VEINTITRÉS
La noche de los cuchillos oscuros
Pese a que contrariar a Morathi no era una experiencia de la que habitualmente se saliera con vida, Alandrian mantuvo a raya sus nervios mientras ascendía a trancos los escalones del palacio de Anlec. Si bien era cierto que no había matado ni capturado al enigmático Rey Sombrío, había estado más cerca de conseguirlo que nadie en los últimos seis años. No era tan estúpido como para pensar que Morathi le disculparía su fracaso sin más, pero ya había ideado un nuevo plan para atrapar al escurridizo renegado; un plan que no sólo supondría un éxito en su objetivo, sino que también serviría de acto de contrición para enmendar su error. Incluso se había permitido el atrevimiento de solicitar una audiencia en vez de esperar la llamada de la reina.
Nada más entrar en la cámara del trono, Alandrian se quedó perplejo por la sonrisa que dibujaban los labios de Morathi. La reina estaba sentada en una butaca junto al gran trono de Aenarion, envuelta en una abultada toga de piel blanca y seda negra, con los brazos y las piernas descubiertos y la piel pálida a la luz de la lámpara. Todo en su porte rezumaba cordialidad, lo que resultaba aún más desconcertante. Alandrian reprimió el escalofrío que le sobrevino al notar cómo la magia negra le trepaba por la piel; le pareció vislumbrar unas figuras revoloteando en las sombras y creyó oír unas voces que susurraban y parloteaban a su alrededor, pero se esforzó por ignorar las provocaciones y las promesas de los murmullos, y trató de concentrarse en la reina hechicera.
—Majestad —dijo Alandrian, haciendo una reverencia honda y prolongada—. Os ofrezco mis más sinceras disculpas por el fracaso en la detención del insurgente que lleva turbando vuestros pensamientos tanto tiempo.
—Levantaos —repuso Morathi, en un tono ni severo ni amable. Y en ese mismo tono neutro añadió—: Malgastaríamos mucho tiempo, yo reprochándoos vuestro fracaso y vos disculpándoos y poniendo excusas. Supongamos que ya hemos mantenido esa conversación en los términos que ambos preveíamos.
Alandrian se sobrecogió. ¿No le ofrecería la oportunidad de defenderse? Quizá había sobreestimado su posición e influencia.
—Y estoy convencida de que vuestra argumentación concluiría con una proposición para reparar vuestro fiasco —agregó Morathi en un tono más suave.
La reina se puso en pie e hizo una seña a un grupo de sombras, que hasta entonces habían estado merodeando por los rincones penumbrosos de la sala, para que se acercaran. Tres hechiceros —dos elfas y un elfo— emergieron de la oscuridad; iban ataviados con túnicas de un oscuro color púrpura y en la piel tenían pintados unos símbolos arcaicos que a Alandrian le dieron dentera. Nunca se había sentido cómodo con la brujería, pues la consideraba un arma peligrosa para quien la blandía.
—Estos son tres de mis protegidos más prometedores, Alandrian —dijo Morathi, deslizándose con ligereza por la sala en dirección al príncipe, seguida por su séquito de hechiceros.
Alandrian tragó saliva; su mirada saltaba alternativamente de los ojos seductores de Morathi a las miradas severas de sus discípulos.
La reina hechicera se detuvo frente a él y le puso un dedo en los labios cuando hizo el ademán de hablar. Alandrian se estremeció al sentir cómo le recorría el cuerpo la energía que le transmitía el contacto con Morathi y notó que el corazón se le aceleraba y despertaba en su interior unos impulsos que no había sentido desde el sacrificio de su esposa.
—¡Chsss, príncipe! Dejadme terminar —musitó Morathi con una voz suave como el roce del terciopelo en la piel—. Tenéis otro plan para capturar al Rey Sombrío y sólo me pedís que sea compasiva y generosa y os conceda otra oportunidad, ¿no es así?
Alandrian asintió en silencio, sin atreverse a hablar. Entre la magia negra que le entorpecía los sentidos y la presencia sensual de Morathi, era incapaz de hilvanar dos ideas. Temblaba de una manera descontrolada, atenazado por la lujuria y el terror abyecto; ambas emociones producto de una misma causa.
—Bien —concluyó Morathi, retrocediendo y cruzando los brazos en su pecho de hechuras perfectas; apoyó todo el peso del cuerpo en una pierna y un muslo prieto apareció por una rendija de su toga.
Alandrian hizo un sobreesfuerzo para mantener la mirada fija en su rostro, igualmente hermoso, y reprimir la tentación de alargar la mano y acariciar aquella delicada piel.
—No soy conocida por mi compasión ni por mi generosidad, pero no podría ofrecer menos a quien gozó del favor sincero de mi hijo y ha dado tanto en su servicio a Nagarythe. Vuestros actos pasados y vuestra lealtad superan de lejos los méritos del resto de mis súbditos, así que podéis estar tranquilo de momento, sabedor de que también disponéis de mi favor, a pesar del reciente revés que habéis sufrido.
Liberado del hechizo de Morathi, Alandrian recobró la lucidez, y se disponía a deshacerse en agradecimientos cuando una leve sacudida de cabeza de la reina lo contuvo.
—No os arrastréis —dijo la hechicera—. Vos estáis por encima de eso.
Morathi dio media vuelta, haciendo un amplio movimiento con el brazo, y su cabellera se arremolinó como una nube azabache sobre sus hombros. Alandrian tuvo que apartar la mirada mientras Morathi regresaba sigilosamente a su butaca meneando las caderas, y sólo volvió a mirarla cuando estuvo de nuevo sentada y hubo recuperado el porte regio y austero previo.
—Contadme cómo pueden ayudaros mis fieles subalternos en vuestra empresa —dijo Morathi.
—Me temo que ya no podemos valernos de ningún cebo para arrastrar al Rey Sombrío hasta una trampa —aseveró Alandrian en un tono confiado, congratulándose por haber dedicado tiempo a ensayar su parlamento, pues el comportamiento de Morathi había echado por tierra su capacidad de raciocinio, intencionadamente, como ahora se daba perfecta cuenta—. Si queremos eliminar este alacrán, debemos encontrar su nido y sacarlo de él por la cola.
—Estoy de acuerdo —convino Morathi—. ¿Cómo pensáis lograr el éxito en un empeño en el que muchos miles de elfos han fallado?
—He estudiado detalladamente los ataques de sus guerreros —explicó Alandrian—. A simple vista parecen irrumpir de modo caprichoso por el este, el oeste, el norte y el sur sin obedecer a un patrón definido. Pero hay un patrón en sus acciones; ya me había encontrado con él en otra ocasión.
—¿En serio? —inquirió Morathi, inclinándose hacia delante con interés y acariciándose la delicada piel de la barbilla con una mano—. ¿Qué habéis encontrado?
—En Elthin Arvan me aficioné a la caza, pues allí los bosques están repletos de criaturas para cazar —respondió Alandrian, adelantándose un paso con cierta cautela—. Había quien capturaba osos; otros preferían los venados. Sin embargo, yo no estaba interesado en esas bestias. A mí me interesaba cazar a los que cazaban. Si uno es capaz de vencer al cazador en su propio juego, puede proclamar que ha demostrado tu valía.
—Un rasgo que encuentro realmente atractivo en estos momentos —señaló Morathi, sonriendo y con un fulgor plateado en los ojos—. Por favor, continuad.
—El Rey Sombrío caza como un lobo —declaró Alandrian con una sonrisa en los labios—. Es difícil apreciarlo, pero así es. Nagarythe es su territorio y lo patrulla con regularidad; deja su marca en un área antes de trasladarse a la siguiente. En los años anteriores sus ataques eran imprevisibles, pero ya lleva seis años actuando y sé cómo piensa. La emboscada de Galthyr es una anomalía provocada por nosotros y debo prescindir de ella en mis elucubraciones. Tras su siguiente acción sabremos dónde ha estado y, lo que es aún más importante, dónde se refugiará. Gracias a la prontitud de nuestro ataque, lo pillaremos desprevenido.
