DIECISÉIS
Sangre en las llanuras
Alith fue recibido con vítores en el campamento naggarothi. Sin embargo, el entusiasmo de sus seguidores se disipó rápidamente cuando repararon en el semblante adusto de su señor. El joven Anar reconoció buena parte de los rostros de quienes salían de las tiendas y acudían en masa a recibirlo. Los antiguos miembros de los Sombríos Anraneir y Khillrallion se encontraban entre ellos; también Tharion, Anadriel y varios más que habían luchado en la batalla del Pantano Oscuro. Todos parecían alegrarse de verlo, aunque tenían un aire ausente, como fantasmagórico.
—Estábamos preocupados por vos, señor —dijo Anraneir—. Cuando desaparecisteis de Elanardris, temimos que hubierais muerto, o que os hubiera ocurrido algo peor.
—Pues no andabais desencaminados —repuso Alith—. Si bien sigo vivo, mi sufrimiento es aún mayor a causa de ello.
Algunos capitanes se miraron turbados por las palabras de su señor, pero guardaron silencio.
—¿Cuáles son vuestras disposiciones, alteza? —preguntó Tharion.
Alith se quedó pasmado de que uno de los amigos más íntimos de su padre, alguien que había luchado codo con codo con Eothlir en las colonias, requiriera su liderazgo. Se tomó un tiempo para meditar la respuesta.
—Hemos de luchar hasta el último aliento, y con ese postrer hálito de vida expeler el odio que profesamos a los druchii.
* * *
Las huestes enfilaron hacia poniente en dirección al Paso del Águila. Varios centenares de caballeros formaban la avanzada que debía localizar la posición exacta del enemigo. Los naggarothi marchaban junto a los lanceros y arqueros de Ellyrion, y Alith con ellos, pues había preferido ir a pie al lado de sus guerreros que a caballo con Finudel y Athielle.
Cuando faltaban dos días para alcanzar el paso, regresaron los exploradores con información sobre el ejército druchii. Alith fue requerido para que se reuniera con los príncipes ellyrianos con el fin de decidir una estrategia. Los señores y la dama se reunieron pasado el mediodía, mientras el ejército hacía un alto en la marcha por el margen sur del río Irlana para recuperar fuerzas. Los comandantes deliberaban bajo una carpa azul y dorada en tanto se refrescaban con el agua del río y con la fruta traída de los huertos que se extendían a una considerable distancia al sur.
—Nos superan en número, eso es evidente —dijo el príncipe Aneltain.
Alith lo había conocido durante el regreso de la fatídica expedición a Ealith hacía ya más de veinticinco años. Habían sido los guerreros de Aneltain quienes habían formado la fuerza de vanguardia, y el príncipe traía noticias inquietantes.
—Tienen al menos cuarenta mil soldados de infantería y otra decena de miles de caballeros. Pocos sectarios; la mayoría son soldados aguerridos de Anlec.
—Eso supera en más de diez mil los guerreros que hemos conseguido reunir nosotros —señaló Athielle, y que dio un mordisco a uña manzana roja con el gesto pensativo.
—En efecto, pero nosotros los superamos en caballería —repuso Finudel—. Tenemos el doble de caballeros.
—Pero los suyos son caballeros de Anlec, no Guardianes de Ellyrion —puntualizó Alith—. No podéis medir sus fuerzas únicamente por su número.
—Ya, pero los Guardianes de Ellyrion van armados con arcos —replicó Finudel—. Y montan corceles más veloces. Los caballeros druchii no nos atraparían ni aunque nos persiguieran día y noche durante todo un año.
—No necesitan atraparnos, hermanos —repuso Athielle, que se acabó la manzana y arrojó el corazón de la fruta a su caballo, Crin Plateada—. El enemigo sabe que en algún momento tendremos que posicionarnos para proteger Tor Elyr.
—¿Por qué? —inquirió Alith. Sus interlocutores se volvieron perplejos hacia él—. ¿Por qué hay que proteger Tor Elyr?
—Tenemos cincuenta mil súbditos viviendo allí —respondió Finudel, en un tono ligeramente irritado—. No podemos abandonarlos al antojo cruel de los druchii.
—Entonces, evacuadlos —dijo Alith—. Sacad a vuestro pueblo de la ciudad por tierra y por mar. Al fin y al cabo, no es más que un montón de piedras y madera. ¿Para qué echaros esa carga a la espalda cuando disponéis de un ejército tan ágil?
—Ése no es el problema —repuso Athielle—. Si bien la mayoría podemos huir de los druchii a caballo, ni siquiera en Ellyrion hay suficientes corceles para todos. La mitad de nuestro ejército marcha a pie.
—Que se refugien en el Athelian Toryr. El enemigo no los seguirá allí de buen grado.
—¿Que se refugien? —espetó Finudel—. ¿Queréis que demos vía libre a los druchii para que arrasen nuestras tierras y nos dejen en la indigencia y sin hogar?
—Siempre será mejor que convertirse en pasto para los cuervos —replicó Alith—. Mientras sigáis vivo, podréis luchar.
—No huiremos como cobardes —dijo Athielle—. Muchos han obrado así, y luego han tenido que pagar el precio. Lo único que conseguimos demorando nuestro ataque es fortalecer a los naggarothi.
Alith se encogió de hombros.
—Entonces, lucharemos —repuso el joven príncipe Anar—. Deberíamos atacar antes de que abandonen el Paso del Águila, donde el considerable número de sus efectivos supone una desventaja. Preparadles una emboscada desde las colinas, atraedlos hasta vuestros aceros y rodeadlos.
—Un valle sembrado de rocas no es un lugar idóneo para la caballería —señaló Atheltain—. Perderíamos nuestra ventaja.
—Nos enfrentaremos a ellos en campo abierto y lucharemos como ellyrianos —declaró Finudel.
—Es evidente que ya habéis tomado una decisión —gruñó Alith—. Nada de lo que diga os convencerá de que estáis cometiendo un error. ¿Para qué me habéis pedido que viniera si no os interesa mi consejo?
—Pero ¿quién sois vos para decirnos lo que hemos de hacer? —espeto Finudel—. No sois más que un príncipe desposeído; un vagabundo sin más pertenencia que el odio.
—Si deseáis un destino como el mío, obrad como habéis decidido —gruñó Alith—. Cabalgad hacia la gloria con vuestros estandartes ondeando al viento y al ritmo de los cuernos. ¿Creéis que porque hayáis derrotado a los druchii en otras ocasiones hoy no se os escapará la victoria? Ellos no luchan en vuestros mismos términos y os vencerán. Y a menos que no los aplastéis, que no los exterminéis por completo, no descansarán. Morathi los dirige, y el temor que inspira en los oficiales druchii es de lejos mucho mayor que el pueden inspirarles vuestros caballeros y vuestras lanzas. ¿Tenéis magos para contrarrestar sus hechizos? Si al cabo vencéis y emprenden la huida, ¿estaríais dispuestos a perseguirlos y a matarlos por la espalda mientras corren? ¿Vuestros nobles corazones os permitirán masacrarlos y asesinarlos a sangre fría para que nunca más regresen?
—No pueden vencerse las tinieblas con más tinieblas —repuso Athielle—. ¿No recordáis lo que os dije en Tor Elyr? Hemos de derrotar a los druchii porque repudian la paz y desprecian la vida. Si nos convertimos en lo mismo, perderemos aquello por lo que luchamos.
—¡Necios! —espetó Alith—. Yo no participaré en esta locura. Los auténticos naggarothi ya han pagado el precio por creer que podían enfrentarse cara a cara con Anlec. Los cadáveres de mi madre y de mi padre son el testimonio de ese error.
Alith salió como un vendaval de la carpa, disgregando a los ellyrianos a su paso, y cruzó a trancos el campamento haciendo oídos sordos a las voces que prorrumpían a su estela. La desesperación y la rabia pugnaban en su interior; desesperación porque los ellyrianos morirían, y rabia porque los druchii cosecharían una importante victoria.
* * *
Los capitanes de Alith se congregaron en tomo a él en cuanto penetró en el campamento naggarothi. Inmediatamente se percataron de la crispación del príncipe y lo siguieron en silencio mientras atravesaba las filas de tropas en dirección a su tienda. Alith les dio el alto con la mirada y se agachó para introducirse en el pabellón. Ya en el interior permaneció sentado escuchando los cuernos ellyrianos que anunciaban la reanudación de la marcha. El suelo tembló con las pisadas de los caballos y los soldados que formaban a las órdenes de Finudel y Athielle. «Déjalos que marchen hacia una muerte sin sentido», dijo para sus adentros.
Fue Khillrallion y no otro quien reunió el valor necesario para enfrentarse al humor sulfurado de su señor y se plantó con gesto calmoso en el umbral de la tienda, con las manos enlazadas en la espalda.
