Aquel día, Pitman cerró por última vez la carpeta rosa pálido, ahora algo desteñida, y sobre la cual, treinta años antes, habla estampado, con su letra derecha, redonda, de trazos espaciados, con una tinta negra de mala calidad que había tomado un tono violeta con el curso de los años, irisándose en algunos puntos, esta única palabra: Oprichnik.
Cerró la carpeta rosada y, antes de tendérsela a su secretario, el mayor Belochveiski, consideró aquel largo período, marcado por tantos éxitos. Le parecía verse ayer todavía allí arriba, en la galería que pone en comunicación las dos torres de Notre Dame, y he aquí que la tierra había girado treinta veces alrededor del sol, que se aproximaba a pequeños pasos a la vejez, y que terminaba lo que entonces había iniciado. Las mismas manos, el mismo cartón. «¡Como he cambiado! ¿He cambiado tanto como eso? En suma, he cambiado muy poco». ¡Oh! Todavía le quedaban expedientes por abrir, vastas aventuras que emprender; aquello no era el fin, lejos de eso, y sin embargo la luz de su vida presente no tenía ya tanto color, debido a que su ocaso, aún imperceptible, habla empezado. Pensó en la imprecisión de la noción de cima; de cierta manera, es el instante precedente a la realización, que es lo más exquisito, pero, por otra parte, es un instante posterior, el que permite considerar la realización como rebasada y que hace gustar de ella su plenitud. La mitad de la noche no es la medianoche, es más tarde, y el demonio del mediodía se presenta hacia las dos horas.
La manipulación de Oprichnik había sido una de las más rentables de la carrera de Pitman. Pero él cerraba aquel expediente sin pesar. Tal vez, en el fondo de sí mismo, estaba resentido con Alexandr Psar por haber salido tan airoso de todo, en tanto que él, Pitman, le había precedido un éxito imperfecto. Su diagnóstico había sido: no es rojo, no es brillante. ¿No era brillante? Psar había compensado su frigidez (natural o adquirida) con una intensidad tal de intención, con tal capacidad para hechizar a los hombres —a «hacerlos desviar los ojos», como se expresa en ruso—, que su destello invernal había arrojado más frutos que las bocanadas de calor fáciles y superficiales de agentes en apariencia más prometedores. En cuanto a rojo… Psar había facilitado todas las pruebas de fidelidad, y, sin embargo, él quedaba al margen de cierta ética, de cierta estética, quizá.
Por otra parte, Pitman deploraba que la cabezonería de Abdulrakhmanov le impidiese retribuir a Psar según sus méritos; forzábale, por el contrario, a recompensar unos servicios sin par con la ingratitud y el abandono.
Había algo más: lamentaba no poder utilizar a Oprichnik una última vez, pero le habría gustado hacerlo, de forma más clásica, en una operación de desinformación más conforme con la letra del contraespionaje, la famosa operación Signo duro, en la cual había depositado tantas esperanzas, y en la que Alexandr Psar habría hecho maravillas. Sí, no tenía más remedio que reconocer, entristecido, que Abdulrakhmanov perdía facultades, cosa que les ocurre a muchos viejos artistas, particularmente los cocineros. ¡Qué lástima, largar a Oprichnik cuando todavía podía ser útil! ¡Qué pena obstinarse en la tercera fase de Pskov cuando se podía comenzar con soltura la primera fase de Signo duro!
No era que la tercera fase de Pskov no hubiese funcionado satisfactoriamente. La denuncia que de Gaverin hizo Zeliman permitió a Voivode desencadenar una campaña cuyo tema le había sido facilitado bajo sobre cerrado, la semana anterior: los disidentes son manipulados sistemáticamente por la KGB. Muchos habían murmurado ya esto, claro, y en particular los mismos disidentes, cada uno afectando creer que los otros eran agentes secretos, pero ahora la cosa estaba probada: aquel que el mundo entero había tomado por autor de La Verdad Rusa, por un segundo Soljenitsin, casi por el nuevo disidente en jefe, era, en realidad, un agente (desenmascarado) del Gobierno soviético. De ahí a pensar que la mayor parte de los demás disidentes, o al menos algunos de ellos, eran agentes (todavía no desenmascarados) del mismo Gobierno… Los disidentes habían perdido ya parte de su popularidad; la fase 2 de Pskov los había disfrazado de fascistas; la fase 3 demostraría que aquellos fascistas trabajaban para los comunistas; entonces se sentirían verdaderamente mal, y todo el mundo, quizás, estaría algo más tranquilo durante media docena de años. En efecto, no podía negarse que los escándalos mundiales que los disidentes organizaban a cada momento para defender a tal o cuál polizón, a tal o cuál parásito, resultaban irritantes en grado sumo. Pero ellos solos no podían hacer nada; si, en cuanto se presentaran aquí o allá, se les replicaba: «El fascismo no pasará», o: «Comunistas asesinos», ellos veríanse obligados a calmarse.
Sí, esta tercera fase funcionaría por sí sola, como los pájaros bebedores que Pitman había visto en París: bastaba darles un papirotazo para que no cesasen de oscilar adelante y atrás, y tras haber agotado sus posibilidades aquélla se desintegraría espontáneamente, ya que los tribunales franceses se encontrarían en una posición insostenible frente a Gaverin (cuyo único documento de identidad declaraba que él era Kurnossov), las «Ediciones Lux» eran batidas por olas contrarias, como le ocurre a una pequeña embarcación con el paso cercano de un gran buque, y Psar era sospechoso (sin que nadie pudiera jamás sabor hasta que punto esas sospechas eran fundadas) de haber servido consciente o inconscientemente al régimen soviético. El chauvinismo larvado de los franceses representaría su papel: habría periodistas cultivados para formular reproches a los emigrados, fuesen cuales fuesen, Staviski, Gorguloff y la copia rusa. Un joven crítico escribiría una novela en clave en la cual Ballandar sería presentado como agente comunista, ya que parecía haber virado un poco hada la derecha en los últimos tiempos. Balance: además del golpe decisivo asestado al enjambre de disidentes, el terror intelectual, que se cuarteaba, reinstalado en Francia, la deshilachadura magistral de una operación de influencia que había durado veinticinco años («El fin del fin —decía Abdulrakhmanov a sus discípulos—, es hacer vuestros montajes biodegradables»), y un impulso nuevo dado a la orquesta de Voivoae.
Y no obstante… ¿No había ahí una forma chata de ver las cosas?: haber salvado a una gran mente política, el verdadero Mijail Kurnossov, del pelotón de ejecución únicamente para biodegradar a Alexandr Psar, dispersar a los mosquitos de la disidencia y provocar el espanto (lo que no es difícil) en las filas de la intelligentsta occidental…
Pitman suspiró.
—¿Cerramos el expediente, camarada general?
—Sí, Belochveiski; páselo a los archivos. (A diferencia de otros directorios, que tendían a destruir las huellas de su actividad, en el directorio A se constituía un fondo de doctrina). Llame a su enlace de forma que no le dé tiempo para despedirse. La familia le seguirá dentro de unos días. Concederá usted al enlace dos días de permiso extraordinario a disfrutar en Sochi, gastos pagados. Le preguntará si desea que su familia vaya a reunirse con él allí, o si prefine hallarla aquí al regreso: siempre podría indicarse a su mujer que se encuentra cumpliendo una misión.
—¿Debe ser eliminado de los cuadros el coronel cooptado Psar? ¿Será promovido al grado superior? ¿Se admitirá hacer valer sus derechos para el retiro? ¿Y qué debemos hacer con las sumas depositadas en el Banco, a su nombre?
Pitman vaciló. Abdulrakhmanov, a quien quería, estaba peor…
—En cuanto a todos esos puntos, antes de tomar decisiones esperaremos un poco.
—Muy bien, camarada general. El puesto de influencia cubierto actualmente por Oprichnik cae en suerte a Khorunji ¿Cuáles son sus órdenes al respecto? ¿Debemos ponerle a la cabeza de su orquesta ya? ¿Utilizará la misma cobertura? ¿Quién será su enlace?
—Aquí esperaremos también. Khorwtji es un «durmiente», no lo despertemos aun. Ocupará su sitio suavemente. Tiene tiempo: es ahora redactor jefe adjunto del Ogotúok francés… Disponemos de otras seis orquestas que trabajan sobre Francia… No tenemos necesidad de hacer a Khorunji operacional al instante. En cuanto a la Agencia… no. Hemos amortizado veinte veces los gastos que requirió: dejémosla a Psar; éste será nuestro regalo de adiós. Si es todavía capaz de sacar alguna cosa de ella, tras el escándalo de la fase 3, merecerá ampliamente cuanto haya arañado. Además, ¡quién sabe!, quizá tengamos todavía necesidad de él, y en ese caso…
Pitman no cesaba de pensar en Signo duro, que dormía allí, en su caja de caudales.
—¿Y sus honorarios, camarada general? ¿Se seguirán haciendo efectivos? Me refiero a sus honorarios en Francia, y a su sueldo en rublos…
—Detenga todo eso hasta nueva orden, pero no disponga de los fondos. Déjelos acumularse. Ya veremos más tarde qué hacemos.
—A sus órdenes, camarada general.
Belochveiski se dirigió hacia la puerta. Era un simpático joven un poco anémico, de cabellera rubia sobre la frente, muy orgulloso de su traje inglés. Desde que lo llevaba no podía hacer las medias vueltas reglamentarias. Esto no disgustaba a Pitman; en cuanto a ese movimiento, tampoco había sido su fuerte para él. En el momento de salir, Belochveiski giró graciosamente sobre el talón:
—Una cosa más todavía, camarada general. ¿Qué va a hacerse con Alla Kuznetsova? Lleva tres años formulando su reclamación. La estamos empleando en trabajos de oficina, por debajo de sus facultades. Pretende que estamos echando a perder su carrera.
—Gracias por haberme recordado este aspecto de la cuestión.
Pitman jugaba con un lápiz automático de mina.
—¿De donde proviene ella, originariamente?
—Del segundo directorio principal. Séptimo departamento, segunda sección. Ha hecho un cursillo de manipulación de turistas intelectuales de lengua francesa.
—Y bien…
Esta historia de mujer y niño siempre había repugnado a Pitman. Abdulrakhmanov le había dicho veinte veces que el hombre queda siempre comprometido por entero en las empresas que tratan de la información, «con sus cuerpos físico, cósmico y espiritual», pero Pitman no podía evitar el pensamiento de que estaba mal abusar de los lazos familiares, aquellos por los cuales él mismo sentía la mayor simpatía. Psar tenía una hija, ¿por qué se le privaba de ella? ¿Con qué derecho se le imponía un hijo que no era suyo? Experimentando una sensación de alivio, Pitman decidió poner fin, al menos en la medida de lo posible, a la impostura moral imaginada por Abdulrakhmanov, aquel gran hombre que se creía por encima del mal y del bien.
—Pondrá a la capitana Kuznetsova a disposición de su directorio de origen. La propondrá para un ascenso. Y ahora haga el favor de hacer avanzar mi vehículo, Belochveiski, tengo que ir a Volkovo.
Había nevado, pero no lo suficiente todavía para utilizar el trineo, y además no duraría, probablemente. Sviatoslav habría de esperar a enero. En enero, la hija mayor de Pitman, Svetochka, contraería matrimonio con el teniente del Ministerio del Interior cuyo sueño era verse trasladado al comité de seguridad. Pitman lo ayudarla, pero sin poner su prestigio en la balanza; el servicio de reclutamiento prefería a los muchachos que todo tenían que esperarlo de sus propias obras, y no a los hijos de papá. Por otra parte, aquel teniente… Pitman no se sentía satisfecho con la elección de su hija: había en Valerik una brutalidad eslava desconcertante. ¿Sería suficientemente afectuoso? Svetochka tenía necesidad de mucho afecto, del cual no había estado privada nunca al lado de los padres. Valerik sólo pensaba en las barras paralelas y en los anillos; no podía entrar en un salón sin hacer la bandera sobre el brazo de un sillón. ¿Es indispensable la acrobacia para lograr la felicidad conyugal? ¿Qué clase de padre sería Valerik? Podía temerse de él que ahogara toda ternura en sus hijos, que les inculcara un arrivismo primario disimulado bajo un bolchevismo que tendría idéntico significado: «Si te dan, traga; si te sacuden, huye».
