III. UNA JORNADA DE ALEXANDR DMITRICH

Durante treinta años, día por día, tras su reclutamiento sobre las torres de Notre Dame, Alexandr Psar se despertó en el apartamento que ocupaba en el piso undécimo de un inmueble de calidad, en Suresnes. No había recobrado del todo su consciencia, cuando ya una intuición le asaltaba:

—Hoy empiezo a volver.

La habitación era vasta; un cortinaje daba ritmo con sus pliegues a un muro entero que era un panel de vidrio, el cual se hundía en una moqueta sedosa al contacto con los dedos de los pies; la armonía de los azules sordos y los beiges mudos revelaba a un decorador del cual uno podía fiarse. No muchas más cosas en la habitación que en el salón al cual daba aquélla, donde no se encontraba ninguno de esos rasgos de personalidad que indican que si bien el decorador propone, es el habitante el que dispone. Incluso en el cuarto de baño, los jabones sin espuma, los cepillos sin pelos humanos, la máquina de afeitar eléctrica, igualmente limpia de éstos, se alineaban sin delatar nada de su propietario, sólo que era un hombre ordenado, que disponía de ciertos medios. Paralelamente podía hablarse de los libros del salón: la colección completa y jamás ojeada de la Pléyade. Un solo objeto escapaba a esta trivialidad de buen tono, y éste fue el primero sobre el cual Alexandr fijó la mirada al despertarse: era un gran juego de ajedrez electrónico, dotado de piezas en madera preciosa, cuyo indicador luminoso, rojo, se encendía y apagaba a intervalos largamente espaciados.

—¿No has dado todavía con la solución?

Alexandr se dirigía en ruso al compañero de sus noches.

Se levantó.

Su decisión estaba tomada desde siempre; no tenía ninguna intención de cambiarla. No es fácil para un hombre de cuarenta y nueve años transformar su vida de un día para otro, a no ser en los detalles. Allí no encontraría el bienestar, las facilidades de ahora, no ya en lo material, en cuyo aspecto se vería, por el contrario, abundantemente provisto, sino en esas comodidades que se derivan de la familiaridad y el dominio. Perdería su sastre, que tanto era de su agrado —efectivamente, ¿había sastres allí?—, y debería hacerse con otro vehículo a causa de las piezas de recambio. El cañamazo de relaciones que había anudado pacientemente en el curso de los años desaparecería como una tela de araña bajo una escoba abatida de golpe; habría de anudar otras con hombres de una especie diferente, con los que no tendría ya más la agradable misión de engañar. Cierta independencia habría terminado, puesto que siempre le habían dejado tanta cuerda como quisiera, y ahora iba a ser él quien pidiera que le halaran, y en consecuencia que se le acortara aquélla. Ni siquiera sabía cómo soportaría el clima. Pero todo esto no era nada comparado con lo esencial, y lo esencial era ahora realizar lo que, treinta años antes, había decidido hacer.

Mientras se afeitaba volvió a pensar en la extraña escena que se había desarrollado en las alturas de Notre Dame, entre el deslumbramiento y las polvaredas de aquel mes de junio, que había sido excepcionalmente caluroso. No se podía decir otro tanto de éste.

Al salir del cuarto de baño, el ordenador anunció, cesando en sus guiños, que había encontrado, por fin, la jugada.

—F6: precisamente lo que me imaginaba.

Alexandr había dado con la respuesta en la víspera, por la noche, y actuó inmediatamente.

—Dispondrás de toda la jornada para reflexionar.

Descendió hasta las hormigonadas entrañas del inmueble: el garaje. Le tenía cariño a su «Omega» de color heces de vino, adquirido recientemente, por simbolismo humorístico, para hacer juego con el «Alpha» que se había comprado veinticinco años antes. Por entonces, el «Alpha» había sido una ocasión; ahora, el «Omega» casi ronroneaba en sus enguantadas manos, y no había sido tampoco una locura.

Se estacionó por un instante en un paso claveteado y bajó el cristal. La vendedora, que lo conocía, le tendió L’Impartial. Encontraría los otros periódicos de la mañana en la oficina, pero aquél pertenecía a su «orquesta», y le gustaba recorrer con la vista sus páginas en los embotellamientos. Mientras iba avanzando, buscó con la mano derecha la página literaria. L’Impartial no había publicado ningún artículo todavía sobre el Dictionnaire des dictadures, y Alexandr, que había sacado la obra en las «Ediciones Lux», habíase tomado la molestia de llamar al redactor jefe:

—Las elecciones han terminado, las vacaciones van a comenzar, Jean-Xavier, ¡es el último momento! No es en Saint-Tropez donde la gente va a leer algo tan seriamente documentado. Señalará usted, además, que el Dictionnaire cae exactamente dentro de su línea: entonces…

Jean-Xavier de Monthignies gustaba de presentarse como hombre de la izquierda; dirigía un periódico que pasaba por una publicación de derechas: su línea era fuertemente zigzagueante.

—¿Cómo concilia usted todo eso? —se le preguntaba.

Y él respondía, soberbio:

—Yo no concilio; yo reconcilio.

Creía en ello. Casi.

A los reproches de Psar había respondido, suspirando:

—Sé lo que usted quiere decir. Usted y yo llevamos encima el peso de un pasado agobiante.

Esto significaba: usted acaba de propinarme un golpe bajo al hablar de mi línea. Usted es, lo mismo que yo, un vástago de las clases explotadoras.

Jean-Xavier de Monthignies se habría sentido afligido de ser olvidado que él era un vástago de las clases explotadoras.

Pero había empeñado su palabra, y sus promesas, para tratarse de un redactor jefe las mantenía bien. Le Dictionnaire des dictadures, a modo de compensación por el retraso, había tenido derecho a un bajo de página completo. «Formulación inédita —escribía Hugues Minquin, periodista joven y grave—. En su discurso de presentación, el autor codifica los parámetros de los regímenes dictatoriales. Ejemplos: adhesión del jurídico al ejecutivo, monopartidismo, discriminaciones diversas, aplicaciones de presiones físicas en el curso del interrogatorio, jurisprudencia concerniente a los delitos de opinión. Luego, establece el catálogo de treinta y tres naciones a las cuales, según él, puede serles colocada la etiqueta de “dictadura”, y se inclina sobre ellas desde el punto dé vista de secciones predeterminadas. Nadie está obligado a compartir sus opciones, pero es imposible no proclamar una objetividad minuciosa. En efecto, todos los regímenes incriminados tienen derecho al mismo número de páginas (lo sé, las he contado). Con este motivo, hemos de reconocer por fuerza que a la URSS se le dicen las verdades del barquero…».

Una leve sonrisa asomó al gran rostro caballuno de Alexandr Psar, sombreado por una cabellera que viraba al castaño, y no al gris, y que se anillaba con la frondosidad de los Febos de la buena época. Lo admirable, en su oficio de ilusionista, era que jamás faltaban seudoilusionistas encantados de tomar el relevo. Sinceros, además, por inverosímil que esto pudiera parecer. El autor del Dictionnaire creía haber dado una prueba de objetividad al dedicar tanta atención a la «base material y técnica del comunismo» —habitantes: 240 millones; objetivo proclamado: imponer su doctrina al Universo— como al Paraguay —habitantes: 3 millones; objetivo: sobrevivir. Y Minquin, naturalmente, había caído en la trampa. Verdaderamente, no había más que dejar hacer a los Minquin. Iakov Moisseich no habría dejado de citar a Sun Tzu: «Sacar partido de la situación como cuando se hace rodar una pelota a lo largo de una pendiente abrupta; la fuerza aportada es mínima, y los resultados incalculables».

«¡Hombre! —pensó Alexandr, con un placer apenas condescendente—. Volveré a ver a Pitman, al afectuoso, al astuto Pitman».

Un calor se despertó en su corazón, que desde hacía tantos años mantenía en hibernación.

Iba hojeando L’Impartial puesto a su lado, arrugando las páginas y dándoles luego golpecitos para aplanarlas, cuando su mirada se sentía atraída por unos titulares. Pero, espontáneamente, filtraba éstos. Lo que le divertía, sobre todo, era localizar el trabajo de sus compañeros de equipo, que no conocía, que no conocería jamás, sin duda, pues su martingala común los ponía al abrigo de todo riesgo, y siendo franceses, ellos no tendrían ninguna razón para pedir el «regreso». Hoy no reparó en elementos de influencia «primarios»; en cuanto a los «secundarios» y «terciarios», es decir, los pasados por las «cajas de resonancia», no los había apenas, cosa que destruía lo excitante.

Sin embargo, un entrefilete retuvo su atención. Una nueva página de una obra, titulada La Verdad rusa, había llegado a las ediciones «La Mouette», de Roma. El autor presumía de haber sido el preso de la celda 000 en el hospital especial de Leningrado, asilo psiquiátrico frecuentemente utilizado para meter en cintura a los librepensadores. El anonimato del escritor, las circunstancias misteriosas en que las raras hojas arrancadas a su manuscrito llegaban a Occidente e incluso el tenedor de tales hojas —se hubiera podido hablar de fábulas orientales—, habían excitado el interés de la Prensa, hasta el punto de que Máscara de Hierro, como se le había apodado, habíase convertido, si no en un autor de moda, sí, al menos, en un captador de lectores, casi. Es preciso decir que había en el destino de este hombre sin nombre y sin rostro, preso entre los enfermos mentales, sometido, sin duda, a pretendidos cuidados, equivalentes a torturas, todo el terror y toda la piedad inseparables no solamente de la tragedia clásica, sino también del melodrama posromántico contemporáneo. Alexandr, es verdad, se interesaba por Máscara de Hierro por razones más profesionales que sentimentales. Se preguntaba:

—¿Viene esto de nuestro Directorio? Entonces, ¿cuál es el objetivo de la operación?

Desgraciadamente, L’Impartial no daba el texto del último mensaje; se sabía solamente que se refería su tema a una campana castigada (sic).

La oficina de Alexandr Psar estaba situada en rué Vemeuil, y el importe del arriendo le daba derecho a una plaza de garaje abierto en el patio del viejo hotel noble, que había sido dividido en secciones diversas. A Alexandr apenas le agradaba la orilla izquierda, demasiado mal unida, manifiestamente, con lo intelectual y lo comercial, pero encontraba placentero subir por la escalera de fines del siglo XVII, que, desarrollando peldaños casi imperceptibles, le elevaba, le transportaba, hubiérase dicho, hasta su piso, el primero sobre el entresuelo.

Marguerite estaba ya allí, con seguridad, en el más amplio de los dos despachos, aquel que, con sus paneles gris Trianón, algunos de los cuales no eran de época, sus postigos interiores, deformados por el tiempo, su parquet magnífico y poco firme, tenía una suntuosidad deteriorada del mejor gusto.

Marguerite tenía cuarenta años; se había pasado la mitad de su vida en la agencia. Alexandr se acordaba, horrorizado, de las secretarias ineptas que se habían sucedido durante los primeros años, cuando la agencia se llamaba todavía «Las Cuatro Verdades» y ocupaba dos habitaciones en el bulevar Beaumarchais. Él había creído fracasar por entonces, no en su misión —la intelligentsia parisina se lanzaba sobre sus cebos como un banco de pirañas hambrientas sobre unas migajas de carne—, sino financieramente. Pitman se aferraba a que la empresa tuviera beneficios; ahora bien, Alexandr sentía, por cuanto representase la faceta económica y de aprovisionamientos un desprecio absolutamente militar. Entonces, Pitman tuvo un rasgo de genio:

—Usted cree que esto no ha de administrarse. ¿Es que piensa lo mismo con respecto a una compañía, a un cazatorpedero?

Y Alexandr había terminado por dedicar el esfuerzo necesario para administrar una operación económicamente fructuosa, llegando incluso a hallar placer en ello. La llegada de Marguerite había coincidido con tal rectificación, a lo cual se había añadido el traslado a un barrio literario y la transformación de «Las Cuatro Verdades» en Agencia literaria Alexandr Psar, cosa que lo hacía más serio.

—¿Marcha todo bien, Marguerite?

—Buenos días, señor.

Ella se encontraba siempre de pie al entrar él, y le sonreía con deferencia.

—El correo no ha llegado todavía. Ha tenido usted una llamada telefónica de Monsieur De Monthignies. Quería saber si estaba usted contento.

—Tenga la amabilidad de recordármelo.

Pasó a su propio despacho, de forma más alargada, más estrecho que el primero. Alexandr había hecho rascar los artesonados tan bien, que los paneles originales, una sucesión rítmica de formas rectangulares y ovales, aparecían con el cálido y rosado esplendor de la madera natural. Sobre las molduras de las comisas —óvalos con florones—, se distinguían todavía los golpes de un cincel que un obrero había manejado un poco apresuradamente tres siglos antes.

