reserva federal norteamericana, que subvencionaba también a los revolucionarios rusos, con ayuda de los banqueros norteamericanos Kuhn, Loeb y Shiff. En la misma época, a Trotski no le costaba trabajo confesar que había recibido un préstamo importante de un financiero que pertenecía al partido liberal británico.
»Resultado: el Imperio ruso queda fuera de combate y la Unión Soviética se convierte en cliente de Occidente. Ford fue el constructor de la primera fábrica de automóviles soviética (cuando el Imperio producía ya sus propios vehículos), Campbell es el consejero de Stalin para la colectivización. No quiero hablar de lo que pasa actualmente; los rusos cantan:
Niños, no vayáis más a la escueta:
Bebed, mejor, «Coca-Cola».
Y durante ese período de tiempo, el Estado arruina las reservas de oro del país para intentar alimentar al pueblo. Pero esto es sólo el aspecto menos odioso de la complicidad que une a los Usureros capitalistas y sus dogos soviéticos. Supongan por un instante que la URSS se convierte en un país como los demás; imagínense hasta qué punto los Usureros perderían su influencia sobre el mundo occidental. Tienen ustedes tanto miedo a los soviéticos (y están en lo cierto al sentirlo), que se amontonan en los brazos de los Usureros, gritando: ¡Abuelita! Pero no se trata de su abuelita; se trata del lobo malvado, que afila sus dientes para comeros mejor, hijos míos.
»¿Les parece todo esto fantástico? Vean cómo Estados Unidos, que es un país que está enteramente en manos de los Usureros, ha tratado a su mayor enemigo, durante y después de la Segunda Guerra Mundial.
»Cuando hubieron debido esperar la derrota de la URSS para lanzarse sobre una Alemania agotada, los norteamericanos intervienen en el momento preciso para salvar el régimen comunista, que se hubiera hundido. Es, lo repito, el soldado ruso quien ha derrotado al soldado alemán, pero es el material norteamericano lo que ha salvado al sistema marxista. Cuando Molotov, a cambio de ese material, propuso ciertas liberalizaciones, Roosevelt respondió que no apreciaba su necesidad.
»Churchill deseaba que el desembarco de los Aliados en el Mediterráneo se produjera en Grecia, pero Norteamérica insistió en avanzar por Italia. Resultado: Rumanía, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Albania y esa Polonia sobre la cual Occidente vierte ahora lágrimas de cocodrilo, fueron entregadas a los soviéticos. ¿Y entonces, Alemania…? ¿No les parece significativa la partición de Alemania, esta gallina de los huevos de oro, entre los dos compadres? Un muslo para ti, un muslo para mí. Saben ustedes también que hubo millares de rusos que habían huido antes del régimen, a los que después se les introdujo en masa en vagones y camiones, a golpes de culata, para ser restituidos a los soviéticos; ¿por quién? Por los anglonorteamericanos.
»No hay tragedia sin comedia: los verdugos soviéticos se han sentado junto a los jueces occidentales en el proceso-circo de Nuremberg.
»China, a la que los norteamericanos hubieran podido ayudar en su lucha desesperada contra el comunismo, fue entregada a éste.
»Hungría fue impulsada a la revuelta por la CIA, de donde vino el aplastamiento por los soviéticos de las fuerzas libres que agitaban el país.
»Y recuerden con qué unidad —dos voces amenazadoras en los dos extremos del mundo— Moscú y Washington ¡les ha impedido que pusieran un poco de orden en el mundo árabe!
»Cuba, claro, es el caso más desvergonzado. ¿Qué país tolerarla esa pistola apuntada contra su bajo vientre? Pero ha sido con la connivencia de los norteamericanos como Castro ha subido al poder; es decir, que la pistola está cargada (en vado, naturalmente). Los norteamericanos fingen después apoyar a los emigrados y sabotean deliberadamente la invasión de la Bahía de Cochinos. Sí, deliberadamente; recuerden que él apoyo aéreo fue anulado por una orden personal del presidente Kennedy. Cuando los soviéticos, que intentan de vez en cuando sacudirse el yugo de los Usureros, intentan cargar la pistola de veras, entonces el mismo Kennedy les hace volverse a casa con el rabo entre las piernas. Fíjense en esto: Kruschev, con todos sus defectos, era un verdadero ruso, que buscaba la independencia de su país. Pero bastó con que Rockefeller fuera a pasar unas vacaciones —¡unas vacaciones, gran Dios!— en el mar Negro, y ¡ya tenemos a Kruschev cesante!
»¿Ustedes saben (¿o no lo saben?) que Roosevelt declaró que Indochina, después de la guerra, no debería en ningún caso volver a manos de Francia? Vean a quién pertenece ahora Indochina. En cuanto a la guerra que los norteamericanos pretenden haber dirigido, hay que decir que se las arreglaron bien para no ganarla por azar. Incluso inventaron para esto un procedimiento nótale: la escalada.
»¿Cuáles son en este momento las dos grandes potencias nucleares mundiales? ¿Cuál de ellas ha dado la bomba a la otra? ¡Oh! Bajo mano, por mediación de espías, permitiéndose incluso el lujo de electrocutar a éstos luego, pero ahí queda el hecho: si únicamente hubiera tenido la bomba Norteamérica, ¿quién habría podido representar el papel de coco con provecho de los Usureros? ¿Quiénes, muy recientemente todavía, se han repartido el mundo en Helsinki? ¿Y cuáles han sido los resultados de este reparto para los pueblos de la Unión Soviética? Una represión redoblada, ya que aquellos acuerdos significaban simplemente esto: “Todo va bien, estáis en vuestro papel, continuad”.
»Iré más lejos. No encuentro muy convincente la forma de Reagan de mostrar sus dientes, y Breznev sus zarpas, con motivo del asunto polaco. Todo lo que pide la Unión Soviética es un pretexto para no invadir; todo lo que pide Estados Unidos es una ocasión de restablecer su prestigio. Ese perro y ese gato se entienden, están a partir un piñón…
Estas sorprendentes declaraciones son acogidas con movimientos diversos, proseguía Hugues Minquin, pero la verdad nos obliga a reconocer que el señor Kurnossov nos reservaba una sorpresa, de la que sacó un efecto magistral. Apreciando la incredulidad de una parte del público, declaró con buen humor:
—¿No quieren creerme? Sin embargo, yo voy a demostrarles que Estados Unidos ayuda a los soviéticos a mantener al pueblo ruso en la esclavitud, y todo esto para el mayor provecho de los comerciantes de cañones, esos primos de los Usureros.
Entonces, sacó algo de un bolsillo.
