(Montaje Pskov, fase 2)
El aire se hacía picante; los abedules se erguían en medio de los dorados charcos; los arces llameaban como antorchas. De niño, Iakov había jugado a pensar que los arces eran unos corredores que marchaban en cabeza, los heraldos de Papá Noel, y más tarde habla asimilado su rojez a la de la dictadura del proletariado, transición necesaria entre el caos del pasado y el esplendor inocente del porvenir. El invierno era siempre para él la estación bienvenida; gustaba de ver desaparecer las formas angulosas, heteróclitas, lo real bajo él sosiego de las curvas esbozadas, los asentamientos, las concavidades apenas sensibles.
—¿Llegará pronto la nieve este año, Potapich?
El chófer, agradablemente sorprendido por esta apertura de un patrón tenido por distante, decidió complacerlo:
—Pronto, sí, camarada general.
En realidad, él no sabía nada de eso: era un hilo de la villa. Pero, para Pitman, el pueblo era el pueblo, y como todo buen ruso creía que el pueblo poseía la verdad. «Tanto mejor —pensó—. El mes que viene podré llevar a Sviatoslav en troika». Los paseos en troika, todos los cascabeles tintineando, sobre la nieve en polvo, los caballos lanzados a todo galope, dos o tres de sus hijos apretados contra él, eran una de las delicias de Pitman. «Troika-Rusia —exclamaba como Gógol—. ¡Nada, sí, nada detendrá tu marcha!». Sviatoslav, el benjamín, el tardío, no había participado todavía en aquellas locuras, y desde el deshielo del año anterior gemía:
—¿Habrá nieve mañana, papá?
«Si —pensó Pitman, contemplando los arces carmesí, desfilando—, tendremos un hermoso invierno».
Pero había una reserva dolorosa en su mente: Mohammed Mohammedovich no lo pasaría.
Volkovo. El salón de la dacha era vasto; Abdulrakhmanov había hecho abatir dos tabiques para respirar a sus anchas. Reinaba allí uní atmósfera del Antiguo Régimen, no por lo que estos términos pueden sugerir de almidonado y pomposo, sino por lo contrario, por un limpio desorden, de buena ley, la afirmación de la calidad y el desdén ante lo pretencioso. Los muebles, de estilos mezclados, pero preciosos por sus maderas y facturas, databan todos del siglo pasado; algunos se hallaban cubiertos por fundas, otros, no; un final de partida de ajedrez aguardaba sobre una mesa; las estanterías con vidrieras contenían unos quinientos volúmenes, muchos de ellos escritos en lenguas que el ocupante de la casa no conocía; aquéllos no eran sus libros da lectura, que se encontraban en el gabinete de trabajo, que le servía da dormitorio, eran sus trofeos y aludían a sus estragos, eran la cosecha de toda una vida consagrada a la influencia y a la desinformación.
—Buenos días. Excelencia, buenos días. ¿Cómo va todo?
En bata de tejido rameado, y tocado con una tubiteika octogonal, negra, de motivos dorados, Abdulrakhmanov tenía ahora más que nunca el aire de un menhir. Ese apilamiento, ese «crecimiento hacia la tierra», que afecta a tantos viejos, no se había atrevido a atacarle: manteníase todavía derecho. Pero se descamaba cada vez más; sus pómulos se hundían, y el cartílago de su laringe sobresalía en el centro de su cuello, pelado como el de un cóndor. Tosía frecuentemente, sin estar acatarrado; se llevaba una mano a los riñones, sin estar más enfermo de la espalda que de otra parte; notábase que aquella gran máquina había cubierto su período de funcionamiento. Sin embargo, las facultades intelectuales no parecían haber sido alcanzadas, a poco que el anciano gozara de la oportunidad de contar a menudo y con detalle cosas que uno sabía perfectamente, y que él sabía que el interlocutor no ignoraba; era el placer de la narración, del cual no se había avenido a privarse.
—Le traigo un regalo, Mohammed Mohammedovich.
—Ábrelo.
No quería dejar ver, quizá, que sus dedos, desde hada algún tiempo, se tornaban de piedra.
Pitman deshizo el paquete. La cubierta blanca representaba, en sección, una muñeca encajada roja y amarilla. En el título, las erres de Verdad y Rusa se hallaban invertidas. A guisa de nombre del autor se leía: «Él Prisionero anónimo». Pitman quitó la cubierta. El libro, en cartoné, pesado, compacto, parecía un bonito adoquín rojo.
—Han hecho dos presentaciones: una en rústica, la otra encuadernada. Todo muy chic, ¿verdad?
Abdulrakhmanov fijó en el objeto sus fatigados ojos.
—Kenti: el samovar. Y los licores.
Se había puesto a beber licores a sorbitos. Se los enviaban de todas las partes del mundo. Le gustaba, sobre todo, el «Vieille Cure» francés, que casi no podía encontrarse. Ironizaba: «Para los viejecitos, las cositas dulces».
Pitman comenzó por confesar los sacrificios: el orfelinato para jóvenes ciegos había sido explotado, y en consecuencia, «quemado»; la denuncia sobre Aronson, encontrada entre otras diez mil, en los archivos de la Kommandantur de París, trasladados a Berlín, había sido utilizada por fin.
—Pero, bueno, ésos no son sacrificios, mi Iakov Moisseich todo de loza: es un gasto de municiones. Esos señores del espionaje tienen una tendencia excesiva a hacer información por la información en sí misma; para nosotros, los pequeños y mugrientos secretos constituyen un medio nada más. Continúa.
La obra había aparecido en las librerías. Ballandar, inmediatamente, había proclamado que era un libro maestro. La orquesta de Oprichnik, debidamente impresionada, le había seguido mal que bien. La revista Objection publicaba un largo artículo, hostil, pero rebuscado: «Nosotros detestamos esta obra —escribía el señor Johannés-Graf—; sin embargo, cuando un hombre nace judío y se hace protestante, el cual es mi caso, existen dos razones para no participar en ninguna sofocación sistemática, para no arremeter contra toda cabeza que fuese susceptible de privarnos de alguna luz, la que fuera, incluso si olía a azufre». Monthigies se había expresado con sinceridad, pero había insistido en la importancia de la obra: «La sola sospecha de un retorno al avasallamiento de las masas trabajadoras por una pretendida élite trastorna nuestros nervios, puestos a lo vivo por recuerdos demasiado punzantes, por responsabilidades inexpiables; sin embargo, intervendría la mala fe de pretender que es válida esta solución monstruosa que recomienda el prisionero anónimo: en la Rusia que él imagina, propiedad y gestión serán vocablos sinónimos. No parece él hostil a las cooperativas de trabajadores, que se asocian para poseer una fábrica. Se trata de una corporación folklórica, quizá, pero de una concepción humanista más que totalitaria». Jeanne Bouillon había ocupado más de una página para «desmitificar aquella especie de teosindicalismo preconizado por Máscara de Hierro, es lícito preguntarse si los tratamientos infames que ha debido sufrir en su psykhuchka han actuado finalmente o no sobre su cerebro. En ese caso, el régimen soviético no tiene más que inculpar a sus propios excesos en cuanto a la teratología intelectual que florece ante sus narices. Por lo demás, no es imposible que las teorías que nos vienen de la celda triple cero, por alocadas que sean, resulten aplicables al país de los zemstvos y los mirs». La señora Choustrewitz había logrado no suscitar problemas políticos; lo que a ella le interesaba era saber si el autor del libro era o no era el Kurnossov que abriera fuego sobre Breznev.
—Todo esto —dijo Abdulrakhmanov— me parece excelente. El blanco ha sido colocado como era preciso. ¿Cómo han reaccionado los disidentes con quien Psar se relacionó?
Con gesto torpe, devolvió el libro; sobre el forro de la cubierta, los nombres más ilustres precedían a unas citas entusiastas. Pitman se echó a reír:
—¡Hemos propinado un buen puntapié al hormiguero, Mohammed Mohammedovich!
No queriendo volverse atrás, pero temerosos de que no se les atribuyeran las opiniones del prisionero anónimo, los disidentes habían estallado en declaraciones, puestas a punto, comunicados y manifiestos diversos. Algunos eran tan prolijos que los periódicos no podían publicar sus proclamas in extenso, de donde se dedujeron, naturalmente nuevas cóleras y nuevas profesiones de fe. El mago barbudo se asociaba parcialmente al prisionero anónimo; los marxistas se aprovechaban de la ocasión para abatirse con gran violencia sobre el mago barbudo; los calumniadores profesionales se lo pasaban a lo grande; cada uno acusaba al otro de pertenecer a los «órganos». Pitman describió chistosámente aquella especie de Casa de «Tócame Roque» en confusión. Abdulrakhmanov rió, complacido.
—En resumen, que nuestro montaje se anuncia bien. ¿Qué dice el resto de la Prensa?
La Prensa francesa, con la excepción de la orquesta de Oprichnik, se mostraba hostil al prisionero anónimo, aun suponiendo que fuese un héroe y un mártir; había que guardarse como de la peste de hacer de él un maestro del pensamiento.
—Dicen eso, ¿en cuántas columnas?
—En muchas, Mohammed Mohammedovich.
—Perfecto. Los espíritus independientes que comenzaban a girar hacia la derecha van a hacer más lento el movimiento. Y nos hallamos tan sólo en la fase 1, mi Iakov Moisseich todo de plata dorada.
Voivode, uno de los siete agentes de influencia que trabajaban en Francia, aquel que de entre ellos era el responsable de la Prensa, hacía maravillas: las cajas de resonancia que le fueron asignadas daban el tono a los otros periódicos.
—¿Estás seguro de que no hay nadie todavía que haya pronunciado «la palabra obscena»?
—Esté usted tranquilo, Mohammed Mohammedovich, la guardamos para la fase 2, de acuerdo con lo que ordenó.
—¿Se ha puesto la «corporación» en ridículo, como de costumbre?
—Como de costumbre. Fraternité pretende que el prisionero no existe y que su manuscrito es una falsificación elaborada por Pinochet.
Abdulrakhmanov sonrió distraídamente. Ya no fumaba apenas, pero a veces se llevaba a la boca su boquilla y aspiraba el olor de los cigarrillos que por ella habían pasado. En esta ocasión, produjo un sonido de succión del cual el anciano pareció no darse cuenta. Con la mirada en el vado:
—Nnoss… —dijo—. Nada parece oponerse, mi Iakov Moissevich todo de diamante, a que empecemos la fase 2.
—Es la fase 3 la que me inquieta, Mohammed Mohammedovich.
Una manera de hablar. La fase 3, es decir, el desmontaje del montaje, preocupaba un poco a Iakov Pitman por razones morales: si todo hubiera dependido de él, habría llamado a Psar inmediatamente después de haber finalizado la operación, lo habría ascendido, le habría proporcionado otra oportunidad de tener más niños (el pequeño Dmitri sólo tenía que perecer en un accidente imaginario). Pero lo esencial no radicaba en eso: Pitman tenía una idea en la cabeza, le parecía que la ocasión de realizarla se encontraba a su alcance, y no veía por qué razón había de renunciar a ella.
—La fase 3, en este caso, será un juego de niños —dijo Abdulrakhmanov—. Kurnossov se quedará donde está; lo menos que se puede decir de él es que no se encuentra en una posición favorable para no buscarnos disgustos. Zellman nos desembarazará de Gaverin y él mismo se fundirá con la decoración. Quedará Psar.
—Justamente. Es él quien…
—La fase 1 le corroe; la fase 2 le desacredita; la tercera le dará el golpe de gracia: no se recuperará. ¿Qué quiere que haga? Su ciudadanía no ha sido nunca declarada; puede ser suprimida de un solo trazo de pluma. ¿Su grado? No habrá más que degradarlo por manejos antisoviéticos, aunque únicamente sea por la publicación de esa seudo Verdad Rusa. Si se vuelve hacia los franceses, ¿de qué tendrá el aire? De un reaccionario, manipulado por los comunistas, o de un comunista manipulado por los reaccionarios. Además, él se imagina todavía que nosotros retenemos a su esposa y a su hijo; es, pues, poco probable que se pase al enemigo. E incluso si procede así, ¿qué hará saber al contraespionaje francés que éste no sepa ya? No, mi Iakov Moissevich todo de abedul de Carelia, no hay por qué inquietarse. La fase 3 consistirá simplemente en dejarlo caer como una pantufla. Usted cambia los números de teléfono y eso es todo. ¿Se acuerda de Enrique V? «Yo no lo conozco, mi buen amigo». Evidentemente, es necesario enviar al oficial tratante fuera de Francia; es la única precaución a tomar.
