18: La llamada de Kurnous

DIECIOCHO

La llamada de Kurnous

Alith siguió cabalgando varios días hacia el norte, reacio a regresar junto a sus naggarothi y con la necesidad de alejarse de Tor Elyr y, en última instancia, de Athielle. Marchaba sin prisa a lomos de su caballo. En otro tiempo se hubiera solazado con el sol que resplandecía en el cielo, la brisa fresca y las praderas agrestes. Ahora, sin embargo, ni siquiera las veía. Estaba absorto en una pugna interior por vislumbrar el fulgor de una certeza entre las tinieblas que poblaban su corazón.

Desde el mismo momento en que había partido de Tor Elyr había sabido que nunca regresaría a buscar a Athielle. Finudel tenía razón, allí no tenía futuro; no había futuro al lado de Athielle. Al otro lado de las montañas, Elanardris era un montón de escombros carbonizados; su familia había sido exterminada y su pueblo masacrado u obligado a emigrar. No le quedaba nada a lo que aferrarse, nada de lo que sacar fuerzas. Como una hoja arrastrada por las aguas turbulentas de un río, Alith se dejaba llevar por una corriente de violencia y luchas, incapaz de elegir el curso ni el destino.

Alith cabalgó un día tras otro guiado únicamente por el capricho. Cazaba conejos y venados en las llanuras y permanecía alejado de las montañas; un paraje tan similar a Elanardris y que, sin embargo, no era su hogar milenario.

A veces viajaba de noche y no dormía; otras veces, deambulaba días enteros, dedicándose a la pesca y a la caza, sin avanzar al norte ni regresar al sur. No llevaba la cuenta de los amaneceres ni de los anocheceres; había perdido la noción del tiempo y no recordaba las jornadas que habían pasado desde que había abandonado Tor Elyr. Tampoco importaba.

Una tarde de cielo raso divisó un bosque extenso al nordeste y viró su montura en esa dirección. Siguió el contorno de los Annulii y enfiló hacia Averlorn, reino de la Reina Eterna.

Los árboles de Averlorn eran altos y ancestrales; crecían en la ribera opuesta del sinuoso río Arduil, que marcaba la frontera con Ellyrion. En el margen suroeste el terreno ascendía hasta las llanuras y las praderas del reino de los caballos, y la tupida masa del follaje de la arboleda ocultaba por completo la línea del horizonte; las cumbres de las montañas apenas se atisbaban más allá del extenso manto de hojas.

Alith detuvo su montura en la orilla del río y contempló el bosque penumbroso al otro lado de las aguas cristalinas. Pájaros de vivos colores revolteaban entre las ramas y emitían sonidos y ululatos estridentes sumamente desagradables. El suelo estaba poblado por criaturas peludas que olisqueaban la tierra en busca de raíces y bayas, y abejas del tamaño del pulgar de Alith recorrían zumbando las últimas flores que moteaban los árboles.

Alith se sumió en la melancolía; no era un sentimiento tan punzante como la depresión que lo asaltaba a menudo desde la batalla del Pantano Oscuro. No había amargura en su ánimo, más bien un hastío que le procuraba el mustio paisaje que se desplegaba al otro lado del río. Averlorn no era un territorio luminoso ni tampoco lóbrego; era lo que era, sin más. Aunque un aire fresco peinaba las llanuras que se extendían a su espalda, las ramas de los árboles de Averlorn permanecían quietas, estáticas y en silencio; las sombras se habían instalado allí para la eternidad.

Algunos filósofos se referían a Averlorn como la cuna de los elfos y el corazón espiritual de Ulthuan, bendecido por Isha y dominio de la Reina Eterna. Alith no albergaba ningún deseo de conocer a la misteriosa dama de Averlorn. Ya había tenido suficientes príncipes y reyes en su vida últimamente. Los caprichos del destino lo habían conducido hasta allí, hasta los límites de Ellyrion; sin embargo, no sentía ninguna inclinación por alejarse aún más. Del mismo modo que tampoco le apetecía volver sobre sus pasos, pues al sur sólo lo aguardaban conflictos y la presencia perturbadora de Athielle.

