DIECISIETE
Un destino cruel
Alith cabalgó escoltado por Aneltain hasta el campamento caledoriano. Para entonces ya había hablado con Tharion y había averiguado que cerca de cuatrocientos de sus guerreros habían caído en la batalla y más del doble de esa cantidad habían resultado heridos de gravedad. La irrupción de los caledorianos había desequilibrado la balanza a su favor; sin embargo, los druchii habían continuado luchando con ferocidad y sólo se desmoronaron cuando el sol ya se ponía y se cernía la noche. Todo había terminado con el ejército de Anlec retirándose de regreso al paso montañoso, perseguido por los vengativos Guardianes de Ellyrion y los príncipes dragoneros.
En el campamento reinaba un ambiente de celebración. Las hogueras ardían alegremente y las canciones y las risas se propagaban entre las tiendas rojiblancas. El pabellón de los príncipes dragoneros era de una altura muy superior a la del resto de las tiendas del campamento, y el techo se sustentaba sobre tres postes descomunales, en cuyas puntas ondeaban las banderas de Caledor.
Según iban desmontando los oficiales frente a la puerta abierta de la imponente tienda, aparecían guerreros para llevarse sus caballos. Cuando Alith entró, se topó con una muchedumbre de elfos, tanto caledorianos como ellyrianos, que mantenían animadas conversaciones con un brillo en la mirada y los rostros rubicundos por la victoria y el vino. Los cuatro príncipes dragoneros eran agasajados en el centro del pabellón, todavía embutidos en sus armaduras salpicadas de sangre. Junto a ellos se encontraban Athielle y Finudel, con los rostros iluminados por sendas sonrisas.
Alith atrajo todas las miradas mientras se encaminaba hacia ellos, pero el joven Anar sólo se percató de la reacción de Athielle, que torció el gesto con desagrado y se apartó dejando a su hermano entre ambos. Antes de que el joven Anar abriera la boca, uno de los caledorianos se le adelantó.
—¿A quién tenemos aquí? —exclamó con una voz profunda y en un tono de bienvenida el príncipe, examinando a Alith descaradamente con sus penetrantes ojos azules.
—Soy Alith de Anar, príncipe de Nagarythe.
—¿Un naggarothi? —inquirió el caledoriano, que enarcó una ceja con suspicacia y reculó ligeramente apartándose de Alith.
—Es un aliado, Dorien —aclaró Finudel—. Me temo que de no haber sido por las acciones de Alith nos habríais encontrado muertos.
El príncipe caledoriano ladeó la cabeza y miró con desdén al joven elfo. El señor de Anar le respondió con una mirada igualmente preñada de desprecio.
—Alith, os presento al príncipe Dorien —dijo Finudel, rompiendo el incómodo silencio que se había instalado entre los grupos de elfos vecinos—. Hermano menor del Rey Caledor.
Alith no hizo el más leve gesto y siguió con la mirada clavada en los ojos de Dorien.
—¿Dónde está Elthyrior? —preguntó Athielle, pasando por delante de su hermano. Alith desvió la mirada del caledoriano para posarla en ella—. ¿Dónde estará?
—No lo sé —respondió Alith, meneando la cabeza—. Va donde Morai-Heg le indica. Los heraldos negros recogieron a sus muertos y desaparecieron en el Athelian Toryr. Puede ser que nunca más volváis a verlo.
—¿Anar? —dijo otro de los caledorianos—. Me suena ese nombre. Se lo oí mencionar a los prisioneros que capturamos en Lothern.
—¿Y qué decían? —preguntó Alith.
—Que los Anar habían marchado con Malekith y se habían enfrentado a Morathi —respondió el príncipe, tendiéndole una mano—. Me llamo Thyrinor. Y os doy la bienvenida a nuestro campamento, aunque mi temperamental primo no esté de acuerdo conmigo.
Alith estrechó de inmediato la mano que le ofrecía. Dorien se alejó refunfuñando y pidiendo más vino. Alith lo siguió con la mirada mientras se confundía entre la multitud y se percató de su cojera.
