22: Aceros de Anlec

VEINTIDÓS

Aceros de Anlec

De igual modo que las legiones de Anlec habían propagado el sufrimiento y el pavor por Ulthuan, los Guerreros Sombríos de Alith sembraron el terror y la aflicción entre los druchii. Sus incursiones abarcaban los territorios de Tiranoc y Nagarythe, y en ocasiones, incluso se animaban a adentrarse en el mismo Anlec para asesinar a miembros de las cortes y marcar sus cuerpos con los aterradores símbolos de la sombra y la venganza. Era rara la vez que se reunían en gran número, de ese modo mantenían en una duda permanente a los ejércitos druchii, que no sabían si marchar al sur o al norte, patrullar las montañas o emprender una batida por pantanos y llanuras.

De vez en cuando, Alith ordenaba una pausa en los ataques que podía prolongarse varias semanas. La primera vez que ocurrió, los druchii pensaron que tal vez el Rey Sombrío había sido capturado y ejecutado. Pero se equivocaban, y la noche de su regreso, el príncipe Anar emprendió una serie de ataques sincronizados por todos los territorios dominados por los druchii en los que asesinaron oficiales, quemaron campos y robaron suministros. Durante el período de la segunda tregua, los elfos oscuros se sumieron en un pánico mayor que cuando sufrían los ataques. La aterradora perspectiva de lo que les esperaba cuando reapareciera el Rey Sombrío los atormentaba de día y les arrebata el sueño de noche.

Y Alith no los decepcionó. El día del solsticio estival, un ejército que marchaba hacia el este en dirección al Paso del Águila desapareció. Había partido de Tor Anroc y nunca había llegado a la plaza de Koril Atir. Jamás se encontraron los cuerpos ni indicio alguno de emboscada; simplemente se habían esfumado cinco mil soldados.

* * *

El llanto de la dama elfa se aplacó rápidamente hasta reducirse a un gimoteo que precedió al silencio absoluto mientras la sangre que manaba de su garganta formaba un charco en el suelo de mármol. Morathi contempló unos segundos su reflejo en el espejo bermellón con satisfacción. Seis años de guerra ininterrumpida podían haber hecho mella en sus subordinados, pero ella conservaba intactas la frescura y la belleza de aquel memorable día de tantas centurias atrás.

Se sonrió al evocar su ingenuidad juvenil mientras rememoraba cómo se había estremecido al sentir los poderes tras su primer trato con la brujería. Entonces, no tenía ni idea de lo lejos que la llevaría aquel fatídico encuentro con los demonios, pero no se arrepentía de ninguno de los pasos que había dado para recorrer ese largo camino. Era cierto que la victoria inmediata que había previsto se le había escapado; sin embargo, la guerra estaba discurriendo de manera favorable a sus intereses.

Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellos pensamientos que la distraían y sintió un escalofrío cuando los largos tirabuzones de su melena le rozaron los hombros. Reprimió la tentación de entregarse al solaz de esa sensación y levantó el cuchillo ensangrentado que aferraba en la mano; con suma delicadeza se hizo un pequeño corte en la yema del pulgar y vertió una gotita de su propia sangre en el charco formado por el sacrificio. Allí donde cayó su sangre se propagó lentamente en una onda y aparecieron unas sombras de un oscuro tono rojizo. Las sombras fueron ganando en nitidez y mostraron un paisaje montañoso. Las nubes cruzaban raudas el cielo encarnado por encima de los picos carmesíes. Una palabra de Morathi redujo la escala de la imagen y la centró en el Paso del Águila, y con sus ojos mágicos, recorrió una columna de caballeros que marchaba hacia el este para enfrentarse al ejército del advenedizo Imrik. Aquella hueste no cosecharía una victoria, pero distraerían al rey usurpador el tiempo suficiente para poner en marcha otros aspectos de su plan.

Una discreta tos llevó su atención hacia uno de los arcos de entrada a la cámara. Un funcionario ataviado con una toga de seda hizo una honda reverencia y la hechicera le hizo una señal con un dedo ensortijado para que entrara.