—Los ellyrianos han levantado el campamento, alteza —dijo con suavidad.
Alith guardó silencio.
—¿Queréis que realicemos los preparativos para reemprender la marcha también?
Alith levantó la mirada hacia Khillrallion.
—Los seguiremos en la retaguardia —repuso—. Si nos piden ayuda, no se la negaré.
Khillrallion asintió y se marchó, dejando a Alith absorto en sus turbadores pensamientos.
* * *
Finudel y Athielle decidieron establecer su posición en las praderas de Nairain Elyr, a menos de un día de marcha de la boca del Paso del Águila, en el punto donde el cauce del Irlana, procedente de las montañas, se ensancha y hace un meandro para torcer hacia el norte y seguir su curso por el este en dirección al Mar Interior. Los ellyrianos situaron la infantería a la derecha, con el flanco protegido por el río, mientras que la caballería se posicionó a la izquierda, donde gozaban de la libertad que ofrecían los vastos campos que se extendían hacia el sur. Alith montó el campamento de su exigua fuerza —cuatro mil guerreros— un poco más al sur. El príncipe se recluyó en su tienda y se negó a recibir a sus oficiales.
El día siguiente, al amanecer, Tharion lo despertó.
—Hay un ellyriano que desea veros —dijo el capitán.
Alith asintió con la cabeza e hizo un gesto para que le llevara el mensajero al interior del pabellón. Instantes después regresó Tharion con Aneltain a su estela. Alith le saludó inclinando ligeramente la cabeza, pero no se levantó del catre.
—Nuestros exploradores han divisado a los druchii —anunció el ellyriano—. Nos alcanzarán antes del mediodía.
—¿Seguís empeñados en enfrentaros a ellos en el campo de batalla? —inquirió Alith.
—No queda más remedio —respondió Aneltain.
—Ordenad a vuestra infantería que vadee el río y llevad la caballería hacia el este —repuso Alith con brusquedad—. Ahí tenéis una alternativa a desperdiciar vuestras vidas en un gesto inútil.
—Sabéis que no nos retiraremos —dijo Aneltain, que dio un paso al frente. Tenía una expresión implorante en el rostro—. Si os unís a nosotros en la batalla, podríamos conseguir la victoria.
—Cuantro mil lanzas y arcos no ganarán esta batalla, aunque sean naggarothi.
—Entonces, prometed al menos que aguantaréis esta posición —suplicó Aneltain—. Dad garantías a Finudel y Athielle de que defenderéis el flanco sur.
Alith miró cejijunto a Aneltain, percatándose de la acusación implícita en su petición.
—Juré defender Ellyrion como si fueran mis propias tierras —replicó con acritud Alith—. Yo no hago ese tipo de juramentos a la ligera. Aunque no comparta la decisión que habéis tomado, no abandonaré a mis aliados.
Aneltain, visiblemente aliviado, se inclinó en señal de agradecimiento.
—Recuerdo una vez en la que fui yo quien acudió en auxilio de los Anar. Me alegra comprobar que entonces no cometí un error.
Alith se levantó de la cama y avanzó a grandes zancadas hasta Aneltain sin desviar la mirada de los ojos de su interlocutor.
—¿Acaso pensáis que os debo ese favor? —gruñó Alith—. ¿Creéis que me siento en deuda?
Aneltain reculó amedrentado por la agresividad de Alith y su semblante rebosante de gratitud se tornó en un gesto contraído por la ira.
—Si vos no os sentís en deuda, no seré yo quien exija cobrarla —espetó, enfurecido, Aneltain—. Si no os importa que murieran aguerridos ellyrianos, y cracianos e yvressianos, para restituir a Malekith en su trono, entonces deberías pararos a considerar a favor de quién queréis luchar en realidad.
—¡Yo no lucho a favor de nadie! —rugió Alith, obligando a Aneltain a recular a trompicones hacia la puerta de la tienda—. ¡Mi única lucha es contra los druchii!
Aneltain le arrojó una mirada cargada de odio y se marchó pidiendo a gritos que le trajeran su caballo. Tharion miró con severidad a su príncipe.
—¿Queréis dejarnos sin aliados? —espetó el veterano capitán.
—Es mejor no tener aliados a que éstos sean un problema —replicó Alith, dejándose caer de nuevo en la cama—. Hablan de honor y de gloria como si eso tuviera algún valor. No entienden la naturaleza del enemigo al que se enfrentan y seguirían sin hacerlo aunque lo miraran a la cara una docena de veces. Lo único que conocen los druchii es el miedo, y el miedo es un arma que nosotros también podemos utilizar si queremos. Morathi y sus oficiales no temen las cargas de caballería ni las ráfagas de flechas. No. Sólo las mismas tinieblas que han liberado dominan sus movimientos y los despiertan en las frías horas previas al amanecer. Lanzan miradas asustadas por encima del hombro para ver quién empuña el cuchillo por ellos. El miedo los mantiene más unidos que la lealtad, y será el miedo lo que utilizaremos para aniquilarlos.
Tharion arrugó la frente con recelo mientras meditaba unos instantes en las palabras del príncipe.
—¿Y vos qué teméis, Alith?
—Nada. No se me puede infligir dolor que no conozca ya. No hay mayor tormento que los recuerdos que me asedian todos los días. No pueden arrebatarme nada porque ya nada me queda, salvo esta existencia que me hiere cada vez que respiro. No busco la muerte, pero no temo el momento de ser enviado a Mirai, pues allí me reuniré con mi familia y me vengaré de sus asesinos. Mi odio prevalecerá aun más allá de la vida.
Tharion se estremeció y se dio la vuelta sobrecogido por la mirada del príncipe.
* * *
Alith contemplaba los ejércitos de ambos bandos desde el borde del campamento naggarothi. Los druchii avanzaban mientras las largas filas plateadas, blancas y azules de los ellyrianos aguardaban en sus posiciones la embestida de las huestes brunas. Los corceles blancos piafaban y relinchaban compartiendo la agitación de sus jinetes. Un centenar de estandartes ondeaban prendidos de los mástiles plateados y los cornetas se llevaron los cuernos dorados a los labios para emitir notas desafiantes.
Los Guardianes de Ellyrion se dividieron en dos escuadrones, uno liderado por Finudel y el otro por Athielle. La princesa montaba a Crin Plateada a la cabeza del grupo más cercano a Alith. Su larga cabellera revoloteaba sacudida por el viento y su esbelta figura iba embutida en una armadura de plata con incrustaciones de zafiros. En la mano derecha empuñaba una espada blanca, la hoja invernal Amreir, mientras que en el brazo izquierdo sostenía un escudo en forma de cabeza de caballo, cuya crin era una sinuosa mata de hilos de oro.
El aspecto de Finudel no era menos impresionante. Iba armado con Cadrathi —la lanza con la cabeza estrellada forjada por Caledor Doma-dragones y en cuya punta resplandecía una llama dorada— y recubierto por una panoplia de oro; colgada de sus hombros ondeaba una capa grana. Su montura, Casco de Nieve, hermana del corcel de Athielle, estaba envuelta en una larga barda de ithilmar dorado con una runa protectora inscrita en cada escama de las launas.
Alith escudriñó las fuerzas druchii y también distinguió runas en sus estandartes; en su caso, dedicadas a dioses ávidos de sangre y diosas malvadas. Muchos guerreros se habían pintado o repujado con una letra retorcida que ardía con magia negra los símbolos de las sectas en los escudos. Los naggarothi avanzaban en columnas que parecían serpientes negras y plateadas, y cuya llegada anunciaba el estruendo trepidante de miles de pisadas.
Los caballeros de Anlec giraron al sur para encarar a los Guardianes de Ellyrion. Los atronadores gritos de batalla y el sonido estridente de los cuernos proclamaron su desafío a Finudel y Athielle mientras las banderolas negras y púrpura se sacudían con el viento prendidas de las lanzas doradas. Montaban corceles negros con capizanas plateadas recubiertas de pinchos y con los costados protegidos por unas mallas rutilantes.
Los acompañaban sacerdotes y sacerdotisas que deambulaban entre los regimientos, rodeados por las volutas arremolinadas de los gases de su magia. Con sus encantamientos, los brujos cubrieron de nubarrones el firmamento, que centelleó con los relámpagos y tronó al compás del estrépito del ejército en plena marcha. La luz mortecina de la tormenta se extendió por las llanuras y sumió en la penumbra a ambos ejércitos.
Alith levantó la mirada al cielo encapotado y atisbo una figura oscura, voluminosa y alada. A pesar de lo que había dicho poco antes, se sobrecogió al contemplar al dragón trazando círculos de manera amenazadora en el cielo. De pronto, le asaltó la imagen de la cara ensangrentada de su padre, y rememoró con un escalofrío el pavor que había sentido aquel día.
