VEINTE
Domesticando el lobo
Alith corría sin aliento por el bosque. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que los guerreros que lo perseguían se agachaban para franquear las ramas y conducían sus monturas por el laberinto de árboles. Más de una docena de jinetes que patrullaban el territorio al sur del campamento druchii habían salido tras Alith después de que éste abatiera a su capitán. En las escarpadas pendientes a ambos lados de la hondonada arbolada resonaban los cascos de los caballos. Alith conducía a los druchii directamente a la manada de lobos.
El elfo hizo un esfuerzo final y torció a la izquierda para desaparecer de la vista de los caballeros; dio un brinco para encaramarse a una roca y de allí saltó al ramaje de un árbol con la agilidad de una ardilla. Se deslizó por una rama, se acuclilló junto al tronco y espió a los jinetes entre las hojas.
El primer druchii hizo una señal al grupo para que redujeran la marcha cuando llegaron a las inmediaciones del escondite de Alith, quien se estremeció de miedo cuando la exigua columna aflojó el paso y empezó a deambular debajo de él, examinando los árboles en busca de algún indicio de su presa.
—¡Alto! —bramó el cabecilla del grupo, alzando una mano—. Ha dejado de correr.
Alith contuvo la respiración, y el corazón empezó a martillearle el pecho. Examinó el suelo que pisaban los caballos, aunque sabía que no había dejado rastros de su carrera. También sabía que era bastante difícil que lo vieran en el árbol, pues se había embadurnado de barro y sangre la piel pálida, y si se mantenía inmóvil, prácticamente no se le distinguía de la corteza del árbol.
Cambió de postura muy lentamente y escrutó al líder de la columna, tratando de discernir qué sentido lo había puesto en alerta. Como el resto de los caballeros, llevaba una pesada armadura plateada y su caballo iba protegido por una ligera gualdrapa de malla y una capizana esmaltada en la que brillaba la runa de Anlec. Un yelmo alto de batalla le protegía la cabeza, engalanado con un penacho de largas plumas negras que se agitaba cada vez que el jinete giraba la cabeza. Pero había otro elemento en el casco, una cinta dorada que sujetaba una máscara que no vio hasta que el jinete se volvió por completo y clavó la mirada en él. Alith, contuvo un grito.
La máscara dorada representaba un rostro demacrado y contraído, con las mejillas angulosas y unos orificios para los ojos en forma de rombo. Pero no fue la expresión de ferocidad de la máscara de batalla lo que sobrecogió a Alith, sino lo que tenía acoplado. Justo encima de los orificios para los ojos había colocados un par de ojos azules, sujetos al yelmo por una redecilla tejida en fino hilo de oro; unos ojos reales que se movían con vida propia. Por los costados de la máscara se deslizaban unos finísimos regueros de sangre desde aquellos ojos, que se movían continuamente buscando algo, hasta que giraron al unísono hacia Alith y el jinete se enderezó en la silla como sobresaltándose.
Alith se quedó petrificado de la mirada sobrenatural de aquellos ojos mágicos. Estaba aterrado, pero no sólo por haber sido descubierto, sino también por los medios que habían empleado los druchii para dar con él.
—¡Ahí arriba! ¡En el árbol! —gritó el jinete, desenvainando la espada y apuntando hacia Alith.
Los baladros de los caballeros despertaron a Alith de su ensimismamiento, y el príncipe Anar utilizó una mano para trepar por las ramas de los árboles mientras con la otra se descolgaba de la espalda el arco de la luna. Sintió como le palpitaba el obsequio de Lileath en la mano al compás de los latidos de su corazón. Los gritos iracundos se alzaban hacia él mientras anclaba una flecha a la increíblemente delgada cuerda del arma y tiraba del astil del proyectil hallando la misma resistencia que si agitara la mano en el aire. Apuntó al caballero de la máscara y oyó que el arco le susurraba unas palabras confortadoras y de ánimo. Aunque apenas las distinguía —y dudaba de que aun oyéndolas con claridad entendiera el idioma en el que estaban pronunciadas— el tono tranquilizador, casi relajante, de la voz aquietó el temblor de sus manos.
Soltó la flecha y el proyectil salió disparado del arco de la luna como un rayo blanco, se hundió en el peto del caballero y emergió de nuevo por su espalda para clavarse en el suelo cubierto de hojarasca. El jinete se desmoronó de lado con un enorme boquete en el pecho y su cuerpo exánime se estrelló contra la broza. Una vez más, como le venía ocurriendo desde que tenía el arco de la luna, Alith se maravilló de su poder. Si por una parte, con la potencia de su disparo era capaz de atravesar el tronco de un árbol con una flecha, por otra, su ligereza inaudita le permitía equilibrarlo con la yema de un dedo.
