II. EL OVILLO DIVINO

Tras la ceremonia fúnebre, Iakov Moisseich Pitman comenzó por llevar a Alexandr a comer al «Coq d’or», un figón ruso situado en el limite del barrio latino. Los muros y los cielos rasos, bajos, estaban pintarrajeados con asuntos extraídos de los cuentos folklóricos; unos servidores de orígenes diversos intentaban hacerse pasar por antiguos húsares. Alexandr dijo:

—No tengo apetito.

—Hay que honrar a la muerte —replicó Pitman.

Ordenó que se les sirviese vodka e hizo el signo de la cruz antes de vaciar su primer vasito. Alexandr le miró con ironía:

—¿Cree usted en Dios? ¡Y en el Dios cristiano, además! ¿Usted? ¿Un chequista?

—¡Hasta qué punto se han apoderado de usted los prejuicios, mi joven amigo! En primer lugar, la Checa no existe ya, desde hace largo tiempo. El Comité de seguridad del Estado es otra cosa muy distinta, aunque nosotros no pensamos en renegar de nuestra abuela. En cuanto a Dios, ¿cómo decírselo? Yo veo que los hombres tienen necesidad de dioses, y pienso que esta necesidad es ya el mismo Dios. Entre todos los dioses, el más divino fue por mucho tiempo el de mi pueblo. Compárelo con ese juerguista de Júpiter. Pero existe un progreso para los dioses, igual que hay uno para los hombres, y lo mismo que la KGB vale más que la Checa, el Dios de los cristianos es una edición revisada y corregida del Dios de los judíos. ¿Se extraña usted de verme hacer el signo de la cruz? Es que estoy pensando en su padre. Me tocaría la frente y el pecho para honrar a un musulmán, y cuando voy con permiso a casa de mi padre me abstengo de pedir carne de cerdo y me paso los sábados mano sobre mano.

Alexandr bebió a su vez, y frente a los entremeses rusos le entró un apetito feroz. Comer y beber en recuerdo del difunto era, ante el misterio de la muerte, celebrar gravemente la vida. Después de unos cuantos vasos, el hijo ya pudo hablar incluso de aquel padre cuyo cuerpo había comenzado a descomponerse bajo el sol de Santa Geneviéve.

—No llegó a volver. Me mandó que volviera en su lugar.

—Yo le ayudaré a cumplir su voluntad.

Tras la comida, avanzaron por las calles, supercalentadas, polvorientas. Sentíanse estrechamente ligados por el raro sacramento que acababan de compartir.

—¿Ha visto usted ya París desde lo alto? —preguntó Pitman, señalando las torres de Notre Dame.

Alexandr negó con la cabeza. Se metieron en la pequeña escalera de caracol. Pitman iba delante; sus cortas piernas pronto se pusieron rígidas; sus pulmones de burócrata pronto le hicieron jadear; Alexandr subía con ligereza detrás de él, feliz por este gasto de energía física que le permitía quemar en sí mismo el exceso de pena y vodka mezcladas.

Escalaron los doscientos cincuenta y cinco peldaños que llevan a la galería. Después de tomarse unos instantes de reposo, visitaron el campanario, un espacio extrañamente teatral, todo de escalas y pasarelas, con, en el centro, la inmóvil y gigantesca ahijada de Luis XIV y María Teresa. Un gula, dotado del acento áspero que era de rigor entre los pequeños funcionarios, precisó que la campana pesaba trece toneladas, que habían sido incorporados a su masa oro y plata fundidos, y que su voz se dejaba oír a diez kilómetros a la redonda cuatro veces por año. Mostró los espacios que separaban las piezas de roble y de castaño que forman la armadura.

—Esta especie de espitas cortan las vibraciones. De lo contrario, la campana, al bambolearse, haría que la iglesia se desplomara.

De regreso a la galería, hizo admirar a los visitantes los monstruos echados que se devoran entre sí perpetuamente bajo el cielo de París.

—Las famosas gárgolas medievales —apreció Pitman.

—¡No, señor! Las gárgolas son los desaguaderos que vacían los canalones. Estas son las quimeras de Viollet-le-Duc, y tienen exactamente cien años. Fíjense en ésta, dotada de tres cabezas. ¿No sabe usted qué simboliza?

—No lo sé —reconoció dócilmente Pitman.

—Simboliza al arquitecto, porque el arquitecto crea en las tres dimensiones: ¡largo, ancho y alto!

Habiendo perfeccionado de este modo su cultura, Alexandr y Pitman fueron a acodarse en el antepecho. Se respiraba de esta altura mejor que a nivel del macadán, pero la palpitación de la luz en las aristas de los inmuebles hacía sensible la intensidad del resplandor. Los turistas, todavía bastante raros en esta época del año, no impedían el recogimiento, y durante un buen rato el adolescente y el hombre joven, uno junto a otro, con sus codos en contacto, casi, los ojos llenos de aquel París desplegado ante ellos, pero con la atención vuelta hacia susperspectivas interiores, no cruzaron una sola palabra. Alexandr pensaba en su padre. Pitman en lo que él llamaba el «momento sagrado» del reclutamiento. Miraron sin ver las cúpulas, las torres, las bóvedas, los campanarios y la marejada de tejados, reconociendo sin tener conciencia de ello la tiara de los Inválidos y el birrete del Panteón, la estructura de Saint Eustache y el juego de cubos de Saint Sulpice, la isla flotante del Sacró-Coeur, la aguja de compás de la Torre Eiffel, poco a poco, sin embargo, el paisaje, el paisaje, a la vez grandioso y rehilado, parecía montar hacia ellos como sobre un inmenso plato. Apostados en su balcón, tenían a sus espaldas esa muralla que producía vértigo, permaneciendo como suspendidos por encima del mundo, que Iba hacia ellos, trepidante de grises y cardenillos, con sus diferencias y sus similitudes. Por fin, Pitman quebró el silencio:

—¿Ha leído usted a Balzac?

—¿Piensa en Rastignac desafiando a París?

—Sería agradable poseer todo lo que se ve desde aquí.

Alexandr no reaccionó. Pitman continuó hablando:

—¡Oh! No hablo de posesión burguesa: es una cosa pueril esto de imaginarse uno que posee tal o cuál cuadrado de tierra porque paga el impuesto hipotecario. Yo pienso en una relación más profunda. Si el rey francés hubiese subido a esta galería para decir, una vez hubiera visto cuanto estamos viendo nosotros, «Todo esto es mío», eso no significaría, sin embargo, que aparte de la casa más grande, todas las restantes le perteneciesen.

—Ya no hay reyes —repuso fríamente Alexandr.

—Sí los hay. Los habrá siempre. Y hasta…

Pitman sintió que su corazón aceleraba su ritmo. Un instante más y el «momento sagrado» comenzaría. Todavía dependía de él retardarlo, pero un segundo después ya sería demasiado tarde. Sentíase emocionado como un joven Victoriano en trance de formular una demanda de casamiento.

—Y hasta —terminó— de usted dependería llegar a ser uno de ellos.

—Usted no lee solamente a Balzac, Iakov Moisseich. También lee el Evangelio. Para un marxista, esto no es serio. ¿Es para tentarme para lo que me ha traído «sobre la cima del templo»?

Pitman se sintió enojado al haber sido adivinada su intención, pero lo ocultó.

—El día al cual alude usted, Jesucristo cometió un pecado inexpiable ante la Humanidad. Ya lo ve, también leo a Dostoievski: él presintió esto; sólo que en su época no se atrevió a decirlo, y puede ser incluso que tampoco lo viera claramente.

Alexandr no respondió.

Ante tanta reticencia, Pitman se preguntó si no sería más hábil batirse temporalmente en retirada. El tentador había querido valerse de la asociación mitológica sin que el tentado tuviera conciencia de ello: la ocasión, en ese sentido, resultaba fallida. No obstante, el entierro de aquel padre amado, esta decisión feroz de «volver», ¿no convenía que fueran explotadas sin tardanza?

—Alexandr Dmitrich —tornó a empezar Pitman en otro tono (él afectaba a veces dar a su cadete el nombre de pila-patronímico de cortesía)—: ¿sabe usted cuál es el oficio más antiguo del mundo?

—Sí, pero si usted tiene la intención de terminar la velada fúnebre en una casa de trato, váyase al diablo.

La pudibundez del término estaba de acuerdo con lo que la actitud del joven Alexandr tenía siempre de crispada.

—Se equivoca usted de oficio. Para ir a parar allí donde usted dice hace falta conocer las señas. Se trata de una broma clásica entre los funcionarios del servicio de información. Nosotros fingimos pensar que nuestro oficio es el más antiguo.

Alexandr fijó obstinadamente la vista ante él.

—Ya lo veo. Ha decidido usted reclutarme de buena mañana. ¿Y cómo sabe si yo estoy dotado para la información, o bien, simplemente si me interesa siquiera? No tengo ningún deseo de ofenderle, Iakov Moisseich, pero para mí, ese oficio huele a policía de baja estofa. Envíeme a romperme los huesos en algún sitio: esto se me daría mucho mejor. Si no me equivoco, Lissenko ha demostrado la naturaleza hereditaria de los caracteres adquiridos, y desde hace una veintena de generaciones mi familia no ha cambiado de ocupación. Supongo que no será un bolchevique quien me lo reproche. Diré incluso que ése es el terreno sobre el cual podemos entendernos mejor, ante las narices de los burgueses.

—Hacerse romper la cara es algo que está al alcance del primer imbécil que se presente. Ya es más satisfactorio, me imagino rompérsela a otros —replicó Pitman, excusándose con una franca sonrisa por la crudeza de la expresión—. Pero es que nosotros no vivimos ya en los tiempos del príncipe Serebrianny o de nuestros bogatyrs: por entonces, una conciencia simplona y una gruesa cachiporra bastaban para ganar las guerras. Desgraciadamente para sus ambiciones, el porvenir no pertenece y a un arte de la guerra tan rudimentario. Los norteamericanos tienen la bomba atómica; nosotros la tendremos pronto. Resultado: no más caras útilmente rotas. ¡Oh! Siempre habrá por el mundo intentos de empleo de la fuerza, con muertos, ¡ay! Y actos de heroísmo, y, naturalmente, atrocidades, pero sin consecuencias reales: intercambios de peones con los puestos de vanguardia, partidas de brazos férreos, nada más. La verdadera guerra moderna, Alexandr Dimitrich, ocasionará pocos muertos, apenas torturas y ninguna destrucción material. Será perfectamente económica y permitirá al vencedor apoderarse de territorios y pueblos de más cerca que jamás lo hicieron los reyes. Estamos en la aurora, usted y yo, del despliegue de un arma nueva, no mortífera, tanto más eficaz. Si quiere usted hacer una guerra rentable, debe renunciar a las peleas de sus sueños, y convertirse en un oficial de esta arma. (Pitman estaba sinceramente emocionado, y contaba con su sinceridad para hacer esta emoción contagiosa). Usted es libre, que quede claro, de no seguirme por el camino que le indico, pero ya verá dentro de veinte o treinta años que hoy tenía razón: los ejércitos serán más numerosos y estarán mejor equipados que nunca, y ya no combatirán. Serán grandes sables siempre envainados.

—En suma, lo he entendido bien, quiere usted hacerme del Servicio de Información.