—Está de mal humor —señaló Thyrinor—. Creo que se ha roto la pierna, pero se niega a que los curanderos se la examinen. Aún sigue con la tensión de la batalla. Mañana se le habrá pasado.
—Os agradecemos enormemente el apoyo que nos habéis prestado —dijo Athielle—. Vuestra aparición ha superado nuestras expectativas más optimistas.
—Hace cuatro días nos llegaron noticias de que los druchii estaban atravesando el paso y partimos sin demora —explicó Thyrinor—. Lamento no poder permanecer aquí, pues requieren nuestra presencia en Cracia. El enemigo ya ha atravesado las montañas, y el rey se embarca con su ejército para interceptarlos en Cothique. Mañana continuaremos hacia el norte, y luego cruzaremos Averlorn para atacar a los druchii desde el sur. Hoy hemos cosechado una victoria importante, y Caledor reconoce el sacrificio que ha supuesto para el pueblo de Ellyrion.
Alith reprimió un resoplido de desdén y se volvió para ocultar su gesto de indignación. ¿Qué sabrían ellos de sacrificio?
—¿Alith? —dijo Athielle.
El señor de Anar sintió la presencia de la princesa detrás de él y se volvió para encararla.
—Disculpad —dijo Alith—. No puedo compartir vuestro entusiasmo por la victoria de hoy.
—Pensaba que la muerte de Kheranion os haría feliz —señaló Finudel, acercándose a su hermana—. ¿No os habéis cobrado la venganza por lo que hizo con vuestro padre?
—No —respondió Alith a media voz—. Kheranion tuvo una muerte rápida.
Athielle y Finudel guardaron silencio, sorprendidos por la respuesta de Alith. El príncipe ellyriano le tendió la mano con una copa de vino que el naggarothi aceptó a regañadientes.
—No hemos logrado muchas victorias —dijo el caledoriano, levantando su copa a modo de brindis hacia Alith—. Os agradezco vuestro esfuerzo y el de vuestros guerreros. Estoy seguro de que si el rey estuviera aquí, haría lo mismo.
—No lucho para obtener vuestros elogios —repuso Alith.
—Entonces, ¿para qué lucháis? —inquirió Thyrinor.
Alith no respondió inmediatamente; sintió el contraste entre el frío gélido de su corazón y el calor que a su lado desprendía Athielle. Se volvió a la princesa y admirarla le proporcionó una pizca de sosiego.
—Perdonadme —dijo Alith, obligando a sus labios esbozar una leve sonrisa—. Estoy cansado. Mucho más cansado de lo que podríais imaginar. Ellyrion y Caledor luchan por su libertad, y yo no debería juzgaros por actos de los que no sois responsables.
Tomó un sorbo de vino. El licor era seco, casi insípido, pero fingió una mueca de agrado. Alzó la copa junto a la de Thyrinor y miró a los ojos al príncipe caledoriano.
—¡Por que salgáis victorioso de todas vuestras batallas y por el fin de la guerra! —brindó Alith, que observó la reacción de Athielle con el rabillo del ojo. Pero la expresión de la princesa, con la frente ligeramente arrugada y la boca fruncida, era inescrutable.
—Me parece que ya os hemos importunado bastante —dijo Finudel, dando un golpecito en el brazo a su hermana para que lo acompañara.
Athielle lanzó una última mirada a Alith y se dejó guiar por su hermano entre la multitud de nobles caledorianos.
Alith se volvió a Thyrinor.
—¿Lucharéis hasta el final a pesar de los pronósticos? —preguntó Alith—. ¿Vuestro rey está dispuesto a dar su vida por la libertad de Ulthuan?
—Lo está —respondió Thyrinor—. ¿Creéis que sois el único que tiene razones de peso para luchar contra los druchii? Si es así, estáis equivocado, muy equivocado.