Disparó a otro guerrero, y el ángulo de tiro propició que la flecha se incrustara en el espinazo del caballo después de atravesar el nombro del druchii. Montura y jinete cayeron desplomados.
Sin medios para responder al ataque, los caballeros dieron media vuelta y huyeron, aunque todavía cayó un tercer druchii con una flecha alojada en la espalda mientras ascendían al galope por la hondonada.
Todavía con el arco de la luna aferrado en la mano, Alith saltó al suelo y sintió cómo se le revolvían las tripas mientras se acercaba al caballero del casco grotesco. Giró el cadáver con el pie y contempló el espantoso artefacto de oro y carne enganchado al yelmo. Se arrodilló junto a él para examinarlo con mayor detenimiento y se percató de que la redecilla de hilo que sostenía los ojos se introducía en el casco y se prolongaba por el rostro del druchii. Y pese a que el caballero estaba muerto, los ojos seguían los movimientos de Alith y no apartaban la mirada de él.
El joven Anar tuvo que hacer un esfuerzo para mirar los ojos. Le provocaban repugnancia, pero también una sensación de cercaría. Algo en las órbitas sin párpados le resultaba familiar. Entonces, cayó en qué era: se trataba de los ojos del centinela que había interrogado. Una sacerdotisa del campamento druchii los había encantado para que buscaran a Alith y les había conferido la facultad de verlo dondequiera que se escondiera.
Sacó la espada y con el gesto torcido por el asco rasgó los hilos dorados; los ojos cayeron al suelo y rodaron por la hojarasca, todavía con su mirada acusadora clavada en Alith. Reprimiendo las arcadas, Alith llevó la punta de la espada hasta ellos y los trinchó en pedazos viscosos. Mientras se enderezaba se preguntó si el desdichado centinela habría sobrevivido a la donación de sus ojos. Aquello olía a que los druchii habían preferido castigarlo por su error con la ceguera antes que concederle la ignominia de la muerte.
Guardó el arco de la luna y la espada, recuperó sus preciadas flechas y continuó por la hondonada hasta el lugar en el que aguardan los lobos para la emboscada. Tendría que explicar a la manada que ese día no habría caza.
* * *
Alith y los cánidos asediaron a los druchii durante la docena de días que siguieron a la recuperación del arco de la luna. Sin embargo, las oportunidades para atacar a su odiado enemigo eran escasas. Los guerreros oscuros avanzaban de manera implacable y obligaban a la manada a adelantar su posición. Los lobos intentaron ir hacia el norte y regresar dando un rodeo por el oeste, pero tras una jornada de viaje se toparon con una hueste druchii que marchaba al sur, directa a la frontera con Ellyrion. Los regimientos druchii se desplazaban hacia el este, y en su determinación de llegar a Aein Ishain —santuario de la diosa Isha y ubicación de la corte de la Reina Eterna—, empujaban delante de ellos a Alith y los lobos.
Alith no llevaba otra cuenta del paso de los días que las fases de la luna, pero el tiempo se convirtió de nuevo en una de sus preocupaciones. ¿A qué distancia estarían de la Reina Eterna? ¿A qué velocidad estaban moviéndose los druchii? ¿Estaría advertida la líder espiritual de Averlorn del peligro que atravesaba apresuradamente sus bosques?
Desestimó esta última pregunta en cuanto se la formuló. Aquéllos eran los dominios de la Reina Eterna y su vínculo con ellos era de una naturaleza que iba mucho más allá de la conexión que cualquier príncipe podía tener con sus tierras. El exterminio de animales y la quema de bosques habrían llegado a su conocimiento del mismo modo que Alith sentía las llagas en sus pies descalzos y los rasguños en la piel. No. La Reina Eterna no necesitaba que la advirtieran de la amenaza que se cernía sobre Averlorn.
Incapaz de poner trabas al avance druchii, Alith contemplaba otras opciones sin tomar una decisión. Después de comprobar el poderío del enemigo, Mechón Negro abogaba por seguir huyendo hacia el este y atravesar los istmos de Averlorn para refugiarse en el Valle de Gaen, donde el líder de los lobos consideraba que su manada estaría a salvo de los druchii, aunque se negó a confesar a Alith el motivo de esa certeza.