—¿Dejaremos la agencia a Psar?
—Claró, se encontrará completamente desacreditada.
Pitman no se había explicado nunca la animosidad que Abdulrakhmanov sentía por su propio «protegido». Una veintena de veces había querido preguntar la razón, pero no se había atrevido. Habría podido hacerlo ahora, de no haber tenido aquel otro proyecto para hacer aceptar. Una crisis de tímida aceleró los latidos de su corazón, con todo lo teniente general que era.
—Mohammed Mohammedovich, ¿y si tuviera otra sugerencia que formular?
El anciano puso mala cara; sus ablandados rasgos se prestaban fácilmente al gesto.
—¿Qué clase de sugerencia?
Tierno y obsequioso a la vez, Pitman balbuceó:
—Me refiero al plan Signo duro, que usted tuvo la bondad de aprobar en principio, y que el Consistorio ha decidido aplicar en cuanto los elementos necesarios queden reunidos…
Aquel plan era el hijo preferido de Iakov Pitman, que veía en él su futura obra maestra; en caso de éxito, accedería por derecho propio al areópago de los «sombreros-escondrijos». El directorio A, el primero, el segundo y el quinto directorio, los principales, habían dado su aprobación; el jefe supremo del comité de seguridad del Estado había refrendado la propuesta; el secretario-general-del-Partido-Primer-Ministro la había considerado con sus ojos somnolientos, no reprobadores, de caimán. El plan se tomaría operacional en cuanto los elementos indispensables fuesen reunidos. Ahora bien, le parecía a Pitman que se encontraba justamente frente a una conjunción casi inesperada: el tándem Psar-Kuraossov, si se tomaba el riesgo de crearlo, podría llevar a buen puerto una operación respecto a la cual el montaje Pskov mismo no tendría más aire que el de un proverbio representado en un salón.
—Yo sé bien que, de acuerdo con el Vademecum, los montajes no deben superponerse jamás, pero usted mismo me ha enseñado, Mohammed Mohammedovich, a tomar mis distancias en relación con el Vademecum. Por otra parte, al introducir a Máscara de Hierro en la operación Oprichnik, que ha permanecido hasta ahora absolutamente aséptica, damos lugar ya a una derogación. Para una operación de la envergadura de Signo duro…
Pitman habló largo rato y mal, intimidado por aquellos ojos humedos que sólo expresaban una altanera desaprobación. Pitman era de esas flores sensibles que sólo florecen regadas y soleadas. Abdulrakhmanov terminó por interrumpirle con un movimiento de impaciencia.
—Usted siempre con sus economías de peón, mi Iakov Moissevkd en papier máché[5], usted siempre con sus miopías. Psar y Kurnossov no formarán jamás un tándem: dos pastillas de jabón pegadas sirven sólo para un baño; después hay que tirarlas; no hay por qué montar una operación como Signo duro. Métase bien esto en la sesera: Psar es lo que Sun Tzu llama un agente muerto. Debiera usted leer a Sun Tzu, ¿eh? (Pitman se lo sabía casi de memoria). Sun Tzu distingue cinco clases de agentes secretos. Y llama a la cuarta, que saca del contraespionaje y, más concretamente, de las técnicas de desinformación, «agentes muertos». Sí, mi Iakov Moissevich todo de plata, «muertos».
»Yo no sé si te he contado alguna vez la historia (la contaba cuatro veces por año y lo sabía) del jefe de Estado Mayor Ts’ao. Un auténtico general chino, con un bigote caído y una coleta sobre la espalda. Se disponía a guerrear contra el rey de los tanguts, quienes tenían un primer ministro genial. Nnoss… He aquí lo que hizo Ts’ao. Tomó a un condenado a muerte, lo perdonó y lo vistió de monje. Sí, Vuestra Excelencia, de monje. ¿Para hacer qué? Para atraer la atención sobre él, pues hablaba como un laico. Antes de dejarlo partir, le hizo tragar una bolita de cera. “Cuando vuelva a salir —le dijo—, la llevarás al primer ministro del rey de los tanguts”. Y lo despidió. El falso monje llega al país de los tanguts, y es rápidamente detenido e interrogado. Declara que oculta sobre él, dentro de él, mejor dicho, un mensaje para el primer ministro. Se recupera la bolita de cera, se abre ésta, y se encuentra en su interior una carta dirigida al primer ministro especificando los acuerdos secretos establecidos entre él y Ts’ao. En realidad, no existían tales acuerdos, pero el rey de los tanguts se apresuró a hacer decapitar a su primer ministro y al falso monje por el mismo motivo. Así que, mi Iakov Moissevich todo de oro, cómo el amigo Ts’ao, el de los mostachos caídos y la larga coleta, se apoderó del reino de los tanguts.
»Se lo repito, Psar ha cubierto su período de tiempo, y, de todas maneras, él sólo ha sido siempre un “agente muerto”, muerto anticipadamente. Cuando considere usted que la fase 2 está terminada, cierra el expediente, lo clasifica y no vuelva a pensar más en él. Evidentemente, usted trata de remplazar a Psar, cosa que no será fácil, pero mientras espera péguele fuego a la mecha lenta y ponga los pies en polvorosa. Es todo lo que se le pide.
Pitman no estaba convencido, pero no quería contradecir a su anciano maestro. Se levantó y asió sus dos manos, rudas y pesadas, entre las suyas, que eran suaves y regordetas.
—Mohammed Mohammedovich, seguramente tiene usted razón, como de costumbre. ¿Qué cree que debemos hacer con Kurnossov?
Abdulrakhmanov succionó su boquilla vacía, produciendo una especie de silbido.
—Si nos encontráramos en los viejos y buenos tiempos, te habría respondido, quizás, un poco apresuradamente: páselo a la cuenta de pérdidas y ganancias. Puesto que nosotros somos unos degenerados, pienso que ustedes están condenados a nutrirlo suntuosamente hasta el fin de sus días. Y te lo suplico: no seáis mezquinos en cuanto a la kulebiaka, sería cruel. Por lo que respecta a tu Signo duro, para tratar la operación como es preciso debes buscarte agentes impecablemente blancos, limpitos.
Abdulrakhmanov se levantó reprimiendo un gemido.
—Tu regalito lo pondremos aquí.
Un libro español reposaba sobre un atril de cuero. Abdulrakhmanov lo quitó de allí, colocando en su lugar La Verdad Rusa.
—El mexicano está bien, pero ya lo he visto bastante. Con los nuevos, los que acaban de salir del horno, como menudos panes, me monto siempre una exposición, y luego, a la llegada del siguiente, se desplazan más y más, hasta que llega un momento en que hay que hacer sitio; rumbo a las estanterías. Es bonito, el tuyo, y se nota en la mano que pesa, ¡se nota que no es una fruslería La Verdad Rusa! Me gustan los pasajes de Kurnossov sobre las campanas. Es algo popular y sabio a la vez: ¡nada fácil! Tenía su razón de ser que la revista de ese chisgarabís de Herzen se llamara La Campana. Has de saber que en la Antigüedad todas las campanas ostentaban nombres. El más corriente era Polielei. No sé qué quiere decir esta palabra: quizá provenga de elei, aceite sagrado… Me imagino perfectamente una campana La Mirífica… Pero también había nombres como Cisne, Carnero, e incluso Macho Cabrio.
»En Rostov, en el siglo XVII, había dos campanas bautizadas con los nombres de Cisne y Polielei, cuyos sonidos componían una tercia menor, lo cual complacía al metropolitano Jonás, quien acababa de caer en desgrada por parte del zar Alexis; el carillón de su iglesia acunaba su tristeza. Y mas tarde, he aquí que recobra de nuevo d favor del monarca, con Pedro I. ¿Qué hacer? Entonces encarga una campana que quede acorde con la quinta inferior del Polielei. En lugar de un acorde menor, obtiene así otro perfecto mayor, sin tener que cambiar los elementos básicos. ¡Qué lección para nosotros, mi Iakov Moissevich todo de bronce, todo de hierro! ¡Piense en el pueblo de Rostov, condenado a la melancolía durante años, y despertándose un día a los sones de un gozoso concierto! ¡Imagínese el efecto producido en las familias, los matrimonios, los talleres! Los bufones dan con nuevas bromas, los amantes idean nuevas caricias… ¡Ah! Me habría gustado vivir en Rostov en 1688, bajo el buen metropolitano Jonás, bajo aquel que pronto se convertirla en el emperador de todas las Rusias. Si todos hubiesen sido del temple de Pedro, nosotros no habríamos hecho la Re…
Una crisis de tos interrumpió e hizo finalizar este discurso. Fue tan violenta que unas lágrimas acabaron por deslizarse por su nariz, sus brazos se agitaron como si hubiesen sido dos remos, señalando puerta. Pitman acabó por comprender, y se retiró con la desagradable impresión de haber sido echado de allí.
«En realidad —pensó él—, simplemente, no quería ser visto en ese estado; es terrible haber sido tan fuerte y volverse tan débil. Felizmente, yo no fui concebido para semejante diapasón. Esto no debe de ser confortable».
Volvió, pensativo, a Moscú.
Mientras su maestro viviera, no le desobedecería. Llevaría a cabo la operación Pskov, aunque tuviese algún resentimiento. Una lástima. No era solamente su carrera la que corría el peligro de sufrir algún revés, era también su apetito de servir, el cual no había hecho más que aumentar con los años, mezclándose cada vez más estrechamente coa su ambición. Le había sucedido lo que les sucede a muchos en la cumbre de la escala: se hallan tan cerca de su divinidad que comienzan a confundirse con ella, en los dos sentidos de la palabra, no sin tener para esto buenas razones: el príncipe se sirve sirviendo a su reino. Al principio de su carrera, cuando Iakov pensaba: «Es mi patria, es mi Partido», sentía que él les pertenecía; ahora el posesivo había cambiado de sentido insensiblemente: eran patria y Partido dos cosas que parecían pertenecerle, casi. A este nivel, renunciar a una operación que él creía buena y hasta esencial para el porvenir del partido, no significaba sólo inmolarse, sino cometer un sabotaje. No importaba: Abdulrakhmanov (Pitman utilizaba generalmente la expresión «mi bienhechor» cuando pensaba en él) merecía una fidelidad sin el menor fallo. Si desaparecía, esto ya sería otro cantar: la muerte deshace incluso el matrimonio. Habría en esta liberación una débil compensación a lo que la pérdida de tal maestro supondría de irreparable. Pero, de momento no era conveniente pensar en esas cosas.
El ordenador, interrogado varias veces, había dado siempre el nombre de Gaverin, y no era cuestión de desobedecer al ordenador. Sin embargo, Pitman temía encontrarse con el hombre, pues le sabía llevado al extremo de su callejón sin salida en cuanto a la desgrada, y Pitman detestaba ésta.
Arseni Egorich Gaverin había nacido inmediatamente después de la Guerra Civil, hijo póstumo de un oficial liquidado en las prisiones del régimen. Su madre se había muerto de hambre cuando contaba diez años. Enrolado en el Ejército Rojo, había aprovechado la primera ocasión que se le deparara para rendirse a los alemanes, con la decisión fija de matar bolcheviques. Vistiendo el uniforme verdín se había distinguido: a los veinte años mandaba una compañía. Llegada la derrota, Gaverin se entregó con sus hombres a los ingleses, porque un coronel que tartamudeaba con acento de Oxford les había prometido asilo político. Los bigotudos cosacos vacilaban, pero Gaverin les había dicho: «Es la promesa de un rey; los reyes y los niños hacen honor a su palabra». Poco después había sido desarmado por los mismos ingleses y entregado con los mismos hombres al buen tío Jo. Esperaba ser fusilado, y reconoció que en eso habla una innegable justicia. No había sido condenado más que a veinticinco años de trabajos forzados, y, conservando todavía su valor, había realizado una tentativa de evasión que le había valido quince años más. Entonces, de pronto, este valiente habíase desmoronado. Histérico al principio, curado en el calabozo, se arrastró entre los «comandantes del campo» solicitando los empleos de informador y chivato, dispuesto a todo con el fin de aliviar, por poco que fuera, su suerte. La buena voluntad que ponía en su reeducación política le había valido algunas mejoras, pero no de reducción de condena, y su salud no había resistido la vida de los campos, ni aun la privilegiada. Contaba cincuenta y nueve años, y todavía le quedaban cuatro «por hacer», pero según los médicos que, sin él saber por qué, habían ido a reconocerle, apenas era probable que sufriera por entero el castigo que mereciera; moriría, sin duda, antes de haber recobrado la libertad.