Pitman suspiró. Suspiraba con frecuencia, ahora. Su padre, el modesto sastre, no habría sido, quizás, enemigo de una moral de esa clase, pero como sólo había inspirado en su hijo un afecto filial rudimentario, Iakov se había vuelto hacia otra persona cuando tuvo necesidad de un padre que venerar e imitar. El modesto sastre había muerto humilde, silenciosamente, diez años antes, y he aquí que el otro padre, el coloso, iba a morir también a su vez. Una época terminaba; hada poco había sido cerrada aquella carpeta, y pronto esa vida prodigiosa quedaría cerrada a su vez, sí, como un libro de encuadernación suntuosa, monumental, de nervios prominentes, de hojas gruesas, adornadas, con el canto dorado un libro que se cerrara con el suspiro de todas sus páginas deslizándose unas sobre otras, como una especie de palmada definitiva.
El gran hombre guardaba cama a la moda antigua, sobre un diván de cuero, en medio de sus libros y alfombras, de sus pistolas y cebadores, que ponían centelleos de cobre y plata en las paredes. En un lugar de esa clase habían vivido, habían muerto, la mayoría de los hombres afortunados del Antiguo Régimen. El dormitorio matrimonial tiene tan poco de habitación rusa como el comedor de cuarto francés. ¿Existe un sentido en esas diferencias mobiliarias e inmobiliarias? Pitman, por su parte, no habría querido jamás dormir lejos de la tibia Elichka.
La guarida estaba sumida en las sombras, los postigos cerrados, las cortinas echadas, pero en el rincón que se enfrentaba con la puerta lucía una pequeña lámpara roja reflejada por una placa de plata: esta placa era un icono, esta lámpara era una lampadka, una lamparilla sagrada. Pitman, que no había visto nunca tales objetos en casa de Abdulrakhmanov, se preguntó si su padre adoptivo se habría vuelto loco.
Sobre el diván, había un amontonamiento de mantas, pieles y almohadas, distinguiéndose todo mal en la oscuridad. De en medio de aquel mausoleo salió una voz como entubada, potente todavía, pero cansada, quizá, que se hundía de vez en cuando en un cuchicheo involuntario. La dicción era siempre la misma, cuidada, musical, de buena compañía.
—¡Ah, eres tú, Excelencia!
Al percibir aquella voz tan clara, pero limpiamente marcada por la catástrofe que ya no podía tardar, Pitman pensó en esos leños consumidos por dentro, que se enrojecen todavía, conservando su aspecto en sus menores detalles, sus fibras, sus salientes, los nudos y resquebrajaduras de la corteza, y que luego, de repente (basta con rozarlos con el atizador), se desploman sin ruido entre incoloras cenizas.
—¿Cómo se encuentra usted, Mohammed Mohammedovich?
El moribundo no respondió. No podía haber mentiras entre aquellos dos hombres. Durante largo tiempo no dijeron nada, satisfechos de estar calentándose en presencia uno del otro, de nutrirse por última vez de la amistad que los unía.
—Nnoss —dijo por fin Abdulrakhmanov, siempre con su nnoss académico o senatorial—. ¿Cómo marcha mi protegido?
Los ojos de Pitman se habían habituado a la oscuridad. Distinguía bien ahora la enorme cabeza hundida entre las prominencias de la almohada. Un extraño gorro de noche alargaba todavía más el cráneo en forma de pan de azúcar. Estaba sentado a medias, más que acostado. Abdulrakhmanov había colocado las manos sobre la sábana, y de vez en cuando éstas arrugaban la tela un poco, como si estuviesen dotadas de voluntad propia. Parecía ser una señal de muerte próxima.
—Mohammed Mohammedovich, siempre he querido preguntarle… No me he atrevido… Ha de ser usted, sin embargo, quien… ¿Sigue usted queriendo que no vuelva? Sería más propio lo contrario. Todos los hilos van a ser cortados. Y, después de todo, él nos ha servido bien.
Un mugido nació en las entrañas de Abdulrakhmanov, serpenteó por su vasto cuerpo y fue a expirar a los labios. Se hundió en una especie de sueño, una suspensión entre la consciencia y la inconsciencia, unos limbos individuales en los que era imposible atraparlo.
Pitman estuvo allí más de una hora, con las manos juntas entre las rodillas. Luego, pasó al comedor. Innokenti ponía la mesa: un cubierto. Y ya había dispuesto un lecho improvisado en un rincón; se esperaba que Pitman durmiera en la dacha. Esto no se avenía al propósito de Pitman; prefería pasar la velada en familia y regresar al día siguiente.
—Bueno, mire… —comenzó a decir.
El hombre mudo giró la cabeza, y sobre aquella cara coloradota, borrosa, con su troncho de nariz y su maleza de cabellos, Pitman vio dos estelas brillantes, como las que dejan los caracoles en los muros. Añadió:
—Me quedaré.
Telefoneó a su casa. Elichka expresó su descontento.
—Elichka, sin él no seríamos nada. Y le quedan sólo unas horas.
Volvió junto al moribundo. Los ojos de Abdulrakhmanov lucían en la oscuridad.
—¡Un poquito de licor! —pidió.
Había tomado a Pitman por Innokenti, pero cuando Pitman se aproximó a él con la botella verde y el vasito sobre un platillo, sonrió:
—Eres tú. Pon eso ahí, hijo mío.
Masticaba el aire y sus manos se agitaron sobre la sábana.
—Descorre las cortinas.
Pitman apartó las pesadas cortinas, de tejidos con dibujos de rameados. Al otro lado del vidrio doble apareció la tierra acribillada por cristales de nieve, bajo un cielo azul-negro saturado de cristales de estrellas. Abdulrakhmanov miró ávidamente aquello, como para llenarse los ojos con esa última visión. Masculló dos frases que Pitman no comprendió:
—El esclavo de aquel para quien llega la merced no necesita para nada ser misericordioso. El hijo de aquel para quien llega la merced no necesita para nada ser misericordioso.
Pareció vacilar, ¿qué versión escoger?
La pequeña lámpara supersticiosa seguía ardiendo ante la placa, que también habla enrojecido.
—¿No lo has observado? —inquirió Abdulrakhmanov—. Las personas mueren casi siempre en el otro extremo del año… Nací en junio. Siempre supe que moriría en el otoño.
Pitman se inclinó, besándole la mano, aquella menuda mano unida a un brazo de gigante.
—Vete ya —dijo Abdulrakhmanov—. Vete a cenar. Innokenti te ha preparado seguramente una sopa de coles. Me parece percibir el olor. Pero debo de estar equivocado, ya que hace mucho tiempo que mi olfato se declaró en huelga.
Había sopa de coles, e incluso arenque ahumado, y vodka. Pitman ingirió aquella comida de mujik conteniendo los sollozos, que le impedían tragar. Se dijo: «Soy demasiado sensible. Sin embargo, es normal que un hombre de ochenta y un años desaparezca».
Se secó los labios y volvió junto a su amigo. Abdulrakhmanov dormitaba. De vez en cuando, la penumbra se modificaba: era Innokenti, que acababa de estar unos instantes en el hueco de la puerta, entreabierta momentáneamente.
—Nnoss —dijo de repente el moribundo con vos fuerte, sin levantar los párpados, caparazones enormes colocados sobre sus ojos—. No se puede hacer otra cosa que esperar, ya. Como en los montajes un poco delicados. Esperar y, sobre todo, no intervenir. Hay que esperar a que la cosa se hiele, a que prenda. Es lo que Él hace allí arriba, el Gran Montador: espera.
—¿Quién? —preguntó Pitman, creyendo comprender.
—Él del más gran montaje de todos. ¿No es así como piensas tú en cuanto a la creación, hijo mío? Y no obstante, todo se reduce a eso.
Y nosotros, tú y yo, sólo somos unos relevos o eslabones. Por más que nos tomen por fuentes de influencia, por jefes de orquesta… Nosotros sólo somos, mi Iakov Moisseich todo de plástico, cajas de resonancia. Tú sabes lo que se afirma en el Libro. Los ángeles se rebelaron. Era la guerra. La Humanidad es una operación de desinformación para burlar al Chitane… La serpiente, lo sabes bien, la serpiente, era el Verbo disfrazado. Lo prohibido era la desinformación. Porque era preciso forzar a los hombres a interesarse por el bien y el mal. De otro modo, la guerra contra el nazi Lucifer estaba perdida. Y para los hombres, la mejor manera de obligarles a hacer una cosa… ¿Eres tú, Kenti? Tú eres el mujik de los mujiks, Kenti, pero has cuidado muy bien a tu general. Tu general te da las gracias, Kenti. ¿Me comprendes?
Tu general te da las gracias… Es como en Sun Tzu. Un día, hijo mío, debieras leer a Sun Tzu. Cuenta éste que el prefecto Hsiang estaba luchando contra dos rebeldes, ahora no recuento sus nombres. ¿Sabes lo que hizo Hsiang? Los envió de caza e incendió el campamento. Vuelven los soldados, no hay botín. Lloran. Sun Tzu dice expresamente que lloraron. Entonces, les habla el prefecto: «Señores, lo que han perdido no es nada al lado de lo que los rebeldes poseen todavía». Fueron los mismos soldados quienes pidieron atacar. Hsiang, dice Sun Tzu, ordenó que a los caballos se les diese pienso, y que cada hombre consumiera su cena en la cama. ¿Por qué en la cama? No lo sé. En todo caso, a la mañana siguiente, los rebeldes eran aniquilados. El Gran Montador no procede de otra manera.
Pitman creía que su maestro estaba a punto de deshonrarse, pero deseando saber, concretamente, a qué atenerse, inquirió:
—Mohammed Mohamedovich, ¿qué quiere decir? ¿Que cree en Dios?
No hubo respuesta: Abdulrakhmanov se había retirado de nuevo del mundo.
Pitman miró la pequeña lámpara roja. ¿Qué significaba? Un rato después, Abdulrakhmanov volvió en sí.
—¿Sabes? —inquirió con un tono de voz natural, como si ni siquiera estuviese enfermo—. No estoy descontento de mi vida. Yo he influido un poco en la Historia, quizás, en el buen sentido; y en una o dos ocasiones le he dado un puntapié en el trasero al Chitane, y con frecuencia le he hecho trabajar para mí.
Pitman sabía cuál era el buen sentido, pero ¿le ocurría lo mismo a su maestro todavía?
—¿Cuál es el buen sentido, Mohammed Mohammedovich?
Temblaba. Si Abdulrakhmanov respondía: el sentido de Marx y de los otros padres de la Revolución, era que él estaba allí todavía; de lo contrario, aquel corpachón era tan sólo una apariencia. Abdulrakhmanov no respondió nada, o, al menos, Pitman creyó que cambiaba de conversación.
—¿Has leído tú a Dostoievski?
—Un poco.
La lectura de Dostoievski no había sido alentada en aquel medio.
—Has de saber que él hizo mi retrato.
El dolor obligó a Pitman a cerrar los ojos. ¡Le habría gustado tanto que su protector muriese lúcido, como conviene a un bolchevique! Quizá los médicos hubieran podido arreglar aquello, pero Abdulrakhmanov había declarado que si le llevaban un médico lo recibiría a tiros: «Soy demasiado viejo para sanar, y él no se avendría a morir en mi lugar. ¿Entonces, qué?».
—Mohammed Mohammedovich, ¿quién es ese Chitane de que usted habla?
—El Chitane, hijo mío, es el Gran Desmontador. Cuando era pequeño, había de todo alrededor de los camellos. Montaba encima de ellos. Había camellos y derviches. Y alfombras más bellas que cuerpos femeninos.
—Usted es uzbekos, Mohammed Mohammedovich. De ahí la presencia de los camellos.
