VEINTIUNO
El cumplimiento de un juramento
Alith corrió durante muchas jornadas enteras en dirección sur por tierras de Ellyrion, embriagado del espíritu de la cacería. Completamente desnudo, excepto por las armas, ignoró las caballadas ellyrianas y viajó día y noche sin descanso. Poseído por la visión de la nueva guerra que emprendería contra los druchii, ni siquiera se detuvo para cazar y beber frugalmente. Sus guerreros cazarían como manadas, como los Sombríos de antaño.
Una noche cerrada coronó la cima de una colina y volvió la vista al sur. Al este, las luces de Tor Elyr rielaban en las aguas del Mar Interior. En un instante de vacilación se apoderó de él una postrera sensación de tristeza al contemplar la ciudad de Athielle. Sin embargo, su congoja se esfumó al momento y al sur divisó las discretas lámparas del campamento naggarothi.
En su aproximación al campamento recibió el alto de un piquete que le exigió que se identificara. Sólo cuando reparó en el gesto de estupefacción en el rostro del centinela se dio cuenta de lo estrafalario de su aspecto. Mientras Alith se presentaba, el naggarothi lo examinaba de arriba abajo, debatiéndose entre el júbilo y la incredulidad.
—Informa a Khillrallion y a Tharion de que deseo verlos inmediatamente —dijo Alith, internándose a trancos en el campamento sin un atisbo de rubor.
—Alteza, ¿dónde habéis estado? —preguntó el guerrero, siguiendo a cierta distancia a su señor—. Temíamos que hubierais muerto o que os hubieran hecho prisionero.
—Eso nunca ocurrirá —respondió Alith, con media sonrisa en los labios—. Los druchii nunca me atraparán.
Alith ordenó al soldado que se adelantara y buscara a sus lugartenientes, y él enfiló directamente hacia el tosco pabellón de sus dependencias. No dejaban de emerger naggarothi de sus chozas y tiendas para ver a su príncipe recién regresado. Alith ignoró sus miradas inquisitivas, aunque notó que eran tantos los se quedaban atónitos por su aspecto como los que se fijaban en el arco de la luna que aferraba en la mano.
Tharion atravesó el campamento a la carrera y alcanzó a Alith cuando éste llegaba a la puerta de su pabellón.
—¡Príncipe Alith! —gritó el comandante con una mezcla de alivio y sorpresa—. ¡Me costó creerlo al principio!
Tharion continuó con una ristra de preguntas sobre su paradero y los sucesos que le habían acontecido, pero Alith se negó a responder. Su experiencia en Averlorn sólo le pertenecía a él y no estaba dispuesto a compartirla con nadie. Lo único que su pueblo necesitaba saber era que su príncipe había regresado con una nueva determinación.
Khillrallion llegó acompañado de otro elfo: Carathril. Alith se sorprendió de la presencia de Carathril tanto como éste de la aparición del príncipe. Se saludaron con frialdad, ambos recelosos de las motivaciones del otro.
—¿Qué trae al heraldo del Rey Fénix a mi campamento? —preguntó Alith mientras entraban en la sala principal del pabellón.
Depositó cuidadosamente el arco de la luna en la mesa alargada y luego se quitó el cinturón y la aljaba, y los dejó en un rincón. Atento y con el porte digno, Alith se sentó a la cabeza de la mesa e hizo un gesto a los demás para que tomaran asiento.
—Carathril se encuentra aquí en respuesta a mi petición —dijo Tharion, intercambiando una mirada con Khillrallion—. Cuando desaparecisteis, no supimos qué hacer, así que buscamos el consejo del Rey Caledor para saber de qué manera podíamos prestar un apoyo más eficaz a su causa. Hemos estado discutiendo la posibilidad de sumarnos a las fuerzas de Caledor en su próxima campaña.
—Eso no será necesario —repuso Alith, que se volvió a Carathril—. Sin embargo, vuestro viaje no resultará del todo en vano. Regresad junto a vuestro señor e informadle de que nutridos ejércitos druchii han invadido Averlorn. Probablemente, ya hayan llegado a los límites del Valle de Gaen.
Carathril arrugó la frente al oír aquellas noticias.
—¿Y cómo os habéis enterado vos? —inquirió el heraldo.
—Vengo de Averlorn, y vi a los druchii con mis propios ojos —explicó Alith a los presentes—. Temo que en estos momentos Cracia ya haya sido invadido, de modo que los reinos orientales harían bien en preparar sus defensas para una nueva arremetida de Morathi.
Alith tuvo la impresión de que las preguntas se agolpaban en las cabezas de sus interlocutores, aunque no se formuló ninguna en voz alta.
—Son una noticias nefastas —señaló Carathril—. Se las comunicaré al Rey Caledor. Sin embargo, el motivo de mi presencia en vuestro campamento no ha variado. Desearía discutir con vos la mejor manera de ayudar al Rey Fénix en su guerra contra los druchii.
—Por favor, dejadme un momento a solas con el heraldo del Rey Fénix —dijo Alith, manteniendo el tono neutro de su voz.
—Quizá podríamos…, mmm…, conseguiros algo de ropa, príncipe, si así lo deseáis —sugirió Tharion.
—Sí, hacedlo —respondió el joven Anar con indiferencia, sin apartar la mirada de Carathril.
Cuando sus lugartenientes abandonaron el pabellón, dejó que aflorara toda su ira.
—¡No soy ningún perro de caza al que se le da una voz para que se postre! —espetó—. ¡Lucho por mis tierras y mi herencia, no por el trono del Fénix! Llevaré la guerra contra los druchii de la manera que yo crea conveniente y no aceptaré ninguna interferencia ni demanda. Dedicaos a proteger Ulthuan y sus habitantes, pero tened presente una cosa: Nagarythe es mío.
—¿Os posicionáis en contra del trono del Fénix? —inquirió Carathril, con la viva imagen de la incredulidad en el rostro—. ¿Proclamáis que Nagarythe es vuestro? En ese caso, ¿qué os diferencia de Morathi? ¿Con qué derecho os proclamáis soberano de Nagarythe?
—Soy naggarothi. El frío del invierno corre por mis venas. El legado de Aenarion late en mi corazón. Mi padre y mi abuelo dieron sus vidas por Nagarythe, por su sentido del deber y el amor a su tierra, no por la gloria y la celebridad. No quiero Nagarythe en mi beneficio. Mi objetivo es mantenerla segura de las ambiciones ajenas. El abuelo del actual Rey Fénix resolvió abandonar Anlec y fundar su propio reino en el sur, y con esa decisión renunció a cualquier derecho sobre Nagarythe.
