I. PUESTA A PUNTO

El 30 de abril de 1945, después de nueve días de combates calle por calle, casa por casa y, para terminar, escalera por escalera y habitación por habitación, la bandera rusa —hacia algún tiempo ya que no decíamos soviética— fue izada sobre el Reichstag.

El 2 de mayo habla caldo Berlín, y por tercera vez en el curso de la Historia, las tropas rusas, victoriosas, desfilaron bajo la puerta de Brandeburgo.

El 9 de mayo, Iósiv Vissariónovich Djugaschvili, llamado Stalin, se dirigía a la nación: «Los pesados sacrificios que hemos ofrecido, en nombre de la libertad y de la independencia de nuestro país, las innumerables privaciones y sufrimientos soportados por nuestro pueblo en el curso de la guerra, los esfuerzos y los trabajos que la retaguardia y el frente han depositado en el altar de la patria, no han sido vanos: fueron coronados por una victoria total sobre el enemigo. La lucha secular de los pueblos eslavos por su existencia e independencia ha terminado con la victoria que hemos conseguido sobre los invasores alemanes y la tiranía alemana».

Así, pues, aquellos mismos que hablan conquistado el poder apelando a la unión universal de los proletarios y aullando La Internacional, tenían la guerra que hablan hecho y ganado por patriótica, y renunciaban al empleo del vocablo «soviética».

Por cierto tiempo.

Entre los hombres que se sintieron más impresionados por estos acontecimientos, hay que incluir a los emigrados rusos llamados blancos, algunos de los cuales habían preferido combatir por Alemania porque el diablo valía más que los comunistas, en tanto que otros sirvieron a la Unión Soviética porque el diablo valía más que lo alemán. Hubo, lo sé bien, los demasiado inteligentes, los demasiado fíeles, los cínicos, los desesperados; pero en el corazón de todos los demás la victoria de las armas rusas suscitó un entusiasmo ni sorprendente ni totalmente impuro. El orgullo nacional, reforzado por un sentimiento de compensación por las vejaciones soportadas durante veinticinco años, tenía en eso su parte, pero también hubo tres motivos de importancia desigual, que ciertos espíritus hallaron frívolos a causa de su propia frivolidad.

En primer lugar, esta victoria de la Rusia eterna sobre Alemania aparecía ante los emigrados como una victoria de la Santa Rusia sobre la usurpación bolchevique. Sí, la bandera que ondeaba sobre el Reichstag era roja por entero y no blanca, azul y roja, pero los soldados soviéticos que nosotros encontramos hablaban de Rusia más que de «la Unión»; tenían conciencia de haberse batido por una tierra, no por una idea; sus simpáticos e ingenuos rostros recordaban a nuestros mayores los de aquellos Ivanes que habían mandado durante la otra guerra; en suma, el cuerpo de la patria parecía haber eliminado espontáneamente los antígenos que en él fueran introducidos. Nosotros no habíamos curado a Rusia; Rusia se había curado a sí misma por completo; hallábamos en eso una alegría más humilde y más sana que si hubiésemos tenido la ocasión de echar mano al bisturí.

Y luego, en Francia, por ejemplo, el embajador de la Unión Soviética se había dedicado a frecuentar los oficios de la catedral de San Alejandro-Nevski, y había algo bastante asombroso en el hecho de encontrar a aquel diablo en esa pila de agua bendita y en decirse que no tenía el aire de un diablo demasiado malvado. Muchos emigrantes eran afectos a las libertades religiosas más que al orden político del Antiguo Régimen: si la Iglesia se había hecho nuevamente con sus derechos no pedían más para ser los súbditos leales del Imperio, cualquiera que fuese el nombre bien o malsonante que éste llevara. Ahora bien, la Iglesia estaba allí, dorada, mitrada, barbuda, melodiosa y perfumada, como antiguamente. Sí, había sufrido el martirio, y nosotros no olvidábamos a los sacerdotes crucificados con bayonetas sobre los pórticos de sus iglesias, pero esto era el pasado: el nuevo régimen había acabado por comprender que la fe constituía una parte integrante de la realidad rusa, y que debía acomodarse a ella. El antiguo seminarista que había conducido a Rusia a la victoria, ¿no comenzaba acaso ahora algunos de sus discursos con las palabras «Hermanos y hermanas» en lugar de «Camaradas»? ¿Qué más necesitábamos?

Finalmente, existía un signo visible y tangible de este renacimiento de nuestra Rusia, de su restauración interior. A decir verdad, este signo impresionaba sobre todo a los militares: ¿no era la emigración militar de vocación? Ese signo había costado tantas vidas y sufrimientos que incluso para los espíritus poco atentos a las señales exteriores de respeto y los símbolos honoríficos el rectángulo de cartón forrado de tejido y fijado sobre el hombro por medio de un botón de cobre había tomado tanta significación como la que pudieran tener en otras épocas las cruces de tal o cuál forma, las escarapelas de tal o cuál color, las boinas, los feces, los tatuajes, las ablaciones: todo, en suma, lo que constituye estigma de una diferencia asumida. Ya en el Antiguo Régimen, arrancar las charreteras a un oficial era deshonrarlo. Bajo el Nuevo, sus coronas y sus iniciales eran cuidadosamente vueltas a poner por los rojos en los hombros de sus prisioneros. A fin de no vestir un uniforme sin charreteras, el zar cautivo no se quitaba nunca la guerrera cherquesa, que, por suerte, estaba desprovista reglamentariamente de aquéllas. Y he aquí que desde el 6 de enero de 1943, para los soldados del Ejército de tierra, y desde el 15 de febrero para los marinos, los rojos convertidos desfilaban —¡en número de cuarenta y ocho!— llevando en los hombros esa pieza rígida, ese refuerzo. El tirano nostálgico, a quien habían sido sometidos los proyectos de uniforme, había escogido uno que sólo se diferenciaba en dos botones de aquellos de su juventud. No éramos nosotros tan mezquinos como para irritarnos por dos botones. La charretera resucitaba de sus cenizas; puede perdonarse a algunos de los nuestros haber creído que la civilización que ella representaba resucitaba también. La pesadilla, soñamos, había llegado a su fin.

A los motivos de confianza se añadió la ocasión: la amnistía. El Gobierno autorizaba a sus enemigos de ayer a regresar a sus hogares. Amnistía es un vocablo generoso, imperial. No se trataba, al parecer, de una gracia, sino del olvido de los conflictos pasados. Vencedores y vencidos iban a servir codo con codo a su patria común. El primero en inscribirse entre los «entrantes» —se había forjado este nombre: voz-vrachtchentsi— fue un metropolita del que no se podía sospechar de buena fe que estuviera en connivencia con el Anticristo: era él quien había creado la Academia de Teología Ortodoxa de París, quien había impedido que la catedral de San Alelandro-Nevski fuese entregada a los soviéticos, que deseaban hacer de ella un cinematógrafo. Simbólicamente, el metropolita Eulogio recibió el pasaporte soviético número 1. Bien es verdad que murió antes de haber abandonado el Occidente, y algunos vieron en ello la intervención de la Providencia, pero, de momento, ahí quedaba el hecho: uno de los jefes espirituales blancos había escogido la reconciliación.

Una primera tanda de «entrantes», la alegría en el corazón, las lágrimas en los ojos, tomó el tren en la estación del Norte. No sin inquietud fueron esperadas sus noticias: ni siquiera los más convencidos entre los restantes tenían la seguridad de que a sus amigos no les esperaba un pelotón de ejecución en la frontera. Al cabo de varios meses, llegaron unas cartas. Los amnistiados habían sido diseminados por el país; habían sido dedicados a tareas manuales; no pedían nada, solamente, a veces, mitones o pasamontañas. Una guerra civil que había semejado inexpiable parecía hallarse en trance de resorberse. Otros candidatos al retorno llamaron a la puerta cochera color verde botella, no hacía mucho maldita, correspondiente al número 79 de la calle de Grenelle.

Uno de ellos se llamaba Dmitri Alexandrovich Psar, o alférez de navío de segunda clase Psar, como le agradaba presentarse.

Dmitri Alexandrovich era un hombrecillo de unos cincuenta años. Le hubiera gustado creer que había sido oficial del zar; en realidad, él sólo había prestado juramento ante los peleles de febrero, lo cual, en este caso, iba a facilitarle la conciliación con su propia conciencia. Monárquico por fidelidad más que por convicción, combatió a las órdenes de Wrangel, y, después de la derrota, se halló en trance de morir de hambre, en muy buena compañía, sobre una isla turca llamada curiosamente Antígona. Era preciso salir de allí. ¿Cómo? ¿Hacia dónde? Algunos soñaban con las Américas, porque pensaban en el porvenir y en que el sol va del Este al Oeste; otros evocaban con ternura a la Fráulein que les enseñara el der die das; Psar, como muchos, se sentía atraído por Francia.

Esto no se debía solamente al hecho de que conociera el francés igual que el ruso, de que su infancia hubiese sido arrullada por las narraciones de la condesa de Ségur, de que pudiera recitar de memoria Les Pauvres Gens, ni de que profesara una romántica admiración por Napoleón. Francia era, a sus ojos, el país Aliado por excelencia. Francia no podía haber olvidado que dos ejércitos rusos, sacrificados a petición propia en Tannenberg, en un gesto de generosidad insensata, único en la Historia, habían permitido a Joffre salvar a París. Llegaron unos chalanes; sus carteras, de cartón flexible, estaban llenas de contratos. No tuvieron que realizar grandes esfuerzos; cualquiera de sus propuestas representaba un Perú para los hambrientos de Antígona. La oferta se cifraba en nueve millones de muertos; la demanda era: «Me muero de hambre». Había posibilidad de entenderse.

El alférez de navío Psar aceptó una plaza de palafrenero en Ardéche. Sin ser jinete, sabía que cuidar de los caballos era una tarea que no rebajaba a nadie, y esto —se hallaba en el comienzo de sus tribulaciones— todavía le importaba. Sin embargo, Francia se reveló menos reconocida de lo que él esperaba. En lugar de evocar Tannenberg, y el cuerpo expedicionario que se había dejado matar en Champagne para mostrar a los Aliados cómo sabían morir los rusos, se le reprochó con amarga insistencia el préstamo no rembolsado:

—¡Ah! ¡Y qué hermosa es vuestra Rusia! Me cuesta las economías de toda una vida.

En los primeros tiempos, Psar se había sentido tan molesto que hubiera intentado indemnizar a aquellas buenas gentes de su propio bolsillo de no haberse encontrado el mismo vacío. Felizmente, su patrono le nutría, pero no le pagaba.

—Y encima, después —repetían los habituales de la pequeña tasca de Chomérac—, cuando estimasteis que ya estaba bien de guerra os largasteis…

Psar intentaba explicarles entonces que ni él ni su emperador eran responsables de la paz separada de Brest-Litovsk, firmada por Trotski, que si Su Majestad hubiese recurrido a un abandono de ese tipo sería todavía Majestad y estaría con vida, que la Rusia auténtica no podía ser acusada de haber abandonado a sus Aliados: eran, por el contrario, los internacionalistas revolucionarios quienes denunciaran la Alianza, tras haber sido sobornados con marcos alemanes. Estas justificaciones no convencían a los despojados jubilados. Y cuando Psar intentaba demostrarles que si, como reclamara Foch, los Aliados hubiesen intervenido en favor de un soberano que tanto había hecho por ellos, los papeles decorados con blasones exhibidos sobre cinc habrían recuperado, sin duda, su valor, aquéllos replicaban en un tono ladino y virtuoso a medias:

—Tú hablas así porque eras un boyardo, pero el pueblo era desgraciado.

La causa estaba vista.

Dmitri Alexandrovich no era un boyardo, pero carecía ya del hábito de los trabajos campestres. Lo de palafrenero era sólo un título: había sido reclutado como mozo de granja; ahora bien, no había llevado jamás en el extremo de una horca gavillas de un peso que se aproximara a la mitad del suyo propio. El marino vacilaba, titubeaba, y el campesino que contratara el músculo exótico a buen precio observaba sus evoluciones con malos ojos. Se produjo una escena en el curso de la cual el patrono amenazó a su empleado con vías de hecho posteriores, hasta el punto de que éste, no disponiendo de guantes, ni de carta, ni de testigos, se sintió obligado a formular oralmente un desafío a duelo, provocación que fue enérgicamente declinada. Tras haber destinado sus últimas monedas a la adquisición de un billete de tercera clase, y preguntándose si estaba o no deshonrado, Dmitri Alexandrovich se dejó absorber por el torbellino de la época: París.

En el torbellino había dos centros irreconciliables: la Prefectura de Policía y los talleres «Renault», Ré-na-oul-te para los simples. No se era contratado sin disponer de una autorización de trabajo, pero para contar con una autorización de trabajo era preciso estar contratado. Resultado: no solamente no se comía casi, sino que a veces el interesado era llevado de nuevo a la frontera y expulsado a un país vecino, cuyas autoridades conducían al hombre a su frontera correspondiente para repetir otra vez la operación. El dilema contrato-autorización fue resuelto por Dmitri Alexandrovich mediante los buenos oficios de un francés comprensivo que había entregado decenas de certificados de contratos a innumerables secretarios, preceptores, intendentes, amas de llaves, damas de compañía, todo un personal ficticio que no se presentaba jamás en la casa solariega de aquel hidalgüelo sin blanca.

Jocosamente contratado como profesor de piano, Dmitri Alexandrovich, que no conocía las notas do mi sol, pudo conciliarse los favores de la Prefectura. Magros favores. La preciosa carta de identidad de trabajador era entregada para un año. Para renovarla, era preciso presentarse en el sitio y hacer cola durante horas: una jornada de trabajo perdida. Un funcionario gruñón encargado de los extranjeros —«¿Y qué? ¿No entiende usted el francés?»— terminaba por hacer entrega de un recibo de petición. Cuando, unas semanas más tarde, se recibía por correo una convocatoria, se iniciaba todo nuevamente: el Metro, la cola, una jornada de trabajo no pagada, el funcionario gruñón, y, al final del túnel, el inestimable pedazo de papel fuerte, plegado en forma de acordeón y completado con una fotografía de perfil, «la oreja derecha descubierta y los ojos levantados hacia arriba» (sic).