Cuando la iniciación de la operación Pskov, Gaverin había sido sacado de su campo siberiano y arrojado a la prisión de Lefortovo. Esperaba servir una vez más de preso denunciante de otros, peco no te le exigió nada de eso. Durante años, había creído en un milagro cualquiera que le liberaría: una nueva guerra mundial, la revolución en Rusia, un desembarco de marcianos, lo que fuera; ahora sus esperanzas se habían esfumado ya, sabía que lo peor está siempre seguro; cuando fueron a buscarle a su celda, se imaginó que deseaban imputarle una nueva tentativa de evasión. Se aferró a su catre:
—Estoy bien aquí No saldré.
Hubo que sacarlo a la fuerza, hasta un minibus que le esperaba, con las cortinas de las ventanillas echadas. Un niño que sea arrancado de los brazos de su madre no se siente más aterrorizado que lo estaba Gaverin al dejar la lúgubre prisión de las cuerdas entre pisos.
Los espejos y los dorados del «Hotel Rostopchin» no lo tranquilizaran. Pensaba que, de todas maneras, la imaginación de la KGB no podía más que sobrepasar la suya en materia de horrores.
—Creo que usted habla francés, ¿no, señor Gaverin? —le preguntó Pitman en esa lengua, sin duda para levantar entre aquel hombre, a quien le había sido arrebatada su humanidad, y él mismo, que había seguido siendo tan humano, una barrera útil para su pudor recíproco.
—Ciertamente que hablo francés.
Su madre se lo había enseñado en la infancia, «para cuando todo volviera a ser como antes». En su campo, unos donantes anónimos habían hecho llegar a su poder libros. Había enseñado el francés a varios detenidos, a la familia de uno de sus comandantes de campo, él pronunciaba mucho las erres, al estilo antiguo, en tanto que Pitman las hacía guturales, pero su pronunciación era casi perfecta.
—Señor Gaverin, le he pedido que pase a verme —indicó Pitman con lentitud (era él quien había perdido un poco la práctica de la lengua hablada)— porque nosotros dos podríamos, quizás, hacernos un mutuo servido. Usted cometió graves faltas, se arrepintió y las ha expiado ya, casi; sólo le quedan cuatro años de castigo. Pienso que d usted aceptara sacarnos de un apuro, nosotros podríamos arreglar esta asunto con el Ministerio de Justicia. Se lo prevengo: requeriremos al concurso de toda su inteligencia, y apelaremos a toda su devoción por su patria soviética.
En lugar del milagro, en el cual ya no creía, Gaverin olfateó la trampa.
—Yo estoy al servido de la patria, pero no me quejo de nada. 81 se trata de la última huelga de hambre, he de decir que yo estaba en contra. Todo el mundo se lo dirá así.
—Señor Gaverin: ¿le he reprochado yo algo? Se trata, simplemente, por una parte, de su conocimiento del francés, y por otra da cierto interés que usted ha denotado por las ideas políticas de la redacción
—Camarada, esto fue hace cuarenta años. Me he enmendado. Ahora soy un marxista-leninista convencido.
Aquellos dos rusos componían una extraña escena, dialogando en un francés libresco y enfático bajo las arañas del «Hotel Rostopchin».
Pitman se hizo más untuoso.
—Lo sé, señor Gaverin. Sin embargo, repare en ello; durante los años que pasó en el ejército nazi tuvo ocasión de leer, de tomar contacto con…
—¡Pero lo he pagado todo ya! —chilló el prisionero, irguiendo por completo su largo cuerpo de don Quijote de ordinario encorvado—. ¡Lo he pagado! ¡Treinta y seis años de mi vida! ¡Tenga piedad de mí!
Pitman pasó precipitadamente al ruso. La alteración del preso le impresionó.
—Cálmese, cálmese, Arseni Egorich. A quien habla del pasado habría que romperle la crisma. Todo lo que yo le pido es que me ayude a acortar el tiempo que le queda de sufrir. Si acepta mi proposición, ni siquiera tendrá que regresar a Lefortovo.
—Yo no era desgraciado allí —lloriqueó Gaverin—. Y no me haga decir lo que no digo nunca… Tampoco en el campo fui desgraciado. Envíeme de nuevo al campo. Cuatro años pasan pronto. Ya lo sé, firmé unas solicitudes pidiendo el perdón. Fui un majadero. Hay que saber perdonar las tonterías.
Una palabra tan rusa, tan poco soviética: perdonar.
—Pero si nosotros le perdonamos hace mucho tiempo, Arseni Egorich. Se trata, sencillamente, de esa maldita justicia. Si nosotros no podemos hacer valer que le utilizamos, ya sabe lo que le espera al final de su condena: la deportación en un kirghizistan cualquiera. Nada de cuidados, ¡y ya es usted un hombre enfermo! ¿A qué medios recurrirá para ganarse la vida?
Dejó que esos terrores nuevos se adentraran en la inteligencia de Gaverin, sobre el cual hizo brillar sus ojos comprensivos.
—Evidentemente, si usted prefiere correr los riesgos de tal exilio, es libre de…, quiero decir, libre de escoger. Lo que yo estaba considerando para usted, era más bien… Esto le parecerá increíble, pero le juro que tengo d poder de mantener mis promesas… Pensaba más bien en la Riviera francesa: una pequeña villa en Niza, el mar, el sol… Creo, ¿eh?, que no tiene usted ningún lazo familiar en la Unión Soviética. Y los franceses, ya lo sabe, resultan un pueblo acogedor. Los conozco. Están llenos del gozo de vivir. Por otra parte, hay por allí muchos emigrados, e incluso de la que se denomina primera emigración. Se sentirá usted entre los suyos. En Niza, sobre todo; todos príncipes, todos condes…
Pitman, intencionadamente, no había hablado de dinero. ¿Qué podían significar las cifras para un hombre que no había gastado, probablemente, cien rublos en su vida?
Lev Aronovich Zellman, hombrecillo afligido por un ligero labio leporino, había pasado quince años en lo que se llama ahora el Gulag, es decir, más simplemente, los trabajos forzados, por realizar propaganda antisoviética. «Yo había criticado el sistema penal; se me facilitó la posibilidad de verificar mis intuiciones, es comprensible», decía él con serena sonrisa. No se sentía amargado, apenas; en efecto, estaba reconocido al régimen por haberlo soltado a tan buen precio. Razonaba así: —Después de todo, la vida humana se ha hecho más larga, si no más alegre. Quince años, con un poco de suerte, no es más que una quinta parte del tiempo que me ha sido asignado por el Presidium supremo; no quiero decir el terrestre, sino el otro, si es que existe. ¿Qué es una quinta parte? Menos de cinco horas por día. Y aun en el campo yo dormía mis ocho horas; sería pues injusto retirar esas cinco horas de mi tiempo de vigilia. Un tercio de esa quinta parte debe ser contado en horas nocturnas. De mi vida consciente, pues, no habré perdido más que tres horas y media por día, aproximadamente. ¡Y los veinte años que me quedan por vivir no están ya hipotecados, puesto que he pagado mi deuda por anticipado! Verdaderamente, serla un ingrato si me quejara.
Esta humildad y este humor —¿no es significativo que las dos palabras parezcan tener la misma raíz?— le habían salvado. Había salido del infierno desollado, pero no roto. Sin embargo, cuando se le ofreciera la posibilidad de emigrar, había decidido aprovecharla. «No es —dijo— que no ame a Rusia. La amo, y no me veo con disposición para sudar en un kibbutz; estoy demasiado habituado al clima de Vorkuta. Pero si me quedo aquí, ¿cómo podré tener la seguridad de que una mañana no me envíen de nuevo a Vorkuta? Pues no, gracias. Quince años son un período instructivo, pero con éste me basta».
Habla pedido los visados de salida para él y para su mujer, que le había estado esperando durante aquellos quince años. Los visados tardaban en llegar. Llevaban un retraso de tres años, ya. Siempre había un papel que faltaba. La mala voluntad de las autoridades era flagrante; Lev Aronovich insistía, con dulzura y obstinación, persuadido de que un día desgastaría la resistencia oficial, «igual que un ratón roe un cable», decía aquel hombrecillo modesto y terco.
Se equivocaba. El cable en cuestión no había sido tendido por descuido, ni por rutina, y permanecería como estaba hasta el día en que el directorio A diera la orden de Quitarlo; entonces, desaparecería como por encanto.
Un día de otoño, Lev Aronovich fue convocado a unas señas «en las que no había estado antes». Cosa rara, él creía haber hecho cola en todas las dependencias administrativas, por poca relación que pudieran tener con su problema. Cosa rara todavía, esta vez no había cola. Un ordenanza le condujo a un despacho como los que se veían en el cine, en las películas históricas, con alfombras, hachones, molduras… Desde luego, el inevitable retrato colgando de una pared. Zeltman bromeó consigo mismo: «¡Con el tiempo que lleva éste colgado por todas partes y no se consigue asfixiarlo!». Y añadió: «Pertenezco a un servicio que depende de la KGB. Atención, Lev Aronovich, nada de cometer pifias».
Un hombre de la edad de Zellman, de cincuenta y cinco años, aproximadamente, grueso y condescendiente tras sus pequeños lentes, sonreía, pavoneándose detrás de una mesa ministro. Una nariz corta y redonda daba a aquel rostro pickvickiano una expresión más inocente, casi infantil.
—¿Lev Aronovich Zellman?
—Presente, camarada general.
Zellman se mantenía en una postura que tenía tanto de la posición de firmes como de genuflexión esbozada. No tenía ninguna idea acerca del grado jerárquico del dignatario; lo juzgaba según el despacho. El dignatario se ensanchó todavía más.
—No seamos tan oficiales, Lev Aronovich. Me llamo, simplemente, Iakov Moisseich, y tengo la agradable obligación de anunciarle que su demanda de emigración ha sido concedida.
Zellman quería expresar su gratitud disimulando al mismo tiempo su excesiva alegría. Habló entrecortadamente. El dignatario le sacó de apuros interrumpiéndole suavemente.
—No quería tenerle en suspenso. Lev Aronovich, por tal motivo, le he dicho lo esencial al principio; sin embargo, tenemos que hablar, siéntese, pues, en ese sillón.
»El país que usted indica en el apartado “Destino” es Israel. Entre nosotros, no creo que sea éste al que vaya a dirigirse; el clima no le iría bien del todo. —El pánico se apoderó de Zellman: ¡Mi pequeña broma! ¿Quién la ha repetido?—. Además, usted no habla hebreo y, a nuestra edad, una lengua nueva… es difícil. Pero habla francés, en cambio. Francia sería un excelente refugio para usted.
Zellman, por prudencia, no respondió. En efecto, había pensado en intentar procurarse una situación en Francia.
—Y usted desea, ¿verdad?, que su mujer, Lizaveta Grigorievna, le acompañe. ¡Ah! Aquí tenemos un pequeño problema. A ella todavía no le ha sido concedido el visado.
Zellman había ocultado su gozo; se esforzó también por ocultar su desesperación. Si Lizaveta no podía partir, él se quedaría.
—Sin embargo —continuó diciendo el buen general, suponiendo que fuese general, y bueno—, estoy seguro de que con un poco de comprensión por una parte y otra dejaremos eso arreglado. Usted es un hombre libre. Lev Aronovich, y sería absurdo obligarle a quedarse a la fuerza en un país que debe tener malos recuerdos para usted. Podría entonces sentirse tentado a caer de nuevo en sus errores pasados, exponiéndose en consecuencia a sufrir los mismos disgustos. No, nada de esto. Hay que evitar que todos aquellos malentendidos se repitan.
Ahora, Zellman probó a ocultar el terror que se apoderaba de él; la amenaza estaba bien clara.
—Le doy mi palabra. Lev Aronovich —añadió el dignatario, siempre sonriente—, de que dentro de un año, todo lo más, y más probablemente dentro de tres meses, usted se reunirá con Lizaveta Gregorievna en un pequeño apartamento, íntimo y confortable, bajo los techos de París.
Media hora más tarde. Lev Aronovich estrechaba la mano de Iakov Moissevich con una extremada sensación de alivio. No se le pedía gran cosa, en rigor: decir la verdad sobre un punto concreto, sin exponer a nadie a sufrir sanciones graves, de manera que pudiese rendir un servicio a Rusia, que amaba, ciertamente, y a Francia, cuya hospitalidad iba a solicitar, ambas cosas a la vez.