—Vuestro invitado espera a vuestra discreción, majestad —dijo el sirviente.

—Traedlo inmediatamente —respondió Morathi, que se volvió de nuevo a su fuente de clarividencia, olvidando de inmediato la presencia del criado.

—¿Quién es? —preguntó alguien desde las estancias contiguas. Su voz era ronca, como un susurro teñido de dolor—. ¿Hotek?

—No —respondió Morathi—. Todavía está trabajando, aunque terminará su tarea en breve. No, es otro nuestro invitado. De hecho, trae muy buenas noticias.

El chirrido de unos pies con calzado metálico arañando el suelo de piedra anunció la llegada del invitado de Morathi. El recién llegado se detuvo bajo el arco de entrada; iba cubierto por una armadura llena de arañazos y abolladuras que había sido puesta a prueba en numerosas ocasiones. Llevaba la cabellera negra peinada hacia atrás y sujeta con una cinta de plata alrededor de la frente y tenía la mejilla derecha amoratada y con una larga cicatriz, mientras que el ojo de ese lado era una simple esfera blanca.

—Príncipe Alandrian, ¡qué alegría que hayáis venido! —exclamó Morathi con voz ronca.

—Milady —repuso Alandrian, haciendo una reverencia—. Para mí es un honor venir por fin aquí y veros con mis propios ojos después de tantos años.

—Sí que lo es —convino Morathi—. Pero sin duda lo merecéis. ¿Qué noticias traéis sobre mis tropas de refuerzo?

—He dejado una nutrida guarnición en Athel Toralien y el asedio está en marcha, majestad —respondió Alandrian, llevándose instintivamente la mano a su rostro destrozado—. Hemos sacado todas las tropas del resto de las colonias y ya están de camino. Quinientos mil de vuestros más bravos y nobles guerreros alcanzarán las costas de Ulthuan antes del invierno.

La sonrisa del príncipe encontró su reflejo en los labios de Morathi.

—Eso es perfecto —dijo la reina—. Mientras aguardáis la llegada de vuestras tropas hay otro asuntito del que me gustaría que os encargarais.

—Entiendo que deseáis libraros del llamado Rey Sombrío —repuso Alandrian—. Con vuestra ayuda tendré su cabeza clavada en una lanza para cuando arribe la flota.

—Tendréis toda la ayuda que preciséis —dijo Morathi, que se asomó al arco que daba entrada a la estancia de donde había procedido la voz anterior y torció el gesto con desazón—. Nos saca de quicio que haya problemas en Nagarythe. Espero de vos que restablezcáis el orden igual que hicisteis en Athel Toralien.

—Así será —respondió Alandrian, haciendo una nueva reverencia—. Yo mismo os traeré la cabeza del Rey Sombrío.

—Sé que lo haréis.

—Yeasir era un traidor —pronunció la voz ronca desde la cámara contigua, con un temblor que remitía a la alocución de alguien que está delirando—. Tú no nos traicionarás, ¿verdad, Alandrian?

—Yeasir fue fuerte en otro tiempo, pero cuando se le exigió un auténtico sacrificio flaqueó —dijo Morathi—. Alandrian ya ha demostrado su lealtad en esa área, ¡¿me equivoco?!

—Kahine reclamó a mis hijas y ellas acudieron a su llamada de buen grado —respondió Alandrian—. El hecho de que su madre no estuviera de acuerdo fue una desgracia para ella, majestad. Lamento su buen juicio, pero no su muerte.

—Me han contado que los estudios de vuestras hijas van por buen camino y que han hecho un gran progreso en las artes de Khaine —dijo la reina bruja—. Ya casi he olvidado el recato de sus atenciones en Athel Toralien tantos años atrás. Decidme, ¿siguen sintiendo la misma devoción por su padre que la última vez que las vi?

—No una devoción comparable a la que sienten por el Señor del Asesinato —dijo Alandrian. Esbozó una sonrisa irónica, y su maltrecho rostro se arrugó—. Estoy muy orgulloso de ellas, y no me cabe duda de que algún día conseguirán ser el orgullo de todo Nagarythe.

