VEINTICINCO
El regreso a Anlec
Estalló un tumulto, y los gritos de incredulidad se mezclaron con los vítores festivos y las exclamaciones de perplejidad. Los caminantes sombríos se apelotonaron y asediaron a Alith. Unos lobos descomunales merodeaban a su alrededor, y sus gruñidos y sus aullidos se sumaban al alboroto general.
Elthyrior se mantenía al margen y observaba con suspicacia la escena. Miró a Alith a los ojos, y el Rey Sombrío hizo señas a sus seguidores para que se alejaran mientras les decía que enseguida se dirigiría a ellos. Alith avanzó por la maleza y los caminantes sombríos se afanaron en encender de nuevo las hogueras en medio de un ambiente enardecido por la algarabía que provocaban la sorpresa y la euforia.
—¿Un truco? —le dijo Elthyrior a Alith cuando este llegó junto a él.
El Rey Sombrío se encogió de hombros y sonrió.
—Un nuevo mito —respondió—. Sólo Casadir sabía la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Elthyrior, con el gesto severo—. No está bien que engañéis a vuestros seguidores de esta manera.
Alith le hizo una señal para que lo siguiera, y ambos se alejaron del campamento. El Rey Sombrío y el heraldo negro progresaron por un camino empelechado de mármol invadido por la maleza y se sentaron en los restos carbonizados de la caseta de verano.
—Era un engaño necesario —dijo Alith, arrancando la flor de una corona de hierbas que estaba creciendo en las ruinas del edificio—, que no empecé yo.
Elthyrior enarcó una ceja con incredulidad.
—Os lo aseguro —afirmó Alith—. Iba a enfrentarme a Alandrian y sus brujas de Khaine, pero Khillrallion me dejó aturdido con un golpe en la nuca a traición y no pude impedirle que cogiera el arco de la luna y se hiciera pasar por mí. Casadir ya me estaba subiendo al tejado cuando recuperé la conciencia. Khillrallion y los demás compraron mi libertad con sus vidas. Habría sido un acto deshonroso despreciar lo que habían entregado con tanta convicción, así que huí con Casadir. Él es el único que conoce toda la historia.
—Eso no explica vuestra desaparición durante siete años —replicó Elthyrior—. Abandonasteis a vuestro pueblo.
—¡No es cierto! —espetó Alith. Cerró los ojos y se obligó a calmarse—. Los vientos empezaban a soplar en contra nuestra. Mi pueblo necesitaba un líder más sosegado. Tharion ya me había sugerido la idea de crear un nuevo asentamiento en Elanardris, y yo había accedido. Yo nunca podría haber levantado lo que ha construido él. Tharion nos ha dado un futuro que yo no hubiera podido ofrecer. Si bien no lo había planeado, mi muerte nos concedía la oportunidad de infundir una sensación de paz que necesitábamos. El ejército druchii no tardaría en creer que el ejército sombrío había dejado de existir, y mi muerte daba libertad a mi pueblo para recuperarse y emprender un nuevo camino. Si hubiera revelado la verdad, Alandrian habría persistido en su persecución. En dos ocasiones estuvo a punto de atraparme, y en ambas se cobró vidas, vidas que yo tenía en gran estima. Vi como moría Khillrallion y comprendí que el mayor peligro para mi pueblo era yo y el odio que los druchii me profesaban. Soy un símbolo, pero para ambos bandos. Soy la encarnación de la oposición desafiante, y eso aglutina a nuestros bravos elfos para luchar por nuestra causa. Pero también es eso lo que irrita a los druchii, quienes ambicionan el dominio y el control.
»De modo que decidí desaparecer. Regresé a Averlorn durante un tiempo y corrí con mis hermanos y mis hermanas de nuevo. Fue un período que viví con despreocupación, lo admito. Pero el sentido del deber me acosaba y cada año que pasaba comprendía que nunca hallaría la paz y que el Rey Sombrío no podría permanecer muerto para siempre. Regresé a Elanardris el pasado invierno y me puse en contacto con Casadir. Me contó todo lo que había ocurrido durante mi ausencia, y esta mañana me informó de las noticias que traíais vos.
—Entonces, ¿por qué habéis vuelto justo ahora?
—Ya conocéis la respuesta a esa pregunta —contestó Alith, levantándose y acercándose a la pared derrumbada de la caseta de verano. Dirigió la vista hacia el oeste.
—El Rey Brujo —dijo Elthyrior.