—Todo lo que decís suena encomiable, pero no acabo de ver en qué puedo ayudaros —repuso Morathi.
—Nagarythe es un territorio demasiado vasto como para que vuestros hechiceros lo abarquen por entero con sus poderes de clarividencia, sobre todo cuando estamos buscando algo en constante movimiento —respondió Alandrian—. Y yo sólo puedo dar una estimación aproximada del paradero del Rey Sombrío en un área determinada demasiado extensa como para realizar una batida siguiendo los procedimientos convencionales. Si sumamos mis teorías a las habilidades de vuestros sacerdotes, obtendríamos la ubicación exacta del Rey Sombrío.
—¿Y qué haréis una vez que lo localicéis? —inquirió Morathi, dejándose caer de nuevo contra el respaldo de la butaca y cruzando los brazos.
—¿Me disculpáis un momento, majestad? —preguntó Alandrian.
Morathi asintió con la cabeza.
El príncipe abandonó la cámara por unos instantes y regresó acompañado de dos elfas tan parecidas entre sí que parecían gemelas. Llevaban petos de armadura y avambrazos dorados con unas incrustaciones de rubíes en los que se habían grabado runas de Khaine y que titilaban con un brillo rojo como la sangre. Tenían las cabelleras plateadas recogidas en largas trenzas atadas con tendones y aros de hueso, y sus penetrantes ojos azules contrastaban con sus rostros pintados con sangre, Cada una de ellas iba profusamente armada de aceros: dagas, tanto en el cinturón como en las botas; espadas a ambos lados de la cintura, más una cimitarra a juego a la espalda, además de sus botas y mitones recubiertos de pinchos y cuchillas. Incluso en los dedos llevaban anillos con unas garras curvas de hierro bañado en oro.
—Dos de las asesinas más prometedores de Khaine —declaró Alandrian, sonriendo con orgullo—. Os presento a mis preciosas hijas, Lirieth y Hellebron.
Morathi se levantó y enfiló de nuevo hacia Alandrian con un gesto de admiración en el rostro. Examinó de cerca a las damas guerreras asintiendo complacida.
—Sí —dijo en un arrullo Morathi—. Sí, realmente serán unas armas excelentes. Necesitaréis a alguien que las lleve al objetivo.
Morathi se volvió y paseó la mirada entre sus discípulas antes de dirigir una seña a una de las elfas. Era baja y menuda en comparación con las asesinas de Alandrian. La melena oscura le llegaba hasta los hombros, y tenía una piel más pálida que la de la propia reina, que, unida a los mechones azul plateado que le salpicaban el pelo, le confería una apariencia de espectro invernal. La hechicera contempló a las elfas de Khaine con frialdad, escudriñándolas hasta el detalle más nimio con la boca fruncida.
—Ésta posee los poderes de clarividencia más certeros —explicó Morathi—. Llevadla con vosotros y os encontrará al Rey Sombrío, Acércate, querida, y preséntate al príncipe.
La hechicera acató la orden e inclinó mecánicamente la cabeza.
—Será un placer serviros, príncipe Alandrian. —Su voz era fría como su aspecto—. Me llamo Ashniel.
* * *
Las carcajadas de Alith hallaron eco en un puñado de Guerreros Sombríos, aunque la mayoría no compartía su visión optimista del encuentro en los acantilados. Tanto Khillrallion como Tharion habían formulado su preocupación por la temeridad que estaba demostrando el príncipe últimamente, aunque habían expresado su recelo en unos términos más comedidos.
Alith había enviado a algunos supervivientes de la emboscada al este para que se recuperaran de las heridas e informaran de lo ocurrido a los demás. Era consciente de que los druchii intentarían publicitar el episodio como una especie de victoria y quería que se corriera la voz de que había sobrevivido al ataque. Había convocado al resto de guerreros y a los caminantes sombríos para una asamblea improvisada en sus dependencias personales en uno de los refugios que los Guerreros Sombríos habían establecido a lo largo y ancho de Nagarythe.
Alith había instalado la corte en la casa de una granja a escasa distancia de la ciudad de Toresse, en el sur de Nagarythe; en otro tiempo la población de aquel lugar había estado compuesta por una mezcla de naggarothi y tiranocii, motivo por el cual había sufrido lo indecible hasta el fallecimiento de Kheranion, pues buena parte de sus habitantes habían sido asesinados o esclavizados por mestizos, y todo aquel que había protestado había sido exterminado salvajemente por los soldados del príncipe. Como muchas otras ciudades y pueblos devastados, Toresse se había convertido en un centro de disidencia pacífica contra la tiranía de los druchii que había encontrado un motivo para la esperanza en la irrupción del Rey Sombrío. El propietario de la granja se paseaba por la mesa repartiendo pan y pedazos de carne de cordero, sin que pudiera evitar arrojar miradas atemorizadas a su invitado.
—Soy la rata que mordisquea los dedos de quien intenta atraparme —bromeó Alith mientras buscaba entre las botellas de vino una con la que llenar su copa—. Nada resulta más frustrante al enemigo que ver cómo se les escapa la victoria cuando ya la tienen en la punta de los dedos.
—El enemigo podría considerar una victoria haber acabado con más de un centenar de nuestros guerreros —dijo Tharion con gravedad. Sacudió la cabeza con pesar y clavó la mirada en su copa medio vacía—. El éxito nos ha hecho arrogantes y nos ha llevado a pensar que somos intocables.
La jocosidad de Alith se esfumó y el Rey Sombrío se volvió con el ceño fruncido a su lugarteniente.
—Toda causa exige sacrificio —aseveró Alith.
Tharion alzó la mirada y se topó con los ojos inhóspitos de su señor fijos en él.
—Ninguna causa fomenta el sacrificio inútil. Preguntad si no a los miles de elfos que han sido quemados en las piras de los sectarios.
—¿Estáis comparándome con las sanguijuelas que le han chupado la vida a Nagarythe? —espetó Alith, tirando de un manotazo su copa—. No le he pedido a nadie que corra un riesgo mayor del que corro yo. No envío a mis súbditos a la muerte mientras yo me refugio tras los muros de un castillo. Os di a todos la oportunidad de elegir y aceptasteis libremente seguirme. Lo repetiré, a vos y a todos los guerreros: si habéis dejado de creer en nuestra causa y consideráis que no podéis seguir luchando en una guerra que debemos librar, sois libres de abandonar Nagarythe. Pero si os quedáis, lo que espero de todos vosotros es que luchéis por mí y que me sigáis como vuestro soberano legítimo. Sé que es mucho lo que os pido, pero no es más de lo que me exijo a mí mismo.
—Malinterpretáis mis… —empezó de decir Tharion.
—¡Ha llegado el momento de lanzar otro ataque! —le interrumpió Alith, apartando la mirada del oficial para dirigirse a la audiencia congregada en la sala—. Mientras los druchii se dan palmaditas en la espalda y comentan lo cerca que han estado de capturar al Rey Sombrío, les infligiremos una nueva humillación, un castigo por su orgullo.
—¿Su orgullo? ¿El de los druchii? —masculló Tharion.
—Perdonadle, mi señor —se apresuró a decir Khillrallion antes de que Alith pudiera responder a Tharion. El caminante sombrío agarró a Tharion por el brazo y lo obligó a levantarse—. La posibilidad de haberos perdido le ha afectado mucho y no está acostumbrado a beber un vino tan fuerte.
Tharion se soltó el brazo del agarrón de Khillrallion y se alisó las arrugas de la manga de la camisa. Paseó la mirada con cierto titubeo por los elfos reunidos y luego clavó los ojos en Alith.
