IV. UN ÚLTIMO Y PEQUEÑO SERVICIO

(Montaje Pskov, fase 1)

La Universidad de Leningrado estaría pronto de vacaciones, pero Gemina no regresaría a Italia; ella continuaría con la misión que se había impuesto: luchar contra la opresión.

Había declarado la guerra al comunismo, igual que en la época del nazismo, habría intentado asesinar a Mussolmi; igual que, en el siglo XX, habría arrojado bombas sobre los soberanos y sus ministros; igual que, bajo la Revolución, habría apuñalado a Marat. Con tal espíritu Labia aprendido el ruso y, apasionada de la clandestinidad, había escogido aquella cobertura: estudiante de literatura en la Unión Soviética.

En posesión de un bello rostro —era toscana—, pese a sus sucios cabellos, a su grueso pecho, hundido en unos suéters informes, a que llevaba todo lo mal que podía unos pantalones que parecían ir a crujir a cada paso que daba, tenía éxito: un enjambre de estudiantes que se hacían pasar por más o menos disidentes, para no disgustarle, giraban en torno a ella; por lo demás, sin resultado: Gemina, inaccesible, sólo vivía para el combate.

A la espera de una actividad más sanguinaria, había creado una ramificación para la exportación clandestina de textos del samizdat, y se contentaba con eso por el momento.

Aquello funcionaba ya desde hacía más de dos años. Su organización se remontaba a la tarde en que, tras separarse de unos amigos. Gemina no había encontrado ningún taxi para reintegrarse a la calle Marat. (Atea, pero supersticiosa, la tiranicida en potencia veía un excelente augurio en el hecho de haber dado con unas señas propias semejantes en una ciudad en que la crisis del alojamiento estaba en todo lo alto). Hacía frío; la nieve, espesa, enviscaba sus cubrezapatos; le habían explicado a Gemina que la mayoría de los conductores de vehículos privados sentirían un eran placer por llevarla a su casa a cambio de unos rublos. La joven detuvo al primero que vio.

Era un gigantesco peso pesado, marcado, blanco sobre azul, con una palabra diforme: Sovtransavto, con dos C dobladas, superpuestas, estando la segunda al revés, y un número de teléfono que Gemma retuvo inmediatamente, ya que, preparándose para la guerra secreta, se había ejercitado reteniendo en la memoria series de cifras: 2213653. La enorme masa, oscilando en la noche, chirrió, jadeó, se inmovilizó. Gemma trepó hasta la cabina, supercalentada.

—¿A dónde?

—Cerca de la estación de Moscú.

—Cinco rublos.

Ella los sacó de un bolsillo, sin regatear.

—Tú hablas bien el ruso, pero eres extranjera.

—Italiana.

—¡No! ¡Precisamente vengo de Italia!

El chófer era un mozo de rostro cuadrado, con unos ojos menudos y bizcos, siempre contraídos, como hostigados por el humo de un cigarrillo inexistente. Abandonaba la Unión Soviética con un cargamento de cromo, volvía de Europa con bebidas alcohólicas.

—Un verdadero palomo viajero.

Gemma apartó la mano que acababa de posarse sobre su rodilla y atacó a la Unión Soviética obstinadamente con motivo de la transgresión imprudente de los acuerdos de Helsinki. El camionero masculló unos cuantos «¡Hum!», «¡Bueno!» y «¡Hombre!» que no le comprometían en un sentido ni en otro. «Calle Marat», refunfuñó sin convicción.

—¿No podríamos volver a vemos?

Gemma, que se imaginaba ya todos los servicios que podría obtener de él, aceptó. Al Hum siguiente, fueron a Petrodvorets; Viacheslav se sintió afligido al encontrar helada la fuente en que, según le habían dicho, un perro mecánico perseguía a unos patos artificiales. Gemma se lanzó de nuevo a su propaganda, y esta vez obtuvo algunos asentimientos mitigados:

—Yo, que soy un hombre cultivado, no me siento desgraciado, pero es cierto que di hombre que gana 75 rublos al mes cuando un par de botas cuesta 150…

Al domingo siguiente fueron a Pavlovsk. Viacheslav sentía curiosidad por ver la escalera de los Leones, que es más grande por debajo para dar la ilusión de una mayor altura.

—Nosotros, los rusos —comentó él—, no hemos tenido que esperar la llegada de los comunistas para ser ingeniosos.

Por entonces, Gemma pensó que su conversión estaba suficientemente avanzada, como para que se hiciera cargo de uno o dos manuscritos en algunos de sus viajes. Él aceptó el servicio sin exigir compensación de ningún tipo:

—Hago esto, como quien dice, por amor a la libertad.

Gemma tomó el primer avión para Roma. Conocía a Enzo Grucci, editor de escasa importancia y con necesidades, que publicaba textos cuyos gastos eran por cuenta del autor. Ella le explicó su proyecto, ganóse su conformidad, y le dejó lo que la joven llamaba su «breviario», es decir, una lista de lugares para citas y una serie de contraseñas y claves para «signar los días y las horas». Satisfecha por las maneras profesionales con que operaba, regresó inmediatamente a Leningrado. No iban a ser manuscritos lo que le faltara: el samizdat era el LSD de los estudiantes rusos.

Una semana más tarde. Gemina telefoneaba a «tío Enzo». Le hacia saber que habla celebrado su «primera cita» con un joven soviético, que estaba leyendo un libro, publicado en «1825», cuya ortografía le dejaba perpleja, y que debía someterse a examen el «martes o, quizás, el miércoles».

El signore Grucci, todavía escéptico, consultó el breviario, y se tomó la molestia de trasladar su pesado cuerpo hasta el Arco de Tito el jueves siguiente, a las 18 horas y 25 minutos. Aquel día fracasó, pero el viernes se presentó de nuevo en el sitio de la cita, divisando inmediatamente entonces a un buen mozo de busto corto y piernas largas que se paseaba de un lado para otro, llevando un paquete de viejos Oggi bajo el brazo derecho. Consciente del ridículo, pero husmeando el beneficio, el signore Grucci se acercó al desconocido, y pronunció claramente una llamada al crimen extraída del libreto de Norma:

Strage! Strage! Sterminio vendetta!

El hombre, entornando los párpados, le entregó sin una palabra el paquete de Oggi. En su interior, Grucci localizó un sobre, y en el sobre una narración pasablemente licenciosa, que, una vez traducida de manera todavía más licenciosa, remitirla a las ediciones «La Gaviota», como otras muchas durante seis meses.

El tejemaneje continuó. Sin contar los grandes éxitos de librería —y los tuvo—, el signor Grucci podía vender siempre sus publicaciones a una diéntela inmutable, que en el peor de los casos le permitía cubrir sus gastos: rusos emigrados, bibliotecas de universidades (sobre todo norteamericanas), servidos de información y propaganda, unos más golosos por los originales, otros más orientados hacia las traducciones, hicieron de las edificaciones «La Gaviota» la fuente principal del samizdat de exportación, todo ello gradas a la pequeña Gemma, que, sin retribución alguna, aseguraba la prosperidad del editor. Los autores, naturalmente, no solían reclamar sus derechos; cuando, caso extraordinario, había que regular las relaciones económicas con algunos, el signor Grucd procedía a ello, pero sólo tras mil escrupulosas tergiversaciones, durante las cuales d dinero trabajaba para él. La extraña Alianza entre la virgen libertaria y en beneficiado de la subversión prosperaba.

Cada día, al ir a la universidad, Gemma visitaba los lugares que habla asignado a quienes denominaba los «miembros de su red». Había dos sobre la perspectiva Nevski, uno sobre el Campo de Marte, uno sobre la plaza del Palacio, uno en los jardines Gorki, uno en la plaza de los Decembristas. Aquella mañana —corría el mes de junio, y el sol, como un adolescente enamorado por vez primera, no se había acostado por la noche— localizó un rombo dibujado con tiza sobre un banco de los jardines Gorki. Aquella misma tarde, empujó la puerta de un cafetín de la perspectiva Nevski, encima de la cual un lacónico rótulo rezaba: Pivo (cerveza).

Dunduk estaba ya allí, grande, rojo, su blanca blusa visible al estar entreabierto el impermeable, que tontamente se había puesto para ocultarla. Ningún Pravda sobre la mesa. Gemma había traído el suyo; normalmente, habrían hecho el intercambio. Tal vez no llevara ninguna nueva hoja de La Verdad Rusa; pero, entonces, ¿por qué había solicitado aquel contacto?

La joven tomó asiento. La garrafita se hallaba vacía en sus tres cuartas partes.

—Entonces, ¿qué? ¿Ya no lees el periódico? ¿Es que te burlas de lo que pasa por el mundo?

Ella hablaba con dureza: aquellos rusos tenían que ser sacudidos; eslavo igual a esclavo.

Él rió sin producir ningún sonido, y a su abierta boca —se le veía el galillo— envió ahora el contenido de un vaso más.

Gemma se puso en pie.

—A los borrachos… no los necesitamos para nada.

Él siguió riendo, silenciosamente, como en una película muda.

—Si supieras lo que tengo aquí —bisbiseó él, haciendo silbar las consonantes, como hacen los actores en el teatro—, no te irías.

—¿Qué es?

Dunduk entreabrió el impermeable, la blusa, el chaleco, la camisa, retirando un paquete de papel oscuro.

—Esta vez los tenemos.

«Los» significaba el Partido, el Gobierno, los poderosos de este mundo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es ese paquete grasiento?

Él siguió riendo.

—¡Ah! ¡Es un zorro! ¿Sabes dónde lo tenía escondido? En la caja de un aparato de televisión. Hay sitio en ella. Es el aparato que le dieron para que se estuviera quieto. Ahora, él ha terminado. Punto final. Me dijo: «Dunduk: yo sé que tú amas a nuestra madrecita Rusia. Toma». ¡No existe otro ejemplar en el mundo, Gemma! Es La Verdad Rusa lo que tengo en las manos, yo, Dunduk.

Apretaba el paquete oscuro contra su cuerpo con una mano. De la otra se valió para obsequiarse a sí mismo con otro vaso de bebida.

Gemma quería asir el paquete. Luego, recordó las reglas de seguridad que ella, personalmente, había establecido.

—Si alguien te ve dármelo…

Dunduk se levantó, titubeó, saludó exageradamente:

—Bella señorita, éste ha sido su regalo de Año Nuevo: dos arenques podridos y un ratón muerto. Acepta, belleza de mi corazón, acepta este sacrificio de un alma noble.

Le puso bruscamente el paquete en las manos sin dejar de hacer vacilantes zalemas. Hubo unas risas; un muchacho chilló:

—Si te has cansado ya de ese tipo vacilante, yo me ofrezco para remplazado.

Gemma había fijado la vista en aquello que tenía en las manos:

La Verdad Rusa pesarla en la historia del mundo tanto como Mein Kamp o El capital; estaba convencida de ello. Tuvo un gesto de reconocimiento: era ella la persona que gracias a aquel borrachín anticomunista de Dunduk habla logrado pasar a Occidente las primeras hojas; justo era que fuese ella quien asumiera la responsabilidad de exportar el volumen entero.

Salió de allí, más achispada todavía que Dunduk. Si lograba salirse con la suya, no habría vivido en vano.

Lo primero que tenía que hacer era multiplicar los ejemplares. Así Dios, el Dios en el cual creían los católicos, habla multiplicado a Adán. Las máquinas de fotocopiar estaban vigiladas, pero Gemina tenía oculto en su casa el equipo fotográfico necesario. Habla hecho un cursillo de reproducción fotográfica y adquiría las películas en pequeñas cantidades siempre, en tiendas distintas, para no atraer la atención; también se las hada enviar desde Italia.

Ya en la calle Marat, encerrada en su habitación, con los viejos y desfondados muebles dostoievskianos, que amaba, deshizo el precioso paquete. Dunduk no había faltado nunca a su palabra. Un día, había ido en su busca:

—¿Eres tú la italiana? Me han hablado de ti. Todo lo que pueda hacer contra ellos… Hicieron morir a mi padre y a mi madre… Un gran pensador político que ellos hacen pasar por loco, ¿te interesa? Yo soy su enfermero y él confía en mí.

Desde entonces, siete mensajes habían llegado a Occidente, gracias a Vlacheslav.

Las hojas que descubrió eran pareadas a otras que ya había recibido y enviado: delgadas como papel de fumar, cubiertas por una escritura azul, inclinada, densa, de trazos altivos, a veces casi adornados, minúscula, pero solamente para ganar espado: se presentía que el hombre que desarrollaba esta bobina microscópica hubiera gustado de rubricar pergaminos con márgenes, blancos y apartados. En lugar de todo esto, un simple resorte estirado.

¿QUE PIENSA LA VERDAD RUSA
DE LA VERDAD RUSA?

Tiene su porqué el hecho de que los pueblos germanos tengan dos verbos para decir «hacer»: tun y machen, to doy to malee, de que los hispánicos posean dos para significar «ser», de que los helenos tengan tres sustantivos para expresar la noción de amor: agape, eros y file. Nosotros, los bárbaros escitas, tenemos svoboda y volia, y los dos vocablos quieren decir libertas; poseemos también pravda y istína, significando una y otra palabra varitas. No creo que esto sea un azar, pues somos también el único pueblo del mundo (que yo sepa) que posee un vocablo para designar no la falsedad, o la mentira, o él error, sino, muy exactamente, lo contrario de la verdad: krivda.

Sí, monseñores, o camaradas míos, todo es uno, nosotros estamos, nosotros, los rusos, saciados de verdad. (Bueno y de libertad, pero la libertad no es más que un modo de aplicación da la verdad: la verdad os hará libres, dice Jesucristo en San Juan, y Soljenitsin nos enseña a «vivir sin mentir», porque ésta es la única libertad). Antes de ser pueblo porta-Dios, con que soñaba Fedor Mijáilovich, somos el pueblo porta-verdad, el pueblo ceñido por la verdad, el pueblo grueso por la verdad; llevamos la verdad, a la vez, como una cruz (sobre la espalda), y como un niño (en el vientre).

Ahora bien, como el diablo es un grueso Maligno, está previsto que cualquiera que lleve una cosa porte también sobre si mismo la contraria, y he aquí por qué somos nosotros los más grandes proveedores de krivda del universo. Tales son las leyes, convexas-cóncavas, del Apocalipsis.