Morathi se acercó a él y posó con delicadeza una mano en su devastada mejilla.

—Puedo arreglaros eso, querido —dijo la hechicera—. Vuestro rostro podría recuperar la belleza de cuando nos conocimos.

—Os lo agradezco, majestad, pero debo declinar vuestra oferta —respondió Alandrian—. Mis cicatrices me recuerdan el precio que se paga por el exceso de confianza. Un error que no repetiré.

—Siempre fuisteis… el más sensato… de todos nosotros —dijo la voz susurrante entre inspiraciones sibilantes.

Alandrian guardó silencio un instante, aunque se atrevió a lanzar una mirada a Morathi. La hechicera, todavía con la mano apoyada en la mejilla de Alandrian, miraba distraídamente hacia la habitación contigua. El elfo se volvió ligeramente siguiendo la mirada de Morathi, pero ésta se colocó delante del príncipe y le impidió ver nada. La reina retiró la mano de la cara de Alandrian y meneó la cabeza.

—Todavía no —masculló la reina, con una lágrima dorada brotándole del ojo—. Podréis verlo a su debido tiempo.

* * *

Los chillidos de las gaviotas y el estrépito de las olas ocultaban el poco ruido que pudiera hacer el ejército de Guerreros Sombríos. A Alith el regusto salado del aire, un sabor extraño para quien había vivido buena parte de su vida lejos del mar, le recordó ligeramente Tor Elyr. El Rey Sombrío se sentía incómodo. El paraje a cielo abierto de los cabos de Cerin Hiuath, a menos de una jornada de marcha al sur de Galthyr, obligaba a los Guerreros a exponerse de una manera que no era la habitual en sus zonas de caza. Las llanuras que se extendían al este ofrecían el cobijo necesario a los doscientos guerreros para acercarse a la carretera costera, pero las inmediaciones de los acantilados carecían de cualquier tipo de accidente donde esconderse.

A pesar de las dudas, Alith había llevado allí sus huestes para cobrarse un trofeo valiosísimo. Hasta el Rey Sombrío había llegado la noticia de que varios miembros de la corte de Morathi —líderes de algunas de las sectas que se disputaban la supremacía en Nagarythe— iban a embarcarse en Galthyr con rumbo norte para unirse a los ejércitos druchii en Cracia. Conscientes de que la ruta más directa desde Anlec estaría fuertemente vigilada, las autoridades de las sectas habían decidido seguir una ruta indirecta que discurría por el suroeste y luego seguía la costa hasta el puerto. La posibilidad de matar o capturar a esos influyentes miembros de los cultos era demasiado tentadora como para dejarla pasar, de modo que Alith no había perdido un segundo y se había puesto al frente de varias cuadrillas de Guerreros Sombríos que se habían reunido con él en el oeste.

Los guerreros llevaban dos días vigilando la carretera costera a la espera de alguna señal de la comitiva. Alith esperaba que la escolta que acompañara a los sectarios fuera mínima, pues cualquier contingente de dimensiones importantes que partiera de Anlec llamaría una atención no deseada. Si sus doscientos guerreros resultaban insuficientes para la operación, se retirarían sin ser vistos. Si bien la osadía de sus guerreros se había convertido en una de las señas de identidad del mito del Rey Sombrío, la verdad era que Alith se consideraba un comandante cauto que sólo arriesgaba la vida de sus elfos cuando las circunstancias estaban a su favor o, como en ese caso, cuando la recompensa de la victoria justificaba un cambio de táctica. Gracias a ese modo de operar, los Guerreros Sombríos sólo habían sufrido algunas docenas de bajas desde el arranque de su campaña.

Si las precauciones que tomaban los sectarios eran las esperadas por Alith, viajarían raudos y veloces con la esperanza de evitar ser detectados. El hecho de que el curso de la guerra en Averlorn y Cothique obligara a los primados de las sectas a salir de Anlec ya podía considerarse, en cierta manera, una victoria que Alith pretendía capitalizar en la medida de lo posible. La desaparición de los líderes de los cultos sumiría en la confusión a sus seguidores por algún tiempo y las luchas de poder y los conflictos internos devastarían Anlec y dejarían a los druchii en una situación de vulnerabilidad para futuras ofensivas. Le proporcionaba un placer especial volver en su contra sus armas —el desorden y el terror— e infligirles los males que habían urdido durante siglos contra los príncipes de Ulthuan. Morirían del mismo modo que habían vivido.