—Luchamos por vos, Alith —farfulló Tharion—■. Sois el Rey Sombrío, y nosotros, vuestro ejército. Sin vos no existe un nosotros… ¿Sin vos? ¿Sin un vos…? Da igual, como se diga. No hagáis que os maten intentando demostrar algo que ya habéis demostrado.
Tharion fue abriéndose paso por la sala perseguido por las miradas —algunas furiosas, otras compasivas— de sus compañeros. El portazo precedió a un silencio desconcertante. Buena parte de los elfos se volvieron a su rey; otros, abochornados, evitaban cruzar la mirada con sus compañeros.
—Ha bebido demasiado, no… —empezó a decir Khillrallion.
—Está convirtiéndose en una gallina clueca, en una realmente asfixiante —dijo Alith—. No soy ningún pollito desamparado, ni tampoco lo son mis bravos, bravísimos guerreros. Ésa es la naturaleza de la caza. El éxito te da de comer; el fracaso te mata de hambre.
Se volvió a los demás con el rostro desencajado de la ira.
—¿Creéis que deseo que mis seguidores mueran? —espetó—. ¿Acaso yo pedí que masacraran a nuestras familias y arrasaran nuestros hogares? ¡No busqué yo esta vida! ¡Fue ella la que me eligió a mí! Los dioses y los druchii me han convertido en lo que soy, y seguiré siéndolo porque nuestro pueblo necesita que así sea. Hago lo que hago, las atrocidades que cometo, que cometemos, para que nuestros descendientes no tengan que hacer lo mismo en el futuro.
Se arrancó la camisa de lana y dio la espalda a los guerreros para mostrarles la cicatriz que le había dejado el azote recibido en Anlec. Los encaró de nuevo señalándose otras heridas que le cubrían el torso y los brazos, todavía en carne viva las sufridas durante la huida de los acantilados.
—¡Estas heridas no son nada comparadas con el sufrimiento que tuvo que soportar nuestro pueblo! —rugió Alith, barriendo con el brazo las botellas que poblaban la mesa. Levantó la mirada, pero en su ojo mental no vio el techo que descansaba sobre las vigas, sino los cielos eternos, donde, según se decía, moraban los dioses—. ¿Qué significan un corte o un moratón? El verdadero tormento se halla en el alma. El alma de toda una generación devastada por la maldad de los druchii. ¿Qué más debo dar para ahorrar a las futuras generaciones lo que yo he tenido que vivir?
Se agachó para coger una botella del suelo y la reventó contra el borde de la mesa. Miró de nuevo hacia los dioses que sólo él veía y se recorrió el pecho con el pedazo de cerámica roto.
—¿Queréis más sangre? ¿Es eso? —espetó voz en grito—. ¿Me queréis muerto, quizá? ¿Como a mi madre y a mi padre? ¿No más Anar? ¿Os daríais por satisfechos con eso?
Khillrallion agarró a su señor del brazo, le arrancó la botella de la mano y la arrojó lejos. No dijo nada y simplemente pasó el brazo alrededor de los hombros de Alith y lo atrajo hacia sí, pero el Rey Sombrío lo empujó, dio media vuelta, renqueante, y se derrumbó sobre las rodillas.
—¿Por qué yo? —inquirió Alith entre sollozos, enterrando el rostro entre las manos y con la sangre deslizándosele de las heridas recientes, abiertas de nuevo.
Los Guerreros Sombríos se apelotonaron alrededor de él y trataron de consolarlo con palmaditas en la espalda y caricias en la cabeza.
—Porque sois el Rey Sombrío —repuso Khillrallion, arrodillándose junta a su soberano—. Porque nadie más puede hacerlo.
* * *
A la mañana siguiente no se hizo ninguna referencia al arrebato de Alith. Las conversaciones que habían mantenido los Guerreros Sombríos tras la marcha de Alith se habían desarrollado en un tono de solidaridad con su líder. Sabían que nunca podrían ayudarle a soportar la carga que había decidido echarse encima y habían reafirmado su confianza mutua y en el Rey Sombrío. Algunos habían puesto de relieve que era muy fácil pensar en el Rey Sombrío y olvidarse del Alith de Anar que se escondía detrás del título: un elfo que acababa de dejar atrás la adolescencia, que lo había perdido todo y que había asumido el liderazgo en la venganza de todo su pueblo.
Después del desayuno, Alith reunió a sus elfos y los condujo hacia el sur. Antes del mediodía llegaron al Naganath. Oculto tras una loma sembrada de rocas diseminadas, Alith señaló el puente de piedra con una barbacana en cada entrada que cruzaba el río por poniente. El río era angosto —apenas doscientos pasos de ancho— y caudaloso.
—El puente de Ethruin —informó a sus guerreros con una sonrisa picara en los labios—. Es la ruta más directa entre Anlec y Tor Anroc. Durante el verano los vados más cercanos para cruzar el río se encuentran a dos días al oeste o a tres días y medio al este. En invierno el pasil de Eathin Anror es intransitable, lo que añade un día de viaje a quien quiera seguir la ruta oriental. Imaginaos la irritación de Morathi cuando el próximo contingente que envíe al sur se encuentre con que el puente ha desaparecido.
—¿Irritación, mi señor? —inquirió Tharion—. Dos torres con sendas guarniciones parecen un hueso duro de roer. Si lo único que conseguiremos será irritar un poco a Morathi…
—Olvidáis lo fundamental, Tharion —respondió Alith—. Lo que realmente quiero es que los druchii salgan en mi persecución. Nos salvamos por los pelos en Galthyr, pero he aprendido la lección. El enemigo empleará unos recursos preciosísimos en encontrarme. Ya se han acostumbrado a los ataques de los Guerreros Sombríos, pero el Rey Sombrío, bueno, representa el germen de todas sus frustraciones. Quiero ridiculizarlos. Quiero enfurecerlos de tal modo que estén dispuestos a cualquier cosa con tal de encontrarme. Entonces, cometerán un error, y nosotros lo aprovecharemos sea cual fuere. Imaginad que se vieran obligados a doblar las guarniciones en todas y cada una de las entradas a Nagarythe; incluso los almacenes y los graneros precisarían protección. Y mientras ellos buscan al Rey Sombrío, el resto de nuestros guerreros camparán a sus anchas y propagarán la anarquía.
—¿Creéis que rebajar deliberadamente la dimensión de los ataques los irritará aún más? —preguntó Tharion.
—Quería que vivieran aterrorizados, pero en los acantilados rozaron la victoria, y eso aplacará en cierta medida su miedo, al menos por un tiempo —respondió Alith—. Por lo tanto, debo buscar otro tipo de flecha para mi arco, una saeta que no cause una única herida profunda, sino muchas heridas superficiales. Los aguijonearé una y otra vez como una abeja insistente; tomadas de una en una, las picaduras no serán mortales, pero los encolerizarán. Si piensan que pueden ganarle la batalla al Rey Sombrío, les demostraré que se equivocan. Cuando crean que estoy acabado regresaré, y otra vez, y otra, y los aguijonearé hasta que suelten un alarido de rabia. Darán manotazos y sacudirán los brazos tratando de espantarme, se pondrán a gritar y se quedarán sin resuello, ¡pero yo seguiré regresando para aguijonearlos!
—Entiendo —repuso Tharion—. Pero permitidme otra pregunta.
—Adelante.
—¿Cómo hacemos desaparecer un puente?
* * *
Alith estaba hasta la coronilla del hedor a pescado; lo tenía impregnado en el blusón de pescador que vestía, en el pelo, debajo de las uñas… Iba sentado a la sombra de la vela de un barco de pesca que se deslizaba con ligereza por el Naganath en dirección al puente de Ethruin. A ambos lados del arco del puente había soldados druchii que examinaban los esporádicos carros y carretas que cruzaban la frontera. Cerca de la torre norte había más soldados realizando la instrucción.