Nuestro diario oficial se llama Pravda, por el hecho de contener lo que es el revés de la verdad. Basta con leerlo en un espejo para saber a qué atenerse sobre la Madre Verdad-verdadera.

La Rusia kieviana poseía desde mediados del siglo XI una colección de leyes sabias y moderadas que ostentaban el nombre de Verdad Rusa. Y todos hemos oído contar esos cuentos populares en que el zar convoca a Iván el Bobo y lo envía por el vasto mundo: «Tráeme la verdad».

La Cenicienta es una verdad cristiana. Fausto es la verdad alemana. Don Quijote es la verdad española. Pero la verdad rusa es Iván el Bobo, a la busca de la verdad.

Ahora, Iván el Bobo, mi querido lector y amigo, eres tú, y soy yo, ¡que Dios nos ayude!

He aquí lo que la verdad rusa piensa de la verdad rusa.

Gemma era tan sensible al estilo Mil y una noches como a la independencia del pensamiento: el prisionero anónimo no citaba a Marx, ni a Sartre, ni a Heidegger; reconocía sus raíces (rusas: el folklore; cristianas: san Juan), pero a partir de esas raíces se expandía libremente, lo que confirmaba la intuición de Gemma: la libertad verdadera sólo puede renacer en el drama totalitario, y no en la opereta democrática.

Cerró las persianas opacas, corrió las cortinas, hizo la noche. Los chicos que tamborilearan a su placer en su puerta; ella se encontraría en mejor compañía.

—¿Y él? —se preguntó la joven mientras disponía sus proyectores y su trípode, él, di loco de sabiduría, en su celda acolchada, guardado por Dunduk, el bueno, y el otro, el malo—, ¿cómo pasará estas horas él, que sabe que la obra de su vida está en manos de una extranjera? ¡Oh! No temas nada —murmuró la joven en italiano—. No hay un solo ser en el mundo que te sea más fiel que yo.

Fuera, no hay crepúsculo, ni noche, ni alba; apenas un ensombrecimiento. Gemma pensó que la muerte debía de ser eso: un ensombrecimiento, y uno m siquiera sabía que estaba muerto. Pero ella tenía su noche a medida, acuchillada por los conos de los proyectores, independiente del resto del mundo. Su noche para su luz. Una a una, pasaba las hojas, y el aparato hada ¡clic!, y La Verdad Rusa se tornaba inmortal.

Una vez fotografiada la última página. Gemina preparó los baños para el revelado. Tirarla tres ejemplares de cada cuche. Experimentó un gozo casi maternal al ver el texto cirílico apareciendo poco a poco en las bellas hojas, glaciales, húmedas. Así habían aparecido ante Moisés los diez mandamientos, grabados sobre la piedra por una mano invisible que trabajaba desde el interior.

—Hago la reproducción y tendré los triplicados —dijo Gemma.

Finalizado el revelado, encendió un soplete de soldar. Antes de lanzarse a su aventura, había aprendido veinte técnicas heteróclitas, que, pensaba ella, le serian útiles en la clandestinidad. La joven tenía un armario con cajas de conservas. Llenó tres, poniendo en cada una un ejemplar de La Verdad Rusa: esto iba a ser conserva de verdad. Soldó luego las tapas de las cajas, haciendo que se fundiera el metal en la llama azul, que zumbaba.

A continuación asió un tomo encuadernado de las obras completas de Lenin. Había pegado y luego recortado las hojas de manera que quedara hecha una caja. En ésta colocó el segundo ejemplar, pegando ligeramente la cubierta a la guarda, a fin de que la caja no se abriera por azar.

Seguidamente, desclavó uno de los zócalos que corrían a lo largo de las paredes de su habitación. Había quitado varios ladrillos, obteniendo así un escondite en el que se amontonaban ya diversas obras. Gemma no las ponía allí para ocultarlas, sino, por el contrario, para comprometerse: si era detenida algún día, quena que los que investigaran en su casa calibraran inmediatamente la amplitud de los golpes que había asestado al régimen.

El original —ella enviaba siempre el original, para que no hubiese ninguna duda sobre la autenticidad de sus suministros— lo deslizó en un sobre, y el sobre lo puso entre varios Ogoniok, que ató juntos con un hilo bramante en cruz.

Durante todo aquel tiempo no había pensado que pudiera ser arrestada en un momento u otro: Leningrado era una ciudad de conspiraciones, y la milicia intervenía sólo cuando no tenía más remedio. Pero ahora, durante unos minutos. La Verdad Rusa iba a correr riesgos redoblados, y Gemma descorrió el cerrojo de su puerta con cierta congoja.

El pasillo estaba vacío; los véanos que compartían aquel apartamento comunitario con Gemma dormían el sueño del justo o del injusto, roncaban o no, pero, en todo caso, no se ocupaban de sus asuntos. Ocultó el Lenin en la cisternilla, dentro del cuarto de aseo: aun en el caso de que fuera inspeccionada su habitación, existía una probabilidad de que este ejemplar escapara al registro. Volvió a su cuarto, arrojó el paquete de Ogoniok a un rincón, tomó un filete de carne, amontonó las cajas de conservas y bajó.

Una luz que jamás ninguna hora llegaba a colorear vibraba suavemente en las esquinas de los inmuebles de apartamentos y los palacios de Rastrelli. Nadie en las calles; tan sólo unos cuantos borrachos y varios durmientes en los huecos de las puertas.

Gemma llegó al canal Griboiedov, cuyas domadas aguas discurrían entre los muelles rectilíneos, de violencia ordenada, del todo administrativa. En el ángulo del puente de la Banca, echó un vistazo a su alrededor. Dejó caer entonces las cajas en el agua, una tras otra. Apenas un reflejo de hojalata era visible a través de ella, de un tono gris oscuro. Si todo ocurría conforme a lo previsto, aquel ejemplar dormirla en el cieno hasta el día en que el canal fuese dragado, o tal vez, incluso, hasta el mismo día del Juicio Final de las obras de arte.

Gemina volvió a su domicilio, tomó el Lenin, que nadie había tocado, y partió para la Universidad. Se quedaría sin desayuno lo mismo que se había quedado sin dormir. Sentíase, al mismo tiempo, agotada y ligera.

Sus admiradores la esperaban; la rodearon, la festejaron, como todas las mañanas. Uno le llevaba un lirio; otro le había escrito un poema; un tercero se echó a reír burlonamente al advertir el libro de Lenin:

—¡Tú, sin embargo, no estás obligada a esto! ¿Por qué abrevas en esta agua llena de inmundicias?

Ella los ahuyentó a todos:

—No estoy con ánimos de hacer la tonta con vosotros.

Entre dos clases, fue a la biblioteca. Nikolai Guerassimov trabajaba siempre en el mismo rincón; la mayor parte de los estudiantes pensaba que Gemma no era de su agrado, porque la joven no escondía su hostilidad al régimen, en tanto que él pertenecía al Konsomol. Se indinó sobre su mesa:

—Aquí tienes el Lenin que me prestaste. Fastidioso hasta el morir. Gracias, sin embargo.

Él bramó algo, sin mirarla.

Aquella noche le habría llegado el turno de no dormir a Nikolai. Era el bendito poseedor de una máquina de escribir que crepitaría toda la noche, colocada sobre una cubierta plegada para no incomodar a los vecinos. A partir del día siguiente, quedaría sembrado en el público el primer capitulo de La Verdad Rusa. Una semana más tarde brotarían innumerables ejemplares de aquél.

Terminadas las clases, Gemma entró en una cabina telefónica y marcó un número.

—¿Viacheslav?

—Yo soy.

—¡Qué suerte! No estaba de viaje.

—¿Qué tal un paseo?

—¿Mañana? ¿En Pushkino?

—No. Mañana estoy ocupada.

—Tanto peor. Ya te llamaré.

Un código más: la cita era para aquel mismo día, a las seis de la tarde, ante la estatua de Pedro el Grande.

Viacheslav fue el primero en llegar allí. Llevaba, como de costumbre, una bonita cazadora de cuero italiano que le hacía el busto todavía más corto, sentando mal a sus espaldas de mozo de cuerda. Los puños en la cadera y la cabeza echada hada atrás, se estaba fijando en los detalles del monumento.

—Éste era también un peso pesado. Pushkin tenía razón: si una máquina semejante comienza a galopar detrás de ti, acabarás volviéndote loco. Salud, Gemma.

—Salud. ¿Partes pronto?

—Mañana.

Todo iba desenvolviéndose perfectamente.

—¿Quieres alguna lectura para tu viaje?

Ella le entregó el paquete de los Ogoniok. Él hizo una mueca.

—Demasiado grande. Si alguna vez me registran la cabina, esto se verá. Lo siento, querida.

—Viacheslav: lo has hecho veinte veces.

—Justamente.

—Hazlo una vez más, te lo suplico, Viacheslav. Tú sabes bien que es por amor a la libertad.

—Libertad, libertad… No son solamente nuestros aduaneros quienes registran mis equipajes a fondo, como si buscasen en ellos piojos. Tenemos a los polacos. Y a los alemanes. ¿Te ha registrado alguna vez un alemán? Una hoja, bueno, pero las obras completas de tu camarada, rechazado.

Gemma sintió que las lágrimas, abundantes, afloraban a sus ojos.

—¿En una bolsa? ¿Bajo el asiento? ¿En el motor?

Él se encogió de hombros.

—No hay nada que hacer, hijita. Conocen todos los trucos. A veces desmontan las ruedas de recambio.

—¡Bien! Pues en el propio camión, en la caja: ¡es tan grande!

—¿En la caja? Ponen precintos, que sólo a la llegada a Roma se hacen saltar. De este modo, paso por todas las fronteras sin problemas.

Ella dio media vuelta, para que el joven no la viera llorar. Éste dijo, sin mirarla:

—A menos que justamente… Es por amor a la libertad, ¿no? Y yo no dejo de ser mañoso…

—¿Qué, Viacheslav? ¿Qué?

—Unas tenazas de precintar. No hay que ser un brujo para fabricármelas. Me ponen los precintos, los quito, coloco tu paquete entre dos lingotes, pongo aquéllos de nuevo, ni visto ni sabido. Hubiera debido pensar en dio antes.

Ella, siempre tan prudente con los chicos, saltó a su cuello. Viacbeslav, ciertamente, no se había vuelto a tomar las libertades del primer día. Gemma se sentía orgullosa de saber hacerse respetar tan bien.

—El santo y seña será Armi, furore e morti. Repite.

Él repitió las palabras varias veces, con su acento zafio, laborioso.

—¿Cuándo llegarás a Roma?

—No lo sé. El viernes, quizá.

—¿Conoces la Piazza Navone? La que es ovalada por los dos extremos. Delante de la fuente del centro. A las 13 horas y 5 minutos. Si llegas el sábado, lo mismo. Llevarás los Ogoniok bajo él brazo izquierdo.

Gemma telefoneó a «tío Enzo». Se encontraba en la página «23» del libro que le había enviado; Petrarca le parecía difícil. A propósito de la historia, se interesaba apasionadamente por el príncipe Mijail Tver, quien había reinado hada «1305». «El miércoles o el jueves» iría a la ópera.

Grucci lo anotó todo cuidadosamente, sin dejar de dar chupadas a su cigarrillo. No dudaba de la importancia del envío, pero, de todas maneras, él era el tomador. Abrió el «breviario» por el número 23: la cita tendría lugar en la Piazza Navone, y el santo y seña sería sacado de nuevo del libreto de Norma. ¿Romántico? Bueno, ¿y qué? Con una red menos romántica, él habría tenido gastos. Esta vez decidió ir él mismo al lugar de la cita: se hacía sustituir frecuentemente por uno de sus hijos, más por pereza que por cobardía.

Con todo, Viacheslav le telefoneó también.

—¿Parfion Mitrofanich?

—Le escucho.

—Aquí Viada. Tengo el paquete.

—¿Cuál es el lugar de la cita?

Lo dio.

—¿Y la contraseña?

La dio.

—¿Has hecho como si te negaras?

—Sí. No se olvide de enviarme las tenazas.

—Las tendrás esta tarde, con tu sobre. ¿Viacheslav?

—Sí, Parfion Mitrofanich…

—Llega con anticipación al lugar de la cita. Veinte minutos. Por lo demás, procede como de costumbre.

—Comprendido.

El signor Grucci se habría sentido sorprendido, si no embarazado, de saber que una parte de los servicios de su red «romántica» estaba remunerada por el comité de seguridad del Estado. No pudiendo contener el flujo de materiales del samizdat que se derramaba fuera del territorio nacional, el segundo directorio principal, a propuesta del directorio A y con la conformidad del primer directorio principal, había decidido transformar ese flujo en un maremoto. Era preciso evitar a toda costa que se repitiera el fenómeno Soljenitsin, y, para esto, el medio más seguro consistía en favorecer la exportación masiva de textos mediocres, entre los cuales las obras de talento podrían pasar muy bien inadvertidas. Cuando, a partir de su primer encuentro con Gemina, Viacheslav había denunciado la «espía» al comité de seguridad, le habían propuesto convertirse en seksot, y él se procuró unos cómodos ingresos sometiendo a la censura los manuscritos que ella le confiaba, antes de remitirlos fielmente a los corresponsales de Roma. Gracias a esta estratagema, todo el mundo se sentía feliz: los autores eran publicados, triunfaba, Viacheslav era retribuido, Grucci prosperaba, y, naturalmente, el directorio A veía que de día en día el prestigio de los disidentes descendía en el mundo del libro.

La organización, a la cabeza de la cual se encontraba Parfion Mitrofanich trabajaba tan bien que el general Pitman tuvo la idea de utilizarla para lanzar la operación Pskov. Pero como con la sustitución de destinatario que él maquinaba se corría el peligro de excitar las sospechas de Gemma, se añadió al guión la floritura de las tenazas de precintar: si Viacheslav abrigaba la intención de traicionarla, ¿por qué había de expresar ciertos temores? ¿Para qué iba a tomarse la molestia de «fabricarse» aquellas tenazas, que podría exhibir si se presentaba la ocasión? En su condición de buena aficionada, Gemina se atendría a estos razonamientos, y la organización continuarla funcionando.