—Alexandr Dmitrich: he de revelarle ahora mismo una cosa. —Hubo tina pausa—. Lo que usted denomina, con una expresión aproximativa, información se presenta bajo dos aspectos…

—Lo sé: espionaje y contraespionaje.

Pitman sonrió con indulgencia.

—El espionaje y el contraespionaje son dos momentos del mismo aspecto, que no es desdeñable, lejos de eso, pero que continúa siendo, sin embargo, simplista. Tratar de saber qué hace el adversario, impedir que sepa lo que hago yo, todo esto es relativamente pasivo. Las cosas comienzan a hacerse interesantes a partir del momento en que soy yo quien sugiero al adversario las acciones que él intentará inmediatamente realizar. Imagínese a Kutuzov al mando del Gran Ejército interpuesto por Napoleón, o, ya que es usted hijo de marino, a Roj-destvenski a la cabeza de la flota japonesa en Tsushima. ¿No se le hace la boca agua con esto?

El joven Alexandr levantó los ojos; los tenía de color marrón y como recubiertos por un velo. Manifestó, de dientes afuera:

—La cosa podría ser divertida.

—He ahí lo que nosotros consideramos el aspecto activo de las operaciones secretas, a las cuales se da el nombre genérico de información.

—Y usted piensa que se puede, verdaderamente…

—Nuestro camarada Mao Tsé-tung dijo que es preciso «moldear» la conciencia de las masas adversas: en la medida en que seamos nosotros capaces de forjar el molde, las tendremos luego a nuestra merced (Pitman fingió vacilar). Yo no veo ningún inconveniente, después de todo, en hacerle saber que distinguimos cinco procedimientos que permiten llevar al adversario a actuar conforme a nuestros deseos.

»Primeramente, está la propaganda blanca, que se realiza por dos, y que consiste en repetir, simplemente “Yo soy mejor que tú” millones de veces. En segundo lugar, tenemos la propaganda negra, que se efectúa por tres: se atribuyen al adversario palabras ficticias, ideadas para disgustar a un tercero, ante el cual se representa la comedia. Luego, viene la intoxicación, que se puede hacer con dos o tres: aquí se trata de inducir al error, pero por procedimientos más sutiles que el de la mentira; por ejemplo: yo no le daré a usted falsos informes, pero me las arreglaré para que me los robe. A continuación, viene la desinformación, palabra que nosotros utilizamos también para designar globalmente todos esos métodos. En su sentido estricto, la desinformación es a la intoxicación lo que la estrategia es a la táctica.

Pitman calló. Miraba el Sena: un espejo que estaba perdiendo su azogue. Un barco ómnibus, atestado de turistas ataviados con abigarradas ropas, iba a cruzarse con una gabarra sobre la cual había sido puesta a secar una retahíla de camisas, y una guirnalda de calzoncillos.

—¿Quinto?

El pez mordía el anzuelo.

—El quinto método es secreto, Alexandr Dmitrich. Nosotros somos la única potencia mundial que hemos puesto a punto ciertos procedimientos… Si yo los desvelase ante usted sería como si le hubiese entregado hace cinco años el secreto de la bomba atómica.

—En ese caso, no me diga nada —replicó el joven Alexandr, volviéndose como de hielo.

Pitman rectificó el tiro.

—Unas palabras solamente: ese quinto procedimiento es el de la influencia, y los otros cuatro no son más que un juego de niños comparados con éste. He aquí algo ahora que quizá le choque. ¿Se acuerda de aquellas palabras de Carlos Marx?: «La época de las revoluciones mediante golpes de mano…

—… realizados por minorías conscientes, a la cabeza de masas inconscientes, ha pasado». Conozco su tabla de multiplicación.

Pitman bajó ligeramente la voz.

—Pues bien, eso no es verdad.

—¿Se equivocó el profeta?

—Tenía razón en lo tocante a su época, pues ésa sí que había pasado. La ciencia sociológica ha hecho progresos, y sabemos ahora que una revolución puede ser desencadenada no solamente a partir de condiciones socioeconómicas objetivas, sino a partir de una opinión modelada en la creencia de que ellas existen, incluso sin tener en cuenta lo evidente.

—¿Quiere usted decir que ya no necesitamos gallinas para incubar los huevos ya que disponemos de incubadoras?

—Quiero decir que tenemos ahora incubadoras que hacen más que empollar: ellas ponen. La revolución correspondía, según Carlos Marx, a cierto momento histórico determinado por una evolución previa; se suponía que iba a remplazar un orden antiguo por un orden nuevo, del cual se tenía ya el programa, y constituía necesariamente un episodio violento, una convulsión de la Historia. Todo esto no se corresponde ya con las realidades del siglo XX.

Pitman no había creído nunca mucho en la conversión marxista de Alexandr: el joven Psar entraría con más entusiasmo en un sistema en que el Jehova de Tréves estuviera sujeto a revisiones.

—En la hora actual, el «momento histórico» lo desencadenamos agitando la campanilla de Pávlov, que Carlos Marx no podía prever. Hemos descubierto que ningún «orden nuevo» debe ser propuesto a cambio del orden antiguo, bajo pena de constituir inmediatamente un blanco. Nada nos perturba más, francamente, que los partidos comunistas extranjeros —las «corporaciones», como decimos nosotros—, que repiten machaconamente que la Unión Soviética es un paraíso: no es tal paraíso, cosa fácil de demostrar, y nuestros enemigos no dejan de hacerlo. Nosotros creemos que será un paraíso, pero esto es un acto de fe, y no se puede pedir a la mayoría que sacrifique una sociedad que conoce en nombre de una eventualidad de tal tipo. Lo que hay que hacer es derribar el orden antiguo sin proponer nada concreto con que remplazarlo; sólo cuando aquél se haya revelado completamente incapaz de defenderse puede ser introducido el orden nuevo. En fin, nada está tan pasado de moda como el esquema según el cual se hace primeramente la propaganda, para desencadenar después una insurrección. En realidad, el terror es indispensable, pero únicamente para poner el fulminante de la explosión, que no hay ninguna necesidad de que sea violenta. Carlos Marx pensaba todavía en el binomio enciclopedistas-jacobinos, pero nosotros hemos hecho progresos: ahora, el terrorismo no tiene más utilidad que la de suministrarnos ocasiones para ejercer lo que denominamos nuestra influencia, y ello gracias a unos medios técnicos que Carlos Marx no llegó siquiera a soñar: los medios de comunicación social, los mass media.

»En la Edad Media, el asesinato de un individuo, pongamos un príncipe, podía transformar la historia de un país; luego, los pueblos entraron en escena y este tipo de acción puntual ya no sirvió de nada; hoy avanzamos a grandes pasos hacia un período en que el individuo será de nuevo determinante, no a causa de sus cualidades propias, sino por el simple hecho de la entrada del factor de la información. No sé si usted se da cuenta: la fisonomía humana, que ya ha sido multiplicada por la fotografía de Prensa y el cine, será multiplicada una vez más, en el cuarto de siglo que viene, por la televisión. Creo que no me equivoco: dentro de veinticinco años, tomar un rehén o asesinar al último mico serán acciones que tendrán más resonancia que cualquiera de las guerras coloniales del siglo XIX.

ȃste es el tren, Alexandr Dmitrich, que no quisiera verle perder.

Alexandr presentaba su huesuda y blanca cara a aquel París que parecía en todo momento ascender hacia él aun permaneciendo en el mismo sitio. A medida que avanzaba la tarde, el adolescente creía ver cada vez con mayor claridad que uno de los grandes duelos de su vida había comenzado.

Envite: aquel retomo que había sido un deseo y se había transformado en un deber. Además, otros intereses se agitaban en esta imaginación, más hirviente todavía por estar confinada por una frialdad afectada. Si verdaderamente la psicología y la sociología modernas permitían reinar sobre las almas, el joven Psar no era hombre que rechazara el riesgo.

—Esto es bastante curioso —observó—. Esta… influencia.

Pitman apuntó su pequeña y redonda nariz al cielo. Buscaba sentencias y enigmas. Sabía que en aquel estadio debía intrigar más que instruirse, pero, al mismo tiempo, ardiendo con toda la pasión del neófito, deseaba fervientemente transmitirla a aquel muchacho, que le inspiraba afecto, si no simpatía, y también cierta forma de respeto.

—Tenemos en el Departamento —dijo, por fin— un manual que contiene nuestra doctrina, la parte, al menos, que puede ser comunicada a nuestros agentes. Este manual ha sido escrito por nuestros jefes, principalmente, me imagino, por el más grande de entre ellos. Es posible que usted, al igual que yo, tenga la suerte de encontrarse con él un día.

Pitman profirió una ingenua risita de adoración.

—Cuando digo el más grande, aludo a los dos sentidos.

Vio la silueta de su bienhechor erigiéndose ante él, tan alta como la galería de las Quimeras, tan alta como la flecha de Notre Dame, más elevada todavía. Matvei Matveich tenía al mundo en el hueco de su mano. Y, sin embargo, ¿no era en verdad el más afectuoso de los hombres?

—Él llama a su manual El Vademécum del agente de influencia. Y bromea: Quo vadis? Mecum, mi pequeño palomo, mecum! Y hace una señal con el dedo. Desde luego, nosotros vadons todos secum, usted piensa.

Pitman había sido siempre hombre abierto a las emociones generosas de la apoteosis, incluso si su latín dejaba que desear.

—Entonces, ese Vademécum

—Pienso que no será un gran crimen… (Pitman, pérfido y cándido a medias, se apoyaba en sus propias debilidades, como gran tratante que era)… descubrir que… Fíjese: mirando esta quimera de tres cabezas he pensado que existía un parecido entre ella y nosotros. Nuestra doctrina es una, pero posee una triple forma. Lo esencial, ya se lo he dado a entender, es que nada de lo que hacemos puede ser llevado a cabo directamente. Ya ha visto usted esta campana: no se bate por encima con el puño, sino que se la acciona por medio de una cuerda. Nuestra cuerda, Alexandr Dmitrich, es larga, muy larga, y sin ella nosotros no seríamos nada, nos sucedería lo que a un hombre que intentara hacer sonar esta campana golpeándola con los puños: no haría más que destrozarse los dedos.

—Su doctrina no pende sólo de una cuerda.

Pitman adivinaba que Alexandr recurría a un ardid con él, para hacerle hablar; Alexandr adivinaba a su vez que Pitman le había descubierto. Suponía también que Pitman quería excitar su curiosidad, y que por esto tenía necesidad de iniciarlo, al menos hasta cierto punto. Pitman, por su parte, adivinaba que Alexandr quería saber mucho y prometer poco, pero ninguno de los dos se sentía molesto por aquel juego.

—No —reconoció Pitman—. De una cuerda, no.

Era todavía muy joven, de lo cual Alexandr, naturalmente, no se daba cuenta: cerca de la treintena, para él, era ya tener cierta edad. No para Pitman, que se sentía, como había dicho, en la aurora de una gran aventura. Tenía sus dudas sobre las capacidades de Alexandr Psar, no sobre la calidad de su propia fe. Naturalmente, ya se guardaría, en esta primera iniciación, de rebasar el límite admitido, pero ya que éste se hallaba admitido, ¿por qué no alcanzarlo? No sería su maestro, el hombre-montaña, quien se lo reprochara.