—No, mi Iakov Moisseich todo de latón, yo no soy más uzbeko que tú judío. Nosotros somos rusos, mi Iakov Moisseich todo de oro. Todo lo demás, tú lo sabes tan bien como yo, es desinformación. Nosotros somos los verdaderos rusos, los únicos verdaderos rusos, con nuestras caras morenas, tú que sales de los riñones de Sem y yo, de Dios sabe dónde: ¿me has mirado? Los otros, los Grandes-Rusianos, estaban allí únicamente para tenemos el estribo. Fíjate en su historia: comienzan por ir a suplicar a los vikingos para reinar sobre ellos. Luego, nosotros los aplastamos. Después, los polacos. Seguidamente, van en busca de los señores de Alemania… Rusia no se ha gobernado nunca sola, hijo mío, jamás ha sido capaz de proporcionarse una capital estable. Su único patrono eficaz después de la Revolución, un georgiano. Los otros, unos aficionados. Esto es como debe ser. ¡El Imperio ruso! No hay nada que criticar en esa palabra. Es el único imperio colonial moderno triunfante. ¿Sabes por qué? Sí, no había mar alguno que cruzar, queda entendido, pero es también porque los rusos practicaron siempre la integración. ¡Ya está! Que nos den mujeres y nosotros haremos pequeños rusos. ¿Te acuerdas de aquel libro que Oprichnik hizo publicar? ¿Nada más que estadísticas? Se demostraba que el imperio iba a caer convertido en migajas. Esto tranquilizaba a Occidente… Estaba bien, valiente Oprichnik Sólo se olvidó una cosa: que los uzbekos son más rusos que los rusos. Los verdaderos rusos están en trance de reventar. Beben tanto que se convierten en hombres impotentes. Sus mujeres se rebelan. ¿Has visto las tasas demográficas? Tu tienes una familia: tú eres el ruso del porvenir. Y yo, ¿cuántos bastardos tendré? Los he sembrado, he sembrado uzbekos en el seno de las Grandes-Rusianas y de las Pequeñas-Rusianas, y de las Rusianas Blancas, y de las Circasianas, mujeres judías, laponas… No los conozco, no quiero conocerlos, pero he obrado así por la causa. ¿Tú has oído hablar del mito de la tercera Roma? No es falso que los emperadores, aparte de los primeros, no fuesen romanos. Y los emperadores de la Rusia futura, mi Iakov Moisseich todo de diamante, seremos tú y yo. Augusto y César… El más grande de los zares que hemos tenido era primo mío: Baris. Los ingleses no se equivocan: rasca a Rusia, encontrarás él tártaro. Pero también el judío. El báltico. Y el polaco. Y Rusia no ha terminado de rascarse; terminará de hacerlo cuando la mezcla sea homogénea, pero cuando esto ocurra…
Abdulrakhmanov tuvo una nueva ausencia, durante la cual Pitman halló la fuerza moral —o bien la debilidad— para resignarse a la disminución intelectual del gran hombre. «No era solamente su inteligencia lo que yo amaba, era todo el hombre; así pues, continuaré queriéndolo mientras quede una parcela viviente de él». Se sentó en la cama, para ver de más cerca el gran rostro, tan oscuro que contra las almohadas parecía negro. La respiración se aceleraba, se hacía lenta, quedaba como suspendida, empezaba de nuevo, como un motor que no alcanza su régimen. «No verá la mañana», pensó Pitman.
Cuando Abdulrakhmanov abrió los ojos miró a su alrededor con aire de extrañeza, y luego, habiendo fijado su mirada en el icono enrojecido, entreabrió los labios para sonreír. Pitman pudo hacer, por fin, acopio de valor para preguntarle muy suavemente, sintiéndose capaz de escuchar la respuesta más absurda, la más degradante:
—¿Por qué tiene usted eso aquí?
—¡Ah! Era esto lo que te preocupaba. Tenía una duda… Pues bien, primeramente, porque es su fiesta hoy; pensé que esto le complacería.
—¿La fiesta de quién?
—De Matvei. Además, cuando yo era pequeño, él estaba ya allí, y tenía una vieja criada, con unas pinzas pequeñas que… ya sabes, las mechas.
—Pero, Mohammed Mohammedovich, usted es de origen musulmán. Los musulmanes no tienen iconos.
—El origen, el origen… Tú me diviertes can lo de los orígenes. Pero es que yo fui bautizado. Y puede ser que también mi padre lo fuera. Me llamo Matvei Matveich.
—Sin embargo, usted me había dicho…
—Desinformación, mi Iakov Moisseich todo de caramelo. Des-in-for-ma-ción. En aquel momento valía más no ser cristiano.
—¿Quiere usted decir que… pertenece a la religión cristiana?
—Hijo mío —dijo Abdulrakhmanov—, sólo existe una religión.
Profirió un suspiro que elevó su cuerpo hasta por debajo de la cintura.
—Repara en esto: el Matvei de aquí no es el Evangelista; es el nuestro, el Pecheraki, el ruso, vamos. ¡Ah! He amado mucho a Rusia, hijo mío, y también he conseguido mucho de ella.
Sus ojos buscaron alguna cosa, como extraviados.
—¿Quiere usted su licor, camarada general?
Pitman ya no se atrevía a llamarle Matvei ni Mohammed.
—Creo, pequeño, que he terminado de beber en esta tierra. Mi cuerpo no podría absorber nada ya.
Los ojos reencontraron el icono, fijándose en éste, y entonces parecieron tranquilizarse.
De nuevo, Abdulrakhmanov se ausentó, esta vez con los ojos abiertos. Volvió en sí, Pitman le preguntó si sufría. Él respondió:
—No lo sé.
Bajaba rápidamente por la pendiente, sin intentar aferrarse a las asperezas, pero de vez en cuando daba la impresión de remontarse, como un globo en el que de pronto hubiese sido insuflado un poco de aire caliente. Fue en uno de esos instantes, próximos al arrebato, cuando reveló a Pitman el secreto de los «sombreros-escondrijos».
—¿Debes ya comenzar a comprender lo que nosotros hacemos? ¿Te dejan ellos entrever ciertas cosas?
—Sí, creo adivinar…
—Es esto, es esto mismo. ¿Te acuerdas de lo que pasó cuando Bukovski? Nosotros habíamos tenido la idea de cambiarlo por no sé qué lambda chileno, para demostrar al mundo que no éramos más malvados ni más peligrosos que Chile. Leonid Ilich no estaba de acuerdo. Le hicimos creer que Bukovski estaba loco. Cuando se dio cuenta de que no era así, resultaba ya demasiado tarde. No dudó de nada. Gritó, pero creyó que estábamos mal informados. Tendrán que pasar todavía algunos años antes de que se advierta… Sí, de querer continuar con su ideología, no hubieran debido crear el Directorio. Mientras nosotros fuéramos un pequeño departamento, con misiones precisas… Ahora tenemos planes que abarcan veinte, treinta años… No es posible emplear mentirosos profesionales sin darles el monopolio de la verdad. Nosotros, los del Consistorio, somos una fábrica de la verdad. Uso externo, uso interno. En el punto técnico a que hemos llegado… Todas las imágenes proceden de nosotros. Ellos pueden fusilarnos, pero nada pueden ya contra las imágenes que hemos creado. Nosotros hemos planificado el siglo XXI, hijo mió. Todo se engrana, todo se ordena. Incluso sin nosotros, ellos no podrán hacer otra cosa que seguir nuestras pistas, ya que no sabrán jamás cuál es el embuste final. No saldrán de nuestro laberinto. Durante ese tiempo, mi Iakov Moisseich todo de… todo de… —Su imaginación le traicionaba—. Durante todo ese tiempo, nosotros conduciremos a la Humanidad hacía la felicidad, es decir, el Bien: todo esto… es la misma cosa. En cuanto a los rusos, nos habrán tenido dispuesto el estribo. Está bien. Pero ahora… los rusos… ya no hacen falta.
Pitman no sabía hasta qué punto su maestro era víctima de la monstruosa megalomanía de ciertos moribundos, hasta qué punto, por el contrario, decía la verdad. Él mismo había entrevisto ya un secreto de este orden: quienes tienen las llaves de la des información deben tener también las de la información, y las llaves de la información son las del mundo.
—Tengo frío —dijo de repente Abdulrakhmanov.
—¡Kenti! Otra manta.
—No —dijo Abdulrakhmanov—. Una alfombra.
Pitman escogió aquella que le pareció más bonita: una alargada de color azul ultramar y rojo oscuro, con motivos en forma de rombos. Cubrió con ella el cuerpo de su maestro, como si hubiese sido una bandera, y sólo dejó al descubierto su rostro. El material de la alfombra era tan seco y áspero que daba la impresión de no retener ningún calor, pero tal vez no fuera calor físico lo que d moribundo le pidiera. Bajo aquel material tan rígido, tan hierático, ya no tenía el aspecto de un hombre; era más bien una figura yacente sobre la tapa de un sarcófago.
—¿Se encuentra mejor así?
Abdulrakhmanov no respondió. Sus ojos parecían de cristal.
Innokenti profirió un aullido de dolor, y Pitman no supo qué hacer, qué gesto esbozar. Esta muerte se le aparecía de repente como algo monstruosamente incongruente. Tuvo la impresión de que su protector había faltado a cierto decoro al morir allí, ante dios.
No hubo más que un instante de embarazo. Luego, cayó de rodillas a los pies de la cama, y, la nariz contra la antigua Bukha, en azul, lloró, junto a Innokenti, quien, también de rodillas, había dado con los automatismos de su infancia y se persignaba una y otra vez, aplicando con mucha fuerza sus dedos contra la frente, sus hombros y el pecho, como si con tal presión pudiera expresar mejor su amor y su compasión.
El capitán general Abdulrakhmanov, Mohammed Mohammedovich, dos veces Héroe de la Unión Soviética, dos veces Caballero de la Orden de Lenin, condecorado con la Orden de la Bandera Roja de Combate, con la Orden de la Guerra Patriótica, portador de la insignia de chequista de honor, tuvo funerales oficiales. Miembros del cuerpo diplomático asistieron a ellos, por obsequiosidad, sin saber quién había sido aquel hombre importante, del cual no habían oído hablar jamás. Se pronunciaron numerosos discursos, y el teniente general Pitman, en quien muchos identificaron el discípulo favorito y, por así decirlo, el heredero espiritual del difunto, habló durante media hora de la lealtad absoluta del fallecido, lealtad a la que aquel ejemplar soldado había aportado la inspiración que le permitiera ejecutar misiones sobrehumanas. Nada de precisiones sobre las misiones sobrehumanas. Y en cuanto a la lealtad, Pitman apenas sabía qué se podía pensar. Sí. Abdulrakhmanov había servido a la patria y al partido mejor que cualquier otro hombre. Pero en su lecho de muerte había dado a entender, ¿no?, que la patria y el partido no habían sido más que medios para él. Medios para alcanzar, ¿qué? El bien y la felicidad. ¿Y no es el partido el juez supremo del bien y de la felicidad…?
Finalizados los funerales, hubo, naturalmente, una comida fúnebre, de la que muchos se levantaron en un estado de tristeza y titubeo tales que hubieron de ser llevados a sus casas por sus chóferes, pese a que la jornada de trabajo estaba lejos de haber finalizado. Pitman, no; bebió poco y espaciadamente. Se hizo llevar de nuevo al «Hotel Rostopchin», y se encerró en su despacho. Cuando un gran hombre muere, sus fieles sólo sienten prisa por abrir su testamento; esto fue precisamente lo que iba a pasarle al camarada Abdulrakhmanov.
Con las manos asidas a su espalda, Pitman dio primeramente unos pasos sobre sus limpias alfombras, que sólo eran imitaciones de otras antiguas, ya que Elichka no aprobaba los gastos suntuarios. Tan pronto se inclinaba hacia la derecha como giraba hacia la izquierda; en conjunto, y pese a su pena, sentíase más bien alegre. Había sufrido una pérdida irreparable, y de nada le serviría apesadumbrarse con aquel motivo. La desaparición de Abdulrakhmanov había abierto una gran brecha en el Consistorio, en el Directorio, en el comité de segundad del Estado por entero; en un porvenir próximo tendrían lugar variados movimientos de personal, y sería cosa del diablo que él, Pitman, no sacara provecho de aquello, para sí. ¿No era esto lo que Abdulrakhmanov habría deseado?
Al cabo de un cuarto de hora de incesantes paseos, unas veces con una lágrima en los ojos, y otras con una sombra de sonrisa en los labios, Pitman se detuvo, por fin, frente a su caja fuerte, que abrió. Retiró de ella una arquilla de cartón sobre la cual se leía, además del membrete de encabezamiento del servicio y del directorio A, las palabras Absolutamente Secreto. Llevó la arquilla a su mesa, y soltó los cordones de color azul cielo que sujetaban la tapa.
En su interior había una carpeta verde pálido, en la cual se había estampado, en verde oscuro, no un título, sino un signo: el signo duro, letra rarísima del alfabeto ruso, impronunciable en si misma, que indica simplemente la velarización de la consonante que le precede. Había placido a Pitman dar a su plan querido un nombre que nadie pudiese proferir sin perífrasis. Es difícil ir más lejos en lo impalpable, que es el pan cotidiano de los servicios especiales. Además, Signo duro encajaba bien en el espíritu del Directorio; esta letra, corrientemente utilizada en el Antiguo Régimen, sugería también lo que el bolchevismo puede tener de más intransigente. Existe en ruso un signo suave; nadie habría pensado jamás en bautizar una operación con la expresión «signo suave».