Alith asintió sin volverse al heraldo negro.
—Yo también he oído hablar de esa criatura. En lugares tan distantes como Cothique y Cracia se refieren a su aparición como al despertar definitivo de los naggarothi. Lo temen y lo respetan en la misma medida. Nunca había visto una devoción tan categórica en los druchii, excepto entre los desdichados corrompidos por las sectas. No conozco un elfo capaz de inspirar una lealtad igual hacia su figura. Pues el Rey Brujo reina en Anlec apoyado por Morathi, debo averiguar quién es.
—Me temo que todos lo sabremos más pronto que tarde —repuso Elthyrior. Se puso en pie y se acercó a Alith—. Me alegro de que no estéis muerto, Alith de Anar.
—Yo también —respondió sonriente el Rey Sombrío.
* * *
Alith solicitó a los caminantes sombríos que, de momento, mantuvieran en secreto su regreso. No quiso comentar nada respecto al tiempo que había pasado desaparecido y se negó en rotundo a responder ninguna pregunta sobre su muerte y resurrección. Se limitó a asegurar a sus seguidores que había vuelto para liderarlos en la consecución de nuevas victorias y que sus ansias de castigar a los druchii no se habían aplacado. Algunos querían difundir por todo Nagarythe la noticia de su regreso triunfante, pero Alith les pidió que mantuvieran la boca cerrada.
—Todo Ulthuan se enterará muy pronto de que el Rey Sombrío ha vuelto —declaró, esbozando una sonrisa cómplice, aunque guardando silencio cuando le pedían que fuera más explícito.
Alith dispuso también que los caminantes sombríos emprendieran la reestructuración del ejército y aprestaran a los guerreros para la guerra. Los preparativos debían realizarse bajo la pretensión de que Tharion estaba considerando lanzar una ofensiva contra el Rey Brujo, pero no debía trascender a la población civil de los Aesanar. El ejército sombrío debía reunirse con Alith en las ruinas de la mansión. Cuando le preguntaron la fecha del encuentro, Alith respondió de nuevo de un modo críptico.
—Cuando sea el momento, tendréis la certeza de que ha llegado la hora de emprender la marcha.
* * *
Anlec nunca le había parecido tan inexpugnable pese a que en su primera visita a la fortaleza ya le había maravillado su impenetrabilidad. Utilizando sus cimientos como base, los druchii habían amontonado sobre ellos elementos que obedecían a su estética retorcida y su gusto por la atrocidad. Las torres alcanzaban una altura titánica y de los muros colgaban cadenas con cadáveres en estado de putrefacción y ganchos puntiagudos. Encima de las torres de entrada se exhibían cabezas incrustadas en unos largos pinchos, y las murallas se extendían como si fueran largas hileras de colmillos afilados. Eran permanentes las bandadas de buitres y cuervos que sobrevolaban en círculo la ciudad y que se abatían para picotear los desfigurados despojos de los elfos expuestos.
Entre los estandartes púrpura de Nagarythe ondeaban otros estandartes rojinegros con los símbolos de los cytharai, engalanados con los cráneos y los huesos de quienes habían contrariado a los gobernantes de la ciudad. Miles de fuegos ardían en braseros instalados en los muros formando una humareda que se extendía por toda la fortaleza.
También el bullicio de la ciudad era espantoso. Mientras en los templos se celebraban los rituales sangrientos, el estruendo de gongs, campanas y tambores era continuo, y a él se sumaban los graznidos de los cuervos y los chillidos de los buitres. En medio del barullo se distinguían ovaciones estridentes y alaridos interminables. La brisa arrastraba un hedor a carne chamuscada. La ciudad era un hervidero de magia negra, y Alith se estremeció con la vileza que se palpaba en el aire. Sintió una punzada de frío sobrenatural y se ciñó al cuerpo la capa lisa de color azul; respiró hondo y se aventuró por la torre de entrada occidental.
Había acudido a Anlec buscando una respuesta a la pregunta sobre la identidad del misterioso Rey Brujo. Pero albergaba otro propósito; éste de una naturaleza mucho más personal. Durante buena parte de su vida los druchii habían estado arrebatándole sus posesiones más queridas: la familia, los amigos, el amor y las tierras. Pero esa vez había sido víctima de una nueva afrenta que no podía tolerar: se habían llevado el arco de la luna.