—Nuestra doctrina, tal como se expone en El Vademécum, se apoya en tres arquetipos, si bien el vocablo arquetipo no forma parte de nuestro vocabulario. Digámoslo así: en tres articulaciones, en tres imágenes. Estas imágenes son, a la vez, tan secretas que no debería revelárselas, y tan preciosas que no puedo abstenerme de hacerlo. A pesar de todas nuestras diferencias, tenemos, usted y yo, pertenencias comunes: Rusia, nuestro credo político… Los dos sabemos que la Rusia roja será la salvadora del mundo. Y además, hay otra cosa: este hecho muy simple, el de que en esta última hora de la tarde nos hallemos juntos, mirando el mismo paisaje, sintiendo la misma admiración y viviendo el mismo exilio. Nos encontramos a bordo del mismo buque, y esto estaba previsto desde la noche de los tiempos.

Pitman se exaltaba, y sabía que era bueno que así sucediese (hasta cierto punto), y Alexandr, si bien joven, sabía que Pitman no se exaltaría más de lo que él deseaba. Lo del buque era verdad: sí, uno se hubiera creído aquí, entre cielo y tierra, sobre una alta pasarela, instalada en una nave ocupada por un microcosmos, como el arca esotérica de Noé. Alexandr callaba, sabedor de que si formulaba preguntas, Pitman tendría la ocasión de negarle las respuestas. Pitman comprendía que aquel silencio no era indiferencia, sino astucia, y había decidido nutrir tal astucia paso a paso.

—En rigor, puedo todavía darle una idea de esos arquetipos, pero después será necesario (estoy seguro de que una naturaleza generosa como la suya comprenderá) que me dé su aprobación, su conformidad. Este será un día muy indicado para proceder así.

Espontáneamente, Alexandr buscó con la mirada el Sur, Santa Geneviéve, aquella tumba, aquel féretro, aquel cadáver.

—Los tres arquetipos son… —comenzó Pitman.

Y la cosa le pareció tan bella, tan sustanciosa, que cerró a medias los ojos y se abstuvo por un momento de hablar, no por cálculo esta vez, sino más bien por respeto y por una especie de sensualidad.

—… la Palanca, el Triángulo y el Alambre.

Alexandr se sorprendió. Encontró aquellas imágenes muy comunes.

—Voy a desarrollar un poco esto para usted —dijo Pitman, conmovido por su propio evangelio.

Las palomas volaban a baja altura. El Sena, desierto, reflejaba las nubes que pasaban. Los tugurios del extremo de la plaza preparaban su respiración de la noche.

—La primera imagen es la Palanca. Cuanto más grande es la distancia entre el punto de apoyo y el punto de aplicación, mayor es el peso que usted podrá levantar, desplegando una fuerza igual. Hay que empaparse bien de la idea de que es la distancia misma lo que forma la palanca, y, en consecuencia, hay que procurar siempre aumentarla, no disminuirla. Se deriva de ello que, en el dominio de la influencia, jamás debe uno actuar por sí mismo, sino valerse siempre de un intermediario o, preferentemente, de una cadena de intermediarios. Voy a darle un ejemplo histórico, pues los grandes hombres del pasado tuvieron a veces la intuición de nuestros métodos, aunque nunca los reunieran en un cuerpo de doctrina. Felipe el Macedonio quiere apoderarse de Atenas. ¿Va a hacer propaganda blanca: «Vosotros, atenienses, seríais más dichosos si os dejarais gobernar por mí»? No: se contenta con infiltrar el partido pacifista de Eubula, y Atenas cae en sus manos como fruta madura. Ese partido ha sido la palanca de Felipe. La utilización de los pacifistas, por otra parte, se ha tomado algo clásico. Ya lo verá si hace nuestro cursillo: cuando se pretende dominar a un país, se crea en él un partido de la paz, al que se da una resonancia popular, y un partido belicista, que se autodesacredita, ya que son pocas las gentes razonables que se resuelven a desear la guerra.

—Cuando yo era pequeño, muchos padres franceses no regalaban nunca juguetes bélicos a sus hijos. Los pobres se hicieron mayores sin soldados de plomo, sin fusiles «Eureka».

—La propaganda pacifista en Francia fue una operación de influencia dirigida por Hitler, quien, en Alemania, mantenía el culto al Ejército. Resultado: el desastre de 1939.

—¿Y nosotros nos hallamos en trance de hacer lo mismo, a mayor escala, con el impulso de Estocolmo?

Pitman sopló en su cerrado puño.

—¿Ha visto usted ese cartel en el que aparece una madre con su hijo en brazos y este texto: «Luchamos por la paz»?

—Por supuesto.

—Se trata de una idea de nuestro Departamento. En la Unión Soviética, para sugerir lo mismo, disponemos de un cartel con idéntico texto, pero ¿sabe usted qué representa? Un soldado del Ejército Rojo con una metralleta sobre el vientre.

—¿Es el cartel la palanca?

—¡No! La palanca es el ingenuo que contempla el cartel y se hace receptor del mensaje; por ejemplo, el periodista de buena fe, quien, creyendo en las virtudes de la paz, no puede evitar creer en la sinceridad de quienquiera que la reclame. Usted sabe muy bien que se puede proclamar una cosa y hacer la contraria; por poco fuerte que se grite, es el grito lo que se nota, si se ha preparado convenientemente a la opinión, y el acto pasa inadvertido. Es por lo que la palanca ideal es la Prensa; pronto serán ideales también los otros medios de comunicación. Una vez hecha la preparación, no hay ya ni siquiera necesidad de orientar la información: basta con dejarla «resonar». Ejemplo: usted ha decidido sembrar en cierta población el terror. Manda cometer una acción terrorista aislada. La Prensa conservadora condena decididamente la misma. Cuanto más la condene más importancia le da, y mejor, a fin de cuentas, trabaja para nosotros.

Hasta aquel día, Alexandr se había tenido por un futuro gran escritor. No se reducía todo al futuro, por otra parte: había escrito poemas, narraciones, dos novelas de las que se sentía satisfecho. Pero Pitman le descubría de repente otro dominio que le parecía infinitamente más tentador. ¡Qué pobreza la del teatro de sombras de los personajes imaginarios cuando se pueden poner en escena crímenes verdaderos, amores reales! ¿Qué reino habría más sublime que el de las almas y voluntades? ¿Qué habría más delicioso que soplar el caramillo de Guildenstem para hacer danzar a Hamlet y a todos sus daneses?

—En suma —prosiguió Alexandr, buscando para sus palabras un tono irónico que no encontró—: el tocador de flauta de Hamelín era de su Departamento.

—Sólo que nosotros tenemos ambiciones más nobles que la de desratizar al mundo. Piense en lo feliz que se siente por el hecho de que hayamos sido nosotros, y no los capitalistas, quienes hayamos descubierto esta música de flauta. ¿Sabe usted, Alexandr? Yo no creo que esto sea una casualidad. En definitiva, cierto determinismo y cierta Providencia, ¿no es la misma cosa?

—Usted me ha dicho que es necesario preparar a la opinión para sacar provecho de unos golpes semejantes. ¿Cómo preparan ustedes a la opinión, Iakov Moisseich?

Pitman suspiró; iba todavía a arrojar más lastre.

—Por el procedimiento de la información tendenciosa. Para esto, hay que lograr infiltrarse en un periódico respetado por el público. Si se procura con cuidado que no se comprometa abiertamente, toda la Prensa seguirá sus pasos, multiplicando las entregas hasta el infinito.

—Y esta información tendenciosa consiste en…

Alexandr adoptaba un aire despegado. Pitman simuló caer en la trampa.

—El Vademécum da diez recetas para la composición de informaciones tendenciosas. ¿Quiere conocer usted estas diez recetas?

—Me interesarla, sí.

La contra-verdad no comprobable, la mezcla verdadero-falso, la deformación de lo verdadero, la modificación del contexto, la difuminación con su variante: las verdades seleccionadas, el comentario apoyado, la ilustración, la generalización, las partes desiguales, las partes iguales.

—¿Podría darme algunos ejemplos?

—Voy a intentar recomponer la conferencia de mi monitor del cursillo. «Supongamos —decía él— el hecho histórico siguiente: Ivanov encuentra a su mujer en la cama de Petrov». (Alexandr se irguió: le disgustaban las gracias escabrosas. Los franceses no podían evitarlas. Bueno, pero con un ruso él había esperado no oírlas; sin ningún motivo, visiblemente, Pitman tenía un aire jocoso). «Voy a presentarles los diversos tratamientos que pueden aplicar a ese hecho si por tal o cuál razón política desean divulgarlo de un modo tendencioso.

»Primer caso. No hay testigos. El público no sabe qué hay en aquello y no posee ningún medio para informarse. Ustedes anuncian de buenas a primeras que es Petrov quien ha encontrado a su mujer en el lecho de Ivanov. Esto es lo que denominamos una contra-verdad no comprobable.

»Segunda fórmula. Hay testigos. Ustedes escriben que el matrimonio Ivanov no marcha bien, y conceden que el sábado último, Ivanov ha sorprendido a su mujer con Petrov. Es verdad, añaden, que la semana anterior fue Ivanova quien sorprendió a su marido con Petrova. Se trata del procedimiento de la mezcla verdadero-falso. Las proporciones, evidentemente, pueden variar. Los muchachos de la intoxicación, cuando quieren “basar” al adversario, le dan hasta el 80% de verdadero por 20% de falso, porque es importante, a su nivel, que tal o cuál punto falso preciso sea tenido por verdadero. Nosotros, los desinformadores y agentes de influencia, operamos sobre la cantidad, y hallamos, por el contrario, que un solo hecho verdadero y comprobable permite el paso de muchos que no son ni lo uno ni lo otro».

—Así fue como los fundidores de la gran campana que hemos visto no ha mucho deslizaron un poco de oro en una masa de bronce.

—Exactamente.

—Tercer truco. Ustedes reconocen que la ciudadana Ivanova se encontraba en casa de Petrov el sábado pasado, pero ironizan en cuanto al tema del lecho. El mobiliario, comentan, no tiene nada que ver con el asunto. Más verosímilmente, Ivanova estaba sentada, simplemente, en una silla o en un sillón, quedando lo otro muy dentro de la manera de ser de Ivanov, que siempre tiene una tendencia excesiva a rodar bajo las mesas, a calumniar a su desgraciada esposa. ¿Qué quería que hiciese ella? ¿Que se dejara moler a palos por el borracho del marido? Ella habrá creído que era su deber refugiarse en casa de los Petrov, y, según todas las posibilidades, estaba acompañada por sus hijos, de escasa edad; finalmente, nada nos permite acusarla de haberlos abandonado a la merced de este bruto. Nada nos indica que la ciudadana Petrova no haya asistido a la entrevista Ivanova-Petrov, y ello hasta es probable, pues la escena se desarrollaba en la habitación que ocupan los Petrov, dentro del apartamento comunitario que comparten con los Ivanov. Es el truco de la deformación de lo verdadero.

»Cuarto artificio. (Pitman contaba sobre sus dedos). Ustedes recurren a la modificación del contexto. Es cierto, dicen, Ivanov ha encontrado a su mujer en la cama de Petrov, pero ¿quién no conoce a Petrov? Es un monstruo de concupiscencia. No es imposible que haya sido condenado catorce veces por violación. Aquel día, encontró a Ivanova en el pasillo, arrojándose sobre ella, y arrastrándola hasta su casa, estando a punto de violentarla cuando, por suerte, el digno ciudadano Ivanov, al volver de la fábrica, donde una vez más se había ganado el premio de los tres mil tomillos colocados en dos horas y veinticinco minutos, hundió la puerta para salvar a su casta esposa de una suerte peor que la muerte. Y la prueba, proclamarán ustedes en voz muy alta, es que en la información inicial no se recoge ningún reproche dirigido por Ivanov a Ivanova.