En el primer año, el apátrida Psar Dmitri se olvidó de renovar su carta en la fecha prevista. Escándalo. El culpable sería citado ante la justicia, Él, que se había lanzado al asalto con bastante calma, cayó enfermo ante la idea de comparecer frente a los magistrados: aguardaba un proceso como el de los Karamazov y preparaba una defensa en la que la batalla de Tannenberg representarla un papel. En realidad, sólo le pidieron que declarara su nombre y fecha de nacimiento; además, entre sus coacusados, que eran un centenar, había encontrado a unos conocidos, lo cual le había tranquilizado un poco. La multa a que fue condenado sólo ascendió a un franco; entró de nuevo en su casa aliviado y reconocido, habiendo adoptado su tubo digestivo una forma casi normal. Ganaba 16 francos y 76 céntimos por día; gastaba diez en pagar la habitación del hotel, más uno para el servicio; un franco de multa significaba, sencillamente, prescindir por un día del desayuno. ¡Oh, magnanimidad de la justicia francesa! Diez días más tarde recibió una factura que atenuó su admiración: el franco de multa era uno solo, en efecto, pero a multiplicar por once, lo cual hacía once francos, o sea: tres o cuatro comidas. ¿Por qué no, después de todo? Dmitri Alexandrovich había sido pillado en falta; no se extrañaba de ser castigado. Pero cuando descubrió que a esos once francos de multa se añadían cien más en concepto de gastos de la justicia, por un instante se sintió presa del desánimo.

El otro centro del torbellino, la fábrica «Renault», se reveló más hospitalario. Sin duda, la semana de cuarenta y ocho horas parecía todavía una ilusión absurda; se estaba, en el mejor de los casos, en la de las cincuenta y seis; el sábado era un día de la semana, como los otros; el año giraba sobre sí mismo, sin ser interrumpido por ningún permiso; la prohibición de ausentarse durante el trabajo no significaba ningún bien para la columna vertebral… ¿Y qué? Aquello resultaba siempre mejor que entre los «camaradas».

Las relaciones de Psar con los otros obreros se caracterizaron por la extrañeza por ambas partes, pero sin hostilidad. Los muchachos formulaban preguntas como ésta:

—¿Es cierto, señor Dmitri, que ustedes se comen las velas de sebo?

Uno de ellos, amistoso, le llevó una al señor Dmitri, quien se creyó obligado a aceptarla, para no ofender al donante. Uno se habituaba a la vuelta del sábado. El embargo de las mujeres sobre la compensación semanal —centenares de ellas esperaban a sus hombres a la salida, y obraban bien al montar de este método la guardia entre la fábrica y el café— no importunaba para nada al obrero Psar, que no estaba casado. Sus hábitos de limpieza ofendían un poco, pero todos habían acabado por perdonárselo. La cruz que llevaba al cuello sólo incomodaba a los más radicales del grupo anticlerical, y aun así, éstos se acomodaron a la idea de que un pope no era por completo un «cuervo». Una tolerancia mutua, que no siempre estaba desprovista de calor, prestaba incluso algún encanto a tales relaciones, informadas por servicios mutuamente efectuados. Al menos, allí, en «Renault», nadie le había reprochado a Psar el préstamo ruso.

Por lo demás, todo aquello que sucedía durante la semana no le preocupaba apenas. Hablando con propiedad, él sólo vivía el domingo.

Este día, levantándose un poco más tarde que de costumbre, se aseaba cuidadosamente frente a su lavabo, recosía sus botones, clavaba unos protectores de hierro en sus zapatos. Después, se dirigía a la calle Daru, prestando oído más patriótico que religioso a los Gospodi pomiloul del coro, y hechas sus devociones pasaba una hora o dos en el patio de la catedral, colgando bolcheviques y restaurando al zar. Finalmente, desembocaba en lo que él llamaba una familia, es decir, una decena de hombres sin parentesco agrupados en tomo al único de ellos que tenía mujer. Durante doce horas, a continuación, esta mujer no dejaría de servir té a los compañeros de armas de su marido. Aquí, en este cuartito estrafalario sobre un patio, al calor del icono y de la tetera —se era demasiado pobre para disponer de un samovar— todo el mundo estaba seguro de compartir lo esencial: una fe. Pues lo que en la realidad había podido ser tan sólo, en ciertos casos, ambición, rutina, pasatiempo, vulgaridad, se tornaba, reducido a su esencia, puro y sagrado. Una moneda que no había valido más de cinco cópeks tenía ahora el precio inestimable de una reliquia. La bandera de San Andrés, cruz azul sobre fondo blanco, que al ondear sobre los acorazados del zar había podido transportar en sus pliegues un viento de violencia, se transformaba, en los ojales, en una pequeña insignia esmaltada, que no significaba más que fidelidad, sacrificio, y, para su humilde fabricante, un medio de sustento.

Fue en el curso de una de esas reuniones dominicales, durante las cuales los guardiamarinas y los cometas, de veinticinco años ya, sustituían a los ministros y generales y volvían a representar incansablemente la guerra civil, cada uno a su manera (no había más regla que la de ganar), cuando Dmitri Alexandrovich se enteró de que Elena Vladimirovna von Engel, su novia, vivía aún. Para no durar mucho tiempo, sin duda: aquélla se moría de inanición y de frío en un apartamento comunitario del ex San Petersburgo.

Los Von Engel eran rusos; que tuviera cuidado quien se atreviese a sostener lo contrario. Bien emplazados en la Corte del siglo XVIII, habían tenido propiedades aquí, casas allá, dachas más lejos, pero la explosión industrial de fines del XIX no les había servido de nada. Dmitri Alexandrovich los recordaba como una bandada de pájaros nocturnos sin comprender gran cosa del alba a que apuntaban: corrían de un lado para otro, batiendo sus largos brazos, extrañándose con dulzura de ver a los húsares vestidos como dragones, de ver mujeres con los cabellos cortos o gentileshombres en la Duma. Con humor y sin ilusiones, aceptaban pertenecer a una especie condenada por el progreso: para los hombres no existe ninguna ecología.

Elena von Engel, delgada, rubia, pálida, había suscitado en Dmitri, adolescente, uno de esos afectos nórdicos que no son cosa del corazón, ni de los sentidos, ni del cerebro, ni del ser por entero, sino, aparentemente, de un órgano misterioso y especializado. A él le agradaba patinar con ella en el parque de Tauride; le gustaba oír desgranar arpegios un poco falsos en el crepúsculo. Habían frecuentado el mismo Tanzklass, viéndose frente a frente en las contradanzas, y participando a veces, por un azar providencial, en una mazurca. Ninguna promesa había sido intercambiada —esto no hubiese sido conveniente—, pero habíase dado cierto apretón de manos en el jardín de invierno de los príncipes CHTCH. A partir de tal día, Dmitri se consideró comprometido formalmente. La revolución tornó sus amores irrealizables, e ineluctables en consecuencia.

La idea de que su novia hubiese escapado a la matanza trastornó la existencia de Dmitri Alexandrovich. El encuentro de lo posible, en su simpleza, y de lo necesario, en su intransigencia, raras veces arroja resultados felices. Llegó a decirse el voluntario de Wrangel, en sus peligros y matanzas, que servía a la blanca Elena. Rusia, que no ha tenido Caballería, no deja de soñar con una. Pero desde que manejaba, nueve horas por día, un tomo que le dejaba en la piel de los dedos un polvo metálico, no había tenido tiempo para soñar en aquella que él se había acostumbrado a llamar su novia sin siquiera habérselo advertido. Y he aquí que reaparecía, ausente pero no menos real sin embargo, despojada, desgraciada, huérfana, y, muy prosaicamente, hambrienta. Su deber no era el de romper lanzas en su nombre, sino el de velar por que ella dispusiese de su ración de carne de vaca Stroganoff o, al menos, de macarrones. Sin duda, había en eso algo de chocante: se supone que las damiselas se nutren clandestinamente, para no ofender a sus caballeros con el espectáculo, e incluso con la idea, de sus manducaciones; pero Dmitri Alexandrovich Psar había aprendido ya a dar paso a la vida sobre la literatura. Decidió hacer venir a Elena a Francia.

La Unión Soviética tenía, en esa época, una imperiosa necesidad de divisas. Se había puesto a punto un baremo que permitía a los emigrados libertar muy legalmente a sus parientes o amigos, a condición de entregar al Estado una suma que se hace difícil no denominar rescate. Las abuelas no costaban caras; podía pagarse una hasta con un salario de «Renault», a condición de economizar en los gastos propios. Los muchachos quedaban a precios muy altos; había que ser un Creso para sacar a un hijo del paraíso de los pueblos. El mercado de las jóvenes, más abordable, necesitaba, no obstante, una aportación de fondos que no estaba al alcance de un simple tornero. Dmitri Alexandrovich tenía que cambiar de oficio.

Su salud, su pequeña talla, no le permitían las colocaciones de nabab, como por ejemplo, minero de fondo. Una solución se imponía: el taxi. Muchos emigrados se habían resuelto a convertirse, como decían ellos mismos, en cocheros de simón. Escapaban así al trabajo en cadena, y, a costa de horas complementarias, lograban hacerse con unos ingresos pasables. Un obstáculo: la propina. ¿Podía un oficial aceptar gratificaciones, igual que un criado? Centurio in aetemum. Algunos habíanse enfrentado abiertamente con los burgueses que les daban la moneda, pero los compañeros franceses protestaban: no tenían derecho a echar a perder el oficio. Uno terminaba por resignarse, con humor, amargura, coraje, cada trabajador lo hacía según su temperamento.

—Aquí tiene, para usted —dijo un pasajero a uno de mis primos, tendiéndole una propina ridículamente mezquina: diez céntimos, creo.

—¡Y esto es para usted! —replicó el chófer, arrojándole cincuenta.

El zapato apretaba siempre; la mano hacía que el dinero desapareciera ocultamente; si se llevaba una sortija se desprendía uno de ella para tomar el volante. Daba lo mismo; había que salvar a Elena. Dmitri Alexandrovich dejó con pesar un trabajo penoso, pero digno, a cambio de esta escabrosa sinecura. Se sorprendió al habituarse rápidamente a la humillación de embolsarse cierto dinero, y hasta empezó irritarse ante aquellos clientes —sus preferidos de hacía poco— que únicamente pagaban el importe de la carrera. Era necesario que su peculio creciera de día en día, ¿no? Y que pudiera enviar cada dos semanas su paquete de víveres.

Entretanto, se había dedicado a escribirse amorosamente con su «prometida», recurriendo para esto al ingenuo código a que eran tan aficionados los emigrados: a fin de no despertar las sospechas de la Checa, supuestamente dedicada a la «revisión» de las cartas provenientes del extranjero, bautizaba con nombres de mujeres a todos los hombres a quienes suministraba o pedía noticias. El mismo, sutilmente, firmaba Dina.

Al cabo de tres años había amasado la suma reclamada y fue a llevársela al abogadillo que le servía de testaferro, pues jamás había pensado en la posibilidad de unas relaciones directas entre los «camaradas» y él. Por lo demás, no sentía ningún rencor, y hasta le parada haber tenido suerte:

—¿Y si yo no hubiese sabido conducir? O bien: ¿Y si los apátridas no hubiesen tenido derecho a trabajar de taxistas?

Llegó finalmente el día en que pudo tomar una segunda habitación en su pequeño hotel de la rué Lecourbe. La limpió de arriba abajo. Colocó en ella flores auténticas, de casa de un florista verdadero, y habiéndose cepillado su único traje, como para asistir al oficio de Pascua, tomó su limpio taxi, rodando sin reducir la marcha ante las narices de los transeúntes que le llamaban desde el borde de las aceras:

—¿Es que no ven que he bajado mi bandera?

La llegada de Elena no fue nada parecido al oficio de Pascua. Por el contrario, aquello que los dos esperaban que fuese como una fiesta de resurrección resultó un acta de defunción. ¡Si al menos se lo hubiesen dicho uno al otro! Pero se creyeron obligados a mantener su palabra y, con la muerte en el alma, contrajeron matrimonio.

Para Elena, Dmitri había configurado el pasado, es decir, la seguridad, el desahogo, la ternura de todo un ambiente, y ese novelesco fin de la adolescencia en que la felicidad y la tragedia parecen igualmente seductores a un alma noble. Al reencontrarse con él en París, ella creía hallarse en San Petersburgo. Por añadidura, en sus cartas él no se había quejado de nada, por corrección, pero también para no dar la impresión de que el pago del rescate le ponía en apuros.

La joven, pues, se lo imaginaba próspero. ¿Qué otra cosa podía haber más normal? Los franceses no eran tan tontos ni tan ingratos como para permitir que se hundiera un oficial de un Ejército Aliado. Sí, de vez en cuando él hablaba en tono divertido de su trabajo de chófer, pero esto era un código destinado a engañar a los censores: en realidad, debía de ser el ayuda de campo de un general francés, a quien acompañaba en sus desplazamientos.

El traje de Dmitri, patinado, desflecado; el taxi, un taxi común, que los demás días podía ser ofrecido a no importaba qué patán; la habitación del hotel sin ángulo recto (eran menos caras), pero que poseía el lujo supremo de un medio tabique aislando el lavabo del obsceno bidet, todo esto se le antojó a Elena Vladimirovna von Engel inverosímilmente sórdido. Allí, de donde viniera, había estado a punto de morirse de hambre, en tanto que aquí Dmitri vivía e incluso pretendía no vivir mal; pero allá abajo se producía la mayor revolución de todos los tiempos, incubándose todavía la guerra civil, el Apocalipsis, vamos; aquí tenía la cuerda de la ropa puesta a secar, tendida de un clavo a otro en un rincón del cuarto, a escondidas del gerente, las pequeñas prendas que ella misma se había lavado saltando el reglamento. Y aquel olor en el pasillo…

—Uno se acostumbra —decía Dmitri, como Macario Devuchkin en Les Pauvres, pero eso era una expresión de bufón.