Pitman abrió la carpeta y, los labios relucientes, como les ocurre a casi todos los autores al leer su propia prosa, enfocó sus pequeños lentes sobre la primera página.
Tras la derrota, que puede ser considerada definitiva, de lo que llamamos, empleando un término vago aunque cómodo, fascismo, y que quedaría mejor caracterizado con los términos socialismo nacionalista (Nazional Sozialismus), dos fuerzas permanecen en presencia en el mundo; una, enérgica, constructiva, agresiva, animada por una gran fe en sí misma: el marxismo-leninismo; la otra, apática, conservadora, pacifista, desprovista de todo ideal, de toda inspiración: el capitalismo. Suponiendo que no sea aportada ninguna modificación a tal equilibrio o bien a ese desequilibrio de fuerzas, es de aquí en adelante ya posible apostar por la victoria del marxismo-leninismo, tanto si triunfa por sí mismo como si el socialismo no nacionalista representa para él el papel del caballo de Troya para los griegos.
Sin embargo, no debemos dejarnos embaucar por un optimismo exagerado. Si se toma como ejemplo un país occidental, Francia, parece, por el contrario, que surge en él cierta ebullición intelectual, que podría finalmente originar la creación de un tercer movimiento de ideas, cuyas probabilidades de éxito resultan imposibles de prever actualmente. Al aparecer en una nación dada, tal movimiento podría extenderse rápidamente, vistos los medios de comunicación presentes, a todo Occidente, y nos encontraríamos entonces ante la necesidad de entablar un conflicto abierto, en lugar de contentarnos con esperar la corrupción del adversario y la maduración del botín.
Seamos lúcidos; no solamente un movimiento así resulta posible, sino que es casi imposible, siendo lo que son las reglas de la dialéctica, que una agitación de ese tipo venga a poner en peligro la realización de nuestros proyectos. Ignoramos si tal movimiento estará fundado sobre valores reaccionarios o progresistas, religiosos o humanitarios, si procederá del fondo del pueblo o de las élites, si presentará perspectivas serias de ponemos en dificultades, si será adoptado en las naciones que se benefician va de una estructura comunista, pero podemos fiarnos razonablemente de una manifestación de esa clase. En esta perspectiva, la tendencia actual de la Gran Bretaña, de Alemania Federal, de Australia, de Suecia, y sobre todo de Estados Unidos, no es en modo alguno contradicha por la que parece haberse fijado cuando las elecciones francesas; es necesario solamente acordarse de que los franceses tienen esa particularidad de colocar en la oposición la facción con la que simpatizan más, debido a que toda autoridad repugna a su temperamento.
A menos que el capitalismo puro y simple no encuentre un segundo aliento, podemos, pues, considerar como probable la creación de un Tercer Partido mundial, que será teóricamente tan hostil al capitalismo burgués como al comunismo proletario, pero en la medida en que no tendrá libertad para constituirse en los países capitalistas, se puede prever particularmente sensible a la amenaza del comunismo, que será la única fuerza capaz de aniquilarlo. Gozando de una vitalidad mayor que la del capitalismo, ese Tercer Partido podrá, durante cierto tiempo, al menos, obstaculizar nuestra marcha hada un porvenir radiante.
La destrucción violenta de ese grupo una vez formado planteará cierto número de problemas, y no será enteramente compatible con el espíritu con que las organizaciones de seguridad del Estado soviético han adquirido el hábito de operar. En cambio, su infiltración no podría, en modo alguno, revelarse embarazosa para nuestro país, y haría de esta arma dirigida contra nosotros una de nuestras herramientas satisfactorias. Puede, pues, deducirse de lo que precede que en el caso de que tal partido tardara en formarse, constituiría una buena estrategia suministrarle los elementos catalípticos necesarios, para aglomerar en tomo a una base segura a todos los miembros susceptibles de adherirse a tal género de actividades. En otros términos: nos interesa arrojar sobre Occidente un imán que nos pertenecería, pero que atraería hacia él las limaduras de las ideas nuevas y de sus promotores. Con toda evidencia, él presente Directorio sería más capaz que cualquier otro de llevar a cabo una acción semejante.
Recordemos, por hacer memoria, que operaciones de ese tipo, si bien a menor escala, han sido ya emprendidas con éxito: la red Trust nos ha permitido no solamente drenar una fracción considerable de emigrados blancos, sino también subvencionar un número de nuestras propias operaciones a costa de Estados Unidos, que creían financiar a un grupo contrarrevolucionario, y él partido Jóvenes Rusos, dirigido por uno de nuestros agentes de penetración, ha permitido fragmentar la emigración en generaciones hostiles, así como absorber y esterilizar todos los talentos que hubieran podido ser atraídos por el fascismo propiamente dicho.
Pero la situación internacional ha evolucionado mucho. En particular, la emigración rusa, perfectamente aislada en los años veinte y treinta, ostenta ahora un papel en el mundo; sus representantes, sea cual sea su ausencia de cualificaciones, son recibidos por los Jefes de Estado, sus declaraciones son publicadas en la Prensa, se les ve aparecer en la Televisión, impresionar a la opinión pública. Lo que nosotros proyectamos en el cuadro del montaje Signo duro, es utilizar esta penetración del mundo occidental por nuestros disidentes, para penetrarlo a nuestra vez. Si lo deseamos, ese Tercer Partido, cuya creación nos parece inevitable, podría ser llevado a que se cristalizara en tomo a esos disidentes, puesto que ellos son a priori simpáticos a la opinión liberal.
Consultado sobre la decisión a adoptar con respecto a A. I. Soljenitsin, el Directorio ha recomendado una expulsión pura y simple, con la esperanza, se le recuerda, de ver formarse alrededor de él un magma de extrema derecha constituido no por tantos emigrados como occidentales; en efecto, toda concentración del adversario en un espacio definido mejora las condiciones de tiro, tanto psicológico como material (véase El Vademecum del agente de influencia, p. 47: Cada golpe asestado debe colocar la bola roja y la bola blanca contraria en una posición que permita hacer carambola de nuevo). Esta operación no ha dado los resultados esperados porque el sujeto ha descontentado inmediatamente a los occidentales, incluso a quienes estaban bien dispuestos con respecto a él. Es que, en efecto, se omitió infiltrar junto a él un manipulador utilizado por nosotros, y el sujeto se encontró abandonado a merced de su propia intransigencia.
En cambio, sobre el territorio de la Unión, cuando los sujetos permanecen a nuestro alcance, las operaciones de ese tipo son realizadas con éxito gracias a la colaboración del segundo directorio principal (ver referencias en el anexo).
En otros términos, el secreto del éxito en un plan como Signo duro, reside en tina manipulación apropiada del catalizador por un agente de influencia, a menos que, como en la operación Jóvenes Rusos, ya mencionada, la ejecución sea confiada directamente al agente de influencia vigilado por un oficial tratante. Sin embargo, en el caso considerado, esta solución simplificada no parece recomendable por las razones siguientes:
—El catalizador no dejará de suscitar sospechas en los órganos adversos y su leyenda, si existe una, sera desmontada trozo a trozo; será descubierto el menor fallo y la operación se hará imposible.
—La desinformación y la influencia sólo pueden ser practicadas, ya se sabe, a través de relevos multiplicadores, cuya inocencia y alejamiento creciente de la fuente hacen creíbles aportaciones falsificadas.
Nos parece esencial, pues, que el catalizador escogido sea su propia víctima, pero que esté reforzado por un agente de influencia que haya hecho sus pruebas…
Habiendo llegado a este punto, Pitman se detuvo. El difunto Abdulrakhmanov había exigido siempre informes escritos con cuidado:
—Usted no es un miliciano encargado de regular él tráfico, ¡un Derjimorda cualquiera! Usted es un pensador político, y, no lo olvide, él estilo es el molde del pensamiento.
Todo iba bien hasta aquí, pero ahora era preciso intercalar un párrafo, una sección completa incluso, cuyo plan se presentó inmediatamente ante la mente alerta de Pitman:
1. Hacer observar:
a) Que un sujeto y un manipulador tales como los que se deseaban, no eran fáciles de encontrar;
b) Que, Justamente, el Directorio disponía en este momento de dos individuos propios para formar la constelación proyectada.
2. Describir:
a) La carrera de Oprichnik y demostrar por qué seria él el manipulador ideal.
b) Las cualificaciones del autor del atentado contra Breznev, a quien se le había asignado el seudónimo de Diak; demostrar por qué sería el mejor catalizador posible.
3. Hacer el balance:
a) De los gastos tolerados para el mantenimiento de Diak y de los servicios rendidos por él, no hallándose éstos en proporción con aquéllos.
b) De la actividad de Oprichnik, precisando que no existía ninguna razón para dejar de utilizar un agente experimentado en plena posesión de sus medios. Añadir, quizás, una nota bene: «Oprichnik ha pedido dar fin a su misión, pero no parece que haya en su caso cansancio o riesgo de detección. Simplemente, el agente alude a una promesa de hace treinta años, no viéndose razones para no mantenerla, pero se propone retardar su ejecución. También ha hablado de un deseo, legítimo sin duda, pero que no tiene por qué ser urgente, de conocer la madre patria».
Durante treinta años, Alexandr había estado guiado, apoyado, vigilado, protegido. De repente, se encontró solo como un huérfano en el vasto mundo. No sabía nadar y lo habían arrojado por la borda.
Su primera intuición fue atinada: «Me han abandonado». Pero, rápidamente, recuperó el dominio de sí mismo, esto es, aprendió a nadar y a engañarse. No, ellos no le habían abandonado; unos acontecimientos cualesquiera, fáciles de imaginar, se habían dado: la Policía francesa estaba sobre el asunto, y, en bien de la seguridad general, durante algunas horas o algunos días, debía abstenerse de todo contacto con ellos. Él cedió, ahora se acordaba, se hallaba previsto en las instrucciones que se había aprendido de memoria durante su cursillo de Brooklyn: cuando los contactos por la vía ordinaria no operan ya, pasar a la vía de urgencia; si la vía de urgencia está bloqueada, esperar: la central es la que se encargará de renovar el enlace. Entonces, se reprochó su momentáneo pánico, fil era un oficial; debía saber contenerse. Nada había de extraño en que la impostura de Gaverin le hubiese hecho sospechoso, a él, Psar, que había sido quien garantizara al falso Kurnossov. El Directorio debía de esperar, naturalmente, que el contraespionaje desplegara su gran juego: mesas de escucha, vigilancias, provocaciones, y, en interés de Alexandr, incluso, se adoptaban medidas para que aquel gran juego no condujera a nada.
Tranquilizado, Alexandr se planteó la pregunta evidente: ¿Había sido enviado Zellman por el Directorio? La KGB debía de saber perfectamente que Gaverin no era Kurnossov. ¿Cabía imaginar que había sido cometida una imprudencia y que Zeliman había quedado en libertad por error? ¿Podía pensarse, por el contrario, que se trataba de un montaje, y que Gaverin sólo habla sido presentado como Kurnossov para que se diera la ocasión de desenmascararlo? En favor de la segunda hipótesis, dos argumentos: la eficacia ordinaria del Directorio, y luego este hecho: el teléfono de urgencia habla sido cortado antes y no después de la denuncia pública.
Entonces, una vez más, Alexandr se irritó por no haber sido advertido. Era él ahora quien tenía que hacer frente a la tempestad, y se hubiera procedido bien dándole instrucciones, suponiendo que aquélla iba a desencadenarse sobre demanda. Intentó consolarse: quizá se le estuviera tratando como miembro de la jerarquía y ya no como agente; por este motivo se le había dejado en libertad de tomar iniciativas para el bien del servicio.
Se le convocó en la Dirección de la vigilancia del territorio; recibió la visita de un inspector de Informes generales. Nadie veía en el señor Psar un agente, pero todos se preguntaban en qué medida había podido ser manipulado. Se deseaban informes acerca de la organización cuyo término era Roma. Cortésmente, firmemente, él se negó a responder: «Yo soy un agente literario, y he hecho mi labor como tal; me equivoqué por culpa del documento de identidad que vi, yo no estoy comprometido políticamente…».
Gaverin había intentado desaparecer; luego, habíase presentado en la agencia: «Quiero hablar». La Verdad Rusa figuraba ahora en la lista de los best-sellers y las peticiones de entrevistas llovían. Gaverin las aceptaba todas, y no contaba dos veces la misma historia. Tan pronto era el verdadero Kurnossov, cuya salud mental habla sido quebrantada por su estancia en el hospital especial, como declaraba haber sido enviado en misión para sabotear el libro; lo mismo dirigía una red anticomunista, integrada por adheridos pertenecientes incluso al Presidium supremo, que se declaraba coronel desertor de la CIA. Dos le inquietaban realmente: «¿Seré expulsado? ¿Tendré que devolver mi dinero?». Pues se las habla arreglado para percibir, aparte de un pago parcial, un sustancioso anticipo y un préstamo para la compra de una casa.