Alexandr arrojó su gruesa cartera sobre la mesa Imperio, y colocó encima sus guantes. Pronto abandonaría aquel escenario, en el cual vivía tan satisfecho, en el que tantas veces se negara a dejarse engañar.

Su primera mirada fue para el icono que había colgado, no en un rincón, como se hace esto, sino de plano contra un muro, para rebajarlo. Era un Salvador rojo, revestido con una hoja de plata dorada.

—Tú no tienes más que ayudamos un poco —le dijo Alexandr.

Su plegaria de la mañana.

Se acomodó en su sillón de cuero inglés. Sabía que al estilo de aquella pieza le faltaba unidad, y encontraba placer en ello. El diván, también en cuero rojo; las tulipas y las dobles cortinas, de un verde profundo; la biblioteca de caoba; la alfombra caucásica, que ocultaba las imperfecciones del parqué; el par de canglares cherqueses en el muro, uno grande y otro pequeño, todo esto le hacía pensar en el gabinete de trabajo que su padre habría tenido en la calle Kavalegardskaia, si…

Consultó el carnet de citas.

10h.30: Mademoiselle Joséphine Petit (Psicoanálisis del terror).

11h.30: Sr. Alexis Lewitzki, disidente. (Una idea. Se ha negado a facilitar precisiones).

13h.00: Almuerzo en A la Ville de Petrograd, por invitación, aceptada por usted, del señor «Divo».

15h.30: Sesión de cine. Topaz, en el Cinéac.

Usted ha dicho que pasaría de nuevo al fin de la jornada.

Un vistazo a su reloj, y abrió su carpeta de la firma. Leyó atentamente y firmó las dos cartas que allí se encontraban. Después, divisó la epístola manuscrita que estaba desde hacía unos días en la canasta etiquetada «CONTESTAR». Puso su dictáfono en marcha.

—Al señor Valerii… —atención a la ortografía, Marguerite, compruebe con el original— Miagkoserdechnii. Fecha: la de hoy. Señor. La obra Los Decembristas, coma, redactada en lengua rusa, coma, que ha tenido la buena idea de someterme, me ha interesado vivamente, no; nada de vivamente. Interesado. Párrafo aparte. Creo que no encaja en la colección «El Libro Blanco», a la cual usted alude, y que está orientada hacia las cuestiones de actualidad. En cambio, me parece, coma, a primera vista, coma, que podría figurar eventualmente en la colección «Génesis de las Revoluciones», del mismo editor. Punto. Usted sabe que yo dirijo, no, que yo… que yo… oriento, no, que tengo a veces una opinión propia, sí, es esto, que tengo a veces una opinión propia sobre las obras publicadas en esas dos colecciones. Párrafo aparte. Deploro simplemente que se haya aplicado a presentar a los héroes de la revolución de Diciembre —¡qué le vamos a hacer!, ponga Diciembre con mayúscula— bajo una luz sombría. Si bien es verdad, como usted afirma, que dieron pruebas de gran vileza en la prisión y en el exilio, coma, si bien parece ser, por otro lado, que la ambición personal jugó un gran papel en la inspiración de algunos de ellos, quizá fuera más digno no insistir en esos aspectos menos brillantes de una empresa que, a fin de cuentas, suscitó tantas simpatías al gran público. Párrafo aparte. Por otra parte, tal vez fuera necesario subrayar más los abusos que esos jóvenes se proponían corregir, y no volver con tanta pesadez sobre su incompetencia, que no modifica la nobleza de su proyecto, ni sobre el hecho de que no pensaron en liberar a sus propios siervos, lo que, como usted reconocerá, queda fuera del asunto. Párrafo aparte. En fin, me parece que la represión —cinco ejecuciones capitales, por la horca, sin signos de exclamación— se prestaría a un desarrollo más dramático. Sería bueno también, hacer resaltar el afecto de las mujeres que han pedido seguir a sus maridos cuando la deportación. Las condiciones, comodidades, número de domésticos, etcétera, no afectan en nada al caso. Párrafo aparte. Así pues, le reenvío su manuscrito, esperando encontrármelo pronto encima de mi mesa. Sírvase aceptar…

El teléfono zumbó con insistencia.

—Señor: tiene usted a De Monthignies al habla.

—Bien. Cuando haya terminado —Alexandr consultó su reloj; consultaba su reloj a cada paso—, llamará a Madame Bolsse.

Como de costumbre, el grueso Monthignies estaba angustiado:

—Entonces, ¿le va bien eso? Hice lo que pude, ¿eh? Yo intento complacer a todo el mundo, ¿eh?

Era cierto.

—Por lo demás, yo mismo he echado un vistazo a su libraco. Es horrible, ¿eh? El garrote en España; los emparedamientos en Ursa. Vivimos una época terrible.

—Comparto su sufrimiento, Jean-Xavier. Esto irá mejor cuando dentro de un mes estemos en R.

—Usted quizá, ya que el problema del hambre en el mundo no le inquieta. De cada tres hombres, Alexandr, perecen dos por no tener nada que echarse a la boca. A mí, ¿qué quiere que le diga?, esto no me deja vivir.

—No exageremos. Eso le frena, todo lo más.

—Escuche: usted es un cosaco, un reaccionario nato. No es quizá culpa suya que carezca de corazón, pero nosotros…

—Jean-Xavier, le doy las gracias desde el fondo de este corazón que no reservo para el periódico. Hugues Minquin se ha desenvuelto bien. Me gustó, sobre todo, el pasaje sobre los hospitales político-psiquiátricos.

—Usted, con seguridad, sólo piensa en la tiranía soviética. Existen otras, ¿no? Y Minquin es perfectamente objetivo.

La conversación finalizó con la promesa mutua de comer juntos antes de las vacaciones, una tarea más.

—Me agradará mucho —indicó Alexandr— que se haga acompañar de Minquin.

Hugues Minquin podría ser cómodamente reclutado, a sus espaldas, naturalmente, entre las «cajas de resonancia» habituales.

Marguerite anunció, en un tono de despego:

—El teléfono está sonando en casa de Madame Boisse.

La chabacanería que representaba hacer llamar a una querida por una secretaria era calculada. Alexandr no ponía en duda la discreción de Marguerite, pero le habían enseñado a cuidar sus coberturas y él tenía tendencia a perfilarlas. Si su aparato estaba conectado a una mesa de escucha, tanto mejor; pero si no lo estaba, Marguerite sabría al menos que él tenía esta noche una cita ilegítima, así pues, inocente.

—¿Jessica?

—¿Es usted?

Una voz de fumadora. Había ahí un ligero error profesional de Pitman.

—¿Está usted bien?

—Muy bien. Me duele la cabeza, tengo una garganta de madera… ¿Se ríe, bruto? Es usted el culpable, sin embargo.

—¡No soy yo siempre quien la hace beber!

—Sí.

—Hoy hace diez días que no la veo.

—Exactamente, y yo ahogo mis frustraciones en el alcohol.

—No seguirá frustrada por mucho tiempo. ¿Puedo pasar por ahí esta noche?

—Los deseos de mi señor son órdenes.

Vodkearemos. Nada como eso para que se le pase lo que tiene. Esto se llama opokhmelitsia.

—¡Qué lengua! ¡Pertenecer a una raza que ha inventado el ruso y el knout[3]!

—Escucha, Jessica, no estarás seriamente enferma, ¿verdad?

Esta brusca inquietud, aquel tuteo, escapado como por descuido…

—Tranquilícese, esta noche me encontraré en mi mejor forma.

Alexandr colgó. Ya estaba dado el primer paso hacia el Este; el dedo habla tocado el engranaje. Nada de irremediable, en apariencia, pero, en realidad, el procedimiento —y el proceso— habla sido puesto en funcionamiento.

—Me llevaré los canglares.

Marguerite le llevó los periódicos. Algo pesada de busto y de caderas, se movía, sin embargo, con una gracia que cualquier hombre que no fuese su jefe habría observado. Y la mujer vestía bien: vestidos color oro viejo, azul oscuro, de caída armoniosa, conjuntos de tono granate, de calidad, blusas de un clasicismo tolerante, faldas de franela gris, todas ellas prendas adquiridas con acierto, o quizá, ¡quién sabe!, cortadas por un modista (Alexandr le pagaba un salario bastante confortable para poder hacerlo), y sobre todo, gracias a Dios, nunca usaba pantalones.

Mademoiselle Petit se ha presentado con alguna anticipación.

—¿Cómo es ella?

—Mmm… Tiene veintisiete años. Y el aire de saber lo que quiere.

Alexandr atrajo hacia él una gruesa carpeta de cartón azul, sobre la cual se leía, en letras mayúsculas rojas: Psicoanálisis del terror. Un manuscrito demasiado cuidado indica un autor que juega a creer que es un libro publicado; un manuscrito ilegible, que el autor se tiene por un genio reconocido. Joséphine Petit no había caído en ninguno de esos dos errores, y había hecho sus tachaduras con una punta de fieltro tan gruesa que no había medio de leer la versión original. La primera página comenzaba así:

«Existe el terror que se experimenta y el que se impone. Son indisolubles, pero no deben ser confundidos. El terror impuesto puede provenir de lo alto, es decir, de un gobierno despótico, o de abajo, es decir, de aquellos que son llamados terroristas. Son dos especies distintas de terror. El terror experimentado puede reinar abajo, como en un régimen totalitario; puede también reinar arriba, como en un régimen liberal decadente…».

Alexandr se había sentido seducido y molesto, a la vez, por esta claridad de pensamiento y exposición, por esta manera de asumir los lugares comunes para pasarlos por alto. Seducido como aficionado a la literatura; molesto como profesional de la influencia. La prestidigitación, que era su oficio, se acomodaba mejor a la confusión y al galimatías. Él mismo había escrito, en una de sus primeras informaciones, cuando se tomaba por un teórico ya, porque todavía no se había convertido en ejecutante: «Se me ha enseñado que para atentar contra la libertad, es necesario atentar contra el pensamiento, pero yo iré más lejos: para atacar al pensamiento, es bueno atacar la lengua. En efecto, pese a los golpes de ariete de los medios de comunicación social, el pensamiento, en el peor de los casos, permanece al abrigo en el castillo fuerte de la inteligencia individual, en tanto que la lengua, siendo común a todo el mundo, se expone, por así decirlo, en campo abierto. Ahora bien, si el pensamiento no encuentra ya, para expresarse, el exutorio de una lengua suficientemente rigurosa y articulada, se asfixia y perece. Procede, pues, que favorezcamos por todos los medios la corrupción de las lenguas-blancos, que conducirá inevitablemente a la corrupción de los pensamientos-blancos. Para esto debemos ejercer un dominio lo más estrecho posible, de una parte los medios en que se escribe, de otro lado sobre los de la enseñanza». Y había concluido, con un gusto juvenil por la fórmula que impresiona: «Cuando nuestros adversarios hayan olvidado la ortografía, sabremos que la victoria está próxima».

Sin embargo, pese a la lengua límpida de Mademoiselle Petit, Alexandr se dijo que Psicoanálisis del terror podía ejercer una buena influencia sobre el público. Como en el Diccionario de las dictaduras, se había sacado provecho del procedimiento de las «partes iguales». Mademoiselle Petit era un espíritu liberal, al cual el principio del terror repugnaba en todas sus formas: tratando de dar variación a sus ejemplos, había diluido geográfica y políticamente su indignación: Resultado: un puñado de coroneles griegos que habían gobernado durante seis años parecían ser tan peligrosos como un partido internacional que contaba millones de hombres y que se había encaramado al poder en Rusia desde hacía sesenta años, diez veces más de tiempo que aquéllos. Otra cosa: los títulos que contenían la palabra «terror» se vendían bien, y Alexandr no daba de lado los beneficios de ese orden. Había un punto sobre el cual él debía exigir una modificación: las directrices del Departamento eran formales a este respecto, pero él no preveía ninguna resistencia; con todas sus baladronadas, los autores sólo deseaban verdaderamente una cosa: verse publicados. Un extraño exhibicionismo. Alexandr se acordó, con un escalofrío de disgusto, de que él también, en otro tiempo, había deseado ser un hombre público: ¡qué vulgaridad!

—Buenos días, señorita. Es señorita, ¿verdad?

Era muy pequeña, apenas más alta que una enana. Tenía los cabellos morenos, cortos, lisos, un rostro menudo y cuadrado, anchas las aletas de la nariz, la boca trazada con una firmeza que no excluía la finura; la piel parecía basta, lo cual encontraba Alexandr, siempre, desagradable; bajo las espesas cejas, de ásperos pelos, unos ojos negros miraban el mundo con una inteligencia sin compromiso. Mademoiselle Petit iba curiosamente vestida —curiosamente para Alexandr—: lucía una blusa de encaje y una larga y estirada falda en tela de pantalón vaquero que batía sus tobillos, cubiertos por unos calcetines azules.