—Kheranion —gruñó Alith, desbordado por una ira que borró de un plumazo el miedo.
Giró sobre los talones y llamó a voz en cuello a sus capitanes, que llegaron corriendo desde el campamento y aguardaron, jadeantes, las disposiciones de su comandante.
—Atacamos —declaró Alith—. Llamad a asamblea y reunid los regimientos. Aniquilaremos a esos perros druchii y, con su exterminio, mandaremos un mensaje a Anlec. Traedme la cabeza de Kheranion.
Nada replicaron los oficiales, que dieron media vuelta y regresaron apresuradamente a sus compañías respectivas para ordenar a sus cornetas y portaestandartes que anunciaran el ataque. Alith regresó a su tienda y cogió el arco y las flechas que le había dado Khillrallion.
—¡Los Sombríos, conmigo! —gritó mientras salía del pabellón.
Al punto lo circundaba un puñado de arqueros vestidos de negro, los supervivientes del Pantano Oscuro.
—Hoy me pongo al frente de los Sombríos una vez más. El enemigo viene acompañado por sus propias tinieblas, y eso nos favorece. No quiero piedad. Cada tajo de nuestras espadas es un acto de venganza. Nos deben cada una de las gotas de sangre que viertan. Volveremos a ser la pesadilla de los druchii y les recordaremos por qué les aterran los Sombríos.
* * *
En total, habían sobrevivido al desastre del Pantano Oscuro algo más de dos centenares de Sombríos. Ataviados con sus capas negras, siguieron a Alith hacia el oeste rodeando el flanco derecho de las huestes druchii. El resto del ejército del príncipe Anar permaneció listo para entrar en acción en el campamento, con la orden de atacar a las fuerzas enemigas si se acercaban demasiado. De lo contrario, no debían moverse hasta que él regresara de su incursión con los Sombríos.
Los druchii iniciaron la batalla. Llevaban consigo catapultas de flechas de repetición: máquinas de guerra que arrojaban media docena de saetas del tamaño de lanzas con cada disparo. Los proyectiles de diez de esos artefactos disparados simultáneamente cortaron con un zumbido el aire por encima de las cabezas de los druchii que formaban la avanzada y aterrizaron en la infantería ellyriana. A Alith le pareció evidente que Kheranion no veía rival para sus columnas de guerreros en los Guardianes de Ellyrion, por tanto el comandante druchii optaba por acabar primero con los lanceros y arqueros enemigos para que luego la mera superioridad numérica de sus fuerzas aplastara la caballería.
Al príncipe Anar también le pareció curioso que Kheranion contemplara el desarrollo de la batalla desde el aire, a lomos de su dragón negro. En el Pantano Oscuro sólo se había incorporado a la batalla cuando fue evidente que los naggarothi estaban siendo derrotados. ¿Acaso sería un cobarde? ¿O quizá habría algún motivo que hiciera dudar a Kheranion de la victoria?
Absorto en estas consideraciones, Alith dio el alto a los Sombríos. Las altas hierbas de las llanuras de Ellyrion los cubrían hasta la cintura y les proporcionaban un camuflaje más que suficiente. El cielo seguía tronando, cada vez con más intensidad, y una penumbra amarillenta parecida al crepúsculo teñía las praderas. Al amparo de esa oscuridad, los Sombríos armaron los arcos y esperaron la siguiente orden de Alith.
Observando el ejército druchii, al príncipe Anar le llamó la atención que no llevaran hidras. No tenía ni idea de por qué habrían renunciado a las monstruosas bestias de guerra, pero se alegró de que así fuera. Sin embargo, su alivio se desvaneció en cuanto se acordó del dragón que surcaba el cielo entre los nubarrones.
Los druchii se detuvieron justo en los límites del alcance de los arcos ellyrianos. Las armas de repetición seguían arrojando sus descargas letales. El artefacto más cercano a los Sombríos distaba de ellos unos cuatrocientos pasos, y en ese momento, la cuadrilla que lo manejaba se afanaba en reemplazar un cargador vacío.
—Dividíos en grupos de cinco y acabad con los soldados que se encargan de las catapultas —ordenó Alith—. Quiero esas cuadrillas aniquiladas.
Los Sombríos se alejaron deslizándose entre la hierba en grupos reducidos rumbo a sus objetivos. Alith y los otros cuatro miembros de su sección enfilaron directamente hacia el artefacto más próximo, mientras los demás Sombríos se desplegaba en abanico alrededor del resto de la batería. Cerca de las máquinas de guerra había compañías de lanceros que se mantenían alerta para evitar que los ellyrianos flanquearan la línea principal del ataque, pero depositaban toda su atención en el este, no en el sur, de modo que los Sombríos se acercaron a los artefactos sin ser descubiertos.
Alith se agachó a unos setenta pasos de la catapulta de flechas, ancló una flecha a la cuerda del arco y se enderezó lo imprescindible para tener a la vista el blanco. El artilugio bélico era manejado por dos druchii protegidos únicamente por petos y yelmos. Habían extraído el cargador de flechas de la parte superior de la máquina y acarreaban uno lleno para reemplazarlo.
—Ahora —masculló Alith, apuntando al druchii de la izquierda.
Alith espiró lentamente y soltó la cuerda del arco. La flecha de plumas negras rehiló a ras de hierba y alcanzó a su destinatario en el hombro derecho. Otra saeta le perforó el muslo a tanta velocidad que le atravesó la carne y sobresalió por el lado opuesto. El druchii soltó el cargador que portaba y se derrumbó en el suelo hecho un ovillo, mientras tres flechas se clavaban en su compañero, una de ellas por el orificio del ojo del yelmo.
Sólo se oyó el repiqueteo del cargador cuando las manos muertas del druchii lo soltaron, pero el ruido se desvaneció rápidamente en el viento. Alith se agachó de nuevo y se deslizó todo lo rápido que pudo hacia la catapulta, cambiando sobre la marcha el arco por un largo cuchillo de caza. Miró a su alrededor para comprobar que nadie miraba y se abalanzó sobre la máquina de flechas.
Cortó las bobinas de cuerda que proporcionaban la tensión para que funcionara el mecanismo del artilugio. Su afilada hoja seccionó en un santiamén las sogas enrolladas alrededor de un brazo propulsor y las cuerdas se aflojaron. Arreglar la máquina llevaría horas, aun así, como medida de precaución. Alith se valió de la punta del cuchillo para desprender el disparador del mecanismo de la pieza principal de la máquina. Hizo palanca para sacar algunos resortes del delicado dispositivo y los lanzó a la hierba. Luego, regresó hacia el sur satisfecho con su labor y sin apartar los ojos de los regimientos druchii vecinos.
Cuando el resto de los Sombríos lanzaron sus ataques y el número de artilugios desmantelados aumentó, los capitanes de las compañías de lanceros intuyeron que algo no funcionaba, pues el número de proyectiles por ráfaga había disminuido drásticamente. Los oficiales se volvieron atrás y examinaron las catapultas tratando de averiguar el motivo. Vislumbraron unas sombras negras revoloteando entre los artefactos y las atronadoras voces de alarma no se hicieron esperar. Con las órdenes de los capitanes retiñendo, los guerreros druchii aferraron las armas y emprendieron una batida por la hierba en busca de los misteriosos arqueros.
Alith soltó un largo baladro imitando un halcón que indicaba a los Sombríos que se replegaran y se reunieran con él. Entretanto, el joven Anar no apartaba los ojos del regimiento druchii vecino, que había girado y avanzaba hacia su posición, aunque todavía los separaban varios centenares de pasos. No le cabía en la cabeza que los Sombríos hubieran sido descubiertos. Pero entonces descubrió una figura semidesnuda entre las filas de guerreros ataviados con armaduras.
Era una sacerdotisa. Su larga cabellera cana centelleaba como los relámpagos que estallaban en el cielo. Pálida de piel, tenía pintadas por el cuerpo runas de poder místico. Levantó un brazo huesudo, apuntó en dirección a Alith y se volvió al capitán que marchaba a su lado.
De las yemas de los dedos de la sacerdotisa brotaron unas revoltosas partículas mágicas e inmediatamente Alith notó una presión extraña en la atmósfera, una especie de cúmulo de magia negra flotando a su alrededor. Casi a la vez, de la mano de la druchii salió un chispeante rayo de energía que explotó a la izquierda de Alith, muy cerca de él.
Alith se levantó y vio un claro circular de hierba chamuscada en cuyo centro yacía el cuerpo despedazado y carbonizado de Nermyrrin; las cuencas de sus ojos eran dos orificios ennegrecidos que emanaban volutas de humo. A medida que la sacerdotisa y su escolta progresaban se multiplicaban las explosiones de energía mágica por la pradera, incendiando la hierba y arrojando cuerpos humeantes por los aires.