* * *
Durante los días siguientes, Alith advirtió un cambio en la fisonomía de los bosques. Los árboles eran más altos y viejos que en las arboledas exteriores, y las zarzas y los helechos levantaban muros impenetrables que Alith se veía obligado a franquear a gatas siguiendo a los lobos por conductos subterráneos naturales y por túneles forrados de afiladas espinas. Las paredes de espinos discurrían hacia el norte o hacia el sur, y Alith llegó a la conclusión de que el bosque mismo estaba empeñado en impedirles que se dirigieran hacia el este.
Dieciséis días después de que Alith extrajera el arco de la luna de las profundidades del lago, la manada de Mechón Negro llegó a los aledaños del Valle de Gaen. Ningún elfo, salvo los hermanastros de Malekith y la propia Reina Eterna, había pisado el Valle de Gaen, si bien las leyendas que versaban sobre él eran infinitas. Había quien aseguraba que era el corazón espiritual de Averlorn y de todo Ulthuan, donde Isha había vertido sus últimas lágrimas antes de abandonar el mundo y ascender a los cielos. Otras historias hablaban del Valle de Gaen como el lugar de nacimiento de la primera Reina Eterna, la encarnación mortal de la diosa.
Lo que no admitía discusión era que en el valle moraban espíritus prodigiosos. En sus densísimas profundidades, el bosque poseía una conciencia propia. Los árboles caminaban y hablaban, dotados de vida por Isha, y las leyendas decían que esos espíritus habían protegido a Morelion y a Yvraine, los primeros vástagos de Aenarion, de los ataques de los demonios. La Reina Eterna acudía a los guardianes inmortales del bosque en busca de consejo, y Alith estaba convencido de que ellos no confraternizarían con los druchii.
Alith no daba demasiado crédito a las leyendas sobre Isha, pero no pudo negar que el lugar le proporcionaba cierta sensación de seguridad. El Valle de Gaen se extendía por una angosta faja de tierra separada de Ulthuan y ofrecía muchas facilidades para la defensa contra los druchii, de modo que siguió a Mechón Negro, que emprendió la marcha con el resto de la manada hacia aquel lugar de refugio, con los druchii pisándoles los talones.
* * *
Caía la noche del trigésimo día de Alith en Averlorn cuando llegaron al extremo septentrional del istmo. Densas nubes cubrían el cielo y los bosques recibían el baño intermitente de la luz blanca de la creciente Sariour y de la asquerosa irradiación verde de la luna del Caos. Entre la manada se había instalado una atmósfera de inquietud, una sensación de aprensión que Alith compartía. El aire tenía un gusto extraño, y Alith se preguntó si los druchii no habrían desatado un vil conjuro para mancillar Averlorn con su magia negra. Los lobos se mantenían muy juntos y trataban de calmarse restregándose los cuerpos unos con otros mientras rasgaban la oscuridad con sus gimoteos y sus lamentos. Mechón Negro paseaba con paso firme entre sus lobos, tranquilizando a su asustada manada con sus ululatos.
Alith tuvo la sensación de que estaban siendo observados y escrutó sin éxito los árboles buscando indicios de algún intruso. Entonces, reparó en que los movimientos y los gimoteos de los cánidos se acentuaban. Ahora lo notaba. La brisa arrastraba un olor distinto a los de la putrefacción otoñal y la descomposición de la hojarasca. Con el rabillo del ojo atisbo unas sombras en movimiento, pero cuando se volvió hacia ellas, no vio nada aparte de arbustos y árboles. Se oyeron unos chirridos extraños e inquietantes, y el silbido de hojas cortando el aire, y de la maleza brotaron unos susurros, un murmullo que parecía proceder de todas direcciones y de ninguna a la vez. Aunque no veía nada, Alith tenía la certeza de que el bosque se movía.
Los árboles estaban cada vez más cerca.
* * *
La manada se apelotonó alrededor de Mechón Negro y Alith. Una muralla casi infranqueable de árboles rodeó al elfo y los lobos, y las ramas se estiraron hacia el cielo para tapar la ya de por sí escasa luz que se filtraba por las nubes. En torno a los árboles emergieron unos matorrales de zarzas que levantaron una barrera de espinas.
Alith sacó el arco de la luna y lo cargó con una flecha sin dejar de mirar a su alrededor con nerviosismo. Incluso la confianza feroz de Mechón Negro se había esfumado, y el cabecilla de la manada permanecía junto al elfo con el cuerpo encogido, las orejas abatidas contra la cabeza y los ojos completamente abiertos a causa del pavor.
Algo se movió a la derecha de Alith, y el joven Anar se volvió con el arco flechado.