Él se había levantado, tendiéndole la mano; Alexandr emitía como una irradiación deliberada de simpatía y esperanza: «Estamos hechos para entendernos». Ella miraba sin sonreír a aquel hombre fatal, que podía decidir si iba a pertenecer a esta especie aparte: los escritores que publican.

—¿Es su primera obra?

Habla recibido a muchos de estos debutantes, de uno y otro sexo y de todos los caracteres: los arrogantes; los suplicantes; los campechanos; los encorbatados; los sin corbata; los que dan una impresión de seguridad o de timidez; aquellos que proponen su renuncia a los derechos de autor; los que no se niegan a nada; los que tienen amigos académicos; los que no han comido nada en tres días; los locos, con seguridad, y también los que imponen confianza al primer contacto porque saben qué esperan de uno y lo que uno espera de ellos.

—Sí.

—¿Puedo preguntarle por qué se ha dirigido a un agente literario y no ha recurrido directamente a un editor?

—Yo no sabía que fuese usted agente. Me dirigí al director de «El Libro Blanco».

A él le gustaba conocer estos detalles, y, una vez adoptada una resolución, no quería que surgiese nada capaz de alterar su proceder. Por un instante, se preguntó:

«¿Qué harán con la agencia? ¿Me encontrarán un sustituto o la liquidarán?».

Se había vuelto a sentar. Levantóse de nuevo, el porte joven, seguro de sus músculos y de su cerebro.

—¡Ah! ¡«El Libro Blanco»! Naturalmente.

Esa colección había sido su gran éxito. Echó un vistazo a la biblioteca de caoba, en la que los «Libros Blancos» publicados en el curso de los años se alineaban en orden de batalla (era la expresión justa):

El Libro Blanco sobre el Racismo.

El Libro Blanco sobre la Explotación de las riquezas naturales de la América Latina.

El Libro Blanco sobre la Mujer.

El Libro Blanco sobre la Educación nacional en Francia (breviario de los revolucionarios de mayo del 68, éste le había valido a Alexandr su cooptación en los rangos de la KGB y su primer grado, no en recompensa de una revolución abortada, sino «por haber puesto fuera de servicio, prácticamente, las universidades y liceos franceses por un período que podía ser evaluado como una generación, al menos»: tal era el texto de la disposición adoptada por las autoridades del Departamento).

El Libro Blanco sobre el Neocolonialismo.

El Libro Blanco sobre el Ejército francés.

El Libro Blanco sobre la Iglesia católica.

El Libro Blanco sobre las Policías paralelas.

El Libro Blanco sobre el Sistema penitenciario en Francia.

El Libro Blanco sobre la CIA.

El Libro Blanco sobre el Renacimiento del nazismo.

El Libro Blanco sobre la Carrera de armamentos.

El Libro Blanco sobre los Campos de concentración en el mundo.

El Libro Blanco sobre la Energía nuclear.

Tomó uno al azar: eran pequeños bloques compactos, pesados, en letra de cuerpo 16, con una cubierta blanca, en la cual el nombre del autor y el título figuraban en caracteres romanos de un bello tono negro: se hubiera podido tomar por una publicación oficial. Publicar en esta colección era disponer, como suele decirse neciamente, de una tarjeta de presentación para todo aquel que leía la Prensa llamada seria o frecuentaba los clubes políticos, y de ahí, por supuesto, la burocracia. ¡Cuántos autores hubieran aceptado condenarse por leer su nombre en una de aquellas famosas cubiertas de tono mate, sabiamente anticuadas! ¡Cuántos lo habían hecho ya! Arrojó el grueso y pequeño tomo sobre la mesa, echándose a un lado.

—Usted comprenderá, señorita: el «Libro Blanco» para un primer intento…

—¿Y qué importancia tiene eso, si es bueno?

Hablaron durante largo rato. Él suscitó unos obstáculos para hacerlos caer uno tras otro. «Esta joven —se dijo— no sería jamás una buena “caja de resonancia”: mostraba demasiada independencia en sus juicios. Tenía, en la justa medida, la dosis crítica de orgullo y humildad». Alexandr sintió la tentación de despedirla. Pero entonces ella llevaría su manuscrito a algún otro, que obtendría con él, beneficios y, sobre todo, se corría el riesgo de que lo publicara sin aquella modificación esencial.

La joven le miraba, no pareciendo atraída ni repelida por su apariencia, que era, sin embargo, bastante impresionante. Perfectamente proporcionado, él parecía más alto de lo que era; su abundante cabellera, de apretados rizos, acentuaba lo que la osamenta de su largo rostro tenía de enérgico, casi de brutal, pero sin grosería, a la manera de un pura sangre. Decíase espontáneamente de él: «Tiene distinción», o, más púdicamente: «Está bien, vamos, ¡bien!». Vestía con una elegancia anticuada, sobria y vistosa a la vez: ternos de franela de un gris oscuro, tirando hacia el castaño, o de un castaño que tiraba imperceptiblemente hacia el malva, cruzados y ceñidos, con chaleco, camisas blancas de cuello almidonado, grandes gemelos de oro en los puños. Esto, sobre un cuerpo en perfecto estado: frecuentaba un gimnasio, y se advertía que sus articulaciones eran flexibles y que sus bíceps respondían adecuadamente.

No le gustaba ser zarandeado.

—Yo no digo, señorita, que su obra no esté perfectamente documentada y bien escrita. Quizá sea demasiado teórica, en parte, para los lectores del «Libro Blanco», que tienen el hábito de enfrentarse con exposiciones más estrictamente «factuales». ¿Puedo saber cuál es su profesión?

—Soy profesora de Matemáticas.

—¡Ah! En ese caso, no tiene ninguna razón particular, sin duda, para aferrarse a esa palabra: «psicoanálisis». Además, todos nuestros títulos… Este sería más bien El Libro Blanco sobre el Terror.

Ella reflexionó.

—Tiene razón; «psicoanálisis» podría inducir a error.

—Bien. Sometere su obra a nuestro comité de lectura. (Éste no existía). ¡Ah! Una cosa. (Él creía haber despertado bastantes esperanzas, y las había tomado también bastante fugaces para poder abordar el único punto verdaderamente dudoso). Usted hace todo un estudio de lo que llama el terror leninista. Si se sustituyera tal expresión por la de «terror estalinista», el libro ganaría.

—¿Por qué?

Los ojos negros se habían endurecido:

—Fue quien dijo: «El terror es un medio de gobierno». Fue él quien hizo tratar a sus enemigos políticos como «insectos perjudiciales». Fue él quien aconsejó a Gorki no «lloriquear sobre los intelectuales podridos». Fue él quien escribió al comisario del pueblo en la justicia: «En mi opinión, hay que ampliar la aplicación de las ejecuciones por fusilamiento». Y Vladimir Bukovski señaló: «Stalin y todas sus atrocidades salen directamente, orgánicamente, por así decirlo, de las ideas de Lenin, de la idea misma del socialismo. No es una casualidad que el Partido lo promoviera a él, justamente a él». Todo ello está aquí, con sus cifras.

La joven señalaba el manuscrito.

—Ya lo sé, señorita, pero no debemos atenemos a los hombres, ¿eh?, sino a los principios. El adjetivo más usual es, pues, preferible.

—No veo por qué he de denominar estalinista al terror organizado por Lenin.

Alexandr no podía declarar la verdadera razón; no podía revelar que una consigna que emanaba de su Directorio había sido dada a todos los «compañeros de viaje»: «Nos desentendemos de Stalin; amontonad sobre su cabeza todas las inmundicias que podáis; pero, por lo que respecta a Lenin, ¡las manos quietas! Necesitamos dejar un dios de una pureza absoluta». A este propósito: «Estoy convencido —decía Pitman con su maligna sonrisa—, de que lo más ingenioso que han inventado mis ascendientes es la técnica del chivo expiatorio».

—Señorita: el lector occidental piensa en Lenin como un liberador, y no como un tirano. En lo que a mí concierne —Alexandr lanzó una mirada hacia el icono y los canglares—, no soy sospechoso de indulgencia hacia el destructor de una civilización de la cual soy yo el hijo póstumo. Sin embargo, me veo forzado a reconocer que Stalin mató a más hombres que Lenin.

—Porque él estuvo en el poder treinta y un años, y Lenin siete.

—Sí, pero no compare usted los dos terrores. Lo que quiere decir es, simplemente: el terror bolchevique, que se tiene la costumbre de llamar estalinista.

—Yo quiero decir: el terror inaugurado por el jefe de los bolcheviques.

De ordinario, Alexandr sabía disolver una oposición incluso bastante firme por medio de un chaparrón de lugares comunes y buenas intenciones. Pero ante esta chica se encontraba inerme. Replicó secamente:

—Está usted predicando a un convencido, pero los editores le dirán que las palabras «terror leninista» le alienarán la Prensa, haciéndole vender quinientos ejemplares de menos.

—¿Y si les respondo que eso me da igual?

—Le dirán que para ellos no es lo mismo.

Él posó la mano sobre la camisa azul, como para rendirla.

Mademoiselle Joséphine Petit se levantó, alejándose en dirección a la ventana. Los otros autores, en este tipo de circunstancias, intentaban ocultar el combate que se libraba en su interior. Ella, no; ella se había ceñido los codos con las manos; miraba fijamente las tiendas de anticuarios y las librerías de lance, dos pisos más abajo, y su misma espalda indicaba que reflexionaba.

Giró hacia él.

—Ponga estaliniano, de acuerdo.

—¿Prefiere «estaliniano» a «estalinista»? Como quiera. Le avisaré en cuanto el comité de lectura haya tomado una decisión. ¿Me da sus señas?

Marguerite tuvo que ocuparse de esto. ¿Por qué habla experimentado él la necesidad de anotar la dirección de Mademoiselle Petit en su agenda personal? ¿Tal vez porque, en previsión de su próxima partida, deseaba acelerar la ejecución de las decisiones ya tomadas? ¿La febrilidad del último acto? Decidió vigilarse.

Ella salió, sin una sonrisa. Resultan extraños estos jóvenes modernos, que se pretenden «relajados», «sueltos», y que se sienten tan a disgusto en la vida. Sin duda, no se abdica impunemente del aparato vertebral de la tradición, del savoir-vivre.

El señor Alexis Lewitzki, a quien Alexandr recibió luego, era un joven de labios gruesos y lentes dorados. Inició la entrevista con una charla sobre el estado de los conocimientos —o más bien de las ignorancias— occidentales con motivo de lo que él llamaba «el hecho ruso-soviético». Sus observaciones no eran falsas, pero el francés defectuoso y desenvuelto con que las expresaba sorprendió a Alexandr.

—Podemos hablar en ruso, si le resulta más fácil.

—No, gracias. Considero su ruso de troglodita, «gracioso señor», «profundamente venerado», envejecido, y prefiero hablar con usted en francés, lengua en la que me expreso con facilidad. ¿Ha comprendido usted ya que en Occidente se ha constituido un mito ruso-soviétivo que debemos eliminar? Ya sabe en lo que pienso.

—Lo siento. No del todo.

—No se haga usted el tonto conmigo. Los occidentales se imaginan que en Rusia no cambia nada jamás. Nada ha cambiado en 1917, ni en 1905, ni en 1861. Siempre la misma conspiración. Así, pues, yo tengo un asunto magnífico sobre esta conspiración. Escribo en francés. Si quiere contratar los servicios de alguien para pulir el texto, usted paga. Si está de acuerdo con él, suya será la ventaja.

—Señor Lewitzki: debe usted comprender primeramente que yo no soy editor…

—Sé qué es lo que usted hace. Usted trabaja con un porcentaje. Pero yo he calculado que como conoce las entradas y salidas, eso es equitativo.

Alexandr consultó su reloj.

—Entonces, ¿ese asunto?

—Lo he registrado, de manera que lo expongo sin ninguna inquietud. Puede hacer sus comprobaciones en la Sociedad de Autores. Naturalmente, usted cree saber qué pasó el 22 de diciembre de 1849, a las siete de la mañana.

—No tengo ni la más remota idea.

—¡Y sin embargo este hombre se considera un especialista en Literatura! En nuestro país, el último escolar le dirá que en ese momento histórico el ingeniero teniente Fedor Mijáilovich Dostoievski fue atado a un poste para ser ejecutado, pero que la pena se conmutó por otra de trabajos forzados, viviendo después todavía cuarenta y dos años. Pero el último escolar se equivoca. El ingeniero teniente fue estrangulado en su prisión, y un agente de la Ojrana ocupó su puesto. A éste fue a quien el general Rostovtsev le anunció tartamudeando que el zar le concedía el don de la vida. Fue él quien cumplió cuatro años de presidio para justificar su transformación política. Fue él quien escribió en la gloria del régimen zarista obras como Los endemoniados, Diario de un escritor, y el resto. Todo esto, obsérvelo, es muy diferente de Pobres gentes, El doble, de Netotchka, de las Noches blancas, obras que fueron escritas por el verdadero ingeniero teniente Dostoievski.