Tres días después de aquel en que Alexandr exigiera ser llamado, Iván Ivanich le pidió que se encontrara con él en una cervecería de la puerta de Versalles.

—Te vas a alegrar, Alexandr Dmitrich.

—Al grano, Iván Ivanich, al grano.

—¡Qué nervioso estás, Alexandr Dmitrich! ¿Quién, al verse así adivinaría en tu persona a un segundo Sorge? Y sin embargo, un día pegaremos tu facha, con perdón sea dicho, en nuestros sobres de cartas, en forma de sellos de correo.

—Vacía tu saco, buhonero.

—Es esto… Todo el mundo está de acuerdo. Se acepta tu dimisión. Vuelves. Se te pide solamente un último y pequeño servicio.

—¿Cuál?

Iván Ivanich se inclinó. Sus ojos se enternecieron.

—Ni siquiera es un servicio, Sacha. ¡Una auténtica pequeñez! ¡La coronación de tu carrera! Uno de esos montajes… de los de chuparse los dedos.

Reunió los dedos de su mano derecha y les aplicó un beso sonoro y colectivo.

—¿Y bien?

Recostándose en su asiento, Iván Ivanich batió varias veces sus rojizos párpados, para dar más solemnidad al momento.

—¿Has oído hablar de Máscara de Hierro?

—He leído a Dumas, como todo el mundo.

—Tiene mucho que ver con Dumas, pero ahora te hablo del prisionero anónimo, como se dice.

Inmediatamente, Alexandr se lanzó sobre la presa:

—¿El que falló al disparar sobre Leonid Ilich?

Iván Ivanich se retorció sobre su moleskin.

—Eso lo ignoro. «¿Qué piensa La Verdad Rusa?». ¡Ah! Aquello… Habrá que publicar su libraco.

—Está asociado con los italianos.

—Eso ya se arreglará.

—Así pues, ¿son los nuestros quienes se divierten?

—Diríase que sí.

—Pero ¡si él está en contra nuestra!

—Sois vosotros, los sabelotodo de tu Directorio, quienes debéis comprender esas cosas. Nosotros, los de la información, los del contraespionaje, somos gente menuda.

Con una excepción, a lo más —sus ejercicios de tiro—, Alexandr había jugado siempre, con una lealtad total, el juego de sus maestros; le hubiera parecido vulgar, inaceptable, dudar de dios: tales actitudes eran válidas para los servidores venales de un capitalismo carcomido. Si es que existía un motivo para publicar La Verdad Rusa, éste debía de ser excelente. Pero el coronel Psar quería conocerlo.

—Yo no te pido que comprendas, zoquete; lo que te pido es que te expliques.

—Se trata de los disidentes, Alexandr Dmitrich. En nuestro país empieza a haber ya bastantes de esos calumniadores. Además, se ha observado que los que emigran no tienen tanta autoridad como aquellos que se quedan para ahumar el cielo de nuestra patria. En consecuencia, imagínate un auténtico disidente del interior que publica un libro, antisoviético, desde luego, pero en el que ajusta las cuentas a todos los Soljenitsin del mundo.

—¿Quieres decir que somos nosotros quienes escribiríamos el libro? ¿Se está batiendo el tambor por Máscara de Hierro para preparar el golpe, acaso?

Iván Ivanich se encogió de hombros.

—El libro está escrito. ¿Por quién? Misterio. En todo caso, tú vas a ir a buscarlo a Roma.

—¿Ante las narices de Grucci?

—No es la primera vez que los editores se hurtan mutuamente los manuscritos de los disidentes, tú lo sabes mejor que yo.

Iván Ivanich concretó las circunstancias de la cita: Piazza Navone, viernes, a las 12 horas y 45, Armi, furore e morti, un paquete de Ogoniok, «un muchachote rubiales, treinta años, muy largo de piernas».

—Y luego no vagues por el barrio.

—¿También estará Grucci allí?

—Veinte minutos más tarde.

Celebraron riendo la buena jugarreta que iban a hacerle al editor italiano.

—Firmarás con las «Ediciones Lux» para la traducción francesa. Inmediatamente.

—¿Cuando tenga el manuscrito?

—No. Antes. Del manuscrito ellos no entenderán lo más mínimo. Yo te traigo unas muestras. Tú traduces; les dices que tienes el resto.

—¿Corre tanta prisa como para eso?

—Hay que creerlo así.

—¿Y la edición rusa?

—Cuestión aparte, de momento. Uso externo solamente; no tragar en ningún caso. En cuanto a las ediciones rusas, esto es algo que rebasa mis límites.

—Comprendo. Tú dices «Lux». ¿Y si yo interesara también a otro editor?

—Otra cuestión aparte, también.

Alexandr no preveía ninguna dificultad con «Lux» ni con otro editor cualquiera: la Prensa estaba intrigada con Máscara de Hierro; fuese cual fuese el interés que tuviera su libro, se vendería.

—¿Reservo los derechos extranjeros?

—Véndeselos al que te ofrezca más dinero. Presiona sobre el pago parcial anticipado antes que por los porcentajes.

—Es lo que hago siempre; no hay manera de controlar las ventas en el extranjero.

—Y tú nos solucionas eso antes de la feria de Francfort.

—Espera. Habrá que traducirlo. ¿Es largo?

—Cuatrocientas paginas de escritura muy pequeña. Si la traducción no es demasiado perifrástica, habrá que contar trescientas cincuenta páginas impresas.

—¿Quieres decir que el manuscrito no ha salido todavía de nosotros y ya ha sido calibrado?

Una sonrisa astuta y tierna a la vez se extendió por el rostro salpicado de hoyos de Iván Ivanich:

—¡Ah! ¡Es que esos muchachos nuestros no se duermen!

Extrajo dos sobres arrugados de sus bolsillos.

—En primer lugar, esto. Fírmame un recibo.

Los beneficios de la agencia iban a parar, naturalmente, al Directorio; pero éste retribuía los servicios de Oprichnik: la mitad de su sueldo se amontonaba en un Banco moscovita; la otra mitad le era entregada en mano. Alenxandr firmó el recibo y deslizó el sobre en su gran cartera de mano negra.

—Y también esto es para ti. Ábrelo.

El segundo sobre contenía dos fotocopias de páginas manuscritas con caracteres cirílicos. Una se titulaba ¿Qué piensa «La Verdad Rusa» de los medios de comunicación social? Segunda meditación; la otra. ¿Qué piensa «La Verdad Rusa» del antisemitismo?

—Es —indicó Iván Ivanich— para autentificar. Para probar a «Lux» que te has saltado a Grucci.

—Abreviando: ¿no hubierais podido dármelo todo sin necesidad de irme a Roma?

—Es más novelesco, de esta manera. Podrás contar así los detalles de tu cita. ¡Añade esto! ¡La KGB te persigue en las galerías del Coliseo! ¡Tú te escondes detrás de la Pietá, de no sé quién más! Y la organización Grucci no queda deshecha.

—¿Quieres decir que trabaja para nosotros desde siempre?

—Yo no quiero decir nada, en absoluto. No te olvides de hacerte abonar los gastos del avión por «Lux». Preferentemente, en primera.

De vuelta a su despacho, Alexandr tomó una hoja de papel grueso y de superficie basta, y, con su letra ligera, firme, espaciada, que mantenía derecha pese a su modo natural, que le hubiera llevado a dejarla bascular hacia la derecha, escribió:

Operación Máscara de Hierro.

Preparar tácticamente una operación le excitaba; experimentaba al escribir los nombres —siempre los mismos, ya que eran los de sus cajas de resonancia— el mismo placer que los oficiales de Estado Mayor sienten al llenar profusamente con flechas y círculos azules y rojos los rodoides que cubren sus cartas.

Esta vez, la última, la operación sería particularmente sustanciosa: enganchar la máquina publicitaria capitalista a un vehículo enteramente montado en la plaza de Dzerjinaki, ¡qué brillante ejemplo de influencia, a añadir a los casos concretos estudiados en los anexos del Vademecum!

Alexandr se había atenido a lo que se le pedía, «un último y pequeño servicio» antes de dejarlo «volver», y se sentía encantado de ver que, como le hiciera observar Iván Ivanich, a guisa de servicio se le ofrecía la más bella ocasión de su carrera. Demostrarte al Directorio qué era lo que sabía hacer. ¿Quién podía saberlo? Antes de «volver» quizó tuviera tiempo de franquear un escalón más de la tabla de los rangos. Y si, ya en el colmo de su orgullo, se le integraba en el servicio, ¿quién le impedirte acceder un día al Consistorio supremo de los «sombreros-escondrijos»?

Llamó a su secretaria.

—Siéntese, Margaritte.

Ella acercó una silla y, como de costumbre, se sentó de lado, para hacerle ver que entendía que no tenía por qué presumir de un privilegio que se le concedía de un caso a otro.

—Marguerite, vamos a lanzar una operación grande. ¿Ha leído usted los artículos sobre Máscara de Hierro? Pues bien, pronto dispondré de su manuscrito. La Verdad Rusa.

—Pero, señor, yo creía que la casa italiana de ediciones «La Gaviota»…

—Historia antigua, Marguerite.

Ella hizo una inspiración, la boca entreabierta, para manifestar su admiración. Él le enseñó las dos fotocopias.

—¿Es el manuscrito auténtico del prisionero anónimo?

—Estas son las fotocopias del original que iré a buscar el viernes. Tenga la amabilidad de hacerme las reservas.

—¿Para… Moscú, señor?

—No. Para Roma. Ida y vuelta dentro del mismo día. Y será preciso que esté allí antes del mediodía, con desahogo. Ahora mire el papel: Operación Máscara de Hierro: ¡Imagínese qué rondón de circo va a ser esto!

Alexandr sabía asociar a los subordinados a sus proyectos y pasiones.

—Voy a verme obligado a abonarle horas extraordinarias, Marguerite.

Ella sonrió con la boca y los ojos a la vez, contenta: el patrón bromeaba.

—Lo hago todo siempre con el mayor gusto, señor.

—Vamos a proceder como de costumbre. No hay que trabajar a la Prensa por anticipado, sino, primeramente, asestar algunos golpes bien emplazados, una especie de primera función, para excitar las envidias. Pídame una cita con Monsieur Fourveret lo antes posible.

—¿Va usted a pasar por la casa «Lux» o va a invitar a Monsieur Fourveret a comer?

—Lo que quiera, pero dele a entender que es un asunto explosivo. Para la Prensa, he pensado en esta lista.

Mostró la que acababa de redactar.

Mañana: Impartial J.-X. de Monthigies
Tarde: Voix Jeanne Bouillon
Revista política: Objectifs Ballandar
Revista popular: Choix Sra. Choustrewiz
Revista seria: Objection Sr. Johannès-Graf

—¿Tiene sugerencias que hacer?

—¿Quizá Le Monde? Siempre han aparecido en él buenos artículos sobre nosotros. ¿O L’Express?

—Después, Marguerite, cuando sea lanzada la pelota.

—¿Nadie en la Televisión?

Al principio, ella decía «tele»: Alexandr le había rogado que prescindiera del acortamiento.

—Cuando haya sido publicado el libro. Ahora será necesario reunir un equipo de traductores. Para aparecer antes de Francfort, incluso alterando el calendario de «Luz» es preciso que hayamos remitido el manuscrito en agosto, a lo más tardar. Piense en los que trabajaron en la Antología de los pensadores liberales rusos del siglo XIX. Convóqueme a cuatro o cinco. Yo mismo supervisaré. Y luego, he aquí lo que vamos a hacer: tomar contacto con los principales disidentes, para preguntarles qué piensan de Máscara de Hierro. Ésto será una carta de cobertura soberbia, seleccionando los nombres.

¡Qué alegría, aquel zafarrancho de combate! Sí, Alexandr tenía prisa por «volver», para ver de nuevo a Alla, para conocer a Dmitri, pero no estaba a tres meses de ello…

Monsieur Fourveret, tronando detrás de su mesa Luis XIII (de época), se llevó una mano al corazón, levantando la mirada hacia el cielo.

—¡Dios me valga! Él sabe que nada me reporta más satisfacciones que servirle ayudando a los perseguidos a hacerse oír. Sin embargo, firmar un contrato sin haber visto el manuscrito entero…

—Si eso no le satisface…

Alexandr presentó su traducción de uno de los dos textos fotocopiados.

¿QUÉ PIENSA LA VERDAD RUSA
DEL ANTISEMITISMO?

Nosotros, los rusos, pasamos por antisemitas, aun cuando esa epidemia de cólera no haya alcanzado en nuestro país las proporciones germánicas. En particular, nuestro Antiguo Régimen ha sido acusado frecuentemente de estimular los pogroms. En cuanto a esta acusación, las estadísticas dan que pensar, ya que los judíos constituían el 4,1% de la población del Imperio ruso, y en 1959 sólo representaban el 1,48% de la población soviética.

Sea lo que sea. La Verdad Rusa piensa que el antisemitismo es un monstruoso malentendido.

Si le hubieseis preguntado a un ruso del siglo XIX por qué detestaba a los judíos, os habría respondido: porque son unos usureros. El mismo sentimiento reinaba en la mayor parte de los países europeos; el escritor francés Bemanos formuló ya la observación. En cambio, Italia es uno de los países europeos menos antisemitas; las persecuciones de Mussolini no son nada al lado de las de Hitler. ¿Por qué? Sencillamente, porque en Italia los judíos no tenían la exclusividad de la usura: los lombardos les harían lo que yo denominaré una competencia exorbitante.

Veamos como se desenvolvió la madrecita Historia. 1. La Iglesia decreta que la usura les está prohibida a los cristianos. 2. Los cristianos, que tienden decididamente a endeudarse, fuerzan a los judíos a hacerse usureros, ya que los judíos no dependen de la Iglesia. 3. Al transferir su odio a la función sobre la raza o religión, los cristianos empiezan a detestar a los judíos por las faltas que ellos les hacen cometer.

Prohibir la usura, haría falta: lo demuestro en otra parte. Pero sería necesario estigmatizar al deudor tanto como al acreedor.

Los judíos son hombres como los demás; los usureros, cualquiera que sea su linaje, deben ser estrangulados.