»Quinto procedimiento: el de la difuminación. Ustedes ahogan el hecho verdadero en una masa de otros informes: Petrov, dicen, es un estajanovista, un afamado tocador de armónica y un buen jugador de damas; nació en Nijni-Novgorod; fue artillero durante la guerra; regaló un canario a su madre al cumplir ésta los sesenta años; tiene queridas, entre ellas cierta Ivanova; le gusta el salchichón al ajo; nada bien de espalda; sabe hacer los pelment siberianos, etc.

»Tenemos también una combinación, algo inverso a la difuminación: las verdades seleccionadas. Ustedes escogen en el incidente que deben recoger detalles verídicos, pero incompletos. Cuentan, por ejemplo, que Ivanov entró en casa de Petrov sin llamar, que Ivanova se sobresaltó porque es nerviosa, que Petrov pareció extrañarse de las malas maneras de Ivanov, y que después de haber intercambiado algunas observaciones sobre el extremado relajamiento de las costumbres, que constituye una de las secuelas del Antiguo Régimen, los esposos Ivanov se reintegraron a su hogar.

»Sexto método: el comentario apoyado. Ustedes no modifican en nada el hecho histórico, pero sacan de él, por ejemplo, una crítica de los apartamentos comunitarios, que cada vez desaparecen con más rapidez, pero en los cuales los encuentros entre amantes y maridos tienen lugar con más frecuencia de la prevista por el plan quinquenal. Ustedes describen luego una ciudad moderna, en la que cada pareja de tórtolos tiene su estudio, donde ellos se pueden arrullar a su gusto, y pintan un cuadro idílico de la suerte envidiable que aguarda a los Ivanov.

»La séptima astucia es otra forma de la sexta: es la ilustración, en la que se va de lo general a lo particular y ya no de lo particular a lo general. Ustedes pueden desarrollar el mismo tema: la felicidad de las parejas en las ciudades nuevas erigidas gracias a la eficacia bienhechora del régimen de los soviéticos, pero terminan con una declaración exclamativa como ésta: ¡Qué progreso sobre los antiguos apartamentos comunitarios, donde se desarrollaban escenas deplorables, como la de ese Ivanov encontrando a su mujer en la casa del vecino!

»La octava táctica es la generalización. Por ejemplo: ustedes extraen de la conducta de Ivanova consecuencias que inducen a confusión sobre la ingratitud, la infidelidad y la lujuria femeninas, sin mencionar la complicidad de Petrov. O, por el contrario, aplastan a Petrov-Casanova, el vil seductor, y absuelven entre las aclamaciones del jurado a la infortunada representante de un sexo vergonzosamente explotado.

»La novena técnica se llama: partes desiguales. Se dirigen ustedes a sus lectores y les piden que comenten el incidente. Publican una carta que condena a Ivanova, incluso en el caso de que hayan recibido cien, y diez que la justifican, aunque no hayan recibido más que esas diez.

»Finalmente, la décima fórmula es la de las partes iguales. Encargan ustedes a un profesor universitario, polemista competente, querido del público, una defensa de los amantes en cincuenta lineas, y piden a un tonto de pueblo una condena de los mismos amantes, también en cincuenta lineas, lo cual establece su imparcialidad.

»He aquí, Alexandr Dmitrich, lo que le facilitará una idea de lo que es la información tendenciosa y los ejercicios que le inducirán a hacer, evidentemente, sobre temas algo más serios.

—Me parece —dijo Alexandr— que conozco un periódico francés que hace precisamente lo que usted dice. Pero ¿no me ha hablado también del Triángulo?

—Es usted insaciable. ¿Se imagina que voy a revelarle toda nuestra doctrina porque sí, sobre este balcón, únicamente por distraerle?

—Verdaderamente, si quisiera podría contármelo todo antes de la hora del cierre de las torres.

—No, con toda seguridad. Le he dado diez recetas pueriles, a modo de ejemplo. Nosotros hemos elaborado centenares de procedimientos que podemos emplear conjunta o separadamente, toda una interpretación de la Historia, toda una Waltanschauung de la influencia, diría que casi una cosmogonía.

—¿Puede usted entonces explicarme el Triángulo? Sólo el Triángulo.

—Brevemente, pues. Se trata también de una aplicación del principio de base: nada de directo, siempre con enlaces; no se ha de luchar jamás sobre terreno propio, ni sobre el del adversario; hay que ajustarle las cuentas en otra parte, en otro país, en otro contexto social, en otro dominio intelectual, distintos de aquellos en que surge verdaderamente el conflicto. Tal concepción supone tres participantes: nosotros, el adversario y el reflectante; es decir, un elemento que reverbere nuestra maniobra. Supongamos que yo deseo atacar a un gran imperio: no voy a lanzarme directamente sobre él; le desacreditaré entre sus Aliados, sus clientes, todos aquellos sobre los cuales asienta su potencia mundial. Va usted a ver, dentro de poco tiempo, que la misma existencia de países subdesarrollados nos dará ocasiones de influencia antinorteamericana de primerísimo orden. Pongamos ahora que yo tengo algo contra tal país: le haré demostraciones de amistad, y lo descompondré desde el interior, hasta el momento en que, podrida su armadura, se hunda por sí mismo.

—¿Cómo lo descompondrá usted desde dentro?

—Mediante métodos que se aprenden, Alexandr Dmitrich. En primer lugar, hay que conocer perfectamente la sociedad sobre la que se trabaja. Es por lo que los métodos que nosotros hemos descubierto, y que nuestros enemigos descubrirán luego, no servirán a éstos de nada: los capitalistas son demasiado perezosos y presuntuosos pon aprender a ser «como peces en el agua» en un medio extranjero. Es preciso realizar un esfuerzo para conocer la sociedad-blanco mejor de lo que la conocen sus propios miembros. Disponemos para esto de técnicas que no le explicaré hoy y que agrupamos bajo el nombre de «entrismo».

»Supongamos que decido extender mi influencia sobre cierto país. El triángulo estará compuesto por mi, las autoridades de ese país y su pueblo. No consideraré el pueblo como el adversario, sino como el elemento reflectante. Me propondré tres objetivos: primeramente, desintegrar los grupos de referencia tradicionales que podrían proteger al pueblo contra mi acción; en segundo lugar, desacreditar a mi adversario, las autoridades, apoyándome sobre el reflectante, el pueblo; tercero: neutralizar el pueblo mismo. Unas prácticas especiales serán puestas en marcha para cada uno de los tres momentos de mi acción. Para desintegrar a los grupos tradicionales, me aplicaré por una parte a señalarles culpabilidades desde el interior y desde el exterior: haré creer al resto del pueblo y a los miembros más débiles de esos grupos que han sido perjudicados en el pasado, que siguen siéndolo; por otra parte, sin preocuparme por las contradicciones, demostraré que esos grupos son inútiles, parasitarios, ilusiones y no realidades. Así es como cavaré un foso que separe a los hijos de sus padres, a los empleados de sus patronos, a la tropa de su jefe. Mis agentes tendrán un triple lema: buena fe, buen derecho, buen sentido. A partir de esta posición de fuerza, atacarán a la autoridad haciéndola responsable de todos los males reales que existan en la sociedad-blanco, sin contar los imaginarios. Una sociedad verdaderamente autoritaria encontrará medios de represión que me darán mártires, y éstos me permitirán apelar a la opinión mundial. Una sociedad liberal sucumbirá todavía con más rapidez, pues habiendo demostrado que puede ser atacada impunemente —es el objetivo principal del terrorismo inteligentemente comprendido— llegaré al tercer momento de mi acción. De paso, haré un poco de propaganda proyectiva, es decir, acusaré al adversario de utilizar los métodos a los cuales yo mismo tengo intención de recurrir: así me presentaré en estado de legítima defensa. No lo olvide, Alexandr: a diferencia de las revoluciones de los tiempos pasados, las revoluciones modernas se hacen contra la mayoría y no contra una minoría. Ahora bien, esta mayoría la tendremos cuando la hayamos herido con una parálisis generalizada. Esto puede operarse de diversas maneras. A veces, es posible transformar una mayoría en una gigantesca sociedad deportiva: que levanten la pierna derecha, y ellos la levantan; que levanten la izquierda, y ellos la levantan; que levanten las dos, y se quedan sentados. En ocasiones, por el contrario, hay que fraccionar la población en millones de individuos; cada ciudadano se encuentra solo frente a la máscara de Gorgona que se le presenta, sintiéndose desarmado y listo para capitular. Se crea este mudo pánico mediante la leyenda mantenida de la superioridad del enemigo, mediante un poco de terrorismo, mediante esa fascinación que ejerce la serpiente sobre la rana. Se añade a veces toda una serie seudosobrenatural con profecías, visiones y rasputinadas diversas. De todos modos, cuando se habla de “movilizar” a las masas no se apunta más que a un solo objetivo: inmovilizarlas. Cuando se ha llegado a eso, esto es, cuando el elemento reflectante se halla petrificado en su sitio, el adversario real cae en tu mano como una piedra desprendida.

»He ahí, resumida, la teoría del Triángulo.

—Tienen ustedes también —observó Alexandr— la del alambre.

Esta vez, Pitman vaciló de veras. Dio algunos pasos de un lado para otro. El guía miraba la hora. Los autocares, después de haber regurgitado a los bárbaros, se alejaban en dirección a la ópera. La luz cambiaba de color al cambiar de altura. No era ya blanca, ni todavía dorada; hubiérase dicho que caía sobre el gran acorazado de Notre Dame a través de no se sabía qué vidriera imperceptiblemente tintada.

Los tres principios del Vademécum, expuestos sin las técnicas de aplicación, no constituían ciertamente una iniciación completa; eran apenas un embrión. Pero allí estaba el mismo. Alexandr Psar, por muy ciudadano soviético que fuera, descendía de una familia reaccionaria, había sido educado en Francia, podía tener con el enemigo lazos ocultos que las investigaciones no habían revelado en absoluto. Llegaría un día en que la doctrina de la influencia sería conocida por todo el mundo, pero, de momento, constituía aún uno de los más grandes secretos del régimen. Correspondía al joven Iakov Moisseich Pitman desvelar este último artículo al riesgo de una traición, o disimularlo al riesgo de una espantada quizá definitiva.