—¡Retirada! —bramó Alith, recogiendo los restos de Nermyrrin, cuyo cuerpo estaba sorprendentemente frío—. ¡Recuperad los cadáveres!
Un centenar de lanceros druchii montaron un muro de escudos para protegerse de las flechas que los Sombríos disparaban para cubrir su retirada. La sacerdotisa se refugió detrás de los escudos; a su alrededor caían guerreros abatidos por las saetas negras.
Alith guardó el arco, cargó a hombros el cuerpo de Nermyrrin y emprendió la carrera por la hierba en sentido contrario a los druchii. Notaba la presencia de los demás Sombríos a su alrededor, que avanzaban raudos aunque sigilosamente por la pradera. Echó un vistazo atrás y advirtió que los lanceros se habían detenido y se mofaban de ellos y de su huida precipitada hacia el campamento de los Anar. Sin embargo, la satisfacción de los druchii estaba fuera de lugar, pues los Sombríos habían inutilizado la mitad de sus catapultas de flechas y habían asesinado a las cuadrillas de unas cuantas más. Sin el apoyo de las poderosas máquinas para contener el ataque de los ellyrianos, los druchii se verían obligados a avanzar.
La mole del dragón de Kheranion se lanzó en picado sobre su ejército, y de nuevo, retumbaron los tambores y los cuernos emitieron sus notas estridentes. La monstruosa criatura se posó brevemente entre las huestes y el general druchii, encaramado a su lomo escamado, bramó las órdenes a sus oficiales. Alith apenas había resollado tres veces cuando el dragón remontó el vuelo y se elevó alto en el cielo batiendo sus alas provistas de zarpas.
El joven Anar observó aquella escena con interés, y se dio cuenta de que Kheranion ponía mucho celo en no pasar más tiempo del imprescindible en el suelo. Era evidente que el poderío del dragón y su jinete armado con lanza residía en la maniobra de ataque, cuando se abatían a toda velocidad sobre su contrincante. No obstante, por el momento, no se le ocurría la manera de obligar a aterrizar a su enemigo, de modo que se concentró en otros asuntos.
* * *
Ninguno de los bandos se animaba a iniciar la ofensiva. Los naggarothi y los ellyrianos se mantuvieron a la distancia límite que cubrían los arcos y entablaron un intercambio de flechas. Los Guardianes de Ellyrion comandados por Athielle se adelantaban para disparar sus proyectiles e inmediatamente retrocedían fuera del alcance de las catapultas de flechas druchii. Durante todo ese tiempo, los temibles caballeros de Anlec permanecieron en la reserva, a la espera del momento crucial para acometer su devastadora carga.
Los magos druchii desataron con sus encantamientos una tormenta de aceros que se precipitó sobre los ellyrianos. También lanzaban contra sus enemigos hechizos que les provocaban un dolor insoportable en los huesos, les abrasaba la carne y les arrancaba la piel. Poco podían hacer los ellyrianos para contrarrestar aquellos conjuros, y esa desventaja estaba causando estragos entre sus filas.
Alith convocó de nuevo a los Sombríos cuando alcanzaron los límites del campamento.
—Cazad a los sacerdotes. Elegid bien vuestro blanco. Atacamos y nos escabullimos hacia el norte para reagruparnos en el flanco derecho de la infantería ellyriana.
Los Sombríos asintieron y se dispersaron fundidos con la penumbra cenicienta. Alith salió detrás de ellos. A algunos podría parecerles insensato deslizarse entre dos ejércitos a punto de enzarzarse en una batalla, pero Alith sabía lo que hacía. Los Sombríos habían recorrido Nagarythe hostigando y aterrorizando a los druchii siguiendo la misma táctica: aproximarse con sigilo al blanco, matarlo y desaparecer. Eso llevaba a pensar a los druchii que estaban siendo atacados por un enemigo más numeroso de lo que era en realidad, y a los oficiales les metía el miedo en el cuerpo. La confusión beneficiaría a los ellyrianos, y Alith esperaba que Finudel y Athielle fueran lo suficientemente sagaces como para aprovecharla cuando llegara el momento.
Alith progresó a gatas en dirección a los druchii más cercanos, deslizándose con ligereza entre las briznas de hierba como una racha más del viento desatado por la tormenta. Se detuvo lo suficientemente cerca como para oír la conversación de los lanceros formados en filas a la espera de la orden de avanzar.
—Esos acariciadores de caballos no son rival para las hojas naggarothi —dijo una oficial, provocando las risas estridentes de sus compañeros.
A Alith le indignó que los druchii todavía osaran denominarse a sí mismos naggarothi. Habían perdido todo derecho a ese nombre desde el mismo momento en que se habían sublevado contra Malekith, heredero de Aenarion, y lo habían echado de Anlec. Eran unos traidores; los elfos oscuros. Nada más. Alith hizo un esfuerzo para tranquilizarse, consciente de que tenía el enemigo a poco más de dos docenas de pasos. Se encasquetó la capucha de la capa con una parsimonia deliberada y musitó unas palabras para embeber la tela con la magia del cazador.
Empezó a notar el cosquilleo del ligerísimo brillo de energía en la cabeza y los hombros. Para él nada había cambiado, pero cualquier otro hubiera visto desparecer a Alith; donde antes había habido una figura envuelta en una capa negra ya no había más que un puñado de briznas de hierba inclinadas. Alith fue irguiéndose lentamente hasta enderezar todo el cuerpo. La primera línea de lanceros estaba justo delante de él, tan cerca que podría haberles arrojado una flecha con la mano. La capitana del destacamento era una druchii con el pelo teñido de rojo y recogido en trenzas atadas con tendones ensangrentados; una cicatriz le atravesaba el rostro desde la barbilla hasta la oreja derecha y tenía unos penetrantes ojos azul claro. Alith reprimió el estremecimiento que le produjeron aquellos gélidos ojos dirigidos directamente hacia él, a pesar de que no podían verlo y de que su mirada se perdía en los lejanos el lyrianos que el príncipe tenía a su espalda.
Alith sacó el arco de la aljaba colgada del hombro y colocó tranquilamente una flecha en la cuerda. Levantó el arma y apuntó siguiendo con el ojo el astil de la saeta hasta alinear la punta con la garganta de la capitana. Tiró de la cuerda con el brazo derecho regodeándose con la tensión que adquiría el arco. Estaba disfrutando de aquel momento; la capitana no tenía ni idea de que su muerte era inminente y de que él era el dueño de su destino. Una fulgurante sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios mientras observaba a la druchii, que se volvía a su portaestandarte después de que éste le comentara algo y se echara a reír a carcajadas, mostrando sus puntiagudos dientes limados.
Sin extenderse en ceremonias, Alith soltó la cuerda del arco y la flecha hizo un blanco perfecto en el cuello de la capitana. La sangre brotó en forma de espuma de la boca de la elfa, y pulverizada, de la herida, y la capitana se derrumbó en el suelo salpicando a los druchii que la rodeaban. Los gritos de terror se extendieron entre las filas de los elfos oscuros, y Alith se deleitó en la incertidumbre y el pánico que los asolaba antes de agacharse de nuevo y escabullirse de allí.
Según se arrastraba hacia el norte, Alith se permitió echar un vistazo a las acciones de los otros Sombríos. Los estandartes de las compañías se derrumbaban, los astiles sobresalían de las sacerdotisas y los oficiales se desplomaban en el suelo con heridas mortales. Alith se percató del desconcierto que se propagaba por las filas druchii. Sin embargo, no todos los Sombríos consiguieron mantenerse ocultos, y Alith vio que los ballesteros segaban la hierba con sus proyectiles mientras compañías de lanceros hincaban sus armas en el suelo tratando de cazar a los asaltantes furtivos.
* * *
A pesar del caos provocado por el ataque de los Sombríos, los druchii no cejaron en su avance, y los guerreros de Alith tuvieron que huir hacia el norte con las huestes de los elfos oscuros pisándoles los talones. Treinta miembros del cuerpo del príncipe Anar no regresaron junto a su líder y sus cuerpos se perdieron para siempre en la pradera. Las huestes negras de Kheranion se lanzaron sin vacilar contra el torrente de flechas procedente de los ellyrianos y obligaron a Finudel a ordenar a su infantería que se replegara hacia el río. Los Guardianes de Ellyrion se agruparon para cubrir la retirada, mientras Alith y sus Sombríos se unían a la tropa que retrocedía y se escurrían disimuladamente entre los regimientos ellyrianos.