Lizaveta Grigorievna no desaprobó el trato que su marido había hecho con la KGB, pero se inquietó por verle partir solo, primeramente:
—¿Y si me retienen aquí?
Él le acarició los cabellos, aquellos cabellos entrecanos que su mujer se tintaba de rojo.
—¿Y quién iría a necesitarte aquí, vieja? Tú sabes muy bien que yo soy el único que te ama.
Zellman la abrazó tiernamente. Ella le preparó su maleta pequeña, al día siguiente, como por obra de una varita mágica, se plantaba en París.
—Señor —dijo la voz sosegada de Marguerite—: un tal señor Kurnossov pregunta por usted.
—¿Es una broma?
—No lo sé, señor.
Marguerite respondía siempre a las preguntas retóricas.
Desde hacía quince días, desde aquel en que saliera a la luz pública La Verdad Rusa, toda clase de personas llamaban al agente literario que había llevado a buen término un golpe maestro: sacar del Hospital especial de Leningrado el manuscrito completo de Máscara de Hierro. Grucci había telefoneado desde Roma, furibundo, hablando a voz en grito. Ciertas autoridades se habían molestado en querer saber qué contactos permitían al señor Psar mofarse así de la URSS. Unos especialistas se interesaron por la organización que permitiera las filtraciones: ¿podría ser utilizada de nuevo? Los editores extranjeros lanzaban cifras. Algunos periodistas solicitaban detalles sobre la faceta anecdótica de la aventura. Unos viejos emigrados tomaban postura en aquel asunto. Unos disidentes protestaban por la utilización de sus nombres en la cubierta. Unos abogados ofrecían sus servicios. Unos locos proferían amenazas. Unos escépticos sostenían haber descubierto el pastel: «Señor Psar: quítese la máscara, que no es de hierro; confiese que es usted el verdadero autor de La Verdad Rusa». U nombre del asesino frustrado, Kurnossov, había corrido, naturalmente por todo París; en conjunto, la intelligentsia había decretado que el autor del libro y el del atentado no podían ser la misma persona, por la sencilla razón de que aquélla se habría creído deshonrada de pensar como el vulgum pecus, y que el vulgum pecas se atenía contrariamente a que Kurnossov era Máscara de Hierro como Ian Fleming era James Bond.
—Páseme la comunicación.
—¿Puedo hablar con Alexandr Dmitrich Psar?
Kurnossov se expresaba en francés, pero había pronunciado aquellos vocablos al estilo ruso; incluso había palatizado la erre final de Psar.
—Soy yo.
—Y yo soy Kurnossov. Estoy en el aeropuerto.
—¿Qué Kurnossov? ¿En que aeropuerto?
—Mijail Leontich. Aquél en quien usted piensa. El mismo. En cuanto a los aeropuertos, ¿hay varios?
—¿De dónde llega usted?
—De nuestra madre Moscú.
—Entonces, Roissy. ¿Dónde se encuentra usted dentro de Roissy?
—En un despacho de… —Alguien debió de apuntarle algo—. De la Policía Aérea y de Fronteras.
—Voy para allá.
Al salir le dijo a Marguerite:
—No sé qué significa esta historia. Que quede bien entendido: discreción total.
—¡Oh, señor!
Desde un café telefoneó a un número que le habían dado para atender urgencias extremas.
—Póngame con Iván.
—No está —dijo una voz prudente—. ¿Quién pregunta por él?
—Kobel.
Era el nombre de clave de Alexandr, distinto de su seudónimo, que ni siquiera conocía.
—Ha dejado un mensaje para usted: «Todo está en orden».
—Dígale que deseo verle esta tarde en las señas habituales.
El «Omega» enfiló el camino de Roissy. Lloviznaba; la calzada estaba grasienta; los neumáticos rechinaban sobre la misma.
—¿El señor Psar? Por aquí.
Dos hombres en un pequeño despacho: el policía, traje de tres piezas, bigotes como un cepillo de dientes, ojos sin humor, y el soviético, un gran cuervo tuberculoso, mal afeitado, vistiendo un traje demasiado azul, que colgaba sobre su cuerpo como de una percha.
«Me parece —pensó Psar— que no había visto jamás un hombre tan delgado».
Contempló con intensa curiosidad el gran rostro terroso, los huesos casi desnudos, los cabellos untados de una brillantina que no los aplastaba, sino que los petrificaba, dejándolos de punta, Él habría querido preguntar inmediatamente: «¿Es usted el autor?». Se hallaba convencido de que el verdadero Kurnossov estaba criando malvas desde hacía diez años. Se presentó.
—Psar.
—Y yo soy Kurnossov —dijo el otro.
—El señor Kurnossov —manifestó el policía— afirma ser el autor de La Verdad Rusa, que usted ha publicado. ¿Lo confirma?
Según Iván Ivanich, «todo estaba en orden».
—Jamás me he entrevistado con el señor Kurnossov. ¿Me permite que le haga algunas preguntas?
—Sí, pero en francés, por favor.
—Así pues, usted es Kurnossov.
—Sí. Yo soy Kurnossov. El señor tiene mi pasaporte.
El policía le tendió la pequeña libreta, de un rojo oscuro, Alexandr tenía una semejante en los armarios de la Embajada; se la hizo enseñar.
Mijail Leontich Kurnossov, ciudadano soviético de nacionalidad rusa, nacido en Kostroma (RSFSR) el 4 de junio de 1926… La fotografía era, desde luego, la de aquel hombre de mejillas chupadas, sienes hundidas y ojos huraños.
—Este pasaporte fue entregado ayer.
—Sí —dijo Kurnossov—. Me lo dieron ayer. ¿Me permite?
Sobre una de las páginas había sido estampado un sello. Se leía en él, en ruso: «Pasaporte entregado para servir de documento de identidad internacional; válido para abandonar el territorio de la URSS; no válido para entrar en el territorio de la URSS».
—¿Ha sido usted despojado de su nacionalidad?
—Todavía no. Simplemente, no puedo volver.
—Entonces, ¿es usted el del libro?
Kurnossov sonrió tímidamente, como alguien que ya no se acordara de sonreír. Su boca estaba hendida como la de un ludo; tenía una dentadura horrible, con huecos, caries, negruras y resplandores de acero. «Es extraño ver hasta qué punto su nombre no recuerda nada de él», pensó Alexandr. Kurnossy quiere decir: «El que tiene la nariz respingona».
—Yo soy.
Para Alexandr, el autor de La Verdad Rusa sólo podía ser un oficial de la KGB.
—Pero usted es también…
—El prisionero anónimo de la celda triple cero. Máscara de Hierro, todo eso, sí. He leído la Prensa. Ellos me la enseñaron antes de… —se encalló en la palabra— expulsarme.
—¿Le han expulsado? ¿Por qué?
—Me dijeron que ya no era digno de respirar el aire soviético.
Alexandr, acordándose de que él era «un hombre de derechas», sonrió irónicamente.
—Siempre las grandes frases por en medio, ¿eh? Es un vicio jacobino y, por consiguiente, bolchevique. Bueno. Estoy encantado de conocerle. Supongo que usted sabe ya que es un hombre rico o casi rico…
Apretó la mano de aquel enfermo del pecho esquelético. ¿Era un camarada o un enemigo? Como al respondiera a esta pregunta, Kurnossov dijo:
—Yo soy, sobre todo, un hombre desorientado. Acabo de pasar diez años en un asilo psiquiátrico, y no estoy del todo seguro de que ello# no hayan triunfado en su propósito de volverme loco. Además, no sé cómo se las arreglan ustedes para vivir aquí, en Occidente. Parece ser que ustedes son libres. Esto debe de ser como si uno se hallara en lo alto de un rascacielos, sin barandilla.
—Se acostumbrará a todo rápidamente. ¿Tiene la intención de solicitar asilo político?
—El señor Kurnossov lo ha pedido ya —medió el policía—. He telefoneado. No preveo dificultades, pero esto podría requerir un poco de tiempo. Entretanto, estamos dispuestos a conceder al señor Kurnossov un visado de turista. Queríamos, simplemente, estar seguros de que no existía error en cuanto a la persona. Un escritor de la importancia del señor Kurnossov —hizo una reverencia— ha de ser bien acogido, forzosamente, en nuestro país.
—Francia y Rusia son los dos únicos países del mundo en los que un escritor es un hombre importante —indicó Psar.
—Señor Psar —manifestó el policía—: usted es conocido, sabemos dónde encontrarle. ¿Le puedo considerar responsable del señor Kurnossov hasta que su situación se regularice?
—Desde luego. Mijail Leontich, ¿tiene usted equipajes?
—Ese viejo bolso, nada más.
No habían hecho más que dejar el despacho cuando Alexandr formuló la otra pregunta, la que le quemaba los labios:
—¿Y es verdad lo de Breznev? ¿Disparó sobre él?
Tras una vacilación, como si la declaración fuese verídica, pero difícil:
—Intenté alcanzarle.
El interés de Alexandr se centró en la acción del disparo:
—¿Con qué?
—Era una AK-47.
—¿Y eso qué es?
—Una «Kalachnikov»: ¿ha oído hablar de ella?
—Claro. ¿De qué calibre?
—De 7,62. Alcance útil: 400 metros.
—¿Capacidad del cargador?
—30. Y se pueden hacer 600 disparos por minuto.
Alexandr no pudo contener un silbido de admiración.
Las horas que siguieron fueron extrañas. Alexandr no disponía de medios para saber si el hombre era Kurnossov, el tiranicida, Máscara de Hierro, el autor de La Verdad Rusa, un agente de la KGB, si era todo esto a la vez, u otra cosa. Cuando era interrogado, hablaba inteligentemente de «su» libro, y de las ideas que en él habían quedado expresadas; reconocía sin dificultad que los oficiales que lo habían sacado de su celda y empujado hasta un avión habíanle aconsejado también que se dirigiera a Psar en cuanto llegara a Occidente, pero no parecía abrigar deseos de hablar de todo eso. Quería comprender, sobre todo, cómo se vive en un país libre.
—Se vive como se vive.
—No. Explíqueme cómo se vive.
Tenía ideas completamente erróneas sobre el funcionamiento del capitalismo y de los tres poderes. Se quedó desolado al enterarse de que la mayor parte de las gentes acomodadas de Occidente no estaban mejor servidas por otras personas, por así decirlo, que las demás.
—Pero, en fin; usted, por ejemplo, contará con algún hombre, ¿no?
—No. La portera me hace las cosas de la casa una vez por semana.
Cuando se enteró de que en Francia había huelgas frecuentemente, Incluso entre los funcionarios, se mostró escandalizado:
—Si se fusilara a uno de cada diez (no a los cabecillas, sino elegidos tal azar), los demás se calmarían.
Se extrañó de ver niños por las calles.
—Deberían estar en el colegio. ¿Y por qué no van uniformados?
Quiso visitar unos grandes almacenes. Alexandr lo llevó a las «Galerías Lafayette». Unas manchas rojas se encendieron en las mejillas del tuberculoso:
—Todo esto es para engañar a la gente, ¿no? No se podrá comprar nada, ¿verdad?
Para demostrarle lo contrario, Alexandr le compró inmediatamente un gorro de piel de zorro, muy bonito:
—Sin el gorro de piel, los franceses no se creerán nunca que acaba usted de llegar de Moscú.
Kurnossov no estaba impresionado.
—Pues sí, de baratijas como éstas tenemos allí tantas como queremos.
—Pero es que estas cosas no son baratijas.
—Yo no nací ayer. Si todo fuese bueno no se podría vender libremente.
Alexandr lo llevó a «Hermés», pero no logró hacerle perder su tono de superioridad. Peor fue todo en el «Plaza-Athénée», donde almorzaron. Kurnossov no tenía la menor idea en cuanto a la toma de comportarse en la mesa, e increpaba a los camareros con el tono del general Durakin hablando a sus siervos. En cuanto a la decoración:
—No está mal, no está mal —declaró, recostándose en su sillón—. Me recuerda ligeramente a nuestro Metro.
Sin embargo, volvía siempre a su pregunta: ¿Qué hacen todos para vivir aquí? Precisó: ¿Se es propietario de la casa que se habita? ¿Se trabaja para un patrono? ¿Cuántas horas? ¿Cuánto cobra él? ¿Cuánto se cobra generalmente? ¿Cuánto cuesta un trozo de tocino? ¿Y unos calzoncillos de lana?