El príncipe caledoriano dejó a Alith sumido en sus pensamientos y salió en busca de su primo. Alith permaneció inmóvil un rato, mirando fijamente su copa de vino. El color carmesí del brebaje le recordaba la sangre, cuyo regusto amargo todavía tenía en la lengua. Sintió ganas de soltar ahí mismo la copa y marcharse, poner entre él y esos nobles de Ellyrion y Caledor toda la distancia que le fuera posible. Sí, combatían a los druchii y despotricaban contra ellos con sus palabras ampulosas, pero no entendían nada. Ni uno solo de ellos sabía de verdad a qué estaban enfrentándose.
Disimulando su desprecio paseó la mirada entre los elfos congregados en el pabellón y reconoció una cara familiar: Carathril. El heraldo permanecía en cierto modo apartado de los demás y con una expresión de incomodidad en el rostro. Los ojos de Carathril se cruzaron con los de Alith, y el heraldo le hizo un gesto para que se acercara a él.
—Sois la última persona que esperaba encontrar aquí —dijo Alith mientras Carathril señalaba un banco y se sentaba.
Alith siguió de pie.
—Parece que el destino ha querido que sirva como heraldo al nuevo rey —respondió con gravedad Carathril.
—¿Y lo hacéis con agrado?
El rostro de Carathril adquirió un gesto meditabundo mientras reflexionaba su respuesta.
—Es un elfo de acciones, no de palabras. Como comandante de nuestros ejércitos no querría otro que no fuera él.
—¿Y cuando termine la guerra?
—No nos adelantemos a los acontecimientos —respondió Carathril—. No tiene sentido preocuparse por un futuro tan incierto como el nuestro. Alith, haríais bien en aliaros con Caledor. Es fuerte y resuelto en extremo. Con su ayuda podríais recuperar Nagarythe.
—He aprendido mucho de las durísimas lecciones que he recibido estos últimos años —dijo Alith—. Un rey ya no puede gobernar sin contar con el poder acumulado por otros, como una nube no puede moverse en contra de la voluntad del viento. Confiamos en Malekith y no pudo hacer nada para atajar la ignominia cometida con la Casa de Anar. Pusimos nuestras vidas en manos de Bel Shanaar y nos falló. Ya no tengo tiempo para reyes.
—No estaréis planteándoos enfrentaros al Rey Caledor, ¿verdad? —preguntó Carathril con auténtico pavor.
—¿Queréis que os sea sincero? No lo sé —respondió Alith, encogiéndose de hombros—. Mi única preocupación es el futuro de Nagarythe. Vuestro rey y sus príncipes pueden hacer lo que les venga en gana. Soy el último príncipe leal de Nagarythe y restableceré la ley de los justos en mi reino. Caledor carece de todo influjo entre los naggarothi; sólo uno de los suyos puede liderarlos.
* * *
Los caledorianos marcharon hacia el norte encabezados por Dorien. Alith prefirió quedarse en Ellyrion. La batalla había causado estragos en su ejército e incluso él se daba cuenta de que todavía no estaban en disposición de volver a entrar en combate. Con el beneplácito de Finudel y Athielle, los naggarothi establecieron un campamento en las llanuras, no muy lejos de Tor Elyr, donde pasaron todo el invierno recuperando las fuerzas.
La conversación con Carathril había dejado un poso de incertidumbre en Alith. En ella se habían planteado muchas preguntas para las que aún no había encontrado respuesta. ¿Dónde lucharía? ¿Qué causa defendería?
Era evidente que no podía postrarse ante un caledoriano por mucho que todo el mundo se deshiciera en elogios hacia el nuevo Rey Fénix. La rivalidad entre Nagarythe y Caledor databa de tiempos inmemoriales, y se alimentaba de la desconfianza que se había instalado en el subconsciente de los habitantes del reino meridional. La debacle de Bel Shanaar le demostraba que el título de Rey Fénix no tenía ningún valor. Para Alith luchar en defensa de la corona de un rey extranjero era lo mismo que dar la vida por una brizna de hierba o la hoja de un árbol.