—Pero, permítame, el testimonio de Herzen, quien, si no me equivoco, presenció la escena…

—Había sido escogido un agente que se parecía a Fedor Mijailovich.

—Pero la familia, el hermano Mijail…

—Mijail tenía deudas: le obligaron a callar.

—¿Y habría sido ese agente un escritor genial?

—Esto no está prohibido a los agentes. Marlowe, De Foe, Beaumarchais, Greene… Naturalmente, Nicolás no había escogido un iletrado.

—Admitámoslo. Y sobre ese magnífico asunto, ¿qué tiene usted la intención de escribir, señor Lewitzki? ¿Un panfleto encaminado a desconsiderar la gran autoridad contrarrevolucionaria, una novela histórica del género de Montecristo, una tesis?

Los lentes dorados brillaron; las pequeñas y regordetas manos se separaron en un elocuente gesto:

—A escoger.

—¿Y tiene usted los elementos que…?

—Tengo todos los elementos. Claro, al pasar por la frontera me han robado los archivos zaristas que había confiscado en la Biblioteca de Lenin y en unos monasterios. Pero digamos que yo había tomado notas, aparte de que tengo una memoria fotográfica.

Lewitzki mentía sin esperar o ni siquiera desear ser creído. Pero ¿qué importancia tenía aquello? Los archivos se fabricarían si eran necesarios, y le serían «devueltos», probablemente «bajo la presión de la opinión internacional». El menor golpe asestado a la reputación de Dostoievski podía revelarse útil. Dicho esto, si la idea era buena, incluso pudiera resultar de interés deslizaría en el oído de algún francés sincero, que estimaría los archivos auténticos y haría un excelente trabajo. Si Lewitzki protestaba, el público creería en una confirmación. Sí, decididamente valía la pena hablar de esto con Iván Ivanich. Y aun en el caso de que no se hiciera nada, la hipótesis divertiría a Pitman.

Lewitzki fue guiado hasta la puerta, con la promesa de que se reflexionaría sobre todo… «No reflexione durante demasiado tiempo; usted no es el único agente literario en París». Alexandr después, todavía dictó dos cartas. Seguidamente, tras haber echado una vez más un vistazo a su reloj —aquella comida con Divo no le decía nada de bueno, pero no había podido negarse—, abrió un casillero de su biblioteca y retiró de él un par de zapatos de cabritilla negra y un calzador de asta. Habiendo hecho el cambio, colocó en el casillero sus zapatos de piel de gamo, color tabaco oscuro, y se dispuso a salir. Marguerite asomó la cabeza por la entreabierta puerta:

—Mademoiselle Petit desea verle de nuevo un momento. Le he dicho que…

—Iba a salir, pero…

Mademoiselle Petit se deslizó dentro del despacho casi por debajo del brazo de Marguerite. Dando unas zancadas tan grandes como le permitía su larga falda, alcanzó la mesa, tomó su carpeta de cartón azul con la precipitada precisión de una ladrona, la oprimió contra su pecho por medio de sus dos antebrazos en cruz, y, tranquilizada finalmente, apuntó su menudo y cuadrado mentón hacia Alexandr:

—He cambiado de parecer, señor.

La joven salió de allí a toda prisa.

Alexandr y Marguerite intercambiaron una mirada de consternación. ¿Qué mosca le había picado a aquella mujer? ¡En fin! Los autores están locos; quienes trabajan con ellos se habitúan a sus cosas. Luego, la mirada de Marguerite se fijó en los zapatos negros. Supo entonces que su jefe mentía al decir que volvería a pasar por la tarde: él hubiera preferido morir antes que salir de noche con el calzado marrón, y si había colocado ya en su sitio sus escarpines, esto significaba que desde el cine iría directamente a casa de su querida.

Alexandr llegó a La Ville de Petrograd a su hora, pero Divo, el menos parisiense de los parisinos, estaba ya allí. Divo no podía hacer nada como lo hacía todo el mundo. Por ejemplo, invitaba a Alexandr una vez sobre dos, en tanto que siendo autor hubiera debido más bien apartarse de aquél al final de cada comida de las que harían en común. Es verdad que los dos franco-rusos sentían, uno por el otro, una cordial antipatía desde que se codearan en el liceo, y, además, sólo se velan para discutir proyectos literarios que no se remataban jamás.

Blinis-caviar: ¿te va bien? A mí, a decir verdad, me gusta más el rojo, pero si prefieres el rojo tú actúa, como se dice en el Norte. Vodka blanco, si es que el gusto no se te ha echado a perder con relación a tus viejos tiempos, ¿eh?

Siempre las mismas revueltas, demasiado incisivas, las mismas sonrisas en diagonal. Siempre las mismas novelas inquietantes, los mismos éxitos a medias y los mismos ingresos misteriosos.

—¿Cómo marchan tus escritores? ¿De qué va a tratar el próximo Libro Blanco?

—Tengo dos entre manos. Uno sobre Dios, otro sobre la Policía.

—¡Qué asociación tan sorprendente! La Policía es para preparar la depuración, ¿no? Y Dios… ¿Qué es lo que hace Dios ahí?

A veces, Alexandr pensaba que Divo lo tenía calado de parte a parte y que se burlaba abiertamente de él. En otras ocasiones se decía que, por el contrario. Divo era de un candor horripilante.

El Libro Blanco sobre Dios será, probablemente, el más interesante de todos los que publiquemos jamás. Jeanne Bouillon y Patrios Duguest hacen un trabajo de desmitificación notable.

Divo silbó.

—¿Desmitificar a Dios? ¿No te parece esto un poco efectista? No, no, señorita, una botella entera: ¿por quién nos ha tomado?

—¿Efectista? ¿Por qué? Estoy seguro de que el libro será bien acogido por una parte de la Iglesia. Hay cada vez más sacerdotes que piensan que el paraíso puede ser realizado sobre la Tierra.

—Pues entonces hay que reconocer que la Inquisición tenía algo bueno. Des mitificar a Dios, para mí, es el colmo del esnobismo y del efectismo a la vez. Bueno. Yo, por mi parte, no tengo ambiciones de esa clase, pero se me ha ocurrido un tema para novela que podría interesarte, quizá. Por esta razón te pedí que te molestaras viniendo aquí Bebamos.

Vaciaron sus pequeños vasos como lo hacían las gentes de las artes: la cabeza echada hacia atrás, pero sin casi levantar el codo, con un movimiento seco del puño.

—Tienes tus editores. Divo.

—Sí, pero teniendo en cuenta el Gran Canguelo del año dos mil, que se acerca a pasos agigantados… La autoincensación será remplazada pronto por la autocensura… Tengo mis editores, como tú dices; cambio de editor con cada novela. Y esto no es infidelidad por mi parte, es prudencia por la suya. Pienso que tú podrías encaminarme a algún valiente de los de pelo en pecho. En fin, sé que tú eres «una figura muy parisina» y todo eso, lo que yo llamo un roquefort avanzado, pero tu padre, sin embargo, navegó bajo el pabellón de San Andrés; tu no puedes ser del todo malo. Bebamos en honor del pabellón.

—¿Un roquefort? ¿Qué es lo que quieres decir?

—No, perdón, tú vales más que un roquefort. Digamos un vino de Tokay: podredumbre noble, ya lo sabes. Pero no se trata de esto. ¿Quieres que te cuente mi argumento?

—Sé bueno.

Hablaban, como durante la adolescencia, una divertida mezcla de ruso y francés. Divo, además, se divertía pronunciando las palabras francesas al estilo ruso y las rusas a lo francés.

—Es, ¿sabes?, un asunto de política-ficción. Supónte un país, pongamos la Confederación de las Comunas Confusionales, que tiende a hacer que el mundo entero se beneficie con su propio régimen político. Supón ahora otro país, cuya posición estratégica es esencial para realizar ese proyecto: la Galacia, digamos. Durante cincuenta años, la CCC financia, favorece, halaga e impulsa el partido confusional de Galacia. Pero los gálatas, por ligeros que sean, no votan jamás por el Confusionismo por encima del 15%. Además, diversos factores hacen que la popularidad de los confusionales decrezca de año en año.

—¿Qué factores?

—Un escritor expulsado de la CCC publica horrores sobre el régimen imperante allí; a decir verdad, el buen hombre no revela nada de nuevo, pero logra hacerse entender: esto es lo que importa. Un grupo de filósofos, poco tiempo atrás confusionales, pasan su arma a la derecha, si se me permite decirlo así. La situación internacional fuerza a la CCC a intervenir militarmente en varios puntos del Globo, lo cual choca a los inocentes; ahora, los inocentes son siempre mayoría. En suma: del 15% se pasa al 14, al 13… y se toma evidente, para los directivos de la CCC, que el confusionismo no triunfará jamás en el país gálata si se deja instaurar la democracia.

—Y entonces, ¿qué?

—Entonces, las cabezas pensantes de la CCC combinan la pequeña estratagema siguiente. Ponen a la cabeza del partido confusionista de Galacia una especie de payaso furioso, quien cada vez que aparece en la televisión merma todavía un poco más la popularidad de su camarilla. Se está ya en el 12%, en el 11, en el 10,5… El resultado es doble: de un lado, el confusionismo que hacía poco aterrorizaba todavía al burgués, ahora le hace reír; por otra parte, las acciones del otro partido de izquierda, denominémoslo sincretista, pues tú sabes que en psicología el confusionismo no es más que un estado particular del pensamiento sincrético, se remonta como una flecha. Las elecciones se aproximan. Para tener la seguridad de que el presidente saliente no sea reelegido, la CCC anuncia que desea su victoria, lo que evidentemente la desequilibra a la derecha, y el candidato sincretista es llevado a la vez al triunfo y al poder.

»Llamemos Pushkin a ese candidato. Es un aventurero de medianos vuelos; no se sabe gran cosa de él; sólo que organiza de vez en cuando falsos atentados contra su persona. Inmediatamente después de conquistar el poder, ¿qué hace? Concede la gracia del perdón al asesino de un policía. Los primos de la derecha se frotan las manos: Pushkin ha perdido el apoyo de la Policía. Pero ellos no comprenden que toda baja de moral en la Policía desestabiliza a la República, y favorece, por consiguiente, a la subversión. Segunda acción de Pushkin, te las facilito en el orden en que se me vienen a la cabeza, sin jerarquías: cuando los sincretistas tienen la mayoría absoluta y el pueblo gálata ha dado menos votos que nunca a los confusionales, el nuevo jefe de estado recluta cuatro ministros en ese partido al que, dando la impresión de quererlo amordazar, rehabilita al mismo tiempo. Ya ves la elegancia de la maniobra: una agrupación que pasaba por ser por una parte seria, y por otra temible, na sido sabiamente ridiculizada, de manera que perdiera esas dos características, pero Pushkin se apresura a cederle la primera, despreciando la voluntad del 90% de los gálatas. Viva la democracia. Pushkin va más lejos: juega la carta nacionalista y se distancia de la CCC. He ahí el porqué de las carteras ministeriales que regala a los confusionales, si bien no hay que creer que sean las de Defensa o Interior, lo que quizás haría que el buen pueblo sintiera la mosca en la oreja. No, no: se trata de pequeñas carteras aparentemente inofensivas, entre las cuales se ha deslizado la de Transportes; ahora bien, en tiempos de crisis, por supuesto, el hombre que regenta los transportes regenta el país.

»La tercera acción de Pushkin, aunque no afecta más que a la terminología, me parece también reveladora. Fíjate: la Galacia disponía de un sistema administrativo eficaz, constituido por un cuerpo de hombres generalmente respetados, a los que se llamaba pretores. Pues bien, Pushkin no se contenta con restringir sus poderes, es decir, de favorecer la desorganización del país, sino que además les da una denominación típicamente confusional, por añadidura desconsiderada a los ojos de la mayoría de la población… Les llama, pongamos, inquisidores

»Acción siguiente: cuando los dos tercios de los gálatas reclaman la rehabilitación de la pena de muerte, el sincretista Pushkin la suprime, enfrentándose abiertamente con la voluntad del pueblo. Un solo objeto: hacer que la autoridad se tambalee, y nadie estima sospechoso su proceder, ya que Pushkin mismo representa a aquélla, y todos se niegan a comprender que no es más que una autoridad de transición.

»Quinta acción, si cuento bien: en la Galacia existía un tribunal especializado en la investigación de crímenes contra el Estado; es decir, contra la sociedad. Ya adivinarás que no hay nada que urja más a Pushkin que la amputación de ese órgano.