El nivel de la criminalidad le dejó estupefacto.
—¿Y no guillotinan ustedes a todos esos golfos?
—La pena de muerte fue suprimida recientemente.
Kurnossov rió burlonamente al tiempo que hundía en su boca un triángulo de queso pinchado por su tenedor.
—En nuestro país, se fusila por delitos económicos. ¿Has logrado hacerte con demasiados beneficios? Pues una docena de balas en el cuerpo.
Alexandr, que, en su fuero interno, no veía ninguna objeción a que la sociedad se desembarazara sumariamente de los criminales de toda calaña, sintióse, no obstante, irritado por tanta suficiencia.
—Da usted la impresión de que todo lo encuentra bien en la Unión Soviética. Arrepiéntase: ellos se avendrán a acogerle de nuevo, quizás. Usted publicará un segundo libro: La Krivda Rusa.
Fourveret, que practicaba aquello de a mal tiempo buena cara, y que encontraba La Verdad Rusa menos chocante, desde que se vendía bien, dio el espaldarazo a su autor:
—Estimado señor, me siento feliz al darle la bienvenida. Hemos hecho un buen trabajo; creo que estará contento. Nuestro amigo Psar ha defendido valientemente sus derechos. ¡Ay! Siempre que recibimos una noticia particularmente grata, tal artículo, tal declaración elogiosa de tal personalidad, pensamos en usted, la fuente de ese triunfo, encerrado en su prisión psiquiátrica, y nuestro corazón sangra por su causa. Ahora, al verle en libertad, nuestro gozo es completo.
—¿Cuánto me reportará ese libro? —preguntó Kurnossov.
Y cuando supo la cifra:
—¿A cuántos rublos asciende eso? ¿Qué puede hacerse con esta suma? ¿Dónde se encuentra depositada a mi nombre? ¿Cuál es el tipo de interés que ustedes aplican? ¿Qué es el pago parcial anticipado? ¿Por qué es tan reducido?
Por la tarde, Alexandr lo llevó a Suresnés. Una conferencia de Prensa se celebraría al día siguiente, y no era cosa de dejar que un periodista capturara a Kurnossov antes de la hora convenida.
Máscara de Hierro encontró el apartamento confortable, si bien un poco bajo de techo. En cambio, el juego de ajedrez electrónico pareció hipnotizarlo. Alexandr lo dejó con el juego, una botella de single malí y un bonito vaso de cristal tallado.
—¿Le proporcionaban alguna bebida en su hospital? De no ser así, tenga cuidado, no vaya a ponerse enfermo. No tiene usted el aspecto de ser una persona bien alimentada, que digamos, y cuando el organismo está debilitado el whisky puede hacerle a uno algunas jugarretas.
Kurnossov se extrañó.
—¿Una sola botella? Allí, Alexandr Dmitrich, bebemos alcohol puro y no podemos sentimos mejor.
Jessica estaba tan negra como una india negra. Había engullido unas píldoras para broncearse más rápidamente sobre el yate, y ahora cuidaba de su bronceado exponiéndose a las lámparas.
—Hermosa dama —le dijo Alexandr—: llegará un día en que sufras de cáncer de piel.
Iván Ivanich había llegado ya.
—Entonces, ¿has recibido ya el paquete? ¿Y qué te parece ese hijo de perra?
—Si todos vosotros, los soviéticos, sois como él, yo no vuelvo ya.
Se sentaron uno al lado del otro, sobre el diván cebrado en blanco y negro.
—Veamos: ¿quién es él?
—Kurnossov.
—¿El hombre que disparó sobre Breznev?
—El mismo.
—¿Y es él verdaderamente quien escribió La Verdad Rusa?
—¿Qué otro podía ser?
—¿Por qué no he sido prevenido de su llegada?
—Para que tú te mostraras, con toda naturalidad, sorprendido. Además, como tú sabes, desde hace algún tiempo comienzas a criticar las órdenes que recibes… Me imagino que el camarada Pitman, ahora, ha querido ponerte frente al hecho consumado.
—¿Y hemos expulsado nosotros, verdaderamente, a ese Kurnossov?
—Parece ser que sí.
—Para hacer, ¿qué?
—Para pasar a los disidentes por el lanzallamas.
—¿Tienes nuevas instrucciones para mi?
—Sí. Vas a hacer todo lo que Kurnossov quiera.
—¿Y pretendes que me crea que no es un colega?
Ivan Ivanich se echó a reír.
—¿Él, un colega? ¡No los tenemos tan flacos, Sachenka!
—¿Pretendes, pues, que La Verdad Rusa no ha sido elaborada por nosotros?
—¡Que no, te digo! ¿Quieres que te cuente toda la historia? Cuando Kurnossov disparó sobre Breznev, y una vez detenido, fue sometido a un interrogatorio. Dio la impresión de estar un poco tocado de la cabeza. Fue largado a los psiquiatras. Los psiquiatras no lo encontraron muy averiado, objetando sólo que tenía ideas reaccionarias y que poseía toda una cultura no marxista. ¿Qué hacer, entonces? ¿Fusilarlo en la Plaza Roja? Esto habría hecho llorar a los occidentales de corazón tierno. ¿Arrojarlo a un campo de concentración? Esto no parecía acomodarse a la importancia de su delito. Entonces se presentó el camarada Estalagmita, de tu Directorio: «¿No lo quieren ya? Dénmelo. Un día u otro, le encontraré aplicación útil. No le causaré ningún mal. Lo guardaré en un rincón. Como se dice en francés: una poire pour la soif[6]». Kurnossov no puso mala cara, manteniéndose tranquilo, y, simplemente, pidió una pluma, tinta y papel. Y luego, empezó a escribir con fluidez, alegremente. Se imaginó que entregando una hoja de cada dos, llena de consideraciones sin interés, podría camuflar la otra. Las colocaba en la caja de su televisor. Pero tú ya te lo figurarás: la celda estaba atestada de cámaras fotográficas. Estalagmita había olfateado el genio en ese individuo y contaba con explotarlo a fondo. Reflexiona: ¡un asesino frustrado con ideas reaccionarias! Esto vale su peso en oro. Una doctrina conquistadora como la nuestra necesita de la oposición para nutrirse a su costa, para progresar. Y en nuestro país, tú lo sabes, en cuanto a la oposición, Ilich y Visarionovich se ocuparon de ella de una vez para siempre. Por tanto, se velaba por Kurnossov con la atención con que un tuerto cuida de la niña de su único ojo. Se le habían asignado dos enfermeros; éstos, con seguridad, eran colegas. Por la noche, uno de ellos lo llevaba a pasear por el patio, y mientras ellos contaban las estrellas, el otro fotocopiaba el contenido de la caja del televisor. Después, un especialista recopiaba las páginas nuevas, imitando la letra del prisionero, y un oficial de tu Directorio, haciéndose pasar por uno de los enfermeros, sacaba fuera los trozos escogidos.
—¿Con qué fin?
—Con el de preparar lo que nosotros nos disponemos a hacer hoy.
—¿Qué es lo que nosotros nos disponemos a hacer hoy?
—Ya te lo he dicho: retorcer el pescuezo a los disidentes, |a todos los que hayal
—Pero, espera, ahora Kurnossov sabe que era la KGB la que sacaba las páginas de su libro. Sabe que no engañó a nadie…
—Claro, se le dijo al mostrarle la Prensa. Hasta ese momento, él no sabía que su libro habla aparecido. Siempre pensó que sólo existía un ejemplar, el suyo, oculto en su televisor. Pero no tiene interés en contarlo. No quiere, en absoluto, que se sospeche una complicidad entre él y nosotros. Ni siquiera una complicidad involuntaria. Y recuérdalo: para él, tú eres un occidental como los demás, a quien no hará ninguna confidencia.
—¿Cuánto tiempo hace que tú sabes todo esto?
—Me dieron su curriculum vitae ayer, cuando me anunciaron que iba a ser liberado.
—¿No habría sido más sencillo enviar un oficial de los nuestros? Este cuando le haya sido concedido el asilo político, ya no podrá ser mandado a distancia.
Iván Ivanich suspiró:
—¡Pero mira que eres bestia! ¿Y eres tú quien pertenece al directorio de los sutiles e ingeniosos? No tenemos necesidad de controlarlo a distancia. Nosotros conocemos sus ideas mejor que él mismo. Sabemos de memoria qué es lo que va a decir. A un oficial de los nuestros, ¿cómo lo habríamos recuperado después? Mientras que él esté ahí, él es el verdadero, el auténtico; impondrá confianza, y después lo largaremos. ¿Qué riesgos hay? Todo lo que se le pide es que sea sincero, que diga la verdad, su verdad. Y todavía hay una cosa más, Alexandr Dmitrich, de la que se supone, quizá, que no voy a hablarte; un oficial de los nuestros que cambia de chaqueta es algo ya visto. Aunque no sea más que por razones religiosas, como ese prototipo de Popov, cuya historia me has hecho leer. Imagínate que nuestro camarada declara: yo soy el comandante Untal, yo no he disparado sobre Breznev, yo no he escrito La Verdad Rusa, pero voy a escribir mis recuerdos de oficial de la KGB. Nosotros frunciríamos el ceño. Kurnossov no puede volverse contra nosotros: ya lo está, y por tal motivo nos es útil.
Alexandr no estaba del todo convencido. Le parecía que existía un fallo en el razonamiento de Iván Ivanich. En primer lugar, ¿justificaba la confusión sembrada entre los disidentes una operación como aquélla, tan complicada, y la utilización de un hombre que, según el mismo Iván Ivanich, valía «su peso en oro»? Pero ya no había nada más que sacarle a su oficial tratante.
—Te prevengo que va a percibir sus derechos de autor. No puedo impedirlo.
—No lo impidas.
Curioso. Generalmente, la KGB hacía cuestión de honor del acaparamiento de los fondos cedidos a sus agentes. Pero después de todo, Kurnossov no era un agente; tal vez el Directorio hubiera decidido que merecía quedarse con lo que había ganado por su talento. El sistema tenía sus facetas de tipo legal. Alexandr se marcho tras haber formulado una reclamación oficial; hubiera debido ser avisado de la llegada de Kurnossov, en su momento, y consultado sobre el asunto; si se obstinaban en tratarlo como oficial subalterno, declinaba toda responsabilidad acerca de las consecuencias de las acciones en las cuales, por haber sido llamado, debía participar.
Al día siguiente, un centenar de periodistas parisienses y de provincias se habían congregado entre los entablados elegantemente decorados del local de las «Ediciones Lux». Un cámara de la Televisión se desplaza pesadamente con el aparato sobre el hombro, como un bazuka. Los fotógrafos, sudorosos, acarreaban sus bártulos, se agarraban los tirantes con las correas y juraban con una falta de originalidad consternadora. Los proyectores se encendían y apagaban, transformando los colores y las perspectivas. Como no bahía las sillas algunos periodistas permanecían de pie, pegados a la pared; otros se habían sentado en el suelo, en cuclillas o al estilo norteamericano, con las piernas estiradas, y echaban pestes contra los fotógrafos, cuyos zapatos golpeaban sus tobillos. Un bosquecillo de micrófonos se erizaba en tomo a la mesita tras la cual se acomodarla d prisionero anónimo. «¿Qué clase de cabeza crees tú que tiene Máscara de Hierro? ¿Fue él, verdaderamente, quien disparó sobre Breznev?».
Entraron ellos: Fourveret el primero, austero y sonriente a la vez; luego, Psar, denso, recogido, conteniendo su satisfacción, y finalmente aquel a quien todos habían ido a ver, d prisionero anónimo, embutido en su traje soviético, completamente nuevo, azul, con la corbata que Alexandr escogiera para él, no quizá sin ironía, en «Hermés».
Un amplio movimiento colectivo y todos se pusieron de pie. Para ver mejor, y también por respeto. El hombre se había pasado diez años en una de aquellas prisiones psiquiátricas cuya sola mención provoca escalofríos. ¿A qué inyecciones de azufre, a qué misteriosas acciones había tenido que someterse? ¿Conservaba todavía lúcida la cabeza? Y antes de eso, en las primeras horas transcurridas después del atentado (si se trataba, efectivamente, de Kurnossov), ¿cómo habrían sido las noches que pasara en los sótanos de la Lubianca? Aun no habiéndole torturado, ¿no eran ya algo espantoso sus diez años de solitaria reclusión? No sabemos ya respetar la acción heroica, pero nos indinamos todavía ante el sufrimiento. Sonaron los aplausos, crecieron en intensidad un punto, se eternizaron. Fourveret terminó por reclamar silencio levantando los brazos en un gesto casi degaulliano.