—Yo dejé el territorio de la Unión Soviética esta misma mañana —dijo—. Durante el tiempo que el avión estuvo sobrevolando el territorio nacional me obligaron a llevar las esposas puestas. Me las hice quitar cuando supe que habíamos dejado atrás el espado aéreo de la patria, y como tengo algo de ratero, me las arreglé para conservarlas como recuerdo…
Volvióse hada la señora Choustrewitz, de Choix, a la que tendió lo que tenía en la mano:
—Señora: ¿me haría d favor de leer las palabras que han sido estampadas en este objeto?
La señora Choustrewitz empuñó aquél: tratábase de unas esposas. Y leyó el texto de un sello en voz alta e inteligible:
—Smith and Wessont Made in USA.
Después de la conferencia de Prensa, Monsieur Baronet, que gustaba de los restaurantes pequeños y discretos, cuidados, que no gravaban excesivamente la nota de gastos, llevó a Fourveret, Psar y Kurnossov a comer al «Tiburce».
—¿No está usted fatigado? ¿No preferiría reposar? —preguntó Alexandr a Kurnossov.
—¿Fatigado? No he hecho otra cosa que hablar.
—Pero esta misma mañana usted…
—Llevaba diez años preparándome para este viaje.
—¿Sabía usted…?
—Yo sabía que si me habían dejado con vida era con d fin de exportarme un día u otro.
Kurnossov se comportaba en la mesa mucho mejor que Gaverin.
—He leído mucho —explicó con sencillez—, y entre otros libros manuales de usos sociales. Estoy convencido de que el conocimiento es uno, y que no hay por qué equivocarse de tenedor si se es buen cristiano, por ejemplo.
Monsieur Baronet, joven importante y mofletudo, piel sonrosada, cabellos claros, las gafas inquietas y doradas, quiso saber por qué el movimiento que Kurnossov deseaba lanzar se llamaba Hermandad de la Verdad de los Pueblos.
Kurnossov, cabellos blancos, aplastados como un felpudo más que en cepillo, nariz piramidal, lentes sentenciosos, manos metódicas, con todos los dedos de la misma longitud, o casi iguales, con el aire de un jefe de contabilidad que se hubiera vuelto loco de repente, respondió:
—La Hermandad de la Verdad de los Pueblos se llama así en honor a la Hermandad de la Verdad Rusa, cuyos miembros fueron detenidos y juzgados durante el terror posleniniano. En lugar de humillarse, de prosternarse, de acusarse de todos los crímenes, como hicieran los canallas comunistas que desfilaron delante del mismo tribunal, los hermanos de la Verdad Rusa respondieron a todas las preguntas que les fueron formuladas cantando a coro: «Dios salve al zar». Cualquiera puede no compartir sus opiniones; ahora bien, no hay más remedio que admirar su martirio.
Alexandr detestaba esta seguridad de autodidacta, la lógica misma de esta locura, y sin embargo notaba que había allí, en aquel menudo cuerpo, envarado dentro de su jersey de cuello enrollado, en aquella pequeña cabeza cuadrada y obtusa, rematada por los erizados cabellos, tan derechos y rígidos que se hubieran creído electrificados, una gran pasión, que, en otras circunstancias, él habría podido compartir.
—Tradúzcales esto. Delego mi confianza en usted. En fin, hasta cierto punto.
Los pequeños y duros ojos picoteaban el rostro impasible de Alexandr.
—El pueblo ruso es verdaderamente el pueblo portador de la verdad, como ya he escrito. Los mismos católicos saben, después de la aparición de Fátima, que nosotros tenemos un destino aparte. La revolución llamada rusa es una tentativa no rusa para nivelar ese destino.
»Rusia tiene un corazón místico cuyo nombre verdadero es el Monasterio de la Trinidad-San Sergio. Este lugar ha sido rebautizado Zagorsk en honor a un oscuro revolucionario cuyo seudónimo era Zagorski, y el verdadero nombre Krachman. ¿No es simbólico?
»¿Conocen ustedes los nombres de los asesinos que acabaron brutalmente con el zar, la zarina, el zarevich, las zarevnas y cuatro de sus fíeles en el sótano de Ekaterinburgo, el 17 de julio de 1918, a la una y cuarto? Tres de ellos son rusos, pero escuchen los nombres de los otros siete: Iurovski, Horvat, Fischer, Edelstein, Fekete, Nagy, Grünfeld y Vergazy. El verdadero nombre de Trotski era Bronstein; el de Zinoviev, Apfelbaum; el de Kamenev, Rosenfeld. No es un detalle importante que algunos de esos nombres sean judíos: Dzerjinski era polaco, Stalin georgiano, Beria mingreliano, Lenin tenía un poco de sueco y mucho de tártaro. No hay, pues, por qué clamar contra el antisemitismo, como hacen los Usureros cada vez que se constata que la Revolución rusa es en realidad una revolución antirrusa.
»Por otra parte, se juzga el árbol por sus frutos. Catorce repúblicas de la Unión viven mejor que la decimoquinta —la rusa—; todo el mundo se lo dirá así. Se supone que cada república es soberana, lo cual proporciona en teoría a la RSFSR (140 millones de habitantes) tanto peso como a la de Estonia (1 millón), pero en realidad la RSFSR es la única de las quince que ni siquiera tiene partido comunista.
—¿Cómo? —inquirió Alexandr, extrañado.
—Pues sí. Existe un partido comunista pansoviático, pero no lo hay ruso, lo mismo que no hay Academia de Ciencias rusa, cuando todas las demás Repúblicas cuentan con su Academia y su partido.
—¿No hay ahí un efecto de lo que algunos llaman el colonialismo granrusiano?
—No. Un sabio ruso debe comenzar por exiliarse, por trabajar entre los uzbekos o los kirguises antes de poder dar su talla en Moscú o Leningrado. Y un comunista ruso, sincero, adicto, no puede servir a su pueblo y a su país: es directamente conectado con la federación. Hay algo más grave. El alcoholismo, favorecido por el Estado, está transformando a los rusos en eunucos; no tiene usted más que ver las estadísticas demográficas. Unas décadas más y el Estado comunista habrá destruido literalmente al pueblo ruso. Solamente entonces, la revolución llamada rusa habrá alcanzado su objetivo, y los Usureros-fariseos podrán frotarse las manos, unas manos de las que saltarán partículas brillantes, por un fenómeno natural de descamación aurífera.
—¿Qué le pasa? ¿Qué dice? —preguntó Baronet, al ver que Kurnossov se acaloraba.