Pasó el resto de la tarde sentado, contemplando el bosque y los cambios que experimentaba a medida que el sol descendía por poniente. Las sombras se alargaban y la penumbra se hacía más profunda. A la luz del crepúsculo brillaban en la oscuridad los ojos de las fieras que miraban detenidamente al joven Anar. Las aves diurnas guardaban silencio posadas en los árboles, y sus chillidos habían cedido su lugar a los sonidos fantasmagóricos de los búhos y los chotacabras. La maleza cobraba vida con la visita de multitud de animalitos: ratones, musarañas y otras criaturas que se aventuraban por la superficie del bosque al amparo de la oscuridad.

De pronto, estalló un sonido, y un escalofrío le recorrió la espalda, más de excitación que de miedo. Era el aullido de un lobo al que rápidamente se sumaron otras voces lupinas para formar un coro. Alith se volvió en dirección al origen del ululato, pero no distinguió nada entre la penumbra de los troncos de la arboleda.

Entonces, el crujido de hojas y el chasquido de ramas atrajeron su atención, y vislumbró un destello fugaz. Una cosa blanca había saltado un arbusto y se había esfumado detrás de un árbol. Alith siguió con la mirada la ruta lógica de la criatura, que instantes después apareció ante sus ojos en todo su esplendor: un ciervo blanco.

El venado desapareció raudo, y los aullidos de los lobos sonaron más cercanos. Alith desmontó y se adentró en el río sin pensárselo dos veces, en pos del sonido, como dirigido por un instinto natural. El agua no tardó en cubrirlo demasiado para seguir caminando por el lecho y progresó nadando con poderosas brazadas. Había dejado el arco y la espada en el caballo, pero no le importó; se sentía impelido por la necesidad de seguir el ciervo.

Una brisa cálida recibió a Alith en la orilla opuesta del río mientras salía del agua valiéndose de una raíz como asidero. Los lobos andaban muy cerca, y le parecía oír cómo resollaban y el ruido que hacían las almohadillas de sus pies cuando pisaban el mantillo de broza. Alith se sumergió en la maleza sin vacilar y se adentró en Averlorn.

* * *

Enfiló en dirección al último lugar en el que había visto el venado. Corrió con ligereza a través de senderos sinuosos y franqueando raíces que emergían de la tierra. El aullido de un lobo resonó muy cerca de él, a su izquierda, y a su derecha se oyó el ululato de respuesta. Alith no hizo caso de la manada de cazadores y siguió corriendo, raudo y seguro.

La última luz del sol se desvaneció, y Alith quedó sumido en la oscuridad absoluta, pero sus ojos enseguida se acostumbraron a la penumbra y no redujo la marcha. Sentía el camino que debía seguir entre los árboles milenarios como si estuviera viéndolo. De vez en cuando vislumbraba el destello blanco delante de él y apretaba el paso, hasta que se quedaba sin aliento del esfuerzo.

Alrededor de Alith sonaban gruñidos y bufidos, pero ignoró las amenazas que representaban. Había estado buscando una señal que lo guiara, y el ciervo había aparecido ante sus ojos, de modo que estaba resuelto a averiguar de una vez por todas adonde quería conducirlo el venado.

De pronto emergió en un claro y se detuvo a trompicones. El ciervo sacudía la cabeza a unos diez pasos de él, advertido de la proximidad de los lobos. Alith miró a izquierda y derecha, y distinguió el pelaje plateado de las bestias que rodeaban el claro, el destello amarillento de sus ojos y su respiración pesada.

La manada avanzó al unísono hasta el borde del claro. Alith contó quince lobos además de los que todavía debían deambular por la periferia. El ciervo permanecía inmóvil, con los ojos completamente abiertos por el pánico y los músculos contraídos a causa del cansancio; bajó la cabeza y escarbó el suelo cubierto de broza con una pezuña.