—No debéis lealtad a nadie —dijo Carathril, agachando la cabeza, entristecido—. Queréis ser rey, aunque vuestro reino no será más que un territorio yermo sin súbditos. Os convertiréis en un rey de sombras.
Alith se sonrió del sobrenombre elegido por Carathril y recordó las palabras que Elthyrior le había dicho muchos años atrás: «Me mandó a las montañas a buscarte, a ti, el hijo de la luna y del lobo, el heredero de Kurnous, quien será coronado rey en las sombras y de quien dependerá el futuro de Nagarythe».
Desde aquella primera conversación, el heraldo negro había insistido en que él debía determinar el curso de sus actos y seguir su destino sin rechistar. Ahora comprendía la verdad que encerraban sus palabras. Se había convertido en el príncipe cazador, el líder de la manada. Los druchii eran su presa y nunca cejaría en su persecución.
Miró a Carathril, todavía con la sonrisa en los labios. El heraldo no compartía el regocijo de Alith. El príncipe asintió con la cabeza.
—Sí, en eso exactamente me convertiré.
* * *
Alith pidió abruptamente a Carathril que se retirara, y en ese momento, regresaron Khillrallion y Tharion con botas, una túnica y una capa para su señor. También traían un balde con agua y jabón, que Alith rechazó con un ademán de la mano.
—Nunca venceremos a los druchii en una guerra abierta —dijo a sus lugartenientes mientras se ponía la túnica y se ceñía el ancho cinturón alrededor de la cintura—. No con nuestros exiguos efectivos. Hemos perdido muchos soldados.
—Entonces deberíamos unirnos al ejército ellyriano, o al caledoriano —sugirió Tharion.
—¡No! —rugió Alith—. Seguiremos luchando como siempre lo hemos hecho y donde más duele a los druchii: en Nagarythe. Podrían pasar años hasta que Caledor esté preparado para marchar hacia el norte con todo su ejército. ¿Qué nos encontraríamos entonces como libertadores? Una tierra baldía y arrasada, destruida por las tinieblas y las batallas, y un Anlec reducido a escombros y humillado. Si Caledor invade Nagarythe, destruirá todo lo que se interponga en su persecución de los druchii: todo aquello que nosotros protegeríamos con nuestras vidas. Podemos hacer otro tipo de guerra, uno que consumirá a los druchii desde dentro. Si los debilitamos, perderán las batallas en el resto de los reinos, y entonces estaremos en una posición inmejorable para reclamar el poder.
—¿Pretendéis que nos convirtamos todos en Sombríos? —preguntó Tharion, adivinando las intenciones de Alith.
—En efecto —respondió el príncipe. Hubiera querido asomarse al exterior, pero en la sala no había ventanas, así que fije la mirada en la luz oscilante del fuego—. Elanardris ya no existe; nuestro nuevo hogar serán las grietas y las sombras. Nos ocultaremos en bosques penumbrosos, pantanos y colinas. No habrá un solo druchii en todo Nagarythe que no eche un vistazo por encima del hombro mientras camina. Por las carreteras no marchará un solo ejército que no sienta pavor de cada monte y cada valle que surja ante él. Nos enfrentamos a un examen de carácter y no podemos titubear. Por cada uno de los nuestros que muera debemos enviar a Mirai una docena de druchii gritando su agonía. Por cada gota de sangre que vertamos nos cobraremos un río.
—Reconvertir a todos vuestros guerreros llevará tiempo —advirtió Khillrallion, sentado en un banco del pabellón—. La mayoría lleva toda la vida en el ejército, adiestrándose en la disciplina y en el oficio de la batalla abierta. No son ésas las cualidades que se exige a los Sombríos; no tienen ninguna experiencia.
—Repartiremos las huestes entre tú y el resto de Sombríos que quedan, de ese modo el ejército resultará dividido en secciones de cincuenta soldados aproximadamente —dijo Alith—. En el Athelian Toryr podrán aprender las especificidades de la lucha en los bosques y ser aleccionados en la sabiduría de Kurnous. En las montañas y en los pasos montañosos aprenderán los secretos de la roca y la nieve.
—¿Con qué armas? —inquirió Tharion—. Apenas disponemos de un millar de arcos que repartir entre más de tres mil guerreros, y todo ese número de Sombríos necesitará un buen montón de flechas.
—De momento, veré qué puedo conseguir de los ellyrianos —respondió Alith—. En el futuro nuestros guerreros deberán aprender a fabricar sus armas o arrebatárselas al enemigo; sólo de ese modo podremos mantener la lucha en territorio naggarothi. Al igual que los santuarios de Kurnous sirven como almacén para los cazadores, nosotros estableceremos escondrijos para los pertrechos por todo Nagarythe, lejos de la vista del enemigo y protegidos por encantamientos. No olvidéis que seremos Sombríos, sin hogar e imposibles de localizar. El ejército debe aprender a cazar para alimentarse, a moverse sin ser advertido, a no dejar rastros de su presencia.
—Pedís demasiado —señaló Khillrallion.
—Dejaremos atrás a los que no sean capaces de hacerlo —espetó Alith.
El joven Anar fulminó con la mirada a sus capitanes, como desafiándolos a hablar. Por un momento, les enseñó los dientes y entornó los ojos de una manera similar a la empleada por Mechón Negro para intimidar a su manada.
—¡Soy vuestro príncipe, y ésas son mis órdenes!
Khillrallion asintió en silencio. Tharion encorvó la espalda hacia atrás, sorprendido por la ferocidad de su señor. Alith apaciguó su cólera y tendió una mano tranquilizadora hacia sus lugartenientes.
—Hemos de ser fuertes, más fuertes que nunca —declaró el príncipe.
—Como deseéis, señor —repuso Tharion, levantándose y haciendo una reverencia ceremoniosa—. Hice un juramento a vuestro padre y a vuestro abuelo; sin embargo, todavía no había tenido la oportunidad de hacerlo a vos. Serviré a la Casa de Anar y a su príncipe hasta el fin de mis días. Acataré los deseos de mi señor. Por Asuryan e Isha, por Khaine y Ereth Khial, mediante este juramento quedo ligado a vos.
Alith contempló a Tharion mientras éste abandonaba la sala y sólo se volvió a Khillrallion cuando el anciano elfo hubo desaparecido.
