VEINTISÉIS
El Rey Brujo
La nieve crujía levemente bajo los pies del ejército de sombríos congregado entre las ruinas de la vetusta mansión. El escenario era de lo más truculento, pues las piedras ennegrecidas todavía estaban sembradas de huesos de cadáveres druchii y en las zonas donde Alith había ordenado encender las piras aún no crecía la hierba. Un árbol se levantaba en el centro de lo que en otro tiempo había sido el gran salón, y la hidra y las zarzas invadían las antiguas cámaras de Alith.
Los Guerreros Sombríos comandados por Alith llevaban seis días reuniéndose allí y dispersándose por seguridad al caer la noche. Pero Alith tenía el presentimiento de que ya no tendrían que hacerlo más. La noche anterior, los exploradores le habían informado de que el ejército druchii había acampado en las estribaciones de la cordillera; un contingente de unas dimensiones que no se habían visto en una década. Tenían que ser las huestes del Rey Brujo.
Hacía siete días que el Rey Sombrío se había enterado de que todos los ejércitos emplazados en Anlec habían partido de la ciudad. En un principio había pensado que las huestes se dirigirían hacia el sur, a Tiranoc o tal vez con la intención de atacar Caledor. Pero al día siguiente le habían informado de que marchaban hacia el este, en dirección a las montañas.
Había llegado el momento de enfrentarse a su enemigo. Alith lo percibía en el aire. Caían finos copos de nieve y los nubarrones se congregaban encima de las montañas. Se había instalado una calma extraña en el ambiente, y Alith advertía la magia negra, casi indetectable por sus sentidos, flotando a su alrededor. «Sí —se dijo para sus adentros—, hoy conoceré la verdad».
* * *
A media mañana llegaron gritos procedentes del este, donde se había avistado a un jinete que descendía de las montañas. Alith dio la orden de que se le permitiera acercarse, sabedor de que se trataba de Elthyrior. Un día trascendental como aquél, el heraldo negro no podía estar en ningún otro lugar.
Efectivamente, Elthyrior apareció a lomos de su montura en las ruinas de la mansión. El caballo elegía con destreza su camino entre las piedras derrumbadas y los montículos de tierra que sepultaban buena parte de los cadáveres. El heraldo negro no llevaba la capucha puesta y se podían apreciar sus facciones pálidas y transidas. En la mano derecha empuñaba una lanza con algo atado en la parte central de la vara, envuelto en una lona encerada salpicada de gotitas de agua relucientes. El heraldo buscó a Alith con la mirada y dirigió su corcel hacia el Rey Sombrío.
—Veo que no he sacado únicamente a mi enemigo de su guarida —dijo Alith mientras Elthyrior desmontaba.
—Ha llegado el momento de devolveros esto —repuso el heraldo negro, ofreciendo a Alith la lanza con el fardo.
—¿Qué es?
—Abridlo cuando aparezca el Rey Brujo y lo sabréis.
—¿Conocéis su identidad?
Elthyrior meneó la cabeza.
—Tenéis muchos más ojos y oídos que yo, Alith. Además, ¿no os infiltrasteis en Anlec para averiguarlo?
—Me distraje un poco —contestó Alith. si bien tuvo la decencia de ruborizarse al dar su respuesta—. Me alegro de que hayáis venido.
—Ya quedamos pocos heraldos negros, y no creo que sobrevivamos ninguno a esta guerra. Nuestros días ya pasaron.
El comentario de Elthyrior lo dejó turbado. Si había habido una constante durante todo el tiempo que llevaba viviendo en la vorágine de la guerra, ésa era Elthyrior.
Aunque el heraldo negro había desempeñado muchos papeles en su vida a lo largo de ese período —el de guardián, aliado y compañero— es cierto que nunca había sido realmente un amigo.
—El Rey Sombrío vela por Nagarythe —declaró Elthyrior con una sonrisa torcida—. Morai-Heg deja vía libre a Kurnous y dirige su mirada que todo lo ve hacia los demás.