Para Dmitri, Elena había representado también la inocencia del pasado. Esperaba encontrarse con la niña rubia cuyos dedos estrechara en aquel jardín de invierno, lugar poético entre todos, y quizá volver a ser junto a ella el peripuesto cadete de Marina que había sido. Pero se encontró con que la joven tenía las manos estropeadas por el agua helada y los pies también por los sabañones; su mirada era descarada unas veces y otras miedosa; mentía; y citaba con cualquier motivo el proverbio vulgar: «Toma por ser bueno el puñado de lana sobre la oveja sarnosa».

Dmitri Alexandrovich se recriminaba a si mismo por reprocharle esos defectos:

—¡Cuánto habrá debido de aguantar una naturaleza tan delicada!

Pero él no se resignaba a verla embadurnarse con afeites baratos, igual que ella no se habituaba a que el joven no le ofreciera otros mejores.

La vida en común, en el apartamento exiguo que había remplazado a las habitaciones del hotel, fue decepcionante para los esposos. Él consideró que provisto de una mujer debía proporcionar un hogar a los cornetas y guardiamarinas de treinta años que no disponían de él, alimentándolos el sábado por la noche y durante toda la jornada del domingo; invitándolos, cada vez que lo desearan, a reanimarse con el espectáculo de una mujer joven inclinada sobre un bordado o, pronto, sobre una canastilla.

Con tal esperanza, al mudarse, había fijado en un muro el icono y la lámpara de aceite tradicionales:

—Serán en nuestro hogar el rincón de Rusia.

Pero Elena se negó a pasarse la vida haciendo comida para cebar a una decena de bocas inútiles:

—Un poco más y me pedirás que zuiza sus calcetines, ¡o que les remiende los calzones! (Sí, ella pronunciaba este vocablo chocante: calzones. Los soviets habían hecho su trabajo). ¿Qué hay de bueno en tus desplumados amigos, que ni siquiera son capaces de ofrecer un ramo de flores decente a una dama?

Tenía razón: los cornetas aportaban una rosa, los guardiamarinas tres claveles. Y algunos de ellos, que no llevaban nada, se alisaban las calvas con aire perplejo.

El matrimonio resistió apenas el tiempo necesario para que Alexandr Dmitrich pudiera ver la primera luz. Elena había soportado mal su embarazo, y los cuidados que exige un recién nacido la dejaron agotada. El niño estaba mal atendido; se hacía repugnante. Elena asociaba los gustos de una mujer delicada con las negligencias de una mujer común: naturalmente, no pudo soportar el resultado.

Para Dmitri Alexandrovich, el nacimiento de su hijo fue, por el contrario, una alegría, la felicidad, una redención: había quedado transmitido el nombre; el zar, cuando volviera a subir al trono, dispondría de un servidor más. Y luego, él, que había vivido los horrores de la guerra civil, permaneció emocionado ante aquel pequeño trozo de carne humana, ante aquel cráneo, todavía no solidificado, ante aquellas manecitas que un día empuñarían las armas, y también ante el alma inmortal que presentía tras los ojos lechosos. Cuidó del pequeñín; hacía la colada. Se excusaba:

—Mi mujer es de salud muy endeble.

Elena Vladimirovna desapareció un día a bordo de un coche descapotable, llevándose un abrigo de piel de topo, y en compañía de un guardiamarina readaptado, experto en lencería fina para mujeres galantes. Dejó tras ella unas palabras: «Sé lo que pensarás de mí, pero yo quiero vivir, ¡vivir! Sé magnánimo: cuida del niño». Suele decirse a los niños cuya madre fallece que ésta ha partido para realizar un viaje. Dmitri Alexandrovich hizo lo contrario. Con las falangetas acarició la mejilla de su hijo, murmurando:

—La mamaíta ha muerto, Alex. Ahora somos unos huérfanos.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, unas esperanzas surgieron entre los emigrados: seguramente, el régimen instaurado no podría resistir la tormenta. Sí, pero entonces, ¿qué? ¿Habría una Rusia colonizada por los chacineros? Dmitri Alexandrovich se mantuvo al margen de tales discusiones. No era un hombre de inteligencia superior, pero las pruebas sufridas le habían inculcado un fatalismo o quizás una desesperación que eran su camino de acceso a la verdad. Ahora ya no contaba con una restauración del Antiguo Régimen, ya no se imaginaba que su voluntad o la de sus amigos, los guardiamarinas y cornetas cuarentones, iban a modificar en algún aspecto la Historia. Una sola esperanza ardía aún en él, la de no dejar que sus huesos fuesen arrastrados sobre la tierra del exilio:

—Regresaré para morir. De eso estoy seguro —decía con frecuencia.

Eso vendría por sí mismo. Un día.

El estatuto de los apátridas en Francia era complejo. Algunos fueron movilizados, otros no. Psar fue invitado a abandonar su taxi y a poner sus competencias de chófer al servicio de una fábrica de municiones.

Algunos funcionarios volvieron a hablarle con severidad del préstamo ruso, pero, por lo demás, no se consideró desfavorecido. Cuando se produjo la derrota, la fábrica se replegó hacia el Sudeste.

—Pero es que yo soy un extranjero. No tengo derecho, en tiempo de guerra, a viajar por territorio francés.

—De eso no se quiere saber nada. Si no es localizado de nuevo en Tarbes, será usted considerado un desertor.

Después de haber pasado varias jornadas en la Prefectura, Psar obtuvo la autorización necesaria, pero no había hecho más que llegar a Tarbes (por su cuenta) cuando se firmó el armisticio. La fábrica de municiones se volatilizó. Dmitri Alexandrovich no tuvo más remedio que regresar a París, para buscar trabajo en la capital.

¿Trabajo? ¿Cuando se había perdido la guerra a causa de aquellos sucios extranjeros? No había nada que hacer, mi querido señor. Y sin embargo, había que comer y, sobre todo, nutrir al joven Alexandr. No había más que una solución, pero ésta soliviantaba el corazón del alférez de navío: seguir el ejemplo de buen número de autóctonos, aceptar las ofertas de empleo de las autoridades de ocupación.

Hay dos especies de rusos: los que admiran la máquina alemana, madre de Goethe y de Krupp, y aquellos que, desde Alexandr Nevski la abominan. Dmitri Alexandrovich pertenecía para desgracia suya a la segunda categoría: servir a los alemanes, para él, era traicionar a un millón setecientos mil muertos de la Primera Guerra Mundial y a centenares de millares de otros hombres exterminados en el curso de los tiempos por los cruzados portaespadas o los supplétifs[1] de Napoleón.

No obstante, Dmitri se sometió una vez más a la necesidad. Hablaba alemán, era bien tratado, su salario se triplicó. Pero era de esas naturalezas para las cuales la incomodidad moral es más deletérea que la material: los dos años que pasó conduciendo un camión alemán Alerón los más destructores de su vida. Un solo punto claro: rechazó sistemáticamente todo empleo más honorífico o más lucrativo; habría podido ser intérprete, escribiente, auxiliar de los servicios de información; incluso, quizá, de haber vestido el uniforme de tela de tono verdín (que sentaba mejor, a fe mía) habría recobrado su rango, pero se negó a ello con obstinación. Psar Dmitri se comprometió, mas el alférez de navío continuó siendo puro como un icono.

Nadie, a la liberación, le agradeció esta ascesis. La administración estaba en manos de resistentes de la tercera hora, quienes no tenían más medio de probar su patriotismo que el de encarnizarse con todos los que se hallaban a su merced. Por otro lado, el heroísmo de otros resistentes, muchos de los cuales eran comunistas, imponía a Francia una luna de miel febril con la Unión Soviética: la presencia de emigrados blancos era, en esas condiciones, apenas tolerable. Un apátrida que se había dejado retribuir por el enemigo era bueno para todas las vejaciones, un chivo expiatorio providencial de una nación que había cometido el supremo pecado: dudar de sí misma.

Para Dmitn Alexandrovich la situación se hizo, en su sentido exacto, insostenible. Sufría el acoso administrativo por un lado, y el paro por otro. Y de vez en cuando, el «Vuelva usted a su país, sucio ruso», dicho por el señor que ocupaba el último puesto en la cola de la panadería.

La idea de hacer precisamente esto, de volver a su país, ya no por un acto de la Providencia, sino por elección, comenzaba a abrirse paso en el espíritu de Dmitri Alexandrovich. En ninguna parte podría ser más pobre, ni verse más importunado que allí. Y cuando, en un dispensario, un médico le hacía saber que su organismo estaba desgastado, que las células de su cuerpo le traicionaban, él sentía subírsele a la garganta una nostalgia más intensa que todas las que conociera anteriormente. Como en otra ocasión, acarició dulcemente la mejilla de su hijo, diciéndole:

—Volvemos.

Alexandr, taciturno como de costumbre, no respondió nada.

Dmitri Alexandrovich no se hada ya ilusiones sobre lo que serla el regreso. No esperaba encontrarse con el «San Petersburgo centelleante» de su infancia. Pero oiría hablar en su lengua materna a su alrededor, y también su tierra natal envolverla su carne cuando entregara el alma.

—Ni siquiera los rojos me pueden negar esto.

En realidad, ¿habla aún rojos? No se podía negar toda legitimidad a un Estado que tan gloriosamente rechazara al invasor. La independencia era más preciosa que la libertad. La libertad, por otro lado, no ara una palabra que hiciese cantar al corazón del alférez de navío. Descendía de una casta de hombres que hablan puesto toda su gloria en servir; ser libre les parecía algo así como un ideal de esclavo. Y si no existía allí la propiedad privada, Psar pasarla sin ella alegremente: para él resultaba más importante pertenecer a algo que poseer. ¡Qué alivio sentirla al arrojar al fuego el pasaporte de ninguna parte que se denominaba Nansen! Y Alexandr crecerla en su país, aprendiendo también a servirlo, e incluso en una escuela de cadetes, pues ahora las había nuevas, recibiendo el nombre de suvorovtsy, los «muchachos de Suvorov».

Fue una experiencia extraña para Dmitri Alexandrovich la toma de contacto con los «camaradas». Cuando puso el dedo sobre el botón del timbre del número 79, esperó casi que el mundo explotara, como lo haría si una partícula de materia se encontrara con otra partícula de antimateria. Pero el mundo no explotó, y los soviéticos le parecieron al exiliado unos compatriotas poco más o menos normales.

—Habéis de saber —contó más tarde a sus verdaderos camaradas, los cornetas y los guardia marinas, que se aproximaban a la cincuentena— que no tienen cuernos en la cabeza, ni los pies hendidos.

Lo que si le asombró, en cambio, fue la arrogancia burocrática, el sentimiento de superioridad deliberadamente ostentoso que observó allí. Le hicieron comprender que no se trataba, en absoluto, de una reconciliación, sino de una absolución. Y para conseguirla había, primeramente, que someterse, sin más, y reconocer los errores propios no solamente en la política, sino también en todos los dominios. Las maneras de Dmitri Alexandrovich, por ejemplo, se resentían de su larga decadencia, y llegó un día para el en que se encontró humedeciéndose un dedo para pasar las páginas de un libro de Lenin:

—No haga usted esto jamás. Entre nosotros, es una señal de mala educación —manifestó severamente su catequista titular, apuntando hacia él una nariz aguileña y unos lentes amenazadores.

Para comenzar, fue necesario que el incorporado llenase unas páginas de formularios titulados «Expediente». No solamente debía confesar allí sus propios pecados contra el Gobierno de los soviéticos, sino facilitar, además, la lista completa de todos sus parientes en cualquier grado y pergeñar sus biografías. Él minimizó sus acciones y declaró que todos sus parientes hablan muerto. La obsesión de los que volvieran —no perjudicar a los que habían dado con un medio de supervivencia allí— se hacía suya:

—¿Debería mencionar al primo Alocha como muerto o no citarlo en absoluto? —se preguntaba despertándose de noche.

Luego, llegó el período de rehabilitación. Confesado y aparentemente perdonado, el hijo pródigo debía iniciarse en la buena doctrina. Habían sido organizados unos cursos nocturnos; los emigrados, que apenas se atrevían a mirarse mutuamente, se veían tres veces por semana, engullendo conferencias sobre las fechorías de los zares, aprendiéndose de memoria los «pensamientos» de Marx, Engels, Ilich, y, desde luego, los del genio más grande, del más grande general, del más gran filósofo, del más grande economista, del más grande conductor de pueblos de todos los tiempos, aquel cuyo nombre sólo se pronuncia con una mezcla de ternura obsequiosa y viril deferencia: Iósiv Vissariónovich. Por supuesto, naturalmente, nada de tratar esta liturgia con el menor rasgo de humor: la clase revolucionaria es, ante todo, seria.

No poseyendo ninguna formación económica, no experimentando ninguna afección por los intereses o virtudes de la burguesía, Dmitri Alexandrovich pudo pasar una parte de sus exámenes sin «torcer su alma»: declinó con satisfacción la lista de los mariscales de la Unión y de sus victorias; refirió con un nudo en la garganta la batalla de Stalingrado. Pero no consiguió de buenas a primeras pronunciar, bajo los lentes exigentes del catequista, las palabras «Nicolás el Sangriento» e incluso «Leningrado». Los otros candidatos lo escuchaban sin mirarlo, en el silencio de la vergüenza compartida. Después, les llegó el turno de balbucear «las hordas de guardias blancos» y «los descamisados malandrines de la contrarrevolución». Para terminar la sesión se cantó a coro Kattiucha: eso era soviético sin ser comunista, era heroico y sentimental, ruso, vamos. Después, uno se sentía mejor, como lavado.