—Dos años —dijo el príncipe—. Dentro de dos primaveras regresaremos a Nagarythe y emprenderemos nuestra guerra como Sombríos. Espero que te encargues de los preparativos. Si te niegas, no tengo otro capitán que me ayude.
—Y yo no tengo otro príncipe a quien servir —respondió Khillrallion, guiñándole un ojo. Pero entonces un velo de tristeza le cubrió el rostro—. En dos ocasiones os he creído muerto y en ambas habéis vuelto. No obstante, en ninguna de ellas he visto regresar al príncipe que conocía.
—Mis días como príncipe están llegando a su final —dijo Alith—. Cuando regresemos a Nagarythe, seré coronado Rey Sombrío.
* * *
Buena parte del resto del año los naggarothi fueron adiestrados en el nuevo estilo de guerra. Alith envió un emisario a Finudel solicitándole armas, y el príncipe de Ellyrion le suministró todos los pertrechos que pudo. Ninguno de los dos mencionó nada relativo a Ashniel. En una misiva, Finudel informó a Alith de que la princesa se había enterado de su desaparición, pero que no estaba al corriente de su regreso. Alith, por miedo a que Ashniel abandonara la ciudad para acudir al campamento naggarothi, le hizo saber de la conveniencia de que siguiera creyéndolo desaparecido, pues un reencuentro no hubiera sido beneficioso para ninguno de los dos.
El invierno siguiente, la única certeza que tuvieron los ellyrianos fue que el ejército de Alith se había desvanecido. Los jinetes que se entrevistaban con Finudel y Athielle sólo podían informar de que al amanecer habían pasado por el emplazamiento del campamento naggarothi y lo habían encontrado desierto, cuando la víspera había sido un hervidero de vida. Cerca de tres mil quinientos elfos se habían esfumado.
Alith había conducido a sus guerreros al Athelian Toryr y los había diseminado por los bosques y las montañas. Cada grupo estaba liderado por un antiguo Sombrío que recibía del resto de guerreros el apelativo respetuoso de «caminante Sombrío» por su habilidad para moverse sin dejar rastro. Alith no tenía ninguna sección a su mando y recorría los distintos grupos controlando sus progresos e inculcándoles su espíritu implacable.
El entrenamiento se prolongó otro año, durante el que moraron en los bosques sin recibir ningún tipo de suministro o apoyo. Los guerreros afinaban su puntería y sus técnicas de acecho, aprendían las palabras mágicas de Kurnous que prendían fuego a troncos secos o convocaba halcones para ser utilizados como mensajeros. Dormían en las ramas de los árboles o cobijados bajo raíces arqueadas, utilizaban piedras como almohada y cuevas como guarida. Por deseo expreso de Alith, ninguna sección conocía la ubicación de las demás y tenían la orden tajante de evitarse unas a otras como los lobos evitan las manadas rivales. Si alguien era descubierto por un Sombrío de otro grupo, los caminantes de sombras debían castigarlo asignándole arduas tareas de supervivencia. Podría parecer cruel, pero Alith consideraba esencial que su ejército fuera autosuficiente, no sólo física sino también mentalmente.
Alith hizo tanto hincapié en la fortaleza mental de sus guerreros como en sus habilidades para la lucha. Siempre que visitaba alguna sección dedicaba una extensa arenga a los soldados. Les recordaba los males que les habían infligido los druchii, les contagiaba su sed de venganza y despertaba en ellos las pasiones oscuras sepultadas bajo sus rostros civilizados. No quería que sus Sombríos fueran únicamente unos soldados diestros, sino también dotarlos de la ferocidad de los lobos, convertirlos en unos guerreros despiadados y resueltos.
—Cuando miréis al enemigo, no veáis a otro elfo —les decía—. Vedlos como lo que son realmente: unas criaturas inferiores a los animales. Recordad que el enemigo es el responsable de todas vuestras desgracias. Él es quien os ha sacado de vuestros hogares, quien ha torturado a vuestros amigos y ha exterminado a vuestras familias. No podéis sentir compasión por aquellos a quienes mataréis, pues lo que recibiríais a cambio será el fracaso. La vacilación significa muerte, la duda es un síntoma de debilidad. Los druchii os arrancaron la vida, la arrojaron a las piras para sacrificios y ungieron a sus sacerdotes con la sangre de vuestros hermanos. Los espíritus de los difuntos deambulan por Mirai, llorando por los males padecidos y suplicando a los vivos que se cobren venganza.
»No ansiéis la paz, pues no será posible mientras haya un solo druchii respirando. Aceptad la guerra como el crisol que os permitirá despediros de vuestros seres queridos, como el medio de purgar la mácula que se ha vertido sobre nuestro pueblo. Haced juramentos de venganza, pero no a mí, ni a vuestros camaradas, ni a los inciertos dioses, sino a las madres y a los padres ultrajados, a los hermanos muertos, a los hijos asesinados. Apoderaos de las sombras que los druchii han extendido y privadles de su poder. Sois el acero que exterminará a los perversos elfos oscuros. Sois los guerreros Sombríos, los justicieros anónimos.
El sol de los últimos días de otoño acariciaba las frondas de tonos rojizos y amarillentos cuando Alith convocó a todos los grupos y los reunió en las estribaciones del extremo oriental del Paso del Águila. Al anochecer montaron el campamento y se congregaron en silencio a la luz mortecina de Sariour y el brillo rubicundo de la luna del Caos.
—Estamos preparados —declaró Alith en un tono suave. Su voz era lo único que rompía una quietud absoluta—. La espera ha llegado a su fin y reemprenderemos la lucha. Al amanecer estaremos de camino a Tiranoc y la guerra. No voy a pediros que me sigáis, pues todos habéis demostrado ya vuestra lealtad a nuestra causa. No os exhortaré a que os comportéis con bravura, pues todos habéis dado las muestras de coraje necesarias para estar aquí. Lo único que diré es que ha llegado nuestro momento de la verdad. Dejemos que los príncipes de los reinos orientales libren sus grandes batallas y desperdicien las vidas de sus súbditos en unas disputas vanas. Es aquí, en el territorio occidental de Ulthuan, donde se ganará la guerra. Luchamos por los seres queridos que hemos perdido. Luchamos por los futuros truncados. Luchamos para reclamar una tierra cuya gloria eclipsó antaño la de los demás reinos. Luchamos por Nagarythe.
—Por Nagarythe —corearon en un susurro las huestes.