He aquí lo que La Verdad Rusa piensa del antisemitismo.

Fourveret leía. Por encima de la cabeza noblemente inclinada del gran editor, liberal y espiritualista, Alexandr contemplaba los fresnos raquíticos que crecían en el patio, y cuyas ramas llegaban a arañar los cristales del despacho.

—Interesante —observó Fourveret—. Interesante, aunque un poco folklórico. Veo bien qué es lo que le encanta de esta pagina: es la frasecita sobre el Antiguo Régimen, injustamente acusado. Es usted, mi querido Psar, un incorregible reaccionario. En fin, esto no es gran cosa, un poco de comparación no resucitará una tiranía muerta, y soy el primero en reconocer que una izquierda intolerable es apenas más aceptable que una derecha dogmática. En cambio, siempre me pongo un poco nervioso cuando un autor se pone a hablar de los judíos: por poco que todos sus judíos no sean santos, genios u héroes, dará siempre con algún criticón que le cuelgue el cascabel del antisemitismo. Dios me valga: Él sabe hasta qué punto mi corazón sangra por los judíos, pero, en un sentido, cuanto menos se hable de ellos mejor nos irá. Sin embargo, con un vocabulario como éste: cólera, monstruoso, las faltas que les hacen cometer…, creo que podremos estar tranquilos.

—Si usted tiene la menor vacilación, mi querido Fourveret… Iba a pasar por las Presses al salir de aquí ¿Quiere usted, sin que esto cambie nada entre nosotros, que ofrezca La Verdad Rusa a Bernard?

—Mi querido Psar, ¡no piense siguiera en ello! Dígame usted, a propósito: ¿es que Jeanne Bouillon tiene alguna razón para creer que Máscara de Hierro es Kurnossov, el asesino frustrado de Breznev? Bueno, ya veo que adopta usted un aire enigmático. ¡Pero confiese que tal sería un argumento de venta!

El bello y austero rostro de Fourveret se iluminó con un fuego místico.

—Voy a hacer estudiar la Prensa de la época: por si hubiera fotografías del atentado…

Jean-Xavier de Monthigies invitó a Alexandr a comer en la «Tour d’argent». Llegó allí con apresurados pasos, la chaqueta desabotonada sobre una panza respetable: se hubiera dicho de él que era un gratad gorrión con las alas recortadas.

—No he hecho venir a Minquin conmigo, pese a lo que usted me dijo: es demasiado joven, no lo apreciarla. No me creerá, Alexandr, pero para mí la comida es un vicio. Y esto hiere mi corazón, quiero decir en el sentido figurado, ya que me preocupa el problema del hambre en el mundo. Dos individuos sobre tres están subalimentados. Escandaloso, ¿eh? ¡Con el dinero que gastamos nosotros, usted y yo, en atrapar ardores de estómago! En fin, me gusta mucho comer aquí porque el servicio es tan bueno como por la noche, pero menos caro: esto me proporciona mejor conciencia. ¿Quiere usted hablarme de un nuevo proyecto?

La noticia le encantó.

—¡Máscara de Hierro! Así, pues, usted debe de crearse ahora un personaje importante. ¿Puedo anunciarlo? ¿No va a dar la noticia a nadie más?

—En la Prensa de la mañana, no. Si usted pasa un flash mañana, se hará con la primicia.

—Y dígame… Lo que a mi me parece más bien chocante es lo de numerar los periódicos. No son, sin embargo, éstos de tiradas limita, das, ¿eh? Dígame: ¿existe alguna probabilidad de que Máscara de Hierro sea el joven que abrió fuego sobre Breznev? Un poco más y se lo carga, vamos. Es casi como si lo hubiera hecho, ¿eh?

—Hay una probabilidad, Jean-Xavier.

—Eso le hará vender cincuenta mil ejemplares más, tirando por lo bajo, ¿eh? ¿Usted se imagina lo que hubiera pasado si Soljenitsin hubiese abatido a Kruschev?

Ballandar, un viejo joven que luda un chaleco de cachemira, la dicción blanda, los pies sobre la mesa (trabajaba en una revista norteamericana), prometió el triunfó.

—Nosotros estaremos con usted, Alexandr Psar. Objectifs tenía una reputación un poco izquierdosa, pero estamos en trance de enderezar el timón. No vamos a convertirnos, sin embargo, en un órgano gubernamental: ¡sería deshonroso! ¿Qué soy yo, en definitiva? Un pobre ceporro que intenta siempre poner su peso en el plato más desfavorecido de la balanza. En d izquierdo cuando sopla viento de la derecha, y en el derecho cuando la brisa proviene de la izquierda. Además, él nombre solo… ¡Objectifs! Es todo un programa. Evidentemente, cuando fue escogido ése se pensaba más en la foto que en la objetividad, pero es que la fotografía es un arte objetivo ¿no cree usted? Háganos un pequeño extracto: lo pondremos en un número de vacaciones, encuadrado, con una recapitulación de todo lo que se sabe sobre ese Máscara de Hierro. ¿Qué piensa usted de ello? ¿Que es verdad?

—¿Qué?

—Que en realidad lo hirió, y que a partir de ese día el otro camina arrastrando la pierna.

Resumiendo, Alexandr propuso la segunda meditación sobre los medios de comunicación social.

Tú conoces ya la historia de la campana castigada, y la de la campana rota, y las campanillas en las cuales aquélla se reencarnó. He aquí otra historia de campanas.

En el año 1667, el zar Alexis Mijailovich, el Silencioso, habiendo resuelto ofrecer un fino obsequio al monasterio Savvino-Storojevski de Zvenigorod, encargó al maestro fundidor Alexandr Grigoriev una campana de cerca de cuarenta toneladas. Esta gruesa dama tenía una voz notable, y, en el curso de los siglos, innumerables músicos fueron a rendirle tributo visitándola. Ni un Rachmaninoff ni un Chaliapine faltaron allí.

Era bonito que la villa en que ella se encontraba llevara ese nombre predestinado de Zvenigorod (Sonneville, A. P.). Hay algo más bonito. En él bronce de la campana habla sido grabado un criptograma que se tardó largo tiempo en descifrar. Logróse por fin y se halló la firma del donante, pero expresada en unos términos de una concisión sublime: «El zar Alexis, siervo de Dios».

En 1941, los alemanes amenazaban Zvenigorod, decidiéndose la evacuación de la campana. Ésta se rompió. Los trozos son conservados en el museo de la villa-que-suena y que no suena ya. Las campanas no deben huir ante el enemigo.

No existe mejor símbolo del Antiguo Régimen que el del zar-campana, que pesa doscientas toneladas, que se ha caído de un andamio, y que, sin voz ni campanario, posada, contra natura, en el mismo suelo, calla entre nosotros, con una gran herida en un costado.

—¿Quieres que te explique mi parábola? Reflexiona un poco. Nuestras campanas modernas son los medios de comunicación social, que transmiten nuestros tañidos fúnebres y nuestros toques de rebato. Si mienten, ¡que se las funda! Pero cuando tienen el sonido puro de Matines, merecen la crema y la veneración. Sin embargo, incluso cuando ellas parecen sonar justas, es bueno descifrar la firma del donante.

He aquí lo que La Verdad Rusa piensa de los medios de comunicación social.

Por encima de la rubia calvicie de Ballandar, Alexandr observaba los castaños de la avenida, espesos y polvorientos.

—¿A usted no le parece que hay ahí algo hostil a la libertad de Prensa? —preguntó el gran crítico cuando hubo terminado su lectura.

—Al contrario. La campana rota es transformada en cascabeles, es la del campanario de Pskov, símbolo de la libertad que no se asfixia. La campana de Zvenigorod es la Prensa libre, consciente, «responsable», como suele decirse: Objectifs, vamos. La campana de Uglich, que debe ser castigada, es la Prensa embustera.

—Podría añadirse, quizás, esta interpretación, teniéndola en cuenta. De todos modos, cuente conmigo. Lo anuncio la semana próxima; este verano, el cebo; y a la salida, le hago a usted el gran juego. ¿No podríamos disponer de algunas fotos?

—¿De qué?

—No tienen ninguna importancia. De ese hospital especial, por ejemplo, con una ventana un poco diferente de las otras, tomada con teleobjetivo. Diríamos que es la suya.

—Yo le doy las señas. Envíe un fotógrafo.

La señora Ghoustrewitz recibía en su salón, que ella llamaba su gabinete, y lo hada vistiendo una bata, fuese cual fuese la hora. Le gustaba insinuar que había sido prostituida en Viena durante la guerra.

—¡Alexandr! ¡Querido! ¿Qué puede hacer por usted una vieja como yo? ¡Ah! ¡Pero qué bien besa las manos! ¡Para eso no hay nadie como los rusos!

Pues sí, ella apoyaría a Máscara de Hierro, con uñas y dientes.

—¿Qué sabe de él? ¿Qué edad tiene? ¿Es un tipo guapo? ¿Puedo decir que usted se metió en aquel asilo para locos trepando por los canalones de desagüe del edificio?

Jeanne Bouillon consideraba ya a Máscara de Hierro como su criatura. Desde luego, había que desmitificar la noción de coincidencia, sin embargo, que día tuvo con cierto artículo justamente en el momento en que su amigo Alexandr iba a poner sus manos sobre el manuscrito… Jeanne lo titularía: «Un libro que va a cambiar (quizó) la historia de la URSS».

Alexandr, recostado en su sillón, detallaba los insectos gigantescos —¿termitas?, ¿mantis religiosas?— que ascendían al asalto de la araña. El carrusel de diecinueve horas rodaba incansablemente alrededor del Alma.

—A propósito, Jeanne, ¿qué son esos rumores sobre Kurnossov y Máscara de Hierro? ¿Dónde ha recogido usted eso?

Ella tenía el tic de esconder la boca para reír.

—No creerá usted que voy a quemar a mis informadores, ¿eh? Es lo que se murmura, eso es todo.

Para Alexandr había dos cosas seguras: los rumores provenían de una de las otras orquestas de Pitman, y eran falsos. Kurnossov, el asesino frustrado, había sido fusilado, seguramente, en su tiempo: era lo normal. Pero ¿había realmente un prisionero anónimo en la celda triple cero? ¿O los enfermeros y el psiquiatra de colosal talla sólo entraban allí para alimentar la campaña de desinformación que le habían encargado que llevara a buen puerto? Todo era posible en el reino de la ilusión. Pensó en aquellas comidas refinadas que se preparaban, quizás, a sabiendas de que eran destinadas a un huésped inexistente. Sin duda, los enfermeros las devoraban por turno.

El señor Johannes-Graf estaba instalado en un local exiguo, sin ventana, al fondo de un sótano.

—Permítame, señor Psar, que le haga dos preguntas. Una, ¿cómo le diré yo?, factual, y la otra, ¿cómo le diré yo?, de fondo.

El señor Johannes-Graf tenía un rostro largo, todo él en verticales.

Era portador de unos lentes magistrales. Habla sido ordenado pastor, pero se había orientado luego hada ese mundo agitado en que la literatura es política y la política un asunto literario. Se le había reprochado. Y él respondía: «No lo ignoro: el medio está excesivamente corrompido. Es bueno que haya dentro de él un, ¿cómo diría yo?, un hombre honrado».

—Señor Psar, primera pregunta: ¿Tiene en sus manos el manuscrito? ¿Lo ha leído usted? Segunda pregunta: ¿Puede usted certificar que es una obra sincera? ¿Asegurar que su autor, poco nos importa el dédalo de sus experiencias y el laberinto de sus opiniones, piensa verdaderamente lo que dice?

—Señor, yo no me he entrevistado con el prisionero anónimo, y esto es lógico. Pero el tono de un texto semejante no induce a error. Quien lea esta obra como yo lo he hecho, desde el principio hasta el fin —la obra no había salido aún de la Unión Soviética— sabrá que es tan auténtica como La casa de los muertos. Las prisiones o —el señor Johannes-Graf era rousseauista— Las confesiones.

—Veamos… Toda esa atmósfera sensacional que se intenta crear… Es algo que nos inquieta un poco. Sabemos bien que hay que vender, pero no cualquier cosa, con todo. No obstante, confío en usted. Sospecho que ha publicado usted cosas que iban contra su sentimiento más íntimo, pero que ha dado preferencia a su, ¿cómo diría yo?, respeto a la justicia. Usted sabe que no publicamos en el verano, pero puede contar con nosotros a la vuelta de las vacaciones. (Las grandes y puritanas mandíbulas se unieron y desunieron con un monótono ritmo). Por otra parte, sin haber leído nada, ¿qué podemos decir? Usted sabe que, a diferencia de ciertos profesionales, nosotros leemos antes de criticar. De ahí la audiencia de que disponemos en los clubes políticos, círculos gubernamentales, centros universitarios, entre los administradores y, ¿cómo diría yo?, otros lectores que también cuentan.

Cada vida tiene su «techo». Alexandr alcanzó el suyo a la edad de cuarenta y nueve años, un viernes, a las 12 horas y 45, en la Piazza Navone, en Roma.

Delante de la fuente del Bernini se contoneaba un mozo de buena estatura que vestía una cazadora de signorino, marrón-naranja, de lucientes reflejos. Bajo el brazo izquierdo sujetaba con firmeza un paquete de revistas; en la cubierta de la primera podía leerse, en caracteres cirílicos, Ogoniok.

Alexandr, las manos entrelazadas a su espalda, se le acercó.

—No sé —dijo en ruso— qué simplón inventó esas contraseñas risibles, pero la de hoy es: Armi, furore e morti.

Viacheslav entornó los párpados, como si sus ojos estuvieran irritados por el humo del tabaco.

—No fue un simplón. Fue una tonta de capirote.

Tendió las revistas sujetas con un hilo bramante en cruz e hizo ademán de partir.

—No tan de prisa.

Alexandr separó las revistas, localizó el sobre, lo despegó con la punta de una uña sin retirarlo del paquete y reconoció la escritura apretada sobre las hojas casi transparentes.

—Puede usted irse ya.

«Cualquiera le tornaría por un oficial —pensó Viacheslav—. No… Y sin embargo, me ha tratado de usted». Se alejó, silbando una cancioncilla, las manos en los bolsillos en diagonal de su cazadora.