Psar recordaba las últimas órdenes que había recibido, y que ninguna contraorden habla anulado: «Tú harás todo lo que Kurnossov quiera».
_¿Qué es lo que le ha dicho usted a la Policía? ¿Le han interrogado a fondo sobre la cuestión de su identidad tras haber confesado que usted no era Kurnossov?
—He dicho que no sabía nada más, que las inyecciones de azufre habían trastornado mi memoria.
—¿Y cuál es la verdad?
Una mirada de loco pasó por los ojos de enfermo de Gaverin.
—La verdad es que ésas son las cosas a que se me ha sometido.
Alexandr se encogió de hombros. No sabía del todo cuál era el juego de aquel hombre, y tampoco se inquietaba demasiado por ello: estaba suficientemente avezado a su oficio, como para conformarse con ignorar lo que no debía saber.
—Todo dependerá de Zellman.
Zellman había dicho la verdad a todo el mundo, si bien nadie le habla creído. «Una historia repetida tantas veces, a la primera solicitación y sin la menor variante, manifiestamente aprendida de memoria hasta en sus menores detalles, sólo puede ser una leyenda —escribió Jeanne Bouillon en La Voix—. El caso Zellman deberá ser desmitificado». Pero no había nada que desmitificar: «Se me prometió un visado de salida para mi mujer y para mí si denunciaba a un impostor». El hombre se sentía molesto: «Yo no soy un delator. Pensé que no había ningún mal en decir la verdad. Y han de sabor que ella me esperó durante todo el tiempo que estuve en el campo. Otra mujer se habría vuelto a casar». Este tono lastimero hubiera podido emocionar, pero desagradó. No se quería creer en tanta inocencia. Se publicaron las dos fotos que Zellman había traído del campo, en las que se le vela junto a Gaverin —una en un grupo de una veintena de prisioneros; la otra al pie de su catre—, y se le dio a entender que se trataba de trucajes de laboratorio.
Todo quedó como en suspenso. Gaverin escribió para Objectifs un artículo titulado Cómo fallé en el atentado contra Breznev, en el cual existían cuatro errores materiales. Psar pasó tres días en Francfort y vendió los derechos extranjeros de La Verdad Rusa a nueve países. Los pagos parciales anticipados fueron numerosos. Gaverin exigía su parte: después de todo, disponía de un pasaporte que probaba su identidad. Alexandr, esperando nuevas órdenes, contemporizaba.
Durante este período, se acercó más a Marguerite. Ella ignoraba sus verdaderas angustias, pero leía los artículos en que él era tratado tanto de fascista siniestro como de víctima de la KGB, tanto de guardia blanco prehistórico como de liberal mediocre y bien intencionado, y la Joven redobló su adhesión.
Fue ella quien respondió a las cartas de abogados que intentaban iniciar procesos por difamación contra el señor Gurverin-Kuraossov, expedidas a nombre del señor Psar y con el ruego de entrega al otro. Era ella quien veía a periodistas de toda pluma y pelaje, llegados para entrevistar a su jefe, con una hostilidad calculada, como para hacerle que se saliera de sus casillas. Marguerite comprendía que, para los disidentes, el señor Psar era el responsable de Gaverin, por el hecho de pertenecer al mundo literario francés; que era también responsable ante los franceses, por ser él mismo de origen ruso. Sobre todo, ella notaba que el pequeño mundo sobre el cual había reinado habíase volatilizado; ya no se sabía a quién llamar, si a L’Impartial o a Objectifs; el nuevo director literario de las «Ediciones Lux», Monsieur Baronet, cortaba poco a poco los lazos que le unían a la agencia; la publicación de los Libros Blancos, incluso la desmitificación de Dios, habían sido suspendidas, y la razón de esto era clara: Baronet buscaba un director de colección menos comprometedor.
A través de tales pruebas, Marguerite seguía siendo la misma, atenta, solícita, sonriendo únicamente para corresponder a otra sonrisa, quedándose en d despacho hasta finalizar su trabajo, sin sumarse horas extraordinarias. Alexandr terminó incluso por observar que tenía los ojos muy azules y los cabellos muy negros, un contraste excitante. Pero él solo veía, a modo de destellos, ciertos ojos grises.
En su infancia, había oído decir con tanta frecuencia: «Por Navidad habremos regresado. No seamos demasiado optimistas; será por la Pascua, a lo más tardar» que había creído que la canción Malbrough era una traducción del ruso: no por la Pascua, por la Trinidad. Ahora se acercaba ya la Navidad. ¿Dónde estaba Alla? ¿Dónde estaba Dmitri? Sin Iván Ivanich no disponía de ningún medio para entrar en comunicación con ellos.
—Madame Bolsse pregunta por usted, señor.
—¿Jessica?
—¿Cómo está usted, siniestro liberal fascista embaucado por la KGB? Dígame: ¿nos podríamos ver esta tarde?
—Con mucho gusto.
—Tendré vodka.
Él pensó que habría que cambiar las palabras que utilizaban como contraseñas. No dudaba de que sus conversaciones eran registradas. Pero ¡qué feliz se sentía, ah, qué feliz era por el hecho de que el padre pródigo le atrajera de nuevo a su seno!
Le abrió la puerta Jessica:
—Al parecer, es usted un hombre notorio. Mis amigos me aconsejan que le deje. Yo les diría de buen grado que nunca le he tenido…
Un hombre de cuarenta años, moreno, la cabeza triangular, vestido con un traje color antracita, de tres piezas, se hallaba sentado sobre el diván a rayas blancas y negras. Los puños blancos resaltaban el tono oscuro de la piel; el chaleco, ajustado bajo la chaqueta, desabotonada, subrayaba su delgadez.
—¿Quién es? —preguntó Alexandr.
—Él nuevo.
—¡Ah! Iván V. ¿Qué han hecho del otro? ¿Lo han disecado?
—Me llamo Piotr —dijo el visitante, en ruso.
Al natural, sus ojos eran huidizos, pero el hombre se habla ejercitado en el ejercicio de mantenerlos tan fijos como dos perlas cosidas a guisa de botones.
Alexandr descubrió que se parecía a una pequeña serpiente, y le detestó inmediatamente. ¿Fue esto porque remplazaba al excelente Iván Ivanich, porque no se levantó para decir buenos días, porque hablaba en tono sentencioso, típicamente soviético, tan difícil de soportar por los miembros de la primera emigración, fueran, en fin de cuentas, sus opiniones políticas?
—Para mí —repuso Alexandr—, usted será Iván, pero no cuente con pasar por terrible; llega con un margen de retraso de un número.
Los dos hombres se contemplaron mutuamente, con una antipatía que no se molestaron en disimular. Jessica, regocijada, los observaba. Piotr cruzó las piernas e indicó un sillón. Luego, dijo pacientemente, como quien habla a un niño al que se tolera una salida de tono, pero que no pierde nada por esperar:
—Siéntese usted, pues.
La KGB es una familia. Subiendo la escalera, Alexandr había creído, durante unos instantes, reencontrarse con los suyos, reencontrarse consigo mismo, obtener una especie de compensación por la hostilidad en que vivía desde hacía unas semanas. Chocó con una hostilidad más sólida y completamente inmerecida.
—¿Su graduación?
—Soy teniente coronel, no cooptado; y su nuevo enlace.
Por un momento, Jessica creyó que Alexandr iba a levantar a Piotr tirándole de la corbata, insultándolo con la suntuosidad en la porquería a que tan bien se presta la lengua rusa, para terminar arrojándolo por la ventana. Yendo hacia la mesa servida en el otro extremo de la habitación, Alexandr, tras haber sonreído irónicamente, se sirvió con mano firme un vasito de vodka —el recipiente estaba opaco a causa de la condensación, como exigía—, lo apuró y mordió un malossol, que crujió bajo sus dientes.
Piotr le contemplaba con el aire compadecido del que tiene las cartas buenas. Esperó unos instantes a que Psar pusiese una cara demostrativa de que albergaba mejores sentimientos, y después, viendo que continuaba comiendo y que tendía otra vez la mano hacia el recipiente de vodka, manifestó:
—Tengo malas noticias para usted, Psar.
Sacó de un bolsillo interior un sobre. Alexandr se vio obligado a cruzar todo el cuarto de estar para tomarlo. Jessica, a la que nadie había ordenado que se fuera, habíase quedado pegada a la pared, contemplando la escena y fumando; «ya era hora —pensó—, de que a Alexandr le cantaran las cuarenta».
Alexandr se alejó unos pasos para leer el texto de la carta bajo un candelabro:
Mi querido Alexandr Dmitrich: No sé cómo notificarle la desgracia que le afecta tan de cerca. Sea usted hombre y soporte esta prueba como corresponde a un hombre, a un oficial, a un bolchevique. Usted no ignora que nuestras carreteras son peligrosas. Un camionero embriagado y, ya está, unas vidas inocentes que llegan a su fin, que se esfuman. Su mujer y su hijo no han sufrido: que esto sea para usted un consueto.
Es usted joven todavía, y nada queda perdido por completo para un hombre que goza de una salud, de una energía y de una fe como las suyas. A su regreso a nuestra patria bien amada, usted formará, de ello estoy seguro, una verdadera familia rusa, una auténtica familia soviética.
Este retomo debe ya parecerle menos urgente; la acción es el mejor derivativo para tas almas de su temple; y creo adelantarme a sus deseos pidiéndole que emprenda para nosotros una operación de envergadura, de la que la patria y el Partido esperan mucho.
Saludos cordiales.
Suyo sinceramente, IAKOV PITMAN.
—¡Devuélvamela! —ordenó Piotr, tendiendo la mano.
Alexandr ya no oía, no veía. «¡Dmitri! ¡Hijo!». Y después: «¡Alla! ¡Allochka!». Aspiró un poco de aire, más aire. Se infló de aire. Había algo en él que iba a explotar. Nada explotó. Vio de nuevo los ojos grises de Alla, y recordó la alegría con la cual entraba de un salto en el lecho matrimonial. Intentó mover la mandíbula inferior de abajo arriba, no sabía por qué. Se sentía mal. No sabía ya desde cuándo se sentía mal. «Mi chiquillo…». Apenas tuvo voz para articular:
—¿Y el camionero…?
Pitman había previsto la pregunta; Piotr respondió:
—Muerto, también. El camión se incendió. Devuélvame la carta.
Una sospecha atravesó el corazón dolorido de Alexandr: «¿Y si fueron los bolcheviques quienes los mataron?». Pero no existía ninguna razón para dar muerte a aquella mujer y aquel niño que le dieran.
Distraídamente, Alexandr dio unos pasos, entregó la carta a Piotr, siempre sentado, y erró por el salón. Balanceó los brazos. Intentó recuperar su ritmo de respiración normal. Realizó los movimientos de la deglución, y no tenía nada que tragar. Jessica le miraba, curiosa, asustada, nada descontenta. Ella no sabía qué había en aquella carta, pero había comprendido: «Muerto, también». Esto bastaba. Así pues, ¿había alguien en el mundo a quien el gran témpano de hielo de Psar amara?
La expresión de Piotr tendía al enojo. Alexandr fue a colocar su frente contra el vidrio, contempló la calle, no vio nada, consultó su reloj de pulsera sin saber que lo consultaba.
—Bueno, anímese —dijo Piotr.
Alexandr le miró, sin comprender.
—Tengo algunas órdenes que darle. Nuestros métodos para establecer contacto siguen siendo los mismos, salvo que no hablará más del vodka; basta con que usted quiera ver a Jessica, o que ella desee verle a usted. El número de urgencia queda modificado. Será…
Se lo dio. Alexandr hizo un movimiento maquinal para sacar su agenda, pero recordó a tiempo que aquella clase de números había que aprendérselos de memoria.
—Repítalo, por favor.
Piotr lo repitió, sin disimular un movimiento de impaciencia.
—Si tiene necesidad de mí, pregunte por Piotr. Evite todo contacto que no sea indispensable.
—Hace treinta años que practico este oficio —replicó con voz cavernosa Alexandr.
Sentía deseos de llorar porque este hombre le trataba con dureza, y no porque había perdido a su mujer y a su hijo. Este pesar estaba más allá de las lágrimas.
—Su misión, de momento, consiste en reclamar y hacer reclamar por su orquesta…
—Ya no tengo orquesta. Ustedes la han saboteado.