Los guerreros enfilaron hacia el oeste por el paso y se fundieron con la oscuridad. Tharion se acercó a Alith y formó junto a su príncipe.
—¿Os parece acertado marchar con el invierno tan cerca, señor? —preguntó Tharion.
—Los ejércitos no marchan en invierno, pero nosotros no somos un ejército —respondió Alith—. Recordad que somos cazadores. Acechamos nuestra presa llueva o nieve, haya viento o un sol abrasador, tengamos que cruzar una planicie yerma o una montaña, vadear un río o un pantano. Hagamos que sean los druchii quienes tengan que preocuparse de mover sus ejércitos en lo más crudo del invierno, con todos sus carros y sus pertrechos. Hagamos que se sientan indefensos cuando quememos sus ciudades y exterminemos a sus gentes, igual que nosotros nos vimos desamparados contra las legiones de Anlec.
Tharion entendió las intenciones de Alith y asintió con la cabeza. El príncipe advirtió en los ojos del veterano elfo las llamas de un fuego tenebroso. Era la misma mirada que Alith veía cuando por casualidad descubría su reflejo en una charca o en un trozo de hielo.
* * *
Los ataques de los Guerreros Sombríos fueron recibidos con perplejidad en todo Ulthuan, y enseguida se corrió la voz entre los druchii y sus enemigos. En un principio, Alith mantuvo sus huestes unidas para asaltar las barbacanas de vigilancia orientales del Paso del Águila, tender emboscadas en la carretera a las patrullas druchii y abordar a sus mensajeros. Aisladas por las cada vez más copiosas nevadas invernales, las guarniciones druchii se hacinaban en sus campamentos y por la noche escudriñaban con temor la oscuridad. Se contaban entre susurros que el ejército sombrío estaba compuesto por espíritus de los sacrificados en honor de Ereth Khial que habían escapado del inframundo dominado por la diosa en busca de venganza.
Cuando Alith oía esas historias, no podía evitar reírse de las supersticiones que atenazaban a su presa. El príncipe Anar utilizaba como armas sus miedos y, a la mínima oportunidad, aterrorizaba a los druchii. Como preámbulo al ataque, sus guerreros se escondían en las sombras y proferían unos lamentos quejumbrosos para amedrentar al enemigo. Gritaban los nombres que les habían oído pronunciar de refilón y los acusaban de asesinos. Aullaban como lobos y merodeaban fugazmente por donde la luz de las hogueras no alcanzaba para alarmar a los centinelas con sus movimientos. Los caminantes sombríos musitaban conjuros que sumían en la penumbra los fuegos y atenuaban su luz, lo que aterrorizaba terriblemente a los druchii.
Luego, los Guerreros Sombríos desataban la furia de sus arcos, y el campamento quedaba oculto bajo una lluvia torrencial de astiles negros que de manera infalible encontraban su objetivo. Los druchii morían a centenares, gritando y presas del pánico, sin haber visto una sola vez a sus atacantes. Los guerreros sombra siempre dejaban un puñado de supervivientes a los que permitían huir para que propagaran entre los demás su pavor y su espanto. Después, recuperaban sus flechas de los cadáveres y dejaban los cuerpos a los cuervos y los buitres. Cada amanecer revelaba una nueva columna de humo que se elevaba en el cielo desde una caravana o un campamento reducido a cenizas, y los druchii contemplaban las montañas preguntándose si no sería aquélla su última noche.
* * *
En el Koril Atir, la cima del paso, los druchii habían construido una torre desde donde otear el este y el oeste. El grueso de los Guerreros Sombríos emprendió una marcha de dos días en dirección a la torre, evitando los campamentos y los fuertes que flanqueaban la carretera del paso. Alith envió varios grupos a hostigar las guarniciones druchii apostadas en el extremo ellyriano del paso para confundir a los elfos oscuros sobre su verdadera ubicación.
A medianoche los guerreros de Alith se congregaron en la ladera del Koril Atir. Las almenas de la ciudadela se elevaban por encima del valle como un chapitel irregular, recortado en el gajo blanco de Sariour que descendía por poniente. Colgados de los mástiles revoloteaban los banderines azotados por los fuertes vientos de las montañas; pero ese mismo viento no arrastraba ningún ruido, salvo el ululato de los búhos y el rugido esporádico de alguna bestia de caza.
La torre era el objetivo más ambicioso de los Guerreros Sombríos hasta el momento, y Alith advertía la inquietud de sus elfos. Una cosa era atacar campamentos sin apenas defensas y otra asaltar una fortaleza. Sin embargo, Alith tenía confianza en sus opciones. No lanzarían un ataque frontal, no habría gritos de batalla ni artilugios de asedio. La sorpresa y el sigilo proporcionarían a sus guerreros una victoria más importante de lo que jamás lograría cualquier ejército de Ellyrion. Más allá de enviar a los druchii el mensaje de que no había un rincón seguro en sus territorios, de que no había ejército ni fortaleza que pudiera protegerlos, Alith pretendía que los príncipes de los reinos orientales, y en particular, el Rey Fénix, se enteraran de lo letal que podía llegar a ser el ejército sombrío. Nunca se volvería a subestimar a los Anar.
* * *
Cuando las lunas desaparecieron y la oscuridad fue absoluta, Alith lideró a sus guerreros hasta la ciudadela. La luz de las lámparas se precipitaba por las angostas ventanas de la torre, pero la penumbra todavía era suficiente para ocultar las huestes de Alith. A la luz de esas lámparas, Alith divisó a los soldados que patrullaban al otro lado de las almenas; las puntas de sus lanzas y sus yelmos refulgían con una luz rojiza.
Alith encabezó la vanguardia de guerreros que rodeó la torre para acometer el asalto a la ciudadela desde el norte, por el risco sobre el que se erigía la fortificación, trepando por la pared del precipicio. Los bloques de piedra de la torre se sucedían muy juntos, de modo que no dejaban ningún resquicio donde asirse o apoyarse. No obstante, para escalar por el muro los Guerreros Sombríos utilizaron cuchillos y fijaciones, cuyas puntas hundían con sigilo en la argamasa que unía los gigantescos bloques. Alith y cincuenta guerreros ascendieron poco a poco por la pared, deteniéndose cuando oían pisadas en la parte superior de la fortaleza y reanudando con cautela la escalada cuando se alejaba el peligro.