Diez minutos más tarde, llegó el signor Grucci. Esperó durante media hora a su contacto. No se presentó nadie. Habría que volver por allí al día siguiente, sábado. ¡Y él que planeaba pasar di día en la playa de Ostia! ¡Qué fastidio!

En su taxi, Alexandr soltó la atadura de hilo de bramante y enrolló éste, guardándoselo en el bolsillo. No sabía qué hacer con él; el caso era que provenía de «allá»: no se decidía a tirarlo. Las revistas y el sobre también venían de «allá», pero Dios sabía por qué, no experimentó ningún impulso sentimental con respecto a ellos. Los abandonó sobre el asiento.

El manuscrito que tenía en las manos —trescientas noventa y nueve hojas sin margen, cebrados de esta escritura azul, aguda, indinada, comprimida— era un tesoro, pero un tesoro ambiguo; para el público, el grito petrificado de un idealista que había estado a punto de matar y morir; para las «Ediciones Lux» una pequeña mina de oro; para el Directorio, el instrumento de una nueva victoria; para el propio Alexandr, la prenda de su nueva vida. Alexandr no era un soñador, y esta vida nueva, raras veces llegaba a imaginársela; pero, de vez en cuando, unas intuiciones le sorprendían, y tal fue el caso ahora: dentro de aquel taxi de Roma, pensó con un movimiento de tierno orgullo que tenía un hijo que educar, que lo educarla bien, con la pasión £ servir, al modo como ya no se estilaba en Occidente.

Ojeó las menudas páginas, de un formato inusitado. Maquinalmente, comprobó la ortografía: era la del ruso moderno, cuya ortografía simplista —supresión de una letra cada siete, desinencias contrarias a la filología— le indignaba siempre; pero el hecho mismo de que él hubiera pensado en asegurarse de esto traicionaba cierta perplejidad: la escritura anticuada, el estilo inspirado en los cuentos de nadas, todo esto no evocaba a un autor perteneciente a la KGB.

Roma huía a su alrededor, con sus ocres, bajo los cuales se adivina siempre el verdín. Alexandr no la veía. Pensaba en el triunfo que implicaría la publicación de La Verdad Rusa. Traducciones en todas las lenguas, beneficios considerables, los disidentes desacreditados…

Subió al avión. Se había prometido a sí mismo no iniciar la lectura antes de que el aparato hubiese despegado.

Le pareció que el viaje duró tan sólo un largo minuto.

Al aterrizar supo por qué Iván Ivanich habla querido que hiciese firmar el contrato y se asegurase el apoyo de su «orquesta» antes de haber leído el manuscrito.

El manuscrito era im-pu-bli-ca-ble.

—Marguerite: llame a Madame Boïsse…

—El teléfono suena en casa de Madame Boïsse, señor…

—Esta tarde vodkearemos.

Y, por la tarde mismo, nuevo enfrentamiento con Iván Ivanich.

—¿Quién ha escrito ese tejido de criminales asnadas? No, no es que te lo pregunte: tú no lo sabes. Pero ¿quién ha decidido hacerlo publicar? Pitman no puede ser: habría comprendido que es imposible. Con contrato o sin él, «Lux» jamás aceptará su publicación. Por otro lado, ¿qué aceptaría en suma? Yo no dejaré que sea mencionada mi agencia en la página del título. Si por una razón demencial ese delirio debe ver la luz, habrá que crear una casa editorial para esa sola obra u otras de la misma vena si las hay en abundancia. Escucha esto, Iván Ivanich: los «sombreros-escondrijos» se han vuelto locos, quizá, pero los editores parisinos no, todavía. Ni los periodistas. Si, por no sé qué aberración, una entidad de extrema derecha se atreviera a imprimir un texto semejante…

—¿Se produciría un escándalo? Pero, Alexandr Dmitrich de mi corazón, el escándalo es rentable.

—Me causas risa con tu cinismo de pánfilo. No habría escándalo. No habría nada. El silencio. No se movería ni una onda. Se hablaría de otra cosa, disimulando, como cuando uno erupta en la mesa. Tú no lo comprendes, Iván Ivanich: vivimos en una sociedad en la que los papeles son distribuidos de una vez para siempre: cada uno ha de aceptar el suyo o no ser nada en absoluto. Esto es lo que los occidentales llaman libertad. Por ejemplo, un disidente soviético debe ser liberal: marxista si quiere, nacionalista a lo sumo, pero liberal. Un disidente no liberal no se concibe. Si yo hubiese recibido ese manuscrito por correo, ¿sabes qué hubiera hecho con él?

Iván Ivanich humedeció su dedo en la lengua y se alisó los escasos cabellos rojos que barraban su cráneo transversalmente.

—Tú eres bastante inteligente para comprender, Alexandr Dmitrich, que quizá por eso no te ha sido remitido por correo.

—Iván Ivanich, sé qué es la desinformación: es mi oficio. Pero existen unos límites. Yo no puedo publicar bajo mi responsabilidad frases como… ¡Y si sólo de frases se tratara, todavía! Se hacen cortes. Pero es que el libro está saturado de tal espíritu.

—¿De qué espíritu?

Alexandr leyó en voz alta un párrafo que había tachado con dos trazos de lápiz rojo.

—«Cada vez que un partido comunista organizado, no gozando del apoyo clandestino de la Unión Soviética, se ha enfrentado en el campo cerrado de una nación a un partido liberal, burgués, aristocrático, conservador o reaccionario, aquel ha ganado. Cada vez que se ha enfrentado con un partido fascista, reformador, por tanto, igualmente organizado, ha perdido la partida». ¡Y cita ejemplos históricos! Tú comprenderás que unas provocaciones semejantes, en una sociedad libre, no se pasan por alto tan fácilmente.

—¿Ni siquiera en presencia de un fenómeno como la nueva derecha?

—Sobre todo en presencia de un fenómeno como la nueva derecha. Fourveret se ha apartado un poco de la izquierda estos últimos años porque se vende menos bien, el hecho está reconocido; de ahí a arriesgarse a ser asociado a un movimiento opuesto… La publicación de La Verdad Rusa está fuera de cuestión. ¿Por qué no sacáis de nuevo Los protocolos de los sabios de Sión, Mein Kamp y Vuestro hermoso hoy? Perdón, me he equivocado al poner a Maurras en este equipo: un verdadero monárquico no puede ser fascista. Mira, te voy a enseñar una cosa: fue mi Directorio quien tuvo la genial idea de asimilar el fascismo a una tendencia de derecha, cuando en realidad queda más bien más a la izquierda que nosotros. En todo caso, me niego a colaborar en esta empresa, abocada al fracaso. ¿Estás seguro de que no hay sabotaje allá? Adentrarse en una campaña de influencia contraria y volverla en provecho propio, ¡esto si que sería una grande y artística labor!

Los ojos de Iván Ivanich se enternecieron.

—Me das pena, Sachenka. Mucha pena. No te había visto nunca desobedecer tan abiertamente.

—¡Tonterías! Voy a escribir un informe detallado, que cursarás a Pitman por radio. Ya verás cómo se ha producido un error.

La respuesta al informe llegó al día siguiente.

Esta comunicación es para confirmarle las instrucciones que le han sido transmitidas oralmente. Considerará este mensaje como una orden por escrito. Es imperativo que el manuscrito sea publicado por cuenta del editor cuyo nombre ya se le dio. En ningún caso será publicado por un editor de derechas. Se le pone en guardia, igualmente, contra toda dulcificación que tuviera la tentación de aportar al texto en curso de traducción. Toda desviación de ese tipo será considerada como una falta de disciplina. Si el editor le reclama el texto a medida que se vaya haciendo la traducción, niéguese: el texto debe ser entrofado en bloque. Ningún nuevo extracto será comunicado a la Prensa. Prosiga e intensifique sus esfuerzos para hacer de la publicación un acontecimiento político internacional. Firmado: teniente general Pitman.

En un café de la puerta de Auteuil —Iván Ivanich gustaba de los cafés situados en las puertas de la ciudad; era uno de esos hábitos fijos por culpa de los cuales los agentes de segunda clase se hacen detener finalmente— Alexandr leyó y releyó la hoja dactilografiada, cubierta de indicaciones tales como «Extremadamente urgente», «Absolutamente secreto», grupos fecha-hora y demás detalles de la telegrafía oficial.

Iván Ivanich sonrió con aire compasivo y tendió la mano: el mensaje debía serle devuelto, naturalmente.

Sobre una esquina de la mesa, Alexandr garabateó su respuesta. Acusaba recibo. Actuaría según las instrucciones. Pero declinaba toda responsabilidad: Ni «Lux» ni ninguna otra firma estimable publicará La Verdad Rusa. En el caso inverosímil de que la obra sea, no obstante, publicada, la Prensa apartará de ella su atención disgustada, y ningún acontecimiento, internacional, ni siquiera local, tendrá lugar. Observaciones: el autor del manuscrito, sea quien sea, ha debido rebasar de muy lejos las consignas que se le hayan dado. Desiderata: sugiero que el texto sea releído al más alto nivel.

Con todo, los disidentes célebres que la agencia Psar había solicitado comenzaron a reaccionar. Los que seguían siendo marxistas expresaban sus dudas sobre la existencia de una verdad específicamente rusa, pero se alegraban del estilo popularista del prisionero anónimo, y lo elogiaban por haberse referido a la campana de Pskov, símbolo de antigua independencia de los comunes y, en consecuencia, de la vocación comunista del país. Se asociaban, evidentemente, a una condenación de la usura, que equivalía a una condena del capitalismo. Uno de ellos escribió un largo artículo, en el que demostraba que el prisionero anónimo se había inspirado en sus obras; se felicitaba al ver que habían llegado hasta la celda 000 del hospital especial. Otro preveía ya las conclusiones que el autor no dejaba seguramente de sacar de sus Observaciones: el comunismo es bueno en sí; sólo sus aplicaciones son generalmente catastróficas; conviene comenzar nuevamente las experiencias y no rechazar la doctrina.

Un novelista antimarxista elogió el lenguaje del prisionero anónimo: «Bueno como el pan, crujiente por fuera, tierno por dentro». Un critico comentó: «Nuestro coro disidente rozaba peligrosamente la machaconería, pero he aquí que un barítono soberbio nos hace oír un verbo nuevo, en cierto modo neokriloviano». Un moralista se felicitaba abiertamente de que el ocupante de la celda triple cero no tuviese ante sí una fecha próxima de salida: «Indudablemente, hay que distinguir entre los tránsfugas que esperan a hallarse seguros en d extranjero para chillar contra el régimen y los profetas que han hablado como hombres libres cuando no lo eran aun. Pero es ésta la primera vez que el canto incontenible de la libertad se eleva desde el fondo mismo de una psikhuchka».

Esta última constatación arrojó, quizás, alguna luz sobre la unanimidad con que los disidentes, tan divididos, sin embargo, de ordinario, aplaudieron por anticipado la publicación de La Verdad Rusa: algunos preferían no ver el pastel occidental cortado en demasiadas puzzles; otros comprendían que la situación del prisionero lo elevaba por encima de todas las diferencias mezquinas existentes entre los grupos. El mago barbudo que muchos admiraban hasta el punto de odiarle, salió de su torre de marfil rodeada de alambres de espino para comentar el criptograma de la campana: «Máscara de Hierro» ha puesto el dedo en un resumen fulgurante del mito monárquico en lo que tiene, inimitablemente, de ruso. Se espera con angustia y con esperanza aquello que nuestra verdad intestina, nuestra verdad grosera, y sagrada para nosotros, cuyo lema fue durante siglos «Somos rusos, Dios está con nosotros», ha inspirado a este cruzado de nuestro tiempo, él único de entre nosotros que ha osado tomar las armas para defender su «fe».

Alexandr leyó todo esto con desprecio. «Detesto a los que cambian de chaqueta, sean cuales sean el corte y la tela». Estas gentes, para él, eran traidores, importando poco sus motivos: una pequeña ambición insatisfecha, un pequeño salario que no satisface, una pequeña conciencia que no marcha bien.

Los traductores se reunieron. Alexandr no quería la mejor traducción posible, entregada lo antes posible, sino una traducción que permanecería en el secreto durante tanto tiempo como pudiera. En lugar de cinco traductores, escogió dos: los riesgos de fugas serían menores y el trabajo sería entregado más tarde, si bien Fourveret tendría menos tiempo para desdecirse de su contrato. Una vieja dama rusa bastante afectada, que vivía en una casa de jubilados, y un joven profesor, especialista en estudios eslavos, que trabajaría durante sus vacaciones en Irlanda, fueron contratados, no por sus talentos, sino porque no establecerían comunicación entre ellos ni con la intelligentsia parisiense. Los otros tres se ofendieron por haber sido convocados. Alexandr sabía ya que la operación «Máscara de Hierro» lo arrasaría todo a su paso; esto no había hecho más que comenzar. Felizmente, la Yuxtaposición de apólogos de La Verdad Rusa se prestaba a una partición incoherente: el profesor se encontró, en una primera lectura, con que la faceta política era dura de encajar, y la anciana con que había en el texto términos familiares, populares o malsonantes que no estaba acostumbrada a leer, pero bastó con que se les diere a entender que su porción respectiva, aclarada por la otra, aparecería bajo un aspecto recomendable, para que se mostrasen conformes. Además, ¡que diablo!, se les pagaba, y no demasiado mal, por añadidura. Alexandr comenzó a dejarse poseer por esta misión, en la cual no creía, como Iván Denisovich por su dinero.

Pasó julio. Las páginas de la traducción llegaban por correo. Alexandr corregía, unificaba, se indignaba, se habituaba a su propia indignación. Se le había confiado una operación condenada por anticipado, y él había dado cuenta de esto; sin embargo, ahora haría todo lo posible pare que saliera bien, y consideraba igualmente justificado que fracasara, como había previsto, o que fuese un éxito, con cuyo fin se empleaba a fondo.