—No bienvenidos —dijo una voz que flotaba en el aire y que a Alith le sonó como el murmullo de las hojas sacudidas por el viento.
Un árbol, un enorme y frondoso roble, se alzaba un poco por delante de los demás; dio unos bandazos y de su copa se desprendieron bellotas que se estrellaron con estrépito contra el suelo.
—¡Fuera!
—Dos piernas negros venir —repuso Mechón Negro, enderezándose y avanzando un paso hacia la aparición arbórea—. Matar. Quemar. Nosotros huir.
Dio la impresión de que el árbol se retorcía ligeramente para dirigirse a Mechón Negro, pero bien podría haberse tratado de un efecto de la luz de las lunas.
—Lobos poder venir —dijo la voz—. Dos piernas, no.
—¿Por qué os negáis a cobijar a vuestro aliado? —inquirió Alith en elfo—. Estoy dispuesto a luchar para proteger estas tierras de los druchii.
—Acércate —dijo el hombre árbol, doblando una rama en dirección a Alith como si fuera un brazo haciendo una seña.
El elfo se acercó a él con cautela y sin bajar el arco de la luna. Se detuvo a escasos pasos del hombre árbol y distinguió un rostro retorcido en el tronco, muy por encima de su cabeza. Unos nudos hacían las veces de ojos y una hendidura en el tronco era la imitación burda de una boca, si bien ninguno de esos elementos se movía cuando el hombre árbol hablaba.
—¿Qué clase de elfo corre como un salvaje con los lobos? —preguntó el hombre árbol.
—Me llamo Alith, y soy el último Anar —respondió, sacando pecho henchido de orgullo. El árbol guardó silencio, y Alith continuó—: Soy el hijo del lobo y de la luna.
De pronto los árboles que rodeaban al hombre árbol se zarandearon violentamente; unas ramas chocaron con otras y las hojas se agitaron. Alith no entendía si era una expresión de ira o regocijo, pero mantuvo la calma.
—Solicito permiso para entrar en el Valle de Gaen y refugiarme de quienes pretenden darme caza y asesinarme —dijo Alith, que añadió, quitando la flecha de la cuerda del arco de la luna y devolviéndola a la aljaba junto con el arma—: o quién sabe si algo peor.
Una rama se estiró hacia él, y Alith notó en la frente el contacto suave como el de una pluma de unos dedos recubiertos de follaje. Sin embargo, casi inmediatamente, la rama se retiró de forma abrupta y sonó un chasquido.
—No —dijo el hombre árbol con una voz ronca—. No hay sitio para ti en el Valle de Gaen. Traes tinieblas contigo. En tu interior hay muerte. Sólo la vida es bienvenida en este lugar. Debes irte.
—Las tinieblas me siguen, pero no son obra mía —repuso Alith con los druchii en mente—. ¡Os ayudaré a luchar!
—Las tinieblas se sienten atraídas por ti, y tú sientes atracción por las tinieblas —dijo pausadamente el hombre árbol, enderezándose muy despacio—. No puedes entrar en el Valle de Gaen.
Alith se percató de las miradas de los lobos posadas en él, de las cuales la más intensa era la de Mechón Negro. Los cánidos no podían seguir la conversación, pero los ojos entornados y la tensión de su cuerpo les decía todo lo que necesitaban saber.
—¿Ir? —preguntó el líder de la manada—. ¿Esconder?
—Sí —respondió Alith—. Vosotros ir. Vosotros esconder.
—Dos piernas venir —dijo Mechón Negro.
—No —contestó Alith, desviando la mirada del hombre árbol para encarar a los lobos—. Dos piernas no ir. Dos piernas cazar. Lobos esconder.
—¡No! —espetó Cicatriz, emergiendo al trote de la manada—. Dos piernas cazar, lobos cazar.
—Lobos cazar —repitió Mechón Negro.
—Lobeznos no seguros —dijo Alith—. Lobeznos no cazar. Dos piernas negros venir pronto. Lobos esconder.
—Lobeznos esconder, lobos cazar —propuso Mechón Negro—. Manada cazar con dos piernas.
Alith quería impedírselo, pero no conocía las palabras para expresar lo que sabía. Los druchii llegarían allí con unos efectivos cada vez más numerosos, y los lobos tenían que huir y refugiarse en un lugar seguro como el Valle Gaen. Sin embargo, no había modo de hacerles entender el peligro que corrían. Tendría que ceder a su voluntad.
—Dos piernas no correr —dijo Plata, uniéndose a Cicatriz—. Dos piernas quedar con manada. Manada proteger dos piernas.