Alith no supo qué decir y ambos se quedaron en silencio, oteando juntos el oeste. El ejército druchii no tardaría en aparecer, marchando desde el noroeste por la carretera y trazando franjas negras en las estribaciones de las montañas. Alith escrutó el cielo buscando alguna señal de dragones o mantícoras, pero no vio nada. Al parecer, su plan había surtido efecto y el Rey Brujo se enfrentaría a él personalmente.
* * *
Pese a toda su experiencia, Alith sintió una leve punzada de nerviosismo mientras el ejército druchii se desplegaba por las montañas. El número de sus efectivos era inconcebible y debía rondar los cien mil soldados. Alith no tenía ni idea de dónde podían haber salido tantos guerreros. ¿Morathi habría estado acumulando todas esas tropas a la espera de que surgiera el líder idóneo para encabezarlas?
El ejército se detuvo a cierta distancia, desde donde sus catapultas de flechas todavía no tenían a tiro a los guerreros de Alith. La intención de aquella maniobra era clara: el Rey Sombrío no se sentiría amenazado de momento y no se movería de donde estaba.
Una oleada de murmullos y de voces de alarma llevó su mirada hacia los Guerreros Sombríos. Estaban señalando el cielo. Un dragón había emergido de las nubes y descendía lentamente. Era la bestia más grande que Alith hubiera visto jamás, algo menos del doble del tamaño del dragón de Kheranion. Alith estaba a punto de ordenar la retirada de sus tropas hacia las montañas cuando cambió de opinión al ver que el dragón daba media vuelta, enfilaba hacia el ejército druchii y aterrizaba delante de sus guerreros.
Una figura de gran estatura desmontó del dragón y saltó al suelo junto al monstruo. El aire refulgió a su alrededor y se formó una calima oscura y tórrida. Alith examinó al Rey Brujo mientras éste avanzaba en dirección a él.
Era mucho más alto que cualquier elfo e iba enfundado en una panoplia completamente negra. Llevaba un escudo decorado con una aborrecible runa de oro en relieve que abrasó los ojos de Alith cuando éste los posó en ella. La espada que aferraba en la mano derecha estaba envuelta desde la punta hasta la empuñadura por una llama azul que proyectaba sombras revoltosas en la nieve.
Alith concentró toda su atención en la armadura. Cuando tuvo a un centenar de pasos al Rey Brujo, que ascendía con paso resuelto por La ladera de la colina, se percató de que no era negra del todo y de que del interior de la coraza brotaba una luz rubicunda. En torno al guerrero se arremolinaban columnas de vapor, y Alith advirtió, horrorizado, que tanto las escamas como la malla de la armadura ardían y que todos los remaches y las juntas estaban al rojo vivo, como recién salida de la fragua.
El Rey Brujo dejaba una estela de nieve derretida y tierra chamuscada a su paso y el aire a su alrededor formaba remolinos y ascendía en volutas de vapor desde su cuerpo.
Los Guerreros Sombríos miraban detenidamente al Rey Brujo con los arcos flechados. Alith había dispuesto que esperaran su orden para atacar, pues necesitaba saber quién osaba autoproclamarse soberano de Nagarythe. Después de ver el poderío de sus huestes no había lugar a dudas de que aquel guerrero aglutinaba en su figura todas las fuerzas de Anlec.
Cuando el Rey Brujo atravesó los vestigios derrumbados de la vieja puerta de entrada, Alith fijó la mirada en sus ojos. Los ojos del Rey Brujo eran dos fosos que ardían con llamas negras, vacíos al mismo tiempo que rebosantes de energía. Nada se distinguía en su rostro salvo aquellas terribles esferas, ya que llevaba la cabeza enfundada en un yelmo dorado y negro engalanado con una corona de espinas y pinchos de un material plateado que no reflejaba la luz.
Alith se acordó del regalo de Elthyrior, sacó el cuchillo del cinturón y cortó las cuerdas que sujetaban el fardo de lona a la lanza que aferraba en la mano izquierda.