Pare hacer aparecer la obra en setiembre, Fourveret, alterando su calendario, deseaba recibir el manuscrito a finales de julio. Alexandr estiró la fecha hasta el 10 de agosto. Hubiere debido pasar dos semanas de vacaciones con Jessica y unos amigos de ella, en su yate; se excusó. Jessica no se quejaba: «Yo me lo pasaría muy bien con un amante de paja». Se llevó a un agregado de embajada sudamericano. En las carreteras, los embotellamientos, este año, batieron todas las marcas. En París, los restaurantes preferidos de Alexandr estaban cerrados; comía en los bares y se sorprendía de sus prados, poco elevados. Necesitaba cuatro veces menos de tiempo pare ir desde su apartamento al despacho. Dos editores querían publicar La Verdad Rusa en su lengua original. Rechazado. Uno de ellos intentó, discretamente, informarse sobre la identidad del traductor. Fracaso. Los carteles de los cines sólo pregonaban festivales. Se dejaba el coche donde a uno se le antojaba. Marguerite, que había tenido la intención de ausentarse en agosto, preguntó si no sería mejor pare ella quedarse, ya que iba a aparecer un libro importante. Alexandr pensaba que el libro no aparecería. De todas maneras, la función de circo, si se daba alguna, comenzaría en setiembre.

—No, no, Marguerite, váyase, repose. En realidad, ¿adónde irá usted?

Se iba a casa de su madre, a Lisieux. Al primer golpe de teléfono, regresaría. Ella partió. No habían hecho más que transcurrir unas horas cuando comenzó a echarla en falta. La joven tenía miradas de persona muy dispuesta, llena de deferencia… Alexandr se preguntó distraídamente de qué color eran sus ojos y constató que no lo sabía. «Vivo desdé hace tiempo en una ganga. Todo esto cambiará pronto». El tiempo era incierto; no hada mucho calor. «Este mes de agosto es mucho menos cálido que el de junio de hace treinta años». A Alexandr se le pasó por la cabeza la caprichosa idea de ver de nuevo la galería de las Quimeras, pero cuando, ante él, diez vehículos vomitaron sus cargamentos de teutones, al pie de la pequeña escalera de Quasimodo, renunció a su propósito. Se preguntó que tiempo haría en Moscú y Leningrado. «Si el Directorio tiene una antena en Leningrado, me gustarla disponer de un apartamento en Fontanka…».

Finalmente, la traducción quedó lista. A pesar de las urgencias de Fourveret —«¡El impresor espera! ¡No ha cerrado por nuestra causa!»—, Alexandr estiró aquello todavía unos días más. Retocaba las páginas, corregía aquéllas más sudas. Era preciso terminar para llevar a las «Ediciones Lux» el grueso clasificador blanco sujeto con una cinta blanca cosida con hilo rojo. Alexandr depositó por último su bomba, viose abrumado de palabras de reconocimiento, y esperó la explosión.

El despacho del director general de las «Ediciones Lux» era vasto, blanco, contando, por todo mobiliario, con una mesa, tres sillones y una vitrina que albergaba varios crucifijos españoles: objetos de piedad para unos, colección de precio para otros. La mesa se hallaba colocada para dar la espalda a la ventana, pero todo visitante se encontraba bajo plena luz, en tanto que el rostro severo pero justo del director general quedaba a contraluz. Algunos pensaban que esto era una casualidad, pero bastaba con ir a ver a Monsieur Fourveret por la tarde para constatar que sus lámparas estaban dispuestas de manera que crearan el mismo efecto.

Un apretón de manos. «Siéntese». Fourveret se arrellanó detrás de su mesa, juntó las manos, bajó los ojos. Sobre su grande y ascética faz llevaba unos lentes de montura cuadrada que él sabía ponerse y quitarse majestuosamente para puntualizar algo.

Alexandr esperaba. No era persona de un natural angustiado, pero la obligación de defender un proyecto que no aprobaba le hacía estar en falso.

Habiendo meditado suficientemente, Monsieur Fourveret levantó la cabeza, se quitó elocuentemente los lentes y manifestó con una feroz sonrisa:

—Así pues, es necesario ser de derechas, ¡ya que el buen ladrón fue crucificado a la derecha del carpintero de Nazaret!

Dejó pasar unos segundos y añadió, en tono más alto:

—Y cuando, con un profundo ademán de disgusto, rechazó la pieza de oro que se le presentaba, y declaró que había que dar a César la pacotilla de César, lo que quería decir, en realidad, ¡era que es el Estado y no los Bancos el que ha de barajar el dinero! La Rusia zarista tenía, proporcionalmente, siete veces menos policías que la Gran Bretaña, ¡y cinco veces menos que Francia! El comunismo, esa enfermedad extranjera, se había implantado en Rusia como la gripe en Hawai, porque el Antiguo Régimen, en su inocencia, ¡no había segregado los anticuerpos necesarios!

Fourveret volvió a ponerse sus lentes y adoptó un aire de gran gravedad.

—En fin, dígame, mi querido Psar: ¿de quién se burlan?

Alexandr habla preparado una especie de respuesta. Depositó sobre lo mesa la serie de citas que había sacado de las cartas de los disidentes. Ya de por sí favorables, estas citas, además, habían sido sabiamente extractadas y relacionadas: el conjunto era sorprendente.

—Para el forro de la cubierta.

Fourveret echó un vistazo al papel, rechazándolo luego.

—Ellos no han leído nada. Yo también, mientras no tuve ocasión de leer…

Se levantó, yendo de un lado para otro, las manos entrelazadas a la espalda, soltándolas de vez en cuando para hacer un gesto lleno de vigor y nobleza.

—Mi querido Psar: yo creía que, pese a las diferencias que nos separan, teníamos un denominador común: una integridad intelectual total. Dios me ve. Pero no es necesario que medie Dios: mi reputación es bastante conocida en la ciudad de París. Se sabe que soy un editor; se sabe que, ante todo, soy una conciencia, y que en la medida de mis medios siempre me he esforzado para poner las ediciones al servicio de esta conciencia, no porque sea mía, sino porque creo que las conciencias de todos los hombres de buena voluntad están concertadas sobre igual la. Soy cristiano, tengo colaboradores que no lo son; hay, seguramente, comunistas entre ellos; ¿y qué nos importa eso si cuando vemos una hermosa obra o una buena acción, las aprobamos de corazón, unánimemente, y cuando vemos una cosa fea o una acción mala, todos las reprobamos? Otros editores, tal vez, no tienen más que una preocupación: ¡el dinero! —Pronunció la palabra con un estremecimiento, como si hubiese sido un vocablo indecente, y al tiempo que hada el gesto obsceno de palpar unos billetes—. Yo, el dinero… Si hubiese querido, mi estimado Psar, yo sería un hombre rico. Pero a mí lo que me importa es el gran corazón de la Humanidad que sangra, y por el cual sangra el mío, y es en este sufrimiento de unos por otros, y del artista por su ciudad, donde veo el verdadero significado de lo que hemos intentado hacer aquí, en las «Ediciones Lux»: Lux igual a luz, naturalmente.

»Yo le había concedido mi estimación, Psar. —Pronunciaba Psaaaaar; se le llenaba la boca, y tanto exotismo se tornaba insultante—. Dirigió para mí “Génesis de las Revoluciones” y ese “Libro Blanco”, una colección que no admite ser comparada con ninguna de las sacadas por los demás editores. Yo no creo que sus opiniones políticas se salgan de lo decente, pues en fin, mientras no se sea un extremista, se puede ser un hombre honorable, incluso hada la derecha. Al menos, así pienso yo. Por tanto, le pregunto —se detuvo de pronto, quitándose los Imites como quien desenvaina una espada—: ¿qué ha pasado?

Alexandr miró al editor sin ocultar que se sentía divertido.

—¿Qué le ocurre, Fourveret? ¿Por qué ha decidido subirse a la parra? ¿No está usted de acuerdo con el programa del prisionero anónimo? ¿Y quién le dice que yo sí? ¿Somos tan fanáticos como para publicar únicamente las teorías que suscribimos? ¿Es que la libertad de Prensa consiste, según usted, en conceder la palabra sólo a quien piensa como usted… o un poquito más o menos hada la izquierda?

Fourveret volvió a la mesa. Se puso a frotar los lentes con su pañuelo, para demostrar que su paciencia era casi inagotable. Ya no miraba a Alexandr. En ciertos momentos, le daba la espalda. Y dijo, dos tonos más bajo:

—Ya se lo puede imaginar: me he perdido en un mar de conjeturas con motivo de su asunto. Puede usted vanagloriarse de haberme hecho pasar una noche en blanco. Me pregunté si, súbitamente, usted se había vuelto ciego, tonto o…, pase por alto el vocablo; le presento mis excusas, venal. Pero, en este último caso, ¿a quién podría haberse vendido? ¿Podría ser que hubiese entrado en contacto usted con alguna organización neofascista, no sé cuál? ¿Le habría pagado yo para que me deshonrara? ¡Hubiera debido saber, con todo, que no me dejaré manipular! Además, ¿qué ventajas sacaría? La Verdad Rusa no va a venderse a dos mil.

»Deseo confiarle que, en mi perplejidad, me fui a ver a José Ballandar, quien es, usted lo sabe, un viejo amigo. Bajo secreto, le hice leer algunos extractos de estas inmundicias. “Si publicase esto, le dije, sé que cometería una mala acción. Pero, supongamos… Usted, en tal caso, ¿qué haría?”. Ya conoce usted a Ballandar: es una conciencia. Me dijo: “Por consideración a usted, a su firma, cubriría su debilidad con el manto de Noé. Haría como si el libro no hubiese aparecido”.

—Si no le he entendido mal, Fourveret, está calibrando la posibilidad de romper nuestro contrato, ¿no? —inquirió Alexandr con voz contenida.

Esta observación alegró al editor.

—No es usted, Psaaaar, quien me va a enseñar que un contrato de edición… Yo le cedo sus derechos, los cuales, legalmente, no son siquiera suyos, puesto que no dispone de un poder extendido por el autor, eso es todo. Pero, en fin —giro de repente y se adosó a su mesa como si hubiera tenido detrás el respaldo de una silla de coro—, ¿quiere hacerme el honor de explicarme cómo ha osado ofrecerme este montón de necedades e ignominias?

Alexandr poseía la capacidad de hacer frente a la evidencia, de negarla, facultad que le había valido varios triunfos en sus dos oficios, el aparente y el verdadero.

—Ignominias, necedades, inmundicias… Esos no son argumentos, Fourveret. Todo lo que oigo desde hace un cuarto de hora son invectivas relacionadas con un hombre que se halla en trance de reventar en una prisión psiquiátrica. Objetivo: dejar la conciencia tranquila a un editor que siempre ha pasado por el campeón de la honradez intelectual, y que va a romper un contrato porque sabe perfectamente que el prisionero anónimo no opondrá ningún recurso legal contra él. ¿Qué reprocha usted, exactamente, a La Verdad Rusa?

—Estos golpes bajos son indignos de usted, Psar —replicó Fourveret, deslizándose detrás de su mesa—. O el texto es publicable, y no le ocasiono ningún trastorno proponiéndole que se lo lleve a otra parte, o no lo es, y entonces es usted quien intenta causármelo al forzarme la mano.

Sentóse, poniéndose nuevamente los lentes, igual que un magistrado inglés encajándose la peluca. Compulsó sus notas.

—Por todo lo que aquí puede uno advertir, dada la incoherencia de la forma, esta obra defiende la tesis siguiente:

Cuando Fourveret decía «Mi corazón sangra», se llevaba generalmente la mano izquierda a la altura del órgano, manteniéndola así uno o dos segundos, con los dedos muy separados.

Alexandr no tenía nada que responder.

—Ni que decir tiene que yo no me asocio, de ningún modo, a las ideas de ese loco, pero encuentro, ¿se da cuenta?, encuentro su locura interesante, y pienso que con el apoyo de la Prensa…

—Si, mi querido amigo, pero ese apoyo no lo lograremos. Ya le he dicho qué me ha respondido Ballandar, cuya autoridad ya conoce, habiéndose mostrado siempre bien dispuesto hacia la firma.

Alexandr se levantó, atrayendo hacia él el manuscrito. Fourveret, siempre sentado, lo consideró de abajo arriba. Después se quitó los lentes, como si se desenmascarara:

—Psaaaar, se ha revelado usted a mí bajo una nueva luz, y tal vez me equivoque dispensándole mi confianza. Dios me ve; El sabe que prefiero equivocarme por exceso antes que por defecto. —Cuando decía «Dios me ve», levantaba los ojos al cielo, y luego, al descender de nuevo deslizaba la mirada casi imperceptiblemente por la colección de crucifijos—. Si esta cosa aparece publicada por otro editor, si bien me sorprendería que encontrase, incluso en la profesión, un personaje suficientemente despreciable, como para aceptar ese riesgo, me verla obligado, con gran pesar por mi parte, a privarme de su colaboración. En cambio, si usted comprende hasta que punto ha estado cegado por su sensibilidad eslava, si deja caer ese paquete de trapos sucios en la primera boca de alcantarilla, entonces…

Sonrió ampliamente; era el padre arrebatado de gozo que se arroja al cuello del lujo pródigo.

—«La Génesis de las Revoluciones» y el «Libro Blanco», entonces, seguirán siendo suyas. Enterramos el hacha de la guerra y no volveremos a hablar de esta pequeña crisis. Evidentemente, con mi calendario patas arriba algún dinero habré perdido, pero… ¿qué es el dinero?

Hizo un gesto generoso con la mano con que sujetaba los lentes. Después, habiéndoselos puesto, acompañó a Alexandr hasta la puerta. En el umbral, se detuvo, asiendo su mano. Su rostro noble traía en aquel instante más nobleza todavía.

—Tengo veinte años más que usted, Psar. Voy a permitirme darla un consejo.

Cerro los ojos, y en voz muy baja dijo:

—Rece.

Cerró su mano izquierda sobre la derecha y mantuvo la de Alexandr en esta especie de trampa durante algunos instantes.

Alexandr había previsto la negativa de Fourveret; en efecto, la aprobaba. Pero la cosa no era fácil de soportar, sobre todo adornada can amenazas veladas y consejos protectores.

Al teléfono, Iván Ivanich no se mostró sorprendido, casi, ante el no categórico del editor; preguntó, simplemente:

—Supongamos que el libro salga de todas maneras… ¿Qué habría que hacer para que tenga éxito?

—Si alguna vez das con ese secreto, pásate al Oeste: te harás millonario.