Si Dmitri Alexandrovich había contado con que a cambio de tan pocos esfuerzos recibiría su pasaporte, para poder declarar a los franceses que él también, ahora, tenía un país, un Gobierno, un embajador, se equivocaba. Ahora tenía que dar pruebas de su sinceridad. El domingo por la mañana, abandonó la iglesia para ir a aplaudir películas de propaganda como Cabeza quemada o El Juramento, proyectadas intencionadamente a la hora de la misma. Participó en la organización de bailes en honor a la Revolución de Octubre. Pronunció brindis a la memoria del inefable Ilich y a la salud del hombre más grande entre todos los grandes hombres. Se forzó a sí mismo, además, para pronunciar a lo soviético las dos palabras inocentes en apariencia que dan lugar a la partición de las aguas entre los rusos de una vertiente y los de la otra: autobús y biblioteca. Un sacrificio más, pensaba, y podría tomar el tren. Volver.

Finalmente, fue convocado por su catequista, quien declaró:

—Ciudadano: nosotros estamos ahora convencidos de que eres un hijo verdadero de nuestra patria soviética.

El pasaporte verde estaba allí, sobre la mesa de despacho. Dmitri Alexandrovich pudo tenerlo en sus manos, comprobar los sellos, la fotografía, las firmas. La ortografía moderna de su nombre y de su patronímico todavía le ponía nervioso, pero esto era únicamente un detalle; por otra parte, él ya casi se había habituado a eso, desde los días en que borraba los signos duros y las íes latinas en los formularios que rellenara.

—¡Gracias, gracias!

Sentía que volvía a ser un hombre completo. Erguiría mucho la cabeza por la calle de Grenelle:

—Soy un ciudadano soviético, señor agente.

Ser ciudadano le parecía apenas menos honorable que ser súbdito.

—¿Cuándo vuelvo?

El catequista tiró un poco del pasaporte que Dmitri Alexandrovich soltaba vacilante.

—Esta cosa tan pequeña vamos a guardarla aquí, de momento.

Se levantó, colocando la libreta en uno de los estantes de la caja de caudales empotrada en el muro.

—Por supuesto, volverás un día, pero, de momento, serás más útil a tu patria soviética sin moverte de aquí. Tú conoces a los franceses, te has acostumbrado a ellos, y ellos a ti.

Dmitri Alexandrovich no comprendió en seguida que acababa de serle anunciado el final de su sueño. Se apegó al «por supuesto», al «de momento». Fijando la mirada de sus ojos, envejecidos antes de tiempo, en la pequeña mancha verde que divisaba en el fondo de la caja de caudales, suplicó:

—Pero… el pasaporte… Démelo.

—¿Para qué?

—No puedo vivir en Francia sin papeles de identidad.

No era ésta la única razón: él quería llevarse la pequeña libreta por ternura, para besarla cuando se encontrase solo en su habitación, para guardar una prueba material de lo que había llegado a ser él mismo.

—Eso —dijo el catequista con un reflejo severo de sus gruesos lentes— no planteará ningún problema. Tú no dirás a los franceses que has conseguido la nacionalidad soviética. Continuarás viviendo bajo el régimen Nansen.

Y como viera que el corazón del pobre hombre se quebraba, añadió, tal vez por inteligencia y quizá por caridad:

—Es así como efectuarás los más grandes servicios a tu patria soviética, la cual, pese a todos tus errores, te ha abierto los brazos.

Dmitri Alexandrovich no habría de vivir ya mucho tiempo, y nadie le pidió que hiciera ningún servicio por su patria soviética. Su cáncer se desarrolló, a partir de ese momento, a redoblada velocidad. No había sido jamás un gran bebedor, pero se dedicó a beber como si pretendiera acabarse. Guardia nocturno, lavaplatos, mozo de equipajes, barrendero, perdía todos sus empleos, dando sólo con los de carácter temporal. Ahora que sabía que no «volvería» jamás, le quedaba un único deseo: ser inhumado en el cementerio de Santa Genevieve-des-Bois, donde se pudrían tantos cadáveres rusos que éstos habían rusificado la tierra. Los cornetas y los guardiamarinas, ahora quincuagenarios, habiendo condenado la traición, pero no al traidor, cotizaron a escote para realizar el humilde sueño póstumo de aquel a quien aplicaban toda vía una palabra difícilmente traducible… algo así como su «co-soupier[2]».

Dmitri murió en el hospital, sin ser objeto apenas de cuidados, ya que las enfermeras, aquel día, estaban de huelga.

—Yo no volveré. Alex: tú volverás en mi lugar.

Éstas fueron sus últimas palabras. Levantó la mano para acariciar la mejilla de Alex con los dedos, pero no pudo alcanzarla.

Las exequias tuvieron lugar en la capilla del cementerio consagrada a la Muerte de la Virgen. Como hacía mucho calor aquel mes de junio, el sacerdote puso mucho incienso en el incensario. Se cantó Entre los Santos, la Memoria Eterna y Cuán Glorioso, cánticos reservados para los funerales militares. El féretro fue bajado al foso por medio de unos lienzos bordados prestados por una vieja generala, a quien hubo que devolvérselos, ya que, contrariamente a lo acostumbrado, no se los dio al sepulturero. Por otro lado, ¿qué hubiera hecho éste con ellos? Los montones de tierra se desmenuzaron sobre el ataúd de pino.

Alexandr Dmitrich, rubio, distante, observó todo esto con una ostensible impasibilidad. Los amigos del padre sentían por el hijo más recelo que simpatía: él también había formulado su demanda de repatriación, él también frecuentaba la Embajada: ¿sería posible que hubiera allí, verdaderamente, un pequeño rojo? Sus mujeres, por el contrario, se enternecían ante el magro rostro de los párpados atormentados y el cuello juvenil que descubría una camisa blanca carente de corbata (Dmitri Alexandrovich sentía horror por este adorno de paisano) bajo un traje de tela azul viejo, regalo de algún primo más afortunado o quizá de una obra internacional.

—¿Qué edad puede tener?

—¿Diecinueve años? ¡Pero parece tener menos, el pobre!

Un hombre joven al que nadie parecía conocer había asistido a las exequias. Varias veces se había persignado a destiempo. Tenía un rostro redondo, bajo unos lentes redondos, y una mirada benévola. Vestía chaqueta de color marrón y un pantalón oscuro, demasiado grande, y calzaba unos zapatos aplanados. Cuando Alexandr se disponía a abandonar el cementerio —se había negado a esperar el autobús en compañía de los otros, y se proponía caminar bajo el sol hasta la estación— un vehículo se detuvo ante él, abriéndose una portezuela:

—Sube. Te llevo.

Era aquel hombre.

Alexandr vaciló un momento. Luego, reflexionó que este ofrecimiento era sólo, quizás, una orden expresada cortésmente.

—Gracias, Iakov Moisseich.

Subió al coche.

La infancia de Iakov Moisseich Pitman había sido arrullada por las narraciones de las hazañas realizadas por los valientes chequistas rojos para salvar a la Revolución. Sin ellos, los guardias blancos habrían triunfado. Iakov soñó, pues, con entrar en el Comisariado del pueblo para los asuntos interiores: creía que allí podría ser más útil a su partido y a su patria.

Iakov Pitman se sabía de origen judío, pero esto le parecía apenas más importante que si hubiera sido tártaro o georgiano. Estaba orgulloso de pertenecer al país que había producido un Pushkin, un Chaikovski, un Pedro el Grande. Adoraba el folklore ruso; era muy capaz de cantar lánguidamente Una vez en un baile, o de ejecutar una danza cosaca desenfrenada, No es que él renegara de sus padres, a los que amaba tiernamente, pero sus preocupaciones le parecían de otro tiempo fuera de la casa; comía cerdo sin remordimientos, incluso con un placer que a él le gustaba subrayar. Como los personajes de Chéjov, apelaba con todos sus deseos a un siglo en el cual los hombres se amarían y serían felices, y tenía sobre Chéjov la ventaja de saber que ese siglo era mañana.

La máquina de ese porvenir que se aproximaba a toda velocidad era el Partido, e Iakov sentía por éste un afecto, un reconocimiento que frecuentemente le llevaba las lágrimas a los ojos. Gracias al Partido, la patria se convertiría en el país más poderoso y benéfico del mundo, y el pueblo soviético trabajaba ya, con un solo corazón, en la edificación de un universo de justicia y prosperidad. Naturalmente, Iakov volvía a estar en la primera fila de los trabajadores.

Nada se oponía a que fuese admitido en un servicio que prefiere reclutar sus miembros entre los jóvenes que lo esperan todo de él. Moissei Pitman era un pequeño sastre, como lo había sido su padre; la madre y las abuelas pertenecían también a familias humildes de Berdichev: la encuesta, realizada sobre dos generaciones, revelaba, pues, orígenes proletarios más o menos sanos. En esta época, la «nacionalidad» era todavía considerada una garantía más que una tara. Un tío revolucionario adornaba favorablemente el cuadro. En suma: al salir de la Universidad, Iakov Pitman, rebosante de alegría y de gratitud, fue admitido en la escuela de Belie Stolbi, donde cursó dos años de estudios esencialmente orientados hacia el contraespionaje. A causa de su conocimiento del francés, fue en seguida asignado al quinto departamento del primer directorio principal. La guerra acababa de terminar, y fue designado para la Embajada que el Gobierno reabría en París. Su entusiasmo rayaba en lo más alto: él iba a trabajar con todas sus fuerzas para hacer de Francia una nación hermana de Rusia, tan libre y tan feliz como ésta. Una hermana menor, desde luego, a quien la mayor dictaría la conducta a seguir, por su propio bien.

A pesar de todas estas buenas intenciones, al cabo de un año el teniente Pitman iba a encontrarse al borde del deshonor y de la destitución.

Primeramente, aunque le chocó la grosería de un medio compuesto por una buena parte de arrivistas y egoístas, todo marchó bien para él. Fue colocado a las órdenes de un funcionario que se ocupaba de las relaciones con los emigrados «entrantes», de los drogados, de los degenerados, de lo que quedaba de los brutos de Wrangel y de los verdugos de Kolchak: ¡ya tenía que haber sido clemente el régimen soviético para haber amnistiado a esos agentes de la reacción! Pitman se sintió a la vez intimidado, disgustado, y, por suerte, intensamente curioso, cuando se encontró por primera vez en presencia de un príncipe auténtico. Esperaba haber visto un ogro o un superhombre. Ahora bien, el príncipe O. era jorobado, delicado, pobre como Job, no se drogaba, no había azotado jamás a nadie, probablemente. El mal encarnado no se presentaba siempre bajo una forma tan fácilmente discernible como Pitman se figurara. Pero él sólo quería aprender. Poseía una inteligencia rápida, adaptable, y sobre todo cierta intuición sobre los seres. Pronto le fue confiada la tarea de localizar a aquellos que entre los candidatos al retorno podrían convertirse en sexots (colaboradores secretos).

La amnistía, en efecto, no era enteramente desinteresada. La mayor parte de los «entrantes» no entraban: se quedaban en Francia, sirviendo su masa para camuflar a quienes, entre ellos, habrían recibido el encargo de misiones precisas. Una de las mejores adquisiciones de Pitman me un exresistente cuya hermana estudiaba la fisión del átomo: nada de dejar entrar a gentes de ese tipo, una especie de ilegales legales, ya en sus sitios respectivos, a los que sería fácil empujar hacia puestos importantes. Pero para burlar la vigilancia de los franceses, hacía falta que unos viejos taxistas, unos viejos cíngaros, unos viejos teólogos —quienes, de todas maneras, carecían de aplicación en la Unión Soviética— acabasen de morirse más o menos lentamente en su exilio.

Pitman salió airoso en esta selección, y, queriendo darle la ocasión de perfeccionarse pasando por todos los dominios concernientes a la información, el residente le cambió a otra sección, poniéndolo a las órdenes de un viejo chequista de nariz azul cuyos altos hechos y bajas obras se contaban entre dos vasitos de los de cincuenta gramos.

La primera misión para la cual Pitman fue llamado a participar consistía en raptar en pleno París a un coronel del Ejército imperial que había intentado, inmediatamente después de haber finalizado la guerra, relanzar la organización que habían dirigido sucesivamente Kutiepov y Miller: la Unión de Academias Generales Militares. No era que el anciano fuese peligroso, pero la tradición lo exigía: la Unión debía ser decapitada. En esta ocasión, por lo demás, no habría que recurrir a montajes complicados; había sido lograda la conformidad de ciertas autoridades francesas; no habría más que «pillar» al coronel en su domicilio, como se «pillaba» a las gentes en Moscú o en Nijni-Novgorod, con preferencia a la hora en que la temperatura del cuerpo es más baja y, en consecuencia, cuando las capacidades de resistencia se hallan en su punto más débil.

Ningún escrúpulo inquietó a Iakov Pitman en el instante de subir al vehículo que había sido alquilado para tal ocasión. El coronel era un agitador despreciable, pero molesto; sin duda, no se habría privado de colgar prisioneros rojos veinticinco años antes; había que impedir nombrar la confusión en lo que serla pronto, muy pronto, el paraíso terrestre. En la medida de su condición de no haber sido jamás ciudadano soviético, a los franceses les repugnaba entregarlo abiertamente, pero cerraban los ojos mientras lo acorralaban. ¿Qué podía ser más natural? ¿No se habían batido juntos con ellos y en contra de los alemanes?

Fue Pitman quien apoyó el dedo sobre el botón del timbre. Como esto no permitió oír ningún sonido, dio unos golpes corteses pero insistentes, cuatro por cuatro, con la faringe del índice derecho, sobre la vieja puerta que perdía su barniz. El chequista le soplaba su vodka en la nuca; uno de los dos hombres de autoridad estaba apostado en el cuarto piso; el otro había subido hasta el descansillo del sexto, desde donde observaba la escena, listo para intervenir en caso de que surgieran dificultades. No hubo más precauciones: a la portera le agradaba el señor ruso que se limpiaba en el portal siempre los zapatos antes de subir, y su marido, un miembro del maquis convertido en agente de Policía, le había prometido estarse quieto.