Todo se desarrollaba con la misma rutina que en los últimos quince días. Los druchii no ponían trabas a las embarcaciones que surcaban el río siguiendo una costumbre de varios siglos de antigüedad; estaban tan acostumbrados a la presencia de los barcos blancos que apenas atraían alguna mirada. Todas las embarcaciones eran de Toresse y sus propietarios; pese a que no tenían ni idea de las intenciones de Alith, se habían mostrado dispuestos a ayudar al Rey Sombrío si eso significaba fastidiar a sus tiranos.
Alith aprovechó que la embarcación pasaba bajo el puente para deslizarse por los macarrones y zambullirse con sigilo en el río junto con otros tres Guerreros Sombríos que también se habían camuflado entre la tripulación. Los elfos nadaron con agilidad hasta la ribera enladrillada que había justo debajo del puente y salieron del agua. Retiraron varios bloques de la orilla pavimentada para llegar hasta un escondrijo del que Alith sacó unos fardos de lana que envolvían varios utensilios: cinceles con la boca ancha y mazos con las cabezas acolchadas.
Los Guerreros Sombríos y su líder treparon por una red de cuerda muy fina ya instalada bajo el puente, colgada de unos ganchos incrustados en la misma argamasa de la construcción; ocuparon sus puestos, de espaldas al agua que fluía con fuerza por el río, y reanudaron su tarea, que consistía en desprender con sumo cuidado la argamasa de entre las piedras del puente. Los tenues golpetazos de los martillos acolchados quedaban ocultos por el borboteo y el murmullo del Naganath. Cuando un bloque estaba lo suficientemente suelto, colocaban unas cuñas de madera para que el puente no se resintiera hasta que llegara el momento.
Con esta meticulosidad Alith y sus elfos habían estado desmantelando el puente, extrayendo uno a uno los bloques, valiéndose de las cuñas y de la presión natural del arco de la construcción para mantenerlo en pie. Los cabos de los que se suspendían por encima del agua también pasaban por unos orificios que habían hecho en la parte gruesa de las cuñas, lo que les permitiría tirar de ellas para sacarlas de la estructura más adelante.
De ese modo, casi dos tercios del puente estaban listos para la demolición después de que cuadrillas reducidas de Guerreros Sombríos hubieran estado trabajando noche y día por turnos. Era una labor que castigaba los músculos y atontaba la mente, pues había que permanecer con el cuerpo prácticamente inmóvil suspendido de las cuerdas, arrancando un pedazo de argamasa del tamaño de un dedo con cada mazazo.
Alith y su piquete trabajaron hasta el mediodía, cuando la flota pesquera regresó, los recogió y dejó el grupo de reemplazo. Los barcos amarraron en Toresse, y cuando Alith saltó al embarcadero se encontró con Khillrallion, que estaba esperándolo. El caminante sombrío exhibía una expresión meditabunda en el rostro.
—¿Malas noticias, amigo mío? —preguntó Alith.
—Tal vez —respondió Khillrallion. Ambos salieron de la carretera que conducía a la ciudad y enfilaron la orilla poblada de juncos del río—. Tharion ha desaparecido.
—Esta misma mañana lo vi, cuando partía en el barco —dijo Alith—. No puede haber ido lejos.
El gesto de Khillrallion era mitad de preocupación y mitad sonriente.
—He enviado elfos en su busca. Aunque se incorporó tarde a las clases, ha aprendido bien las artes de los Sombríos. No hay ni una pista de adonde puede haber ido.
—Todos necesitamos algunos momentos de soledad —repuso Alith.
—Tharion, no —replicó Khillrallion—. Nunca ha sido reservado a la hora de hablar con franqueza con los demás, y no tiene ningún problema en acudir a mí cuando algo lo aflige. Empieza a sentir el peso de los años y se ha apoderado de él un inmerecido sentimiento de culpabilidad por la caída de Elanardris.
—¿Inmerecido? —inquirió Alith—. Todos merecemos la culpabilidad que sentimos por lo ocurrido. Hemos de aceptar que todos somos responsables del desmoronamiento de la Casa de Anar, aunque nuestro propósito fuera otro.
—Os sugeriría que no hablarais así a Tharion si finalmente lo encontramos —dijo Khillrallion—. Desde Cerin Hiuath vive permanentemente preocupado por la dinastía de los Anar. Es de una generación mucho más antigua que la nuestra; es coetáneo de vuestro abuelo. Todos despreciamos en lo que se ha convertido Ulthuan, pero sólo los que vivieron el momento en el que la isla fue rescatada de los demonios sienten realmente lo que se ha perdido. Ya derramaron su sangre una vez para salvar a su pueblo, y lo hicieron convencidos de que las generaciones venideras no tendríamos que afrontar ese problema gracias a ellos.
—Pero ¿por qué le afecta todo esto ahora? —preguntó Alith. Se sentó en la orilla del río, y Khillrallion se sentó a su lado—. Llevamos seis años luchando contra los druchii.
—Os habéis convertido en el Rey Sombrío, pero Tharion no puede dejar de veros como Alith de Anar, nieto e hijo de dos de sus mejores amigos, el último descendiente de su linaje. Para vos Elanardris ya no es más que un recuerdo, la guerra de los Sombríos se ha convertido en vuestro legado. Para Tharion todavía encarnáis esa estirpe, esa tradición. No sois el Rey Sombrío, sois el último Anar. Él no confía en los caledorianos, en los cracianos ni en nadie más para recuperar lo que se ha eliminado de nuestras tierras. Sólo mientras vos sigáis vivo, él mantendrá la esperanza de que la gloria de Elanardris, de todo Nagarythe, se restituya. Tiene miedo de que si morís, toda esperanza muera con vos.
Alith meditó en las palabras de Khillrallion en silencio. Había tolerado la terquedad y la manera de pensar anticuada de Tharion por un sentimiento del deber hacia el veterano guerrero. En realidad había intentado no pensar demasiado en el anciano elfo, pues no podía pensar en él sin que también apareciera en su cabeza Eoloran, tal vez muerto y más probablemente languideciendo en una mazmorra de Anlec. En definitiva, Alith había preferido no darle demasiadas vueltas al pasado y centrarse en la promesa de venganza que apuntaba el futuro.
Alith también reflexionó sobre las inquietudes de Tharion que oía por voz de Khillrallion. Quizá estaba tan obsesionado en ser el Rey Sombrío que había olvidado quién había tras ese título. Pero el elfo Alith vivía en un dolor constante, envuelto en recuerdos tenebrosos y sentimientos de impotencia. El heredero de la Casa de Anar había estado desamparado; el Rey Sombrío era poderoso. Y aunque traía consigo sus propias penas y sus propios dolores, no eran nada comparados con la agonía que lo aguardaba una vez que cumpliera su juramento. «¿Entonces qué? —se preguntó Alith—. ¿Quién seré cuando la guerra de los Sombríos finalice?». Quizá Tharion lo sabía.
—Encuéntralo, hazme ese favor —dijo Alith con voz suave, posando una mano en el brazo de Khillrallion—. Dile que lo necesito a mi lado y que tengo que encargarle una misión muy importante.
* * *
Todavía no se había encontrado a Tharion cuando llegó el momento de poner en práctica la siguiente fase del plan de Alith. Al atardecer del trigésimo día desde el desastre de Cerin Eliuath, el Rey Sombrío estaba en disposición de demostrar que no había muerto. Alith y sus guerreros se hallaban ocultos entre los árboles y los juncos que poblaban la orilla del río al este del puente. Los barcos y sus tripulaciones se encontraban en los muelles de Toresse, aguardando la indicación para deslizarse río abajo.