—… la liberación de Mijail Kurnossov, el verdadero autor de La Verdad Rusa.
—Ya no tengo orquesta.
—Reúna los pedazos. Otras orquestas van a reclamar lo mismo. Es una operación concertada. Concertante. Pero es preciso que su voz se deje oír la primera. Ésta será la mejor manera de disculparse, por su parte, ante la opinión francesa. Cuando haya comenzado, se verá apoyado. En nuestro próximo contacto le daré la continuación de sus instrucciones.
Piotr se levantó; menudo, vigoroso, ágil.
«¡Un áspid!», pensó Alexandr.
El otro le tendió la mano. Embotado por el dolor, Alexandr la asió.
—Haga algo para reponerse —dijo Piotr, con un atisbo de piedad—. Tome medidas político-culturales.
Con el mentón, señaló la bien provista mesa de Jessica.
—Tiene ahí lo que necesita.
Miró a Jessica con frialdad.
—Tú —le dijo en ruso, añadiendo una palabreja grosera—: no te quitaré los ojos de encima.
Se dirigió hacia la puerta con paso flexible. Su traje, casi negro —dos aberturas por los lados—, habla sido cortado a este lado de la linea Oder-Neisse.
A Alexandr se le pasó por la cabeza seguir el consejo de Piotr. Habría atendido, sin duda, aquel impulso si Piotr no le hubiese inspirado tanto horror: era el rayo del odio. Se contentó con beberse dos pequeños vasos de vodka porque estaba sediento, como si el alcohol hubiera podido apagar su sed. Luego, salió, sin dirigir siquiera una mirada a Jessica.
Caminó por las calles. Hada frío, la humedad se colaba a través de la piel, se insinuaba debajo, alcanzaba a los huesos, a las arterías. En una pastelería todavía abierta, un paralelepípedo de luz en la noche, descubrió un grupo de niños. Odiaba a sus padres.
El sufrimiento mas profundo era esta línea de descendencia interrumpida, esta ternura sin aplicación… ¿Y con qué derecho se le había quitado aquel ser único, que no podría ser jamás repetido, que ni siquiera había conocido? «¡Ah! Si al menos lo hubiera conocido, esto sería más fácil». Se engañaba, con seguridad. Las palabras «¿Con qué derecho?» volvían sin cesar a su mente. Había sido tratado con la última injusticia. Tenía cuarenta y nueve años y podía tener todavía hijos, pero este Dmitri jamás los tendría. De ordinario, él no pensaba en ninguna lengua, sino por abstracciones. Aquella tarde, sin embargo, sus pensamientos se encadenaban con tal incoherencia que experimentaba la necesidad de darles forma con palabras, y se decía con palabras francesas engranadas por una gramática rusa: «Si yo no tuviera nunca hijos, ¿para qué habría vivido?».
Más superficialmente, sufría por la muerte de Alla, desgarrado por la idea de que tal instante de intimidad, de confianza, tal transfiguración de la carne que habían operado juntos, tal hoyuelo que se formaba en la mejilla derecha (¿o era la izquierda?) de Alla, cuando ésta sonreía, tal o cuál ensombrecimiento de sus ojos grises cuando ella renunciaba a todo control de sí misma, eran irrecuperables. ¿Cuántas de aquellas sonrisas había visto? Tantas. Ni una más. Y ya no habría nunca otras.
Estos dos sufrimientos formaban la base continua de un dolor más agudo; en la superficie, allí donde el dolor aflora sin tener en cuenta la jerarquía de las causas, sentíase desgarrado por las pruebas de los últimos días; la insolencia de tal periodista, al que había conducido cortésmente hasta la puerta, cuando le habría gustado (y habría querido poder) arrojarlo por la ventana, el sentimiento de su impotencia ante las calumnias que se acumulaban contra él, su humillación ante la idea de que le herían cuando la calumnia era en cierto modo su oficio. Tales vejaciones le torturaban como si fueran ampollas en los pies, como aftas en la boca, y sin embargo no le apartaban de su duelo como habrían podido hacerlo unas incomodidades físicas. Se notaba que estaba tornándose malo, lo que no había sido jamás, habiendo tenido siempre la maldad por una debilidad.
Cruzó así París, desde La Muette al Luxemburgo, y se encontró luego llamando a la puerta, adornada con molduras, de Bailan dar. Un joven menudo, de cabellos negros, con un cuello blanco abierto en punta sobre un pecho de refinada morbidez, le miró de arriba abajo.
—José no está.
—Según para quien —respondió Alexandr, avanzando.
Le habría encantado que el menudo joven hubiese intentado cerrarle el paso; le habría hecho bajar la escalera de cabeza. Pero el efebo huyó batiendo los brazos, igual que una mariposa que batiera las alas:
—José, José, aquí hay un tipo grosero y brutal que pregunta por ti, un verdadero turco…
Con su melena castaña, caracterizada por vigorosas ondas, sus ojos de color marrón recubiertos de un velo, su tez rosada y blanca, Alexandr no se asemejaba en nada a un turco. Pero se desprendía de él, sobre todo en aquellos instantes, una impresión de fuerza brutal que justificaba las palabras del jovencito.
Bailan dar, en mangas de camisa, se disponía a descolgar uno de los cuadros de su colección de contemporáneos, el más vendible. Al ver a Alexandr, su cara cambió de expresión.
Alexandr sonrió.
—Al parecer, no se alegra usted de verme.
Ballandar dijo lentamente, escogiendo sus palabras, apartando intencionadamente la mirada del joven:
—Él papel que he desempeñado por ser amigo suyo, Alexandr Psar, me ha costado mi carrera. Con eso ya basta, ¿no cree?
—José Ballandar, yo soy muy sensible a su amistad, tanto mas cuanto que tengo la idea de apelar a usted por segunda vez.
Las manos que mantenían el cuadro, aún levantado, contra el muro, empezaron a temblar. Alexandr observó esto con satisfacción.
—No se impresione tanto, hombre, se le va a caer esa mamarrachada de lienzo. Usted escribe, ¿no es cierto?, en un periodicucho para intelectuales impotentes de izquierda que se hace llamar Bulldozer.
—Esa publicación, revolucionaria y honorable, se llama Le Soc[7].
El menudo tipo de la puerta, espantado, permanecía con la boca abierta. Alexandr estuvo a punto de proferir una grosería, pero se contuvo.
—Bien. Tengo la intención de hacer un regalo a Le Soc. Si usted sabe maniobrar correctamente, obtendrá de eso ciertas ventajas que pueden llevarle lejos. Tal vez izarle de nuevo sobre su pedestal. Del soc al socle[8]. Usted iniciará a partir de mañana una campaña para lograr la liberación del verdadero Kurnossov. La Prensa le seguirá, se lo prometo.
Ahora le llegó a Ballandar el turno de sonreír.
—¿Y es usted quien me lo promete? ¿Usted? ¿Pero es que no se da cuenta de que si yo estoy en el arroyo usted se encuentra en la cloaca?
—Es usted dueño de elegir, mi querido Ballandar. O bien se convierte en el instigador de esa campaña y recoge los laureles o…
Alexandr se acordó de que la primera vez había experimentado cierto malestar antes de hacer cantar a Fourveret y Ballandar. Pero todo esto se había acabado; hoy estaba de un humor especial, «no se hacían prisioneros».
—… o damos una explicación de determinado texto en público.
Y como primicia, ante su joven amigo.
Se llevó la mano al bolsillo interior.
—Algún día —dijo Ballandar con lasitud— encontraré un medio para desembarazarme de usted.
Alexandr emitió una risita insultante que sonó a falsa, girando en redondo.
Dos días después, Le Soc publicaba, recuadrado en negro, el texto siguiente:
—¿De quién se burlan?
La publicación de un libro que es necesario atreverse a citar por su título, La Verdad Rusa, y sobre el valor del cual los cereros más privilegiados están muy lejos de llegar a ponerse de acuerdo, ha rebasado, y de lejos, el alcance de un acontecimiento puramente literario. (La frase no era muy feliz, pero el autor quería mostrar que estaba emocionado).
La URSS nos envió, hace poco, un pirata que primeramente se presentó como autor del libro, que luego confesó su impostura, que posteriormente ha negado su confesión… Ya no se sabe sobre qué pie baila. ¿Será, quizá, sobre el pie de guerra?
No queremos creerle.
Sólo existe un medio de despejar esto y hacer tabla rasa, sólo hay una forma de restablecer la verdad, no la rusa, la sencilla verdad, la verdad desnuda: liberar al verdadero autor de ese libro controvertido, y también, si se trata de la misma persona, autor del atentado contra Breznev, Mijail Kurnossov.
Este es el reto que lanzo, la oportunidad que ofrezco a los dirigentes de la Unión Soviética. Señores o camaradas, como os plazca, ¡probad de una vez para siempre vuestra buena fe!
Habiéndose atrevido a publicar esas líneas, Ballandar se sintió aterrado. Esperaba ahora perder su puesto en Le Soc. Pero no habían transcurrido veinticuatro horas cuando se cumplió la predicción de Alexandr: el gran Étienne Depensier, personalmente, y de buenas a primeras, hacía oír su voz de soprano y liberal: «Nuestro amigo Ballandar, desde el fondo de un retiro que ha emocionado a cuantos admiran su inconmensurable talento (¡que su nuevo púlpito no vea en eso ningún pensamiento peyorativo!), nos facilita el ejemplo de una angustia que todos debiéramos compartir, de una exigencia que todos debiéramos formular, en voz alta y clara. ¡Ya está bien! El Kremlin no debe continuar jugando con la opinión francesa como el gato juega con el ratón. ¡Pedimos que sea liberado y que nos sea presentado el verdadero Kurnossov!».
París es capaz de impresionarse por no importa qué cosa, desde el yo-yo hasta la guillotina, pero esas infatuaciones no son siempre tan espontáneas como se gustaría creer. Siete orquestas haciendo oír al mismo tiempo la misma música pueden arrastrar a millares de rascatripas y tocadores de dulzainas perfectamente sinceros. Con aquellos eslabones de eslabones contaminándose mutuamente, al cabo de ocho días no había en París más que un clamor: «¡Liberad a Kurnossov!».
Como una de las orquestas estaba encaramada en la administración, la Prensa pareció haberse marcado unos tantos casi inmediatamente. Hubo voces oficialmente oficiosas, para dar a entender que el Gobierno examinaría las posibilidades de pedir a los dirigentes de cierto país aclaraciones que podrían llegar, eventualmente, a la excarcelación de una persona cuyo nombre estaba en todas las bocas… Unas aclaraciones que se transformaban en excarcelaciones, ¡vaya brecha!
La opinión (eso que se llama opinión, como si verdaderamente el pueblo se hubiese embrutecido hasta el punto de no contar más que con una para cincuenta millones de individuos) se precipitó sobre aquello con impetuosidad. De modo general, los que gustan de enronquecer por la libertad del prójimo sin arriesgarse mucho por sí mismos prefieren atacar a los coroneles griegos o a los generales chilenos, totalmente incapaces de venir a preguntarles por la razón de sus gritos; con los comunistas no se sabe jamás qué puede ocurrir; haría Falta bien poco para que sus cuentas se liquidasen con sangre. Pero, por una vez, se tenía la impresión de que se podía retorcer un poco el rabo del tigre y no el de un gato; resulta, con todo, más divertido. En primer lugar, desde que había comunistas en el Gobierno, era un movimiento reflejo en todo francés marcarse distancias con la extrema izquierda; y luego, ¿no había dado Bailan dar ejemplo? Así pues, no debía de existir demasiado peligro allí. Valientemente, todos corrieron a manifestarse ante la Embajada de la Unión Soviética y la residencia de su embajador.
Fue ésta una de las modas más alegres de París. Cada organización lanzó sus contraseñas y el carnaval comenzó. Sólo el mal tiempo de aquel final de otoño intervino varias veces en favor de la URSS; pero cuando se abrigan convicciones humanitarias uno puede muy bien exponerse a pescar una coriza. Además, ¿por qué no unir lo útil con lo agradable? A poco que se viviera en el distrito XVI o el VII, que se tuviera un perro o una bicicleta, o que se fuese adepto de ese yoga occidental que es el jogging, nada se oponía a que se militara por la libertad en el mundo consagrándose uno al cuidado de su salud o a la de Medoro.