—Si continúas dando esos golpecitos —dijo el chequista—, creerá que vienes a pedirle prestados diez francos… que no tiene.

Y dio unos grandes golpes, con la palma de la mano primeramente, y luego con el pie, en los bamboleantes batientes.

Repentinamente, Iakov sintió como un gran vacío ante él. Pese a todo, la puerta continuaba cerrada. No supo jamás de dónde le había llegado esta sensación: ¿podía haber sido la corriente de aire…? La voz de la portera ascendió ya por la escalera, enloquecida:

—¡Camarada! ¡Señor! ¡Mi capitán! Ha ocurrido una desgracia.

Cuando Iakov vio aquella cosa sobre la acera, aquella torta humana con un poco de barba en el mentón, las piernas rotas, un hueso apuntando a través de la carne, y el pijama remendado, dio un paso atrás y comenzó a vomitar, abiertamente, sin pudor. Y cuando no tuvo ya nada que vomitar, continuó hipando.

—¡Calamidad! ¡Mujerzuela! —profirió primeramente el chequista.

Y luego, dejando de insultar a su adjunto, se puso simplemente a mirarle con insistencia, fijando de vez en cuando los ojos brevemente en sus hombres, como para tomarlos por testigos. La portera se mantenía rezagada, sacudiendo la cabeza, dividida entre una piedad instintiva por la víctima, un deseo nervioso de reír ante aquel apestoso polichinela tendido allí, con su perilla, y una profunda decepción: ella había creído que los camaradas rusos salían siempre airosos en sus acciones, ¡y he aquí que acababa de verles hacer algo con los pies! A partir de ese momento, su fe en el marxismo declinó rápidamente: dos años más tarde, tocada por la gracia, iba a misa y votaba por la derecha.

El chequista facilitó un informe vengativo: la operación había fracasado por culpa del teniente Pitman, quien había estado llamando durante tanto tiempo a la puerta que el individuo había dispuesto del necesario para saltar por la ventana. La actitud posterior del teniente probaba que había actuado así por falta de valor físico.

De un día a otro, Pitman, que parecía ir viento en popa, daba la impresión de estar abocado al fracaso, a la ignominia. Ya no le estrechaban la mano; se cambiaba de conversación cuando entraba en algún sitio. Allí ya no había más cuestión que la de las lentitudes administrativas: seguramente, sería expulsado del prestigioso directorio primero, tal vez de la KGB. Nada de cobardes con orlas azules. Cuando, tímidamente, pidió explicaciones —no había sido autorizado para leer el informe de la operación— el residente le miró a los ojos:

—En tu lugar, me sentiría avergonzado, Pitman, procuraría esconderme.

Comenzó, pues, a sentirse avergonzado, pues la KGB, inspirada por un partido infalible y una doctrina absoluta, no podía equivocarse, y a esconderse, ya que el desprecio descarado de sus camaradas le hacía sufrir. Por añadidura, ya no le confiaban ningún trabajo: lo único que tenía que hacer era esperar a ser llamado metiéndose en un rincón.

Iakov Moisseich Pitman estaba herido en su ambición, en su deseo de servir, en lo que había sido la razón de su existencia: en efecto, él sabía que una vez que se pertenece a la KGB uno puede cometer cierto número de errores, que serán silenciados por espíritu de equipo; pero a él se le reprochaba una simple debilidad: tratábase, pues, de que él no había sido admitido verdaderamente por sus iguales, que se le rechazaba como indeseable. Había sido herido también en su amor; la dulce Elichka le enviaba tiernas cartas, inflamadas, llenas de esperanza: ¿podía soportar que su novia enrojeciera de vergüenza por causa de aquél al que amaba? Soñó con romper. Pensó en suicidarse.

Ahora bien, un día, un ordenanza que sabía que estaba en desgracia, por lo cual no osaba mirarle a la cara, fue en su busca:

—El camarada Abdulrakhmanov quiere verle.

Abdulrakhmanov, hombre monumental, con una cabeza en forma de pan de azúcar, había sido apodado Estalagmita por los jóvenes de la Embajada, no solamente a causa de su estiramiento hacia la altura, sino también porque poseía el aire de un fenómeno natural más que el de un ser humano. El apodo en cuestión no se mantuvo, por falta de uso; al cabo de algún tiempo, el personal evitaba aludir a él con el nombre que fuera, como si bastara con evocarlo para desencadenar no se sabe qué cataclismos.

Abdulrakhmanov pertenecía probablemente a la KGB, pero ¿a qué directorio o departamento? ¿Cuáles eran las funciones que ejercía? Misterio. Se ignoraba todo de él, hasta su graduación: respondía con la misma buena disposición a camarada capitán como a camarada general. Trabajaba sobre todo fuera de las horas normales, y entonces curioseaba en todos los escritorios, comprendido el del embajador, habiendo sido provisto —¿por quién?— de claves y llaves maestras. Se le tomaba tan pronto por un inspector que sólo rendía cuentas al camarada Beria en persona como por un alto dignatario del partido, responsable únicamente ante Iósiv Vissariónovich. Jamás habla formulado una observación huraña a nadie, y sin embargo sembraba el terror. Ser llamado por él, para un hombre en la situación de Pitman, era lo que para un condenado a muerte significa recibir una visita a las cuatro de la madrugada.

Habiéndosele dado permiso para entrar, Pitman se detuvo en una posición de firmes pasablemente torpe frente a un escritorio corriente, desnudo, donde nadie, manifiestamente, había trabajado mucho. Esperaba percibir unos rugidos soldadescos o unos susurros helados, |pero todo lo que oyó fue una voz agradable que salmodiaba:

Antes incluso de que mi espada quede ensangrentada, el enemigo se ha rendido. Antes incluso de que mi espada quede ensangrentada, el enemigo se ha rendido.

Delante de la cabeza en forma de pan de azúcar se erguía un dedo índice no del todo amenazador, sino pedagógico.

—Entre usted, pues, Iakov Moisseich de mi corazón, entre y coloque sobre un asiento a sus señoras posaderas. ¿Conoce a Sun Tzu?

El aterrorizador camarada Abdulrakhmanov no hablaba como un oficial de la KGB. Ni siquiera hablaba como un ciudadano soviético ordinario. Tenía una voz de bajo cantante, que plegaba y desplegaba conforme a los métodos de la dicción más refinada. La utilizaba como un actor, pero su pronunciación pulida evocaba más bien al profesor de Universidad del Antiguo Régimen. Además, las palabras «Antiguo Régimen» se presentaban espontáneamente en el cerebro nada más ver de cerca a este hombre cortés, un buenazo, un tipo casi untuoso, de cuya presencia, no obstante, se desprendía tan fuerte impresión de poder. Iakov Pitman se habría sentido impresionado por este estilo si no se hubiesen apoderado de él otras emociones: era la primera vez, desde hada dos meses, que un hombre le hablaba con bondad, y él se veía ahora obligado a decepcionarlo, ya que no poseía la menor información a suministrar sobre aquel Sun Tzu, probablemente un lacayo de Chang-Kai-Chek.

—No, camarada general. Yo no pertenezco al sexto departamento, camarada general. Y ese Sun Tzu, yo no…

—Pero siéntese usted, Iakov Moisseich. Vamos a conocemos los tres.

Pitman miró a su alrededor, pero no vio ningún tercer personaje en la habitación, a menos que no contara a Félix Edmundovich, en el muro. Ahora, éste se encontraba por todas partes: no había un solo local de la KGB que escapara a su mirada crucificante.

—Dígame en primer lugar lo que piensa de esta idea, a la vez magnánima y, ¿cómo diría yo?, subrepticia.

Una vez más, el desventurado teniente iba a decepcionar a este superior que mostraba, con todo, un aire tan bien dispuesto hacia él.

—¿Qué idea, camarada general?

Decía «general» porque éste es el grado más elevado, pero él no había conocido jamás, hasta entonces, un general tan cortés.

—La que acabo de enunciar: Antes incluso de que mi espada quede ensangrentada, el enemigo se ha rendido. ¿Qué piensa usted de ella?

La pregunta era espinosa, hasta para aquellos que tenían empeño siempre en pensar como había que pensar. Quizá Lenin hubiera dicho en alguna parte lo que debía pensarse de esta idea, pero Pitman lo había olvidado. Se sentía culpable, y se refugió tras un «No lo sé, camarada general» lamentable.

—Escuche —dijo el hombre apodado Estalagmita—: antes de encontramos con el camarada Sun Tzu, vamos a tomar unas decisiones previas. En primer lugar, nosotros, usted y yo, somos personas demasiado bien «cultivadas», como dicen aquellas que no lo son, para tener necesidad de arrojamos a la cabeza, a cada paso, la fe política que nos anima. Así pues, usted, amable Iakov Moisseich, va a dejar de llamarme camarada. Además, nosotros nos hallamos demasiado intrigados por la verdad de las cosas y los hombres para asignar un precio a las estratificaciones sociales superficiales y redundantes. En consecuencia, mi estimable Iakov Moisseich, va a dejar de llamarme general. Finalmente, puesto que yo me tomo la libertad de llamarle Iakov Moisseich, desearía que me hiciese el favor de etiquetarme Matvei Matveich.

—Nadie, camarada general, le llama así.

—Mi precioso Iakov Moisseich: los camaradas que nos rodean son comparsas, estimables comparsas, pero no tienen nada que aprender de Matvei Matveich y nada que enseñar a Matvei Matveich. En esas condiciones, el hecho de que me llamen como Dios les sugiere en el alma: yo escupo encima. Si se me dijera: Ven aquí, Iván el Bobo, yo iría si el corazón me lo dictara. ¿Ha oído usted hablar de Einstein? Tranquilícese, no tengo la intención de hacerlo arrestar —añadió él con una ironía fulgurante, inmediatamente envainada.

—Sí, Matvei Matveich, he oído hablar de Albert Einstein. No se sabe todavía con certeza si su enseñanza está conforme con los axiomas de base del marxismo-leninismo.

—Esté tranquilo: lo será. Se hará lo que haga falta. Y bien, mi Iakov Moisseich todo de esmeralda, lo que Einstein es como físico, yo y algunos otros —puesto que nosotros formamos un consistorio, un areópago, del cual, si Dios quiere, usted formará parte un día— lo somos como estrategas. Hemos descubierto la relatividad del arte de la guerra. Sun Tzu dijo: En el arte de la guerra, el supremo refinamiento consiste en atacar los planes del enemigo. Sólo que Sun Tzu no disponía de los medios adecuados a su genio.

Pitman se atrevió a preguntar:

—¿Por qué?

—Porque, mi Iakov Moisseich todo de plata, el camarada Sun Tzu ahumaba el cielo hace, aproximadamente, dos mil quinientos años. Y bien… (Abdulrakhmanov utilizaba con esta expresión el nnosotross contemplativo del Antiguo Régimen, un término proscrito en el nuevo a causa de la partícula de cortesía s)… esos motivos, nosotros, nosotros los tenemos, pero no únicamente para atacar los planes del Estado Mayor, lo cual sería irrisorio, sino todos los planes del enemigo que sean, desde su natalidad hasta su literatura, desde su sexualidad hasta su religión. Dios quiera solamente que nos sepamos servir de esos fantásticos medios.

De repente, Abdulrakhmanov se levantó, o, mejor dicho, se elevó. No era un hombre, era una torre, tanto espacio dominaba. Repitió en el tono con que se canta en la iglesia:

—Antes incluso de que mi espada quede ensangrentada el enemigo se ha rendido.

¿Sabe usted de algo más elegante o más eficaz? ¡Ah! Regulemos un detalle. Yo sé cuanto hay que saber sobre usted. Si le hubieran dejado hacer, usted, probablemente, no habría espantado al viejo asno, y él se encontrarla en trance de ir a rebuznar a la Lubianka. Todo la culpa de ese hijo de perra que tendía a ensangrentar su espada. Yo le enseñaré dónde pasan el invierno los cangrejos. Y si usted tiene el estómago un poco delicado…

Pitman sintió la necesidad de justificarse:

—No es que yo sintiera piedad. Fue sobre todo la barba, sobre la acera. Una barba tan rala…

—En usted es la barba; en otro es otra cosa: poco importa. Si nuestras cualidades se midieran por la resistencia de nuestro tubo digestivo, Enrique IV no habría llegado nunca a ser rey de Francia. Yo soy un sargento reclutador; he visto sus notas, y he puesto mis miras en su persona.

Habla algo de terriblemente ávido en esa expresión. De pie, sus manos extrañamente pequeñas posadas sobre su mesa, Abdulrakhmanov hacía pensar en una especie de pterodáctilo listo para lanzarse sobre su presa.

—Me siento muy honrado, Matvei Matveich.

—Está usted en un error. ¿Se siente honrado de tener los cabellos oscuros y de ser un poco miope? Usted tiene las capacidades de que tendré necesidad en esta nueva botica que estoy en trance de montar. Otras le faltan: tanto mejor en la medida en que ellas se excluyen. Razone un poco, mi Iakov Moisseich todo de diamante. ¿Existen muchas probabilidades de que yo encuentre en las filas de este servicio hombres dotados de una virtud que me es indispensable: la simpatía? El valor, sí, y la entrega, y la astucia, y la crueldad; tales cualidades se encuentran entre nuestros camaradas, ¿pero también la facultad de situarse en lugar de otro, de saltar a la consciencia, y hasta al inconsciente de otro, como se saltarla a los mandos de un vehículo…? Venga a ver esto.