Los susurros del arma le habían impedido conciliar el sueño las largas noches de verano en Averlorn, y durante su estancia oculto en los santuarios consagrados a Kurnous en los Annulii los alaridos distantes de sufrimiento del arco de la luna lo habían atormentado. No había querido confesárselo a Elthyrior, pero ése era el verdadero motivo de su regreso a Anlec. Su familia había sido exterminada, sus amigos habían muerto y sus tierras eran una jungla. Eran cosas que no podía recuperar. Sin embargo, el arco de la luna… podía rescatarlo.
Ya en el interior de la ciudad, Alith recuperó la confianza y enfiló directamente hacia el palacio de Aenarion con la calma que le confería su seguridad en sí mismo. Desconocía dónde guardaban el arco exactamente, pero sabía que estaba en la ciudadela. Se lo arrebataría a Morathi en sus propias narices, y ese gesto supondría el anuncio del regreso del Rey Sombrío.
Los escalones que conducían a la puerta principal del palacio estaban teñidos del rojo de la sangre, y había centinelas apostados a lo largo de la escalinata distanciados entre sí un puñado escaso de pasos, con las alabardas de atroces hojas curvas caladas. A pesar de la presencia de los guardias, las puertas estaban abiertas de par en par y había una procesión constante de elfos que entraban y salían del edificio. Alith se sumó a la cola que esperaba para entrar, ignorando a los guerreros con los semblantes adustos que flanqueaban la fila. Paso a paso, la cola avanzó hasta que por fin Alith se sumió en la penumbra del interior de la ciudadela.
* * *
La mayoría de los visitantes proseguía su camino por la escalinata central, seguramente hacia una audiencia con alguno de los miembros de la corte de Anlec. Alith, sin embargo, se salió del flujo principal de elfos y esperó la aparición de algún criado. Su estancia en Tor Anroc le había enseñado que los pasajes reservados al servicio ofrecían mayor libertad de movimientos en ese tipo de palacios. Enseguida apareció un paje algo aturullado desde detrás de un tapiz que representaba a Aenarion a lomos de su dragón Indraugnir. Alith se preguntó si el primer Rey Fénix fue consciente alguna vez de la demencia perturbadora de la criatura que había desposado, o si en algún momento habría previsto la crueldad que de manera involuntaria infligiría al mundo con su matrimonio.
Enfiló hacia la entrada secreta y se detuvo para contemplar el gigantesco retrato de Aenarion. Enfundado en una armadura dorada, el primer Rey Fénix traslucía toda la nobleza y la bravura que proclamaba la leyenda. Sin embargo, ahí estaba, en su mano derecha, la espada de Khaine. Pese a que no era más que su representación en hilos plateados y rojos, aquella arma funesta rezumaba muerte por los cuatro costados. Caledor Domadragones había profetizado que Aenarion se había condenado irremediablemente al empuñar la hoja maldita. «Quizá —pensó Alith— nos condenó a todos».
Alith se deslizó detrás del tapiz y descubrió una angosta puerta en arco. Al otro lado empezaba una escalera ascendente. El Rey Sombrío siguió el sinuoso tramo de escalones sin idea alguna de adonde lo conduciría, aunque de buen grado se dejó llevar de la mano por su instinto. Cuando juzgó que ya había cubierto dos terceras partes del camino hasta la parte superior del bastión de la ciudadela, dejó atrás la escalera y emergió en una ancha galería flanqueada por hornacinas que albergaban estatuas de príncipes que habían luchado junto a Aenarion. Algunas estaban desfiguradas, con las facciones desportilladas, y exhibían proclamas soeces pintarrajeadas con sangre. Otras, sin embargo, se conservaban intactas; éstas eran las que representaban a los nobles que todavía rendían pleitesía al nuevo poder de Anlec. Alith no reconocía a la mayoría, aunque sí le resultaron familiares otras.
Pasó junto a una que lo obligó a detenerse. Sus rasgos eran similares a los de Alith, y apenas le llevó un instante darse cuenta de que era la estatua de un joven Eoloran de Anar. En los ojos ensangrentados le habían incrustado unos clavos. A efectos prácticos, Eoloran había muerto y sólo era una más de las incontables víctimas de los druchii que Alith vengaría; no obstante, el recuerdo de su abuelo removió algo en su interior.