—¡Dos piernas negros matar manada! —espetó Alith, con un bramido que hizo encogerse a Plata como si acabaran de darle un azote.
El elfo se sintió culpable, pero no bajó el tono, consciente de que tenía que convencer a los lobos de lo peligroso de su decisión.
—¡Muchos, muchos dos piernas negros! ¡Matar muchos, muchos lobos! ¡Lobos huir!
Alith dio la espalda a la manada, que prorrumpió en un coro de gruñidos y aullidos. Sin embargo, lo ignoró y enfiló con paso resuelto hacia el oeste, en sentido contrario al Valle de Gaen. Apenas había dado unos pasos cuando reparó en el estrépito de pisadas. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que Cicatriz, Plata, Mechón Negro y cerca de dos docenas más de lobos lo seguían.
—¡No! —rugió Alith, que se agachó para coger un puñado de tierra que arrojó hacia los lobos profiriendo un grito.
Dio media vuelta y atravesó como un vendaval una brecha abierta en la barricada de espinas.
—¡No les permitáis que me sigan! —vociferó en elfo Alith con un nudo en la garganta.
—Los protegeremos —respondió la voz fantasmagórica del hombre árbol.
Las zarzas se entrelazaron y en cuestión de segundos la brecha había quedado sellada.
El eco de los ululatos y los gruñidos que se colaban entre los árboles siguió al joven Anar mientras se internaba en la oscuridad con los ojos bañados en lágrimas.
* * *
Alith pasó llorando el resto de la noche, sentado en la raíz de un árbol imponente y preguntándose el porqué de la crueldad de los dioses. Lo seducían con promesas de amor y paz para luego arrebatarle lo que más quería: Ashniel, Milandith, su familia, Athielle, la manada de lobos… Sumido en la aflicción recordó las palabras de Elthyrior: «La soledad es un lujo que sólo se permiten quienes disponen de tiempo. Algunos llenan su vacío con la cháchara de la muchedumbre que los rodea. Otros lo ocupamos con un empeño superior, más reconfortante que la compañía de cualquier mortal».
Alith había entrado en Averlorn convencido de que había encontrado un propósito para su vida, pero no era cierto. ¿Se había equivocado matando el ciervo? No lo creía. ¿Había sido voluntad de Kurnous que se uniera a la manada? Parecía probable. En ese caso, ¿qué había conseguido Alith aparte de acrecentar su dolor?
Advirtió un leve murmullo y se llevó instintivamente la mano a la aljaba que le colgaba de la espalda y sacó el arco de la luna. Recorrió con un dedo el metal plateado, solazándose con su calidez. Lo apretó contra la mejilla y las lágrimas se deslizaron por el arma. El tacto del arco le resultaba apaciguador.
Ése era el motivo de que el destino lo hubiera llevado hasta Averlorn.
Se puso en pie sosteniendo el arco de la luna contra el pecho y respiró hondo. Él y nadie más debía averiguar el propósito que regía su vida. Los demás podían culpar al destino, o a los dioses, o a la fortuna. Alith estaba exento de culpa, salvo por el odio que profesaba a quienes habían propagado el dolor por Ulthuan. Su destino no estaba marcado por Kurnous, ni por su padre ni por su abuelo, ni siquiera por Bel Shanaar. Todo lo que le había ocurrido tenía un único responsable: los druchii.
Había sido como una hoja flotando en el río, arrastrada por corrientes que escapaban a su control. Obligado a luchar; obligado a huir; obligado a esconderse. Pero eso iba a cambiar. El ciervo huiría y sería capturado por el cazador. El lobo elegía su presa. Había llegado el momento de pasar a la acción y dejar de reaccionar a los acontecimientos. Llevaba mucho tiempo bailando al son de los druchii. Ese amor salvaje por la cacería que Kurnous había despertado en él se agitó en su interior.
Llevó la vista al norte, donde los druchii habían arrasado los bosques y habían montado sus campamentos. Con el arco de la luna podía matar a muchos elfos oscuros. Lo perseguirían, es cierto, pero él los esquivaría al igual que lo habían hecho los Sombríos. Sin embargo, eso no era suficiente. Aun en posesión del arco de la luna nunca mataría a tantos druchii como para detenerlos e inclinar la balanza de la conflagración en contra de ellos. Un lobo solitario no suponía ninguna amenaza para los druchii.
Con el arco de la luna en la mano, Alith puso rumbo sureste, en dirección a Ellyrion. No podía cazar solo, pero sabía dónde encontraría su propia manada.