Los lobos merodeaban con recelo entre los arbustos, sin apartar la mirada de Alith y del venado. Algunos se sentaban y los observaban pacientemente con la lengua colgándoles de la boca. Alith nunca había visto unos lobos de aquel tamaño; tenían un pelaje que alternaba el gris oscuro con un brillante tono plateado. El príncipe Anar notaba sus miradas penetrantes examinándolo, escrutándolo en busca de algún punto débil.

—Dos piernas estar perdido —bramó una voz detrás de Alith, que se dio la vuelta y se topó con un lobo descomunal adentrándose en el claro.

Era casi tan alto como el ciervo y su cruz alcanzaba la altura del pecho de Alith. Tenía un pelaje espeso y una franja negrísima que le recorría el lomo; su cola era gruesa y peluda. Mientras le hablaba, Alith se fijó en sus colmillos, largos como sus dedos y afilados como la hoja de una daga. Advirtió todo esto en un instante fugaz, pues eran los ojos de la criatura lo que atrapaba su atención; eran amarillos y refulgentes, y en su interior parecían bailar llamas anaranjadas.

—Oler a pescado —dijo otro lobo. Las bestias hablaban en la lengua de Kurnous, la misma que Alith utilizaba para conversar con los halcones de las montañas—. Ha cruzado el río.

El líder de la manada, pues eso era el lobo con el mechón negro, se adelantó otro paso y movió las orejas.

—Nuestra presa —le dijo el lobo.

Alith tardó unos segundos en comprender que estaba dirigiéndose a él. Echó un vistazo al ciervo por encima del hombro. El venado continuaba inmóvil unos pasos detrás del joven Anar; miraba a Alith y parecía tranquilo.

—Mi presa —replicó Alith—. Ciervo mío. Perseguir mucho tiempo.

El líder de la manada gruñó y dejó al descubierto sus dientes.

—¿Tu presa? Sin colmillos no haber presa.

Alith sacó su cuchillo de cazador del cinturón y lo sostuvo frente a él.

—Un colmillo —dijo—. Un colmillo afilado.

Los lobos aullaron y agitaron las colas con satisfacción. El cabecilla de la manada se acercó un poco más y se detuvo a escasos pasos de Alith, con los músculos en tensión y la cola rígida.

—Sí, tú colmillo afilado —replicó el lobo—. Nosotros muchos colmillos. Nuestra presa. Tú, presa.

El murmullo de las hojas delató que otros lobos habían ganado confianza y se acercaban al claro. Alith no tenía forma de defenderse de todos. Se volvió de nuevo al ciervo mientras su cabeza bullía tratando de decidir un plan. Entonces, recordó las palabras de Elthyrior respecto a que no debía anticiparse a los dioses, sino seguir los instintos que le habían concedido. También recordó el santuario de Kurnous, donde había visto el ciervo por primera vez; era un lugar para sacrificios, y en el altar del dios cazador se depositaban las presas. Alith le dio vueltas en la cabeza al destello negro de la runa de Kurnous en el pecho del ciervo.

Kurnous era el dios de los cazadores, no de las presas. El venado era un obsequio que Kurnous ofrecía a Alith.

—¡Mi presa! —espetó Alith.

Se abalanzó sobre el ciervo y le rodeó el cuello con el brazo izquierdo mientras le hincaba la punta del cuchillo en la runa de Kurnous y hundía la hoja hasta el fondo de su corazón. El venado dio una sacudida hacia atrás y se liberó de Alith. De la herida manaba sangre a borbotones. Dio un paso tambaleándose y se derrumbó de costado, con el lomo encorvado, y en cuestión de segundos dejó de respirar.

Un repentino coro de aullidos y gruñidos envolvió a Alith. El elfo encaró al líder de los lobos con la daga ensangrentada en la mano.

—Un colmillo. Afilado —dijo Alith, que avanzó a trancos hasta el ciervo, lo agarró de la cornamenta y le levantó la cabeza—. Mucha comida. Nuestra presa.