—Escúcheme —dijo, acodándose de nuevo cerca de Alexandr—: en verdad, sólo superficialmente puedo tocar este tema. La imagen del alambre proviene de que para partir uno hay que doblarlo en los dos sentidos opuestos. Usted entra en contacto aquí con el fondo de nuestro arte; empleo la palabra precisa. El agente de influencia es lo contrario de un propagandista, o más bien es el propagandista absoluto, el que hace la propaganda en su estado puro, jamás pro algo y sí siempre en contra, sin otro objeto que el de dar juego, promover el tira y afloja, despegar, desanudar, deshacer, desbloquear. Si continúa usted interesándose por nosotros, le prestaré un libro del pensador chino Sun Tzu, quien vivió hace veinticinco siglos. Fue el Clausewitz de la época. Entre otras cosas admirables, dijo esto, que aplicaba a la disposición de las tropas ante el enemigo, pero que nos caracteriza perfectamente: «El fin del fin es no presentar una forma que pueda ser definida claramente. En ese caso, escaparás a las indiscreciones de los espías más perspicaces, y los espíritus más sagaces no podrán establecer plan alguno contra ti». Ejemplo: el agente de influencia soviético no pasará jamás por un comunista. Unas veces con la izquierda, y otras con la derecha, aserrará sistemáticamente el orden existente. Es todo lo que se supone ha de hacer, y, en tal papel, goza de una impunidad absoluta. Ninguna ley, Alexandr Dmitrich, quiero decir: ninguna ley occidental, le impedirá descomponer la sociedad en que vive. Le basta con jugar al rojo y al negro, al par y al impar.

Alexandr contempló el sol camino del ocaso, como un navío entrando en el puerto.

—Un día —explicó—, siendo yo pequeño, mi padre me llevó a una feria de atracciones. Nos detuvimos delante de un juego de lotería: había una gran rueda dividida en sectores rojos y azules. Se apostaba sobre uno u otro, y se podía ganar un pez contenido en un tarro. Yo deseaba tener un pez, y mi padre llevaba en un bolsillo dinero para poder hacer dos apuestas: «Tú escogerás el rojo y yo el azul. De esta manera, tenemos la seguridad de sanar». El pez costaba menos que las dos apuestas, menos que una, probablemente. Pese a esto, me pregunté si nuestra treta era honrada. Pero dije a mi padre: «Conforme». Fue él quien ganó el pez, y me lo dio. Yo estaba contento.

Pitman dejó pasar un largo silencio. Alexandr no añadía nada. Y luego:

—¿He de tomar esta apología como una respuesta? —inquirió el hombre mayor.

El más joven esbozó una sonrisa triste:

—Sí, con una condición. Yo les serviré fielmente, sin ahorrar ningún esfuerzo, sin mirar por mi vida, durante treinta años. Pero antes de que haya cumplido la cincuentena ustedes me dejarán volver, tal como es mi deseo, tal como mi padre me lo encomendó.

—Tiene usted mi palabra de funcionario y de bolchevique —manifestó Pitman, tendiéndole la mano.

—Vamos a cerrar —declaró el guía meridional, con un bostezo.

Cuando, finalmente, el reclutador y el reclutado se separaron aquella noche, al pie de la escalera de caracol, Pitman se precipitó de nuevo sobre su teléfono:

—Mohammed Mohammedovich: nos lo hemos ganado.

Alexandr entró en la habitación que había compartido con su padre, y se echó a llorar. Lloraba la muerte del pobre alférez de navío, sí, pero mucho más la pérdida de su propia inocencia. Acababa de leer a Goethe y sabía perfectamente qué era lo que había hecho allá arriba, en la cima del templo. Privar a los hombres de su libertad de acción pasa ya por cosa maléfica, pero esto en él calaba más profundo: se pondría en el sitio de aquel que en cada uno de nosotros dice: «Yo elijo». Tendido en la oscuridad, sobre su cama, de quebrados resortes, los ojos clavados en el trapecio índigo que la ventana proyectaba en el techo, murmuró con la grandilocuencia propia de su edad:

—Seré el incubo del pensamiento francés.

Uno puede ser grandilocuente y no mentir.

Poco tiempo después, fue llamado para ser sometido a reconocimiento, y compareció, completamente desnudo, ante el médico, comandante Nanan, que vestía un uniforme jaspeado de dorados galones, con un quepis granate.

Nanan, descontento de su sueldo, varios años atrás, había dedicado los ocios de la vida de guarnición a la fabricación de palanquetas. Sacado de apuros por la intervención de un diputado comunista, a partir de entonces vivió bajo el régimen de la doble subordinación. Licenciaba por inutilidad según las órdenes que tuviera, y, no siendo tal práctica una cosa inusitada en Francia, no salía malparado. Psar Alexandr fue uno de los raros beneficiarios que estuvieron a punto de causarle senos enojos:

—¿Que no estoy bien? ¿Yo? ¡Exijo una revisión del reconocimiento! —sollozó Alexandr, insolente en su desnudez rubia.

Tuvo que intervenir Pitman; había cometido un error: hubiera debido pedir un sacrificio en lugar de imponer un favor. Hubiera debido explicar que el tiempo apremiaba, que en lo tocante a Alexandr no se trataba de que el joven se dedicase a sacar brillo a sus polainas, reclamando como reclamaba la patria soviética sus servicios… Alexandr se sometió, pero estuvo largo tiempo resentido con sus maestros: no les perdonó que hacia finales del año 1968 recibiera por cooptación el grado de subteniente de la KGB, y así pues, la charretera, del mismo modo.

Por lo demás, obedecía a la menor orden formal. Se quiso que presentara un certificado de literatura francesa de la Sorbona, y lo obtuvo con la mención de sobresaliente: él, que a través de una de sus «cajas de resonancia» había de lanzar más tarde el lema: «La ortografía es discriminatoria, represiva y reaccionaria; es la última cadena burguesa que el proletariado no ha podido romper todavía», conseguía un 16 sobre 20 por el dictado de Mérimée, y consideraba su tiempo de estudios como una misión de reconocimiento en terreno enemigo. Se quiso a continuación que se matriculara en la Universidad de Columbia, y partió en dirección a Nueva York sin despedirse de nadie.

—Ésa será mi campaña de Egipto —indicó a Pitman con toda sencillez.

—No del todo. En primer lugar, es necesario verdaderamente que usted aprenda el inglés: sin esto, en el mundo moderno, mi Alexandr Dmitrich todo de oro (Pitman se limitaba a los metales), no será más que un penco cojo. Por otro lado, sólo los norteamericanos, casi exclusivamente, saben lo que es con exactitud un agente literario; usted debe, pues, hacer un curso entre ellos. Finalmente, ésta será una excelente ocasión para «blanquear» los fondos que le serán precisos cuando usted cree su propia agencia: les hará someterse a su economía.

Había una cuarta razón: si Alexandr dejaba Francia por unos años, se sentiría desorientado al regresar, y entonces se haría menos probable una inversión del juramento de fidelidad. Que el alejamiento de Francia podía tener el efecto contrario era algo que Pitman sólo calibraba en relación con la memoria: muchos serían los rencores y humillaciones del pasado que se acumularían por efecto de la distancia presente.

Alexandr, siempre flemático, aparentemente, siempre sonriente e inasequible, triunfó en Columbia al obtener la calificación de summa cum laude.

Un día entró en un café de la Calle 43 para comerse una salchicha. Se colocó sobre uno de los taburetes alineados ante el mostrador. El taburete vecino estaba vacío, y, naturalmente, Alexandr esperó a que se sentara allí una mujer joven y muy bella.

Una mujer muy bella y joven fue a sentarse en el taburete. La chica echó a su alrededor unas atemorizadas miradas. Utilizando un inglés vacilante, pidió un helado. Alexandr la observó con toda la discreción y el respeto estremecido de un ruso enamorado.

Sus cejas, de forma alargada, llegaban hasta los extremos de sus verdes ojos; su largo cuello le prestaba distinción; su boca, pálida, no sugería ninguna sensualidad; su frente oval, pensó Alexandr, reclamaba la diadema. Ella tenía, probablemente, un cuerpo, pero el joven no reparó en nada de éste.

Finalizado su pequeño refrigerio, la chica quiso pagar a la camarera, quien hizo un gesto denegatorio, apuntando con el mentón a la caja. Alexandr, la garganta contraída —nunca en su vida se había dirigido a una desconocida— le explicó qué era lo que tenía que hacer. La joven le dio las gracias —«Tank you»— con una tímida mirada de sus grandes y angustiados ojos. Volvieron a encontrarse en la caja, él confuso entre dos sentimientos contradictorios: «¡Con tal que no piense que intento seguirla…! ¡Pero qué crimen perderla si fuese Ella!».

La joven abrió su portamonedas, rebuscando en su interior con una mirada de miope, sin encontrar más que pequeñas piezas de cobre. La cajera, arisca, repitió:

—¡No hay bastante!

Cuando, por fin, la bellísima joven comprendió que no tenía con qué pagar, exclamó:

Bojé mol (¡Ah! ¡Dios mío!).

El resto fue fácil. Los jóvenes pasaron tres horas caminando por las calles y el parque, donde, en esta época, todavía existía alguna probabilidad de emerger vivo. Ella se llamaba Tamara CHTCH. Alexandr no dejó de reconocer este nombre ilustre. La chica era cantante de un coro folklórico. (Pitman había propuesto una bailarina —los cuerpos de ballet soviéticos viajan con más frecuencia—, pero Abdulrakhmanov había protestado: «No, no, Iakov Moisseich, nada de muslos al aire, ¡nuestro hombre es un tipo delicado!»). Aquella noche, el coro descansaba. Tamara había burlado la vigilancia de los «intérpretes» porque tenía deseos de ver el auténtico Nueva York. Debía, como la Cenicienta, volver al hotel a medianoche. ¿De qué hablaron? De Rusia y del amor. Se separaron sin intercambiar un beso.

Al día siguiente fue a oírla, y aunque ella era tan sólo una corista, creyó reconocer su voz en la conmovedora Luchinuchka. Dos días después, el coro partía para San Francisco.

Alexandr no escribió a Tamara, para no causarle problemas: sirviendo al régimen, él no se hacía ilusiones sobre su liberalismo; ¿quién podía saberlo?: quizá lo estuviera sirviendo por esto. Habría podido hacer valer a los ojos de las autoridades que él mismo trabajaba para la Causa, pero estaba ya demasiado penetrado de la importancia de su propia clandestinidad. ¿Tamara? Habíala reconocido: era Ella, La amaba, no La volvería a ver jamás. Todo esto era muy simple para un ruso.

Fueron transcurriendo los años, y llegó un día en que Abdulrakhmanov dijo a Pitman:

—No se puede alimentar a un ruiseñor con fábulas.

En efecto, la castidad de Alexandr se había acabado de alguna manera, y entonces recurrió con despego a las amantes que la KGB ponía a su disposición. Ninguna de ellas fue francesa: no se podía dejar crear un lazo carnal entre él y el país contra el cual trabajaba; ninguna, por supuesto, tampoco, fue rusa; se casarla con una compatriota cuando «volviera», pero, de momento, habla que separar claramente lo que iba a «ser de verdad» de lo que únicamente constituía una necesidad higiénica. Por lo demás, Alexandr no era hombre de exigencias desmesuradas; había llegado a no aprovecharse de algunas oportunidades que le depararan.

Tenía veintisiete años y un diploma de Columbia; habla hecho su cursillo de agente de influencia en una escuela clandestina de Brooklyn, y su aprendizaje con un agente literario de Madison Avenue, cuando desembarcara con paso pasablemente de conquistador del avión que le transportara a Orly. Las palabras pronunciadas una tarde de junio, ocho años antes, sobre las torres de Notre Dame, le hablan entrado en el alma igual que una sortija entra en un dedo. Volvía para arreglar sus cuentas con Francia y hacerla danzar al son de su flauta.