—Señoras, y señores, amigos míos, hermanas y hermanos míos, camaradas, sí, hoy siento que nosotros somos todo eso; tengo el honor, he dicho bien, el honor, de presentarles al autor de La Verdad Rusa, el prisionero anónimo, que ya no tardará en dejar de ser una cosa y otra. La atención y el placer de revelaros su nombre es algo que cedo a ese gran descubridor de genios, con cuya amistad me honro… Mi querido Psar: ¿ha conseguido usted pasar? No ande con las manos. Quiero decir, ni las suyas ni las de esta encantadora joven… Recuérdeme su nombre… ¡Ah, si! Denise Esdaffier de L’Alsacien Patrióte. Somos tantos aquí, es un gozo tan grande el que se siente al ver reunidas tantas buenas voluntades y tantas agudas inteligencias para ir contra la hipocresía y la persecución, es una alegría tan grande, en este caso, disponer de tan poco espacio… (Hablaba entrecortadamente con arte). Señoras, señores: ¡Alexandr Psaaaaar!
Alexandr sabía dirigirse a un público. Sabía permanecer inmóvil durante unos instantes, llenarse poco a poco de aquello que iba a decir, los ojos hurtados a los oyentes, para enfocarlos después de repente sobre la sala y sobre varios rostros en particular; sabía girar la cabeza lentamente, como gira la tone de un acorazado, y aspirar finalmente mucho aire para que d ritmo de la respiración hiciese presentir el instante en que iba a sonar la primera frase.
En voz casi baja, dijo:
—Les presento…
Después, fingió rechazar, uno tras otro, cierto número de cualificaciones, elogios, ditirambos, perífrasis, restricciones, quizás, y optando en fin de cuentas por la simplicidad, lo más digno para una persona semejante, proclamó, con un brazo tendido:
—¡Mijail…! Leontich… |(¡KURNOSSOV!).
Al sonar d nombre de Mijail recorrió la sala un cuchicheo a modo de oleada; con el patronímico (no porque él hubiese sido reconocido, sino por el efecto de la voz de Psar), el rumor creció; con el nombre de familia, se produjo un rugido. Aquel autor de un libro ferozmente discutido, había tenido en sus manos, verdaderamente, un fusil de asalto; había abierto fuego, verdaderamente, sobre d hombre más poderoso del mundo. ¡Allí sí que había un buen reportaje! ¡Allí sí que había unos excelentes derechos de reproducción en perspectiva!
Ante aquella explosión, Alexandr sonrió, haciendo un gesto de impotencia suficientemente encantador:
—¿Y qué puedo decirles a ustedes, a quienes ya saben lo esencial? —Se retiró modestamente.
Kurnossov seguía en su sitio, bajo los aplausos y gritos, los brazos ligeramente despegados del cuerpo, la cabeza un poco abatida, alto pero encorvado, d pecho tan de tuberculoso, el color tan verdoso, las mejillas tan macilentas como hubiera podido desearse. Se notaba que no se sentía intimidado, pero que deseaba parecerlo un poco, por cortesía: los soviéticos están habituados a las reuniones públicas. Por último, se desplazó lateralmente hada la mesa, y esto bastó para que se hiciera el silencio en la sala.
—Quisiera —declaró, trinando cuidadosamente las erres— hacerles partícipes de algunas reflexiones.
Esto produjo sorpresa. Todos habían creído que se le formularían preguntas, y he aquí que d hombre extraía de un bolsillo interior un paquete de notas: finas hojas de papel cubiertas de una escritura indinada, punzante, azul.
Kurnossov comenzó por condenar la Unión Soviética, los campos de concentración, las prisiones, el nivel de vida. Un régimen como aquél no tenía más remedio que hundirse en fecha muy próxima. Soljenitsin era un dios, y el llorado Amalrik un profeta.
Alexandr escuchaba aquella voz precisa y aviejada cantando en tono menor el francés de Dmitri Alexandrovich y los hombres de su generación, un francés propio de amas de llaves salidas de los Oiseaux, revisado por una sociedad que se aferraba a esta lengua extranjera como al corsé, al cuello postizo y al fija-bigotes. «Al menos, hubieran podido advertirme que le dejara llevar notas encima». Desde poco tiempo, el Directorio incurría en ciertas faltas de consideración con él, y a él cada falta le producía el efecto de una banderilla. No sabía que su puesta a punto en cuanto a la muerte (administrativa) había comenzado ya.
Cuando hubo acabado de denigrar al régimen soviético, Kurnossov la emprendió con Occidente: inconsciencia, egoísmo, corrupción, todo le disgustaba. Una vez más, citó a Soljenitsin y le agregó Bukovski. Los días de Occidente estaban contados. «Señoras y señores: para ustedes son las doce de la noche menos un minuto».
El público comenzaba a cansarse: todo aquello era cosa oída ya, y es preciso abstenerse de repetir lo que sea a los parisienses cuando no lo han comprendido por primera vez; si lo han entendido, es otra cosa: tienen cierta debilidad por los estribillos.
Kurnossov continuó con su lectura, aparentemente inconsciente de la decepción producida, y en esta inconsciencia misma existía una fuerza. Alexandr, de pie, nervioso, consultaba su reloj a cada minuto. Fourveret había inclinado su hermosa cabeza sobre el hombro derecho, con el aire de decir, a la vez: «Sufro el martirio» y «¿Quién tenía razón?». Un periodista se puso en pie.
—Le ruego que me perdone por interrumpirle, señor Kurnossov, pero tengo la impresión de que usted se contradice: la URSS se va a hundir, el Occidente está corrompido… ¿Entonces?
Kurnossov levantó una mano impaciente: al orador no se le interrumpe. Y continuó hablando imperturbablemente. Pero, tres minutos más tarde, sin que él hubiese cambiado de tono, los bolígrafos envainados salieron nuevamente de los bolsillos y las fundas.
—Sin embargo —leyó Kurnossov—, he de reconocer por fuerza que pese a lo justas que puedan ser las ideas de los disidentes que he citado, estos hombres están corrompidos, tanto, si no más, que sus acólitos, rivales, depredadores y aduladores.
Todos, en aquella sala, habían oído algunos comadreos a cuenta de ciertos disidentes, pero nadie, jamás, había asistido a una ejecución en regla como la que vino después. Ni un solo nombre conocido escapó a la carnicería, ni un solo violonchelista, ni un solo bailarín, ni una cantante, ni un escultor, ni un solo jugador de ajedrez, sin hablar, naturalmente, de los poetas, novelistas, sindicalistas, lógicos, ni de quienes tenían como única hazaña la de haber proporcionado el modo de un personaje en una novela. Los disidentes del interior no salieron mejor parados, y los supervivientes de la antigua emigración se citaron por sus títulos.
Fulano, declinaba Kurnossov, ha falsificado su nombre y su patronímico; se pretende ortodoxo, pero se ha casado con su ahijada. La notoriedad de Zutano sirve de espejuelo a los disidentes que se aprietan en torno a él, y son, pues, inmediatamente localizados por los «órganos»; este manejo dura ya tanto tiempo que uno se pregunta si el principal interesado no estará percibiendo dinero del presupuesto, simplemente. Mengano ha creado un fondo de sostenimiento para las victimas del régimen, fondo a base del cual viven muy agradablemente sus colaboradores más próximos. La carrera de Fulano es un tejido da delaciones, y él escogió el exilio finalmente sólo porque sus denuncias sistemáticas no le aseguraron la cátedra que codiciaba. Zutano hizo tantos años de campo de concentración por haber reprochado a Stalin un exceso de moderación. Mengano siembra su camino de personas suicidadas: tres son ya las ahorcadas por su culpa. Fulano es un pornógrafo. Zutano es un alcohólico. Mengana es lesbiana. Fulano es un chivato. Zutano especula con los iconos. Mengano es un mercachifle especializado en los manuscritos dudosos. Los marxistas impenitentes no eran tratados mejor: Fulano, un sujeto indigno; Zutano, un invertido. Ninguna de aquellas acusaciones, tomadas separadamente, habría chocado a aquel publico acorazado contra el cansancio. Pero su acumulación creaba malestar.
Esto duró tres cuartos de hora. Kurnossov leía lentamente, como un profesor meticuloso, de forma que todo el mundo tuviera tiempo de tomar notas. Y facilitaba nombres, apellidos y patronímicos, detallaba los hechos imputados, suministraba las fechas de referencia. Alexandr empezaba a comprender; seguro que se iba a gritar al agente de la KGB: ¡al lobo en la majada! Pero el mal estaría hecho; el publico tiene siempre buena memoria para las inmundicias. Algunos periodistas salieron, quizá para telefonear, tal vez porque se sentían con náuseas; pero la mayoría se quedó, como pidiendo más.
Kurnossov siguió hablando:
—Esos hombres y esas mujeres están, en su mayor parte, de acuerdo en un punto: reconocen que la democracia pura y simple es imposible en la Unión Soviética. Obsérvese esto: entre los disidentes no hay un solo demócrata auténtico. ¡Entre ellos no hay más que marxistas o reaccionarios! ¡Y lo interesante es que tienen toda la razón!
Tenía una forma totalmente desprovista de elocuencia y tanto más elocuente de proferir esas exclamaciones.
Expuso d sistema que preconizaba: era el que se encontraba ya implícito en La Verdad Rusa: un dictador declarado, un sistema representativo no de regiones geográficas, sino de oficios; una estructura funcionarial.
—No hay por qué tener miedo al vocablo apparat: sí, el apparat y los apparachiks son necesarios, pero deben ser adictos a la nación, lo mismo que el partido es adicto a una ideología.
Kurnossov desaconsejaba el sufragio universal; recomendaba, por el contrario, un sistema de cooptación que dedicaba la mayor parte a las élites. La libertad de Prensa era una noción burguesa rebasada. (Los bolígrafos corrían sobre los papeles). La libertad de pensamiento era un concepto relativo, ya que, de todos modos, la mayoría de los ciudadanos dejan a la televisión pensar por ellos. La libertad de asociación debía ser reglamentada: asociarse para el bien de la colectividad, sí, pero por el bien de una subcolectividad, no. Antes que los derechos del hombre, había que catalogar sus deberes; el individuo, precisó en una fórmula que sólo algunos anotaron, puede ser considerado el fruto más o menos fortuito de un coito, más o menos aleatorio, y en ese caso, ¿por qué ha de tener derechos…?, o bien es el producto de una sociedad que garantiza su vida, su seguridad, su educación, y hacia la cual sus obligaciones son patentes.
Ningún efecto oratorio permitió prever el final del discurso. Simplemente, Kurnossov dio la vuelta a la última página y dijo:
—Bien. He terminado.
Añadió en ruso, plegando sus hojas:
—No respondo a preguntas.
Alexandr se inclino sobre él:
—Aquí no se hace esto. Hay que contestarlas.
Kurnossov, tranquilo, sacudió la cabeza.
—¡Váyase al diablo! ¡Responda!
Kurnossov se puso en pie. ¿Qué hacer? Alexandr se volvió hada la audiencia:
—El señor Kurnossov está agotado. Las privaciones. Las emociones. Les pide que le disculpen.
—No estoy agotado; sin embargo, no responderé —repuso Kurnossov abriéndose camino hada la salida, bajo los flashes fotográficos. Al tropezar con aire de disgusto con las piernas estiradas de unas periodistas que vestían pantalones vaqueros, refunfuñó—: ¡Decadencia!
Dentro del pequeño salón, donde algunos vasos y copas aguardaban a los organizadores, Alexandr retuvo a Kurnossov por un codo:
—¿Dónde guardaba usted todos esos chismorreos? ¿Los hicieron llegar hasta su casa de locos?
Kurnossov le miró, sorprendido:
—¿Se figura usted que he salido para nada?
Alexandr veía cómo la operación se perfilaba cada vez con mayor claridad. Sin embargo… ¡Sacrificar a Máscara de Hierro pera difundir unas cuantas calumnias!
—¿Para quién trabaja usted? —inquirió él—. ¿Para nosotros o para dios?
Pero ¿quiénes eran «nosotros» y quiénes «ellos»?
Fourveret posó una mano sobre su antebrazo.
—No le causes dificultades a mi amigo Kurnossov. Cuando pienso en todo lo que ha aguantado…
Llevóse la mano a la tetilla izquierda.