—Los estudios de mercado…

—No sirven para nada en el mundo del libro. Al menos, al principio. Todos sabemos qué es lo que ha hecho triunfar un libro, y aún mejor conocemos el porqué de su fracaso, pero al principio lo arrojamos al torbellino de la calle, al azar, o más bien al capricho de la Fortuna. La mayor parte de los libros se hunden; otros, sobrenadan; a éstos sabemos guiarlos hasta alta mar, pero el primer salto es aleatorio. Piensa que hay novelas policíacas pornográficas que se estrellan y verdaderos grandes libros que marchan bien.

—No obstante, el apoyo de la Prensa…

—No es determinante.

—Con todo, sucede raras veces que nadie compre un libro por el cual la Prensa chilla a coro.

—Raras veces, sí.

—¿Y de verdad que casi nunca suele pasar que habiendo ladrado un solo perro en el pueblo los otros no le contesten?

—¿Adónde quieres ir a parar, Iván Ivanich?

—¿Cuáles son los mejores ladradores? ¿Los que arrastran a los otros?

—El mejor es Ballandar, y forma parte de mi orquesta, pero acabo de decirte lo que piensa, y justamente, de vuestra pésima mercancía.

—Esa no es la cuestión. ¿Darás tú con una o dos voces para facilitar la réplica?

—En cuanto hayan sido exprimidos, con seguridad. Las tres cuartas partes de los periodistas sólo hablan de los libros citados por Ballandar. Unos lo hacen por decir lo mismo que él, otros por todo lo contrario. Pero te lo repito, Fourveret no nos publicará nada, e incluso si él nos publicara, Ballandar se callaría. Ya os he prevenido.

—Disponemos de medios. Tú te figuras ya, claro, que si esos dos músicos han estado agregados a tu orquesta es, como dicen los franceses, porque saben cantar.

—No seas ingenuo, Iván Ivanich. Nos encontramos en París, en el último cuarto del siglo XX. Nadie tiene ya secretos culpables, porque todo está permitido. Mira, si tu mujer se enterara de que se te van los ojos detrás de Jessica, es posible que te acariciara con su rodillo de amasar, pero esto es porque ella no forma parte de la intelligentsia al día.

Iván Ivanich no contestó a esta insinuación. Fijó una cita para el día siguiente por la mañana, en un café de la puerta de Orleáns.

Desde la puerta de Orleáns, balanceando su gruesa cartera negra, que colgaba de su mano, Alexandr se plantó directamente en él local e las «Ediciones Lux»; era aquél el día 14 de agosto, y encontró la puerta cerrada. Fourveret debía de estar en su propiedad de Dourdan. ¿Y si se trasladaba allí, precipitándose? La tentación era fuerte, pero todos aquellos embotellamientos… Además, había un cierto placer en abrir el fuego sólo un poco más tarde… «Iré mañana».

Al día siguiente, llegó hacia las once y media de la mañana al Chastelet, donde frecuentemente habla sido un huésped bien acogido. Allí hablan celebrado el éxito del Libro Blanco sobre la Educación nacional en compañía de varios profesores de la Sorbona, y el del Libro Blanco sobre la Iglesia, en compañía de algunos prelados.

La fachada blanca, de un Napoleón III muy Luis XVI, había sido renovada. La grava del patio interior, rastrillada y regada, crujía deliciosamente bajo los neumáticos.

—Están todos en misa, señor Psar —indicó Madame Emilienne—. ¿Quiere esperarlos en el salón? ¿O desea que le sirva un pequeño aperitivo en el jardín?

De ordinario, Alexandr prefería el interior, pero aquel día sentía deseos de respirar a sus anchas. Se instaló bajo un parasol. El parque apenas tendría una hectárea, y los senderos habían sido dibujados a la inglesa, pare alargar las distancias y multiplicar los planos. Unos grandes árboles ascendían hacía el cielo con sus copas frondosas. Gorjeaban unos pájaros. Una bruma imperceptible tamizaba la luz. Alexandr habla depositado la cartera a sus pies y, de vez en cuando, la rozaba ligeramente con las puntas de sus zapatos. Los cubitos de hielo tintineaban en su vaso de vidrio.

De pronto, percibió ruido, y una retahíla de niños, seguidos por algunos adultos, se deslizó por una de las puertas-vidriera.

—¡Mi querido Psaaar! ¡Qué sorpresa! Se queda a comer con nosotros, naturalmente, ¿eh?

Fourveret sonreía con todos sus dientes; sus ojos seguían siendo vigilantes, sin embargo. Sacudió la mano de Alexandr, pero su invitación era claramente de las que conviene rechazar.

—No sé todavía qué haré. Necesito verle por un asunto urgente. Lamento muchísimo haberle perseguido hasta aquí.

—No tiene importancia —repuso Madame Fourveret, grande, delgada, con un no sé qué de cándidamente provincial en el aspecto—. Nos sentimos encantados todos de verle. ¿Conoce a mi hija, Madame Faubert? Y aquí tiene a mis hijos pequeños…

Los chicos llevaban unos nombres relativamente simples. Se les había educado tan bien que ni siquiera se sentían fastidiados por serlo.

Fingían la timidez justa, la que era necesaria. Alexandr evitó preguntarles qué hacían en el colegio, pero los saludó gravemente, mirando a cada uno de ellos a los ojos, y esto les complació. Quizá su mírala se detuvo sobre todo en Nicolás, un niño de cinco años, rubio, con loo cabellos cortos:

—¿Qué quieres ser cuando seas mayor, Nicolás?

Nicolás ceceaba todavía.

—Quiero ser agente de cambio, como papá.

Alexandr comentó, extrañado:

—Yo a tu edad decía que quería mandar un submarino.

Fourveret le asió por el codo.

—¿Un asunto urgente? Dígame que ha reflexionado, que renuncie a la publicación de ese…

—¿Quiere usted —propuso Alexandr— que paseemos un poco por el parque?

Experimentaba un vivo placer ante lo que iba a hacer ahora, y sin embargo no sabía muy bien cómo empezar. No la caridad, gracias al cielo, sino un savoir-vivrt que había modelado profundamente su naturaleza, se interponía: le daba vergüenza dejar aquel hombre a su merced; ni siquiera los perros muerden cuando la yugular les es ofrecida.

Caminaron por entre los bien cortados céspedes, un poco amarillentos por el verano. Zumbaban unas abejas. Sobre la terraza Emilienne ponía la mesa. Aquél sería un verdadero 15 de agosto en familia, con una misa; un abuelo; una abuelita; una comida al aire libre; el agua tintada con vino para los niños mayores, y una pequeña pelea a los postres, a propósito de una avispa cazada por uno de dios, empeñado en guillotinarla con su cuchillo.

Fourveret se detuvo, contemplando la escena por encima de un espado de césped; un sendero; un macizo de dalias; otro sendero. Los niños reñían sin acritud, tratando de averiguar dónde se sentaría cada uno. «No. Te digo que si se queda ese señor hay que adelantar un sitio». Una jovencita ayudaba solemnemente a Emilienne en la tarea de poner los cubiertos. Madame Fourveret y Madame Faubert, cada una con su vaso de oporto en la mano, charlaban animadamente.

—Tú dirás lo que quieras —insistía la madre—, pero lamento lo de las ropas de las comulgantes. No se hacía ningún mal a nadie, ¡y ya puedes imaginarte cómo hubiera estado Marie Caroline de bonita con todos esos encajes!

Madame Fourveret hablaba con voz fuerte, con la autoridad desesperada de los que no son oídos. Madame Faubert reía tiernamente.

—Mamá, jamás lograremos hacerte cambiar. Por otro lado, si cambiases yo sería la primera en sentirlo.

El rostro austero de Monsieur Fourveret se adaptó por efecto de una luz interior.

—He aquí algo hermoso —indicó en voz baja—: una familia cristiana.

A Alexandr no le hizo falta más va.

—Sí, eso es hermoso. Pero no siempre basta.

—No estoy seguro de comprenderle bien.

Se hablaban sin mirarse, los ojos siempre fijos en la graciosa y bucólica escena que se representaba bajo los parasoles.

—Hace unos treinta años —prosiguió Alexandr—, cierto número de personas de la ciudad, varías de las cuales pertenecían a familias cristianas, sufrieron algunas molestias por el hecho de haber participado en lo que se llamaron ballets rosa para unos, y ballets azules para otros. Se malograron varias carreras. Hubo algunos suicidios. Esos señores habían sido unos imprudentes. Sus pequeñas víctimas, o sus pequeños socios, llámelos como quiera, fueron interrogados; reconocieron a sus clientes y lo contaron todo: «Fue este señor quien me hizo esto; fue aquel señor quien me hizo aquello».

—Conozco la historia —repuso Fourveret, sonriendo siempre, derecho ante él.

—Poco tiempo después, fue fundada en Ville-d’Avray una casa de caridad. Tenía por fin recoger a los jóvenes huérfanos para darles una educación. Cosa curiosa: esta obra privada no captó la atención de las buenas almas inclinadas a la beneficencia, y sin embargo, cuando los huérfanos, ya adultos, abandonan la institución, lo hacen portadores de un peculio importante. Bien es cierto que esos conmovedores pequeños no permanecen del todo ociosos durante su estancia allí, y que además tienen una particularidad que los hace todavía más preciosos para sus protectores… ¿Ha oído usted hablar, Fourveret, de la Institución de los jóvenes huérfanos ciegos de Ville-d’Avray?

Fourveret se volvió hada Alexandr. Habló con un tono alterado. Había desaparecido la sonrisa sobre su rostro, una sonrisa llena de nobleza y humanidad.

—¿Por qué me cuenta esta historia atroz? Esos monstruos, innobles, quizá, son seguramente invulnerables, ya que nadie los ha visto jamás.

—¡Ah! Ahí está —dijo con ligereza Alexandr—. Sé bien que esos señores tienen seudónimos que les permiten comunicar con la dirección sin comprometerse, y llaves para entrar en la casa, y llegar hasta tal o cuál habitación numerada sin que nadie los vea… Pero Dios, mi querido Fourveret, Dios, como gusta usted decir, le ve en todas las circunstancias; sólo Él lo ve todo. Usted ya sabe, los aparatos fotográficos disimulados en los muros… Esto únicamente se da en el cine.

Alexandr hizo crujir uno de los cierres de su cartera.

—¿Le interesa a usted esto, Fourveret, las fotos pornográficas? En una de ellas hasta se ve el pequeño bastón blanco al pie de la cama.

El asunto de los huérfanos ciegos volvía al cabo de los quince años. ¿Había sido preciso que él Departamento se aferrara a la publicación de La Verdad Rusa para correr el riesgo de alertar a los beneficiarios?

Fourveret fijó de nuevo la vista en su mujer, en su hija, en sus pequeños, en trance de danzar su pequeño ballet de la Asunción al otro lado del césped y las dalias.

—¡Aquí eztán ya laz avizpaz! —exclamó Nicolás, empuñando él cuchillo de cortar el pan.

Fourveret tenía los labios como congelados. Debió de costarle mucho trabajo decir:

—El libro aparecerá en la fecha prevista.

—Y usted hará todo lo que haga falta para que sea un éxito —añadió Alexandr, recalcando las palabras—. De lo contrario, no garantizo nada.

—Haré todo lo que pueda.

Entonces, en la huesuda faz de Alexandr apareció una sonrisa:

—En ese caso, acepto complacido su invitación para comer en familia.

Por la tarde, Alexandr, siempre en su papel de ángel castigador, telefoneó a Objectifs. No había nadie allí. Estas vacaciones cada vez más frecuentes de los trabajadores intelectuales le exasperaban. «Al menos, allí se les obliga a ofrecer al partido los domingos de labor voluntaria». ¿Estaba Ballandar en Ramatuelle? ¿En Port-Grimaud, quizá? Fourveret lo habla visto en París tres días antes. Por otra parte, Ballandar era de una manera de ser que no le gustaba ausentarse en agosto, por esnobismo y por el gusto de las intrigas estivales. Una llamada telefónica a su domicilio. «Desde luego, Alexandr Psar, venga». Una reticencia en la voz, sin embargo. Ballandar habla leído La Verdad Rusa y temía que Alexandr hubiese caído en el campo de esos intocables (contagiosos) que son los extremistas de derecha.

Rué de Tournon. Un inmueble del siglo XVII, rehecho hasta dejarlo nuevo, con el gusto más agresivamente impecable. Piedras vistas en la escalera. Alfombras, Alexandr prescindió del ascensor: era bueno ejercitarse con la respiración; además, la pequeña cabina le producía accesos de claustrofobia. Hizo sonar el timbre ante una alta puerta de castaño moldurada, una buena imitación de otra antigua.

¡Cuántos jóvenes autores habrían estado allí, temblando, frente a aquellos batientes! ¡Cuántos, publicados o inéditos, habrían ido allí para representar la comedia, en ocasiones sincera, y a veces malhumorada, de la veneración! «¡Le admiro tanto, Monsieur Ballandar! Sudo tipo, ni siquiera me ha dado una palabra de recomendación para Grasset. Monsieur Ballandar, ¡es usted fabuloso! Nada, como si me hubieran quitado de en medio; ni siquiera me ha preguntado…». Ballandar era de esos hombres de los que se dice, equivocadamente, que promueven la lluvia y el buen tiempo en literatura. En realidad, la tronera de que era responsable, en cuanto a esa meteorología intelectual, era estrecha. Para conservar su autoridad, Ballandar se limitaba, se censuraba a cada instante: «No se puede decir esto. Esto no se puede hacer…». Habíase granjeado una reputación de hombre audaz, pero daba puntapiés tan sólo a los monigotes de nieve, hendía únicamente mosquiteros y solía acoger muy suavemente cuanto se le resistía. Aparentemente llegado a la cumbre del éxito, vivía sumido en la angustia, temiendo que Un-tal, casado con la sobrina de Un-tal-otro, o disponiendo de medios para ejercer presión sobre Un-tercero, se apoderara de la plaza que ocupaba, cosa que él, lo presentía sin querer confesárselo, sería fácil, ya que no poseía ningún talento particular, ya que no era más que una firma. También, procurándose una reputación de joven intelectual bien dispuesto con respecto a los más jóvenes que él (era Joven desde que dejara de ser niño, es decir, desde hacía sus buenos cuarenta años), poma mucho cuidado en escoger neófitos que no fueran de gran talento. Les sostenía en su primer libro; luego, ellos se hundían en las sombras, no haciendo competencia alguna a Ballandar, transformándose en inspectores de seguros, starlettes o profesores, o volviendo a estas ocupaciones si provenían de ellas. Era mejor así para todo el mundo. Piénsese en esto: si Ballandar hubiese perdido su plaza, ¿qué habría hecho? Un novelista fracasado puede todavía reconvertirse en la crítica, pero ¿qué puede hacer un crítico? Por lo demás, Ballandar no era más malvado que bueno: era prudente. Una carrera intelectual se parece a un ejercicio de esquí acuático: es preciso retener la empuñadura de la cuerda de arrastre el mayor tiempo posible.