Pitman estaba destinado todavía en París, y los dos hombres, que hablan comenzado a acercarse por efecto de la relatividad de la edad, se reencontraron con placer. No eran el hijo y el padre adoptivo; eran más bien Mefísto y Fausto: Alexandr dio inmediatamente ese tono a sus relaciones, y Pitman, siempre benevolente y hábil, no hizo nada para desilusionarlo. Aunque seguía siendo el único profesional verdadero, al hombre mayor se le atribulan ciertas ridiculeces que le impedían ocupar el proscenio en que el joven debía figurar: «Usted, Alexandr Dmitrich, que es un aristócrata…», insinuaba Pitman, si bien no sin deferencia, y Alexandr respondía así: «Con todo, Iakov Moisseich, usted debe aprender a partir sus huesos de oliva en su puño», mas no sin humor. Con ello, reinaba entre los dos una confianza cierta, fundada en el reconocimiento mutuo de sus cualidades; y hasta cierto calor; porque Alexandr era indulgente y Iakov compasivo.

A despecho de lo acostumbrado, el reclutador de Alexandr fue su primer tratante, y sus relaciones profesionales se desarrollaron carentes de afectos personales. Un solo tropezón pondría en peligro de derribo el atalaje.

Habían convenido los dos que la vida de Alexandr había de estar libre de toda sospecha, y que, por consiguiente, el joven no podía pensar en flanquear pretendido telón de acero antes de haber terminado su misión. Cualquier policía atento podía preguntarse que hacía un ruso blanco en la Rusia roja; un agente de influencia funciona a pleno rendimiento cuando hace mucho tiempo que nadie se hace pregunta alguna sobre él. Pero, de repente, a Alexandr Psar se le metió en la cabeza pedir un permiso para pasarlo en la URSS.

Pitman, siempre sensible, sometió la demanda a Abdulrakhmanov. El hombre montaña se transformó en hombre-volcán:

—Creo haberle dicho, mi Iakov Moisseich, todo el papel maché, que el hidalgüelo katsap (es decir, gran ruso) ¡debe reventar sobre el estiércol del exilio!

Luego, el manipulador poeta dio la medida de su genio:

—Alexandr Dmitrich: esta misión de treinta años que usted ha suscrito con la patria, redescubierta al fin, ¡era una hermosa historia de amor! Y ahora, ¿qué es lo que desea hacer? ¿Flirtear?

Alexandr Dmitrich, humillado por haber dado lugar a que le sugiriera este aspecto de las cosas un que tenía por menos fino que él, no volvió a hablar jamás del retorno temporal.

Poco después, el coronel Pitman fue designado para el Estado Mayor del Departamento. Todavía podría viajar, pero ya no dirigiría de cerca a sus agentes: un primer oficial tratante, «Iván», fue asignado al agente de influencia Oprichnik. Se suprimieron algunos roces fácilmente, y, para demostrarle su estimación, Alexandr otorgó a su guía el patronímico Ivanich. Con el tratante siguiente, que pretendía también hacerse Llamar «Iván», y a quien Alexandr denominaba «Iván II», se produjo el agarrotamiento inmediato: el miembro de la KGB llevaba a Oprichnik como un agente ordinario, como un bastón-testigo; Oprichnik exigió la retirada del patán. Pitman, hombre dulce, vaciló: desconfiaba de su dulzura y su primera reacción fue violenta: pensó en sancionar a Psar o en licenciarle definitivamente.

—Ni hablar de eso, padrecito mío —le dijo el teniente general Abdulrakhmanov, emitiendo dos anillos de azulado humo—. Hay casos en los que la violencia no basta, siendo la brutalidad lo único indicado.

—¿No querrá usted decir… el Departamento V?

—No, no, mi Iakov Moisseich todo de cartón. Debe usted comprender que ha cometido un craso error al nombrar a un tipo semejante para tratar a Oprichnik; considérese destinatario de un voto de censura colectivo y patriótico, llame inmediatamente a ese individuo y mándelo allí donde Makar jamás llevó sus terneras. Le estoy reconocido por no haber intentado ocultarme el asunto; de lo contrario, hubiera sido usted, padrecito mío, quien se marchara para hacer una labor de desinformación entre los buriatas.

Iván II fue remplazado por «Igor», que Alexandr bautizó Iván III: «Si no se me dice su verdadero nombre, los llamaré a todos por el mismo, como si fuesen criadas».

Iván III se entendió bien con Alexandr, pero se atuvo a algunas de sus maneras de ver las cosas:

—¿No existe ahí un riesgo, Mohammed Mohammedovich?

Mohammed Mohammedovich suspiró.

—¿Le satisface Oprichnik? Sí. ¿Lo hace usted vigilar? Sí. ¿No se le ha hecho cambiar? No, que usted sepa. Pues entonces deje de inquietarse como un tendero cualquiera. No es nada sorprendente que este hombre, un sujeto «brillante», lo sabemos porque lo escogimos por tal razón, ejerza influencia sobre los subalternos encargados de hacer relucir su sol. La influencia es su oficio, en este pobre hombre. Más que reducirla, téngala en cuenta, sustráigala del peso total, como se hace con la tara. Y para estar seguro de que no se equivoca usted, asígnele tratantes que serán influenciados con seguridad: no solamente influenciados, sino fascinados, poseídos por él. El día en que usted sienta que es necesario acortar la brida, no tendrá que hacer más que cambiar de tratante.

Iván III, una vez terminado su período en Francia, fue remplazado por Iván IV, personaje grotesco, pero cálido, a quien le fue concedido por su agente un patronímico honorífico. Iván IV permanecía en actitud de adoración ante Oprichnik, pero esto no le impedía cumplir su misión, es decir, transmitir las directrices y los fondos en un sentido, los recibos y las informaciones en el otro. Pitman sonreía tras sus pequeños anteojos: él sólo pedía una cosa: que todo el mundo fuese feliz.

Contaba Alexandr Psar cuarenta y tres años y ostentaba el grado de «teniente-coronel cooptado», cuando Iván IV, aquel hombre regalón y vulgar, así como funcionario mediocre, aquel miembro parisiense de la 1CGB, hizo sonar la alarma. Había sido convocado en el Directorio para su conversación periódica con el coronel Pitman (esto lo consideraba él ir a confesarse), y, si bien había respondido con volubilidad a las preguntas que le habían sido formuladas, parecía no haberlo dicho todo. Había estado levantándose y sentándose, contempló el retrato de Dzerjinski, releyó por décima vez los mandamientos de Sun Tzu, que Pitman se había hecho grabar imitando a Abdulrakhmanov; parecía un perro que no acababa de tenderse a dormir. Pitman decidió prolongar la conversación hasta que el buen hombre hubiese soltado todo lo que tenía en el corazón. Esperando este momento, formulaba preguntas anodinas, cuyas tranquilizadoras respuestas debían crear una atmósfera de alivio. Los cristales se ensombrecían. Pitman no encendió la luz. Finalmente, en la penumbra. Ivan Ivanich masculló:

—Queda todavía una cosa… Puede ser que no signifique nada… Si soy un viejo imbécil, no me lo tenga en cuenta… Dígamelo: ¡Eres un imbécil, un asno que no se merece su heno! Dígalo, camarada coronel, no se preocupe. Sin embargo…, mi deber de chequista…

Pitman esperaba pacientemente.

—Camarada coronel: a él se le van los ojos detrás de los chiquillos.

—¿Quiere usted decir que…?

Pitman aspiró el aire con disgusto. Ivan Ivanich enrojeció hasta las orejas y batió el aire con los brazos.

—No, no lo tome en ese sentido. Con perdón, ¿tiene usted hijos?

—Seis.

Elichka había cumplido con su deber.

—Yo mismo tengo tres pequeños, unos chicos preciosos, que además, puede usted estar tranquilo, son bolcheviques convencidos. Son tres guapos bolchevichki rubios, el gozo de mi vida, después del servicio, claro. Bien, si yo tuviese su edad y no dispusiera de una cabeza rubia que acariciar… Juzgue por usted mismo, camarada coronel… Si pasa un niño, o una niña, pero sobre todo si se trata de un chico, él lo sigue con los ojos, y se diría que rumia cualquier cosa. Y también, desde hace algún tiempo, utiliza más los diminutivos, él, que se reía de ellos: «Usted, Ivan Ivanich, con sus cititas y sus instruccioncillas…». He compuesto una estadística: no pasa una hora sin que utilice cinco o seis, en lugar de los dos o tres del año pasado.

Pitman se emocionó. Se emocionaba sinceramente; era esto lo que le daba fuerza. Iba a hablar de diminutivos y de pequeñas cabezas a acariciar al capitán general, quien, a sus setenta y cinco años, se hallaba camino de la jubilación. Para hablarle tranquilamente, era preciso licenciar a los ordenanzas encargados de enrollar las alfombras de Bujara en su despacho, de desnudos muros.

Mohammed Mohammedovich reflexionó. Su propia vida privada era un misterio para sus colaboradores; algunos le atribulan un harén, otros unas costumbres eclécticas, otros afirmaban que Estalagmita había sido petrificado por su oficio. Su gran rostro, que casi no tenía arrugas, pero que con la edad había tomado los reflejos del basalto, no traicionaba nada. Sin embargo, al cabo de un minuto, estatuyó:

—Una mujer. No una «golondrina»: una funcionaría. Que lo sepa. Nada de matrimonio por el momento, pero sí un hijo. Usted arregla una luna de miel en cualquier parte, y luego una correspondencia por mediación del tratante. Nada de encuentros. No tiene delante ya más que cinco o seis años. Esperará.

—Pero… ¿y después, Mohammed Mohammedovich? ¿Le dejaremos entrar?

—Jamás. Nunca quedará mejor estrechada en tomo a él eso que Sun Tzu llama «la madeja divina».

Pitman no comprendía siempre por qué el gran hombre se aferraba tan mezquinamente a su rencor contra Psar.

—Escoja la que está bien metida en carnes —prosiguió el gran hombre, que había conservado una memoria sorprendente—, menos platónica que la otra, por así decirlo.

Y cuando Pitman salía, le recordó:

—Virgen. O que pueda pasar por tal.

—Pero, camarada general…

—Usted es un chequista: sabrá desenvolverse.

El ordenanza que entraba abrió unos ojos grandes como platos.

Alla Kuznetsova tenía veinticuatro años, el rango de capitán, y unos bonitos ojos grises. Descendía de una familia campesina de la Gran Rusia; poseía el porte airoso y la gracia un poco grave de esta nación. Era de carácter soñador; le gustaba la música y trepar a los árboles; una mezcla de ambición personal y de pudores heredados le habían impedido consagrar demasiada atención a los hombres.

Alexandr la escogió como los príncipes escogen a sus princesas: a la vista de sus fotos y según las informaciones que le suministraron sobre la salud, estudios y carácter de la candidata. Jamás había tenido el deseo de llevar una vida ordinaria y le complacía poder así arrojar el pañuelo a su favorita. Calibraba también este trato como demostrador del favor de que gozaba por parte de sus maestros.

Abdulrakhmanov hizo que le presentaran a la elegida:

—Un bocado de rey —declaró después de haber tentado la firmeza de los músculos—. El perillán tiene buen gusto.

Pitman no dijo nada: toda mujer atractiva le producía un movimiento de ternura y casi un golpe de pasión por su gruesa Elichka.