Alith rememoró la escalada por la ciudadela de Aenarion en Anlec. Se preguntó si algún encantamiento protegería Koril Atir. Notaba el vórtice agitando el aire que peinaba los Annulii, pero nada más, Sin embargo, él no era mago, y buena parte de la magia negra era sutil en extremo y difícilmente detectable. Si había barreras mágicas, tendría que superarlas; al fin y al cabo, no podía estar preparado para cualquier contingencia.
Alcanzadas las almenas, Alith esperó a que lo rebasara una pareja de centinelas para deslizarse por las troneras detrás de los guardias y avanzar sigilosamente con el cuchillo listo para matar. Oyó un gruñido ahogado a su espalda, y cuando se volvió, vio a Khillrallion cruzando las almenas. Intercambiaron un gesto con la cabeza y se abalanzaron sobre los centinelas, rebanaron las gargantas de sus presas y con un movimiento fluido arrojaron los cuerpos a las rocas de la base de la torre.
Alith se asomó desde la azotea de la fortaleza e hizo una señal a los guerreros para que culminaran la ascensión a la torre. Cuando todos estuvieron arriba, Alith juntó las manos, las ahuecó e imitó el ululato de un búho de las nieves. En cuestión de segundos, oyó gritos procedentes del extremo opuesto de la torre que informaban de que el resto de los Guerreros Sombríos acababa de irrumpir por el sur. Unas flechas llameantes trazaron un arco en el cielo nocturno y poco después se oyó el estrépito de pisadas de los soldados que subían los escalones de madera en el interior de la torre.
Docenas de druchii emergieron en la muralla por la puerta y la hueste de Alith fue abatiéndolos con los arcos y las espadas según aparecían. Sus alaridos agónicos se mezclaban con los gritos de los guerreros de Anar en el otro lado de la torre, lo que multiplicaba la confusión. Alith y sus guerreros apartaron los cuerpos caídos, y el príncipe encabezó a sus elfos hacia el interior de la torre, teñido del bermellón de las lámparas. Las guarniciones defensoras disparaban sus flechas por las aspilleras que jalonaban los pisos inferiores de la construcción, y a la parte superior llegaba el traqueteo inconfundible de las ballestas de repetición. Había que ocuparse inmediatamente de esas armas. Alith hizo una señal a Khillrallion para que se llevara la mitad de los guerreros y se encargara de los tiradores mientras él se dirigía a la puerta principal con el resto.
«Igualito que en Anlec», pensó Alith, con una sonrisa de satisfacción.
* * *
La luz rosada del amanecer ya se extendía por la ciudadela cuando Alith ordenó a sus guerreros que llevaran los cadáveres de los druchii a la puerta principal y registraran el arsenal en busca de lanzas y todo tipo de armas. En las mazmorras encontraron varios ellyrianos cautivos, torturados y ensangrentados. Alith les proporcionó ropa y armas, y los envió al este en las monturas que habían pertenecido a los mensajeros.
—Cuando os pregunten quién os liberó, decid que vuestro salvador fue el Rey Sombrío —les dijo Alith cuando partían.
El príncipe Anar se plantó junto a la puerta de la torre; en torno a él se apilaban setecientos druchii masacrados. Mirando con elocuencia a sus guerreros, Alith cogió uno de los cadáveres por el tobillo y lo arrastró hasta la puerta abierta; lo agarró por la camisa y lo apoyó contra la madera pintada de negro.
—¡Una lanza! —espetó a Khillrallion con el brazo extendido. El caminante sombrío entregó la lanza a su señor y reculó—. No es suficiente con matar a los enemigos. Temen a su ama de Anlec mucho más que la muerte. Debemos mandar un mensaje a los druchii que aun sus mentes depravadas entiendan: ni siquiera muertos estarán a salvo de nuestra venganza.
Alith agarró la lanza con las dos manos y la punta atravesó la garganta del druchii y se hincó en la puerta de madera, luego giró el asta para asegurarse de que se clavaba hasta el fondo.
Sacó el cuchillo del cinturón y grabó una runa en la frente del cadáver: thalui, el símbolo del odio y la venganza. Le desgarró la camisa y en el pecho le dejó otra inscripción: arhain, la runa de la noche y las sombras. Mientras examinaba su obra limpió la hoja en los jirones de la ropa del druchii y se la ciñó de nuevo al cinturón. Luego, se volvió a sus guerreros y buscó entre sus rostros alguna mueca de repulsión o pavor, pero ante él se desplegaba un mar de semblantes carentes de expresión, algunos incluso sumamente concentrados. Alith se congratuló y señaló los montones de cadáveres.
—Mandad el mensaje —ordenó a sus Guerreros Sombríos.
* * *
—Es una lectura espeluznante, alteza —señaló Leothian, haciendo una reverencia excesivamente obsequiosa y tendiendo el rollo de pergamino al señor de Tor Anroc.
Caenthras ignoró al servil heraldo y se volvió a su acompañante, uno de los oficiales al mando de las guarniciones que vigilaban el Paso del Águila. El príncipe naggarothi se revolvía continuamente en el trono de Bel Shanaar, cuyo diseño no le resultaba nada cómodo. El vacío abrumador del gran salón del palacio engullía al trío de ellos, el eco de cuyas voces resonaba en los muros desnudos y el techo altísimo.
De la estancia se habían retirado los bancos para las audiencias, de modo que se obligaba a los comparecientes a permanecer en pie o postrarse ante su nuevo soberano. Este era uno de los pocos cambios operados en Tor Anroc que era del agrado de Caenthras; fastidiado porque los quejumbrosos nobles de Tiranoc siguieran con vida por orden expresa de Morathi, si bien ya habían aprendido cuál era el lugar que les correspondía.
—Dime, Kherlanrin, ¿por qué debería dejaros vivir? —preguntó con severidad Caenthras.
El guerrero reprimió el impulso de volverse a Leothian y mantuvo la mirada clavada en el suelo.
—Con mucho gusto me enfrentaría a un enemigo que nos rete en el campo de batalla, pero luchar contra ese adversario es como querer clavar las sombras al suelo —dijo Kherlanrin a media voz—. Cuando nuestros guerreros despiertan por la mañana, encuentran a sus oficiales muertos, colgados de árboles a las afueras del campamento y, sin embargo, ni los centinelas ni los soldados tienen un rasguño. Hasta los campamentos llegan los cadáveres de los exploradores atados a las sillas de sus monturas con los ojos y la boca cosidos, y las muñecas ligadas con tallos espinosos de rosales silvestres. —Se estremeció un instante, y continuó—: Me topé con un escuadrón de caballeros que habían estado moviéndose entre Arthrin Atur y Elanthras; los habían degollado y les habían clavado las riendas de los corceles al rostro.