»Sexta acción: al alcanzar la galleta, moneda nacional de los gálatas, una envidiable estabilidad, Pushkin la devalúa, a despecho de los intereses de la Galacia y de los acuerdos firmados con sus vecinos.

»Séptima y, por el momento, última acción… ¡Ah! Ésta es la más jugosa, la más afrodisíaca para un escritor. Pushkin sabotea deliberadamente la industria nuclear gálata, y esto no del todo para desarmar a la nación, pues toda guerra abierta se ha tomado imposible, sino para poner a la Galacia a la merced de la CCC. Ésta encuentra ventajosa la venta de sus excedentes de gas colonial, y sobre todo se alegra de tener la mano sobre el grifo de la energía de un país cuya importancia en la estrategia mundial ya te he indicado. Esta última acción, mon cher —Divo decía: mon cher—, podría ser muy bien lo que los filósofos denominarían la causa final de toda la maniobra.

»Bien, Alex, aunque no seas Aliocha, incluso aunque yo sea un poco Iván: ¿qué te parece el tema de mi novela?

Alexandr repuso muy suavemente:

—Las novelas sin héroes se venden mal, Divo.

Divo estalló en risas.

—¡Ah! Si no has comprendido nada… Mi héroe es Pushkin. ¡Bebamos a la salud de Pushkin! El lector sigue desde sus calzones Petit-Bateau a Pushkin, al cual asimila, por el cual teme, con el cual frecuenta las tumbas de los grandes ascendientes, del cual conoce sus gustos florales y sexuales, con el cual comparte las angustias durante las operaciones de cirugía estética, con el cual se embolsa las pequeñas gratificaciones excoloniales, ¡y al lado del cual ve a la Galacia sumergirse en una kerenchina sin precedentes!

Divo, riendo y bebiendo, había fijado la mirada en los ojos de color marrón oscuro de Alexandr, e intentaba, sin duda, descifrar el pensamiento oculto tras el velo que los recubría.

—¿Quieres decir —inquirió Alexandr, pronunciando lentamente las palabras— que Pushkin es un «topo»?

—Creo que «submarino» es el término francés tradicional.

Sus ojos no se apartaban de los del otro. Divo sonreía siempre de lado. Alexandr sentía desencadenarse en él una de esas cóleras desmesuradas propias de los hombres que no cesan de reprimir sus verdaderos sentimientos.

—Es una pena que no estemos ya en el tiempo en que «los negocios húmedos» eran cosa corriente. Yo hubiera sabido a quién señalar tu caso, amigo Divo. No es que tú seas peligroso, pero lo cierto es que me produces una irritación del más alto grado.

Y sin embargo, ¿quién podía saberlo? Él, quizás, habría dado mucho en aquel momento por ser Divo y no él mismo.

Manifestó en alta voz, con despego:

—No sé si Seconde publica folletones: ahí encontrarás tu oportunidad. Con un editor, lo dudo. Aunque… Todo depende. También pudiera ser que hubieses dado con tu béte-seller[4], como dicen las vendedoras del drugstore. ¿Cómo se titulará tu política-ficción?

—He pensado que Un acto de guerra.

—Es un bonito título.

La palabra guerra acababa de hacer recordar a Alexandr que, más de treinta años antes, dijera a Pitman:

—¡Pero es que yo quiero hacer la guerra!

—No se inquiete, la hará —había respondido Pitman, dejando que su rostro brillara detrás de sus pequeños lentes redondos.

¿Por qué había provocado Divo aquella cita? Alexandr se despidió sin haber dilucidado la cuestión. Quizás aquel fracasado a medias habíase imaginado verdaderamente que la «Agencia Psar» le ayudaría a colocar su cuento adormecedor. Alex recordó que en clase Divo había sido brillante y crédulo a la vez: ¿pues no le habían hecho creer que el darin y el dahu eran animales africanos que podían ser cazados?

La jornada no se desarrollaba todo lo bien que Alexandr habría deseado por el hecho de ser la primera de su «retorno». Primeramente, aquella parlanchína, y después este testigo irónico de toda una vida… Pero no importaba: ahora tenía una hora de felicidad ante él.

Entró en su cine preferido, en los Campos Elíseos. Aquel día proyectaban Topaz, no de Pagnol, sino de Hitchcock. La había visto ya dos veces. Se sentó cerca de la puerta. Transcurrieron cinco minutos; unos hombres y unas mujeres hacían gestos en la pantalla; nadie había entrado detrás de Alexandr. Se levantó, y enfilando la salida de socorro fue a dar a una callecita en pendiente. Pasó cinco minutos en la terraza de un café, tomó el Metro; en el momento en que la unidad iba a ponerse en movimiento saltó al andén; subió al vagón siguiente y repitió la operación. Al llegar a la estación Saint-Lazare se encontraba, poco más o menos, seguro de no haber sido seguido, pero no omitió dos precauciones suplementarias: compró un billete para Versalles cuando él se dirigía a Pontcise, y saltó al tren en el último momento. Lo que iba a hacer esta tarde sólo a él le incumbía, y experimentaba un maligno placer al volver contra sus patronos (a los que creía capaces de ordenar que fuera vigilado) algunos rudimentos del oficio que ellos le enseñaran.

En La Voix, que había comprado en el andén (con preferencia al Monde, que no formaba parte de su «orquesta»), cerca de media página estaca consagrada a un articulo de Jeanne Bouillon titulado Desmitificar a la Máscara de Hierro. En medio, en caracteres gruesos y resaltadamente encuadrado, un texto más breve: La Campana castigada, extracto de la obra ultrasecreta del Prisionero anónimo.

Comenzó por el artículo. Jeanne Bouillon, sin la menor duda, era una de sus «cajas de resonancia» titulares, uno de los altavoces que repetían incansablemente a los franceses lo que él, Alexandr Psar, decidía, o, más exactamente, recibía la orden de hacerles oír. «El Directorio se inquieta por la popularidad del Papa y de su insistencia sobre la primacía de lo espiritual, decía el oficial tratante. ¿No tendría usted una idea al respecto?». Y Alexandr, habiendo invitado a Jeanne Bouillon a comer en los Antiquaires, lanzaba una al aire: «Jeanne: he pensado en usted para un Libro Blanco: ¿verdad que se le daría bien la tarea de poner al buen Dios en su sitio?».

Pero esta vez, Madame Bouillon se expresaba con conceptos de su propia cosecha. Alexandr no tenía razón alguna para impedírselo; ella no era una vulgar propagandista y su utilidad era directamente proporcional a la libertad de que gozaba. Sin embargo, seguía siendo bueno, naturalmente, vigilar su producción.

Desde hace años, el Prisionero anónimo de la celda 000, del Hospital especial, calle del Arsenal, Leningrado, URSS, hace pasar al Occidente —¿por qué medio?— fulgurantes notas políticas que dejan presentir en él una personalidad como la de Soljenitsin o de un Zinoviev. Es posible incluso que tenga sobre estos dos ilustres disidentes la ventaja de proponer soluciones positivas para el enredo soviético, en lugar de acantonarse en la denigración del presente o el elogio del pasado. Sus notas parecen ser extractos sacados de una obra importante, titulada La Verdad Rusa. Uno se pregunta, desde luego, dónde se encuentra esta obra y cómo es que los psiquiatras y verdugos del régimen —uno implica lo otro— no han podido todavía echarles sus zarpas encima. De ahí la leyenda que rodea a aquél a quien la Prensa alude solamente con la denominación de Máscara de Hierro, un personaje admirable, sin duda, y que importa tanto más desmitificar.

En primer lugar, ¿por qué suponer la existencia de escondrijos inverosímiles, por qué pensar en astucias de sioux… o de tocambole? La obra puede muy bien no haber sido confiada al papel: pudiera encontrarse íntegramente registrada en la memoria de elefante del prisionero, de donde los alienistas alienados intentarían hacerla salir. Sabemos por Soljenitsin de qué capacidades extraordinarias puede hacerse la memoria de los oprimidos.

Pero se plantea otra pregunta: ¿quién es este novelesco Máscara de Hierro?

Enzo Grucci, director de las ediciones «La Gaviota» de Roma, firma especializada en la reproducción de los materiales del samizdat, afirma no saber más que el público, aunque él sea el destinatario ordinario del misterioso corresponsal, quien, desde 1975, le ha dirigido los siete mensajes que conocemos. Dos nuevos emigrados, que han estado internados en el siniestro Hospital, declaran la existencia de una celda aislada que ostenta el número 000, en la que sólo entra un psiquiatra de talla gigantesca que no forma parte del personal regular del establecimiento, albergando a un prisionero que los otros enfermos no han visto jamás, pero a quien ellos también han apodado Máscara de Hierro, siendo, aparentemente, el sobrenombre de Alejandro Dumas solemne por igual en ambos lados del telón de acero. Únicamente dos enfermeros tienen acceso a la celda Triple Cero, y éstos apenas se ocupan del resto del hospital.

No obstante, circulan extraños rumores por la «psikhuchka» (prisión psiquiátrica): la celda 000 se supone que está suntuosamente amueblada; hay una antena de televisión encima de ella; uno de los enfermeros ha sido visto limpiando una alfombra que llevó después al inquilino invisible; se oye a menudo música clásica que proviene del interior; las comidas que consume Máscara de Hierro emiten unos aromas que en nada recuerdan a los olores que salen de la cocina con que deben contentarse los otros pacientes.

Relacionemos estas observaciones con otra serie de hechos.

El 13 de junio de 1971, un hombre denominado Mijail Kurnossov, nacido en Kostroma, en 1926, se disfrazó de miliciano, abriendo fuego sobre un vehículo en cuyo interior creía que estaba Breznev. En realidad, el señor Breznev había tomado otro coche, y sólo el chófer resultó levemente herido. Detenido Kurnossov, el mundo entero —se recuerda— preguntóse qué horrible castigo se abatiría sobre el desdichado… Debía saberse, poco después, que Kurnossov había sido enviado al Instituto Serbski, de Moscú, para someterlo a un examen psiquiátrico. La reputación del Instituto está bien asentada: es la sucursal científica de la atroz Lubianka.

Kurnossov habría sido confinado en aquella época en una célula de detención solitaria dependiente del aislador de la cuarta sección. Los psiquiatras, llegados a la conclusión de que sólo un loco podía atentar contra la vida de un bienhechor de la Humanidad, hicieron que el prisionero escapara al tribunal y, por consiguiente, al pelotón de ejecución. Pero ¿qué sucedió después? La cuestión ha sido expuesta en diversas ocasiones por periodistas occidentales. La esfinge soviética ha guardado siempre silencio sobre el asunto.

Ahora bien —y esto es, quizá lo principal—, los extractos del informe psiquiátrico comunicados a la Prensa decían textualmente lo siguiente: «Mijail Kurnossov padece una psicosis paranoica con tema doctrinario. Una de sus aberraciones consiste en creerse inventor de una doctrina política destinada a crear un régimen ideal en un solo país, lo cual, como nadie ignora, es contrario por completo a las sanas concepciones del marxismo-leninismo, universalista por definición».

¿Entonces, por qué no han de ser exactos los rumores que se oyen cada vez con más frecuencia en los medios bien informados? ¿Por qué el prisionero de la celda Triple Cero no ha de llamarse Mijail Kurnossov?

En efecto, es imposible no preguntarse por qué las autoridades soviéticas miman al enigmático Máscara de Hierro, en lugar de enviarlo a que se pudra a Sitchevka, con los otros irrecuperables, y por qué no surge nadie que tenga el valor de organizar para él una tentativa de fuga con resultado previsible. Si Máscara de Hierro es Kurnossov, la razón de tal proceder podría ser ésta.

Testigos cada vez más numerosos nos aseguran que la URSS es el único país del mundo en el que ya nadie cree en el marxismo-leninismo. La cosa es molesta para los miembros de la Nomenclatura, que tampoco creen, pero que pretenden no perder su puesto al sol. Ellos, pues, podrían muy bien haber creado un buró político ultrasecreto, encargado de elaborar una nueva doctrina, que vendría a remplazar a punto a un comunismo completamente desmitificado, y, en ese laboratorio político, el pensador original Mijail Kurnossov tendría, lógicamente un sitio.

Tal hipótesis de una «charachka» doctrinal (prisión-laboratorio para filósofos parecida a las prisiones-laboratorios para científicos, que conocemos gracias a Soljenitsin) explicarla de manera racional por qué una justicia expeditiva no ha regulado definitivamente la suerte del desdichado tiranicida.

«Dudo de que la explicación sea tan simple como piensa Jeanne —se dijo Alexandr—, sobre todo si Pitman anda metido…».