Psar vaciló a la hora de traducir. El mesianismo ruso sería la levadura de la Humanidad, pero un exceso de levadura echa a perder la pasta.
—El señor Kurnossov —dijo— es un gran patriota, y se esforzaba por hacérmelo comprender.
—¡Qué bella lengua es el ruso! —exclamó Fourveret, elevando los ojos al cielo—. Pero Moliére habría dicho que por su concisión es todo lo contrario del turco.
La comida había sido la posdata de la conferencia de Prensa. Hubo todavía una posdata al refrigerio.
Kurnossov tenía ganas de andar y Alexandr le acompañó a pie hasta su hotel. Un barro helado saltaba en forma de abanico debajo de los neumáticos de los coches, cuyos faros estaban nimbados de humedad. Kurnossov avanzaba a buen paso, sus gruesos zapatos hollando la nieve y el fango. Alexandr, que le ganaba en estatura por más de media cabeza, lo consideró de reojo con una curiosidad mezclada de temor y de íntima diversión. Este hombre era una fuerza, pero se le llevaría a servir a otra fuerza mayor que la suya. Formaría un relé inconsciente en la propagación de lo que más odiaba, y era este odio, precisamente, lo que haría de él un relé eficaz. «La influencia, decía El Vademecum, sabe hacer uso del principio de Arquímedes. Nerón y Diocleciano, a fin de cuentas, sirvieron al Cristianismo». Las palabras de un salmo que Alexandr se había aprendido de memoria en su infancia, le vinieron ahora a la memoria. «Contra Ti sólo he pecado, y ante Ti he cometido la iniquidad, a fin de que Tú estés justificado en Tus palabras, y que Tú triunfes cuando Tú seas juzgado». Se preguntó si allí también todo era cuestión de relés. Y Judas, a quien Jesús había tendido un trozo de pan que le designaba como traidor (no le denunció, le señaló como se señala a un hombre del servicio), ¿no era acaso el relé sin el cual la operación Salvación-del-mundo habría sido imposible?
Y las palabras «Perdónales porque no saben lo que hacen», ¿no se aplicaban también a unos relés inconscientes? El cierzo parisino hería los labios; con un movimiento idéntico, los dos hombres estrecharon sus bufandas: Kurnossov su «salchichón» de lana gris; Alexandr su prenda blanca de carmelina.
—Mijail Leontich, ¿cómo ha llegado a ser usted lo que es?
—Gracias a mis padres, en primer lugar, que no me han hecho asimilar jamás ideas falsas. ¡Qué discreción, eh! No me las dieron porque ellos mismos eran personas de muy pocas ideas. Tratábase de personas esencialmente verídicas, y en una sociedad como la nuestra, que está fundada en la mentira, se salvaban por la humildad de las funciones, la simplicidad del lenguaje, y una pasividad y una gravedad voluntaria de colonizados. Iban a las manifestaciones cuando eran obligatorias, firmaban las peticiones y las protestas cuando no podían proceder de otro modo, pero todas esas inmundicias les salpicaban sin ensuciarlos. Creían en Dios y en Rusia, pero poseían demasiado buen sentido o demasiada pureza para creer en una idea abstracta, cualquiera que ella fuese. Hacer de una idea, que es objeto de comprensión, un objeto de fe, es, quizás, el famoso pecado contra el Espíritu, y ellos eran completamente incapaces de cometerlo. Esto me dio un fondo de integridad intelectual, y sobre todo, el sentimiento de que lo que es abstracto (salvo en matemáticas, claro) es necesariamente algo adulterado y adulterino. Por eso yo no he escrito un tratado, sino una recopilación de apólogos. Lo propio de la verdad es ser Inefable: hay que atraparla. De ahí las palabras de la Escritura. Luego, partí para la guerra, fui hecho prisionero, y tuve este encuentro…
—Estamos llegando a su hotel. ¿Quiere tomar algo en el bar?
Kurnossov leyó el rótulo.
—¡Ah! Me ha traído usted a «S-kï-séul», el comprador de la Lorena y Córcega. ¿O se trataba del otro? ¿Del que mató a su mujer? Uno de los procesos célebres del siglo XIX… No, yo preferiría dar todavía algunos pasos más. O bien instalémonos en una verdadera taberna, donde siempre hay franceses, de los auténticos. ¿Sabe usted que me fascinan? Se nota que, juntos, no son desgraciados, que todo lo más tienen preocupaciones, y que incluso éstas solo existen para imprimirles seriedad.
Entraron en un café en que se olía a frito.
—¡El olor de la libertad! —exclamó Kurnossov.
—No hay que contentarse con el olor —replicó Alexandr.
Pidió cerveza, dos vasos. Con una expresión en que la lucidez no perjudicaba a la ternura, Kurnossov escrutó atentamente la cara del joven que les servía.
»—Merci, monne-si-éour! —le dijo gravemente.
Añadió, aparte:
—Sé que no es correcto pronunciar monne-si-éour. Debe decirse moussiou. Pero prefiero decir monne-si-éour. Es una palabra que muestra que en el último de los golfos hay siempre algo que representar.
—Cuénteme cómo fue a parar usted a una casa de salud.
—¿Quiere usted decir a la loquera? Pues gracias a un hombre cuyo nombre no conozco, un hombre-montaña de la KGB, claro, pero con los cabellos decentemente cortados, nada que recordara a la guillotina Hablaba como un profesor de Universidad de San Petersburgo. Me dijo: «Reconozca que está usted loco, y ya no volverá a tener la menor preocupación, en absoluto. Ya encerrado, vivirá mejor que en libertad. Comerá, beberá, leerá, escribirá. Si necesita disponer de una mujer de vez en cuando, ya lo arreglaremos. Si se niega, en cambio, me veré obligado a entregarle a esos zoquetes de la Justicia, y acabará usted en las minas de sal, lo cual es una lástima para un hombre con una inteligencia como la suya. Nnoss… (decía nos, como en los tiempos antiguos). ¿Qué decide?». Un hombre bueno, pienso, y muy peligroso; hizo más daño que los malvados.
Alexandr preguntó, en un tono indiferente:
—En ese trato con al KGB, ¿cuál era su mercancía?