Abdulrakhmanov dio la vuelta a su mesa, asiendo a Pitman por el hombro, como un niño, y lo situó delante de una placa de madera pegada al muro. Habla sido grabado en ella, con una navaja, en caracteres caprichosos, sugiriendo los de Extremo Oriente, el siguiente texto:

1. DESACREDITA EL BIEN.

2. COMPROMETE A LOS JEFES.

3. QUEBRANTA SU FE, HAZLOS DESDEÑOSOS.

4. UTILIZA INDIVIDUOS VILES.

5. DESORGANIZA A LAS AUTORIDADES.

6. SIEMBRA LA DISCORDIA ENTRE LOS CIUDADANOS.

7. EXCITA A LOS JÓVENES CONTRA LOS VIEJOS.

8. RIDICULIZA LAS TRADICIONES.

9. PERTURBA EL ABASTECIMIENTO.

10. HAZ ESCUCHAR MÚSICAS LASCIVAS.

11. FOMENTA LA LUJURIA.

12. GASTA.

13. MANTENTE INFORMADO.

—Tales son —señaló Abdulrakhmanov con complacencia— los trece mandamientos que he extraído de Sun Tzu. Me he divertido grabándolos en esta madera de olivo, de grano duro, para grabarlos mejor simultáneamente en mi memoria.

Pitman levantó los ojos hacia aquel hombre, quien parecía promulgar las leyes de acuerdo con las cuales vivía. Con su piel algo pálida y oscura, la cabeza en forma de obús apuntando al cielo, sus manos de princesa cherquesa, los pies enormes como atornillados al suelo, su nombre oriental, su habla de otro siglo, Abdulrakhmanov se le aparecía como un compendio de la Unión Soviética, o más bien —pues quien decía unión desunía por ella misma— de lo que tiempo atrás se denominaba el Imperio ruso.

Los que son expertos en el arte de la guerra someten al ejército enemigo sin combate —prosiguió diciendo el compendio—. Toman las ciudades sin lanzarse al asalto y trastocan un Estado sin realizar operaciones prolongadas. ¡Qué finura! ¡Qué gracia! Evidentemente, este ideal no puede ser el de nuestros entrenadores de sable profesionales, quienes justamente quieren que se produzcan los asaltos y prolongar las operaciones, tanto para cosechar ascensos y medallas como por puro placer. Pero nosotros, mi Iakov Moisseich de oro, nosotros no estamos aquí por placer. Estamos aquí para enredar al mundo. He ahí, como decía Shakespeare, el quid, o, como se dice en nuestro país, he aquí donde está enterrado el perro. Entonces, ¿le interesa esto?

No esperó la respuesta, y prosiguió:

—Yo creo en el seno del primer directorio principal, el departamento D. Me hace falta un responsable para Francia. Nuestras técnicas son pasablemente esotéricas, pero usted las aprenderá sobre la marcha. Tan pronto como sea posible, vamos a salpicar sus hombros de estrellas, para impresionar a los imbéciles. Es usted joven y, al principio, ello le impresionará incluso: no sea inocente. Las estrellas constituyen los medios y no los fines; esto es lo que nuestros bisoños no comprenden. Y para disponer de estrellas quieren a toda costa ensangrentar su espada. Pero Sun Tzu dice y repite: En la guerra, el mejor método es tomar al Estado adverso intacto; aniquilarlo significa solamente ponerse en lo peor. Es lo que vamos a hacer con Francia, mi Iakov todo de rubíes: la poseeremos intacta.

Una semana después de este encuentro, Iakov escribía a su novia:

Mi Elichka toda de azúcar: acabo de conocer al hombre más maravilloso que tú pudieras imaginar. Es Carlos Marx y el Padre Noél en una sola persona. Debes comprender que esta broma no es irrespetuosa, todo lo contrario. Va a enseñarme técnicas de tas cuales no puedo hablarte, ni siquiera a ti, pero que permiten hacer bien a los hombres sin causarles ningún mal. Y ahora, lo principal: he sido ascendido a capitán y podremos casamos en cuanto tenga un permiso. Espero disponer de uno pronto. Dime que tú esperas lo mismo, pícamela mía.

Trasladado al departamento D, con su ascenso, Pitman pudo de nuevo apretar tantas manos como quiso. Siendo de carácter benévolo, perdonó a sus camaradas sus malos tratos, pero ya no buscó frecuentarlos: se hundía más y más en la misión excepcional de que acababa de ser investido, condenado, por el hecho de tener menos de secreta que de incomunicable, a una soledad que iría intensificándose. De esta soledad, él no era consciente siquiera, hasta tal punto encontraba luz y calor en el afecto que, desde el primer día, le prodigó Matvei Matveich. Más allá de los intercambios profesionales, una extraña amistad, en el curso de los años, iba a unir a aquellos dos hombres, entre los cuales In distancia de una generación tendía sus diferencias bien acogidas.

El general de División Abdulrakhmanov —había terminado por confesar que ésta era su graduación— se interesaba, entre otras mil cosas, por los que «volvían». Habiendo recorrido a muy grande velocidad sus expedientes, detuvo el dedo sobre el de Dmitri Alexandrovich Psar:

—Vea usted al hijo. Me entregará un informe detallado.

Un mes más tarde, Pitman redactaba su informe. El joven Psar, de dieciséis años, era un muchacho inteligente, orgulloso, reservado, de orientación literaria, hablando perfectamente el ruso. No se mostraba hostil en opinión de los monitores políticos, pero parecía aburrirse con sus cursos. Al preguntársele por qué había hecho una petición de ciudadanía soviética al mismo tiempo que su padre, había respondido el chico: «Quiero volver».

Abdulrakhmanov reclamó una fotografía, y nada más verla manifestó:

—Es guapo y será soberbio.

Para Pitman la belleza femenina significaba poca cosa; la masculina, nada en absoluto. Además, ¿qué relación existía entre un físico agradable y la relatividad del arte de la guerra? Pero ocultó su asombro.

—¿Usted qué opina? —preguntó Abdulrakhmanov recostándose en su sillón, que crujió.

—Si usted piensa en hacer de él un agente de influencia, Matvei Matveich, no conviene.

—¿Por qué?

—Porque usted busca, ya lo ha dicho, tipos «brillantes». Este no brilla. O bien lo hace hacia el interior, para sus adentros.

—Bastaría entonces con invertir la válvula de un puntapié.

—¿La válvula?

—Yo sé lo que me digo. Continúe.

—¿Cómo decírselo? Este no es, no será nunca un rojo. Yo he intentado hacerle «cercar ideológicamente», como lo recomienda El Vademécum. ¿Sabe usted lo que ha hecho? Se ha aprendido de memoria los capítulos principales de El capital. De memoria. ¡Qué insolencia!

—Mi buen Iakov Moisseich todo de oro: ¡qué placer trabajar con un hombre de su inteligencia! Quisiera, sin embargo, que insistiese. Relea las páginas sobre el entrismo y haga de ese muchacho un amigo suyo, o mejor, hágase amigo de él. Haláguele hasta que él baje su guardia. Y recuerde que hay que acariciar al gato en el sentido del pelo.

Pitman dedicó cierto tiempo a «abordar el sujeto en el plano humano» (era la expresión técnica), pero a fuerza de llevarlo al cine a ver filmes no soviéticos, de invitarlo a unos cafés en los que él no intentaba embriagarlo, y a hablarle algunas veces de Rusia, pero jamás del marxismo —lo que comenzaba a denominar, en su jerga personal «una excitación del síndrome de los abedules»—, logró algunas confidencias.

Alexandr experimentaba por su padre una mezcla patética de admiración y de desprecio; a su madre no la echaba en falta; detestaba a Francia, «esta nación de pequeños burgueses». Escribía poesía, y también prosa; acabó por remitir algunos textos a Pitman, confesándole que su ambición se cifraba en llegar a ser un gran escritor. En cuanto al famoso «retorno», hablaba de él como de una esperanza sagrada, pero parecía haber comprendido, mucho mejor que su padre, que la realización de aquello estaba lejana y era poco segura.

Abdulrakhmanov leyó Las cuatro estaciones y una de las Narraciones del tío Stepan.

—Encuentro su prosa notable, sobre todo para tratarse de un chico nacido en el extranjero. Los versos me parecen más corrientes. Iakov Moisseich: hágame su «entorno».

Pitman se sentía sorprendido al ver que su jefe se obstinaba en querer sacar algo de aquel sarmiento seco y retorcido, pero hizo el entorno.

El Departamento tenía el brazo largo. A pesar de las prohibiciones que pesaban en general sobre toda explotación directa de la «corporación», los contactos necesarios fueron establecidos en muy alto nivel; y, para terminar, un señor desconocido, «un amigo de papá», llegó un día para preguntar al joven Georges Puch qué pensaba del ruso blanco que tenía en su clase.

—¡Oh, señor! Es un pesado este rasóte: consigue los primeros puestos. No está fuerte en el tema de la integral, pero se las arregla también en esto.

—No lo estimas mucho, ¿eh?

—No hay nada que decir en cuanto a su persona: es un joven regular, no es ningún soplón. Pero, en fin, «Primero: Psar»; esto comienza a notarse. Naturalmente, le llaman Zar, el padrecito

—Ustedes procuran fastidiarle, vamos.

—Se tiene cuidado con él, de todos modos.

—¿Por qué?

—Porque sí. No riñe con los demás a golpes frecuentemente, pero cuando pelea no reparte regalos. Sólo Coroller resulta más fuerte, si bien es blando…

Un profesor de francés, comunista, seco, pequeño, refunfuñante, con la corbata anudada estrechamente al cuello, sufrió también un interrogatorio.

—Hábleme de sus alumnos.

—¿De cuáles?

—De todos. ¿Ve usted en algunos de ellos unas promesas de futuros jefes?

El profesor habló largo tiempo; le halagaba que se hubiesen dirigido a él.

—¿Es eso todo?

—Es, además, el primero de la clase, pero éste es un raso blanco. Cree en el buen Dios y todo eso.

—¿Inteligente?

—Sí, y no es poeta de los de a perra gorda. Encerrojado. Vive en el pasado.

Pitman sometió las observaciones realizadas a Abdulrakhmanov.

—¡Qué viejo asno! ¡Ah, pero no! Aquí hay una buena nota. Lleve a nuestro joven pupilo, pues, al asunto del buen Dios. Otra cosa. Usted tiene novia, creo. ¿Cómo se llama?

—Elektrifikatsia Baum.

—Con seguridad: «El poder de los bolcheviques y la electrificación de los campos». ¿La llama usted Elektra?

—Elichka, Matvei Matveich.

—¿Elichka? Encantador. Hable de Elichka con ese muchacho, amigo. Se lo pido como un favor personal. Y vuelva sobre su padre con a frecuencia que le sea posible: remueva el hierro en la llaga. Y más adelante comience a preguntarle si aceptaría estar a nuestro servicio y en qué capacidad.

Pitman habló de Dios, y Alexandr respondió:

—Estamos confusos.

—Pero ¿usted cree que existe?

—¡Ah, no! Eso le causaría demasiado placer.

Pitman evocó a Dmitri Alexandrovich:

—Un oficial de puente que se pasa el tiempo lustrando él mismo —declaró sentenciosamente su hijo— es un fenómeno teratológico. Además, hay en eso una manifestación de incompetencia por parte de los franceses: han importado un capital humano que se salla de lo corriente, y ¿qué han hecho con éste?

Pitman esbozó unas confidencias: quería casarse, iba a casarse; tendría muchos hijos. Alexandr adoptó un aire irónico: su alma era suficientemente fina para comprender lo que es el amor.

—Ha pedido usted «volver». Pero comprende, ¿verdad?, que nuestra patria podría utilizarle aquí. ¿Tiene alguna idea sobre la clase de funciones en que…?

Alexandr se mostró porfiado.

—Alguna idea tengo.

No parecía hallarse entusiasmado.

Poco después, Abdulrakhmanov desapareció de la Embajada, sin prevenir a nadie. Pitman se inquietó. Generalmente, la KGB, apodada patria nostra por los más letrados de entre sus miembros, protegía a los suyos, incluso contra el Partido, pero no siempre con éxito, y se había dado el caso de chequistas importantes que habían ido a parar a unas mazmorras definitivas sin saberse jamás el motivo de ello. Una carta manuscrita llegó pronto para tranquilizar a Iakov, demasiado sensible. La ortografía era moderna, sin letras reaccionarias, pero la escritura, alta, inclinada, llagueada, tan legible como si hubiese sido impresa, había podido ser la de un funcionario imperial.

Mi querido Iakov Moisseich: lo inevitable ha sucedido. He sido enrolado en el Consistorio de aquellos que nosotros denominamos oficialmente los Conceptuales, pero a quienes nuestros jóvenes camaradas, pensando en sus travesuras en esos cuentos rusos en que aparecen unos sombreros que confieren la invisibilidad a quienes los usan, designan con el mote de «sombreros-escondrijo». Así pues, ya tiene de aquí en adelante un amigo entre los «sombreros-escondrijo».

El mote, fayl, no es enteramente falso: nosotros sabemos tantas cosas, pasadas, presentes y futuras, que ya no se nos autoriza más a abandonar el territorio de la Unión. Este exceso de honor, pues, me privará del placer de verle con la frecuencia que yo hubiera deseado y, a modo de compensación, será preciso que usted venga a Mohammed, puesto que él no podrá ya nunca más ir a usted. Aprovecho esta ocasión para confesarle, desde lo alto de mi reciente grandeza, que mi verdadero nombre es Mohammed Mohammedovich: los otros eran para no turbar la quietud de espíritu de aquellos de nuestros colegas que piensan que para ser un buen bolchevique es necesario ser un mal cristiano.

Ha llegado para usted el momento de hacer un cursillo de agente de influencia, a fin de organizar las nociones que ha adquirido sobre el terreno y para abordar con toda la seguridad necesaria la que ha de ser su carrera. Al mismo tiempo, le pido que me prepare una lista de una quincena de candidatos a los diversos puestos de agentes de influencia previstos para Francia: retendremos de ella, pienso, seis o siete, que asignaremos a los dominios para los cuales nos parecerán más aptos. En conjunto, evite los candidatos de origen ruso, con la excepción de Psar, que incluirá entre los quince. Presiento en él grandes posibilidades.

Obtendrá, naturalmente, un permiso de fin de cursillo, permiso que le sugiero pasar aquí. De esta manera, yo podré sacar provecho de su compañía, y usted dispondrá de una ocasión para contraer matrimonio con la exquisita Elichka, que se llevará después a Francia, donde ella le impedirá andar de picos pardos y caer bajo la influencia de cualquier Mata Hari de las que pronuncian guturalmente la letra r.