La sosería del estilo de Jeanne Bouillon, del cual ella se sentía tan orgullosa, le irritaba siempre. Pero esta vez estaba enojado, además, por unos celos profesionales de los que prefería no ser consciente: ¿con qué derecho una «caja de resonancia» que le había sido asignada repetía «sonidos» provenientes de «medios bien informados», y que él no había oído jamás? ¡Bah! ¿Qué importancia tenía eso? Pronto habría «vuelto».

Leyó el mensaje del recuadro: una traducción francesa del italiano.

¿QUÉ PIENSA LA VERDAD RUSA DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN?

O

LA CAMPANA CASTIGADA

En los tiempos antiguos, las campanas de las iglesias eran bendecidas, sí, y eran untadas con crema santa. En tanto que sabías, la gente las veneraba. Si se portaban mal, tanto peor para ti, madrecita mía, levántate las faldas: vamos a azotarte.

El pequeño zarevich Dmitri fue degollado en Uglich, en 1593. Al parecer, fue Boriska Godunov quien envió unos hombres armados con cuchillos. Podría creerse, casi, que fue ella misma, por sí sola, la gran campana de Uglich, la que empezó a tocar a rebato: «¡Al asesino! ¡Al asesino!».

Boriska se enfadó. Por orden suya, la campana fue descolgada, bajada y azotada con varas. Se le quebró un asa, como hubiera podido serle cortada una oreja a un hombre, y se la exilió en Siberia, en Tobolsk. Sonó primeramente sobre el mercado, en la iglesia del Todo-Misericordioso. Luego, contó las horas en lo alto del campanario de Santa Soña. Y contó muchas. Dos millones doscientas cuarenta y dos mil quinientas sesenta.

En el año 1849, se les ocurrió a los naturales de Uglich que el castigo de la campana había durado ya bastante. Pidieron su repatriación.

Bien. En primer lugar, había que probar que la tradición decía la verdad, que la que contaba las horas de su exilio en Tobolsk era, desde luego, la campana de Uglich. Y entonces, la campana amnistiada pudo ser devuelta a su lugar de procedencia. Llegó a éste el 20 de mayo de 1892, tres siglos menos un año después de su condena. El 21 de mayo, ¡allí está! Ante una multitud, la campana suena de nuevo, suena, la paloma, en lo alto de su campanario natal.

Esta es la historia de un error judicial, pero suponed que no…

Sin troikas no habría alma rusa. Y sin cascabeles no habría troikas. Se les denomina los cascabeles de Valdai. ¿Por qué?

El Gran Príncipe de Moscú Basilio III, habiendo sometido la villa de Pskov, envía al intendente Dolmatov: «Escucha, Dolmachka: tráeme la campana del campanario». Esta era el símbolo de la independencia burguesa.

En el camino de retorno, en la villa de Valdai, la campana se rompió. Los habitantes recogieron los trozos y los fundieron para hacer cascabeles.

Y si la campana de Uglich se había roto a mitad del camino de Tobolsk, ¿qué se hizo de los cascabeles, los cuales debieron de cascabelear «¡Al asesino!» en octava?

He aquí lo que la verdad rusa piensa de los medios de comunicación social.

«¡Esto no tiene pies ni cabeza! —se indignó Alexandr—. La verdad rusa no piensa nada en absoluto. Esta parábola puede ser interpretada de mil maneras. Ese Máscara de Hierro, se trate de Kurnossov o no, es un charlatán».

Llegado a Pontoise, se aseguró una vez más de que no había sido seguido, tomó un taxi y se hizo conducir al tiro.

—¡Ah, señor Alexandr! Hacía ya mucho tiempo que…

Mediante una carta de identidad ligeramente maquillada, y luego cómodamente perdida para evitarse molestias, Alexandr Psar había sido inscrito en la Sociedad de Tiro bajo el nombre de Alexandr Rsar, lo cual tenía la doble ventaja de despistar a los investigadores eventuales, que procederían por orden alfabético, y, como el apellido era impronunciable, se imponía el empleo del nombre de pila a los miembros de la sociedad.

Un coronel retirado, regordete y vivaracho, dirigía la galería de tiro, una de las más modernas de Europa. Creía haber identificado en el señor Alexandr a un tirador de verdad y tenía para él todo género de gentilezas y favores. Podía ser también, por lo demás, que él se equivocara, y que el señor Alexandr sólo fuera un guerrero insatisfecho. Le faltaba esa fría pasión por la técnica que caracteriza a los miembros más serios y más locos, a la vez, de las sociedades de tiro. Él no utilizaba armas de formas o calibres inusitados; no hacía cálculos sobre balística; no recitaba nunca de memoria las cargas y velocidades; no se tomaba a sí mismo por un maestro armero y no desmontaba los sistemas de disparo. No era eso que se denomina un tirador de élite, y no participaba en ningún campeonato. Pero tirando experimentaba una alegría contenida y, sin embargo, visible; respetaba estrictamente las realas de seguridad; trataba las armas con respeto; en fin, todo indicaba que de no haber sido un hombre de negocios próspero habría podido ser un funcionario de calidad.

La sala de tiro por aire comprimido estaba tranquila como un acuario. Dos tiradores se ejercitaban allí, pero cada uno estaba demasiado pendiente de su propio recogimiento para perjudicar al compañero. Los pequeños y espaciados pfff sólo turbaban la quietud del lugar en la misma medida que hubieran podido hacerlo irnos golpes de aletas en unas aguas profundas.

Alexandr se concentró: la preparación para el tiro requiere algo de la inspiración y entrada en situación del actor, según Stanislavski. La mano cerrada con placidez sobre la culata, el índice rígido sobre el lado del guardamonte, el plomo estriado infiltrado con precisión en la cámara, los músculos deliberadamente distendidos, cosas que son necesidades prácticas y también ritos que favorecen el estado de gracia perseguido. Y después, ya está, uno se encuentra dispuesto, se elevan los ojos sobre el blanco; en el mundo sólo estamos éste y yo.

Alexandr tiraba lentamente, con la austeridad que caracteriza al sujeto en el tiro por aire comprimido, el cual es al tiro real lo que la tocata a una sinfonía. A cada disparo, oprimía el botón de mando, y entonces su blanco volvía, deslizándose a lo largo de los hilos tendidos en el stand, como un funicular. Lo examinaba, el rostro contraído: «¿Por qué esta desviación? ¿Es consecuencia de un golpe de dedo?». Seguidamente, reenviaba el blanco, el cual quedaba colocado en su sitio, para dejarse traspasar. Él inspiraba profundamente, espiraba, inspiraba de nuevo, espiraba a medias, y, conteniendo el aliento, levantaba el brazo para abatirlo después, alargado, pero no estirado, estabilizaba el guión sobre el blanco, y finalmente, con suavidad, cerraba todavía un poco más la mano, como sobre una esponja. El pequeño y sordo crujido le sorprendía cada vez.

Cuando su blanco le dejó satisfecho —se imponía esta purificación, esta recuperación manual, antes del tiro real: por eso los ortodoxos ayunan antes de Navidad— regresó a su taquilla, que se abría mediante una combinación, y tomó de ella sus protectores para los oídos. En el fondo de la taquilla un resplandor azul: su «Smith & Wesson», un arma sobre la cual Alexandr, al posar la mano, experimentaba una emoción que no se explicaba enteramente. Encontrar un símbolo sexual en un arma le parecía ridículo; se negaba lo mismo a ver qué podía existir de sagrado en aquel objeto, sólo utilizado para el ejercicio, es decir, el juego. ¿Llegaría, sin embargo, quizás, un día en que esta ascesis finalizara? Alexandr descendía de una estirpe de gentes de armas, que sólo pueden realizarse plenamente por medio del arma, igual que otros se realizan por la herramienta, la pluma, la cruz, el billete de Banco.

—Ven aquí —dijo en ruso. (Más exactamente: Vamos a ello).

Un arma no es un perro ni un caballo, pero pertenece a la misma familia.

¿Por qué había preferido poseer un revólver antes que un arma automática? Tal vez porque se interesaba por la mecánica tan poco como por la intendencia, y porque, pese a sus ventajas, la automática le parecía demasiado condicionada por el resorte de recuperación y por el del cargador, por la seguridad siempre artificial, añadida, por una ingeniosidad de algún modo pletórica; ¡el revólver tenía otra simplicidad! Además, la única arma que siempre había tenido asignada su padre había sido un revólver «Nagant»: quizá la pistola automática, más moderna, supusiera en su inconsciente un mundo en el que los suyos habían perdido, se habían perdido.

—¿Las siluetas, señor Alexandr?

—Un blanco, primeramente, mi coronel.

Pasó a la sala de tiro real. Un solo tirador. Se colocó lo más lejos que pudo de él.

Su «Smith & Wesson» tiraba el 357 magnum y el 38 especial. Por poco pedante que fuese Alexandr, sabía que, según el cartucho utilizado, la energía y la velocidad podían variar del simple al doble. Para los blancos, utilizaba el 38 especial de balas ojivales, de plomo, revestidas de nilón, relativamente económicas.

Colocóse delante del blanco y dejó que el arma pendiera de su mano. Con su cañón de diez centímetros de longitud —arma de combate antes que de competición, pero voluminosa—, pesaba, calcada, de un kilo. Dejó que su cuerpo se habituara a esta prolongación nueva, a este órgano suplementario.

Después, montó el arma.

Para tirar sobre los blancos, recurría siempre a la acción simple. Era un placer sentir su pulgar ciñéndose al gatillo, notar la resistencia de éste, y luego apreciar cómo cedía, en tanto que en el interior el mecanismo disparador se inmovilizaba.

Levantó el brazo solemnemente, como para dar una bendición, y, al mismo tiempo, abatió el párpado izquierdo. Los pies en escuadra, la cadera y los hombros desdibujados como en un fresco egipcio; hubiérase dicho que su cuerpo se había aplanado y que sólo existía en un plano vertical perpendicular al blanco. En ese plano, su brazo giró lentamente de arriba abajo, a la manera de un aspa de molino.

El punto de mira, reglado a la perfección, encuadró el guión, cuyo triángulo pareció clavarse en el círculo negro de la diana. Alexandr tenía las manos grandes. Apenas sentía el peso del arma estirándole los músculos palmares, pequeño y grande. Procurándose, como lo recomienda la técnica norteamericana, la independencia del índice, aplicándose en la tarea de no descomponer en nada la arquitectura milagrosa que acababa de crear, disparó. Para decirlo con más propiedad, tiró, esto es, atrajo hacia él el extremo del gatillo.

El arma habló.

Volvió a empezar. Un contador interior —¿psicosomático?— le tenía al corriente de las descargas hechas. Con la sexta supo que podía expulsar los casquillos. Le satisfizo su blanco. Se sentía a gusto. Volvióse hacia el coronel, que le acompañaba de un stand a otro.

—Ahora, mi coronel.

La sala de las siluetas estaba, normalmente, reservada a los policías, a los oficiales de la reserva, a aquellos de los que se presumía que no se habían inscrito en una sociedad de tiro para aprender a atracar mejor al prójimo. Pero el señor Alexandr tenía acceso al lugar. Para las siluetas, utilizaba el 357 magnum, no la caja todavía sellada que guardaba sin saber por qué en el fondo de su taquilla, y que contenía cartuchos con balas de punta hueca, pero semi-wadcutter, pasablemente realista también. Habiendo hecho voltear el tambor, introdujo una a una las pesadas y mortales semillas en sus cavidades respectivas. Unos momentos después, las gruesas balas de punta plana saldrían del cañón a una velocidad de 500 m/seg.

—¿Listo?

—Listo, mi coronel.

Las siluetas no iban a aparecer con tanta rapidez que no pudiera utilizar la acción simple, mucho más precisa, pero la acción doble le parecía mucho más conveniente para este juego. El tiro instintivo sobre silueta es al tiro sobre blanco lo que el amor platónico es al amor a secas.

Una se mostró, desmedrada, a su izquierda. Fuego. Otra, alta, a su derecha. Fuego. Estaba tranquilo: había abatido las dos. Una, a la derecha, delante de él. Fuego. Su dedo se había contraído demasiado. Adivinó que había alcanzado a aquélla tan sólo en el hombro, y, antes de que girara, tuvo tiempo de rectificar, alojándole una segunda bala al nivel del ombligo. Uno de esos arrebatos de rabia desproporcionados:

—¿Te habías figurado tenerme? Revienta.

Una a la derecha. Fuego. Una a la izquierda. El coronel, sonriendo para sí, y frunciendo por ello todas sus regordetas arrugas, aceleró la cadencia. Una más hacia la izquierda. El percutor cayó en vacío. El contador psicosomático había funcionado mal.

—¡Ah, señor Alexandr! No quiere usted escucharme. Siempre le he dicho que una automática…

—Ya lo sé. La última habría acabado conmigo.