Kurnossov no delató ninguna vacilación:
—La verdad. Aquellas gentes se imaginan que pueden enjaezar la verdad y hacerla trabajar para ellos. Pero la verdad es una yegua indomable. ¿Conoce usted nuestros cuentos rusos, Alexandr Dmitrich? ¿Se acuerda de aquel del bastón que pega por sí solo, sin más trabajo que extraerlo del saco? ¿Y de aquel del mantel que se coloca en la mesa sin ayuda de nadie, bastando con extenderlo ante uno para disponer de una comida pantagruélica? He aquí los iconos de la verdad: la verdad que se justifica por sí sola, la verdad que hace libre. La verdad sola es a la vez esencia y función. Yo le dije a aquel hombre-Elbrouz, a aquel Sviatogor de hombre, le dije sonriendo, en la caja en que me habían metido desnudo, tras haberme hecho un registro incluso en el recto, le dije: «Yo soy más fuerte que vosotros».
—¿Y fue a causa de su inteligencia por lo que la KGB decidió hacer de usted un caldo de cultivo contrarrevolucionario?
—No fue por eso solamente. Gracias al encuentro de Alemania, yo poseía una formación política no marxista, caso único entre los 250 millones de habitantes de la Unión. Mi inteligencia no había sido contaminada por el microbio de la dialéctica, o al menos yo había adquirido el hábito de razonar, sin sujetarme a la utilización de un solo método, por lo demás muy primario. Para la KGB, Alexandr Dmitrich, yo era una presa inestimable. Yo iba anotando mis pensamientos. Luego, se los remitía libremente al hombre-montaña. Él escogía las páginas que le convenían y las entregaba a uno de sus agentes. El agente se hacía pasar por uno de mis enfermeros y los enviaba a una organización. La organización los exportaba con toda inocencia… ¡Qué organización, Alexandr Dmitrich! Una organización de la cual el hombre-montaña se creía la cabeza, ¡siendo tan sólo un juego de ruedas que trabajaba para mí! Naturalmente, a los periodistas les conté otra historia; es preciso saber mentir para ser creído.
Kurnossov secó con su pañuelo la espuma de cerveza que cubría sus labios. Devoraba su grasiento frito sin acordarse para nada de la excelente comida que acababa de tomar. Alexandr pidió todavía otro vaso para él.
—¿Quiere usted hablarme de aquel encuentro?
—Con mucho gusto. Le dije que yo había sido hecho prisionero, ¿no? Nos rendimos con el primer choque, toda la división. ¿Y con motivo de qué? Con motivo de las botas… Por el hecho de que nosotros carecíamos de ellas, en tonto que la URSS acababa de vender a Alemania centenares de millares de pares. Sentíamos lo mismo que si hubiésemos sido vendidos con las botas. Era el principio de la guerra, y los alemanes no nos trataron demasiado mal. Fusilaron a nuestros comisarios políticos, pero en cuanto a esto, ¡bah!, nos daba igual; teníamos la impresión de que no eran cosa nuestra. ¿Sabe usted quién, finalmente, forjó la unidad del pueblo con el partido? La guerra. Porque, después de todo, hay que reconocer que el partido condujo al pueblo a la victoria. Una vez llegados a Alemania, en vagones para el transporte de ganado, fuimos distribuidos por las granjas. Algunos de nosotros no se enojaron por esto: el campesino en su regimiento, la aldeana sola en la casa… No era éste mi caso. Yo no tenía aún veinte años, no conocía a las mujeres; mi granjera, pará mí, era más bien mi madre. Untaba mis rebanadas de pan con mantequilla. No lo hada como una rusa, es verdad, sino como una alemana: con una cara del cuchillo ponía la mantequilla sobre el pan, y con la otra cara de la hoja quitaba la mantequilla que no había penetrado en los poros. Pero era lo mismo, aquello estaba bueno. A veces, la mujer escondía algunas de esas famosas rebanadas en las cajas de la basura, que otros prisioneros habían de vaciar; quiero decir más tarde, cuando los alemanes habían hecho tantos prisioneros que no sabían con qué alimentarlos… Comencé a trabajar la tierra. Mi padre era obrero encuadernador, ¡ya puede usted imaginarse! Pero una vez que se ha aceptado su rudeza, la tierra es generosa, la tierra-madre-húmeda no es miserable; recompensa, incluso la tierra extranjera. Manejaba la azada y la guadaña, y les tomé gusto; me agradó regenerarme así cerca de las cosas verdaderas: si usted planta algo, eso se desarrolla; si no escarda, el fruto se ahoga; si cosecha, uno se abastece; si se retrasa al recogerlo, el fruto se pudre. Nada de marxismo-leninismo en todo esto.
»Nuestra granja (¡nuestra!, digo) estaba situada en el lindero de un bosque. En d otro lado del bosque había otras granjas, por las que habían sido repartidos prisioneros franceses. Ellos y nosotros dependíamos de la misma villa. Un día fui al pueblo en busca de diez sacos de fertilizante químico (los alemanes están fuertes en el asunto de los abonos químicos) y me encontré con los franceses. Uno de ellos me mira con curiosidad y me dice, en ruso: “Así que tú eres de allí, ¿eh?”. No quería dar crédito a mis oídos; yo había oído hablar de los emigrados blancos, pero siempre se nos había contado que eran todos príncipes y condes, y personas taradas y drogadas. Y he aquí que aquel muchacho, apenas mayor que yo, fornido, de manos grandes y orejas pequeñas, me dice: “Tú eres de allí”. Para mí, esto… ¿Cómo explicárselo…? Era como si me hubiera encontrado con el fantasma de la antigua Rusia. No teníamos derecho a hablarnos, unos inválidos nos vigilaban, no muy bien; logramos concretar una cita para el domingo, a las tres, en el bosque, bajo un castaño de dos troncos que ambos conocíamos.
»La primera vez, mis camaradas fueron conmigo, para ver a aquel pájaro raro, el ruso de Francia, el hijo de barín, pero pronto se sintieron disgustados: “Es un guardia blanco, quiere imponernos de nuevo los zares. ¿Y quién te dice que los zares no desean seguir manteniendo a los comisarios? Y entonces, nosotros no habremos hecho otra cosa que sudar bajo unos y otros, ¿eh?”. En suma, que prefirieron quedarse con sus granjeras; yo, en cambio, continué volviendo al gran castaño de los dos troncos cada domingo.
»Ahora estoy viendo todo esto en perspectiva. Nicolai Vladimirovich era un Joven Ruso, y tengo la impresión de que era la KGB quien manipulaba tal partido. Al sentirme preso de la duda, se apoderó de mí la desesperación; me notaba como cercado. Luego, reflexioné que eso no tenía importancia, verdaderamente, que la verdad es un explosivo de peligroso manejo, y que puede saltar a la nariz de quienes pretenden hacerla servir de lastre para sus mentiras. En todo caso, bajo mi castaño, no me planteaba todavía estas preguntas: escuchaba a mi emigrado hablándome de Rusia, y bebía sus palabras, las succionaba para extraer de las mismas toda la verdad que contenían, como si fuesen huesos de perdiz, como caparazones de cangrejos. Todo ello lo percibía sumido en el olor de los champiñones y el musgo, que es desde entonces para mí el olor de la verdad.