Los oficiales de Kheranion dividieron el contingente y enviaron un tercio de la infantería hacia los ellyrianos que se replegaban. El resto de los lanceros y arqueros continuaron su marcha directos a los Guardianes, seguidos de cerca por los caballeros de Anlec en lo que suponía una disposición de lo más inquietante. Finudel y Athielle ordenaron a sus jinetes que se desplazaran al sur, conscientes de que no podían entablar un enfrentamiento directo con el enemigo. Alith observó, sobrecogido, que las fuerzas ellyrianas se escindían cumpliendo las disposiciones de sus príncipes y que los druchii se colaban entre las dos alas de infantería y caballería.
El joven señor de Anar se había escondido entre la exuberante maleza a orillas del Irlana y se dio cuenta de que él había cometido el mismo error. El resto de su ejército todavía se encontraba en el campamento, al sur, al otro lado de las huestes druchii. Alzó instintivamente la mirada al cielo y escrutó los nubarrones buscando a Kheranion. Avistó el dragón al oeste, batiendo lentamente las alas para mantener una estabilidad que dificultaba el viento huracanado. La bestia se deslizó hacia el sur y se colocó encima de los Guardianes mientras los ellyrianos continuaban su repliegue huyendo del ataque de los druchii.
Entonces, Alith vio claro el plan de Kheranion. La infantería de los elfos oscuros estaba extendiendo sus líneas para crear una barrera que arrinconara la infantería ellyriana en un margen del río. La caballería de armaduras negras de Anlec, por fin, entró en acción, y las columnas de los adustos jinetes se escurrieron lanzas en ristre entre las compañías de lanceros y ballesteros. Centenares de caballeros con los rostros ocultos por viseras ornamentadas se agruparon en siniestros escuadrones negros y plateados.
—No hay escapatoria —dijo Lierenduir, en cuclillas, a la izquierda de Alith—. Esos jinetes empujarán al agua a los ellyrianos.
—Al menos eso significa que los ellyrianos están obligados a luchar —repuso Alith—. Es preferible que tengan que pelear hasta el final a que dispongan de la posibilidad de salir huyendo.
—¿Y qué pasa con nosotros?
Alith miró a su alrededor analizando las inmediaciones de su posición. El río se ensanchaba al oeste, donde las praderas eran llanas, lo que originaba un vado de al menos quinientos pasos de ancho. En el otro lado, los árboles del Athelian Toryr casi llegaban hasta la orilla norte y las profundidades del bosque quedaban ocultas en las sombras. Alith sacudió la cabeza hacia el vado.
—Cuando llegue la carga, nos dirigiremos al vado —dijo el príncipe—. Si es necesario, nos esconderemos en las entrañas del bosque.
—¿Y los que siguen en el campamento?
—Por ahora no podemos hacer nada por ellos. Intentaremos atraer a algunos druchii al otro lado del río y al interior del bosque, así ganaremos algo de tiempo para que los demás huyan hacia el sur y se unan a Caledor.
Lierenduir parecía desolado por el fatalismo de Alith, pero no dijo nada y se volvió de nuevo hacia los caballeros de Anlec. Ellyrianos y naggarothi se mantenían en un silencio desasosegante, a la expectativa de algún indicio que revelara las intenciones del adversario. Con la desaparición a manos de los Sombríos de varios de los magos druchii la tormenta empezaba a amainar, aunque de vez en cuando sonaba algún trueno que rasgaba el silencio o centelleaba algún rayo entre los nubarrones cada vez más dispersos. Al este, los rayos de sol rajaban la penumbra y destellaban reflejados en las armaduras de los jinetes de Ellyrion. Desde aquella distancia, Athielle no era más que un chispazo dorado en un fondo plateado. Comparado con el manto oscuro de Nagarythe, el ejército de Ellyrion parecía dolorosamente exiguo.
Alith rememoró los amplios puentes y avenidas de Tor Elyr, las torres blancas que acabarían siendo unos escombros ennegrecidos si los druchii salían victoriosos. La ciudad le importaba un comino, pero en su memoria persistía el recuerdo de su llegada a ella y la imagen de Athielle aquel primer día. El rechazo de la princesa a permitir el saqueo de la ciudad le decía todo lo que necesitaba saber sobre ella, sobre el amor que profesaba por su pueblo y su hogar. Este discurrir de su memoria evocó más recuerdos dolorosos: Elanardris reducido a cenizas y el cuerpo de Gerithon clavado en la puerta de la mansión. En su ojo mental las dos imágenes se solapaban, de modo que veía los cadáveres de Finudel y Athielle sentados en sus tronos del jardín de Tor Elyr rodeados por montones sangrientos de cadáveres de elfos y corceles. Ése era el destino que les deparaba su osadía de resistirse a los druchii. Alith se sintió avergonzado por la dureza de las palabras que les había dirigido en la carpa. Ellos habían decidido arriesgarlo todo, no en nombre de la gloria ni del honor, sino de la simple supervivencia. No podía sacarse de la cabeza la advertencia de Athielle: «Hemos de derrotar a los druchii porque repudian la paz y desprecian la vida. Si nos convertimos en lo mismo, perderemos aquello por lo que luchamos».
Alith tenía tan viva en la memoria la voz de Athielle que mirándola ahora al otro lado de las llanuras de Ellyrion le parecía estar oyéndola repitiéndoselo. El joven Anar clavó los ojos en el lejano chispazo dorado y se olvidó de las aterradoras y macabras visiones que lo acosaban. Se volvió luego a los druchii, las interminables filas negras y púrpura y los estandartes con símbolos perversos que proclamaban la depravación sin límites de sus portadores.
—Que los dioses os castiguen —gruñó, poniéndose en pie.
Los otros miembros de los Sombríos se volvieron a su líder con el gesto contraído por la turbación. Con una parsimonia rayana en la pereza, Alith ancló una flecha al arco y apuntó hacia los caballeros de Anlec. Esbozó una sonrisa amarga y soltó la cuerda. Siguió con la mirada el vuelo del proyectil por la pradera, hasta que impactó en el cuello de la montura de un caballero. El corcel se levantó sobre las patas traseras y luego se desmoronó, aplastando al jinete bajo la oscura mole de su cuerpo.
Alith cargó otra flecha y disparó, y los Sombríos se sumaron a la ofensiva de su señor. Una brutal ráfaga de proyectiles trazó un arco en el aire en dirección a los caballeros. Varios jinetes sucumbieron a las saetas, y sus cadáveres envueltos en armaduras negras se precipitaron de las sillas.
Alith se volvió a Khillrallion.
—Dame tu cuerno de caza —dijo el príncipe.
Khillrallion sacó del cinturón el cuerno enrollado de un carnero y corrió por la hierba para depositarlo en la mano extendida de Alith, que observó los aros dorados alrededor del cuerno y el resplandor de los rayos que se reflejaban en el metal. Se llevó el instrumento a los labios y emitió una nota que fue subiendo de tono, y luego bajó abruptamente y se mantuvo grave unos segundos.
Los escuadrones de caballeros viraron y se dirigieron hacia el origen del sonido; incluso desde aquella distancia podían oírse sus gritos coléricos. Alith repitió una y otra vez aquel toque, el toque de ataque de los Anar. Luego, lanzó el cuerno a Khillrallion. No sabía si Tharion habría oído la orden o cómo reaccionaría de haberlo hecho. De lo único que estaba seguro era de que ése no sería el día que huiría para poder luchar otro día. Alith se quedaría y pelearía, y moriría si era necesario.
* * *
Alith dio gracias a Finudel, y también a Athielle, cuando oyó las notas de respuesta emitidas por los cuernos de las huestes de Ellyrion. Los arqueros acorralados en la orilla del río acataron la orden, levantaron sus armas y descargaron una ráfaga de flechas sobre los caballeros druchii. La lluvia de saetas de plumas blancas resplandeció en el cielo encapotado. Los Sombríos sumaron sus arcos a la ofensiva, mientras que los lanceros prorrumpieron en enérgicos gritos de guerra y formaron para emprender la acometida.
Frente a ellos, los caballeros de Anlec se sumieron en el desorden. Alith vio que los oficiales discutían y conjeturó que debían estar debatiendo si se enfrentaban a la amenaza de la infantería o se concentraban en las provocaciones del odiado señor de Anar. Por un momento, la indecisión se apoderó de los druchii y la infantería ellyriana lo aprovechó para acercarse a ellos bajo la cobertura de las flechas.
Por fin la caballería druchii tomó algo parecido a una decisión y tres escuadrones de caballeros —seiscientos jinetes— giraron y enfilaron hacia Alith. El resto de la caballería arreó sus monturas y se lanzó al galope contra los ellyrianos.
No había tiempo para nada, pues los caballeros ya caían sobre los Sombríos a toda velocidad.
—¡Al río! —bramó el príncipe, consciente de que nunca se impondrían a los caballeros en una carrera hasta el vado.