Tampoco le preocupaba —si alguna vez pensaba en ellos— el destino de los tiranocii. Ellos mismos habían sembrado las semillas de su tragedia, y la debilidad de sus líderes había propiciado la ocupación del reino. Durante el reinado de Bel Shanaar, Tiranoc había disfrutado de su estatus, y sus príncipes y nobles habían aprovechado su posición para acrecentar su poder y sus riquezas. Ahora que Bel Shanaar había muerto volvían la vista al este y al sur para que un Rey Fénix de Caledor los rescatara. No se le escapaba la caída en desgracia de Tiranoc, pero no sentía ninguna lástima por ellos.
Ellyrion era otra cosa. Los ellyrianos habían luchado contra los druchii y habían sufrido las consecuencias de su oposición con miles de muertos en el campo de batalla. Además, Alith era lo suficientemente autocrítico como para admitir que su consideración hacia Ellyrion se debía en parte a sus sentimientos por Athielle. Aun así, Ellyrion no era su hogar. Se sentía incómodo en las vastas llanuras del reino, totalmente expuesto bajo el cielo raso.
Mientras los heridos se recuperaban y Tharion se afanaba en la reorganización de los regimientos, Alith disfrutaba de la única compañía de sus pensamientos. A veces cabalgaba hasta los Annulii y paseaba por las estribaciones de la cordillera meditando sobre su destino. Albergaba la esperanza de encontrar a Elthyrior, pero el heraldo negro no aparecía.
Sin rumbo y dejándose guiar por sus pasos, Alith se torturaba con el recuerdo de Elanardris envuelto en llamas, de su padre muerto y de las torturas que, sin duda, habría sufrido su abuelo en las mazmorras de Anlec. El joven Anar no hallaba consuelo en ninguna de las decisiones de futuro que se le ocurrían; no concebía para sí mismo ningún destino que le deparara las respuestas que perseguía.
Cuando el verano llevó a Ellyrion sus cálidas temperaturas y su belleza, Alith experimentó un cambio en su humor. El fulgor del sol y el verdor de las praderas orientaron sus pensamientos hacia Athielle, y sintió unas ganas irrefrenables de volver a verla y saber cómo le iban las cosas. Del mismo modo que había dudado de sus sentimientos en aquella ocasión en los jardines con Milandith, Alith se preguntó si lo que sentía por la princesa también era un síntoma de debilidad.
* * *
Cabalgó solo a la capital con una mezcla de renuencia y excitación. Había enviado un mensaje a Athielle y Finudel en el que les expresaba su deseo de hablar del progreso de la guerra. En realidad, la guerra como conflagración general en Ulthuan era un asunto irrelevante para el señor de Anar. Ninguno de los bandos enfrentados había cosechado una gran victoria ni había sufrido una derrota aplastante. Sólo se habían librado dos batallas desde el episodio en las llanuras de Ellyrion, ambas en las fronteras del reino de Cracia, hostigado por los druchii. Daba la impresión de que por ahora los contendientes se conformaban con mantener las posiciones y fortalecer sus ejércitos.
Alith fue recibido sin excesiva ceremonia, tal como había solicitado en su misiva. Los criados de Finudel se reunieron con él en la entrada de Tor Elyr y lo acompañaron en silencio hasta los palacios centrales. Una pequeña delegación con Aneltain a la cabeza aguardaba al señor de Anar en el anfiteatro, y tras su llegada, lo condujeron hasta una sala circular en el ala norte del palacio.
Finudel estaba sentado solo en un rincón de la estancia. La sala estaba ocupada por una serie de filas de bancos curvados preparados para las audiencias. Unas ventanas altas permitían que los haces de rayos de sol se precipitaran en el interior, formando un arco iris en el suelo blanco. Entre las ventanas había colgados estandartes de los Guardianes —hechos jirones y mugrientos—, que honraban la memoria de aquellos que habían dado su vida en la guerra. Alith no los pudo contar; había cientos, quizá miles, y cada uno de ellos homenajeaba la muerte de un guerrero valeroso.
Finudel levantó la mirada, sonriente, cuando el grupo hizo su entrada. Iba vestido con una ligera túnica blanca decorada con intrincadas líneas bordadas con hilo azul y dorado que evocó en Alith la imagen del sol naciente reflejado en las olas. Finudel se levantó y saludó a su invitado con una leve sacudida de la cabeza.