»Nicolai Vladimirovich me hada aprender de memoria todo un programa, me preparaba unos exámenes… Yo aprendía, trabajaba, preguntaba, recitaba; él me interrogaba, me avisaba, me soplaba para avivarme cuando me apagaba demasiado. Teníamos los pies helados, la nariz congelada; no disponíamos más que de un bolígrafo para los dos; durante todos los días de la semana trabajábamos como esclavos; podíamos ser detenidos, nos exponíamos mucho, pero esto nos daba igual: yo crecía gradas a él y él (esto, sin embargo, lo comprendí más tarde) crecía gradas a mi Mi amigo me transmitía todas sus creencias. Soplaba sus conocimientos sobre mí, y yo, inculto, atontado y embrutecido, comenzaba a moverme, a agitarme. A través de mí, a través de las ideas que introducía en mí, él regresaba a los suyos… ¿Lo comprende usted? “Volvía”. No solamente a su país, también a su infancia, al mismo seno materno…
»Sus ideas componían un caldo indefinible. De la polit-grammata, decía él. Una doctrina monarco-social-fascista. “Nos hace falta un zar para reinar y un jefe para gobernar”. A mí me parecía que con un zar bastaba. Discutíamos. En fin, llegó la primavera y yo salí airoso de mis últimos exámenes. Entonces, mi amigo me admitió para la formulación del juramento.
—¿El juramento?
—El juramento de fidelidad. Al zar.
Los ojos metálicos de Kurnossov no se empañaron; se templaron, mejor dicho, como se templa el acero: de soberbia. Sus labios se movieron, como mascando silenciosamente la frase sagrada, que no era cuestión de pronunciar en voz alta en aquella taberna con la atmósfera cargada de olores a fritos.
—Sí —dijo Kurnossov—, yo tenía veinte años, y he articulado esas palabras, sílaba a sílaba, y nunca me he arrepentido de ello. Aquellas gentes querían saber por qué había disparado sobre Breznev… Fue, Alexandr Dmitrich, para hacer sitio.
Una sonrisa burlona, cargada también de envidia, quizá, torció la boca de Alexandr:
—Hacer sitio… ¿para quién? ¿Para el pretendiente actual?
Kurnossov se secó los labios con el pañuelo.
—Hasta cierto momento de la Historia, Alexandr Dmitrich, son los príncipes quienes hacen los tronos; luego, se alcanza la otra vertiente, y son los tronos quienes hacen a los príncipes.
Se puso en pie.
—¿Andamos un poco más todavía?
El exprisionero de la celda 000 era infatigable.
La organización de la Hermandad comenzó. Había que ocuparse de tres puntos principales: el programa, el presupuesto, el reclutamiento.
La idea básica del programa era una declaración universal de los deberes del hombre. Kurnossov escribió:
«Toda concepción social fundada en los derechos del individuo y no en sus responsabilidades con respecto a los otros individuos vendrá a ser, exclusivamente, algo así como una labor efectuada con la carreta colocada delante de los bueyes. Los eslavófilos repudiaban ya la democracia burguesa porque ésta se funda en un liberalismo absoluto, que sólo puede llevar a la explotación, tan sigilosa como se quiera, del débil por el fuerte. La libertad sólo puede rondarse sobre la responsabilidad; en cuanto a la igualdad, no hay más que una, sagrada, por otro lado: la de la muerte. Y justamente, todo sistema igualitario desemboca necesariamente en la muerte, tanto si fracasa en su lucha contra la Naturaleza e intenta amputarla para hacerla entrar en su cuadro artificial (esto es lo que se denomina Terror), como si triunfa y suprime la diferencia de potencial indispensable al paso de toda corriente vital (es lo que se llama socialismo). La responsabilidad, por el contrario, proporciona una base sólida para el establecimiento de una sociedad justa. Esta responsabilidad compromete al hombre en sus relaciones concretas, por una parte, con los otros hombres —el productor y el consumidor, el artesano y el cliente, el superior y el subalterno—, y por otro lado con las comunidades naturales a que pertenece, familia, pueblo, oficio, Humanidad, teniendo siempre la prioridad los deberes más inmediatos en relación con el prójimo…».
Un texto establecido por Kurnossov, adaptado por Psar, revisado de nuevo por Kurnossov, fue después sometido clandestinamente a Piotr, en una de las citas celebradas en Cluny y Caraavalet. De ahí se derivaron ciertos conflictos, pues Alexandr estaba habituado a trabajar de manera independiente, y la actitud llanamente didáctica de Piotr le horrorizaba.
—Su programa no es bastante educativo —criticaba el agente tratante—. Ustedes deben elaborar un antimarxismo que será falso por definición, ya que el marxismo es algo verdadero. Hay que enseñar a nuestros enemigos a pensar al revés, nada más.
—Yo no sé a qué directorio pertenece usted —replicó el agente—, pero, evidentemente, no ha comprendido de la operación que se supone que dirige. Lo que sucede es que nosotros, por fin, hemos reconocido la evidencia: el marxismo no es otra cosa que un momento de la dialéctica, y una síntesis que lo habrá digerido pero que le será hostil corre el peligro de ocupar el sitio de la antítesis que representa. Entonces, nosotros hemos decidido engañar a la Historia como se engaña a determinados insectos, facilitándoles huevos artificiales que ellos se dedican a fecundar sin provecho alguno, esa es la jugada que tenemos la intención de hacerles a las intelligentsias occidentales, y esperamos que a partir de nuestras seudosíntesis, por dentro de la cual habremos pasado el brazo como si de una marioneta se tratara, podamos encadenar una tesis que nos sea de nuevo favorable.
Habiendo arrancado algunas concesiones a Piotr, Alexandr volvió a ver a Kurnossov, intentando imponerle las revisiones ante las cuales Piotr no había cedido. Naturalmente, Alexandr debía presentarlas como si provinieran de él, siendo así que las desaprobaba radicalmente.
—Alexandr Dmitrich —le decía Kurnossov con indulgencia—: es usted el más voluble de todos los hombres por mí conocidos.