Alith se lanzó al agua desde la elevada orilla del río justo cuando los jinetes acometían la carga. La baja temperatura del agua le cortó la respiración y la corriente lo zarandeó y lo retuvo sumergido unos segundos. Cuando por fin emergió a la superficie se desabrochó la capa, que actuaba como un ancla colgada de sus hombros, y una vez liberado de ese escollo que le dificultaba los movimientos, nadó con poderosas brazadas hacia la orilla opuesta. A su alrededor, el resto de los Sombríos, cuyas capas se alejaban río abajo hechas un ovillo, parecían un banco de peces grises y negros.
Alith echó un vistazo atrás. Los caballeros habían detenido las monturas en el margen del río y no parecían dispuestos a arrojarse a las turbulentas aguas. Los insultos y las maledicencias persiguieron a los Sombríos según se alejaban de la orilla, hasta que los oficiales druchii ordenaron a sus guerreros reanudar la marcha hacia el este en dirección al vado.
A mitad de camino de la orilla opuesta, Alith se volvió a su izquierda, hacia los caballeros que se alejaban del margen del río, y trató de adivinar si cubrirían el largo camino que los separaba de la otra orilla antes que los Sombríos. Confiaba en que los jinetes todavía no hubieran cruzado el vado cuando ellos pusieran el pie en tierra firme. A su derecha, la batalla entre la infantería ellyriana y los druchii había alcanzado su apogeo. La otra sección de la caballería de Anlec ya había embestido varias compañías de lanceros e iba dejando una estela de cadáveres a su paso. Metido en el río, Alith no podía ver a los caballeros de su ejército y sólo le quedó la esperanza de que estuvieran bien. Sabía que de momento no podía hacer nada más, de modo que se concentró en seguir nadando y se deslizó con agilidad por el agua.
* * *
Se arrastró jadeante por el carrizo y se encaramó a la orilla norte del Irlana. Los Sombríos siguieron a su líder y se deslizaron hasta la hierba como nutrias con los cuerpos resplandecientes del agua. Alith temblaba de frío; los nubarrones todavía se imponían al sol y el viento le arrebataba el calor corporal.
—¿Qué hacemos ahora, alteza? —preguntó Khillrallion.
Alith se quedó desconcertado unos segundos al oír que se dirigían a él por su título. Costaba sentirse príncipe empapado y muerto de frío.
—¿Alith? ¿Qué hacemos ahora?
Alith vio al oeste que el primer caballero dejaba atrás el vado en medio de una nube de agua pulverizada. Al norte se extendía el oscuro bosque de Athelian Toryr, donde se podrían a salvo de los jinetes de Anlec.
—A los bosques —respondió Alith, estrujándose la camisa mojada—. Los obligaremos a seguirnos al interior de la arboleda. Treparemos a las ramas y les dispararemos sin correr riesgo.
Los Sombríos no corrieron. Todavía tenían tiempo para llegar al bosque antes de que los caballeros los alcanzaran, y mientras caminaban, fueron preparándose para el ataque: cambiaron el cordaje de los arcos por cuerdas secas que llevaban en los morrales encerados, vaciaron el agua de las aljabas y sacudieron las gotitas que empapaban las plumas de las flechas.
Cuando se hallaban a mitad de camino del bosque, más o menos a un centenar de pasos, los Sombríos que iban en cabeza se detuvieron e hicieron una seña a los que venían detrás, para que aguardaran. Alith se adelantó rápidamente hasta Khillrallion, que escrutaba el bosque desde la entrada a la densa bóveda que formaban las hojas de los árboles.
—Me ha parecido ver algo moviéndose —dijo Khillrallion.
—¿Te ha parecido ver o has visto? —inquirió Alith, observando detenidamente la penumbra que se extendía frente a él—. ¿Qué era?
—No lo sé —respondió Khillrallion, encogiéndose de hombros—. Algo se movió entre las sombras. ¡Mirad! ¡Ahí está!
Alith siguió el dedo extendido de Khillrallion. Sin duda, había algo en la oscuridad, algo difuso y estático. El príncipe Anar supo al instante de qué se trataba: un heraldo negro.
Siguió escudriñando la penumbra y descubrió más jinetes sentados en silencio sobre sus caballos inmóviles; apenas eran unas manchas más oscuras moteando las sombras. Alith no consiguió distinguir los contornos de las figuras y no pudo calcular con exactitud cuántos había, aunque le pareció que andaban más cerca de superar la media centena que de no llegar a ella.
—Morai-Heg tiene un sentido del humor de lo más cruel —musitó Alith, echando un nuevo vistazo hacia el oeste.
El grueso de la caballería ya había vadeado el río y el primer escuadrón había recuperado la formación y avanzaba raudo y con determinación hacia los Sombríos.
Khillrallion se volvió, desconcertado, a Alith.
—Heraldos negros —repuso el príncipe.
Khillrallion devolvió la mirada a la espesura del bosque con un pánico renovado y alargó el brazo para agarrar una flecha. Los demás Sombríos fueron imitándolo a medida que se propagaba entre susurros la amenaza oculta en la arboleda, y flecharon sus arcos.
—No hay duda de que nos habrán visto —dijo Alith—. ¿Por qué no atacarán?
—Quizá no quieren correr riesgos y prefieren que la caballería acabe con nosotros.
Aquella respuesta no satisfizo a Alith, que continuaba escrutando las figuras borrosas entre los árboles como si de algún modo pudiera averiguar sus intenciones. El estrépito de la caballería crecía a medida que se acercaban, pero Alith no estaba dispuesto a desviar la mirada de los heraldos negros. ¿Qué estarían esperando?
Como respondiendo a la pregunta, algo revoloteó en las copas de los árboles más próximos, y una figura negra se posó en una rama en los límites del bosque. Un cuervo alzó la cabeza y emitió un sonoro graznido.
Alith se echó a reír; no podía creer lo que veía y oía. Los Sombríos lo miraron, perplejos.
—Apuntad a los jinetes —ordenó el príncipe, echando mano al arco.
—¡Los heraldos nos eliminarán en un abrir y cerrar de ojos! —protestó Galathrin.
Alith paseó la mirada por los Sombríos y advirtió el gesto de escepticismo de sus rostros.
—Confiad en mí —dijo antes de desviar la atención hacia la caballería que los acechaba anclando una flecha a la cuerda del arco.
* * *
Alith no vaciló cuando los caballeros de Anlec pusieron sus monturas al galope. Todo aquello que lo atormentaba se desvaneció: las preocupaciones, los miedos, la ira… Se había sumido en una calma absoluta; respiraba con una cadencia pausada y constante, no sentía pesadez en las extremidades y sus movimientos eran precisos y firmes. Clavó la vista en los jinetes. Era capaz de advertir hasta el más mínimo detalle de su adversario, como si el tiempo se hubiera detenido. De las crines y las colas de los caballos salían despedidas gotitas de agua que formaban una ligera bruma alrededor de los escuadrones. En las anillas negras de las armaduras de los caballeros brillaba el agua que perduraba de su paso por el río, y las moharras de sus lanzas y sus yelmos plateados refulgían con la luz de los rayos del sol.
Cuando los separaban trescientos pasos, Alith apuntó al caballero que portaba el estandarte del primer escuadrón. La flecha se elevó como una exhalación por el cielo resquebrajado por la tormenta y al cabo descendió y se hundió en la cabeza del jinete. El caballero se desplomó de costado y el estandarte se le escurrió de la mano; pero otro jinete estiró el cuerpo por un lado de su montura y agarró la bandera antes de que tocara el suelo. Alith disparó otra flecha, pero se levantó una racha de viento que frenó el proyectil, y la saeta aterrizó en la hierba a mitad de camino del escuadrón. El príncipe apuntó haciendo los ajustes precisos según las nuevas condiciones atmosféricas y arrojó otra flecha que rebotó en el escudo de un caballero.
Ya disparaban sus armas todos los Sombríos cuando la caballería se hallaba a doscientos cincuenta pasos. Alith se llevó la mano a la espalda y sus dedos chocaron con un solitario astil plumado: la última flecha. La extrajo de la aljaba con sumo cuidado y examinó la varilla y las plumas buscando algún deterioro en el proyectil. No encontró ningún daño en él y lo ancló instintivamente a la cuerda.
Con la caballería a doscientos pasos, Alith soltó la cuerda y su última saeta salió disparada hacia los caballeros. El proyectil impactó en el hombro del brazo que empuñaba la lanza de uno de los jinetes que galopaban en cabeza y lo tiró a los pies de las monturas que venían detrás. Alith guardó el arco en la aljaba y desenfundó la espada.