Según caía la noche se hacían más intensas unas luces al norte, en los bosques que flanqueaban la carretera de Anlec. El oscilante brillo rojo y las densas columnas de humo delataban la presencia de varias hogueras que no pasaron desapercibidas para los centinelas emplazados en las barbacanas, y no tardaron en sonar las trompetas convocando las guarniciones. Las compañías de lanceros y de espadachines se congregaron en la entrada norte del puente mientras su oficial bramaba órdenes con vehemencia. Finalmente, el contingente partió con gran estrépito a investigar la anomalía.
Cuando desaparecieron del campo visual de los Guerreros Sombríos, Alith y sus elfos abandonaron sus escondites con los arcos flechados. Habrían quedado soldados protegiendo las torres, pero Alith sabía que disponía de un número suficiente de guerreros para encargarse de ellos.
El Rey Sombrío condujo a su grupo hacia la torre norte, aproximándose por el puente sigilosamente. En la azotea de la fortificación había un puñado de figuras oteando el norte. Al igual que en Koril Atir, los Guerreros Sombríos treparon sin hacer ruido por los muros de la torre. Los druchii habían colgado a lo largo de los muros, debajo de las almenas, cadenas con pinchos y cuchillas como medida de precaución, pero Alith y sus elfos se envolvieron las manos con telas y las levantaron con cuidado para facilitar el paso de sus compañeros.
Una vez arriba, bastó una ráfaga de flechas para abatir a los guardias. Dos centinelas profirieron unos alaridos de agonía, pero Alith ya había contado con la posibilidad de que eso ocurriera y corrió hacia la cara sur de la torre.
—¡Venid, deprisa! —gritó hacia la otra orilla del río—. ¡Hemos cogido a unos canallas del Rey Sombrío! ¡Los demás han huido! ¡Deprisa!
Alith dividió su grupo de guerreros y envió unos cuantos al interior de la torre para asegurarse de que las cámaras estaban vacías; el resto permaneció en la azotea de la barbacana. Enseguida, se abrió la puerta de la otra torre, y varias docenas de soldados se precipitaron por el puente.
—Esperad a que se acerquen —dijo Alith a sus guerreros agazapados tras las almenas, mientras él agitaba la mano apremiando a los druchii.
Cuando los soldados llegaron al centro del puente, Alith dio la señal a los Guerreros Sombríos, que se levantaron y descargaron una lluvia de flechas contra los druchii que acabó con la mitad de ellos. El resto puso los pies en polvorosa y emprendió la huida hacia la otra entrada del puente, donde los esperaba el otro contingente de Guerreros Sombríos, que había cruzado el río a nado para cortarles la retirada.
Cuando destelló el último rayo de sol y finalmente desapareció, Alith se había hecho con el control de las dos entradas del puente. Dirigió la mirada al este y divisó unas figuras espectrales blancas surcando el río: las velas de la flota pesquera. Después de amarrar las embarcaciones, las tripulaciones pasaron montones de cuerdas de un lado a otro del puente y las ataron a la red que ya había bajo el arco. Los elfos se congregaron en las orillas del río y se distribuyeron en grupos de doce por cada cabo. Alith se encaminó a su puesto y agarró la cuerda con fuerza.
—¡Tirad! —bramó, estirando del cabo con todas sus fuerzas.
En un principio, las cuñas opusieron resistencia, pero empezaron a ceder a la tensión de las cuerdas. Primero cayó una cuña, y después otra. Alith exhortó a su cuadrilla para que hicieran un último esfuerzo y finalmente, sacaron las piezas de madera de un tirón. Entonces, con un chirrido interminable, las piedras angulares de la construcción se vinieron abajo y, a continuación, todo el puente se desmoronó. El agua salió pulverizada y salpicó a Alith, y el oleaje del río ascendió por la orilla y le empapó los pies.
Los tripulantes de los barcos, todavía con las cuerdas aferradas en las manos, ya habían saltado a bordo de sus naves y estaban sacando las piezas del puente de las profundidades del río. Tiraban de los bloques para subirlos por los macarrones de la embarcación, aflojaban el nudo corredizo y dejaban caer la piedra sobre la cubierta. Los pescadores le habían asegurado a Alith que una docena de barcos sería suficiente para transportar los bloques río arriba y arrojarlos de nuevo al agua, donde permanecerían escondidos, que nunca olvidados.
El Rey Sombrío se volvió al guerrero que tenía a su espalda, un joven llamado Thirian.
—Es el momento de levantar un poco de peso —le dijo, guiñándole el ojo.
* * *
Khelthrain conducía a sus guerreros de regreso por la carretera con una mezcla de decepción y alivio. Quienquiera que hubiera encendido las hogueras había decidido huir antes que desafiar a sus soldados. Por un lado, era una pena que los insurgentes hubieran evitado encontrarse con él; por otro, sin embargo, se alegraba de no haber tenido que enfrentarse a las aterradoras apariciones que habían atacado a muchos otros capitanes. No tenía ningún deseo de deambular por el campo mientras existiera la posibilidad de una emboscada, así que ordenó dar media vuelta a la columna y regresar directamente a un lugar seguro como lo eran las barbacanas. Podría decirse que, en general, marchaba relajado de vuelta a las torres por la carretera, e iba redactando mentalmente el informe del incidente por si acaso tenía que enviarlo a Anlec. Las órdenes habían sido explícitas: debía comunicarse cualquier avistamiento o posible avistamiento de los así llamados Guerreros Sombríos e informar detalladamente de la hora y el lugar del suceso.
Las figuras tranquilizadoras de las dos torres se elevaban a la luz de las estrellas y los pensamientos de Khelthrain se desviaron hacia su cama. Era una pena que tuviera que dormir solo, a diferencia de otros desgraciados afortunados que tenían la guarnición en poblaciones y ciudades. Pero, por lo menos, vivía en un lugar apartado y era rara la ocasión que los gobernantes de la capital lo importunaban. La ambición nunca había sido una de sus principales prioridades, y el semianonimato como oficial de medio rango casaba mejor con su naturaleza.
Según se acercaba la columna a la torre norte, Khelthrain notó algo raro, aunque no acababa de identificar de qué se trataba. Vio unas figuras inmóviles en la azotea de la torre y la puerta permanecía cerrada. Entonces, cayó. Más allá de la torre se vislumbraba el brillo titilante del río justo donde tendría que haber visto la piedra oscura del puente.
Khelthrain se detuvo en seco a mitad de zancada, y el soldado que iba detrás de él se estrelló contra su espalda y a punto estuvo de derribarlo. El druchii se inclinó para ayudar a su oficial y de pronto se enderezó con los ojos desorbitados de la incredulidad.
—Capitán —balbuceó el soldado—, ¿dónde está nuestro puente?
* * *
Había docenas de mapas de Nagarythe extendidos sobre tres mesas. Alandrian se paseaba entre ellas con un haz de pergaminos en la mano.
—Aquí —dijo el príncipe, señalando un pueblo de donde habían robado el grano destinado al pienso de los caballos.
Un funcionario, descalzo y ataviado únicamente con un taparrabos negro, se adelantó con una pluma y un bote de tinta roja, y marcó con una cruz el lugar indicado en el mapa; una más que se sumaba a las numerosas cruces diseminadas por el pergamino.
—Y aquí —añadió Alandrian, señalando un lugar a las afueras de Ealith donde una patrulla había sido atacada.
—¡Ah!, espera… —masculló el príncipe, que releyó el siguiente informe y dejó que los demás cayeran al suelo—. ¡Ah, sí! Maldito cabrón.
—¿Alteza? —dijo el fámulo.