El presupuesto presentaba otros problemas. Por economía, Kurnossov había dejado el «Choiseul» él segundo día de estancia, yendo a instalarse a un pequeño hotel del distrito XV, donde había tomado una habitación sin cuarto de baño. «Iré a los baños el sábado. ¿Sabe usted que en Leningrado era éste uno de mis privilegios? El secreto era bien guardado, pero lo cierto es que todos los sábados abandonaba mi celda, con las esposas (norteamericanas, naturalmente) puestas, y mi escolta, siendo conducido a un establecimiento reservado a la KGB. Eran mis guardianes quienes vertían el agua hirviendo sobre mi espalda, fustigándome con ramas de abedul. A veces, yo les pagaba en la misma moneda. Nos divertíamos mucho». Cuando Kurnossov descubrió que no había baños rusos en París se escandalizó: «Pero ¿en qué han estado pensando ustedes, los emigrados, durante sus sesenta años de estancia aquí?». Se contentó, sin embargo, con un baño turco y no se movió de su destartalado hotel. Por otro lado, sólo comía cuando se le invitaba: «Me he atracado de tal manera a diario en la prisión que ha llegado la hora de que ayune un poco». Las mensualidades que le entregarían las «Ediciones Lux», a la espera de su restitución a Gaverin, a quien se había intentado procesar, pasarían, pues, casi íntegramente, a las cajas de la Hermandad.
No obstante, aquellas sumas no podrían bastar para poner en marcha un movimiento mundial, ni siquiera actuando sobre bases modestas. La agencia Psar consagraría una parte de sus beneficios a la empresa común; esto le permitiría a Alexandr ejercer un control sobre la Hermandad, incluso si, por alguna razón, sus relaciones con Kurnossov se deterioraban. Pero como tales beneficios pasaban obligatoriamente por Piotr, el agente tratante se otorgaba a si mismo el derecho, a analizar las cuentas de la Hermandad. Deambulaba por los salones con piso de parqué del «Hotel Biron» (sus zapatos crujían odiosamente), se detenía ante la maqueta de las Puertas del Infierno, y exigía justificantes para el último sello, para el último billete de Metro. Cuando Alexandr e espetaba:
—¡Es usted un chupatintas maníaco!
Piotr respondía, con una leve sonrisa de satisfacción:
—Soy un profesional.
En cuanto a la cuestión del reclutamiento, nuevas dificultades. Kurnossov se inclinaba por la cantidad:
—Es necesario disponer de una cantidad critica, para que las élites se decidan. Recibamos a todo el mundo con un profundo saludo, al estilo ruso.
—Imposible, Mijail Leontich. Suponga usted que todo el ghetto fascista francés decide inscribirse en masa: ninguna otra persona querrá trabajar con nosotros. ¿Sabe usted que en Francia hay cuatro círculos realistas que andan a la greña entre ellos? Usted no querrá que seamos colonizados por los trotskistas, ni por los banapartutas, ¿verdad? Ni por los mundialistas, ni por los anarquistas, ¿eh? Usted no querrá, ¿verdad?, que proporcionemos a los gaullistaa la doctrina que buscan desde hace treinta años. Tampoco querrá, seguramente, que rehabilitemos a los intelectuales de izquierda, a esos nuevos ricos del poder. Nosotros creamos un organismo absolutamente nuevo y debemos procurar que ninguna agrupación ya constituida se apodere de él. Piotr pretendía conceder la calidad de miembro solo como un privilegio, hacer rellenar a los candidatos formularios de seis páginas, comprobar sus antecedentes, constituir un fichero. Hombre experto en materia de contraespionaje, estaba obsesionado por el temor de una posible infiltración. Alexandr se irritaba:
—¿Y quién quiere usted que se infiltre en nuestra organización? Ya sabemos por anticipado que nuestros adheridos serán anticomunistas.
—Justamente. Suponga que un sujeto francés destacado se infiltre en la Hermandad y descubra que está manipulada por nosotros. ¿Se imagina ya el cortocircuito?
Así atacado, Alexandr sentía que una malsana fatiga se acumulaba en él, pero se jactaba de que la misma le impedía sucumbir a una auto-conmiseración, a esta ignominia.
A tal lasitud interna y deletérea se añadían los agotamientos superficiales de su vida pública. Kurnossov era invitado incesantemente a darse a conocer en provincias, e incluso en los países extranjeros: Bélgica, Gran Bretaña. Alexandr designaba a los intérpretes y mentores que habían de flanquearlo.
Una mañana, muy temprano, regresaban de Montecarlo. Kurnossov se había quedado amodorrado, había echado la cabeza hacia atrás y tenía la boca ligeramente abierta; a pesar de esto, se notaba que sus músculos maseteros permanecían contraídos. Alexandr contempló aquel perfil con una serie de sentimientos entremezclados que no trató de analizar.
«He aquí a Máscara de Hierro —pensó—. He aquí al Harmodio fallido que atacó a Breznev. He aquí al discípulo de Nicolai Vladimirovich. He aquí a un sexagenario del que sospecho que está virgen. He aquí al hijo de aquellos humildes encuadernadores que jamás le inculcaron ideas falsas. He aquí al loco que se ha pasado diez años en un asilo psiquiátrico, no para ser cuidado, sino para poder cuidar, es decir, desarrollar, su locura…».
Abrió la primera edición de L’Impartial. Se daba a conocer allí la muerte de Gaverin.
El cartero, que llevaba a la casa fuerte de Limoges un nuevo montón de facturas, requerimientos y convocatorias diversas, se dio cuenta de que el buzón no había sido vaciado en varios días. Entonces, alertó a la gendarmería. Los gendarmes habían encontrado al proscrito en la cocina, colgado de una de esas vigas visibles de que tan orgullosos se muestran siempre los agentes inmobiliarios. El cadáver, vestido con un traje azul de factura extranjera, se balanceaba al extremo de una corbata de seda de casa «Hermés».
Así pues, ¿había estado justificada en definitiva aquella angustia que sintiera en todo momento Gaverin desde su llegada a Francia? Alexandr exigió una entrevista para aquella misma tarde. Encontró a Piotr ya instalado en una esquina del diván a rayas blancas y negras de Jessica, con el labio superior adornado por un bigote de adolescente. Este detalle lo hada más odioso ante Alexandr: ¡un áspid con bigote! ¡Verdaderamente, esto era pasarse ya de la raya!
—¿Es esto cosa nuestra?
Piotr leyó con sangre fría el artículo estrujado que Alexandr había tirado sobre el diván.
—No.
—He enseñado el papel a Kurnossov. Me ha dicho: «Esto simplificará, quizás, el procedimiento de recuperación de los fondos». ¡Que palabras tan bonitas para un cristiano! ¡Ah! Todos ustedes son iguales.
—¿Quiénes somos nosotros?
Alexandr hizo un esfuerzo, enmendando su postura.