—Es una situación inaceptable —repuso Caenthras—. Anlec exige resultados. Os daré otros diez mil guerreros; no puedo permitirme prescindir de más. En cuanto la nieve remita los llevarás al paso y me traerás las cabezas de esos rebeldes. Quiero saber quién es su líder y quiero averiguarlo viendo su cadáver. ¿Entendido?
Los elfos asintieron y se retiraron raudos cuando Caenthras los despidió con un gesto de la mano. La situación era de lo más embarazosa. La invasión de Averlorn se tambaleaba porque a los oficiales de Caenthras les asustaba marchar por el paso. Eso daba libertad a los ellyrianos para reforzar las fuerzas de Averlorn por el sur. Caenthras no tenía ni idea de cuándo se agotaría la paciencia de Morathi con él, pero estaba resuelto a no ser la primera cabeza que rodara cuando la paciencia de la sacerdotisa rebasara su límite.
* * *
Un fresco día de primavera, Alith contemplaba las sinuosas columnas negras desde la cima de un precipicio escarpado junto a Khillrallion.
—Pasarán las estaciones de la lluvia y del sol buscándonos —dijo el caminante sombrío—. Los druchii dividirán sus huestes para emprender una batida por todo el paso, y nosotros atacaremos sus compañías una a una.
—No. Tengo otros planes —repuso Alith con una sonrisa adusta en los labios—. Esos guerreros proceden del oeste. Los oficiales de Morathi han vaciado sus campamentos para buscarnos, de modo que han dejado Tiranoc desguarnecida. Creen que no podremos escabullimos de tantas miradas, pero se equivocan.
—¿Vamos a Tiranoc?
—Ni más ni menos que a Tor Anroc.
* * *
Diez días después del inicio de la ofensiva druchii, Alith se encontraba muy lejos al oeste, escondido en las cuevas donde se había refugiado con Lirian y el resto de prófugos después de escapar de Tor Anroc. Sólo había llevado consigo a los caminantes sombríos, y había dejado al resto del ejército en el este para que se divirtiera a su antojo a expensas del ejército druchii. Sólo se había hecho acompañar por los antiguos miembros de los Sombríos porque lo que tenía en mente escapaba a las habilidades de los guerreros recientemente adiestrados.
Cuando finalmente explicó su plan a sus elfos, éstos lo recibieron con una mezcla de desconcierto e incredulidad.
—Estáis tomando unos riesgos excesivos —dijo Khillrallion, dando voz a la preocupación de sus compañeros—, a cambio de un beneficio escaso.
—Te equivocas si crees que es una mera vendetta personal —respondió Alith—. Piensa en la desesperación que causará en el enemigo darse cuenta de que no hay un lugar seguro para ellos, ni siquiera el palacio de una ciudad ocupada. Provocará divisiones en las filas druchii y sembrará la duda entre sus líderes. Piensa en su pavor cuando comprendan que ni todos los soldados del mundo podrían protegerlos, que no hay puerta ni torre que detenga la cacería de los Guerreros Sombríos. ¡No sólo debemos ser despiadados, también atrevidos! Enfureceremos al enemigo al mismo tiempo que lo aterrorizamos. ¡No habrá cerrojo ni barrera que nos detenga! Les robaremos las espadas de los cinturones y el oro del erario. No sólo nos temerán, también nos odiarán por nuestra audacia. Los volveremos locos; los haremos bregar con alucinaciones mientras nosotros nos reímos de ellos agazapados en las sombras.
—Dudo de que podamos hacerlo —replicó Gildoran.
—Podemos y lo haremos —contestó con calma Alith—. ¿No abrimos las puertas de Anlec en las narices de los druchii? ¿No escalé yo por el palacio de Aenarion y espié a Morathi mientras realizaba sus rituales de magia negra? Tor Anroc es una nadería comparado con los peligros de Anlec.
—¿Y nos pedís que arriesguemos la vida en esta empresa? —inquirió Gildoran—. Habrá quien piense que es un asunto de vanidad.
—¡No estoy pidiendo absolutamente nada! —espetó Alith, perdiendo la paciencia—. Yo ordeno, y vosotros obedecéis. Yo soy el Rey Sombrío y he expresado mi voluntad. Si no puedes vivir con ello, márchate. Vete al este a vivir con los ellyrianos, o con los sapherianos, o con los cothiquii. ¡Si quieres ser naggarothi tendrás que seguirme!
—Perdonadme, alteza —se disculpó Gildoran—. Será como dispongáis.
Recuperada la calma, Alith dio un golpecito con el brazo en el hombro a Gildoran y paseó la mirada entre sus caminantes sombríos. Por primera vez en años se sentía entusiasmado con un proyecto.
—¡Muy bien! —exclamó el príncipe—. ¡Muerte a los druchii!
* * *
Sentado en el trono de Yrianath, Caenthras levantó la mirada cuando las puertas del gran salón se abrieron y una mensajera entró sigilosamente. Iba ataviada con una túnica larga de un oscuro color púrpura y un cinturón con unas finas cadenas de las que colgaban unos medallones de plata con la forma de cráneos alargados. Caenthras la reconoció al instante; era Heikhir, heraldo de Anlec. El príncipe naggarothi fulminó con la mirada a la emisaria mientras ésta cruzaba con pasos lánguidos el salón. Sin duda, traía nuevas demandas de Morathi.
—Porto nuevas de vuestra reina —anunció Heikhir, haciendo una reverencia.
Sus gestos eran respetuosos, pero Caenthras apreciaba la mofa contenida en la precisión exagerada de sus movimientos. Sabía que la corte de Anlec lo consideraba un fiasco. La traición de Yeasir se había encargado de confirmarlo. Lejos de lograr el poder que había previsto, se había convertido en poco más que un títere de Morathi, que a su vez manipulaba al portavoz de la sacerdotisa, el cobarde Yrianath. Al menos Palthrain había tenido la cortesía de hacerse matar y dejarlo solo al frente de Tiranoc.
—¿De qué se trata? —preguntó Caenthras en tono cansino.
—La reina sigue esperando el informe con las novedades sobre la persecución de los rebeldes del Paso del Águila —respondió Heikhir.
Caenthras se encogió de hombros.
—Todos los soldados disponibles están rastreando el paso en busca de esos fantasmas —repuso Caenthras—. Si la reina me pidiera que comandara el ejército, me internaría en Ellyrion. Estos ataques no son más que unas maniobras de distracción.