En la rué Grenelle todo quedó dentro de los límites de lo razonable y casi de lo decente: algunos paseantes de perros se detuvieron ostentosamente ante el número 79, pero fueron más bien los perros, y no sus amos, los que expresaron sus opiniones; a las horas en que se iban los profesores de derecho o de letras, particularmente enojosos, aparecían unos jóvenes paladines con el fin de desfilar pavoneándose frente a la puerta cochera, gritando bajo las farolas: «¡Entregadnos a Kurnossov…!». Pero esto no era nada en comparación con d circo levantado en el otro extremo de París, delante del palacio-blocao, donde los privilegios de la extraterritorialidad han transformado una hectárea del distrito XVI en una parcela del paraíso proletario.
Aquí había una ronda casi incesante. «¡Dad vueltas, en el sentido de las agujas del reloj!», habían ordenado los tribunos de la libertad. Se daban vueltas. Unos señores que se tocaban con sombreros se contaban sus campañas, o sus calaveradas. Los chicos de los liceos hacían la carrera de los mil metros. Unas jovencitas que vestían de uniforme azul marino llevaban allí su grifón; unas damas que lucían prendas de astracán, su afgano. Ciertas personas, se aseguraba, enviaban a su criada portuguesa para hacer tres turnos de Embajada a la tarifa de la asociación profesional del ramo. Unos miembros del Racing se presentaban ataviados con una pimpante y reducida braga de color, girando a paso de carrera, y cronometrando su paso con la vertical de la bandera roja. Hubo ciclistas veloces y perezosos en velomotores. Se daban vueltas. Era una manera de citarse: «¿Vendrá usted esta tarde a dar vueltas?». El verbo, construido en sentido absoluto, significó durante una decena de días «girar de izquierda a derecha alrededor de la Embajada de la URSS». Los periódicos publicaban fotografías, hacían estadísticas, formulaban estimaciones. Los humoristas contaban algunas historias: «Ayer me disponía a dar vueltas cuando vi a mi lado un tipo con panza y puro, estilo capitalista, que hacía lo mismo». Entonces, para establecer relación con él, ya que comenzaba a sentirme aburrido, le dije: «Yo soy humorista, ¿y usted?». «Yo estoy aquí de incógnito». «¡Ah! ¡Y qué, compensa esto!». «No creo. Ahora, un salario de embajador no es el Perú precisamente». Me quedé impresionado. «Entonces, ¿usted es…?». «Sí, soy embajador, pero esto no cambia nada entre nosotros». «Y si no es indiscreción, ¿a qué país representa usted?». «Pues a la URSS, amigo. ¿Cree usted que me habría molestado de no haber tenido mi despacho cerca?». «Un momento: si usted es embajador de la URSS, ¿por qué da vueltas aquí, con nosotros?». «¡Uf! Yo no soy ningún esnob. Esto es bueno para la salud, aparte de que a mí me gusta hacer lo que hace todo el mundo». Yo seguía asombrado. «Escuche, amigo, voy a darle un consejo. Dé vueltas, si quiere, pero le advierto que si lo hace de izquierda a derecha puede perjudicarse a los ojos de sus patronos. Debiera, al menos, girar de derecha a izquierda». «Gracias. No había caído en ello». «Bueno, pueden ir allí, a echar un vistazo. Y si descubren a alguien que gira en sentido contrario al de los demás, habrán de llamarle Excelencia cuando se dirijan a él».
La mayor parte de los derviches, como les apodó El Pato Desencadenado, hallaron que ya habían hecho bastante asociándose a aquella noria, pero fueron muchos los que enarbolaban, además, pendones que flotaban por encima de sus bicicletas, o bien fijaban las astas en sus cinturones para rodar o caminar bajo un eslogan más o menos imaginativo: «Libertad para Kurnossov», «No a la impostura soviética», «Soltad al Prisionero anónimo», «Desenmascaradle o desenmascaraos», «Canjearíamos a Marchais por Kurnossov», «Soltad a Kurnossov. Ocupaos de Breznev», «Abajo aspsikhuchkas», «Sois peores que los zares», e incluso el sibilino «ABREJEZ!».
Muchas de esas ingeniosas declaraciones habían sido traducidas al ruso por estudiosos eslavistas de buena voluntad, y muchas buenas gentes que no habían visto en su vida unos caracteres cirílicos, se aplicaron durante la velada a la tarea de reproducir con mayor o menor acierto, sobre papel, cartón, trozos de tela, piezas contrachapa das, tejidos muy diversos, e incluso (tratábase de los nostálgicos de Acción Francesa) sobre viejos calzoncillos que hacían ondear fuertemente fijados a los extremos de sus mangos de escobas.
La Policía desplegó sus efectivos, alejando así a los manifestantes de la proximidad inmediata de la Embajada, pero no era posible impedir el acceso a todo el distrito XVI por parte de los partidarios de Kurnossov, y entonces, ante las miradas de aburrimiento de los guardias republicanos, la noria prosiguió moviéndose a distancia, incansablemente. Los insomnes del barrio aparecían hacia las dos de la madrugada para dar una o dos vueltas en tomo al pretencioso edificio. Un ilustre caricaturista presentó a dos elegantes embutidos en batas de firma y trotando codo con codo: «Es la primera vez en mi vida, —decía uno de ellos—, que me siento revolucionario». La Asamblea Nacional comenzó a agitarse. Un diputado hizo la ronda de la Embajada, con su foja cruzada. Sin saberlo, había lanzado una submoda. Aparecieron los alcaldes, con su barriguera tricolor. Se manifestaron condecorados de todas clases; inmediatamente, la etiqueta del lugar exigió que las condecoraciones se llevaran colgantes. Hubo concursos de éstas, seguidos por los periódicos: las de Alberto el Oso, de San Julián del Peral, del Dragón Invertido, de la Estrella Polar, de la Redención Africana, fueron las más sobresalientes. Durante dos días, las se mostraron tocadas con los sombreros más inverosímiles, traídos de Río o de Nueva Orleáns, descubiertos en graneros, extraídos de viejos baúles. ¡Ah, Dios mío! ¡Y qué divertido era criticar a la Unión Soviética, sobre todo al régimen socialista! Lo accesorio se hizo rey: se reclamó la libertad de Kurnossov en «Hotchkiss» y en «Studebaker», en automóvil triciclo de De Dion y Bouton, en patín de ruedas, en skateboard, en velocípedo. Se rivalizó en boquillas para fumar y en bastones-espada. La palma se la llevó una princesa belga que hizo correr un pura sangre que tenía desde hacía dos años, y al que había dado el nombre de Máscara de Hierro. Cuando se presentó ante la Embajada soviética montando su bayo a lo amazona y acompañada por toda una cabalgata que desplegaba una banderola, en la que se proponía, simplemente, este cambio: «El mío contra el suyo», un estremecimiento voluptuoso recorrió París. ¡Los gauchos y la princesa al servicio de una misma causa! Hubo instantes de confraternización épica: los hippies rezagados se entusiasmaban junto a los caballeros de Malta. Un esnobismo único convulsionaba todas las capas sociales de París; no se había visto nada semejante después del scubidú.
Alexandr Psar, el descubridor de La Verdad Rusa, se encontró con que era el rey, ni declarado ni discutido, de aquel carnaval. Fue fotografiado besando la mano de la princesa belga, fue entrevistado por los periódicos, fue sentado en el banquillo por la radio del Estado, y atormentado por las radios libres. Apareció en la televisión, en un coloquio en el que también participaba Ballandar; los dos hombres se dedicaron mutuamente grandes manifestaciones de amistad. «¿Qué piensa usted de Gaverin? ¿Quién es el verdadero Máscara de Hierro? ¿Cuál es el objetivo perseguido por la Unión Soviética en todo este asunto? Realmente, ¿no corre el peligro de ponerse en ridículo?». Psar sólo formulaba suposiciones, y contradictorias, preferentemente. Que se pudiera encontrar ridícula a la primera Potencia militar del mundo era algo que le parecía de una estupidez abismal.
Sin haber visto de nuevo a Piotr, Alexandr se había lanzado a la batalla con furia. Conversando aquí, discurriendo allí, recogiendo las simpatías ocultas y las adhesiones chillonas, alertando a los profesionales del caso de conciencia y a los especialistas de la opinión pública, demostró a sus maestros que, privado por ellos de la mayor parte de su orquesta, era todavía capaz de dirigir el juego. La actividad que desplegaba le embotaba; sufría menos. Marguerite, naturalmente, trabajaba tanto y que él, y no le ocultaba hasta qué punto ella se sentía feliz al ver que la agencia, por un momento desprestigiada, adquiría cada vez autoridad. Los manuscritos se amontonaban; el teléfono no paraba de sonar; la agenda de entrevistas de Alexandr se llenaba con varias semanas de anticipación.
—¿No se siente usted desbordada todavía, Marguerite? ¿No quiere que le proporcione ayuda temporal?
—¡Oh, no, señor, le ruego que no! A menos que a usted le parezca que mi trabajo no está bien hecho.
Los ojos azules bajo los negros cabellos se habían iluminado.
Alexandr desconfiaba de las convocatorias oficiales, pero aquella del Quai d’Orsay fue formulada en los términos más halagadores, y el jefe de gabinete que recibió al señor Psar en un despacho estilo Luis XVI, con sus tapicerías apenas pasadas, le hizo objeto de todo género de amabilidades. Por las dos altas ventanas se vete caer el crepúsculo sobre el Sena, mientras una bruma de tono lila ascendía a su encuentro.
—Querido señor —dijo Monsieur Edme de Malmaison, al tiempo que unía los dedos de sus dos manos en forma de catedral del gótico flamígero—: Tengo noticias para usted que no son del todo malas.
Sus cabellos eran plateados; las cejas, en forma de acento circunflejo, continuaban siendo muy negras.
—Comprendo perfectamente que usted no dispone de ningún poder legal que le permita representar al señor Kurnossov, pero sus facultades y me atreveré a decir que también su coraje (perdón por emplear este vocablo tan fuerte), le han colocado en primera línea en este embrollo, en el cual, por nuestra parte, sólo podemos desempeñar un papel de intermediarios, cosa que, por otro lado, como me ha señalado el ministro, cae bastante dentro de nuestra tradición, y diría, incluso, en fin, también él lo diría, de nuestra vocación.
»Los soviéticos nos dicen, poco más o menos, esto: “Ustedes afirman que nosotros hemos creado una situación embarazosa en los medios intelectuales franceses, arrojándoles a las piernas, por así decirlo —Monsieur De Malmaison esbozó una sonrisa picara—, un falso disidente, un falso asesino, un falso autor de una falsa Verdad Rusa. Nosotros no tenemos por qué darles explicaciones, pero deseamos dárselas, sin embargo. Nosotros, simplemente, hemos concedido un visado de salida a un tal señor Kurnossov, quien, por razones que no conocemos, ha decidido luego reivindicar la paternidad de una obra que tampoco conocemos, obra que sus editores han publicado bajo su responsabilidad y que han atribuido, Dios sabe quizá por qué, pero Marx lo ignora, a cierto “Prisionero anónimo”, y este “Prisionero anónimo”, también llamado Máscara de Hierro, ha sido confundido por su Prensa con un pobre alienado que hace unos diez años demostró su estado mental abriendo fuego sobre el primer secretario del Partido, y que se llama, también él, Kurnossov, lo cual no tiene nada de sorprendente en la Gran Rusia. Quede bien entendido que nosotros nada tenemos que ver con esta confusión. Y ahora, ¿de qué se trata? Ustedes tienen en marcha una campaña un poco irritante para nosotros, pero sobre todo humillante para ustedes, ya que se revelan incapaces de protegemos, a nosotros, que somos sus huéspedes, contra los payasos que se colocan bajo nuestras ventanas para hacer sus números de circo. (Hablo siempre por los soviéticos, querido señor, ya nos entendemos). Pues bien, nosotros somos unas personas excelentes, ¿saben?, y vamos a quitarles ese peso de encima. ¿Desean esos histéricos a nuestro loco? Tendrán a nuestro loco, cuantos más locos haya por en medio más reirá todo el mundo, como ustedes dicen, tan acertadamente. Naturalmente, no podemos garantizarles que sea ese loco el que escribiera la obra en cuestión; si la ha escrito, si la envió a Occidente, si la ha publicado, ha sido sin nuestro permiso. Por contra, lo que sí podemos asegurarles es que el Kurnossov que vamos a enviarles en portes pagados es, con toda certeza, el que creyó que era acertado disparar sobre el señor Breznev. Se dirá una vez más que cedemos ante las presiones de la opinión mundial; bueno, ¡pues que se diga! A fin de cuentas, sólo un gobierno verdaderamente democrático es sensible a la opinión de los pueblos. A cambio de este buen proceder, únicamente les pedimos una cosa: no nos reexpidan al otro Kurnossov, el que ha pretendido en cierto momento llamarse Gaverin, y que también debe de estar loco; no sabríamos qué hacer con él. Sí lo encerramos en alguna parte, ustedes serían capaces de reclamárnoslo dentro de quince días, diciendo: “No, el bueno era él”. Entonces, por favor, guárdense los dos, a reserva de instalarlos juntos en una celda acolchada. Hasta aquí, señor, eso es lo que nos dicen los soviéticos.