Alandrian lo ignoró y se acercó a trancos al mapa del área del Naganath. Estuvo examinándolo un buen rato; su cabeza echaba humo. Trazó una línea con el dedo hacia el este, siguiendo el curso del río. No. Ahí no había nada. El Rey Sombrío no era tan torpe como para atacar otro puente. Pero iría hacia el este. Después de sus incursiones más osadas siempre se dirigía hacia el este, de regreso a las montañas, como si volviera al hogar.
Alandrian sacó un mapa de debajo del montón y lo puso encima de todos; representaba la zona nordeste de Toresse. Examinó los principales lugares y asentamientos, buscando algo significativo. Un círculo amarillo atrajo entonces su atención.
—¿Qué hay aquí? —inquirió, haciendo un gesto a su criado—. ¿Qué es esto en Athel Yranuir?
El funcionario miró detenidamente el mapa, con el ceño fruncido mientras pensaba.
—Es una oficina de impuestos, alteza. Los diezmos se reúnen allí antes de traerlos a Anlec custodiados por el ejército.
—¿Y cuándo tendrá lugar la próxima recaudación?
—Dadme un minuto, alteza, y lo averiguaré —respondió el criado.
Alandrian siguió estudiando el mapa en ausencia de su sirviente. La información que éste trajera lo confirmaría, pero él ya tenía una sospecha firme del próximo movimiento del Rey Sombrío. Iría al este, lejos de las tribulaciones que había sufrido en Galthyr, lejos de su jugarreta en Toresse. Pero no tardaría demasiado en lanzar un nuevo ataque, no mientras disfrutase de la notoriedad que había alcanzado con su travesura.
—Los impuestos sobre la cosecha se recaudarán dentro de cuatro días, alteza —anunció el criado mientras entraba de nuevo en la cámara—. Un escuadrón de caballeros partirá mañana de Ealith.
Alandrian cerró los ojos y eliminó todo pensamiento que no estuviera relacionado con lo que sabía del Rey Sombrío. Cuatro días dejaban escaso margen para los preparativos. ¿Sería capaz el Rey Sombrío de elaborar un plan específico en tan poco tiempo? ¿Se habría dado cuenta al menos de la oportunidad que se le presentaba?
Daba igual. Si Alandrian fuera el Rey Sombrío, estaría allí. Lo sabía.
—Por favor, entregad un mensaje a lady Ashniel y a mis hijas —dijo Alandrian, abriendo de repente los ojos—. Decidles que se preparen para cabalgar. Tenemos que cazar un lobo.
—¿Deseáis que informe también a las tropas de Ealith y a la guarnición de Athel Yranuir? —preguntó el sirviente.
Alandrian lo miró como si acabara de sugerirle que bailara desnudo por la sala cantando canciones infantiles.
—No seas ridículo. ¿Por qué íbamos a arruinar la diversión?
* * *
El contraste del oro con el rojo producían un placer estético: el oro de las monedas y el rojo de la sangre. Alith pasó el pulgar por la superficie de la moneda y manchó de sangre la runa de Nagarythe grabada en ella. «Dinero teñido de sangre», pensó, sonriéndose del doble sentido de la frase.
Arrojó la moneda a Khillrallion, que barría con el brazo montones de monedas de las mesas y las vertía en un pesado saco. Otros cinco elfos hacían lo mismo en otras cámaras de la contaduría mientras veinticinco Guerreros Sombríos vigilaban repartidos por el tejado y las estrechas aspilleras que hacían las veces de ventanas.
Alith se acercó a trancos hasta una de esas rendijas en la pared para hacerse una idea de la hora. El sol ya se había puesto y la luna del Caos se deslizaba lentamente por encima de las montañas, arrojando su luz nauseabunda desde detrás de las nubes apretadas. Los recaudadores de impuestos estaban de camino; así se lo habían confesado entre jadeos los druchii que custodiaban el dinero. Echó un vistazo a sus cuerpos; sus rostros y sus bocas resplandecían con el oro fundido que les habían vertido sobre las gargantas como castigo por su avaricia desmedida. Era poco probable que los caballeros llegaran durante la noche, lo que proporcionaba a los Guerreros Sombríos un tiempo más que suficiente para hacer acopio de todo el dinero y esfumarse.
Fuera la lluvia golpeaba la carretera pavimentada, y Alith escudriñó de nuevo la oscuridad, irritado por una sensación que no alcanzaba a definir. Llevaba con los nervios a flor de piel desde su llegada a Athel Yranuir. La ciudad no tenía ningún lugar de interés salvo la oficina de recaudación, y si bien no era un refugio seguro para sus guerreros, tampoco los druchii ejercían un dominio inapelable. Alith había descubierto marcas antiguas de perversiones cometidas en honor a Khaine —braseros de bronce en los pasillos abovedados y manchas de sangre en los escalones—, pero nada más que delatara el influjo de los sectarios.
El asalto había transcurrido según lo planeado, y ninguno de sus elfos había resultado herido. No había motivo para la inquietud, así que desestimó su aprensión y la consideró un acceso de paranoia comprensible tras la experiencia en Cerin Hiuath. En cierta manera, se alegró de recibir esa punzada de incertidumbre, pues le provocaba una agitación que llevaba tiempo sin experimentar y que le hacía sentirse vivo.
La oscuridad del firmamento y el chaparrón cada vez más intenso apenas le permitían distinguir los edificios que rodeaban la oficina de recaudación. Dirigió la mirada hacia la plaza del mercado y sólo muy vagamente vislumbraba la casa consistorial de la ciudad al otro lado de la explanada. A la izquierda, se sucedían las tiendas de artesanos, clausuradas y con las fachadas cubiertas de tablones de madera azules, y a la derecha había tabernas y establos. En el caso de las tabernas, se habían vaciado en cuanto Alith había hecho acto de presencia y finalmente habían cerrado. Los habitantes de Athel Yranuir no iban a entorpecer las actividades de los Guerreros Sombríos, pero tampoco estaban dispuestos a ayudar a los elfos de Alith y se habían desvanecido nada más estallar la lucha. Alith no los culpaba; la mayoría tenía pavor a las represalias que llevaría a cabo Anlec contra quienes cooperaran con los Guerreros Sombríos.
—Ya casi estamos —dijo Khillrallion.
Alith se volvió a su lugarteniente, que levantaba con esfuerzo un pesado saco y lo depositaba sobre el montón apilado junto a la puerta principal.
—De acuerdo —respondió el Rey Sombrío—. En los establos habrá carros y caballos. Envía a Hirinduir y a Meneithon a buscar dos vehículos.
Khillrallion asintió y abandonó la sala. Alith lo oyó transmitiendo la orden y se volvió inquiero, a la plaza. Contempló la cortina de lluvia mientras se preguntaba qué sería lo que escapaba a sus ojos pero su corazón sentía. Levantó la mirada y la paseó por las copas de los árboles de hoja perenne del frondoso bosque que rodeaba la ciudad y con la que compartía nombre. Ofrecían un cobijo perfecto para sus guerreros en el caso de que los caballeros procedentes de Ealith irrumpieran en la localidad. Estaba preocupándose por nada.
* * *
—¿Estás segura? —volvió a preguntar Alandrian.
Ashniel sintió con un ligero gesto de irritación en el rostro. Alandrian apartó la mirada, incapaz de mantenerla en los ojos de la hechicera, que se habían convertido en dos refulgentes esferas negras en las que se reflejaba una versión grotesca de su cara cuando los miraba: una máscara gigantesca hecha de tejido de cicatrización.
—Está allí —dijo Ashniel a media voz—. Está tocado por Kurnous y deja un rastro en el viento. Apenas dura un instante, pero lo percibo. Vuestra suposición era correcta.
—¿Nos da tiempo a llegar para matarlo? —preguntó Lirieth, mostrando sus afilados dientes limados y cubiertos por una funda de rubíes.