Poco después del mediodía, un explorador de los Guerreros Sombríos llegó corriendo como un rayo desde el sur y entre jadeos informó a Alith y Khillrallion de sus avistamientos.

—Jinetes, mi señor. Se acercan al galope por la carretera —dijo el explorador—. Diría que no más de treinta.

—¿Son los consejeros? —preguntó Khillrallion—. ¿Son nuestra presa?

—Creo que sí —respondió el guerrero—. Hay una veintena de caballeros; los demás van armados pero ataviados con sus mejores galas. Uno de ellos lleva una larga cabellera cana adornada con rosas negras que encaja con la descripción que tenemos de Diriuth Hilandrerin, primado de la secta de Atharti y responsable de las matanzas de Enen Aisuin y Laureamaris. Otro miembro de la expedición cabalga bajo el estandarte rojo con la daga de Khaine estampada que portaban los guerreros de Khorlandir durante el primer asedio a Lothern. No he reconocido a los demás, pero exhiben muchos de los símbolos blasfemos de las sectas.

—Son nuestra presa —declaró Alith.

El joven Anar giró ligeramente la cabeza para escuchar un susurro apenas perceptible, procedente del arco de la luna alojado en la aljaba que llevaba colgada a la espalda.

—Lo noto en los huesos. Las tinieblas los preceden como una ola.

—Prepárate para la emboscada —ordenó Khillrallion al explorador—. Envíanos un halcón mensajero cuando la presa rebase tu posición. Caeremos sobre ellos desde el norte, el este y el sur, y los acorralaremos.

Alith asintió con la cabeza mostrando su conformidad; ése era el plan que había expuesto a los caminantes sombríos unos días antes.

—Si es posible quiero prisioneros —recordó el Rey Sombrío a sus elfos—. Estas criaturas pueden contarnos muchas de las cosas que suceden en Anlec y revelamos las fuerzas que les han jurado fidelidad en el resto de los reinos. La violencia y el sufrimiento que han sembrado en nuestro pueblo no los hace merecedores de una muerte rápida e indolora.

El explorador salió disparado, y Khillrallion se encaminó a informar del ataque inminente al resto de los caminantes sombríos. Alith no se movió de su sitio a la sombra de un afloramiento rocoso desde donde se dominaba la carretera. La vía costera, ancha y pavimentada con adoquines blancos, discurría sinuosamente siguiendo el contorno de los acantilados a menos de un tiro de flecha del mar embravecido. Alith había elegido para el ataque un tramo de la carretera que ascendía por unos montículos escabrosos, y luego se precipitaba abruptamente hasta un cúmulo de rocas irregulares en el borde del acantilado. Los Guerreros Sombríos no sólo contaban con la ventaja de la sorpresa, también de la posición; tenían bien estudiado el lugar de la emboscada, y pese a la escasez de sitios donde esconderse, la mayoría podría ocultarse a un par de centenares de pasos de la carretera y caer sobre el enemigo antes de ser descubiertos. El resto permanecería resguardado un poco más al este y aguardaría como fuerza de reserva para el caso de que los druchii opusieran una resistencia mayor de la prevista.

Alith sacó el arco de la luna y lo acarició con mimo.

—Hoy tendrás más sangre —musitó mientras lo flechaba.

* * *

Alith oyó los jinetes antes de que pudiera verlos. Las monturas aporreaban con sus cascos los adoquines de la carretera, espoleadas por los druchii que se dirigían a toda mecha hacia el relativamente seguro puerto de Galthyr. Aguardó, bregando con la tensión y la excitación que lo embargaban, echó un vistazo a su espalda para asegurarse de que sus guerreros permanecieran ocultos y no pudo estar más satisfecho, pues, aunque sabía la posición que ocupaba cada uno de los elfos, no vio ni rastro de ellos.