Contempló con odio la silueta burlona. Volvió a cargar el arma: unos pequeños guisantes que retomaban a su vaina, unas cartas que se insertaban en sus sobres: ojalá pudieran llegar a sus destinatarios.

Comenzó nuevamente. Fue una orgía de tiros. Sólo se detuvo al notarse agotado: su eminencia tenar se había endurecido; su índice, fatigado por el esfuerzo suplementario de la doble acción, no actuaba más que intermitentemente. «Me pregunto cómo serán los tiros por allí. Seguramente, tan perfeccionados…».

—¡Eh, señor Alexandr! Acaba usted de rellenar de plomo a medio centenar de vietnamitas. Quítese esos protectores de los oídos y vayámonos a tomar una copa.

Entró en el cine por la salida de emergencia, que cerraba mal. Por esta razón, precisamente, iba a ver casi todas las películas que se proyectaban allí. Hoy tendría tiempo de ver Topaz dos o tres veces, ya que aquel cine era de sesión continua. Pero esto no le inquietaba: se sabía que solía quedarse para ver varias sesiones consecutivas si el filme le agradaba. Salió de allí tras la secuencia del hotel. Dejaría el «Omega» donde lo había encerrado, dirigiéndose a pie a casa de Jessica Boisse.

Las tardes de junio son interminables. Caminó sin prisa a lo largo de las grandes y burguesas avenidas del VIIIo distrito, donde se sentía a gusto. Todas aquellas casas imponentes, casi palacios, ¿por quiénes habían sido construidas? No por grandes señores, sino por agentes de cambio, por banqueros que sabían todavía vivir. Aquellas escalinatas amplias, aquellas sólidas galerías sin columnas, aquellas verjas de hierro forjado… (A Alexandr le agradaba el hierro forjado). Aquellos jardines entrevistos por las puertas cocheras; los paquetes de hiedra cayendo por encima de un muro de piedra de cinco metros de altura; el sobrio esplendor de las calles laterales, de aceras cubiertas de crujiente grava. Alexandr creía adivinar allí fantasmas de caballeros, espectros de calesas. Su abuelo se había paseado por allí luciendo unos guantes de color violeta, andando quizá bajo aquellos mismos árboles. Habían pasado desde entonces ochenta años. Era la época de la Alianza; los republicanos franceses no tenían prejuicios contra los boyardos, o bien los ocultaban por la simpatía que les inspiraban los rublos. Luego, su padre se había aventurado hasta allí, con el vientre vado, intentando obtener algún dinero, sin resultado. Y ahora era él quien venía a despedirse, pisando la arena con unos zapatos fabricados por el mejor zapatero italiano de París. Avanzaba con la cabeza erguida, echándose a un lado con una cortesía realzada ante cada una de las mujeres con quienes se cruzaba, tanto si se trataba de una indígena como si era una criada portuguesa.

Jessica vivía cerca de La Muette, en un inmueble muy feo y cómodo, construido poco antes de la guerra. Asomándose al balcón se divisaba el Bosque. La Embajada soviética quedaba a dos pasos.

—¿Se ha puesto usted guapa, Madame Boisse?

Cuando hablaba con esta mujer, Alexandr no lograba jamás prescindir de cierta grosería que sólo ella le inspiraba.

Jessica era morena, delgada, bella, si se quiere, impregnada de tabaco, siempre vestida de negro: hoy lucía un déshabillé de volantes y encajes, retro en segundo grado, transparente, retenido en el talle por un cinturón apenas anudado.

Condujo a Alexandr a la sala de estar; en un extremo, divanes rayados en blanco y negro, encuadrando una piel de cebra; una mesa de cristal en el sitio opuesto; vajilla de plata moderna, grandes platos para una cocina nueva, tapa dorada sobresaliendo de un cubo de hielo, dos cubiertos.

—Yo siempre estoy dispuesta a honrar mi contrato.

Ella jugaba con su cinturón.

—¿No? ¿No ha cambiado usted de parecer?

Él se dejó caer sobre uno de los divanes. Le hubiera gustado contestar con una grosería, pero se contuvo.

—Bueno, ¿y qué? Iván tardará todavía viente minutos en llegar aquí. Dígame la verdad, al fin: ¿es que le disgusto o que es usted impotente?

La mujer hablaba con un ligero acento norteamericano.

—Mi querida Jessica —dijo él, perezosamente—; la experiencia demuestra que constituye siempre un error mezclar el placer con el deber.

—Cuando el deber es un placer resulta fabuloso, ¿no?

—Pero cuando el placer se convierte en deber, resulta fastidioso. Si un día deja de ser usted mi elemento relajante, ya veremos. Por él momento, no me diga que le faltan admiradores.

Ella tenía sus buenos cuarenta años, pero estaba dotada de atractivo.

La mujer encendió un cigarrillo; él no hizo ningún ademán de ayudarla. Sí, Pitman había cometido un error al asignarle aquella fumadora; cualquiera podía darse cuenta de que detestaba a las mujeres que fumaban. Por otro lado, Pitman debía de haber procedido así expresamente: una complicidad entre ella y él habría podido perjudicar al servido. Por primera vez en el curso de la jornada pensó en Alla, y sintió como si le traspasaran el corazón.

De ordinario, se prohibía a sí mismo pensar en Alla, y todavía más en el pequeño Dmitri. Aquella misma mañana, evocando el retorno cercano, habíales desterrado decididamente de su mente: «Pitman me contiene; no hay que dar lugar a que me contenga demasiado bien…». Pero a veces, con el giro de una frase, pensando en otra cosa muy distinta, era, de repente, como un dique que se hundiera: «¡Oh, mi mujer! ¡Oh, mi hijo!». Se reprochó aquel instante de desatención. «Es preciso disimular». Contempló sus uñas. Tenía unas bellas manos y se ofrecía el lujo anticuado de pulirse las uñas al rubí.

Jessica siguió su mirada, riendo burlonamente:

—Ni impotente ni disgustado, pero sí algo marica. Esto es lo que debe de decirse de usted en los medios literarios, ¿no?

—Justamente son los medios en que eso no me puede causar ningún perjuicio —respondió Alexandr, sin sentirse contrariado—. Conozco autores perfectamente normales que se hacen pasar por invertidos a fin de conciliarse benevolencias. Verdaderamente, el Occidente está podrido, Jessica; y esto no es sólo propaganda.

Canadiense, nacida en Cannes, casada con un conde italiano, luego con un empresario norteamericano, y con otros hombres, posteriormente, Jessica Boisse tenía sus relaciones dentro de la jet set internacional, sin formar parte realmente de tal sociedad. De vez en cuando, exhibía a Alexandr en «Maxim’s» o iba a recogerlo con su pequeño «Lancia» blanco en tal o cuál editor; esto bastaba para calmar la curiosidad de los parisienses en cuanto a la vida privada de Alexandr Psar. ¿Qué clase de ligazón era la ejercida por Pitman sobre Jessica? ¿Dinero? ¿Chantaje? Alexandr debía, y prefería, ignorarlo. Era incluso de buen tono en su Directorio no pasar por ser una persona demasiado bien informada. «No son los nuestros los ojos de las cerraduras». ¿Para qué espiar a quienquiera que fuese, aun siendo el adversario, cuando es más sencillo darle instrucciones? «La serpiente —gustaba de decir Pitman— no espía a la rana».

Sonó el timbre. Jessica fue a abrir la puerta, adaptando el paso a su déshabillé, imitando el estilo pantera de los años locos.

—Me alegro de verte, Iván Ivanich.

—¿Cómo te va, Alexandr Dmitrich?

Ivan IV era un hombre fornido, de una cincuentena de años, ralos cabellos de un rojo pálido, alisados tranversalmente, no llegando a disimular su calvicie; tenía el rostro señalado con huellas de la viruela; sus ojos, de un azul claro, mostraban fácilmente expresiones tiernas. Llevaba una camisa listada en azul y blanco, bajo un traje completo marrón, y calzaba unos gruesos zapatos.

Se estrecharon fuertemente la mano. Iván Ivanich contempló a su agente.

—Tienes buena cara, Alexandr Dmitrich. Y eres, como siempre, tan bello como un dios.

—La mano del dios no es una bomba, Iván Ivanich. Deja de probarme que podrías arrancarme el brazo si quisieras. Es mejor que te tomes un centenar de gramos.

Una vieja broma: Iván Ivanich, con gran pesar por su parte, no soportaba el vodka.

—Vamos, vamos, camarada coronel, no está bien que se burle de un pobre dispéptico.

Alexandr era coronel cooptado; Iván Ivanich, mayor de carrera.

—Entonces, ¿qué? ¿Nada de MPC hoy?

A Alexandr le gustaba hacer ver que conocía la jerga de la KGB: una borrachera era una Medida Político-Cultural.

—¡Ah, no, en absoluto! ¡Y cómo apuntas a eso! Si esta damita hubiese previsto un poco de champaña…

Jessica le interrumpió:

Champanskoie? Sí, sí, hay champanskoie. Conozco mi oficio.

Ella continuó diciendo, en un mal ruso:

—Señores: les voy a dejar para que se ocupen de sus asuntos. Si me necesitan, llámenme. Pero tengo la impresión de que serán también felices a solas. Si deciden danzar desnudos corran las cortinas: tengo vecinos.

La mujer salió. Iván Ivanich guiñó un ojo:

—A ésa la dejaba yo bien satisfecha, la muy golfa…

—Si te lo dicta el corazón, estás en tu casa.

—¡Oh! El corazón, el corazón…

Iván Ivanich se acercó rápidamente a la mesa puesta.

—¡Caviar! ¡Bogavantes! ¡Ganso! Dime: tengo la impresión de que la nota de gastos va a ser disparatada.

Se acomodaron. Iván Ivanich desplegó la pesada servilleta, almidonada, e hizo un triángulo, pasando una de las puntas por entre dos botones de su arrugada americana. Profiriendo un «¡ah!» de anticipación, tendió la mano hacia la botella. Sentíase un hombre de buen humor, que se disponía gozosamente a hacer crujir las pinzas del bogavante y los huesos del ganso entre sus dientes. Alexandr se dijo, con una mezcla de piedad y satisfacción, que pronto iba a echarle a perder su apetito.

—Iván Ivanich: si te he lanzado la señal «contacto urgente solicitado» no ha sido solamente para ofrecerte los bogavantes. Por un lado, tengo algunas fruslerías para ti, como, por ejemplo, una novela histórica difamatoria sobre Dostoievski, pero esto habría podido esperar. Lo que yo quería hacerte saber a toda prisa es que he terminado.

—Que has terminado de hacer, ¿qué?

—De trabajar para el Directorio. Al menos en Francia.

—¿Que tú…? ¿Qué? Tú quieres estrangularme, Alexandr Dmitrich.

—Éso es cosa tuya. Yo regreso.

Los ojos claros de Iván Ivanich se enternecieron.

—Sacha, Sachenka… tú no puedes hacerme esto. Me he habituado a París, mi mujer también… Además, ¡no se puede dejar una misión a medias! ¡Piensa en la KGB, en la patria! Alexandr Dmitrich, confiésalo, tranquilízame: te estás burlando de mí, palomo mío, ¿no es verdad?

—Iván Ivanich, yo acepté una misión de treinta años; los treinta años han pasado ya; ha llegado para mí la hora de volver.

—Tú aceptaste, aceptaste… Tú no has aceptado nada, rico, tú tienes que obedecer, igual que todos nosotros.

—Te equivocas, Iván Ivanich. Yo acepté, insisto, la propuesta que me hicieron…

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué propuesta?

—Cuándo, ya te lo he dicho: hace treinta años. ¿Dónde? Si tienes interés en saberlo, sobre las torres de Notre Dame, muy concretamente sobre la galería de las Quimeras, entre las dos torres. Al aceptar la propuesta, pues, fijé una condición: quería volver a mi país antes de cumplir los cincuenta años. Me fue garantizado el cumplimiento de tal condición. Tengo la palabra de Iakov Moisseich; quizá no lo sepas, pero fue él quien me reclutó.

Iván Ivanich arrancó la servilleta de su americana, arrojándola sobre la mesa.

—¡Es escandaloso! ¡Es monstruoso! Me niego a creerlo. Continuaremos como antes.

Alexandr le miró fijamente.

—Iván Ivanich: yo te estimo mucho, pero piensa que eres poco más que una cosa: una correa de transmisión, nada más. Pues entonces, ¡cumple con tu misión, correa! Transmite.

Había aún claridad cuando Alexandr entraba en su casa, y, sin embargo, eran las once. Cierto que se hallaban en los días de San Juan, y que en aquella estación del año las tardes parisienses hacían pensar en las noches de San Petersburgo.