—Quiero probar su sangre —dijo Hellebron, jadeando de la excitación—. Nunca he probado la sangre de un rey, aunque sea sombrío.
—Sabrá a carne de lobo —dijo riendo Lirieth—. ¿Verdad, tejedora de encantos?
Ashniel les dio la espalda con desdén mientras Alandrian se sonreía con el entusiasmo que mostraban sus hijas. Habían asimilado de una manera increíble los cambios provocados por los nuevos tiempos y no tenía ninguna duda de que ambas gozarían de gran éxito y poder en el régimen que estaba fraguándose en Ulthuan.
Él no se enteraba demasiado de qué iba todo, pues era de otra generación, pero veía las oportunidades en cuanto se presentaban y aquélla la había explotado al máximo. Morathi había viajado a Athel Toralien con sus sacerdotes y hechiceras, un gesto que había sulfurado a Malekith, pero tras la partida del príncipe para su campaña por los territorios septentrionales, Alandrian había comprendido el acierto de permitir el florecimiento de las sectas en la colonia, aunque había tomado la precaución de atajar los excesos para evitar que degeneraran en, según palabras de Yeasir, la barbarie que asolaba Anlec.
Esa previsión había dado sus frutos. La secta de Khaine crecía de un modo imparable y su poder sólo era superado por la corte de Morathi.
Sus hijas se habían colocado en una posición inmejorable para tomar las riendas de los cultos ávidos de sangre y arrollar a los líderes de las sectas de Ulthuan. En un plazo de tiempo muy corto habían desarrollado unas habilidades que resultaban tremendamente útiles para el asunto que ahora tenían entre manos.
—Sí, muy pronto podréis matarlo —dijo el príncipe.
Si bien capturar vivo al Rey Sombrío tenía sus ventajas, matarlo era lo más seguro para todos los implicados en la misión. Uno no acudía a los asesinos de Khaine para tomar prisioneros.
Empezó a llover y el agua se filtró por la bóveda de pinocha que se extendía sobre sus cabezas. Entre los árboles se vislumbraban las luces de la ciudad de Athel Yranuir brillando en la oscuridad. Un murmullo de Ashniel atrajo la atención de Alandrian.
—Percibo que está a punto de marcharse —dijo la vidente, cuya mirada atravesaba a Alandrian y se posaba en algún tipo de ente sobrenatural detrás de él—. Debemos ponernos en marcha.
* * *
Alith trabajaba como uno más transportando los sacos llenos de oro desde la oficina de impuestos hasta los carros detenidos en la plaza. Tenía el pelo aplastado contra la cara y la ropa empapada y pegada a la piel en lo que parecía un final ignominioso de lo que debía haber sido una de las hazañas míticas de los Guerreros Sombríos. Se encogió de hombros e intercambió una sonrisa con Casadir cuando se cruzaron en la entrada de la oficina.
—También llueve para los druchii —observó el guerrero sombra.
—Ellos tienen un techo bajo el que cobijarse esta noche —respondió Alith—. Nosotros dormiremos en el bosque.
—Yo no… —la voz de Casadir fue apagándose y sus ojos se entrecerraron.
Alith echó un vistazo por encima del hombro hacia la plaza de la ciudad, intrigado por lo que había alarmado al elfo.
Cuatro figuras caminaban parsimoniosamente bajo la lluvia en dirección a los Guerreros Sombríos. Era difícil distinguirlas, pero algo en sus portes hizo que el instinto de Alith le advirtiera de que se avecinaba un peligro.
—¡Todos dentro! —masculló el Rey Sombrío, haciendo señas a sus elfos para que entraran en la contaduría.
Los Guerreros Sombríos bloquearon la puerta, y Alith posicionó unos cuantos en las aspilleras y envió a otros a la torre del tejado por la escalera de caracol.
—¡Oh…! —exclamó Khillrallion, asomado a una ventana—. Esto tiene mala pinta.
—¿Qué ocurre? —inquirió Alith, encaminándose hacia la ventana.
—Será mejor que no miréis —respondió el capitán, con el gesto angustiado, interponiéndose entre la aspillera y Alith.
Forcejearon un instante hasta que por fin Alith empujó a un lado a Khillrallion, se acercó a trancos a la ventana y escudriñó la oscuridad tratando de averiguar qué había provocado la consternación de su lugarteniente.
Lo primero que vio fue un druchii enfundado en la armadura de plata de un príncipe, con una espada empuñada en la mano izquierda y una hoja más corta en la derecha. Caminaba flanqueado por dos damas de aspecto estrafalario, pertenecientes a la secta de Khaine a decir de sus ropas y armas. Las gotas de agua brillaban en el metal bruñido y los filos de sus hojas centelleaban de un modo amenazador. A pesar de la apariencia aterradora de los recién llegados, Alith no terminaba de comprender la turbación de Khillrallion.
Su mirada se desvió hacia la cuarta figura, que marchaba un poco por detrás de las demás. Llevaba una toga de un oscuro color púrpura ceñida al cuerpo por un cinturón con incrustaciones de diamantes. A la luz de la luna del Caos, su piel adquiría un pálido tono verdoso y los mechones blancos de su cabellera destacaban en la oscuridad como si fueran relámpagos. En cuanto al rostro…
El rostro no le era completamente desconocido. Aunque los ojos eran unas esferas mágicas que giraban ininterrumpidamente y el gesto de la cara expresaba una indiferencia gélida, esos labios finísimos y esa nariz y esa barbilla delicadas le resultaban tremendamente familiares.
Alith se apartó renqueante de la ventana, profiriendo un quejido de dolor, como si la visión de Ashniel le hubiera abierto un tajo en el estómago; se derrumbó sobre las rodillas y empezó a gimotear.
—Os advertí que no mirarais —dijo con aspereza Khillrallion, agarrando a Alith por los hombros y poniéndolo en pie.
Los ojos del Rey Sombrío rezumban pánico; tenían la mirada de un niño que de repente se da cuenta de que está perdido y solo.
Totalmente ido, Alith dio un paso hacia la puerta, pero Khillrallion tiró de él.
—No podéis salir —dijo el caminante sombrío—. Os harán picadillo.
—¡Quiero al Rey Sombrío! —espetó una voz profunda desde el exterior—. No tiene por qué morir nadie.
Alith empezaba a volver en sí, aunque todavía le flaqueaban las piernas.
—Es ella, ¿verdad? —farfulló el joven Anar.
Khillrallion asintió en silencio. No había nada que decir. Alith cerró los ojos mientras se armaba de valor, y luego volvió a asomarse a la ventana. El príncipe y Ashniel seguían allí; de las dos seguidoras de Khaine no había ni rastro.
—No bajéis la guardia —bramó Alith, dejándose guiar por su instinto—. ¡Vigilad la puerta y el tejado!
Se instaló un silencio tenso, sólo roto por el repiqueteo de la lluvia en las tejas y en los charcos de la plaza. Alith fue recorriendo una a una las aspilleras, tratando de localizar a las hechiceras, pero Khillrallion enseguida reclamó su presencia en la parte frontal del edificio.
Las dos sectarias habían regresado junto al príncipe y tenían postrados delante de ellas a un niño y una niña, agarrados del pelo para mantenerles la cabeza inclinada hacia atrás y con una daga curva en la garganta.
—¡Quiero al Rey Sombrío! —repitió el príncipe—. Éstos sólo serán los primeros si no salís.
Alith sacó el arco de la luna de la aljaba y dio un paso en dirección a la puerta antes de que Khillrallion lo abordara por la espalda y ambos cayeran rodando al suelo.
—¡No podéis salir! —insistió el caminante sombrío mientras Alith sacudía las piernas e intentaba levantarse.
Varios guerreros se habían juntado y formaban una barrera entre la puerta y su señor. Sus rostros revelaban su adhesión a la opinión de Khillrallion.