Cuando al día siguiente abrió sus periódicos, Alexandr comprendió inmediatamente que otra orquesta distinta de la suya había entrado en la danza, y se sintió aliviado al apreciar el conjunto, al advertir el brío con que aquella acción era realizada. Todo lo que se había desarrollado hasta aquel momento sólo había sido la puesta a punto del blanco. Ahora había sido dada ya la orden de fuego. A Alexandr no le molestaba hallarse en primera linea para aguantarlo todo, Él era un soldado, ¡qué diablo!, y perfectamente capaz de proferir el grito de «¡Tirad sobre mí!». El grito heroico de los puestos sitiados. Sabía también que para hacer zozobrar una embarcación es preciso lograr balancearla en los dos sentidos. «Ignoro quién es mi homólogo, pero conoce su oficio».
El artículo de Étienne Depensier, en quien Alexandr creyó reconocer, si no un agente de influencia, sí, al menos, una caja de resonancia utilizada metódicamente, daba el tono de la sinfonía:
Tenemos lo que nos merecemos —titulaba el gran periodista— que la intelligentsia se complacía en reconocer «humanitario y moderado».
La conferencia de Prensa del señor Kurnossov ha sorprendido mucho, pero uno se pregunta si tal extrañeza, que yo he compartido, no es el producto de la ingenuidad propia de los regímenes liberales, de la hipocresía que caracteriza a las sociedades burguesas.
Nadie, ciertamente, puede acusarme de indulgencia con respecto a los regímenes estalinianos y postestalinianos; tanto más puedo por ello constatar, sin reparos, que nuestra adhesión a los valores democráticos está en plena devaluación. Las seudoenseñanzas de los seudonuevos seudofilósofos han invadido las columnas de nuestros periódicos y las vitrinas de nuestras librerías; un grupúsculo reaccionario se atreve a llamarse Nueva Derecha sin que se cree espontáneamente un tribunal del pueblo para juzgar y condenar a quienes han crecido como parásitos en el cuerpo indolente de nuestra intelligentsia; y nosotros acogemos con los brazos abiertos a hombres que en lugar de participar en la más grande de las revoluciones, es decir, en la más grande de las esperanzas de los tiempos modernos, dejan de ponerla en la vía democrática cuando de ésta se aparta, y vienen luego a sollozar sobre nuestros chalecos por los sufrimientos que han soportado. ¡Eh, señores! No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.
En sustancia, el suñor Kurnossov ha dicho esto: Nosotros, disidentes, somos todos (y es aquí donde Voivode había, por fin, autorizado «el vocablo obsceno» que, por obedecer a Abdulrakhmanov, había sido preciso retener hasta ahora) fascistas. Ahora bien, la indignación suscitada por esta declaración ha sido moderada. Algunos de mis compañeros, por cuya integridad y talento siento estima, no solamente han elogiado el libro, sino que además escucharon el discurso hasta el final. Esto nos conduce a meditaciones bastante severas.
Seamos claros y rigurosos, cueste lo que cueste esto a nuestra conciencia fundamentalmente republicana, pero aburguesada. Todos hemos preferido el cambiante tornasol de lo variado al resplandor puro de lo cierto.
Estamos pensando en particular en cierto agente literario cuyos lazos con la extrema derecha son bien conocidos; en cierta firma editorial que tras haberse forjado una reputación en la defensa del liberalismo, se hunde en la explotación comercial de la reacción; en cierto crítico no hace mucho independiente, estimable, y en el periódico en que él se corrompe, cuya objetividad no parece constituir ya la preocupación esencial, aunque siga siendo lo que le da nombre, su razón social. Pensamos también en determinada voz que presume de imparcialidad, pero que, nostálgica, quizá, del tiempo de los privilegios, parece fundar no se sabe que esperanzas atroces en las fuerzas oscuras de un fascismo siempre latente.
El Quousque tandem Catilina que se nos hacía recitar cuando éramos colegiales sigue estando vigente, y yo aviso solemnemente a los orgíacos que parecen sufrir una indigestión de democracia: nosotros reivindicamos la tolerancia, pero no para los enemigos de la tolerancia; la libertad, pero no para los enemigos de la libertad. La pena de muerte ha sido suprimida para los hijos del pueblo; para los enemigos del pueblo, que, por otra parte, tan feroces partidarios de ella son, podría ser reestablecida con entera conciencia. No me refiero a la odiosa pena de muerte decretada por unos jueces bienhablados, vistiendo rojas túnicas, sino la pena expeditiva decidida sobre la marcha por ciudadanos embutidos en camisas arremangadas.
El señor Kurnossov reconoce que él es un asesino. Un asesino torpe, pero un asesino. Reconoce también que sale de un hospital psiquiátrico, y nadie ha pretendido jamás que los soviéticos no metieran en esos establecimientos más que hombres sanos de mente. Si el señor Kurnossov ha contraído la rabia, ¿hemos de aceptar ser contagiados?
Apelo a la opinión pública. Procedamos, amigos míos, procedamos a una depuración radical de nuestra sociedad, y, ante todo, de esta intelligentsia a la cual nos sentíamos tan orgullosos de pertenecer. De lo contrario, vamos a caer una vez en el fascismo más descarado.
Y ésa será nuestra falta.
Las consecuencias de este artículo, apoyado por una docena de autores de la misma «cuerda», no se hicieron esperar.
El consejo de administración de «Ediciones Lux» se reunió apresuradamente, votando por unanimidad la concesión de un retiro anticipado —confortable por el otro lado— para Monsieur Fourveret. El editor jefe de Objetifs rogó al señor José Ballandar, sí, al legendario Ballandar, que fuese a vender su prosa a otra parte. Unas inevitables reducciones de personal obligaron a L’Impartial a privarse de los servicios de De Monthignies. Este nuevo giro fue seguido. Casi todos los diarios parisienses publicaron editoriales bienpensantes, a fin de procurarse certificados de civismo por parte de Monsieur Étienne Depensier.
Alexandr asistía, bastante perplejo, al desmantelamiento de su orquesta. «Y sin embargo, el Directorio parecía estar contento de mis cajas de resonancia. Hay que creer, necesariamente, que guarda otras en su manga, en las de los Ballandar, Fourveret y Des Monthignies. En todo caso, no hay más remedio que confesar que la operación ha sido lograda: las cabezas que no han rodado todavía serán encajadas entre sus respectivos hombros».
La delación se extendía, se convertía en moda. Cada uno se arrepentía de su culpa batiendo el pecho del vecino. Se denunciaba tanto más tranquilamente cuando que nadie moría por ello. El incidente Kurnossov permitió a mil celos, a mil envidias hediondas, salir del subsuelo. Primeramente, sólo eran sospechosos los que habían hablado un poco bien de La Verdad Rusa; pronto, aquellos que no habían hablado mal lo fueron también; ahora bien, ser sospechoso en período jacobino es ser culpable. En las plazas vacantes que dejaron los condenados, Voivode, naturalmente, metía sus propias cajas de resonancia, como unas fichas convertidas en damas.
Entonces empezó a comprender Alexandr que el objetivo de la operación era mucho más vasto de lo que se le hiciera creer, y también por qué había sido mantenido apartado de la estrategia: se había temido que no vacilaría en destruir su propia obra y su reputación. «Me subestiman», pensó con amargura. Pero, después de todo, ¿qué le importaba? Pronto, al cabo de algunas semanas, «volvería».
Todo esto no inquietó, en modo alguno, a Kurnossov.
—Quiero comprar una casa —dijo.
La mayoría de los disidentes desean comprar una casa. Alexandr tenía orden de complacer a Kurnossov, y los dos hombres se pasaron días enteros en las carreteras, recorriendo las agencias de la provincia, ya que Máscara de Hierro no quería fijar su residencia en París.
—Quiero una casa de muros sólidos, provista de rejas.
—¿No ha vivido usted ya bastante tiempo entre rejas?
—Deseo unas rejas que me protejan, no rejas que me encierren.
—¿Qué es lo que teme? Esa gente le soltó. Le han concedido el derecho de asilo.
—Usted no los conoce. Ellos me soltaron para que yo derramara todas esas inmundicias sobre los disidentes, pero si dejo de serles útil podrían también liquidarme. Sin embargo, no voy a ponerles las cosas fáciles. Por otro lado, los disidentes deben de estar resentidos conmigo.
—Y su conciencia, Mijail Leontich, ¿no le reprocha esto de haber hablado mal de los buenos para complacer a los malos?
—¡Los buenos, los buenos! ¿No ha observado usted que todos los disidentes provienen de la clase privilegiada de la sociedad comunista? Para la mayoría, ésos son opresores insatisfechos. Y ninguno de ellos ha hecho lo que yo: (tomar las armas para luchar contra el régimen).
En el curso de sus caminatas, Alexandr intentó hacer hablar a Kurnossov de su pasado: «Ahora debiera usted escribir su autobiografía». Kurnossov respondía: «Yo soy hombre de un solo libro». O bien: «Mi vida carece de interés». O: «Él poco tiempo que me reste de vida quisiera dedicarlo a olvidar». Había consultado con unos médicos, quienes le habían encontrado con la salud quebrantada, si bien tenía la posibilidad de restablecerse. Él no les creía: «Soy un viejo lobo herido». Imposible enterarse por él de su tentativa de asesinato, de su Juventud, de las causas que hablan hecho de él un rebelde. Tenía cierta cultura política, la cual no hada más que entenebrecer su pesimismo. «Hay, sin embargo, un programa en La Verdad Rusa, y, en consecuencia, una esperanza: La Verdad es un libro, y yo soy un hombre. Mejor es que hablemos de dinero, ¿quiere? El dinero es bueno, es nutritivo».
Y comenzaba de nuevo a calcular los préstamos que solicitarla para pagar su casa, los intereses que le producirían sus inversiones, la cifra de ingresos que le dejaría el fisco, los medios de que se valdría para compensar los efectos de la inflación.
Tales temas interesaban poco a Alexandr, que cada vez estaba atento al paisaje.
Al principio, había creído que el viejo lobo herido querría instalarse en la Costa.
—No, hay demasiada gente allí. Quiero que desde mis ventanas no se vea una sola casa.
—Corre usted más riesgos.
—Dispondré de una escopeta de caza.
Por entonces, habían explorado ya Quercy, Périgord, Limousin.
Alexandr conocía poco Francia. Progresivamente, fue haciéndose sensible a la delicada variedad del paisaje. Las palabras de Machado volvieron a su memoria: El buen Dios era joven cuando pintó España; avanzaba en edad cuando modeló Francia. La perennidad del misterio francés le impresionó: la red de iglesias había sido tendido sobre una tierra pagana; la de caminos había sido tendida sobre un mosaico de bosques y valles, y a pesar de tales abstracciones superpuestas, el alma del país escapaba al viajero.
Observó también, él, que había ido al museo con más frecuencia que al campo, que los paisajes que contemplaba pertenecían a diversas épocas. Unas veces se trataba, al final de la tarde, de un terreno de pastos sombreado por majestuosos árboles, con vacas blancas, inmóviles bajo un cielo aborregado, atravesado por los rayos visibles de un sol invisible: siglo XVII. Oteas era un arroyo matinal, dos hayas bordeando un campo triangular, un molino movido por las aguas, una bruma liviana, un lienzo de pared musgoso, un tejado enguirnaldado de ampelopsis, quizás una rosada cabeza infantil por encima de una cerca de madera: siglo XVIII. O bien se trataba de un castillo restaurado a fondo, lavado por la lluvia, con sus caballetes bien relucientes, las caras laterales de sus almenas brillando como espejos, jardines, huertos, viñedos en pendiente, extendiéndose a sus pies como unos zarpazos rectilíneos, los tallos de las judías erguidos cada uno en su sitio, y sobre todo esto un cielo de un azul intenso y frío, y entonces, Alexandr, menos por causa del castillo que por la división en cuadrículas, con surcos y estacas, sentíase transportado a la Edad Media. Unas frondas otoñales rebasando la parte superior de un muro de piedra, con, al final de una alameda invadida por las hierbas, un jarrón de piedra enverdecida sobre una balaustrada desportillada, le proporcionaba la punzante sensación de la época romántica, a la cual siempre se habla sentido unido, quizá porque tal período es el siglo de oro de Rusia, quizá por razones mas personales: todos contenemos los siglos que nos han precedido, pero tenemos afinidades sólo con algunos de ellos.