Al Departamento D le estaba prometido un porvenir de excepción. En diez años, iba a convertirse en el directorio independiente A, y los miembros de su Consistorio adquirirían una importancia tanto más determinante como relativamente oculta. Por el momento, iba aumentando ya sus distancias con la plebe de la KGB; sólo un pasaje cubierto unía el hotel azul de los condes Rostopchin, donde el Departamento se había instalado, con las construcciones gemelas de la plaza Dzerjinski: la de una compañía de seguros prerrevolucionaria, al fondo de la cual se esconde la prisión llamada Lubianka, y la que los prisioneros alemanes acabaron de construir para que pudiese acomodarse en ella la dirección de un servicio que cuenta con unos cien mil empleados.

Entre las molduras y los dorados, los hachones y las taraceas del «Hotel Rostopchin», el General de División Abdulrakhmanov parecía encontrarse en su elemento. Una sola concesión a sus colegas: el eterno retrato del monje ateo dominaba su escritorio. Grandes y aplastadas mejillas, dientes que se adivinaban apretados dentro de la boca en forma de corazón, bigotes opulentos, perilla torcida como los pelos de un cepillo de fregar platos, unos párpados inferiores que aplastaban los globos oculares, una mirada que continuaba hipnotizando al mundo, un cuarto de siglo después de La muerte de su emisor. (Así es como percibimos el centelleo de estrellas extinguidas largo tiempo atrás). Una placa dorada declaraba las virtudes de Félix Edmundovich Dzerjinski: «terror de la burguesía, fiel caballero del proletariado, el más noble de los luchadores de la revolución comunista». La tabla de madera de olivo en que había sido grabado el texto de Sun Tzu se encontraba frente ni retrato.

—Hijo mío: me siento feliz al verle —dijo Abdulrakhmanov—. He preparado algunas fruslerías para Elichka: serán mi regalo de boda.

La discusión sobre los candidatos franceses requirió más de un mes, el cual fue añadido, felizmente, al permiso del capitán Pitman. Había que proveer un puesto de futuro diputado, uno de futuro obispo, uno de sindicalista no comunista, uno de cineasta y otro de periodista. Al final de una tarde, cuando esas decisiones hubieron sido tomadas, Mohammed Mohammedovich Abdulrakhmanov hizo servir té y abordó el asunto de Alexandr Psar.

La nieve cubría la ciudad, y, bajo los faroles que se encendían, aquélla presentaba unos extraños reflejos lila. Los vasos de té, en sus portavasos de plata, humeaban. Pitman pensaba con placer que una hora o dos después saltaría fuera de allí, el frío le picaría en la nariz, e igual que un hombre muy joven adoptaría el ritmo del galope para ir a refugiarse en el apartamento agradablemente supercalentado de los Baum.

Abdulrakhmanov se puso a pasear pesadamente, como la estatua del Comendador, hollando con sus pies enormes las alfombras, de motivos poligonales.

—¿Sabe usted que vienen todas de mi país? Esta es una Bukhara azul. Iakov Moisseich —anudó sus manos a la espalda—: he leído su informe sobre Psar, y estoy de acuerdo enteramente con usted, salvo que soy del parecer contrarío. Si aplica mi Vademécum, usted tiene razón. Únicamente que es preciso saber, y espero que esto lo aprenda algún día, desobedecer al vademécum.

»Es usted un joven funcionario ambicioso y capacitado y, sobre todo, deseoso de servir. Forzosamente, le acosan algunas angustias. Quiero librarle de ellas. Le anticipo que triunfará en su carrera dentro del Departamento, y que un día será también “sombrero-escondrijo”; como tal, su cráneo será uno de aquellos bajo los cuales se cocerá la política de nuestro país, y por tanto el porvenir del mundo. Considéreme una anciana vidente, o un astrólogo de los de puntiagudo gorro, y cada vez que dude de sí mismo piense en mis predicciones y tranquilícese.

»Dicho esto, grábese esto en la nariz: tiene usted un defecto espantoso, Iakov Moissevich…

—¿Qué defecto, camarada general?

—No piensa usted libremente; mezcla los kopecks con los rublos; echa un cable allí donde haría falta dejar que obrara la gravedad terrestre.

»Le he reclutado porque, siendo un novato en el servicio, no había tenido tiempo todavía de despojarse de toda piedad, de todo humor. En nuestra inmensa organización, nosotros, los del Departamento, somos los únicos a quienes la piedad y el humor no solamente les está permitido, sino que se juzga indispensable: nos son permitidos precisamente porque nos resultan indispensables. Sin la piedad, que es la comprensión del otro, no seríamos nada, y sin el humor, que es la comprensión de uno mismo, nosotros intentaríamos serlo todo. Cultive su piedad y su humor, Iakov Moisseich, trate de destacarse. Los demás consiguen mejores logros manteniendo la nariz sobre la obra, pero nosotros necesitamos de la distancia, de la generosidad; hemos de respirar liberalmente.

»Usted me somete un informe de treinta páginas sobre Psar, y llega a las mismas conclusiones que en su primera apreciación. Si se trata de ceguera, tiene pase todavía: todos hacemos tonterías. Pero si es por el temor de desmentirse… Él no es rojo, dice usted, él no es brillante.

»En primer lugar, es guapo, y en los escalones intermedios de nuestro oficio (no en el suyo, felizmente, ni en el mío: ambos volamos demasiado alto), la belleza física es inestimable. Además, yo que fui a verle cuando uno de los cursos nocturnos de la Embajada, presentí en él una grandísima fuerza, pero prisionera. ¿Se acuerda usted de aquel cuento en que un gigante encierra su propia muerte en un saco, que arroja al mar para tomarse invencible? Basta con zambullirse, para liberar a la pobrecilla, y entonces Kochei perecerá. En el caso de Psar es lo contrario: es su vida lo que está en un saco, en el fondo del mar. Yo le invito a sacarlo, a hacer de él un sol.

»Y, para comenzar, va usted a hacerle pasar por un examen de radiación. Le confiará una misión limitada y precisa, en el marco de su liceo o incluso de su clase. Si fracasa (aunque no creo que fracase), renuncio a los proyectos que he formado para él. A esta misión no le dé carácter político, en todo caso nada de marxista: tengo para mí que, por su origen, Psar, a la larga, inspirará una gran confianza a los occidentales; diré más: esto por el hecho de que, como usted ha podido observar bien, él no es un verdadero rojo. En el empleo que yo le reservo, un verdadero rojo no nos serviría tan bien como ese muchacho.

»Es en este dominio, delicado, se lo concedo, donde usted, mi Iakov Moisseich todo de plata, ha cometido un error. El Vademécum insiste, sin embargo, en este punto: la influencia se ejerce siempre a través de los intermediarios. Únicamente con el juego de esos puntos de apoyo sucesivos se puede hacer pasar a la sociedad-blanco la opinión-flecha. Nosotros no hacemos propaganda; ésta es una ocupación necesaria, pero tan primaria que los espíritus como el suyo y el mío serían incapaces de soportar una disciplina tan artrítica. Hemos de apoyarnos en la resistencia de Psar y no pensar en debilitarla. La única cuestión que se plantea es la de saber si nos servirá fielmente, lo que nos lleva a examinar los motivos que le empujarán a aceptar el empleo, yo lo entiendo en el sentido teatral, que le propondremos.

»Sobre este punto, su informe contiene dos respuestas positivas. Por una parte, el joven Psar muestra una voluntad de poder que le hace deseoso de servir a los que tiene por los vencedores de mañana: nosotros; por otro lado, él desea “volver”. Pues bien, creo que esos dos motivos, en un alma fuerte como la suya, pueden ser resortes suficientes para hacer viable la misión en que pienso. El agente de influencia, después de todo, no necesita del esfuerzo sobrehumano, flota por encima de los peligros, opera al aire libre, a la vista y conocimiento de todo el mundo, no se expone a la tortura ni a la muerte. ¿Contra quién se le pedirá a Psar que trabaje? Contra los franceses, a quienes detesta. ¿Por qué los detesta? Porque son los testigos, si no los culpables, de la ruina de su padre, porque a él mismo le tratan burlonamente, porque han decepcionado a los emigrados, que habían depositado sus esperanzas en ellos, porque se dejaron vapulear por los alemanes. Psar, creo, tiene el alma irritable: no puede menos que aborrecer lo que ve lodos los días y no admira. Usted teme que no se muestre suficientemente solidario con nosotros, pero es que nosotros, al menos, somos rusos: los burgueses que lo rodean, además de enemigos de clase, son franceses.

»Usted pensará, quizá, que a mí me gusta exponerme, que experimento un placer de equilibrista al hacer trabajar para nosotros a un retoño puro de nuestros enemigos hereditarios. Admitámoslo. Pero sin estos placeres nuestro oficio tendría tan poco brillo como los demás. Y luego, reservo una pequeña sorpresa a este aristócrata que va a dignarse salir en nuestra compañía para tomarse sus pequeñas revanchas personales. Por supuesto, le haremos creer que él podrá volver cuando quiera, y que desenrollaremos unas alfombras rojas para recibir a Su Nacimiento Altamente Bueno, pero en realidad, cuando lo hayamos explotado a fondo, lo dejaremos caer como un viejo trapo sobre las rodillas de Francia. Si osa presumir de haber sido nuestro agente, a nosotros esto no nos dará frío ni calor, pues de aquí allá nuestras técnicas serán ya conocidas por los especialistas, y en cuanto al público, nos arreglaremos de forma que él se niegue a creer en su existencia. ¿Se le antoja esto demasiado hermoso para ser verdad? Vea cómo procede el príncipe de ese mundo: nunca sale mejor parado que después de haber fingido no existir. Bueno, ¿y si me equivoco y Psar escribe sus memorias? Demostrará que, durante treinta años, nosotros hemos manipulado a la opinión francesa; esto no hará más que intensificar el pánico que reinará en Occidente en las inmediaciones del año 2000. No, no, Iakov Moisseich, nosotros no tenemos nada que temer de Psar, a condición de tomar las precauciones necesarias para que no nos deje por el camino. Métase usted bien esto en la cabeza.

De vuelta a Francia, Pitman realizó el examen con la honradez intelectual que le caracterizaba.

Como primera prueba —había decidido que serían tres—, pidió al joven Alexandr que renunciara a sus planes de ser el primero en la clase: «Sitúese entre los cinco mejores, pero nunca en cabeza». Doble efecto: por una parte, sus camaradas ya no tornarían a sentirse irritados por sus proezas; por otro lado, demostraría que era capaz de ese esfumamiento, de esa atenuación de sí mismo (los teólogos dicen: esta kinosis), sin los cuales no existe ningún agente clandestino de algún valor. Pitman sabía que el sacrificio sería duro para Alexandr: sus primeros puestos le proporcionaban dinero para sus gastos cotidianos, vacaciones, amistades femeninas, todo lo que produce gozo en la vida y da prestigio a un adolescente. Otras susceptibilidades todavía más profundas serían lastimadas: él tendría la impresión de traicionar a su país de origen, del cual se sentía embajador en el espacio y en el tiempo. Finalmente, ¿cómo soportaría rebajar un nombre al cual él adjudicaba un precio? Todo esto lo adivinó Pitman, y supo mostrar al joven el romanticismo de la empresa:

—Usted se dispone a hacer, como dicen los alemanes, un oficio de señor. Será usted un señor enmascarado.

Citó a Sun Tzu, de quien se había hecho también adepto: Todo el arte de la guerra está fundado en el engaño. Hizo valer que al imponerse esta discreción Alexandr comenzaría ya a servir, que su padre, al tanto de aquello, no podría reprocharle nada, que toda iniciación implicaba una novatada, que aquella novatada tendría la suprema elegancia de ser secreta.

—Habrá que soportar sus baladronadas —indicó Alexandr, pensativo—. Todos se alegrarán de ver que me han bajado los humos.

—Voy a contarle una historia:

»Hubo una vez un príncipe chino que se llamaba Mo Tun. Sus vecinos, los Hus, para probar su calidad personal, le enviaron unos emisarios, quienes declararon: “Queremos comprar el caballo de las mil lis”. Era un semental excepcional, capaz de recorrer mil lis, quinientos kilómetros, sin agua, ni forraje. Los consejeros del príncipe se indignaron ante tal proposición, pero Mo Tun respondió que él no quería ofender a nadie, y que vendía el caballo de las mil lis. Entonces, los Hus reclamaron una de las princesas reales. Los consejeros de Mo Tun se escandalizaron: “¡Reclamar una princesa! Os suplicamos, príncipe, que declaréis la guerra a esos desvergonzados”. Mo Tun respondió: “No se niega nunca una joven al vecino”. Y envió la princesa. Los Hus, enardecidos por lo que tomaban por indicios de debilidad, exigieron entonces una porción de territorio: “Vos tenéis mil lis de tierra que nosotros deseamos”. Mo Tun reunió una vez más a sus ministros. Algunos le recomendaron firmeza, pero otros, para complacerle, le aconsejaron que cediera la tierra. El príncipe comenzó por decapitar a estos aduladores, y luego saltó a la silla de su caballo, reunió a su ejército y aplastó a los Hus, que no habían efectuado ningún preparativo militar. Así fue como Mo Tun reconstituyó el reino de sus antecesores».

En contra de lo previsto, Alexandr halló cierto placer en introducir errores en sus versiones latinas y sus ecuaciones de segundo grado: lo hacía deliberadamente, después de haberse dado el gusto de traducir o de resolver a la perfección. No solamente las relaciones con sus camaradas fueron allanadas, sino que ahora les despreció más, y sus cualidades de agente clandestino comenzaron a forjarse.

Como segunda prueba, Pitman pidió a Alexandr que renunciara a su soledad, que aprendiera a bailar, que se hiciera invitar a lo que entonces se denominaban, paradójicamente, partidas-sorpresa. Alexandr replicó, humillado, furibundo:

—¿Con qué quiere usted que vaya a bailar? ¿Con esto?