Había viajado hasta Anlec para recuperar el arco de la luna, para recobrar lo que le habían robado, pero ¿tendría la posibilidad de llevarse algo más de la ciudad druchii durante su visita? ¿Seguiría con vida Eoloran de Anar? ¿Lo mantendrían encerrado en una mazmorra de Anlec? Alith consideró que tenía tiempo suficiente para investigar un poco. Dio media vuelta, regresó a la escalera y descendió a las entrañas de la ciudadela.
* * *
Alith esperaba encontrarse un escenario espeluznante de agonías y torturas. Por el contrario, las mazmorras de Anlec estaban bien iluminadas por lámparas doradas y no se oía un ruido. No vio guardias, y según se adentraba por los angostos pasillos subterráneos, aparecían ante sus ojos celdas limpias… y vacías. No había ni un alma allí abajo. Confundido, volvió sobre sus pasos a la escalera y buscó las dependencias de los criados, que encontró varios pisos por encima de las mazmorras.
Se topó con una versión distorsionada de su experiencia en Tor Anroc. Doncellas y pajes trajinaban de un lado a otro; muchos exhibían cicatrices y otras marcas de malos tratos. Algunos llevaban amuletos de los Dioses Oscuros y vestían las vistosas túnicas de las sectas del placer. Se gruñían y se insultaban cuando se cruzaban unos con otros y mostraban una actitud senil cuando aparecían sus señores bramando órdenes y golpeándolos con azotes.
Alith agarró del brazo a una joven doncella que pasó junto a él cargada con una fuente de plata vacía. La elfa lo miró aterrorizada cuando Alith tiró de ella y se la llevó aparte.
—Ponme un dedo encima y tendrás que responder ante el príncipe Khelthrain —espetó la muchacha, en un tono más asustado que amenazador.
Alith la soltó inmediatamente y levantó las manos.
—Soy nuevo y estoy perdido.
La doncella se calmó y se atusó hacia atrás la cabellera azabache adoptando un aire de falsa importancia. Era evidente que Alith no era el primer novato que cometía el mismo error.
—¿A qué señor servís?
—Al príncipe Alandrian —respondió Alith al momento, pronunciando el primer nombre que le vino a la cabeza.
La muchacha asintió.
—Más os vale que cumpláis —repuso, haciéndole una seña con la mano para que la siguiera.
La doncella condujo a Alith hasta un almacén con las estanterías vacías y el suelo cubierto de polvo.
—Ándate con ojo con Erenthion, tiene el temperamento más cruel de todos —le dijo la joven. Alith asintió, agradecido—. Y nunca le des la espalda a Mendieth, es un asesino y te clavará un cuchillo antes de preguntarte cómo te llamas.
—Atenithor —respondió con una sonrisa, pero como réplica recibió una mueca de disgusto de la doncella.
—Cuanta menos gente sepa eso, mejor. Los nombres atraen la atención, y la atención puede ser muy perjudicial para tu salud.
—Me temo que ya he llamado la atención —confesó Alith, torciendo el gesto con preocupación—. Me han encargado una tarea, pero no sé cómo llevarla a cabo.
—¿Qué tienes que hacer?
—He de llevar un mensaje a… Eoloran de Anar. Un mensaje del príncipe —masculló Alith, lanzando una mirada nerviosa a la puerta cerrada—. Bajé a las celdas, ¡pero están vacías!
La doncella se echó a reír, pero Alith fue incapaz de discernir si era una risa franca o llena de desprecio.
—¡No hay prisioneros en la ciudadela! —repuso la doncella, riendo tontamente—. Todos son trasladados a los templos para los sacrificios.
—Entonces, ¿me han tomado el pelo? —inquirió Alith, intentando disimular el nudo que se le había hecho en el estómago por la preocupación.
—Hay un Eoloran de Anar —dijo la joven, y Alith asintió aliviado—. Pero no es un prisionero. Sus cámaras se encuentran en la torre occidental.
¿No era un prisionero? Alith dejó de lado la confusión que lo embargaba el tiempo necesario para enterarse de cómo llegar allí y luego se excusó a la doncella y se marchó.
* * *
Alith se sorprendió de nuevo de la ausencia de centinelas en la torre occidental de la ciudadela. Supuso que la arrogancia de los druchii los llevaba a pensar que nadie osaría infiltrarse hasta el corazón de la capital. Siguió las indicaciones que la doncella le había dado, y enseguida llegó a la planta donde se suponía que vivía Eoloran de Anar. Se detuvo frente a una sencilla puerta negra entreabierta; le dio unos golpecitos pero no recibió respuesta alguna. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, abrió una pizca más la puerta y se deslizó al interior.