El lobo con el mechón negro permanecía inmóvil y con los músculos contraídos, listo para embestir a Alith. Miró el ciervo muerto y luego el cuchillo del elfo.

—¿Nuestra presa? —inquirió el lobo.

Alith soltó la cornamenta, se arrodilló junto al venado y empezó a cortar alrededor de la herida; arrancó un trozo de carne y lo arrojó hacia el lobo del mechón negro.

—Nuestra presa —repitió Alith, cortando otro pedazo de ciervo para él.

Esperó a que el cabecilla de la manada cogiera la carne y la engullera de un bocado. Alith dio un buen mordisco a su trozo; la sangre todavía tibia se deslizaba por su barbilla y se escurría entre sus dedos. Según comía sentía cómo su organismo absorbía la energía del venado y cómo despertaba sus sentidos aletargados.

Los lobos se acercaron con cautela. Alith se puso en pie con la ropa empapada de sangre. El espíritu de Kurnous rugía en su interior, le aceleraba el corazón y saboreaba la carne que masticaba.

Los lobos se cebaron en el cuerpo del ciervo blanco. Alith levantó la cabeza al cielo y aulló.

* * *

Alith despertó de repente y sintió unas bocanadas de aire cálido en la mejilla y el cuerpo caliente. Abrió los ojos y miró a su alrededor; se encontraba en una cueva penumbrosa alumbrada únicamente por la luz del amanecer que se colaba por la entrada. Estaba rodeado por la manada de lobos, cuya respiración y ronquidos resonaban suavemente en la cueva. Él yacía entre dos lobos, que estaban muy próximos pero sin llegar a rozarlo.

Todavía con el regusto salado de la sangre en la boca, se humedeció los labios resecos. Se percató de su desnudez; tenía el cuerpo cubierto de manchas carmesíes secas, igual que las manos, y sangre incrustada bajo las uñas. A su alrededor también los lobos estaban embadurnados de sangre y con el pelaje del pecho teñido de rojo.

Alith no recordaba nada de lo ocurrido la noche anterior salvo destellos bermellones, carne desgarrada y crujido de huesos. Sólo muy vagamente era capaz de rememorar el júbilo exultante que se había apoderado de él, un triunfo de la muerte que eclipsaba el placer que le hubiera deparado cualquier otra cacería. Aunque se encontraba en un lugar extraño no se sentía amenazado ni incómodo; tampoco culpable. Un rasgo de su naturaleza que subyacía en su interior había despertado de su letargo; Alith lo había liberado y ahora se exhibía por primera vez. Sentía su influjo, un alborozo salvaje y feroz que lo dominaba y que había saciado por el momento.

Se incorporó lentamente y reparó en el cinturón que aún llevaba ceñido a la cintura y en el cuchillo ajustado a él. Al otro lado de la entrada de la cueva se extendía una cortina de árboles y helechos que ocultaba lo que quedaba más allá de una docena de pasos. Oyó el murmullo de una cascada cercana y el ruido del agua le provocó una sed tremenda. Se levantó sigilosamente para no despertar a los lobos sumidos en un sueño profundo tendidos a su alrededor y los franqueó con cuidado. Se demoró unos instantes observando la mole enorme de la criatura con el mechón negro, que dormía lánguidamente despatarrado junto a una hembra en el centro de la cueva. La contemplación del líder de la manada le trajo a la memoria su enfrentamiento del día anterior, y sintió un escalofrío al comprender que en un abrir y cerrar de ojos habría estado compartiendo destino con el ciervo blanco.

Salió de la cueva y se sorprendió de no sentir frío a pesar de ir desnudo. El sol apenas se filtraba por las copas de los árboles, pero el calor que sentía emanaba de su interior. Se encaminó hacia su derecha siguiendo el ruido del agua.