Señaló su viejo traje de tela azul, sus zapatos, con los tacones desgastados. Pitman sacó su cartera.

—Usted no es mi tío para que acepte su dinero.

Pitman sonrió bondadosamente:

—Es que yo no voy a regalarle nada. Me firmará un recibo.

Alexandr, satisfecho, firmó. Así fue reclutado oficialmente, bajo el seudónimo Oprichnik, no para el Departamento, claro, sino para figurar entre los informadores ocasionales de la KGB. Dmitri Alexandetovich ya no se hallaba en estado de aprobar o desaprobar: bebía, dormía y dejaba hacer.

Al joven Psar no le agradaba la danza: le faltaba naturalidad, pero esto no le impidió ser invitado. Aquella atención que siempre se había negado a dispensar a sus camaradas, y que ahora les concedía, halagaba a éstos; las hermanas lo juzgaban un muchacho atractivo; los padres apreciaban sus modales anticuados. En unos meses se hizo de un círculo de relaciones, e incluso sus profesores, que siempre lo habían encontrado respetuoso hasta la impertinencia, decían de él: «Psar se ha humanizado».

Entonces, Pitman le propuso la tercera prueba de su examen de proyección. Era la época en que la condena a muerte de los esposos Rosenberg, de quienes se decía que habían entregado a la Unión Soviética los secretos atómicos norteamericanos, dividía a la opinión mundial. Se constituyeron unas asociaciones para exigir el perdón.

—¿Qué opina usted acerca de este asunto? —preguntó Pitman.

—Si yo mera uno de los Rosenberg, habría actuado como ellos; si yo fuese el Presidente de los Estados Unidos, los enviaría a la silla eléctrica, y enviaría con ellos a Gold, Borthmann, Greenglass y toda la camarilla.

—Perfecto. Va usted a fundar en su liceo una asociación que reclame la aplicación a los Rosenberg de la pena prevista por la ley.

—Pero ¡si trabajaban para nosotros!

—Usted no habrá pensado, sin embargo, que la petición de algunos liceos franceses vaya a ejercer el menor efecto sobre la suerte de los camaradas Ethel y Julius, ¿verdad? Mientras tanto, tejemos la cobertura de hombre de derechas que le será útil más tarde.

Pensando que una organización abiertamente sanguinaria no tenía ninguna probabilidad de ir hacia delante entre unos adolescentes incorregiblemente sentimentales por causa del cristianismo, el romanticismo y la democracia, Alexandr denominó su agrupación Asociación para limitar la proliferación del arma atómica. Ya era bastante lamentable que los Estados Unidos poseyesen bombas capaces de hacer saltar el mundo, pero en el caso de que otros países, menos pacíficos tradicionalmente, se procuraran el mismo armamento, ¿cómo evitar un holocausto universal? Los Rosenberg, al asegurar a la Unión Soviética, cuyo expansionismo se desplegaba con toda claridad, la paridad del terror, habían puesto a toda la Humanidad en peligro. Era preciso, al menos, que este tipo de traición no se repitiese: una pena ejemplar sería la única garantía.

La argumentación complació a quienes sentían un miedo histérico ante el apocalipsis nuclear, a los que deseaban que Francia fuese únicamente una potencia cultural, a los que querían a los norteamericanos, a quienes detestaban a los rusos, a los que temían a los comunistas, sin contar, naturalmente, a algunos jóvenes de extrema derecha que se burlaban de la proliferación del arma atómica, mas eran partidarios de que los Rosenberg fuesen encerrados. A éstos, Psar les dio a entender que compartía su opinión, pero que el número de firmas importaba a la causa: firmaron haciendo guiños. Quizá, más todavía que la argumentación de Psar, representó allí un papel la personalidad del joven, con la sobria manera que tenía de decir:

—Vosotros sabéis que yo no me amilano fácilmente. Ahora bien, es preciso moverse en seguida, sino hasta Mónaco tendrá pronto la bomba.

Le tomó gusto a su papel de cabecilla, nuevo para él. La asociación fijó por votación unas aportaciones monetarias a realizar por sus miembros, y estos francos los depositó Alexandr, de acuerdo con la costumbre de los agentes secretos, sobre la mesa de su superior inmediato. ¡De qué modo intentaba ocultar su triunfo, y qué mal, de momento, lograba su propósito! Pitman se embolsó la suma con toda la simplicidad necesaria, y escribió a Abdulrakhmanov:

Querido Mohammed Mohammedovich: tiene usted, como siempre, razón. Oprichnik es parecido a nuestra Ilia Muromets: requiere tiempo para empezar a bambolearse, pero una vez iniciado el mismo, nada detendrá el badajo, y la campana dará un sonido exacto y claro. No es uno de esos jefes naturales, que se lanzan hacia delante espontáneamente, pero que no tienen siempre el temple necesario para hacer frente a las responsabilidades que asumen a la ligera. Oprichnik debe, al principio, superar cierta indolencia aristocrática que no deja de hacerme pensar en Oblonov, tal vez cierta timidez. Pero para estos caracteres, el solo hecho de acoger una misión es suficiente: incluso en su mismo enunciado encuentran el quantum de energía que basta para liberar la que llevan en ellos sin saberlo.

Ante este estilo, que Pitman se había esforzado en hacer literario, por piedad más que por adulación servil, Abdulrakhmanov sonrió, humedeciendo sus labios en su té, que sabía a tanino.

Venga a verme, respondió. Ahora es preciso que demos con una misión digna de mi protegido.

Esta vez se hallaban en la primavera; unos témpanos enormes, algunos de ellos llevando ramas deshojadas, entrechocaban, cayendo en medio de asustantes crujidos sobre el Moscova. Elichka se sentía encantada de ver de nuevo a sus padres y a sus hermanas; era portadora de regalos de París para todo el mundo. Iakov, sonriente, fue introducido en el gabinete de trabajo majestuoso que ya conocía.

El general de División se limitó a abrazarle.

Nnoss

A Pitman le encantaba este modo que Abdulrakhmanov tenía de decir nosotros: le hacía pensar en prendas de ropa interior, en exlibris, en copas de coñac, en unos perros lobos rusos.

—Nosotros debiéramos explotar el talento literario del chico; esto se me antoja evidente, Mohammed Mohammedovich. Imagínese un gran escritor, cuyas cualidades no pudieran ser negadas por nadie, pero que nos atacara sistemáticamente, haciéndose odioso, y haciéndose odiosos también quienes pensaran como él. Nos sería fácil pasar a través de él tal o cuál idea, de la que sacaría la opinión contraria, y que, en consecuencia, se haría inmediatamente popular. Un escritor reaccionario manipulado por nosotros podría causar mucho daño a los reaccionarlos.

—No estamos de acuerdo, no estamos de acuerdo —repuso Mohammed Mohammedovich benévolamente, bizqueando los ojos al concentrar la mirada en el cigarrillo que estaba introduciendo en su boquilla de concha—. No estamos de acuerdo, mi Iakov Moisseich todo de plata, por tres razones. Primo: nosotros no tenemos motivos para causar extorsiones a los reaccionarios, en tanto que ellos dispongan de la audiencia que tienen ahora. Secundo: todo escritor manipulado pierde el talento que pueda tener: fíjese en nuestra literatura; dan ganas de llorar. Tertio: ¿sabe usted qué he hecho? Llevé sus muestras de escritura psariana al camarada Bemhardt. Después de todo, es el especialista. Lo ha leído todo atentamente. Esperé. Finalmente, produjo uno de sus borborigmos de cometa taponada y me entregó las hojas: «Para una persona de diecisiete años, es notable, pero su muchacho no será jamás un escritor». «¿Por qué?». «Porque, por una parte, no hay en todo eso ninguna naturalidad: Gógol para la prosa, Tiuchev para la poesía, menos bien, naturalmente. Por otro lado, es un ruso». «¿Entonces?». «Usted me ha dicho que el muchacho vive en Europa y que no prevé regresar pronto: ¿cómo va a publicar? Supongo que todavía no ha pensado en la publicación, solamente en escribir. Es ciertamente lo que digo: no es un escritor. El verdadero escritor piensa en la publicación primeramente, y en escribir después». «¿No exagera usted un poco, camarada Bemhardt?». «No mucho. La vocación del escritor nato es la de llegar a ser un hombre público. Emborronar cuartillas es su modo de llegar a eso». No se ha desmentido y, en suma, pienso que no está equivocado: supongamos que depositamos nuestra confianza en el talento de Psar, ¡y que luego resulte que éste carece del mismo!

—¿Qué hacer de él entonces? Un hombre político, no: todo lo que es colectivo le enoja, desde los deportes de equipo hasta el sufragio universal. ¿Un militar? Él lleva esto en la sangre, y un general nuestro en el Ejército francés…

—¿Quién le dice que no los tengamos? Pero éstos son agentes de penetración, no de influencia. Nosotros no vamos, sin embargo, a hacerles el trabajo a los del directorio S. Además, ¿en quién quiere usted que influya un general? ¿En los coroneles que esperan a que se retire para convertirse ellos en generales a su vez?

—¿Periodista, entonces?

—Los tenemos ya, mi Iakov Moisseich todo de latón. En cuanto a nuestros agentes de influencia, no hay por qué hacer que se enfrenten demasiado a menudo: no podrían dejar de reírse, como los arúspices romanos. Bueno, voy a decirle lo que haremos de nuestro Psarchik: un agente literario. ¿No sabe usted qué es ese bicho? Tampoco lo sabía yo, pero su colega, el que trabaja sobre Norteamérica, me lo ha explicado todo.

»Un agente literario es un hombre incapaz de escribir nada, se trate de lo que se trate, pero que hace escribir a los demás. Solicita los manuscritos, los corrige un poco para dar la ilusión de su utilidad, los presenta a los editores, y se embolsa un tanto por ciento de los derechos. Asimismo, actúa como ojeador o gancho de escritores, especialmente cuando un editor se interesa particularmente por un tema determinado. También entonces se lleva un porcentaje sobre los beneficios. Así es como la cosa se desenvuelve en Norteamérica, y nosotros vamos a introducirla en Francia.

»Usted fíjese: si no se puede ser un genio sobre pedido, sí es posible orientar a los genios, aguijonearlos, ayudar a unos a florecer y a otros asfixiarlos, organizar la propaganda o el silencio; en suma, conseguir a través de un relevo lo que un hombre no puede conseguir por sí mismo. Relea, mi Iakov Moisseich todo de perla, el capítulo sobre la Palanca, en el Vademécum. A propósito de perlas… Nosotros no fabricaremos nunca perlas finas. Ahora bien, ¿por qué no de las de cultivo? Convendrá conmigo que la mayor parte de los escritores contemporáneos no son más que ostras de cultivo, si bien las nuestras no sobresaldrán por encima de la masa. Es asunto decidido, pues: Psar no será escritor, sino incubador de escritores.

»Dígame, ahora, cuáles son, a su juicio, las zonas peligrosas de su personalidad, aquellas en las que debemos prever una posible vuelta en otro sentido, para, en consecuencia, asegurarnos lo contrario.

—Veo dos, Mohammed Mohammedovich. En primer lugar: el servicio militar. Si lo hace en Francia, le bastará con tropezar con un oficial inteligente para cambiar de juramento de fidelidad. Con tradiciones y atavismos semejantes —en fin, esto que se ha dado en llamar atavismos— no se asiste impunemente todos los días a la ceremonia de izado de la bandera. Si Oprichnik se siente transformarse en francés, no estará ligado a nosotros por ninguna lealtad política.

—Será reformado. La otra zona, supongo, es el bello sexo, ¿no?

—Sí. Es muy difícil hacerle hablar de este asunto: en seguida adopta un aire superior, o bien, si se bromea un poco crudamente, enrojece, de cólera, me figuro, más que de pudor. Me inclino a creer que es un romántico un verdadero romántico ruso, al estilo del caballero pobre de Pushkin revisado por Dostoievski. Ha llegado a pronunciar la expresión «alma hermana». Pero, si lo he entendido bien, no ha encontrado todavía la suya.

Pitman hablaba de esas suposiciones con delicadeza, con la misma que hubiera desplegado para tocar una mariposa. Y hablando de ello pensaba en la amistad que le unía a Mohammed Mohammedovich: ¿ante qué otro funcionario de la KGB se habría abstenido de proferir palabras sarcásticas?

—En suma, es virgen, ¿no?

—Presumo que sí.

Nnoss… Es preciso que su alma hermana se revele rusa por lo grande. De lo contrario, cuidado con la labor de absorción por parte de la hembra: las latinas, al parecer, son fuertes en tal terreno. Vamos a ver qué se puede hacer por el pequeño barín impoluto. Que siga como hasta ahora hasta nueva orden. Si no es así, avíseme.

»Y entretanto, búsqueme ya una ocasión propicia para su incorporación al Departamento. No son las pocas monedas que usted le ha dado para que se vista decentemente lo que lo encadenarán. Un agente de influencia, Iakov Moisseich, no es un informador a quien uno maneja a su antojo, para exigirle una sola cosa: “guarniciones”. Aquél ha de volar con sus propias alas. Por tal motivo, la primera inspiración que usted le insuflará será tan determinante como el bautismo para un cristiano o la circuncisión para un judío. Pero cuidado, ¿eh?, no vaya a estropearme a mi preferido en el curso de la operación.

Pitman volvió a París. No se explicaba la hostilidad constante con que Abdulrakhmanov hablaba del joven Psar, poniendo en él al mismo tiempo grandes esperanzas, pero ejecutaría las órdenes recibidas con competencia y desvelo.

La oportuna muerte de Dmitri Alexandrovich ofreció la apertura necesaria. Habiendo conseguido, por teléfono, la conformidad de su jefe, Pitman escogió el lugar, el momento y los ingredientes de la escena de la iniciación. El día del entierro, subió a su vehículo y partió en dirección a Santa Geneviéve-des-Bois.