La cámara estaba amueblada con sencillez y la luz entraba por una amplia puerta acristalada que se abría a una terraza. Alith divisó una figura sentada en una silla de mimbre de cara al sol; exploró el dormitorio adyacente y luego enfiló hacia la terraza.
El sol bañaba el rostro de Eoloran de Anar, que mantenía los ojos cerrados. Parecía dormido. Por un momento, Alith se sintió transportado en el tiempo muchos años atrás, cuando su familia todavía no había sufrido las desgracias que acontecerían después, y recordó un día en el que su abuelo estaba sentado en los jardines de la mansión tomando el sol como ahora. Ese día, el jaleo que formaban Alith y sus amigos con sus juegos había despertado a su abuelo, que los había reprendido por molestarlo y luego se había levantado de la butaca y se había puesto a jugar con ellos.
Las llamas y el humo consumieron aquella remembranza y apareció la imagen de Elanardris devastada y los cuerpos de sus amigos clavados a los muros de la mansión. Alith gruñó sin darse cuenta mientras el recuerdo se desvanecía.
—¿Abuelo? —susurró Alith, agachándose junto al anciano elfo.
Eoloran se revolvió en la butaca y farfulló algo ininteligible.
—Eoloran —dijo Alith, en voz más alta.
Su abuelo se volvió hacia él con el ceño fruncido y los ojos todavía cerrados.
—¿Quién está ahí? —preguntó con una voz que sonó como un suspiro ronco.
—Soy yo, Alith, abuelo.
—¡Márchate de aquí con tus engañifas! —espetó Eoloran—. Alith está muerto. Los matasteis a todos. ¡Llévate tus apariciones!
—No, abuelo, de verdad que soy yo, Alith. —El Rey Sombrío posó una mano en la mano de su abuelo y la apretó con dulzura—. Voy a sacaros de aquí.
—Esos trucos no te servirán de nada —respondió Eoloran—. Me has privado de la vista, pero no conseguirás que pierda la cabeza.
—¡Miradme, abuelo, soy Alith!
Eoloran abrió los ojos y aparecieron dos esferas blancas.
—¿Todavía te divierte tu obra, demonio? Te privé de la satisfacción de oír mis gritos cuando me dejaste ciego y no te daré ahora el gusto de regodearte en mis esperanzas truncadas.
—Encontraré curanderos que os ayuden, abuelo —dijo Alith, tirando del brazo de Eoloran para levantarlo de la butaca—. Los magos de Saphery os devolverán la vista. Acompañadme, no puedo quedarme mucho tiempo.
—Te gustaría que me fuera, ¿verdad, desalmado? —gruñó Eoloran, soltándose con cuidado el brazo de Alith—. ¿Cuántas almas te prometió si conseguías hacer que me fuera? ¿Mil y una? No cargaré con sus muertes en mi conciencia. Amenázame si quieres, provócame, sigue tentándome, pero nunca permitiré que selles ese trato infernal.
—Tenéis que venir conmigo —insistió Alith, con los ojos temblorosos y cubiertos de lágrimas—. Por favor, tenéis que creerme. ¡Soy Alith!
—¡No tengo que creer nada! Suficiente tortura es ya que me tengas preso en este lugar infame desde donde puedo oler los sacrificios y oír los gritos. Me dejas la puerta abierta y me dices que puedo irme cuando quiera, pero sabes que nunca lo haré. Mi espíritu se conserva puro y cuando parta hacia Mirai, no me acosarán los fantasmas de los elfos que tuvieron que morir para que yo lograra mi libertad. Antes que permitir que eso ocurra permaneceré aquí mil años más y soportaré todos los tormentos que tu cerebro conciba.
Alith reculó, temblando de la pena y la rabia. Podía llevarse a Eoloran a la fuerza, pero si lo que el venerable elfo decía era cierto, su abuelo no estaba dispuesto a pagar el precio que Morathi había establecido por su libertad. Sacó el cuchillo que llevaba escondido en el cinturón de la túnica con la idea de poner fin a la desdicha de Eoloran. Su manó se sacudió con violencia mientras la estiraba hacia la garganta de su abuelo, y Alith encogió el brazo. No podía. Sin embargo, aunque le rompía el corazón, tenía que ser fiel al principio que le habían inculcado desde niño: el respeto a los deseos de su abuelo. Se inclinó sobre el anciano y lo besó en la frente.