El suelo que circundaba la entrada de la cueva presentaba las marcas propias de haber sido pisoteado continuamente y en el aire flotaba el hedor intenso de los lobos. La cueva era una rendija en la pared posterior de un precipicio grisáceo cubierto de hiedra y otras planeas trepadoras, y en la cumbre del risco crecían árboles cuyas raíces sobresalían de la roca. Alith siguió caminando y se topó con una charca poco profunda en la que vertía sus aguas un arroyo que se precipitaba por un surco abierto en la pared del precipicio.

Se agachó junto a la charca y sumergió las manos en el agua transparente. Estaba fría. Se refrescó la cara y la nuca, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aunque se moría de sed, se limpió del cuerpo los lamparones del sangriento banquete de la noche anterior antes de llevarse a la boca el agua recogida en el cuenco que formó con las manos. De repente, sintió un hálito cálido en la espalda y se dio la vuelta de un respingo dejando caer el agua entre los dedos.

A escasos dos pasos de él estaba Mechón Negro, escoltado por algunos lobos más. En el hocico del animal refulgían algunas gotitas. Observaba a Alith con la cabeza ladeada.

—Sol joven, temprano para levantarse —gruñó Mechón Negro—. ¿Marcharse dos piernas? —Se le erizó el pelo del lomo y paseó la lengua entre los dientes ensangrentados. Era evidente que Mechón Negro seguía con la idea de matarlo.

—Sediento —le respondió Alith, volviéndose a la charca—. No marchar.

—Tú cazar. Tú matar con manada —dijo Mechón Negro—. ¿Unir a manada?

Alith guardó silencio y durante esos segundos de vacilación Mechón Negro avanzó un paso. Alith se puso en pie, consciente de que el menor indicio de debilidad era una invitación a ser atacado. El resto de la manada observaba al elfo con curiosidad, pero Alith no advirtió ninguna animadversión en sus miradas. Sin embargo, eso era secundario, pues Mechón Negro ya representaba por sí solo un rival de enjundia si finalmente se decidía a arremeter contra él.

—Unir a manada —respondió Alith.

—¿Quién líder de manada? —inquirió Mechón Negro, adelantándose otro paso.

—Tú líder de manada —afirmó Alith.

Mechón Negro sacudió un par de veces la mandíbula y retrocedió tensando las ancas y con la cola enrollada por encima del lomo.

—¡Demuestra! —bramó el lobo.

Alith no entendió a qué se refería hasta que vio que el resto de los lobos reculaban y se alejaban de su cabecilla arrastrando la barriga por el suelo y con las orejas caídas y pegadas a la cabeza. Alith se dejó caer a cuatro patas y pegó el pecho a la broza lo mejor que supo sin desviar la mirada de Mechón Negro.

El líder de la manada se enderezó y su figura se elevó por encima de Alith. Entrecerró los ojos y miró con suspicacia al joven Anar, que mantenía la mirada clavada en los ojos del lobo sin atreverse a mover un pelo. Transcurrido un tiempo considerable, Mechón Negro relajó los músculos y retrocedió sacudiendo las orejas.

—Tú poder beber —dijo el lobo antes de dar la espalda a Alith y alejarse en dirección a la cueva.

Alith dejó escapar un suspiro de alivio y volvió a acuclillarse con el corazón a punto de salírsele del pecho.

Un lobo se destacó de la manada y se acercó a él; era una hembra con una veta plateada en el hocico. Alith se puso de nuevo en tensión ante la expectativa de un nuevo conflicto, que, sin embargo, no se produjo, pues la loba simplemente le lamió la barbilla y las mejillas, raspándole la tez con su poderosa lengua.

Alith se inclinó de nuevo sobre la charca, sumergió las manos y por fin bebió un trago de agua. Refrenó las ansias por aplacar la sed y sólo bebió un par de tragos más. Luego, se levantó y se inclinó para acariciar detrás de la oreja al lobo más cercano.

—Unir a manada —dijo el animal, agitando la cola.

Alrededor de Alith se congregaron más lobos que proferían aullidos de satisfacción y restregaban sus cuerpos peludos contra el elfo. Guiado por sus compañeros cuadrúpedos, Alith regresó a la cueva.