—Estos ataques son una afrenta directa a la reina Morathi —puntualizó Heikhir—. ¿No podéis conseguir más tropas?
—No sin debilitar nuestras defensas en la frontera con Caledor —respondió Caenthras—. Quizá podría prestarme un par de hechiceros de su pequeño círculo para buscar con sus conjuros a esos… rebeldes.
—El aspirante a rey está luchando en Cothique, ¿qué amenaza teméis procedente del sur? —preguntó Heikhir, ignorando la sugerencia de Caenthras.
—La suficiente —dijo Caenthras—. ¿O acaso Morathi preferiría que los príncipes dragoneros sobrevolaran Tiranoc y se abatieran directamente sobre Anlec?
Heikhir se echó a reír, pero en su risa no había un atisbo de regocijo.
—Informaré de que vuestra campaña está… en curso.
Caenthras no tenía ánimos para discutir. Daba igual lo que dijera, Heikhir entregaría el mensaje que considerara más grato para su ama. Se planteó por un momento redactar una carta y dejar constancia por escrito de sus inquietudes, pero desechó la idea. Por un lado, estaba demasiado cansado, y por el otro, tenía serias dudas de que alguna vez llegara a su destinatario.
—¿Algo más? —preguntó el naggarothi.
Heikhir meneó la cabeza con una sonrisa picara en los labios e hizo una reverencia antes de dar media vuelta y alejarse. Caenthras le acribilló la espalda con la mirada.
El príncipe tuvo que hacer un sobreesfuerzo para vencer el peso de sus preocupaciones y ponerse en pie. Enfiló hacia la puerta a su izquierda para dirigirse a sus aposentos, pero se detuvo antes de completar la primera zancada. Justo delante de la puerta había una figura oscura, toda vestida de negro.
—¿Quién eres? —espetó Caenthras—. ¿Te manda Morathi?
El intruso meneó la cabeza muy despacio, un gesto apenas perceptible en el abismo de su capucha.
—¿Has venido con Heikhir? ¿Qué quieres?
La figura se quitó la capucha como única respuesta. Al principio, Caenthras no reconoció al extraño, pero entonces cayó en la cuenta. Sus facciones apenas habían cambiado, pero no así la expresión de su rostro. En otro tiempo, esos ojos lo había mirado con una desesperación aduladora, sin embargo, el rostro que tenía ahora frente a él lo contemplaba con un desprecio absoluto.
—¡Anar! —gruñó Caenthras.
Y entonces, comprendió varias cosas de golpe: que Alith era el líder de los «rebeldes» del Paso del Águila, que su captura fortalecería su consideración en Anlec y que le supondría un placer matar al último miembro de la desdichada Casa de Anar. El soberano de Tor Anroc se llevó la mano a la cintura en busca de la espada, pero en ese momento recordó que no la llevaba encima; su hoja estaba en el dormitorio.
Alith no había movido un músculo y continuaba con la mirada clavada en Caenthras.
—¡Llamaré a los guardias! —le advirtió el anciano elfo, de repente menos seguro de sus posibilidades.
—Y yo desapareceré —respondió Alith en un tono pausado—. El único modo que tenéis de capturarme es reduciéndome con vuestras manos desnudas.
Caenthras recorrió el salón con la mirada buscando algún objeto que pudiera utilizar como arma, pero no había nada. Se volvió a Alith con el gesto torcido.
—¿Mataríais a un adversario desarmado?
—Ya lo he hecho anteriormente, cientos de veces.
—No tenéis honor —espetó Caenthras.
—Ya he visto lo que sucede en las llamadas batallas justas —replicó Alith—. El honorable suele perder.
Alith se llevó la mano a la espalda y sacó un arco extraordinario, fabricado de un metal refulgente y decorado con dos símbolos gemelos que representaban la luna en su fase creciente. Caenthras notó cómo se le revolvían las tripas cuando Alith ancló una flecha a la cuerda increíblemente delgada y levantó el arma. El veterano naggarothi consideró sus opciones. Era poco probable que le diera tiempo a cruzar el salón y forcejear con Alith antes de que éste soltara la flecha; tampoco había ningún lugar donde esconderse, y aunque gritara pidiendo ayuda no evitaría que Alith disparara, y luego se escabullera.
—Has sido tratado injustamente, lo reconozco —dijo Caenthras, dando un paso adelante—. Yo, yo me he equivocado y te he tratado injustamente, lo sé.
—¿Injustamente? —espetó Alith. Caenthras se estremeció al oír el tono despectivo que empleaba el joven guerrero—. Porque mi familia está muerta por vuestra culpa, mi pueblo ha sido masacrado o esclavizado, y mis tierras son un páramo arrasado. Miles de naggarothi han muerto a vuestras manos. Vuestra ambición ha recibido con los brazos abiertos esta guerra vil y ha propagado las tinieblas por todo Ulthuan. ¿Y decís que os habéis equivocado?
—Por favor, Alith, ten piedad —suplicó Caenthras, adelantándose otro paso.
—No —respondió el joven Anar, soltando la cuerda del arco.
* * *
Alith guardó el arco y desenfundó la espada. Cruzó raudo el salón hacia el cuerpo de Caenthras y recuperó la flecha del ojo izquierdo de su presa, decapitó a Caenthras y guardó el trofeo sangriento en un saco resistente. Luego, enfiló de regreso a la puerta por la que había entrado, pero de repente se detuvo; regresó al cadáver y le dio una patadón en las costillas.
—Nos encontraremos en Mirai, mal nacido —musitó Alith—. Todavía no he acabado contigo.
* * *
Cuernos, alaridos y todo tipo de griterío despertaron a Yrianath de su sueño intermitente. Cuando abrió los ojos, un elfo con la librea de su servicio estaba zarandeándolo. No lo reconoció, pero eso era algo que le ocurría con frecuencia, pues los naggarothi solían cambiar los criados a su servicio para asegurarse de que no hubiera nadie dispuesto a conspirar con él.
—¿Qué ocurre? —preguntó medio dormido.
—Fuego, alteza —respondió el sirviente jadeando—. ¡Las llamas se han apoderado del palacio!
Yrianath se despertó de sopetón, saltó de la cama y agarró la túnica que le ofrecía otro criado. Olió el humo, y cuando los dos sirvientes lo sacaron de sus aposentos, vio el fuego flameando en el extremo oriental del corredor.