—Adiós, abuelo —dijo Alith, con la voz quebrada de la emoción—. Morid en paz y con dignidad.
* * *
Valiéndose de los mismos subterfugios que había empleado para localizar a Eoloran, Alith averiguó que el arco de la luna se exhibía junto a otros muchos trofeos acumulados por los druchii durante sus conquistas. La pesquisa llevó al Rey Sombrío hasta una galería semicircular que se asomaba a uno de los salones principales. Debajo, el salón permanecía vacío, pero varias docenas de druchii abarrotaban la galería y admiraban el botín. Algunos soldados que parecían aburridos custodiaban la exposición.
Alith deambuló un rato por la galería confundido entre la multitud, contemplando los trofeos, entre otros: los estandartes de Bel Shanaar arrancados de los salones de Tor Anroc, una capa confeccionada con la piel de un león blanco arrebatada a un príncipe de Cracia, la Lanza del Sol —en otro tiempo empuñada por el príncipe Eurithain de Cothique— y la corteza carbonizada extraída de un hombre árbol de Averlorn. Alith disimuló la aversión que le provocaban las truculentas reliquias exhibidas y siguió paseando por la galería hasta que se topó con el arco de la luna.
El arma, deslucida y sin vida, yacía sobre un cojín púrpura. En una placa debajo de ella se leía: «Arco del así llamado Rey Sombrío, abatido por Hellebron, sacerdotisa de Khaine». Alith se quedó contemplando el arco y sacudiendo la cabeza. Cerca de él había un centinela mirándose ensimismado las uñas. Alith se abrió paso entre la muchedumbre de elfos y se detuvo frente a él.
—Te cojo esto prestado —dijo el señor de Anar, cuya mano se deslizó rauda hacia la espada del soldado y la desenvainó.
Alith hundió el acero en la garganta del druchii y la giró en su interior antes de extraerla.
Cundió el caos a su alrededor. Los druchii daban voces de alarma. Algunos intentaban agarrar a Alith, pero éste los derribaba con tajos brutales y se quitaba de en medio sus cuerpos agonizantes mientras se abría paso hacia el arco de la luna. Otros trataban de huir, pero Alith abatió a todos los que tenía a su alcance, descargando la espada sobre ellos de un modo despiadado.
Llegó hasta el arco de la luna, lo arrancó del cojín y sintió cómo recobraba vida en su mano. El calor que desprendía el arma fue filtrándose en su brazo y de ella brotó un coro de voces en el umbral de lo audible.
Los centinelas estrecharon el cerco alrededor de Alith con los aceros desenvainados. El Rey Sombrío se encaramó de un brinco a la balaustrada de madera que flanqueaba la galería y, cuando estaba apunto de saltar al salón de abajo, algo atrajo su mirada.
En el vértice de la galería había expuesto un sencillo aro de oro y plata con una gema incrustada en forma de estrella; era la corona de Nagarythe. Alith recorrió la balaustrada a la carrera y de camino a la corona esquivó de un salto la arremetida de la espada de un guardia. Con una pirueta evitó otro tajo y hundió su acero en la garganta del druchii. Giró el cuerpo y asestó una patada en el rostro a otro guerrero; luego saltó por encima de él y le ensartó la espalda con la hoja. Alith se balanceó con el arco de la luna para eludir la acometida de otro druchii y con el filo de la espada le rasguñó el rostro, embistió con el hombro el estómago del guardia y le hincó el acero en el costado mientras se desplomaba.
—También me llevaré esto —dijo Alith, riendo.
Se colgó el arco de la luna del hombro, sorteó el ataque de otro druchii con una pirueta y agarró la corona de Nagarythe con la mano que tenía libre. Se ciñó la corona a la cabeza y se agachó para que una espada cortara el aire encima de él. De un puntapié en la rodilla empujó a su agresor, que retrocedió tambaleándose, y luego se irguió como un resorte y soltó golpes con su acero hasta que su oponente quedó desguarnecido; hundió la hoja en el pecho de su presa y saltó de nuevo a la balaustrada.
Con una estocada final lanzó hacia atrás a otro soldado druchii, que reculó a trompicones, y se lanzó al salón dando una voltereta desde la barandilla. Tras un aterrizaje suave echó a correr hacia las puertas con la esperanza de que no estuvieran cerradas con llave. No lo estaban, y Alith irrumpió en la larga antecámara que se extendía al otro lado de las puertas y se topó de bruces con el caos más absoluto. Un tumulto de criados y nobles druchii huía a empellones del altercado mientras guerreros enfundados en armaduras intentaban abrirse paso por la marea de elfos.