—Bienvenido, Alith —dijo el príncipe—. Espero que os encontréis bien de salud.
—Así es —respondió Alith, que recorrió la sala con la mirada, confundido—. ¿Dónde está Athielle?
La sonrisa se esfumó de los labios de Finudel e indicó a Aneltain y a los demás que abandonaran la sala. Cuando se hubieron ido, hizo un gesto a Alith para que se sentara en un banco frente a él. Alith obedeció, arrugando la frente.
—¿Y la princesa? Deseaba hablar con ambos.
—No creo que eso sea acertado —repuso Finudel.
—¿Eh?
Finudel se volvió hacia la ventana más cercana y permaneció con la vista perdida en ella unos instantes, sin duda incómodo por lo que estaba a punto de decir. Cuando miró de nuevo a Alith, su mandíbula estaba tensa, aunque sus ojos desprendían compasión.
—Sé que, en realidad, habéis venido a ver a mi hermana —dijo el príncipe ellyriano, midiendo cada una de sus palabras y pendiente del rostro de Alith para no perderse su reacción—. Me he dado cuenta de cómo la miráis, y me sorprende que os hayáis mantenido tanto tiempo alejado de Tor Elyr.
—Mis obligaciones como… —empezó a decir Alith, pero Finudel lo interrumpió.
—Os imponéis vos ese sacrificio —dijo Finudel—. Consideráis que vuestros sentimientos por Athielle son una prueba de debilidad, una distracción. Albergáis dudas, sobre vos y sobre ella. Es natural.
—Estoy seguro de…
—¡Dejadme acabar! —espetó Finudel de manera brusca, aunque no exento de afabilidad. Alzó un dedo para enfatizar sus palabras y añadió—: Athielle también está prendada de vos, Alith.
Alith sintió un cosquilleo en el estómago al oír aquellas palabras, las vibraciones de un sentimiento enterrado durante mucho tiempo: esperanza.
—Ella nunca reconocerá el objeto de sus pensamientos, ni siquiera a mí, pero es evidente que quiere volver a veros —continuó Finudel—. Sin duda, se le ha metido en la cabeza la majadería de que ambos podríais tener una especie de futuro juntos.
—¿Por qué lo consideráis una majadería? —preguntó Alith.
—Porque vos no la merecéis —respondió Finudel, con una expresión apenada pero firme en el rostro.
—Permitidme que os recuerde que soy príncipe de Ulthuan —espetó acaloradamente Alith—. Aunque me hayan arrebatado mis tierras algún día restituiré la gloria de Elanardris. No hay un solo príncipe en toda la isla que no haya sufrido alguna desgracia o no haya visto su posición debilitada por culpa de la guerra.
Finudel meneó la cabeza.
—No hablo de títulos, tierras ni poder. Sois vos quien no merece a mi hermana. ¿Qué podéis ofrecerle? ¿Queréis llevarla a Nagarythe, una tierra gris y fría? ¿Pedirle que deje a su pueblo y se sume al vuestro? ¿Estaríais dispuesto a dejarla aquí, en Tor Elyr, mientras vos continuáis esa vorágine vengativa en la que os habéis embarcado? ¿Queréis que pase sus días deambulando por este palacio, suspirando por vuestro regreso, siempre con la duda de si estaréis vivo o muerto?
Alith abrió la boca para refutar aquellas acusaciones, pero Finudel se le adelantó.
—¡No he acabado! Podéis seguir otro camino. Es evidente que a Athielle no le importa lo más mínimo la merma de vuestro poder o que hayáis perdido vuestras tierras y vuestros súbditos. Sois vos lo que ama. A veces me cuesta entenderla. Quizá la atracción que sentís el uno por el otro se deba a que sois el día y la noche. ¿Quién comprende los intrincados caminos por los que nos llevan nuestros corazones? Si sentís lo que yo creo que sentís, tenéis que preguntaros qué estáis dispuesto a sacrificar por ella.
—Daría la vida por vuestra hermana —dijo Alith para su propia sorpresa.