Lo primero en aparecer fue un escuadrón formado por diez caballeros, cuyas armaduras plateadas refulgían a la luz del sol estival, y cuyos uniformes y estandartes negros se agitaban azotados por la brisa marina. Alith los dejó pasar sin trabas. Un poco por detrás de esa vanguardia de jinetes, quizá a sólo unas docenas de pasos, marchaba el resto de la comitiva al galope: otra decena de caballeros que envolvía un puñado de nobles y criados magníficamente vestidos.

Cuando los primados y su escolta estaban a punto de llegar a la altura de Alith, éste salió de su escondite con el arco de la luna preparado, pero el instante previo a soltar la cuerda del arma un grito a su espalda atrajo su atención. Furioso porque alguno de sus guerreros hubiera revelado la presencia de los Guerreros Sombríos, Alith se volvió para averiguar qué había ocurrido, y su ira rápidamente se convirtió en alarma en cuanto descubrió el motivo del chillido.

A lo largo de las colinas que se levantaban al este apareció una linea de guerreros, un regimiento detrás de otro de soldados con uniformes negros y púrpura reunidos bajo unos estandartes alargados. Los ballesteros enemigos formaron en los flancos, mientras los lanceros y los soldados armados de espadas avanzaban por el centro en lo que suponía un flujo incesante de miles de druchii.

Alith no invirtió un segundo en intentar responder la pregunta que le machacaba el cerebro desde el momento en que había visto aquel ejército: ¿qué hacía allí tamaño número de guerreros? En vez de entretenerse en consideraciones para las que no tenía respuesta, Alith saltó inmediatamente a un asunto más apremiante: ¿cómo escapar?

Los veinte caballeros de la comitiva se habían reunido para formar un único escuadrón en la carretera y enfilaban hacia el este, cortando toda vía de escape por el norte. Los primados que escoltaban continuaron por la carretera, y Alith los perdería de vista muy pronto.

Unas figuras que se aproximaron a la carrera por el sur —Guerreros Sombríos que iban dando la voz de alarma a medida que se acercaban— informaron a Alith de que tampoco había escapatoria en aquella dirección.

—¡Conmigo! —gritó el Rey Sombrío—. ¡Venid a mí!

Alith observó la marea de soldados de armaduras negras que avanzaba por el este mientras los Guerreros Sombríos se congregaban a su alrededor. Un vistazo a la posición del sol le bastó para comprender que los druchii habían elegido a la perfección el momento de su ataque, pues llegarían a la carretera poco antes de las primeras sombras vespertinas.

—Hemos caído en una trampa —dijo Alith atropelladamente, con los Guerreros Sombríos arremolinándose en torno a él.

Se acuclillaron formando un corro, parcialmente ocultos por la hierba de las colinas. Algunos clavaban los ojos llenos de desesperación en su líder, otros lanzaban con nerviosismos una ojeada a los caballeros de la carretera o no hacían nada por evitar que sus miradas se volvieran hacia el ejército que los acechaba por el este. La veintena de jinetes en la costa parecían conformarse con mantenerse fuera del alcance de las flechas de los Guerreros Sombríos. «¿Y por qué no?», pensó Alith, pues no había razón para acometer la carga cuando aquel nutrido contingente de refuerzos estaba de camino.

—El mares nuestra única posibilidad de huida —dijo Alith—. Debemos zambullirnos en el agua y nadar hacia el sur, hasta la costa de Koril Thandris. Una vez allí nos separaremos, nos dirigiremos al este y nos reagruparemos en Cardain.

—Los caballeros nos atacarán si tratamos de cruzar la carretera —observó Khillrallion—. Nunca superaremos sus monturas de batalla.

—Entonces, primero tendremos que matar a los caballeros —repuso Alith, encogiéndose de hombros.

—¿Arcos contra caballeros enfundados en armaduras? —inquirió un guerrero, un joven elfo llamado Faenion.

—Sólo son veinte —espetó Alith—. Disparad a los caballos; a pie no tienen nada que hacer. Cuando despejemos la carretera iremos hacia el sur. Un poco más allá hay una playa de guijarros.