Los caballeros ya estaban a ciento cincuenta pasos cuando el príncipe Anar advirtió una mancha negra moviéndose bajo los árboles. El suelo temblaba aporreado por los caballos que galopaban a la carga, pero la quietud que reinaba en el bosque atrajo su atención. Una larga línea de heraldos negros emergió de la arboleda en un silencio turbador. Varios centenares de jinetes envueltos en capas de plumas negras salieron en tropel y a una velocidad inaudita de entre los árboles, seguidos por una extraña masa oscura que no era otra cosa que una descomunal bandada de cuervos que batían las alas y graznaban con estridencia, centenares de pájaros que se precipitaban del bosque como una nube preñada de plumas y picos inquietos.
Los heraldos negros descargaron una ráfaga de flechas que provocó la caída de jinetes y caballos, y sembró la confusión en el primer escuadrón druchii; luego, guardaron los arcos, aferraron las lanzas de punta fina y las calaron a toda velocidad. La caballería se encontraba a un centenar de pasos de Alith cuando los heraldos negros los embistieron y penetraron por su flanco como una daga negra. La sorpresa absoluta de la carga hizo que docenas de caballeros de Anlec sucumbieran a las lanzas de los asaltantes. Los relinchos estridentes de los caballos y los chillidos aterrorizados de los elfos resonaron en los árboles. Los heraldos negros persistieron en su ataque y enfilaron hacia el río, abriendo una brecha entre los caballeros.
Los cabecillas de los escuadrones druchii detuvieron sus monturas y se volvieron para ver el resultado de lo acontecido.
—¡Al ataque! —rugió Alith, enarbolando la espada y emprendiendo la carrera sin mirar atrás para comprobar si los Sombríos lo seguían.
Los caballeros más cercanos a los guerreros del príncipe Anar huyeron a derecha e izquierda, pues los heraldos negros y los Sombríos les cortaban el paso por delante y por detrás. Alith cubrió la distancia que lo separaba del enemigo a todo correr y con la cara roja del esfuerzo.
Un jinete giró su montura e intentó cargar contra él, pero Alith ya estaba demasiado cerca, y el joven Anar dio un salto lateral para esquivar la punta de la lanza que se dirigía a su pecho, soltó un grito y se agarró al brazo del caballero para utilizarlo como palanca y encaramarse a la grupa del caballo; una vez arriba, le atravesó la capa y la malla con el acero, y se lo hundió en la espalda. Luego, tiró al jinete del caballo y se deslizó de la montura en marcha. El caballero todavía aferraba las riendas del animal, que se alejó al galope arrastrándolo por la hierba.
Alith se tiró al suelo para eludir una lanza que refulgió de camino a él, y la punta le pasó a un pelo de la cabeza. Se escabulló entre las patas del caballo y levantó la espada para cortar la cincha de la silla. El jinete pegó un grito, se precipitó del caballo y se estrelló contra el suelo al lado de Alith, que le hincó la espada en la visera del yelmo y salió en busca de un nuevo adversario.
Frente a él, la lucha entre los caballeros y los heraldos se había convertido en un caos atroz envuelto por el chirrido del choque de espadas y los insultos. También los caballos pugnaban entre sí, dándose coces y rechinándose los dientes unos a otros mientras sus jinetes descargaban sus espadas y lanzaban sus tajos. Un elfo a pie estaba fuera de lugar en aquella batalla, así que Alith y los Sombríos guardaron las distancias con el tumulto y se dedicaron a cazar a los druchii rezagados.
Un caballero salió de la refriega a trompicones agarrándose un brazo, y se derrumbó sobre una rodilla; un torrente de sangre se precipitaba por su falda de malla. Los Sombríos se abalanzaron sobre él con las espadas por delante. Mientras extraía la espada del pecho del caballero, Alith levantó la mirada hacia el tumulto.
Pese a que la caballería de Anlec había perdido la mitad de sus efectivos en la primera carga de los heraldos negros seguía luchando con tesón. Los elfos de Alith que todavía tenían flechas de vez en cuando disparaban sus arcos contra la embrollada masa de cuerpos, eligiendo el blanco según se les presentaba. Los muertos de los dos bandos de naggarothi eran pisoteados por los cascos herrados de los caballos, mientras que los heridos trataban de ponerse a salvo arrastrándose por la hierba. Los Sombríos atendían a los elfos que caían; a los heraldos negros les vendaban los tajos con jirones arrancados de sus capas, mientras que a los druchii les administraban el acero de sus espadas.
Los cuervos volaban en círculo y ascendían y descendían por el cielo que se extendía sobre la batalla. Revoloteaban en la cara de los caballeros y les picoteaban los labios o introducían los picos en los orificios de las viseras buscando los ojos. Algunos pájaros se habían posado en los cadáveres y les rasgaban la capa, la ropa y cualquier parte expuesta de sus cuerpos, y les arrancaban pedazos de carne sangrienta.
Alith se percató de que sólo se daban el festín con los cuerpos de los caballeros y no se acercaban a las docenas de cadáveres de heraldos negros que se amontonaban sobre la maleza.
La caballería druchii luchó hasta que cayó el último elfo, un capitán enfundado en una armadura de plata y oro ampulosamente repujada, quien había soltado la lanza y atacaba a sus contrincantes con una larga espada, cuya hoja brillaba con fuego mágico. Cada tajo de su acero se hundía en la carne o arrancaba alguna extremidad con una facilidad pasmosa. Un yelmo con la forma de un demoníaco rostro contraído ocultaba su identidad, y sus ojos se fundían con la penumbra del otro lado de la visera. Su montura viró, y los heraldos negros retrocedieron; a su alrededor yacía una docena de cadáveres envueltos en capas de plumas negras.
Sin que mediara una orden, varios heraldos guardaron las lanzas y sacaron los arcos mientras ensanchaban el círculo alrededor del capitán. El druchii comprendió qué iba a ocurrir y espoleó su caballo con la espada calada para el ataque final; pero ocho flechas convergieron en su cuerpo antes de que alcanzara a los heraldos negros. El impacto de los proyectiles en la cabeza y el pecho lo arrojó ignominiosamente a la hierba empapada de sangre, junto a los elfos que había matado.
* * *
Los heraldos negros no vitorearon la victoria ni levantaron al cielo sus armas a modo de celebración. Pasearon con sus caballos entre las pilas de cadáveres y heridos comprobando con las puntas de las lanzas si quedaba algún enemigo vivo. Alith contempló impasible cómo hundían las lanzas en los caballeros que todavía respiraban y luego volvió la vista hacia el sur.
Apenas se vislumbraba algo de lo que ocurría al otro lado del río más que una masa caótica de manchas blancas y negras que se enfrentaban entre sí. Distinguió los estandartes de Ellyrion mezclados con los de Nagarythe, pero poco podía sacar en claro de aquel tumulto. Las maniobras y las estrategias ya habían cumplido su parte, y el resultado definitivo de la batalla lo decidirían la fuerza, la destreza y el valor.
Una sombra cubrió al joven Anar, y éste levantó la mirada hacia el rostro del heraldo negro. El jinete sujetaba una lanza ensangrentada en la mano derecha y tenía los brazos y las manoplas teñidas de carmesí. Sus ojos de color esmeralda brillaban sepultados en la capucha. Una sonrisa se dibujó en los labios de Alith.
—Morai-Heg debe tener para mí algún tipo de plan realmente tortuoso, pues de nuevo me ha salvado —dijo el señor de Anar.
—No ha sido La que Todo lo Ve quien me ha traído aquí —repuso Elthyrior.
—Entonces, ¿quién os ha enviado en mi auxilio?
—La princesa Athielle. La noche del día en que llegamos a Tor Elyr me pidió que volviera al norte y regresara con los heraldos negros que se oponían a las tinieblas de Anlec.
—Aun así vuestra intervención ha sido de lo más oportuna.
—Todavía no se ha ganado la batalla —dijo Elthyrior, sacudiendo la cabeza hacia el río—. Finudel y Athielle están atacando, y Kheranion se dispone a realizar su movimiento definitivo.
Alith se dio la vuelta rápidamente y escudriñó el cielo. Una figura negra se abatía como un relámpago por el sureste. El oscuro dragón se lanzaba contra los Guardianes de Ellyrion agitando las alas y echando humo por las fauces y la nariz. Por un momento, dio la impresión de que la bestia se estrellaría contra el suelo, pero en el último instante extendió las alas y se quedó suspendida en el aire, a dos palmos de la hierba. Con sus garras abrió unos surcos enromes entre las filas de jinetes, trinchando de manera indiscriminada elfos y caballos. A continuación, remontó el vuelo, llevándose consigo dos caballeros que desde las alturas arrojó con una fiereza brutal contra sus compañeros.
Alith contempló aquel desastre desde la distancia, sin inmutarse, hasta que sus ojos se posaron en la dorada figura menguada de un jinete: Athielle. El dragón pasó planeando sobre los Guardianes de la princesa, que le disparaban unas flechas que rebotaban sin éxito en su gruesa piel.