Mil precauciones fueron tomadas para que el encuentro fuese secreto. El señor Psar dijo a todo el mundo, incluso a su fiel secretaria, que iba a hacer un crucero por Noruega, tomó un pasaje de avión para el Senegal, y se presentó en Yugoslavia en una «BMW» alquilada bajo una identidad falsa.

La KGB había hecho bien las cosas. Una poética y pequeña casa, aunque confortable, enguirnaldada de viña loca y provista de dos cuartos de baño, encaramada a una colina desde la cual se dominaba el Adriático,‘rodeada por un jardín florecido y frondoso, separada de la carretera por una cerca electrificada, había sido preparada para el coronel y la Altura coronela. En una sala de estar enlosada, de paredes irregulares perforadas por unas troneras, se amontonaban las alfombras (ABDULRAKHMANOV: Importantes las alfombras: predisponen a las efusiones). Un piano de cola ocupaba el ángulo que quedaba frente a la chimenea, y cerca de un diván cubierto de cojines, un tocadiscos provisto de una cincuentena de álbumes, esperaba, con ese silencio apoyado de las máquinas musicales (PITMAN: Importante, la música: prende el corazón). El refrigerador contenía, entre otras muchas cosas, cuatro clases de caviar y doce de vodka (ABDULRAKHMANOV: Y sobre todo que se les haga comer ostras todos los días. PITMAN: Voy a prepararles un paquete de halva). El bar estaba abundantemente provisto de coñacs caucásicos (por lo patriótico) y franceses (por lo del gusto). (ABDULRAKHMANOV: Que no se olviden los licores. PITMAN: Les hace falta una botella de slivovits).

La decoración no había sido dejada al azar tampoco. Abdulrakhmanov había hecho colgar en el dormitorio El beso robado, de Fragonard, que valiéndose de los privilegios de su rango había pedido en calidad de préstamo al Ermitage, para chasco de ciertos tunstas (que recuerdan todavía el espacio desnudo en el muro); Pitman hizo adornar la sala de estar con grabados románticos rusos. Para hacer presente a los amantes que continuaban ejerciendo una misión, un retrato de Félix Edmundovich quedó colocado sobre la chimenea: el asceta verdugo parecía haber fijado su mirada en un porvenir radiante iluminado por las hogueras, y se podía leer encima su famosa divisa: «Cabeza tría, corazón ardiente, manos siempre limpias».

Los dos compadres se habían divertido paternalmente aportando plumones al nido de amor de sus agentes:

—Espero —dijo Pitman, con emoción— que serán felices.

—De suceder lo contrario, no dispondrían de excusas —concluyó Abdulrakhmanov con una feroz sonrisa.

Nada más llegado allí, Alexandr entró en contacto con la vieja aldeana que habría de encargarse de las cosas de la casa y de la cocina. Habiendo servido entre los emigrados rusos, la mujer hablaba bastante bien la lengua y además le agradaba utilizarla. Alexandr se sintió conmovido al ver que para esta eslava del Mediodía, que confundía en su rusofilia a los zares protectores de la ortodoxia con los comisarios vengadores del bajo pueblo, el mito del «gran amigo» septentrional era real. Se habituó rápidamente a oírse llamar, con respetuosa ternura: «Su Nobleza, camarada coronel».

Alexandr no conocía Yugoslavia; lo poco que de ella vio le sorprendió. Había tenido siempre la impresión de que eslavos y meridionales pertenecían a dos mundos opuestos, y he aquí que descubría lo contrario: este país era a la vez Europa central y la antigüedad, era Oriente y Occidente, una pequeña Rusia abierta sobre el Mediterráneo, una síntesis de la ambigüedad que caracterizaba su propio destino.

Hizo llenar de brazadas de flores su vehículo y partió para la estación.

Alla, vestida con un traje sastre azul, sobre una blusa con un gran cuello blanco, se apeó del vagón, y echó a andar a lo largo del andén a grandes pasos, casi masculinos, irguiendo los hombros y la cabeza, consciente de su belleza, decidida a no darle importancia. Los ojos grises sólo expresaban ese estado de alerta con que se supone ha de presentarse todo funcionario subalterno ante cualquier superior, pero se adivinaba que podían ser también burlones, soñadores, melancólicos, fulminantes. Por el momento, rechazaban dificultosamente la curiosidad de la cual sólo ellos querían llenarse. Se presentó, muy dispuesta:

—Kuznetsova.

—Es usted exactamente como en las fotografías.

Ella le miró con insistencia.

—Usted, no.

Un punto de coquetería asomó a los ojos grises.

—¿No?

—Es más joven.

Él quiso tomar su maleta.

—Déjela. Puedo con ella.

—Sé que puede con ella, pero no se lo permito.

La joven abandonó el asa; sus manos habían entrado en contacto.

Caminaron en silencio, hasta el momento en que él preguntó:

—¿Está usted fatigada? ¿Quiere meterse en casa ahora? ¿Desea dormir hasta mañana?

La chica le miró; sus párpados estaban levemente plegados:

—Quiero hacer todo lo que usted desee.

Él se detuvo.

—Alla: pongamos una cosa en claro. Cuando yo quiera que usted haga algo, se lo diré. Y cuando le pregunte qué es lo que desea, usted me responderá sin rodeos.

—Entendido.

Al Joven le chocó aquel «Entendido», que encontró vulgar.

—Entonces, ¿qué es lo que la complacería más?

—No me encuentro fatigada. Quisiera… ver la población. ¿Puede ser? ¿Puedo pasear? En su compañía, claro.

La irritación de Alexandr pasó pronto. Alla presentaba, a la vez, la disponibilidad del perro afable —¿Esta calle? Está muy bien. ¿Ese jardín? Perfecto— y una dignidad de burócrata, siendo ambas actitudes conmovedoras. Era consciente de pertenecer a la élite de los que saben conducirse en sociedad, morir por la patria, explicar la Historia del mundo por la lucha de clases. Ella se sabía respetable, se respetaba, se hacía respetar. Los bobos que empleaban esa palabra la habrían encontrado más «elitista» de lo que era posible ser. «Por un poco —pensó Alexandr, divertido—, sería yo quien la escandalizara con una expresión familiar o, en la mesa, tomando una servilleta con una sola mano».

Habiendo dado lo suyo, durante casi una hora, a la timidez jerárquica, Alla se tomó más natural y lanzó a Alexandr algunas miradas conmovedoras. Ella no trataba de seducir, no hacía zalamerías, en modo alguno, pero respiraba como respiran las mujeres que tienen el hábito de sentirse deseadas. Y la joven tenía una manera de alzar ligeramente la ceja derecha al tiempo que se hundía la comisura izquierda de los labios, que la hacía particularmente atractiva.

Comieron en la terraza de un restaurante, bajo una enramada, viendo cómo, a sus pies, se tomaba de color violeta el mar de Ulises. Alla se echó a reír, contenta:

—Todo esto es romántico.

Alexandr la observaba, no como mujer —desde tal punto de vista, ella había pasado el examen sin gran trabajo; además, Alexandr estaba convencido de que, de cierto modo, todas las mujeres vienen a ser lo mismo—, sino como esposa eventual y, sobre todo, como madre de futuros pequeños Psar. La eficacia con que ella servía al comunismo mundial no había atenuado en él en nada el orgullo de pertenecer a una casta de jefes; al contrario, en la medida en que él creía que una sociedad comunista es mejor incluso para reconocer las superioridades naturales y estimularlas. Contaba, pues, con que los Psar salidos de él se elevarían hasta ocupar altos puestos en el Gobierno, y estarían en su país en los sitios que les pertenecían. Tal sentimiento no se parecía en nada al esnobismo mundano. A Alexandr no le molestaba, en absoluto, que su mujer hubiese sido una aldeana; pero le era preciso que fuese una persona bien nacida, en el sentido profundo del término, capaz de perpetuar una cierta calidad de ser, dentro de la cual un nombre noble no es más que un símbolo estrictamente, y no una garantía.

Detallaba, con discreción, creía él, y en revoltijo, las muñecas, grandes aunque tinas; las faltas de gramática soviéticas; la sabrosa articulación, sin canturreo pequeño burgués; la ausencia de sortijas; una manera de bajar la cabeza levantando los ojos que habría podido ser amanerada, pero que no lo era; la limpieza de las uñas, cortas; el cuidado que ponía en no hablar con la boca llena; la certeza de tener razón en los puntos esenciales; una humildad sonriente en las opiniones secundarias; unos pies grandes, pero que se movían sin torpeza; los momentos de templanza y de gula; un cuello magnífico. Citó a este propósito el poema humorístico de Alexis Tólstoi:

Cuello de pavo real o cuello de cisne.

Tallo gracioso en su arranque.

Cuello gozoso, sublime y digno.

Cuello trozo de mármol blanco.

Alla, por su parte, lo observaba, decidida a cumplir con su deber, pero sin perder la consideración que se tenía a sí misma, sorprendida por una actitud jocosa a la cual no estaba acostumbrada. La joven le dijo un poco más tarde:

—Se pasa usted el tiempo burlándose de mí.

Eso cuando él, al contrarío, tenía la impresión de tratarla con un respeto atento y casi demasiado sostenido.

Después de cenar asistieron a una audición de canciones. A Alexandr le sorprendió mucho el contraste de la lengua eslava y las melodías árabes. Acabaron por entrar; luego, en cada curva del camino, los faros producían deslumbramientos al chocar con cascadas de flores, cuyos nombres iba enunciando Alla, aunque no podía ver los colores, y ante las cuales ella se extasiaba, quizá para llenar el silencio. Alexandr, indiferente como de costumbre al mundo exterior, e incapaz además de distinguir una violeta de un gladiolo, pensaba en la alquimia que debía unir su descendencia y la de esta mujer.

Alla se sintió encantada con la «dacha», mucho más espaciosa que el apartamento de dos habitaciones que ocupaba con su madre en un inmueble de la KGB sobre el Stretenka.

—¿Conoce usted el Stretenka, Alexandr Dmitrich?

Él le explicó que jamás había estado en la Unión Soviética. Ella no podía dar crédito a sus oídos:

—¡Sin embargo, habla usted el ruso a la perfección! Con algunas expresiones pasadas de moda, pero a la perfección, no obstante.

—¿No le han dicho que yo era un emigrado?

Era la primera alusión que hacían, uno u otro, a las circunstancias de su encuentro.

—Yo creía que usted había salido del país de niño.

Él hizo un movimiento de retroceso; siempre había experimentado una doble aversión con respecto a lo que se llama «la segunda emigración»; en estas gentes, el soviético que era veía unos traidores, y el viejo emigrado que era también juzgaba a aquéllos como tipos de mala ralea. Replicó:

—Yo salí antes de llegar al mundo.

Ella se sentó sobre una alfombra ubzeca, y los dos comenzaron, a pesar de lo avanzado de la hora, a hablar de ellos mismos, él con reticencia, ella muy sinceramente. Con las piernas replegadas bajo ella, mantenía una actitud normal, sin rigidez ni dejadez. La joven aludió a sus estudios, a sus ambiciones, que se aliaban felizmente con el deseo apasionado que tenía de ser útil.

—En nuestro país, las mujeres pueden hacerlo todo. Quizá llegue a ser general un día. Usted —agregó la chica, por delicadeza—, usted será mariscal. ¿Quiere un té? O un café; por lo francés que es usted. Se lo haré.