Llegados a ese punto, el explorador que había ido desde el sur antes de la emboscada intervino de nuevo.

—Desde el sur vienen más guerreros por la carretera —dijo, meneando la cabeza—. Medio centenar por lo menos. Cortarán la vía antes de que alcancemos el mar.

Alith gruñó, vencido por la frustración. No sólo le molestaba el hecho de que lo hubieran pillado por sorpresa —últimamente había tenido tanto éxito en sus misiones que en algún momento se le tenía que acabar la buena suerte—; lo que más le inquietaba era la precisión con la que le habían tendido la trampa. El cebo que habían empleado era irresistible, y el enemigo había adivinado exactamente cuándo y dónde intentaría atacar. Le asaltó la duda de si era posible que se hubiera convertido en un líder tan predecible, pero desechó tal posibilidad de inmediato. Quienquiera que hubiera urdido la trampa había dado lo mejor de sí mismo esa vez; eso era todo.

—Tendremos que descender por las paredes de los acantilados —concluyó Alith—. Matar a la veintena de caballeros de la carretera, llegar al borde del despeñadero y aventurarnos por las rocas.

Los Guerreros Sombríos se miraron y dejaron escapar algunos murmullos de consternación.

—¡El enemigo no esperará a que recobréis el valor! —gruñó Alith, señalando con el dedo las líneas negras que se les acercaban con paso implacable por el este—. ¡Seguidme, o quedaos aquí a morir!

Alith se levantó y enfiló a trancos resueltos hacia los caballeros de Anlec detenidos en la carretera. Levantó el arco de la luna y apuntó a uno de los jinetes de la primera fila, siguiendo el astil de la flecha. El proyectil salió disparado de la cuerda e impactó en el pecho del guerrero, le atravesó la armadura, volvió a salir por su espalda y se incrustó en la garganta del jinete que tenía detrás.

Desconcertados, los caballeros tardaron unos segundos en formar para emprender la carga, un tiempo que aprovechó Alith para derribar a tres jinetes más con otra flecha. Los druchii, lanza en ristre, espolearon sus monturas para ponerlas al galope y salieron en tropel hacia los Guerreros Sombríos. Alith los observó sin inmutarse. De su experiencia en las llanuras de Ellyrion y en los bosques de Averlorn había extraído que la reputación de aquellos fieros jinetes era mayor que su auténtico poderío. En otro tiempo se hubiera estremecido ante la carga de los guerreros camuflados tras las armaduras, pero ahora sólo sentía desprecio por ellos.

Otro proyectil disparado por el arco de la luna rebanó la garganta del primer caballo de la columna, se clavó en el cuello del siguiente y ambos se estrellaron contra el suelo. Los demás guerreros dispararon sus flechas en una serie de descargas letales, y antes de que hubieran cubierto la mitad de la distancia que mediaba entre la carretera y los elfos del Rey Sombrío, todos los caballeros habían muerto o yacían heridos en la hierba.

Alith echó un vistazo por encima del hombro y advirtió que el ejército druchii había apretado el paso.

—¡A los acantilados! ¡Seguidme! —bramó el príncipe Anar, guardando el arco de la luna y emprendiendo la carrera directamente hacia el mar.

Alith lideró la retirada, volviendo de continuo la vista atrás, en dirección a las huestes enemigas, mientras los Guerreros Sombríos alcanzaban la carretera. Los druchii avanzaban deprisa, pero Alith y sus elfos llegarían al borde de los acantilados antes de que las ballestas de repetición los tuvieran a tiro. Miró fugazmente al sur y vio a los caballeros que se aproximaban por la carretera; ellos tampoco alcanzarían a los Guerreros Sombríos antes de que descendieran, ya a salvo, por las paredes de los acantilados. Aunque la situación no era nada buena, Alith se sentía más confiado ahora que cuando había descubierto los estandartes ondeando en las colinas. Sin embargo, no se permitió un segundo de relajación.

—¡No os paréis! —ordenó cuando varios guerreros se posicionaban para disparar contra los druchii—. ¡Ninguna fuerza de retaguardia los detendrá!