El joven Anar buscó con la mirada la montura libre de alguno de los numerosos jinetes que habían caído en la batalla, corrió hacia la más cercana, un caballo sin loriga que había pertenecido a un heraldo, y se encaramó el animal de un salto.
—¿Qué pensáis que conseguiréis, Alith?
Alith no respondió. Arreó el caballo y se alejó al galope en dirección al vado, mirando una y otra vez por encima del hombro para no perder de vista el dragón, que trazaba círculos en el aire, se lanzaba en picado contra los jinetes y tras causar estragos entre sus filas ascendía en espiral hacia las nubes. Alith todavía estaba demasiado lejos como para oír el fragor de la masacre. La carnicería que se había desatado era como una escena bordada en un tapiz, como la representación de un acto horrendo a la vez que hermoso.
La montura de Alith avanzó por el vado, y el agua pulverizada le empapó las piernas, pero el elfo no se daba cuenta, como tampoco notaba el viento cortante en la piel ni oía el rumor del agua corriente del río. Tenía la mirada fija en Athielle y sus Guardianes. Por su parte, las compañías de caballería de Finudel ya habían contactado con la retaguardia de los druchii que luchaban cerca del río.
El dragón persistía en su acecho a los jinetes ellyrianos, y valiéndose de sus colmillos y del hálito tóxico que expelía, abría brechas entre los Guardianes. Buena parte de los jinetes huían de la bestia, pero en torno a Athielle todavía demostraban su valor varios centenares de caballeros, que continuaban arrojando en vano sus flechas contra el despiadado monstruo.
El caballo alcanzó la otra orilla del río y a punto estuvo de tirar a Alith mientras ascendía entre el carrizo. El elfo se tambaleó, y mientras se enderezaba sobre la silla, su mirada se desvió hacia el sur y por un momento se olvidó de Athielle y del dragón negro. Su ejército marchaba hacia el norte para apoyar a la princesa, pero no fue eso lo que lo dejó perplejo, sino el contingente formado por varios millares de soldados con uniformes plateados, verdes y rojos que seguía la estela de sus guerreros y las cuatro figuras —dos rojas y otras dos azul oscuro— que se deslizaban con agilidad por el cielo encima de las huestes.
¡Príncipes dragoneros de Caledor!
* * *
Alith dio una voz a su montura para que se detuviera y contempló, asombrado, los cuatro dragones planeando sobre las llanuras a ras de suelo, casi peinando la hierba con las puntas de sus alas. Escupían fuego por la boca e iban dejando una estela de humo que la batida de sus alas convertía en torbellinos grises. Cada dragón llevaba un jinete sentado en un trono y banderolas rojiverdes que se sacudían prendidas de mástiles y bajo las moharras de las lanzas.
El joven señor de Anar lanzó un grito de alegría y admiró en silencio el poderío y la elegancia de los dragones que volaban directamente hacia el ejército de Kheranion. El comandante druchii, absorto en la escabechina que estaba perpetrando con su feroz montura en la escolta de Athielle, no parecía haberse percatado de la amenaza que se cernía sobre él.
Dos de los dragones caledorianos viraron a la izquierda y planearon hacia la batalla que estaba teniendo lugar junto al río. De camino al enemigo pasaron a apenas cincuenta pasos de Alith, que sufrió las rachas de viento que levantaban al batir las alas. Los jinetes de los otros dos dragones llevaron sus monturas a la izquierda, directamente hacia Kheranion.
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El príncipe druchii reía mientras atravesaba con su lanza las tripas de otro ellyriano. Debajo de él, Colmillos Sangrientos se deleitaba con la carnicería desgarrando, arrancando y triturando elfos con sus dientes y sus garras. Kheranion posó sus ojos en la princesa de armadura dorada y se recreó mentalmente en los placeres macabros que le infligiría esa noche. Tenía la intención de capturarla viva, también a su hermano, y vejarlos antes de arrojar sus despojos a los sacerdotes y sacerdotisas de Khaine.
En esto pensaba cuando tiró con fuerza de las cadenas doradas que utilizaba como riendas de Colmillos Sangrientos para refrenar la sed de sangre de la bestia. El dragón derribó a un jinete del caballo de un zarpazo y se volvió a su amo con los labios apretados de la irritación.
—¡No hagas daño a la princesa! —bramó Kheranion—. ¡Es mía!
Colmillos Sangrientos soltó un gruñido de decepción, pero no persistió en sus protestas y centró de nuevo toda su mortífera atención en los ellyrianos. Apretó la mandíbula con la cabeza de un caballo en la boca y se la arrancó; de un latigazo de su cola con pinchos arponeó a tres jinetes, les combó los petos de las armaduras, les hizo trizas las costillas y les machacó los órganos vitales.
Kheranion prácticamente tenía vía libre hasta Athielle; apenas una docena de Guardianes se interponía entre ellos. El druchii veía con toda claridad a la princesa, que se volvió a él y lo fulminó con una mirada llena de desprecio, enmarcada en su larga melena ondulada. Kheranion se preguntó cuánto le duraría aquella actitud desafiante cuando le arrancara la cabellera y sus bellas facciones recibieran las caricias de una docena de aceros. Aquella idea avivó su excitación y arreó a Colmillos Sangrientos.
El dragón avanzó un poco más y de una sacudida con su ala en forma de garra derribó un puñado de caballeros antes de detenerse. Irguió el cuello, olisqueó el aire y, de repente, viró a la izquierda.
—¿Qué haces? —bramó Kheranion, tirando de las cadenas con todas sus fuerzas.
Colmillos Sangrientos hizo oídos sordos a la pregunta y tensó los músculos para despegar. Kheranion no tardó en ver la causa del arrebato del dragón; llevó la vista al sur y divisó dos figuras descomunales que surcaban el cielo a toda velocidad en dirección a ellos.
—¡Por la gloria de Khaine! —musitó el príncipe druchii mientras Colmillos Sangrientos remontaba el vuelo, provocando con la batida de sus alas una corriente descendente que derribaba a los jinetes y caballos que lo rodeaban.
Kheranion notaba las palpitaciones del corazón acelerado de su montura; las vibraciones eran como martillazos que aporreaban el asiento del trono y trepaban por su espalda. El dragón hacia un gran esfuerzo para ganar altura, y cada vez que respiraba se producía una explosión estentórea, y alrededor del jinete y de la bestia se formaban nubes grasientas.
El primer dragón caledoriano se inclinó a la derecha, y luego giró bruscamente a la izquierda, y el príncipe encaramado a él dirigió su larga lanza hacia el cuello del monstruo. Colmillos Sangrientos giró para eludir el golpe, y la lanza se clavó en la membrana de su ala derecha y le abrió una herida grande e irregular en la piel escamada. El dragón caledoriano se colocó como un rayo detrás de ellos y, de camino, azotó con su cola el costado de Colmillos Sangrientos.
El otro dragón caledoriano tomó altura y plegó las alas para lanzarse en picado sobre la bestia druchii. Kheranion se contorsionó en la silla, apoyó el extremo inferior de su lanza mágica en las carnes de su montura para amortiguar el impacto y orientó la punta del arma hacia el príncipe dragonero que se le echaba encima; pero el ala herida de Colmillos Sangrientos sufrió un espasmo e hizo un extraño cuando el dragón la batió, lo que provocó que se inclinara a la derecha y alejara la punta de la lanza de su destinatario.
Kheranion miraba fijamente a su rival. El rostro contraído del príncipe caledoriano estaba circundado por una mata de pelo rubio que ondeaba a su espalda impelido por la velocidad del descenso del dragón. Kheranion masculló una maldición cuando, un segundo antes de que la lanza de su enemigo encontrara su objetivo, su mirada se topó con los penetrantes ojos azules del príncipe caledoriano y sólo vio ira en ellos.
La punta de la lanza atravesó el peto de Kheranion, lo que provocó una explosión de fuego mágico; se hincó en un pulmón y le destrozó la columna vertebral. El príncipe ya estaba muerto cuando la fuerza del impacto lo arrancó de las correas esmaltadas que lo mantenían fijo al asiento y salió disparado del trono con las piernas rotas; las cadenas resbalaron entre los dedos muertos del druchii. El caledoriano extrajo la lanza con un giro de muñeca y el cuerpo de Kheranion cayó dando volteretas en el aire y se estrelló contra el suelo.
El primer dragón caledoriano dio media vuelta, arañó con sus garras el hocico de Colmillos Sangrientos y le arrancó un buen montón de gruesas escamas. La monstruosa mole rugió y expelió una nube enorme de gas venenoso, giró y se alejó batiendo las alas en dirección al Mar Interior, chorreando sangre de las heridas.
Liberado de su amo, Colmillos Sangrientos huyó y se desvaneció entre las nubes.