Después de haber presionado con el índice el centro de un sol de cobre amarillo, Alexandr pensó que también él, en la época en que se tomaba por un escritor, hubiera podido presentarse allí, seguro de ser portador de una obra maestra, y de que un empujón de José Ballandar le habría hecho conocer y gustar por todos. Por suerte, había escapado a tal gama de humillaciones. Pero había vivido otra. Agente literario al principio de su carrera, había hecho antecámara aquí y allí: «Lea usted esto. Me lo agradecerá. ¿No quiere usted echar siquiera un vistazo al primer capítulo? Será un gran éxito, se lo aviso ante todo el mundo. ¿Sabe usted que el autor quemó viva a su primera mujer?». No le era desagradable presentarse ahora, con el caramillo encima, en la casa de uno de esos pontífices de la literatura, uno de esos galoneados de la intelligentsia; una pequeña melodía y Ballandar se pondría a bailar.

—Entre, entre.

Amable, amable, con un toque de superioridad y, claro, de prudencia. ¿Una charla con él a aquellas alturas, el 15 de agosto? Era sin duda para apelar a él con motivo de la decisión de Fourveret. Ahora bien, Fourveret tenía razón: La Verdad Rusa no podía tocarse, ni con guantes ni con pinzas.

Alexandr entró. Podía conseguir una satisfacción allí, inmediatamente; podía pedir a Ballandar que diera unas volteretas sobre la alfombra: Ballandar las darla. Pero a la hora de exigir había otras cosas mejores que las volteretas; había una demostración a llevar hasta el absurdo.

Alexandr preguntó, simplemente:

—¿Qué es para usted la literatura?

Ballandar, camisa con pañuelo al cuello de rigor, las caderas sabiamente aplanadas por un pantalón blanco de estilo norteamericano, elevó sus rubias cejas.

—¿La literatura? Pero venga. (Nada de contacto físico, el tono anglosajón). ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Un jugo de papaya? ¿Un batido? No irá usted a decirme que quiere whisky: ¡es de una vulgaridad! ¡Ah! Se me olvidaba el vodka, claro, con jugo de naranja, eso que los norteamericanos llaman «un destornillador». ¿No quiere «un destornillador»? ¿Whisky, verdaderamente? «Glenfiddich», no, al menos: lo tiene todo el mundo. ¿«Old Mortality», quizás? Usted dice: la literatura… Mi querido Alexandr Psar, me pone en un apuro. La literatura es un instantáneo de la revolución. Es esto, la literatura es revolucionaria en su esencia: Racine contra Corneille, Hugo contra Racine, Antiguos contra Modernos; quiero decir: Modernos contra Antiguos. ¿No cree usted?

—Hugo no estaba contra Racine. Ni los Modernos contra los Antiguos. Ellos intentaban, simplemente, hacerlo mejor.

—Bueno… Todo eso es lo mismo. La literatura —había dado con la fórmula— es el acto creador de una clase o de una generación que se afirma contra la que le precede.

—¿Dialéctica, pues?

—Todo no es malo en Marx.

—La dialéctica es de Engels.

—Tampoco es malo todo en Engels.

—Engels era un capitalista que jamás concedió a sus asalariados la menor reforma susceptible de facilitar su vida.

—Entonces es que usted hace fuego de cualquier madera, o no repara en medios. Tratándose de derribar a Engels, ¡se preocupa bruscamente del bienestar de los asalariados! ¡Qué bien encaja eso en usted!

Estaban sentados uno frente a otro, ante una pequeña mesa de malaquita, dentro de una habitación de vocación indeterminada: todos los cuartos eran salones, fumaderos y bibliotecas en casa de Ballandar, y todos se hallaban atestados de libros: los servicios de Prensa que él habla tenido la elegancia de no revender, y para los cuales habla hedió construir admirables estanterías en ébano de Macasar.

Alexandr miró a su alrededor. Nada de dudas; se encontraba en un templo, en un monumento, en uno de los raros puntos seguros de la literatura contemporánea. El historiador que se ocupara de la critica francesa en la segunda mitad del siglo XX, no podría dejar de mencionar a José Ballandar, dijera lo que dijera de ella. Ballandar vivía en gran parte de su pluma de oro (y de algunas inocentes operaciones de bolsa); Ballandar era recibido en todas partes (o casi todas), allí donde tenía interés en que le acogieran; los otros periodistas evocaban el nombre de Ballandar, inevitablemente, con respeto u horror, lo que viene a ser lo mismo; en la república de las letras, Ballandar tenía una posición casi oficial: cuando un puesto de crítico de corte —igual que los tienen un poeta de corte— habla sido previsto en el presupuesto, aquél era ocupado por Ballandar. Y todo en este templo reclamaba lo contento que debía de estar monseñor de sí mismo: los biombos chinos; los lienzos de pequeños maestros impresionistas; los kakemonos y acondicionadores invisibles; las luces indirectas mandadas al fondo de las vitrinas por reostatos y la platería inglesa del siglo XVIII, las alfombras del Cáucaso y el buró de Jacob.

—Tiene usted —observó Alexandr— un hermoso apartamento.

—No hay más remedio que anidar en alguna parte. En tanto que el sitio no nos repugne…

La mirada de Ballandar cayó sobre la pared que habla consagrado a un pequeño museo del arte contemporáneo. Los lienzos no le habían costado mucho, pero era imposible saber qué valdrían veinte años más tarde, esto le inquietaba. ¿Fortunas, quizá? Si no era así, ¡qué desconsuelo!

—Así pues —dijo para cambiar de conversación—, usted también es del grupo de la gente de agosto.

—Estoy obligado a ella Llevo entre manos ese importante libro que ha de aparecer a la vuelta de las vacaciones.

—Yo creía que Fourveret…

—Ha cambiado de opinión. Tiene la intención de echar toda la carne en el asador, como curiosamente se dice. ¿Qué carne? ¿En qué asados? En fin, son las expresiones del lenguaje coloquial.

Ballandar se mostró inquieto. Era un aprovechador de oportunidades profesional. Aprovechaba simultáneamente varias, con destinos diferentes, procurando que no estuviesen demasiado distanciadas. Conocía a Fourveret: era un fino zorro, que se habla apostado en la misma aspillera que él. Los dos sabían que publicar o aplaudir una obra «imposible» era el suicidio, pero también que pasar por alto una obra «importante» significaba la desesperación.

—¿Le ha dicho Fourveret que yo había echado un vistazo…? La mitad de un vistazo, más bien.

—Me lo ha dicho.

—Escuche, Alexandr Psar: debe intentar comprenderme. Usted y yo nos estimamos mucho, pero no procedemos de la misma fuente. Yo tiendo cada vez más a pensar que nadie es responsable de sus antecedentes, y yo no le echo en cara los suyos. De todos modos, se está condicionado por ello. Usted vino al mundo con unos lazos que no le envidio; yo nací revolucionario, y nada puedo contra eso. Mi padre era banquero, es cierto, de una Banca de menor cuantía, volteriano, además, y anticlerical… (En el Vésinet se le denominaba el Banquero Rojo). Luego… Se es como se nace, ¿no cree? Yo he tenido a bien, en ciertos casos, rebelarme contra los excesos de la izquierda; lo he hecho recientemente, cuando un autor se aplicó a la tarea de demostrar que la Revolución rusa hubiera podido ser impedida por Stolipin, quien al lado de Lenin, de Hitler era un mozuelo… Vamos, ¿qué quiere usted?, es algo físico…

—¿Sangra su corazón?

—¿Mi…? ¡Ah, no! Ese es Fourveret. Los editores tienen sus propios imperativos: han de vender. No, yo…

—Usted ve rojo.

Alexandr hubiera podido abrir su cartera de mano negra, sacar la hoja, ponerla sobre la malaquita, e irse. Adoptó un aire contrito:

—En suma, ¿piensa usted verdaderamente, Ballandar, que sería mejor abstenerse?

—Fourveret sabe lo que se hace. Desde hace treinta años, desde que dirige las «Ediciones Lux», ha sabido darles un tono, un vigor… Además, moralmente es irreprochable. Pero, en fin, me sorprende…

—¿Qué le parece a usted, exactamente. La Verdad Rusa?

—Me parece… En primer lugar, usted me perdonará, es mi especialidad, me parece… mal escrita. Eso es: mal escrita. Repare en que puede tratarse de la traducción. Todas esas parábolas, esos leitmotivs… Naturalmente, yo desbordo simpatía por ese desdichado en su asilo, y si es verdad que disparó sobre Breznev hay que reconocer que es un hombre arrojado… En fin, ser desdichado es una cosa, tener valor físico es otra; ser escritor es una cuestión tercera. Nadie ha defendido más que yo a los disidentes, pero no hay más remedio que reconocer que hay entre ellos nulidades literarias notorias, personas que han sido aclamadas por malas razones. Si cada mártir cristiano hubiese compuesto un libro compendio de todas sus dificultades, habríamos terminado por disponer de un florilegio del tipo colección de las obras completas de todos los premios Nobel, ¿no cree?

—¿Usted nos aconseja, pues…?

—Usted es un amigo; también Fourveret lo es. Estimo honradamente que la publicación de un ensayo de esa clase… Sé que ha tenido ya gastos, pero en su lugar… A menos que el olfato de Fourveret…

Alexandr se puso en pie.

—Sí —dijo—, tiene usted un hermosísimo apartamento. ¿Sabe a quién perteneció con anterioridad?

Un ángel voló, o, como dicen los rusos, más experimentados, un policía nació.

—No tengo la menor idea. Vivo aquí hace tanto tiempo…

Alexandr fue a la ventana, y contempló la perspectiva surrealista de la rué de Toumon. Sentía que detestaba a Ballandar. ¿Por qué? ¿Porque era un revolucionario? Esto hubiera sido comprensible, aunque paradójico. Pero Ballandar no era un revolucionario. ¿Porque era un burgués? Esto hubiese resultado doblemente comprensible. Pero Ballandar no era un verdadero burgués ya; no es burgués quien quiere, ni deja de serlo porque si pese a lo poco inclinado que era Alexandr a la introspección, experimentó la necesidad de explicarse esta corriente de odio que parecía ascender por su esófago. «Detesto a Ballandar porque no es nada». Era cierto. Este hombre que pasaba por ser un creador de opiniones no poseía una sola opinión propia. Gibelino entre los gibelinos y güelfo entre los güelfos, había sido colaborador bajo la ocupación y, a la liberación, resistente. Luego, habíase acantonado en la oposición, pero porque los intelectuales, en Francia, no tienen posibilidad de escoger; incluso cuando sus amigos se encuentran en el poder, se ven obligados a vilipendiar a la autoridad so pena de pasar por vendidos, y nadie se había ocupado de comprar a Ballandar. «Nadie —había escrito— puede dudar de mi valor: yo siempre he desafiado a la Gran Bestia». Y, en efecto, nadie dudaba de eso. Pero él no había desafiado jamás a aquélla, solamente se había dedicado a hacerla rabiar hostigándola a través de los barrotes. En otro país o en otra época, Ballandar habría sido el sostén titular de no importa qué régimen. «No es un hombre —pensó Alexandr—, es un hueco en lo continuo. Y yo soy como la Naturaleza: siento horror ante el vado». Era verdad: él no experimentaba ninguna hostilidad hacia todo lo que estaba construido, hacia todo lo que daba su peso, aun en el caso de que se tratara de una construcción o de un peso adversos. Pero Ballandar y sus semejantes eran invertebrados, desprovistos de toda fe, de todo objetivo, ligados exclusivamente a su personal bienestar, y conspirando, sin embargo, para perderlo, porque era la moda. «Comprendo el egoísmo de los barones saqueadores, de los explotadores industriales, de los colonos que se lucran a costa del prójimo; comprendo la revuelta de los oprimidos, concibo que no aspiren más que a una cosa: a convertirse en opresores a su vez; acepto el Terror, y el Contra-Terror; en rigor, soy hasta capaz de admirar que se escoja, por el contrario, la derrota-victoria del martirio, y no el oportunismo tímido de la más baja de las mediocridades…».

Alexandr volvió a la mesa de malaquita, puso la cartera encima e hizo funcionar los cierres, sonoros.

—A propósito de estilo, José Ballandar, quisiera que echase un vistazo a esta muestra del arte epistolar. Ya me dirá lo que piensa.

Tratábase de la fotocopia de una carta manuscrita.

París, 2 de enero de 1942

Señores:

Deseoso de participar en el saneamiento de la nación francesa, les señalo que Aronson Léon, quien ha hecho circular el rumor de que había partido para América, se oculta en realidad en una de tas habitaciones de su inmenso apartamento, del número 218 de la rué de Tournon, tercer piso. La entrada a esa habitación se halla tapada por un armario. Sé esto porque mi padre, que acaba de fallecer, era el portero de dicho inmueble Quedo a su disposición para facilitar toda información complementaria, y les ruego, señores, acepten él testimonio de mi consideración más distinguida.

Joseph Ballandar,

4, rué Jean-Jaurés,

París XX

Ballandar masculló:

—Es una falsificación.

Alexandr se le había acercado para tomar asiento a su lado, en su tumbona Directorio.

—A mí —dijo—, me parece el estilo un poco bajo. Pero la ortografía es ya excelente. Por otro lado, tuvo usted el buen gusto de esperar a la muerte de su señor padre; fue un gesto elegante, por su parte.