»No intentaré hacerle creer que nuestro Gobierno experimenta con respecto a este asunto un entusiasmo inmoderado. Un Kurnossov tiene pase; dos, ya es algo que cansa. Pero ¿qué vamos a hacerle? La opinión pública está verdaderamente irritada. ¿Qué digo irritada? (El acento circunflejo izquierdo se hizo más abrupto). ¡Encolerizada! Además, nada nos indica que nuestros colegas soviéticos no estén realmente influenciados por ella. En suma, el Primer Ministro no ha respondido negativamente. Sin embargo, cuanto menos se dé la impresión de que nuestras altas esferas respectivas han participado en esta música, tan» to mejor, y nuestro ministro ha pensado que usted podría, tal vez, encabezar una especie de comité… de acogida, el cual, al estar integrado por personalidades de las artes y las letras, permitiría subrayar el carácter privado más que público de la negociación.
»¡Ah! Otra cosa, la última. El Gobierno soviético parece estar ofendido a causa de la actitud de Kurnossov-Gaverin, quien por lo que se le ha informado, parece temer un atentado contra su persona, por lo cual cambia de hotel en plena noche, se hace construir un castillo completamente electrificado… Sería bueno que el señor Kurnossov no se diera esos aires tan rocambolescos. Tenemos la seguridad —no formal, claro, pero aparentemente satisfactoria, al menos esto es lo que cree mi ministro— de que nada le sucederá por obra de los soviéticos, y si él tuviera a bien dejar de jugar al escondite…
La otra ceja imitó a la torre Eiffel.
Alexandr volvió a pasar por el despacho. Madame Bolsse había telefoneado: estaría en d «Bar Inglés», del «Plaza», a las 19 horas y 30 minutos.
Allí estaba. Le transmitió d mensaje de Piotr: «Mañana, a las 14 horas y 30 minutos, en el museo del Louvre, delante de la mas taba egipcia. En caso de existir impedimento, pasado mañana, media hora antes, en el museo de la ópera». Alexandr reprimió una mueca. Había tenido enlaces que gustaban de los sitios más frecuentados posible; otros sólo se sentían a gusto en un desierto y a media noche; el nuevo Iván tenía el sentido de los matices: quería que hubiera público, pero reducido al mínimo.
—Piotr le recuerda —dijo Jessica— que habrá de adoptar las precauciones necesarias.
Alexandr cambió dos veces de Metro, pasó por unos almacenes de un par de salidas, y se presentó en el museo del Louvre por la entrada del Patio Cuadrado. Piotr, pequeño, seco, flexible, viperino, vestido con un bonito traje negro tirando a azul, las manos a la espalda, deambulaba. Alexandr recordó la etiqueta de tales citas y fue a plantarse frente a la mastaba. Sonó una voz detrás de él:
—¿Me equivoco? ¿Psar?
—No se equivoca usted, Iván.
—Piotr.
—Creía que era Iván.
—Yo soy Piotr.
—La última vez era usted Iván.
Piotr se encogió de hombros. Echaron a andar, fingiendo que admiraban los jarrones y los sarcófagos.
—¿Qué precauciones ha tomado usted?
—Las suficientes.
—¿A qué hora salió de su casa?
—¿Del despacho? A las doce y media. Me tomé tiempo para comer.
—Cuando digo «precauciones», entiendo «precauciones». Yo salí a las siete de la mañana y no he parado de cambiar de medios de locomoción.
—Es lo que uno está obligado a hacer cuando no se está bien dotado.
—Psar, no me fuerce a adoptar medidas disciplinarias.
—Iván, le aconsejo que consulte mi expediente personal. Era yo joven y tierno cuando se me envió un puntilloso de su especie. Consulte el anuario y ya verá dónde está ahora reparando en menudencias.
Se detuvieron delante del escriba en cuclillas, la figura de los extraños ojos incrustados.
—Tengo órdenes que darle —indicó pacientemente Piotr.
—Al parecer, ha habido burócratas en todas las civilizaciones —manifestó Alexandr, haciendo como si comparara la mirada fija del escriba con la de Piotr.
—Constato que ha sacado usted de los franceses cierta ligereza de tono que le desaconsejo formalmente. He dado cuenta ya de nuestras diferencias al camarada Pitman, proponiéndole que designara para la operación extremadamente importante que se me ha encargado otro agente de influencia. Me ha contestado que usted era mantenido en su puesto, añadiendo, simplemente: «No tiene más que apretarle las tuercas». ¿Está claro, Psar?
—Está clarete.
—La operación consistirá —Piotr se había aprendido su texto de memoria, con el fin de no llevar encima documentación comprometedora— en crear en Francia primeramente, y luego en el resto del mundo, un partido universal de tendencia derechista, autoritario, corporativista, adecuado para proponer una tercera solución a los que no aprueban el sistema comunista ni el capitalista. Francia ha sido el país escogido por su tradición universal; además, la elección de un país más poderoso, como Estados Unidos, habrá podido producir un efecto negativo en ciertas personalidades. El catalizador de ese partido será un disidente que haya demostrado de manera categórica su hostilidad hacia el comunismo, y cuya obra pruebe su hostilidad hada el capitalismo. Se trata de Mijail Leontich Kurnossov, nacido en Kostroma el 12 de julio de 1926, autor de un atentado contra Leonid Ilich Breznev, y de la obra titulada La Verdad Rusa.
Habían dejado a los egipcios y rebasado los asirlos, siguiendo por un largo pasillo formado por tabiques blancos; y llegaron a los griegos. Aquellas salas, escenarios de complejos trabajos, con sus dioses retrocediendo ante la invasión de escaleras y andamios, evocaban no se sabía qué bombardeo decisivo. «Todos estos cuerpos sublimes, toda esta civilización, ¿para qué? —pensaba Alexandr—. No tengo hijos, y el Estado al que he servido durante treinta años se dispone a fundar un partido fascista. Han ganado los bárbaros. Los bárbaros ganan siempre». La luz plana que se derramaba en tomo a aquellas grandes masas de piedra vivificadas le incomodaba.
—Kurnossov —continuó diciendo Piotr con su tono didáctico— se adhiere a la idea de crear un partido tal como d que ha quedado descrito antes. Evidentemente, él no sospecha, y no debe sospecharlo nunca, que su partido será dirigido a distancia por el Comité de Seguridad del Estado. En estas condiciones, puesto que es imposible asignarle un enlace ordinario, quedará bajo la autoridad del agente de influencia Alexandr Dmitrich Psar.
Desembocaron ante la gran escalinata. El agente de influencia Alexandr Dmitrich Psar se detuvo frente a la Victoria de Samotracia. «Vencer: nada más bello. Pero ¿quién vence a quién? Maratón, Salamina, bien. ¿Y después? ¿Roma o Grecia? ¿Qué es lo que todo esto quiere decir?». Al mismo tiempo, sentía removerse dentro de él una ambición prodigiosa: ser la eminencia gris (¿el alma condenada?) de un partido de aquella envergadura, y servírselo un día en bandeja a sus maestros… Habíase equivocado al juzgarse a sí mismo un desconocido. El Directorio lo había designado para la más hermosa de las misiones imaginables. Por un instante, volvió a ver la galería de las Quimeras y los dos personajes suspendidos en los aparejos de aquella nave. Seguidamente, evocó una narración de Julio Veme en la que el traidor oculta un lingote de hierro en las cercanías de la brújula, desviando la proa del barco al desplazar, no la caña del timón, sino el mismo Norte…
—El primer objetivo de Psar —prosiguió diciendo Piotr, con voz inexpresiva— será ganarse la confianza plena, incondicional, de Kurnossov. Kurnossov será «basado» de manera que no pueda dar un paso sin Psar. Kurnossov parece estar dispuesto a dar a conocer su doctrina, pero habrá que enseñarle a presentarla de modo más articulado, más accesible a los occidentales, y no como se especifica en su obra. Convendrá también encauzarle en la elección de un comité director cuyos miembros se tomarán de la lista siguiente.
Piotr recitó una lista de treinta y siete nombres masculinos y femeninos de nacionalidades diversas, todos ellos correspondientes a intelectuales, todos ellos personas bastante conocidas, que deseaban tan sólo serlo más, todos pertenecientes a la derecha moderada, que era la que se trataba de comprometer. Una bonita redada, si se lograba hacerlos entrar en la red.
De repente, todo esto le pareció a Alexandr infinitamente complicado, infinitamente fatigoso. Sí, se sentía halagado, sí, era capaz, pero de cierta manera esto ya no le interesaba. En cierto modo, todo había terminado para él. Sólo tenía un deseo, el que había sido el eje y el resorte de su vida. «Yo no volveré. Serás tú, Alex, quien vuelva en mi lugar». Y aquel dedo que se tendía hacia esta mejilla, que no podía alcanzar… Alexandr, hoy, no tenía ya más fuerza que ese dedo.
—Estoy cansado —dijo—, y el manual indica que a un agente fatigado no debe llevársele hasta el límite de sus fuerzas. Yo tengo el deseo, usted lo sabe, de volver. Si cuando Pitman me tendió esta emboscada y acepté fue porque quería volver ya, y con la cara bien alta.
Le costaba trabajo continuar de pie, hablar con claridad. En lugar de subir por la escalinata, volvió sobre sus pasos.
—Admitamos que acepto infiltrar su nuevo partido. Tendré tarea para unos diez años. A los cincuenta y nueve años, ya no se debe pensar en tener hijos. Los niños no gustan de los padres seniles.
Piotr le acompañaba, mirándole irónicamente.
—Continúo pensando, Psar, que Pitman se ha equivocado con respecto a usted. Él se imagina que es usted una de las glorias de su Directorio. En realidad, ni siquiera es capaz de perder una buena mujer que ha visto durante quince días y un crío que no ha visto nunca, sin que se sienta inclinado a detestar a todo el mundo. Esto denota unos nervios en mal estado, o bien una falta de imaginación inaceptable en nuestro oficio. Me han dicho que ha sido usted un poco hombre de letras. Aparentemente, esto no se le ha pasado del todo.
Alexandr, así reprendido por aquel segundón, reprimió un movimiento de cólera.
—Es posible —dijo— que tenga usted razón. Sí, es muy posible.
—Yo no tengo que llevar razón o estar equivocado. Yo tengo unas órdenes que transmitir, y las transmito; he de apretar unas tuercas, y las aprieto.
—Usted toma sus deseos por realidades, Ivanchik. ¿Y cómo pretende apretar mis tuercas? Ni siquiera lleva consigo las llaves indispensables.
—Psar, el fenómeno es conocido: está usted saliéndose de su camino. Si quiere solicitar un permiso, yo apoyaré su petición. Pero si se niega a ejecutar mis órdenes…, no pondremos curare en su chocolate. Pero compréndalo, nuestro pueblo no tiene la menor necesidad de individuos caprichosos e indisciplinados.
Permanecieron largo rato parados ante la Venus de Milo.
—Hermosa mujer —comentó Piotr.
Había por allí algunos turistas, tres buenas monjas reaccionarias con sus tocas, dos estudiantes que proferían burlonas risitas.
—Prefiero Afrodita a Eros —replicó Alexandr, designando a una bella Venus clásica flanqueada por un Cupido de época menos antigua—. Así pues, si me niego seré bueno para pudrirme en Sainte-Geneviéve, ¿eh?
Piotr encogió sus estrechos hombros, bien moldeados por el traje.
—¿Y qué importa dar de comer a unos gusanos u otros?
—Imagínese usted que eso me importa. Tengo una neta preferencia por mis gusanos hereditarios. No quiero ser comido por los gusanos blancos alimentados con pequeños burgueses franceses.
—Es usted quien tiene que decidirlo.
Piotr se alejó. Era un áspid que seguía un itinerario tortuoso entre los dioses.
Alexandr le alcanzó:
—¿Cuánto tiempo será necesario esta vez?
—Cinco años. Tres, si se le encuentra un sustituto.
Alexandr cerró los ojos: «Yo no volveré. Tú, Alex, volverás en mi lugar».
—Emprenderé la operación, Iván.
—Piotr.
—Emprenderé la operación, Piotr.