Alith divisó a su derecha otra entrada a los pasajes de servicio y saltó a los hombros de un criado. Cuando éste se tambaleó, el Rey Sombrío pasó de un brinco —igual que si estuviera siguiendo el camino de piedras que vadea un arroyo— hasta la cabeza de una dama que chillaba como una posesa y se lanzó de un salto hacia un estandarte alargado que colgaba del techo. Se agarró al trozo de tela con una mano, se columpió por encima de la muchedumbre y con el impulso sobrevoló las cabezas de los guardias que bregaban con la multitud y aterrizó dando una voltereta en el suelo.
Arrancó el tapiz que camuflaba la entrada y lo arrojó contra sus perseguidores mientras atravesaba como un rayo la puerta en arco. Se precipitó escaleras abajo, encorvándose para pasar bajo las puertas en arco, y cruzó a la carrera rellanos sin seguir una ruta predefinida. No tenía ni idea de dónde se encontraba, así que daba igual si torcía a la izquierda o a la derecha.
Atravesó una puerta de doble hoja y se encontró en una sala de recepciones con el techo abovedado. En uno de los sofás retozaba una pareja de elfos desnudos y al otro lado de la sala había una ventana por la que Alith divisó los tejados de Anlec.
El Rey Sombrío salió disparado hacia la ventana. Por el camino hundió la espada entre los omoplatos del apasionado elfo y la hoja lo atravesó y ensartó a su compañera, que yacía debajo de él. Oyó el estrépito de pisadas a su espalda, pero no se volvió. Soltó la espada, se cubrió el brazo y la cabeza con su gruesa capa mientras tomaba carrerilla, atravesó la ventana y se estrelló contra el suelo embaldosado de la terraza. Luego, apoyó una mano en la barandilla, saltó por encima de ella y se quedó suspendido de los balaustres; tanteó con el pie el muro del palacio buscando un lugar donde apoyarlo, pero no lo encontró, así que se dejó caer a la planta inferior dando una voltereta en el aire. En el aterrizaje se torció un tobillo y sintió una punzada de dolor, pero hizo caso omiso de la molestia, dio otro salto y se perdió por el bosque de chapiteles que coronaban uno de los numerosos minaretes de la ciudadela.
En cuestión de segundos, el Rey Sombrío había descendido raudo a las calles de Anlec y había desaparecido entre la muchedumbre.
* * *
El capitán del cuerpo de guardia prácticamente entró postrado en las dependencias de Morathi. Tenía la mirada clavada en el suelo mientras avanzaba a paso de tortuga, temblando como un perro apaleado.
—Hemos encontrado esto, majestad —dijo, tendiendo hacia la reina un pergamino enrollado—. Estaba clavado con una flecha en el pecho de uno de mis soldados.
Morathi se acercó a él a trancos y le arrancó el pergamino de la mano trémula. Dio media vuelta y se alejó, pero se detuvo en seco.
—Levántate —musitó la reina sin volverse—. ¿Permanecen cerradas todas las puertas de la ciudad?
—Sí, majestad —masculló el guardia—. La batida continúa.
Morathi encaró al capitán; sus ojos eran la viva imagen de la oscuridad.
—¡Ya ha huido, imbécil! —rugió, abofeteando al capitán.
Furiosa por la incompetencia de sus soldados volvió a dar la espalda al capitán y abrió el pergamino. El oficial enfiló sigilosamente hacia la puerta, con una mano en el verdugón que le habían dejado los anillos de Morathi en la mejilla. La sangre que le manaba de la herida se volvió negra y el capitán se detuvo horrorizado bajo el marco de la puerta. Se le empezó a hinchar la cara; un moratón oscurísimo se expandió por todo su rostro y se le llenaron los ojos de sangre negra. El oficial soltó un grito estertoroso y se dejó caer sobre las rodillas, se llevó las manos a la garganta y se desplomó de costado. Un hilito de baba negra se escurrió por sus labios.
Morathi leyó la carta:
Querida Morathi:
Todavía no estoy muerto, zorra. Envía a tu nuevo matón a Elanardris si te atreves.
Alith de Anar, el Rey Sombrío.
Además estaba firmada con las runas de la sombra y la venganza escritas con sangre.