—Tiene usted razón. Si Gaverin molestaba, había que liquidarlo. He estado pensando en el destino lamentable de este buen hombre antes que en el bien de la causa.
Añadió, orgullosamente:
—Me acuso de ello.
Piotr aceptó esta demostración de pesar con agrado.
—Y ahora, ¿por qué deseaba usted verme?
Alexandr comprendió la amplitud de su error. No quería negar nada; una vez más, por orgullo, replicó:
—Para esto.
Piotr resopló muy suavemente por debajo del minúsculo bigote, cuyas guías comenzaban apenas a apuntar.
—¿Quiere decir que usted, coronel cooptado, pasa y me hace pasar por todos los riesgos inherentes a una cita de urgencia a causa de la muerte de un agente sacrificado desde hace largo tiempo? Tenga cuidado, Psar; a nuestro nivel, de la incompetencia al sabotaje no hay más que un paso.
Al día siguiente, Alexandr debía almorzar con Emmanuel Blun. Sus relaciones se habían interrumpido desde que, reescribiendo siempre las mismas novelas, mediocres y bien acogidas, sobre el tema del «amigo fiel», Blun había encontrado facilidades para publicarlas sin tener que ceder un porcentaje a la agencia Psar. Pero no por eso había dejado de ser agradecido, y, en los cócteles de la Prensa, cuando se encontraban, él tenía a gala siempre proclamar, al tiempo que pasaba un brazo protector en tomo a los hombros de su exagente:
—Es el mejor de París, ¿sabéis? Gracias a él dejé el en otro tiempo obligado menú de sopa.
Su llamada telefónica: «Invíteme a almorzar. ¿Nos vemos en “Pont-Royal”?», había sorprendido a Alexandr. ¿Qué podía querer de él este hombre, que había hecho fortuna con la defensa de los pobres?
Llegaron allí simultáneamente, y fueron al mismo tiempo al guardarropa, donde dejaron sus gabanes. El de Blun era de cachemira, negro, con un cuello de terciopelo. Una vez suspendido de una percha que él escogiera atentamente, entre varios otros rigurosamente idénticos, Blun apareció vestido con un traje de tres piezas con cadena de reloj, el chaleco perfectamente ajustado para mostrar lo que su cintura tenía todavía de juvenil y la bolsa de próspera, con todo.
—¿Tomamos unas copas aquí y luego subimos? He reservado una mesa.
Alexandr asintió con la cabeza. Estimaba el confort, el claroscuro, el servicio como enguatado del bar, pero no le gustaba del todo verdaderamente: le parecía que se encontraban demasiados escritores por allí, y en el fondo se hallaba convencido de que ellos no pertenecían exactamente a «su mundo». Dejóse guiar, llevado del codo, hacía uno de los sillones marrón.
—Me gusta esta cueva. Es un sitio de categoría —dijo Blun con un suspiro de plenitud.
Chismorrearon mientras bebían. En la primera pausa, Blun saltó:
—Vengo de Rusia.
Pero Alexandr no adivinó la segunda intención, de apertura, del otro. Nada había de extraño en el hecho de que volviera de la URSS un hombre de letras que había ganado un premio. El agente literario, pues, continuó hablando de Literatura, observando atentamente al mismo tiempo el rostro desprovisto de vello, inflado, y pálido de aquel pequeño burgués no desprovisto de talento, pero de tal clase el mismo que le hubiera resultado más honorable carecer de él por completo. ¿Dónde se detenía el Emmanuel Blun de las uñas llenas de grasa y la cabeza llena de ideologías, a quien Psar había sacado del anonimato para hacer de él uno de sus relés? Ahora sus uñas eran revisadas con regularidad, siendo corregidas por una manicura, y las ideologías habían sido dispersadas a los cuatro vientos por el «Crédit Lyonnais».
—Creo que mi mesa debe de estar preparada ya —dijo Blun.
Tuvieron unos gestos corteses mutuos delante de la puerta semi-escondida que conduce a las entrañas del hotel.
Sólo después de haber pedido la comida con todo detalle y enunciar algunas posibilidades sobre los vinos con el maïtre-d’hótel, abordó Blun el asunto que originaba aquel encuentro. Y todavía sintió la necesidad de hacer un preámbulo seguido de un despropósito.
—El año pasado era sencilla la cosa: con el bouzy se quedaba uno tranquilo. Pero esto comienza a ser ya arcaico. Espero que le guste el cahors. Después de todo, es su vino de mesa, el de los ortodoxos. A propósito, ¿cómo marcha la Hermandad?
—Bien. Acabamos de entronizar a un gran director norteamericano, el que rodó El Cazador.
Blun jugaba con su pan.
—¿Qué es lo que hay que hacer para entrar en su club, Psar? ¿Es un partido al cual uno se adhiere, es un Rotary que invita, o es una Iglesia que inicia?
—Es un poco de todo eso, a la vez.
—No le oculto que me interesaría ser de los suyos.
—¿A usted, Emmanuel Blun? Pero si la mayor parte de los miembros son resueltamente anticomunistas… Tenemos…
Alexandr citó algunos nombres muy conocidos. Blun parpadeó varias veces.
—Muy bien, todo eso está muy bien. ¿Podría usted recomendarme?
—Blun, no le comprendo. ¡Usted es un oficial laureado de la URSS!
—Es con lo que cuento para hacerme admitir. A fin de cuentas, tal hecho debería complacer a todos sus reaccionarios, al verme llegar haciendo penitencia.
Imposible no pensar en la infiltración, aquella obsesión de Piotr.
—Pero ¿por qué lo de llegar haciendo penitencia?
—Ya no tengo nada que perder, Psar. Me he enemistado con la izquierda y me hace falta un publico.
—¿Se ha enemistado con la izquierda? ¿Cómo es eso?
—Es una larga historia.
—Señor —dijo Alexandr al maïtre-d’hótel—, que traigan otra botella en lugar de ésta…
Blun estaba deseando contarlo todo; sin embargo, quería sentirse solicitado; el cálido cahors se encargarla de ello.
Desde hada algún tiempo ya, sus libros no eran reeditados en la Unión Soviética. Hablase preguntado por qué, aceptando una invitación, bien poco halagadora en sí misma, pero que le permitiría ver sobre el terreno qué era lo que ocurría.
—Varios años atrás, desenrollaban para mí la alfombra roja, iba con todos los gastos pagados, me servían caviar, etcétera. Esta vez se han mostrado mezquinos. Yo lo que quería era contar con una información precisa. Después de todo, todavía estoy en condiciones de poder ofrecerme a mí mismo, no sólo su Ukratna, sino también, si es necesario, una suite con piano de cola si se me antoja.