Le sorprendió la belleza de las casas que visitaba, y a su estado; algunas de ellas no tenían más que los muros y las chimeneas; otras, por el contrario, habían sido reconstruidas por completo —moquetas, terrazas, congeladores—, pero habían perdido su alma. No había sabido hasta entonces que las casas poseen un alma. Por lo demás, advirtió que sabía muy pocas cosas en cuanto a las verdaderas casas: sus conocimientos se centraban en algunos pequeños castillos, algunas residencias secundarias, y sobre todo en algunos apartamentos. Creyó haber aprendido algo importante al constatar que en pleno siglo XX no todos los franceses habitaban en termiteros.
—Regreso. De lo contrario, yo también sufriré la tentación de comprarme aquí una casa.
Pensó en un balcón, en el fuego de leños, unos perros bajo la mesa, gallinero, palomar, caballo. Sin duda, reconstruía la propiedad de su abuelo, de la cual su padre habíale hablado: «Le arrancábamos unas plumas al gallo y se las poníamos en la cabeza, jugábamos a los indios, recogíamos pepinos en las platabandas, atábamos a las primas al potro de tortura…».
Kurnossov no encontró más que una morada enteramente rodeada de rejas, pero era una finca inmensa y se hallaba situada en el centro de un parque-jungla, dentro del cual no hubiera sabido qué hacer. Ahora bien, llevaba prisa. Se contentó con una casa fuerte, flanqueada por una especie de jardín parroquial, y rodeada por un muro de obra: «Colocaré cascos de botellas encima». Se informó sobre las posibilidades de blindaje que ofrecían la puerta y los postigos. Sintióse decepcionado al enterarse de que la escritura no podría ser extendida inmediatamente y firmó el contrato privado el mismo día. Aquella noche invitó a Alexandr a cenar en el mejor restaurante de Limoges, e insistió en pedir lo que era más caro del menú y la carta de vinos. De esta manera, hubo una mezcla bastante sorprendente de foigras frescos, clos-de-vougeot y cangrejos, pero el prisionero anónimo halló una gran satisfacción en obsequiar así a su cicerone.
—Lamento —dijo— no haber pensado en traerle un regalo. Un icono antiguo, quizá. Si lo hubiera pedido, seguramente me lo habrían dejado traer.
En París se iniciaba un nuevo movimiento.
La pequeña fracción de opinión que no era hostil a Kurnossov se reagrupaba. La cosa era fácil, pues tratábase de no conformistas, llamados de extrema derecha, que tenían ya la costumbre de verse. A ellos fueron a unirse algunos espíritus libres disgustados por el fariseísmo jacobino de la mayoría. Después de todo, ¿qué se reprochaba a Kurnossov? ¿Ser antisoviético? ¿Qué otra cosa podía esperarse de un disidente? ¿Se le acusaba de no llevar a sus compañeros en el corazón? ¿Pero es que no se sabía que ellos estaban divididos en tantas capillas, casi, como individuos eran? Y esto mismo no era incomprensible ni debía ser motivo de reproche a priori: ellos descubrían la libertad de pensamiento y entendían que había que aprovecharla. La única acusación seria era «la palabra obscena»: fascista. Ya estamos… Pero, en primer lugar, ¿qué significaba el vocablo? El diccionario dice: «Partidario de un régimen autoritario». Kurnossov no imponía ningún régimen a nadie. Por otra parte, ¿había alguien que se comprometiera a demostrar que Rusia estaba madura para la democracia? Y, en fin, ¿era todo régimen autoritario malo por definición? Sobre esto, cada uno se atenía a su tema: unos el Tigre, otros el General, otros el Mariscal, estos de aquí los príncipes del Quatroccento, y estos de allá «los cuarenta reyes que en mil años hicieron Francia». Resultado: demandas de entrevistas numerosas, tanto más cuanto que La Verdad, pese a no ser expuesta en los escaparates ya, continuaba vendiéndose alegremente.
—No concedo entrevistas.
Alexandr alertó a Iván Ivanich.
—Insiste.
Alexandr sabía convencer.
—Usted quiere pagar esta casa, quiere saldar la deuda contraída. Necesitará dinero para vivir, ¿no? Cada entrevista hace vender unos cuantos volúmenes. Esas personas no son las más importantes, pero abrigan buenos sentimientos con respecto a usted; no les escupa encima. ¿No comprende que si se obstina en rechazar toda conversación alguien comenzará a preguntarse si es usted exclusivamente un testaferro? Usted puede recitar de memoria pasajes de La Verdad Rusa, pero ¿qué es lo que esto prueba? Ha habido ya ciertas insinuaciones en la Prensa; hay quien piensa que usted está manipulado por la KGB, y, en la medida en que ha recitado su pequeña lección sobre los disidentes, eso es así. Cuanto más se niegue a entrevistarle con los periodistas, más sospechoso irá haciéndose.
—Está bien. Me entrevistaré con ellos.
Las entrevistas en cuestión no tuvieron gran interés; los periodistas deseaban, sobre todo, conocer detalles acerca del atentado, y Kurnossov prefería hablar de la vocación eurasiana del Imperio ruso. Sin embargo, un librero audaz, y seguro de su publico, pidió a Máscara de Hierro que fuese a su establecimiento a firmar volúmenes de La Verdad Rusa. Presionado por Alexandr, Kurnossov no escurrió el bulto.
La librería estaba situada en una calle peatonal cerca del centro Pompidou. Alexandr sólo la conocía por su reputación; allí se encontraban todos los autores de la lista negra, y el propietario, un tipo grande, de barba tolstoiana y voz dulce, no omitía añadir, al presentarse: «El librero más a la derecha de París». Con respecto a la extrema derecha, Alexandr experimentaba el disgusto que se atente ante un animal, a veces ante un nombre, muy enfermo: «Muérete de una vez». Entró allí, en aquel lugar, que imaginaba poblado de tagarotes, vagabundos o paracaidistas, no sin cierto fastidio. Pero el enjambre que zumbaba entre los La Varende y los Gripari no era subido de color que el que hubiera podido hallar en una librería menos esotérica. Además, Kurnossov había originado tal escándalo que se habla convertido en «un personaje», y determinados temerarios del Todo-París habían ido allí para unirse al público ordinario del lugar, compuesto da estudiantes, comerciantes, y miembros de profesiones liberales, semejantes a ciudadanos corrientes. Quizás el abanico social representado aquí era más amplio que el de una librería de Saint-Germain: había más mujeres con visones, y más melenudos famélicos, militares de paisano, provincianos aquilinos, archivistas y anarquistas, pero ningún miasma particular parecía polucionar la atmósfera.
Kurnossov había llegado ya. Se desplazaba siempre a horas singulares, y cambiaba todos los días de hotel. «¿Tiene, verdaderamente algo que temer?», había preguntado Alexandr a Iván Ivanich. «¡Te juro que nosotros no le deseamos ningún mal!», había respondido su tratante, los ojos enternecidos de sinceridad. Y como la sinceridad es una pendiente peligrosa, aquél había añadido: «Tenlo en cuenta: si se hallase en curso de desarrollo algún asunto turbio, no se me tendría al corriente. Pero, con franqueza, eso me extrañaría: los del departamento V son unos gallinas. Tiempo atrás, no digo que no».
Entre los hombres que rodeaban a kurnossov, intentando, sin duda, «aislarlo», Alexandr reconoció a un antiguo ministro, al redactor jefe de una revista abundantemente pregonada y desprestigiada, a un editor de poca monta que había dado bastantes escándalos para abrigar buenas esperanzas de abrirse paso; su mano llena de sortijas rebuscaba a cada instante su bolsillo interior, como para palpar allí su sobre de cheques. Sin duda, hada proposiciones deshonestas al pupilo de «Lux»; era una acción de buena ley en la guerra editorial, y Alexandr, que se sentía ya muy lejos de lo que Divo llamaba «el mundículo parisiense», carecía de motivos para intervenir.
Kurnossov había renovado su guardarropa; llevaba un traje de gruesa franela negra a rayas grises, muy cálido, muy opulento. Instalado ante una mesita, firmaba una y otra vez. Por una vez, aquel estilo de venta marchaba bien.
—Señor Kurnossov: ¿puede afirmarse con exactitud que es usted fascista?
La menuda joven de los lentes ahumados y los cabellos sucios había levantado su bolígrafo por encima de su cuadernito de apuntes.
Kurnossov echó un inquieto vistazo a su alrededor. Sin embargo, Alexandr le había explicado por adelantado la actitud mental que encontrarla en las personas del lugar. «Por el hecho de que esas gentes no han decidido despedazarlo, resultan ser más liberales o menos puritanas que las demás: pueden entenderlo toda».
—Soy fascista en la medida en que Soljenitsin y Bukovski lo son. En la medida en que el fascismo sólo tiene probabilidades de vencer al comunismo.
Una dama, con un perrito bajo el brazo (se creía en el «Pen Club»), parecía escandalizada:
—Pero, señor Kurnossov, el fascismo fue barrido de la faz de la Tierra con el fin de la Segunda Guerra Mundial.
—El fascismo es una tendencia eterna de las sociedades humanas. César era fascista, y Napoleón.
—¿Espera usted, pues, un renacimiento del fascismo? —inquirió un Joven de ceñidas ropas, encorbatado, perfumado, con una estilográfica de oro en la mano.
—Ya he dicho en mi libro todo lo que tenía que decir —respondió Kurnossov, envarado—. El siguiente… Señora: haga el favor de escribir su nombre en esta hoja ate papel; no quisiera cometer faltas de ortografía en un nombre propio, sería descortés.
Seguía firmando. El librero y sus empleados traían más y más ejemplares de La Verdad Rusa.
—Tendremos que ir en busca de más libros al local de «Lux» —manifestó el librero.
Ante el establecimiento había un grupo de gente. Dentro, unos fotógrafos atropellaban a todo el mundo con sus bolsas.
—¿Me permite, señor Kurnossov? Una sonrisa, ¿puede ser? No ponga mala cara, vamos. ¿Siempre tiene aspecto de hombre estreñido?
Los flashes centelleaban.
Un hombrecillo que vestía un gabán raído y demasiado largo se colocó en primera fila. Usaba unos lentes cuadrados, de vidrios bifocales, sobre un labio ligeramente leporino. Se quedó plantado allí, con las manos en los bolsillos, sus ojos fijos en el largo y descamado cráneo de Kurnossov. Quizá deseaba decir algo y no se atrevía; tal vez algún escrúpulo le impedía hablar; podía ser también que no dispusiese de dinero para adquirir un ejemplar.
—El siguiente. Haga el favor de escribir su nombre aquí…
Kurnossov había levantado la cabeza; su mirada se clavó en aquella humilde y arrugada cara.
Entonces, pese a la numerosa audiencia, hubo un intercambio entre aquellos dos pares de ojos, oscuros y mórbidos, entre los carbones tuberculosos de uno y los ojos de arrapiezo, tiernos y aterrorizados, del otro.
—Lo sabía —dijo Kurnossov en ruso.
—Tú eres Gaverin —dijo el otro, en francés
—Yo soy Kurnossov —replicó Kurnossov, también en francés, pero débilmente, sin ya creer en ello, como un toro que diera sus últimas cornadas al aire, después de la estocada.
—Tú no eres Kurnossov. Tú eres Arseni Egorich Gaverin, y yo soy Lev Aronovich Zeliman, y en Vorkuta dormíamos en él mismo catre. Tú abajo, yo arriba. Tú me llamabas «pequeño mono» porque trepaba. Obezianka.
La vocecilla de Zellman había hecho callar a todo el mundo. El librero, todavía inclinado sobre su último montón de libros, mostraba su barba entre un astracán y unos pantalones tejanos. Un periodista había tendido ya la mano hacia el teléfono.
—¿Son ellos quienes te envían? —preguntó Gaverin, en ruso ahora.
Zellman no contestó. Contempló a Gaverin con una expresión de intensa piedad.
—Señor, ¿reconoce usted las alegaciones de este otro señor?
—Puedo aportar pruebas. Tengo las fotos —dijo Zeliman, su suave mirada fija en Gaverin, como para evitar una mentira, y al mismo tiempo implorar su perdón.
Gaverin abatió sus cadavéricos párpados, dejando escapar de las manos su gruesa estilográfica, completamente nueva.
—Las reconozco.
Alexandr se precipitó hada el café vecino para telefonear. Marcó el número de urgencia y comenzó a hablar inmediatamente:
—Aquí Kobel. Quiero…
Una voz bien lubricada recitaba ya:
—No hay abonado en el número por usted pedido. Sírvase consultar su anuario telefónico.