Una penumbra azul flotaba en la habitación. El juego de ajedrez electrónico no parpadeaba: había encontrado la solución. Alexandr se sentó delante del tablero, buscando una respuesta. Pero no tenía la cabeza en lo que hacía. Unas imágenes pasaban y repasaban ante sus ojos. Un niño rubio cuyas fotos había que destruir después de haber grabado en la mente hasta el último hoyuelo de su cara. Un anciano agonizando en un hospital: «Yo no volveré. Serás tú, Alex, quien vuelva en mi lugar». Y la mano caía sin que los dedos hubiesen alcanzado la mejilla querida. Una joven de ojos patéticos y traviesos. Y luego, el barco inmenso de una iglesia navegando en pleno cielo, con dos personajes menudos acomodados en el castillo de popa: un joven y su tentador.

Aun sintiéndose contrariado, Iván Ivanich no pudo hacer otra cosa que transmitir por radio la demanda de llamada de Oprichnik, que arropó con excusas y justificaciones. Él mensaje cayó sobre la mesa de trabajo del mayor general Iakov Pitman.

A sus cincuenta y siete años, Pitman era el miembro más joven del Consistorio de los Conceptuales, aquellos hombres que los verdaderos jóvenes llamaban los «sombreros-escondrijos». La menor de sus responsabilidades consistía en silenciar las aberraciones que la Unión Soviética haría fomentar en el mundo en el curso de los veinte años siguientes. Otras funciones todavía más reservadas sólo le habían sido reveladas por iniciaciones sucesivas, pero ya succionaba el jugo de una verdad superior, convencido de que si su vida resultaba útil para la Humanidad, ello sería gracias a los arcanos más impenetrables del exdepartamento D, que se llamaba ahora directorio A.

Si el directorio A hubiese respetado el reglamento, el general de División Pitman habría dejado largo tiempo atrás de ocuparse de la bagatela que suponía un agente de influencia lanzado al mundo. Se habría ocupado de la administración hacia abajo y de la política hacia arriba. Pero Pitman, mordido por el bacilo Sun Tzu, se había arrogado el derecho de devanar hasta el extremo su «madeja divina» personal, la de los siete franceses que había reclutado en su juventud. Al leer el mensaje de Iván Ivanich, revivió en un segundo la escena de la galería de las Quimeras… Luego, tendió la mano hacia su vertuchka, el aparato telefónico reservado a los príncipes de aquel mundo:

—¿Puedo ir?

—Le espero.

El vehículo que cubría el servicio fue en su busca. Pitman montó detrás. No aprobaba la demagogia de ciertos grandes jefes que se sentaban junto al chófer, pero no había tenido jamás la audacia de reclamar algo que Abdulrakhmanov obtenía con toda naturalidad: que le mantuviesen la portezuela abierta.

—A Volkovo.

Abdulrakhmanov se había retirado a un centenar de kilómetros de la capital, a una viejísima aldea, en la cual la KGB había hecho construir dachas para sus miembros. Habían sido cercadas unas cuatrocientas hectáreas, siendo el espacio custodiado por hombres armados y perros. En el recinto reinaba la paz de una Naturaleza dejada casi en estado salvaje. Se pescaba en el lago; se cazaba, se recogían setas en el bosque.

La dacha de Abdulrakhmanov se elevaba al borde mismo del lago, por encima del cual la terraza estaba como suspendida. Construida poco después de la guerra, la casa de madera había tomado ya un aire viejo y ruso, con el encaje de sus gabletes calados y los peldaños alabeados de su escalinata.

Abdulrakhmanov vivía solo, en compañía de un ordenanza mudo. No más serrallo que familia. Pitman encontró al viejo instalado en la terraza, frente a un tablero de ajedrez con piezas grandes y antiguas, barnizadas por el uso, y una hojita mal impresa que contenía problemas ajedrecísticos. El sol se ponía tras los árboles, y, como para un combate de retaguardia, disparaba sus rayos por entre sus troncos. Pequeñas explosiones de luz crepitaban en las ramas. El lago estaba pulido, sin color.

—Kentil ¡El samovar!

Pero Innokenti, sin duda prevenido por el puesto de guardia, traía ya a toda prisa el samovar de plata, ventrudo y escupiendo el vapor con fuerza. Volvió varias veces, portador de panecillos de formas diversas, kalachs, bubliks, y botes de confitura, y miel, y malossols, y salchichón, todo esto con la cabeza baja, el aire rezongón sin fijar los ojos nunca en su amo ni en el visitante.

—Siempre pensé, Mohammed Mohammedovich, que tenía usted proyectos concretos sobre Oprichnik.

Abdulrakhmanov no se encorvaba, pero sus hombros estaban redondeados por la edad, hasta el punto de que ya no era solamente su cabeza, sino toda su silueta, lo que evocaba un gigantesco pan de azúcar. Mordió un pepino. Sus dientes, enormes, estaban amarillentos, pero presentes en su totalidad en la acción. «Un viejísimo ogro —pensó Pitman—. Un ogro de más de ochenta años».

—¿Oprichnik? ¿No te acuerdas. Vuestra Excelencia, de que no querías reclutarlo?

A modo de broma, Abdulrakhmanov concedía a Pitman el tratamiento a que hubiera tenido derecho bajo el Antiguo Régimen. A modo de compensación, en cambio, le tuteaba.

Pitman reconoció con complacencia su ceguera y rememoraron uno a uno los éxitos más grandes de Oprichnik. El primero había sido una novela de Emmanuel Blun, Un amigo fiel, que ningún editor quería al principio, y de la cual había sacado partido Psar, haciéndola sonar fuertemente por medio de algunos carteles, hasta lograr que le concedieran un gran premio literario. Blun había sido traducido a varias lenguas, habiendo recibido de la Unión Soviética una recompensa que llevaba el nombre de uno de los más sangrientos verdugos de la Humanidad. Con esto, Blun continuó pasando por liberal, si bien el amigo fiel de su héroe era un miembro eficaz y silencioso del Partido Comunista, que llegaba siempre en el momento preciso, para salvar al narrador de los peligros que su temperamento generoso y travieso le hacía correr.

Luego, Psar había tenido la idea de los Libros Blancos. Hubo que atarle corto en lo tocante a algunos de ellos; particularmente, habían tenido que prohibirle que publicara uno sobre la guerra de Argelia. «No se trata —habíasele dicho— de colocarse a la izquierda. Recuérdelo: usted es un hombre honrado, que no puede negar la evidencia, pero cuyas simpatías naturales lo llevan hacia la derecha…». Habla otra razón, desde luego, y él la adivinó: la campaña de Argelia había sido asignada a otro agente y era necesario evitar las interferencias.

—¿Y su Libro Blanco sobre la Educación nacional? Los franceses no han terminado todavía de saborear sus frutos.

—Tampoco estuvo nada mal su Libro Blanco sobre la Mujer, Mohammed Mohammedovich.

—Exactamente. Me pregunto cómo podría evaluarse el número de futuros ciudadanos franceses reenviados al expedidor gracias a él. Los limbos. Vuestra Excelencia, deben de estar llenos de «pequeños y sangrantes embriones» francófonos, que no habrían sido despachados sin la intervención de Oprichnik, ¿no lo crees tú así? Abdulrakhmanov untó de manteca una rebanada de pan, y colocó encima, metódicamente, unas rodajas de salchichón, componiendo un motivo de lineas curvas.

—Otro de sus buenos golpes fue también El Ruso para todos, Mohammed Mohammedovich.

Sí. El Ruso para todos era un curso que abarcaba cuatro años; compuesto en la Unión Soviética, contenía notas propagandísticas en cada lectura, en cada ejercicio gramatical. ¡Un golpe maestro! El beneficio político había sido inmenso a juzgar por el provecho financiero.

—¿Y el Diccionario de Sinónimos, en el que se encontraba explotación en el artículo capital y revolución en el artículo proletariado?

—Tenemos, asimismo, el Diccionario de Citas: veintiocho de Jaurés contra tres de Péguy.

—Ahí hubo un ligero error: era mucho más hábil desbordar a Péguy recortando los contextos a la medida necesaria.

—No hay por qué estar resentido con Psar: le faltaba experiencia.

A los dos hombres les gustaba evocar las aventuras que habían marcado la juventud de uno, la edad madura del otro.

—Recuerdo también las profecías apócrifas de Guillermo Postel. Desde luego, se vio obligado a desmentirlas posteriormente, pero, como hace observar el Vademécum, los desmentidos pasan y las mentiras quedan.

Pues sí, se habían reído mucho en la plaza Dzerjinski, a causa del pánico que se había apoderado de los franceses, siempre tan cartesianos, motivado por la lectura del Apocalipsis del mago barentonés: «La soldadesca abandonará sus alabardas, las bombardas se tragarán sus balas de cañón, las galeras se hundirán por sí mismas, y los sacos de oro derramarán sus entrañas en los sumideros, el día en que el Caballero Rojo, llevándose la mano a la frente a modo de visera, surja por el sol levante… y esto tendrá lugar en el año 7488 de la creación del mundo…». ¿Estaba permitido pensar que ciertos capitanes habían abandonado el territorio nacional bajo el efecto de este Gran Miedo? No, quizá; de todas maneras, se había conseguido un éxito psicológico de puro deleite.

De repente, el rostro del capitán general se ensombreció, y pareció querer cambiar de conversación.

Nnoss… Yo detecto en Francia cierto deslizamiento, no diré que hacia la derecha, sino hacia el cinismo político, el pesimismo, cierta aptitud para ver en los hechos simples hechos y no aplicaciones de ideas. Estas características son de tipo reaccionario. No es que te esté haciendo un reproche, Vuestra Excelencia, pero me parece que, en mi tiempo, llegamos a imponer el marxismo como doctrina de referencia, como una especie de elemento absoluto. Ahora bien, se me dice que en Francia no es ya ridículo no ser marxista. ¿Es cierto esto?

Pitman dejó sobre el mantel el pirojok frío que se había llevado ya a la boca. Provocar el descontento de un superior constituía el terror de su vida. Este superior era, además, un bienhechor para él. ¿Cómo producirle una decepción?

—Mohammed Mohammedovich, nada escapa a sus ojos. No sé si soy culpable de negligencia, pese a que hago todo lo que puedo, se lo aseguro, pero, en efecto, según las informaciones de ambiente que recibimos, no tenemos ya a la intelligentsia francesa como la teníamos bajo su dirección. ¿Podría ser que nuestra vigilancia se haya relajado? En todo caso, un viento de fronda sopla en París.

Abdulrakhmanov suspiró lentamente, como el viejo que ya era. En treinta años de relaciones afectuosas, de atenciones diversas, de regalos para aquella idiota de Elichka, no había logrado curar a Pitman de esa prisa por recrearse en la autocrítica que paraliza a las burocracias totalitarias.

—Yo no estoy en el ajo —refunfuñó.

Pero ¿se estaba realmente en lo que ocurría alguna vez, dentro del Directorio?

—Sin embargo, si yo estuviera en vuestro lugar, no descuidaría ese viento de fronda, desatado, en gran parte, por nuestros propios disidentes. La opinión francesa tiene todavía su importancia en el mundo. Sugeriré una rectificación hecha con mano firme. Muy firme. Y los mismos disidentes comienzan a merecer una expedición punitiva de envergadura. Las dos operaciones podrían llevarse a cabo al mismo tiempo.

—¿Qué recomendación concreta nos haría usted, camarada general?

El sol había desaparecido. El lago se había tintado de rojeces, que se extinguirían un instante después. A lo lejos, un pez saltó en el agua y, tras una cabriola peligrosa, volvió a caer con un ruido de algo que se aplasta. Dibujáronse unas ondas, que se extendieron progresivamente, marcándose cada vez menos. Pitman creyó oírlas chapotear contra los pilotes que soportaban la terraza.

Abdulrakhmanov no respondió. Miraba algo situado directamente frente a él. Tal vez tratara de percibir ese ruido, u otro, también imposible de captar, que ascendía hacia él desde el fondo del porvenir.

Finalmente:

—¿Qué piensas hacer con Oprichnik?

—He venido a solicitar su consejo, Mohammed Mohammedovich. Oprichnik es, un poco, su hijo.

Abdulrakhmanov movió durante unos instantes la cabeza.

—Escúchame —dijo—, tú harás lo que quieras, pero yo siempre he gustado de las divisiones que quedan justas, y de las camisas que tienen tantos botones como ojales. Tú no sabes qué hacer con Oprichnik… Tú no sabes cómo apretarles las clavijas a los franceses y a los disidentes… Se trata, simplemente, de colocar el buen perno en la tuerca exacta… El zar Iván casi arrasó Pskov para enseñar a vivir a sus habitantes. Sería deseable, quizás, una operación Pskov… Desde el día en que conocí al joven Psar, pienso que podría representar su papel en un pequeño montaje bastante exquisito. ¿Tu Excelencia desea saber más sobre esto?