—En el jardín estaréis seguro, mi señor —dijo el primer criado, conduciendo a Yrianath hacia el hueco de una escalera semioculto detrás de un tapiz—. Utilizaremos la vía de servicio, será más rápido.
Yrianath se dejó llevar por la escalera de caracol, y luego por un pasillo angosto. Atravesaron habitaciones y pasajes que nunca antes había visto, pero no se entretuvo mirándolos. Otros criados corrían en sentido contrario para combatir el fuego.
El grupo cruzó una de las cocinas más pequeñas y emergió en un amplio herbario. Los escoltas de Yrianath torcieron a la derecha y condujeron al príncipe al otro lado de un arco de seto. Yrianath se encontró en un jardín circular cercado por setos e hisathiun de florecimiento nocturno.
—Aguardad aquí un momento, alteza —dijo el sirviente.
Yrianath no estaba acostumbrado a recibir órdenes de sus súbditos, pero estaba confundido y no se movió del sitio mientras los dos criados desaparecían en la oscuridad.
En tanto esperaba, levantó la mirada hacia las torres del palacio, por cuyas ventanas asomaban las lenguas de fuego; el humo ascendía por el cielo y ocultaba las estrellas.
—¿Os arrepentís de algo? —le preguntó una voz procedente de la oscuridad.
Yrianath giró bruscamente y escrutó el jardín nocturno sin éxito.
—¿Quién anda ahí?
—Vuestra conciencia, tal vez —respondió la voz—. ¿Cómo se siente uno con las manos manchadas de la sangre de tantos muertos? ¿Cómo creéis que la historia recordará al príncipe Yrianath?
—¡Me engañaron! ¡Palthrain y Caenthras me tendieron una trampa!
—Por lo tanto, optasteis por un final honroso y os quitasteis la vida… No, esperad, no fue así como ocurrió, ¿verdad?
—¿Dónde estás? —inquirió Yrianath, girando sobre los talones para tratar de localizar a su interlocutor—. Mostraos.
—¿Os sentís culpable?
—¡Sí! ¡Sí! —gritó Yrianath—. Paso las noches en vela acosado por los remordimientos. Sé que fui un estúpido corto de miras. ¡Yo no quería hacer daño a nadie!
—¿Y qué acto de contrición estaríais dispuesto a realizar para enmendar vuestros errores?
—¡Lo que sea! ¡Oh dioses, haría cualquier cosa por arreglar las cosas!
Algo destelló en la oscuridad, y una daga aterrizó a los pies de Yrianath.
—¿Qué queréis que haga con esto? —preguntó el príncipe, con la mirada fija en el cuchillo como si éste fuera una serpiente venenosa.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Lo más rápido es que os rajéis la garganta.
—¿Qué ocurrirá si me niego?
Yrianath alejó la daga con los dedos del pie descalzo.
—Esto ocurrirá —respondió la voz justo detrás de Yrianath.
La túnica del Yrianath se agitó y una mano envuelta en un guante negro le tapó la boca para amortiguar sus gritos. El príncipe sintió un dolor punzante en la espalda y, de pronto, se quedó petrificado; a su alrededor todo se tornó oscuro y finalmente se derrumbó.
* * *
Alith cortó la cabeza de Yrianath y la guardó en el saco junto con la de Caenthras. Si el príncipe hubiera sido lo suficientemente valiente como para matarse, le habría ahorrado el ultraje y lo habría utilizado como ejemplo.
Echó un vistazo al palacio; las llamas estaban arrasándolo y la luz rojiza del fuego bañaba los jardines. Enfiló hacia el muro que delimitaba los dominios del palacio amparándose en las sombras.
* * *
Las nubes que cubrían las montañas al este fueron adquiriendo el color rojizo de la sangre a medida que el sol se elevaba. Sobre Tor Anroc flotaba una nube de humo, y las torres del palacio se alzaban por encima de la ciudad como dos chapiteles ennegrecidos. Por todas partes, había brasas candentes, y las llamas escapaban por las ventanas sin cristales.
El pánico se había apoderado de la ciudad, pero los oficiales druchii sofocaban de manera implacable el tumulto de los habitantes de Tor Anroc y a todo aquel que encontraban por la calle lo acusaban de incendiario y lo mataban sin mayor miramiento. El miedo cubría la capital tiranocii en la misma medida que la cortina de humo.
—Me alegro de no haber estado en el palacio anoche —dijo Thindrin, inclinado sobre las almenas de la torre de entrada oriental.
El druchii había dejado la lanza y el escudo apoyados contra la pared de piedra a su lado.
—Cierto —respondió su compañero, Illureth—. Para mí que los que han muerto en el incendio han sido afortunados. Cuando Caenthras termine, las brujas de Khaine tendrán un montón de cuerpos para las piras de esta noche.
—Quizá las envía al Paso del Águila para que torturen a los rebeldes —repuso Thindrin. Su gesto sonriente se arrugó con gravedad—. No sé qué es peor, si las brujas o los rebeldes.
—Cierto —repitió Illureth, reprimiendo un bostezo. Se asomó distraídamente al otro lado de las almenas y algo le llamó la atención—. ¿Qué es eso?
Thindrin bajó la mirada hacia la carretera que conducía a la puerta de entrada y vio una figura algo borrosa a la luz mortecina del amanecer; era de gran estatura y enjuta. Por un momento, le pareció un elfo, pero enseguida desechó la suposición. En el lado contrario de la carretera había otra figura de la misma complexión y altura.
—No sé —respondió—. Quédate aquí, iré a echar un vistazo.
Thindrin cogió la lanza y el escudo, y descendió parsimoniosamente los escalones del interior de la torre. Hizo una señal a Coulthir, apostado en la puerta, para que abriera la portezuela de madera, se agachó para salir y avanzó unos pasos por la carretera. En la hierba que se extendía a ambos lados de la vía pavimentada había dos lanzas clavadas, y algo redondo hincado en cada una de ellas. La luz se hacía más intensa a medida que se acercaba, y finalmente Thindrin descubrió de qué se trataba. La lanza se le resbaló de la mano y aterrizó sobre las losas dando unos golpecitos secos.
Todavía tardó unos segundos en recuperarse y volverse hacia la torre de entrada.
—¡Será mejor que vayas a buscar al capitán! —gritó el centinela.
Empaladas en las lanzas estaban las cabezas de los príncipes Yrianath y Caenthras, el primero con la runa de la sombra grabada en la frente y el segundo con la runa de la venganza en la mejilla.