La primera imagen del mar apareció ante sus ojos cuando todavía lo separaban varias docenas de zancadas del borde del acantilado, y se maravilló de la interminable línea azul oscuro del horizonte, pero, según avanzó, brotó frente a él la superficie inmensa del océano. Olas altísimas batían contra las costas de Ulthuan con una fuerza muy superior a las mareas del Mar Interior que había visto en Tor Elyr. Ignoró su propia orden y se detuvo a trompicones, cautivado por el espectáculo. El Gran Océano se extendía en todas direcciones hasta donde abarcaba su vista, haciéndole sentirse como un enano ante su vastedad. Muy lejos, al otro lado, se encontraban las junglas de Lustria, donde los descendientes de los siervos de los Ancestrales se aferraron a la civilización. Ciudades en ruinas y manglares tórridos, ciénagas traicioneras y tesoros antiquísimos aguardaban a aventureros y exploradores audaces.

Alith se dio cuenta de que había visto una ínfima parte del mundo. Nunca había estado en Elthin Arvan —en el este—, ni en las colonias de Elithis, ni en las torres de los elfos que se levantaban en el sur. ¿Si no hubiera sido por la guerra civil habría visitado alguna vez Ellyrion o Averlorn?

Los gritos de los Guerreros Sombríos lo despertaron de su ensimismamiento y recobró la conciencia de la situación. Sus elfos señalaban el mar, y Alith divisó algo que le minó la confianza con la misma velocidad con que la había recuperado: tres naves negras ancladas no muy lejos de la costa.

Cuando llegó al borde del acantilado, se asomó para evaluar la dificultad del descenso. La pared no era completamente vertical; las capas de estratos se diferenciaban por los tonos de la piedra, y la superficie estaba salpicada de orificios y salientes. No era la escalada más ardua que había tenido que afrontar a lo largo de su vida. El acantilado no era el problemas; el mayor peligro radicaba abajo, donde las olas rompían contra las rocas recortadas y el agua se arremolinaba formando fuertes corrientes entre montones de piedras derrumbadas que sobresalían de la superficie.

Algo impreciso, negro y pesado surcó el cielo cerca de Alith, seguido inmediatamente por otros proyectiles, y varios Guerreros Sombríos saltaron por los aires con unos largos astiles alojados en los cuerpos. Los navíos estaban disparando sus letales catapultas de flechas. Otra descarga de saetas del tamaño de una lanza cortó el aire con un zumbido y cayó otro puñado de guerreros.

A lo largo del borde del acantilado, los elfos de Alith se desprendían de sus armas para ganar ligereza; algunos incluso se quitaban la capa y las botas. Muchos vacilaban, con la mirada horrorizada fija en las naves negras que los amenazaban desde el mar o petrificados junto a los cuerpos de sus compañeros caídos.

—¡No os paréis! —repitió Alith, desabrochándose la capa y arrojándola al suelo.

El príncipe Anar miró a derecha e izquierda y vio a sus guerreros emprendiendo el largo descenso por la pared del acantilado. Agarró la aljaba colgada a la espalda para deshacerse de ella, pero le asaltó la duda. El arco de la luna refulgía a la luz del sol. No podía abandonar un trofeo ganado con tanto esfuerzo, así que sacó el arco, se lo colgó del hombro, tiró la aljaba y se deslizó por el borde del acantilado.

Los Guerreros Sombríos eran ágiles y duchos en prácticas de escalada, de modo que la mayoría cubrió rápidamente la mitad del descenso. Los proyectiles arrojados desde las naves golpeaban la piedra gris, algunos encontraban su blanco y los elfos se precipitaban dando volteretas en el aire contra las olas espumosas.

La metralla de esquirlas que salía disparada de las puntas de hierro de las flechas cuando impactaban en la pared del acantilado rasgaba la ropa de Alith y le rasguñaba la piel. Un proyectil no le alcanzó en los pies por un pelo y pulverizó la roca que acababa de abandonar. Alith palpó la pared buscando un nuevo lugar donde agarrarse, suspendido peligrosamente de una mano.