—¡Pues se hará a vuestra manera! —gritó la voz desde la plaza.
Alith se precipitó a la ventana con el tiempo justo para ver los arcos de sangre que brotaban de los cuellos de los niños y el destello de las hojas bajo la lluvia. Las sectarias soltaron los cuerpos menudos, que cayeron al suelo como muñecos de trapo, y la sangre se mezcló con el agua de los charcos.
—¿Vais a obligarme a buscar otros dos niños? —espetó el príncipe con un tono desafiante—. Esta vez puede ser que incluso sean más pequeños.
—¡No! —gimió Alith. Se volvió a sus guerreros con la boca fruncida como si gruñera—. ¡No podemos permitir que siga!
Los guerreros que bloqueaban la puerta ni se inmutaron.
—Nosotros nos encargaremos —repuso Casadir, abriendo el pesado cerrojo.
—Si quieren al Rey Sombrío, lo tendrán —dijo Alith, flechando el arco de la luna—. Matad primero a las sectarias y dejadme a mí a la hechicera.
Alith se asomó a la ventana mientras sus elfos abrían la puerta de sopetón y las flechas rajaban la oscuridad como rayos. Las sectarias movieron sus aceros refulgentes como aspas de molino y se alejaron dando volteretas mientras las flechas rebotaban en sus espadas. Su amo les hizo una seña con la cabeza y salieron disparadas hacia la oficina de recaudación.
Otra descarga de flechas cortó el manto de lluvia en dirección a ellas, pero, con una velocidad sobrenatural, las sectarias hicieron otra tanda de volteretas y de piruetas, y esquivaron todos los proyectiles. De nuevo a la carrera, no tardarían en llegar a la entrada de la contaduría. Un puñado de soldados se precipitó a la plaza para repeler la carga, y Casadir cerró la puerta detrás de ellos. El sonido metálico del cerrojo retiñó en los oídos de Alith como si perteneciera a la puerta de la celda de un elfo condenado.
Mientras las sectarias hacían pedazos a los cuatro Guerreros Sombríos sin siquiera aminorar la velocidad de su carrera, Alith sentía una punzada y profería un grito ahogado cada vez que alguno de sus elfos recibía un tajo. Las asesinas de Khaine degollaron a sus adversarios, les cortaron tendones y les cercenaron extremidades en un abrir y cerrar de ojos, y los restos de los guerreros de Alith quedaron tendidos a sus pies, rodeados por regueros de sangre que fluían por las losas. Una de ellas se llevó la daga a la boca, limpió la hoja a lametazos y se volvió a su compañera con una sonrisa atroz en los labios.
—Más a perro que a lobo —le dijo.
Pegadas una a la otra, adoptaron una posición de defensa, una de cara a la puerta y la otra con la vista fija en los guerreros apostados en el tejado.
—¡Dejadnos más juguetitos! —gritó la sectaria con los labios manchados de sangre.
—¡Esto tiene que acabar! —exclamó Alith, cruzando la sala como un vendaval hacia la puerta.
—De acuerdo —convino Khillrallion, a la espalda de Alith.
El caminante sombrío lanzó una mirada a los guerreros, que le respondieron con un gesto de comprensión con la cabeza.
—¿Puedo quedarme con uno como mascota? —preguntó Lirieth, lanzando por encima del hombro una mirada fugaz a su padre.
—Tráeme la cabeza del Rey Sombrío y tendrás todo lo que desees —respondió Alandrian.
El príncipe sintió frío de repente y se volvió a su derecha. Ashniel se había detenido junto a él y las gotas de lluvia que caían a su alrededor estaban convirtiéndose en copos de nieve que se congelaban al contacto con su piel; de las largas pestañas le colgaban unos carámbanos diminutos y tenía el pelo cubierto de escarcha.
—Entonces, es cierto lo que se dice en Anlec —dijo Alandrian—. Eres una zorra fría como el hielo.
Ashniel lo miró con una sonrisa evocadora e inquietante en los labios, pero guardó silencio.
La puerta de la oficina de recaudación volvió a abrirse violentamente, y los Guerreros Sombríos salieron en tropel, unos arco en mano y otros empuñando espadas. Lirieth y Hellebron giraron la una alrededor de la otra y repelieron las flechas cortando los astiles de las saetas en pleno vuelo.
Ashniel se adelantó y sacudió una mano al frente. Alandrian sintió como la temperatura de su cuerpo bajaba drásticamente envuelto por el aire que se agitaba alrededor de la hechicera con partículas de hielo y de negrura. De las yemas de los dedos de Ashniel brotó una ventisca que atravesó como una guadaña a los Guerreros Sombríos. Las gotitas de sangre congelada procedentes de las heridas abiertas por la nevisca gélida tintinearon contra el suelo, y la piel tocada por la nieve se volvió azul del frío, incluso la que rodeaba el más leve rasguño. Los dedos ateridos de los guerreros dejaron caer los arcos y las flechas se astillaron en el aire.
Otro grupo de Guerreros Sombríos, que había emprendido la carga bajo la cobertura de las flechas de sus compañeros, se enzarzó con las sectarias en un duelo de aceros. Las hojas repicaron al chocar, pero la lucha fue efímera; Lirieth se agachó para atacar las piernas de sus contrincantes mientras Hellebron permanecía erguida y decapitaba a todo aquel que tuviera a su alcance. Cuando acabaron, el escenario parecía más el matadero de un carnicero que la plaza de una ciudad. Lirieth se inclinó y con un giro de muñeca hizo un corte para extraer el corazón de una de sus víctimas; envainó la otra hoja y dejó caer el órgano todavía caliente en la mano libre. Lo levantó por encima de la cabeza haciendo un mohín y lo estrujó con todas sus fuerzas; la sangre se deslizó por su brazo y se precipitó sobre su cara.
—¡Alabado sea Khaine! —clamó a voz en grito.
Algo se movió en la puerta y apareció un elfo envuelto en una capa y aferrando un arco plateado que disparó una flecha con una velocidad que escapaba a la vista. La saeta se hundió en la garganta de Lirieth y derribó a la sectaria, que cayó despatarrada sobre las losas encharcadas.
Hellebron soltó un grito, un alarido de rabia pura, y salió como un rayo hacia el elfo. Otra flecha zumbó cortando el aire, pero la sectaria la repelió con su hoja, y aún esquivó un tercer proyectil dando un salto y haciendo una pirueta en el aire; la longitud que cubrió con el brinco la dejó a una distancia suficiente para atacar a su enemigo, y arremetió contra él con el acero de la mano izquierda. Sin embargo, la hoja no llegó a contactar con su adversario por un pelo. La mano derecha tuvo más fortuna y hundió la delgada espada por debajo de las costillas de su presa y sobresalió acompañada por una fuente de sangre por el hombro derecho del elfo. La sangre brotó a borbotones por la boca de su contrincante mientras Hellebron extraía la hoja y daba un giro para cortarle la cabeza.
La sectaria sacudió las gotas carmesíes de sus aceros, los enfundó y arrancó el magnífico arco de los dedos muertos del elfo. Dio media vuelta y levantó el trofeo en dirección a Alandrian, que aplaudió en señal de agradecimiento.
—Me parece que haríamos mejor en entregarle ese regalo a Morathi —dijo el príncipe, y Hellebron dejó caer los hombros, decepcionada. Alandrian señaló a los Guerreros Sombríos que habían sucumbido al conjuro de Ashniel—. Con ellos puedes hacer lo que quieras.
Dos figuras oscuras que huían por el tejado atrajeron la mirada del príncipe. Ashniel alzó la mano para arrojar otro encantamiento, pero el príncipe la detuvo.
—Dejad que se vayan; que difundan la noticia entre los demás. ¡El Rey Sombrío ha muerto!