Ella tomó posesión de la cocina con resolución y, en cierta medida, competencia. Con su café, pensó que él bebería whisky, que rechazó sin ironía. Pudieron, finalmente, hablar abiertamente de su relación, ella de nuevo sentada en el suelo, bebiendo su té («Yo lo bebo como es preciso, pero debo confesarle una cosa: no he podido lograr hasta ahora que mamá pierda el hábito de mantener el azúcar entre los dientes»), él tumbado sobre el diván, descubriendo los vapores opacos del coñac caucásico, y viendo que, decididamente, la civilización francesa tenía cosas buenas.

Tenían en común el amor por su país y la certeza de ver el sistema comunista triunfando en el mundo. Esta certeza sólo suscitaba en Alla sentimientos alegres y virtuosos: sería como un cuento de hadas, que acabaría bien. Las cosas no eran tan simples para Alexandr, pero él no deseaba menos la victoria de la facción por la cual había apostado. Se pusieron de acuerdo sobre esa palabra:

—Nosotros servimos.

Alla sabía que los matrimonios entre miembros de la KGB eran estimulados, y no veía ningún reparo en desposarse con un hombre que le había sido presentado como un héroe y que encontraba guapo, cortés, agradable, inteligente, apenas menos vinl de lo que ella hubiese preferido… No era que Alexandr fuese afeminado, pero lo cierto era que no había nada en él de un hercúleo halterófilo. En lo referente a la idea de un matrimonio convenido, aquella muchacha llena de buen sentido no se sentía más sorprendida que lo han estado millones de mujeres durante siglos.

—Los primeros años no nos veremos mucho —indicó Alexandr.

A él, esto no le afectaba demasiado. Los niños de pañales le inspiraban una mezcla de temor y de repulsión; no le irritaba pensar que sólo trabaría relación con su hijo en el momento en que un chico comienza a sentir la necesidad de una autoridad más firme y cuando se puede jugar con él a los soldados de plomo. Evidentemente, durante todo ese tiempo se vería privado de Alla; Pitman no había precisado el número de citas que serían autorizadas, pero incluso poniendo las cosas en lo peor y suponiendo que las necesidades del secreto prohibiesen todo encuentro, Alexandr se sentía capaz de soportar la separación. No faltarían compensaciones temporales si las necesitaba. Alla, por su parte, no puso ninguna dificultad: criaría a su hijo mientras esperaba que su misión terminara y luego volviera él para ocupar su sitio en la familia. Nada bajo esta referencia había cambiado desde el príncipe Igor.

Durmieron separadamente aquella noche. Un período de esponsales, por breve que fuera, parecía congruente a Alexandr, un hombre delicado. Si Alla extrajo conclusiones desagradables para él, pronto tuvo ocasión de pasarlas por alto. Al salir el sol, descendieron hasta la pequeña playa situada al pie de la colina, y se bañaron desnudos. Después, él la tomó en brazos, religiosamente, como cuando en la mesa partía el pan.

—Es la primera vez —le confió él, con un abandono al que no estaba habituado— que no siento la impresión de haber cometido un adulterio.

—¿Porque nos casaremos un día?

—No. Porque tú eres rusa.

El hecho de que ella fuese rusa transformaba para él el acto del amor; lo que sólo había sido alivio o placer se convertía en sacramento. El desprecio que él había sentido por otras queridas: Yo te utilizo, se tomaba veneración: Tú me nutres. La impresión de cumplir un destino, de poner orden en el mundo, redoblaba su vigor. Sorprendióse al murmurar palabras de amor a esta mujer que no conocía. Una noche, bisbiseó:

—Es como si ya hubiera vuelto.

Los matrimonios de conveniencia son a veces los más poéticos.

Alla se sentía conmovida por la ternura y el respeto de este hombre que contaba veinte años más que ella. Sentíase atendida en otra cosa; sus amigas, quienes le contaran riendo las proezas de sus amantes, no le habían revelado que un hombre pudiese ser tan confiado, estar tan desarmado. Ella se fundía ante esta vulnerabilidad. Al mismo tiempo, se decía que todo habría sido diferente de haber sido él un verdadero bolchevique, y no un ex (los rusos dicen, más curiosamente, bivchi, «uno que ha sido»): de ahí aquellas atenciones, aquella solemnidad incluso en lo salvaje del amor. Cuando, mucho más tarde, ella describía esta experiencia a sus amigas, sarcásticas y compasivas a la vez, la joven les decía, con los ojos desmesuradamente abiertos:

—Él me abrazaba como si hubiera sido un icono… Y jamás una palmada afectuosa… Y antes de entrar en la habitación llamaba… Y quería saber si yo era feliz. A mí me parece que un hombre de verdad no debería ocuparse de eso. Es indiscreto. Además, ¿qué es lo que él puede hacer?

Pero, de momento, ella estaba enamorada de él y se arrojaba en sus brazos con una fogosidad y alegría adorables. La joven se echaba a reír a carcajadas cuando él le ofrecía una docena de frascos de perfume para que pudiese escoger; se reía cuando le sorprendía al disponerse a pulir sus uñas; se reía cuando él la levantaba ciñéndole fuertemente los brazos para arrojarla por la ventana, sobre un macizo de claveles; reíase de él en el agua, porque no nadaba tan bien como ella; se reía cuando pretendía que ella no hacía los pirojki como debía ser, afirmando que la revolución había matado la cocina rusa; ella se reía cuando él revelaba algunos de los puntos que ignoraba en marxismo-leninismo; se reía de placer cada vez que él evocaba su porvenir: ¿cuántos niños? ¿Qué nombres? ¿Dónde pasaremos nuestros permisos? Ella se reía cada vez que leía en sus ojos que la deseaba de nuevo; y fue él, pese a reírse siempre moderadamente, quien creyó reventar de risa el día en que, antes de caer en sus brazos sobre las alfombras, ella se dirigió completamente desnuda al retrato de Félix Edmundovich, volviéndolo hacia la pared:

—No quiero que el viejo nos mire.

Pero la joven lloró cuando tuvo que partir:

—Sacha, soy tuya.

Él la acompañó a la estación, instalándola en su compartimiento, con flores y bombones. «¡Ah! Hay además esta cosilla». El estuche contenía el solitario más bello que la chica hubiera podido ver jamás. Se echó a llorar una vez más, en esta ocasión de gratitud:

—No he hecho más que cumplir con mi deber. Tú no tienes por qué darme las gracias —manifestó ella ingenuamente, a través de sus lágrimas.

Él respondió, grave y tierno, hasta sentirse divertido:

—No es que te dé las gracias por lo que has hecho, sino por haber puesto, quizás, un poco de placer al hacerlo.

«Un solitario —se dijo él, al enfilar nuevamente la carretera— no significa nada». De vuelta a París, aquel coronel cooptado del comité de seguridad del estado adquirió una sortija y la llevó a un grabador, a quien encargó la ejecución de las armas de Psar, sobre una placa ovalada, armas que hubieran hecho estremecerse a todos los heraldistas occidentales: un campo de gules con una cabeza de perro de color natural, siniestrada, y una escoba de oro, colocados en aspa. La enviaría a Alla poco antes de contraer matrimonio con ella, inmediatamente después de haber nacido su hijo.

Antes de instalarse definitivamente «en su cubil, para en el mismo morir», el capitán general Abdulrakhmanov, del cuadro de reserva, lúe a tomar el sol en la playa de Sochi. Nueve meses después del episodio yugoslavo, Pitman fue a buscarlo allí. Por vez primera, el subalterno vio el cuerpo inmenso de su superior tendido a sus pies y casi desnudo. Le sorprendió el color marrón de la piel —el cráneo conservaba su palidez olivácea— en los huecos de las clavículas, en el delgado cuello, que hacía pensar en una pieza de desollado, en una clase de anatomía.

—Mohammed Mohammedovich, estoy desolado.

Él se sentía responsable.

—Es una niña.

El capitán general se estiró un poco sobre su bañador color rojo pasado y fijó la mirada en el infinito. Un velero cruzaba por alta mar. Abdulrakhmanov citó a Lermontov:

La vela es blanca y solitaria

Masculló algo. Pitman permanecía de pie cerca de él, de uniforme, con el sable rozando sus botas. Las palmas de unas palmeras se balanceaban.

—Esto no marcha, mi Iakov Moisseich todo de esmalte, esto no marcha en absoluto.

Aquel hombre había nacido con el siglo, había servido bajo Lenin, Stalin, Malenkov, Kruschev, Breznev. Sus jefes habían sido Dzerjinski (trasladado), Iagoda (fusilado), Ejov (colgado de un árbol en un asilo psiquiátrico), Beria (liquidado), Semitchastri (destituido), Chelepin (destituido), Andropov (¿cómo acabaría?). Había inventado el arma absoluta de los tiempos modernos. Si algún día se escribía su historia, quedaría demostrado que él había sido el Sun Tzu de Europa. De una manera más misteriosa que Pitman, quien no pertenecía todavía a los «Conceptuales» del Departamento, entrevisto apenas, este hombre había reinado, quizá, sobre el mundo, y he aquí que no era nada más que esto; un grandísimo cuerpo marrón que se asaba al sol.

—Evidentemente —dijo Pitman—, ellos podrían recomenzar tantas veces como hiciese falta…

Pero sabía que esta sugerencia no sería bien acogida: toda cita ponía en peligro la misión de Alexandr y, además, no se sabía si era capaz de engendrar niños. Ahora bien, según todas las probabilidades, una hija no satisfaría su necesidad de arraigo en el espacio y en el tiempo.

Pitman no habría osado recurrir, quizás, a la solución evidente, pero para Abdulrakhmanov todo era muy simple: se había pasado la vida falseando la realidad del mundo. Ostentaba un grado militar y había servido en una especie de policía, pero era brujo de vocación. Cerró los ojos. Su vasto pecho, cebrado de huesos, se elevó, dejando escapar un resoplido:

—Que sea un niño.

Era un hechizo más que una orden.

De ser una orden, Pitman no hubiera tenido la obligación de obedecer: Abdulrakhmanov, en principio, no pertenecía ya al servicio. Pero al nivel en que operaban uno y otro no había ya por qué hablar propiamente de jerarquía, ni activa ni de reserva, sino solamente del Departamento, que únicamente se dejaba cuando se dejaba la vida (y aún así, esto no era seguro): una especie de comunión de los santos. Entre estos santos reinaba tal confianza profesional que Abdulrakhmanov no había sido avisado del nacimiento antes que él mismo.

El pequeño del teniente Ermakov, del segundo directorio, fue fotografiado con regularidad por cuenta del servicio, y el capitán Kuznetsova recibió instrucciones precisas sobre la correspondencia que había de sostener con su amante. Todas sus cartas eran sometidas, naturalmente, al coronel Pitman, para su aprobación. Todo se ejecutaba sin escrúpulos. Era la abuela quien criaba a la pequeña Ekaterina; en cuanto a Alla, comenzaba a estar resentida con el señor de cierta edad al que, de alguna manera, había amado, pero con respecto al cual hallaba excesivo suspirar indefinidamente.

Alexandr, debidamente desinformado, fue a inclinarse sobre la tumba de su padre, en Santa Geneviéve. Sentóse, la cabeza descubierta, al sol, que pegaba fuerte:

—Ahora, papá, hay un nuevo Dmitri Alexandrovich.

Pensaba que en cierto sentido había ejecutado ya las últimas voluntades del alférez de navío: un fragmento de su cuerpo había «vuelto».