Los alaridos de pánico y dolor se mezclaban con el ruido de las olas mientras Alith se soltaba de un asidero para pasar a otro y su cuerpo se balanceaba en el aire; los dedos de sus manos se aferraban a minúsculas rendijas en la roca y sus pies convertían en un apoyo sólido hendiduras no más anchas que un dedo.

El número de Guerreros Sombríos que caían abatidos por las catapultas no dejaba de crecer, y sus gritos acababan sofocados por el estrépito de las olas mientras se precipitaban contra el mar encrespado. Alrededor de un cuarto de los elfos de Alith ya había perecido.

—¡Nos matarán a todos! —gritó Alith a sus guerreros—. ¡Saltad al agua!

Los Guerreros Sombríos tenían demasiado miedo de arrojarse a una muerte probable, pero para Alith era evidente que seguir en la pared del acantilado significaba su perdición.

—¡Conmigo! —gritó el Rey Sombrío, dejando que las manos resbalaran de los asideros e impulsándose con todas las fuerzas de sus piernas para separarse de la pared.

El viento le azotó la cara y le tiró de los pelos mientras se precipitaba al mar. Vio la espuma que salía pulverizada por el aire desde los salientes afilados de los arrecifes, pero lo que temía de verdad eran las rocas del fondo. Cerró los ojos y orientó el cuerpo para zambullirse en el agua con una plegaria silenciosa a Mannanin, el dios del mar, en los labios.

El impacto contra el agua fue como la coz de un caballo. Se le escapó todo el aire que tenía en el cuerpo; se golpeó el brazo con algo e inmediatamente dejó de sentir la mano. Estaba envuelto por una nube de burbujas que lo zarandeaba y lo amenazaba con arrojarlo contra las rocas. Su cuerpo hacía cabriolas y se contorsionaba impelido por la violencia de los remolinos, y a su alrededor la sangre de las heridas teñía el agua de rojo. La luz y la penumbra se sucedían según la corriente lo arrojaba a la superficie o lo hundía en las peligrosas profundidades. El frío se le filtraba por la piel y le roía los huesos.

Se rebeló contra la fuerza del oleaje que amenazaba con sepultarlo en el fondo del mar y con una mano consiguió ascender hasta la superficie burbujeante, sacudido y mantenido a flote por las olas embravecidas. Otras dos veces la corriente le tiró de las piernas, lo sumergió y le llenó la boca de agua salada. Alith tosió y escupió, y soltó un grito de dolor cuando la marea lo empujó contra el borde afilado como un chapitel de un arrecife que le abrió un buen tajo en el estómago. La corriente tiró del arco de la luna y la cuerda le hizo un corte profundo en el brazo; el arma se le enredó entre las piernas y le golpeó la cara, pero Alith no estaba dispuesto a renunciar a su preciado arco.

Con una brazada dolorosa tras otra, el Rey Sombrío avanzó por el agua. Consiguió orientarse y torció al sur, en sentido opuesto a las naves druchii. Echó un vistazo atrás y vio que el ejército enemigo ya había llegado al acantilado. Los ballesteros descargaron una lluvia de proyectiles contra los Guerreros Sombríos que no tenían el valor de saltar al mar.

Una marea roja se extendía por el agua, y Alith no tenía ni idea de los guerreros que había perdido. Alcanzó a ver a algunos de sus elfos, Khillrallion entre ellos, aferrados a las rocas, tratando de recuperar el aliento; se habían refugiado detrás de un saliente gigantesco que se levantaba separado del resto del acantilado como una enorme aguja gris. Alith nadó hasta ellos y se agarró a la superficie agrietada de la roca.

—No podemos quedarnos aquí —dijo entrecortadamente.

Alith señaló arriba, en dirección a las tropas druchii que se congregaban en el borde del acantilado. La falta de aire no le permitió añadir más. Khillrallion asintió con la cabeza e hizo una señal a los demás para que lo siguieran.

Exhausto, Alith se apartó, incapaz de pensar un momento en sus guerreros. Necesitaba todas sus fuerzas y su concentración para sobrevivir.