Finudel se limitó a sacudir la cabeza.
—No. Lo que vos daríais por ella es vuestra muerte. No es lo mismo —repuso el príncipe ellyriano—. ¿Renunciaríais a vuestro título de príncipe de Nagarythe? ¿Viviríais en Ellyrion? Os aferráis a la venganza como un niño se aferra a su madre, para llenar algún tipo de vacío. ¿Aceptaríais olvidar los macabros recuerdos que os acosan y que alimentan vuestras ansias de dar muerte a vuestros enemigos? Dudo incluso de que pudierais hacerlo aunque lo desearais.
—No puedo cambiar quien soy —dijo Alith.
—¿No podéis, o no queréis?
Alith se puso de pie y se alejó unos pasos, frustrado por las palabras de Finudel.
—¿Qué derecho tenéis de pedirme todo eso? —inquirió el príncipe naggarothi.
—No lo pido para mí, sino para mi hermana —respondió Finudel con suavidad—. No me digáis que nunca os habíais planteado estas cuestiones. Estoy seguro de que no estáis tan obsesionado con esa sed de sangre vuestra como para no haber reflexionado sobre cómo encajaría el futuro de Athielle en el vuestro.
Alith apretó los dientes, pero su enfado no era con Finudel sino consigo mismo. Las palabras y las dudas del príncipe ellyriano simplemente daban voz a un terror persistente que lo había acompañado desde la primera vez que había visto a Athielle.
—Me pedís que tome una decisión que me resulta imposible —dijo Alith—. Por lo menos no aquí; no ahora.
—Ya habéis tomado una decisión —dijo Finudel—. Simplemente necesitáis averiguar de qué lado está vuestro corazón. Os he preparado unas dependencias. Podéis quedaros el tiempo que deseéis siempre y cuando no intentéis contactar con Athielle ni verla. Sería una crueldad alentar sus esperanzas si no tenéis intención de cumplirlas.
—Os agradezco vuestra hospitalidad, pero creo que no puedo permanecer tan cerca de Athielle sin verla. Si deseara encontrarme con ella, dispongo de los medios para hacerlo pese a vuestras precauciones y todos vuestros centinelas. No quisiera obrar en contra de vuestros deseos y no me siento capaz de renunciar a verla, de modo que me marcharé.
Alith abandonó la sala y encontró a Aneltain esperándolo al otro lado de la puerta.
El ellyriano, habitualmente parlanchín y preguntón, guardó silencio cuando vio el gesto turbado del señor de Anar. Pidió que trajeran su caballo del establo, y ambos lo esperaron en silencio.
El príncipe naggarothi montó, se volvió a Aneltain y le tendió la mano para despedirse de él. El ellyriano la estrechó con firmeza y le dio una palmada en el brazo.
—Tengo la sensación de que no volveré a veros en mucho tiempo, Alith; quién sabe si nunca —dijo Aneltain.
—Quizá tengáis razón —repuso Alith—. Cuidad del príncipe y de la princesa, y cuidaos vos. Aunque no pueda vanagloriarme de ser vuestro amigo, os deseo toda la suerte del mundo en los oscuros tiempos que nos esperan. Conservad las fuerzas y cuando disfrutéis del sol y la luz, acordaos de los que moramos en las tinieblas. Debo partir, las sombras me reclaman.
Alith se alejó sin volver la vista atrás, ni a Aneltain ni al palacio que acogía a Athielle. ¿Se asomaría a su ventana en lo alto de la torre para ver cómo se iba? ¿Estaría en el umbral de una puerta contemplando su marcha, sin percatarse quizá de que no tenía ninguna intención de volver?
«Probablemente, no», se dijo Alith, riendo con amargura. Había acudido a Tor Elyr empujado por una fantasía, por el destello de un sueño, pero los argumentos de Finudel eran incontestables. No podía abandonar las sombras mientras hubiera druchii, y no arrastraría a Athielle a las tinieblas. Sencillamente, el amor no formaba parte de su futuro.
Sólo el vacío perduraba en su interior.