A partir de su llegada, Blun se habla visto mal recibido. Se olvidaban de él en las antecámaras, no se acordaban de invitarle a las recepciones. Pasó dos veladas en soledad en su hotel. En el curso de la tercera tarde conoció a una muñeca de gran clase, e inteligente, además. Se hallaba alojada en el mismo hotel. Blun se reunió con ella en su habitación, yendo allí «por la escalera de servicio para que no me viera la fea encargada de la planta». Al día siguiente, nueva visita al editor soviético: «Bueno, Guennadi, ¿qué pasa? ¿Por qué no reedita ya mis libros? ¿Es que hay algo raro en mi línea política? Tenga en cuenta esto: yo sólo tengo una conciencia. Pero, en fin, si se trata de reconsiderar algunos detalles…». «Hay que ir a ver a Serioja», dijo Guennadi.
—¿Serioja? Yo no conocía a Serioja, pero bastó con que me diera las señas. Me figuré que sería un supereditor cualquiera. En absoluto. El Serioja, que tenía un aire tan jovial como el de un empresario de pompas fúnebres en huelga, me recibió en un despacho siniestro, con un retrato de asceta loco en la pared, estilo Greco, y en seguida me expuso el trato: o bien trabaja usted para nosotros y se le abonan veinticinco mil volúmenes por año independientemente de las ventas, o bien acabamos liquidando sus libros a cualquier precio para desembarazamos de ellos. Ya ve usted, Psar. Estas cosas, no, gracias. No son para mí. Además, yo soy francés, y bueno, por añadidura, y luego que el espionaje es una de esas cosas que acaban en un reencuentro en el canal de Saint-Martin, si no es en los fosos de Vincennes. «Lo siento, Serioja, sería un placer para mí, pero no acierto a ver, verdaderamente, qué podría hacer yo por ustedes». «Sí, sí que puede hacer —me dijo él—. Usted podría suministramos informes de ambientes, aparte de que se relaciona con personas que se negarían a cruzar la palabra con nosotros». «Sólo conozco a escritores». «Hay que señalar, en primer lugar, que los escritores no son tan inútiles como se afirma; por otro lado, usted conoce a políticos que se encuentran ahora en el Gobierno. El secretario de estado Polipier es su amigo Íntimo…». «Lo siento —le dije—, el espionaje no cae dentro de mi esfera de actividades». El Serioja había comenzado por mostrarse muy cortés, dulce incluso, un ideal común, toda la retahíla, pero se tomaba cada vez menos educado, se inflaba como una rana que quisiera hacerse tan voluminosa como un buey. «Mire —dijo él—, por fin, hemos intentado facilitarle las cosas. Todo resulta siempre más agradable cuando se actúa por idealismo; el móvil del interés tampoco es malo. Sin embargo, no hay por qué Imaginar que no disponemos de otras motivaciones con objeto de proponérselas. ¿Le gustaría a usted que hiciésemos llegar a manos de Madame Blun un mego de fotografías como éstas?».
»Y dicho esto, abre un cajón, saca de él un clasificador, abre el clasificador, y saca de éste una carpeta, abre la carpeta, localiza dentro un sobre, abre el sobre… y extiende ante mí una docena de fotos. Si usted quisiera publicar una nueva edición del Aretino, podría utilizarlas como ilustraciones. En ellas, ya lo habrá adivinado, aparecíamos la muñeca del hotel y un servidor, sorprendidos en sus amorosas expansiones.
»Único reparo: el Serioja no sabía —y es en esto en lo que los rusos me han decepcionado, al parecer no son infalibles— que Madame Blun y yo, pareciéndonos que la broma habla durado ya bastante, hemos entablado una demanda de divorcio, justamente antes de mi partida. Me eché a reír blandamente. Serioja podía fruncir el ceño y resoplar por las narices cuanto quisiera, pero el caso es que le he dicho: “Esto representa una magnifica iniciativa. Es algo que quizá facilite algunas ideas a Madame Blun. La enseñanza por la imagen, el amor sin lágrimas, todo eso; ustedes conseguirán de golpe lo que yo no he logrado hacer en veinte años. Y mire, para ahorrarles gastos de franqueo llevaré yo mismo sus ilustraciones educativas”. Y a continuación tomo las fotos, me las pongo in te pocket, y me largo. El Serioja se quedó donde estaba, igual que veinte francos de gelatina.
»He de decir que en la frontera me han registrado de pies a cabeza; esto se ha llevado dos horas, pero yo, nada tonto, ya me las había arreglado para hacer llegar las fotos a uno de mis amigos, secretario de Embajada: valija diplomática; ni visto ni conocido; no se ha visto, no se ha pillado. Todo esto para explicarle que los soviéticos y yo hemos terminado, y que a usted le interesa explotarme, tanto más cuanto que soy yo todavía quien lleva la voz cantante en esta ruptura. En otro caso, le prometo que dentro de quince días saldrá en Literatourka un artículo en el que se declare que Blun es una víbora lasciva, carente no solamente de genio, sino también, sobre todo, de conciencia de clase. Observe que tengo mi mérito. Puedo confesarle que he vacilado. Serioja me había dado a entender que si aceptaba, la muñeca de la otra tarde sería nombrada mi oficial tratante. Y le aseguro que lo que es tratar sabe tratar. Y luego, que tiene una piel, de una suavidad: un verdadero bebé. No hay más que, ¿qué quiere usted?, que le tengo más cariño a mi piel que a la suya.
Blun estaba en su segunda copa de aguardiente de Armagnac cuando Alexandr, nada interesado, sin embargo, por aquel género de pictografías, impulsado tan sólo por la curiosidad profesional —si no era que entonces captaba algo del destino—, inquirió negligentemente:
—¿Lleva usted encima las fotos?
Blun cloqueó:
—Por eso reservé una de las mesas del rincón.
Le costó algún trabajo encontrar su bolsillo interior, pero cuando lo hubo logrado retiró de él con presteza un juego de fotografías que mantuvo ocultas en su mano.
—Cierre los ojos.
Alexandr cerró los ojos.
Blun, siempre riendo, esparció las doce fotos sobre el mantel amarillo.
—Ábralos.
Alexandr miró las fotos durante quince segundos, echó su silla hacia atrás, púsose en pie y se dirigió a la puerta. Los camareros, a su paso, se ladeaban. Blun se incorporo a medias:
—Psar…
Psar salió de allí.
Blun se derrumbó sobre su asiento. Por vez primera, en mucho tiempo, se veía obligado a pagar la cuenta.