Sacudió la lanza para liberar el bulto, que se extendió agitado por la brisa, y se desplegó una bandera que empezó a ondear al viento prendida a la vara con un cordón de hilos de oro.
El estandarte estaba hecho jirones y sucio, con agujeros por todas partes y con los bordes deshilachados. En otro tiempo había sido blanco, pero ahora era de un deslucido color marrón con manchas cenicientas. El dibujo estampado apenas se distinguía, pero Alith reconoció inmediatamente el ala dorada de un grifo. Era el estandarte de la Casa de Anar.
Alith sintió una inyección de valor que hizo desvanecerse el pavor que infundía el Rey Brujo mientras se acercaba. Aquel estandarte había ondeado en ese mismo lugar desde los tiempos de Aenarion, y Alith se contagió de su fuerza, de un poder de centurias que ni siquiera la sangre derramada de los Anar había debilitado. Envalentonado, Alith clavó la mirada en su oponente.
—¿Con qué derecho entráis en estas tierras sin el permiso de Alith de Anar, señor de la Casa de Anar, Rey Sombrío de Nagarythe? —espetó Alith, sujetando el harapiento estandarte que ondeaba por encima de su cabeza—. Si habéis venido a amenazarme prestad atención al juramento que hice a mis muertos: ¡No he olvidado ni he perdonado!
El Rey Brujo se detuvo a media docena de pasos, de Alith, que sintió en la piel el picor provocado por el calor que desprendía el cuerpo del intruso. El Rey Brujo alzó la mirada hacia la bandera, enfundó la espada y señaló fugazmente el estandarte con el dedo.
Unas llamas negras envolvieron el trozo de tela, que rápidamente se desintegró, los pedacitos chamuscados del estandarte se alejaron revoloteando por el aire, arrastrados por el viento, y Alith se quedó con la vara ennegrecida aferrada en la mano.
El Rey Sombrío dejó caer el palo humeante.
—La Casa de Anar ya no existe —declaró el Rey Brujo. Su voz era grave y cavernosa, como procedente de un salón lejanísimo—. Yo soy el único soberano de Nagarythe. Juradme lealtad y se olvidará vuestro pasado y se perdonará vuestra traición. Os concederé estas tierras para que las gobernéis a vuestra discreción y sólo me deberéis fidelidad a mí.
Alith rompió a reír.
—¿Queréis convertirme en el príncipe de un cementerio? ¿En el guardián de la nada? —respondió el Rey Sombrío. Y añadió, poniéndose serio y entornando los ojos—: ¿Con qué derecho exigís que os jure lealtad?
El Rey Brujo se adelantó unos pasos y Alith tuvo que hacer acopio de todo su valor para mantenerse en su sitio. Unas voces extrañas siseaban en el umbral de lo audible; eran los espíritus de los sacrificados encerrados en la armadura. El calor que desprendía la coraza rayaba lo insoportable. A Alith empezaron a llorarle los ojos y a agrietársele la piel deshidratada; se pasó la lengua por los labios, pero también tenía la boca seca. Peor era la sensación nauseabunda de la magia negra que se arrastraba por su cuerpo y se filtraba a través de su piel, le contaminaba la sangre y le ralentizaba el corazón.
—¿No me reconocéis, Alith? —inquirió el Rey Brujo, inclinándose hacia él, en un tono sosegado y envuelto en una aureola fúnebre de fuego y muerte—. ¿No queréis poneros de nuevo a mi servicio?
La voz de la criatura que Alith tenía enfrente era cascada y ronca, pero el Rey Sombrío la reconoció. Hacía ya una eternidad, esa voz había pronunciado unas palabras en las que Alith había depositado todos sus sueños y esperanzas. Una vez, mucho tiempo atrás, esa misma voz le había jurado que liberaría Nagarythe de la tiranía, y él la había creído. Ahora estaba pidiéndole que se rindiera.
Era la voz de Malekith.