QUINCE
El sonido de los cuernos
Aunque no les habían ligado las manos, Alith no tenía ninguna duda de que tanto él como sus compañeros naggarothi eran prisioneros de los ellyrianos. Habían cabalgado hacia el sur custodiados por un centenar de caballeros que los acribillaban continuamente con sus miradas recelosas. Los jinetes se habían llevado aparte a Anataris y a Durinithill, a pesar de las protestas y los berrinches de sus madres. Aunque era un acto cruel, Alith sabía que él hubiera hecho lo mismo.
Cinco días después de ser capturados, llegaron a Tor Elyr. Por levante, la luz vespertina reverberaba en el Mar Interior, cuyo oleaje rompía en la orilla de guijarros que se precipitaba en picado hasta el agua. Dos ríos resplandecientes —uno desde el norte y otro desde el este— discurrían serpenteando hasta el mar y convergían en la capital de Ellyrion.
La ciudad no se parecía a nada de lo que Alith había visto antes. Erigida en la confluencia de los ríos con el mar, Tor Elyr estaba constituida por una serie de islas inmensas, conectadas por unos puentes cuyos elegantes arcos estaban recubiertos de césped de tal modo que parecía que los prados nacían de manera espontánea y se extendían por el agua.
Las torres de los ellyrianos eran como estalagmitas de marfil; abiertas en su base circular, se elevaban altas en el cielo sobre columnas talladas y escaleras de caracol. No se veía ningún camino ni carretera pavimentado; todo era hierba, incluso la superficie en la que se asentaban las torres.
Caballos blancos se movían con total libertad de un lado a otro, aglutinados en caballadas que mordisqueaban el exuberante tapete de hierba o trotando por los puentes junto a sus compañeros elfos. En el agua cabeceaban embarcaciones blancas, cuyos mascarones de proa eran figuras de caballos con los arneses de oro y cuyas velas triangulares resplandecían al sol. Era tan diferente del sombrío Nagarythe como el día de la noche. Allí todo era cálido y luminoso, ni siquiera había una nube en el cielo, de un intenso color azul que teñía las aguas del Mar Interior.
Los naggarothi atrajeron las miradas de los ciudadanos mientras sus captores los conducían de isla en isla por las amplias y sinuosas avenidas de Tor Elyr. Los ellyrianos no eran muy comedidos a la hora de expresar su desaprobación, y por encima del murmullo de voces, se oían los insultos e improperios que dedicaban a Alith.
Finalmente, llegaron al gran palacio. Era la única construcción erigida en una isla en la desembocadura de los ríos, de mayores dimensiones que la mansión de Elanardris, aunque no tan grande como la ciudadela de Tor Anroc. Tenía la forma de un anfiteatro, con un jardín inmenso cercado por una muralla derruida y seis torres asentadas sobre centenares de pilares angostos. En el centro del jardín se levantaba abruptamente un collado con runas blancas dibujadas en la hierba y con una tarima circular construida en madera oscura y plata en la cima.
Sobre la plataforma se elevaban unos mástiles altísimos, rematados con crines de caballo, de los que colgaban los estandartes de las casas más importantes de Ellyrian; el azul, el blanco y el dorado ondeaban con la suave brisa. En el centro del estrado había dos tronos con los respaldos tallados en forma de caballo rampante y que parecían componer una pareja de baile. Los nobles de Ellyrion se congregaban repartidos por la tarima y las pendientes del collado, algunos de pie y otros a lomos de corceles que trotaban con altanería. Todos se volvieron a los recién llegados y los miraron con antipatía.
El trono de la derecha estaba vacío, salvo por una corona de plata depositada en el asiento. El otro estaba ocupado por la princesa Athielle. La visión de la princesa despertó en Alith unos sentimientos que había creído desaparecidos para siempre. Su cabellera se precipitaba por sus hombros y su pecho hasta la cintura en lustrosos tirabuzones dorados, con algunos mechones recogidos en trenzas tejidas con cintas con incrustaciones de rubíes. Llevaba un elegante vestido sin mangas azul claro, engalanado con oscuras rosas rojas y bordado con hilo de oro y más gemas rojas. Su piel tenía un tono dorado que resplandecía al sol.
Sus ojos eran de un extraordinario color verde oscuro con briznas marrones, y sobre ellos exhibía un encolerizado entrecejo fruncido. Athielle contempló a Alith y al resto de naggarothi con una ira arrebatada que no mermó un ápice la admiración que provocaba en Alith; muy al contrario, la expresión de la princesa era la demostración de un temperamento exaltado que le hacía sentir una atracción aún mayor hacia ella.
—Desmontad —ordenó Anathirir, el capitán del escuadrón que los había capturado.
Alith bajó obedientemente del caballo y le faltó tiempo para enfilar hacia los tronos. Los caballeros se apresuraron a cerrarle el paso, interponiéndose con las lanzas caladas entre él y su monarca. La verdad era que no había de qué preocuparse, puesto que ni Alith ni Elthyrior estaban armados.
—Traedlos —espetó Athielle—. Quiero verlos.
Los caballeros se separaron y, apremiados por la presencia de los jinetes, los naggarothi se dirigieron hacia la princesa. Se detuvieron a escasos pasos del trono, y Athielle se levantó y se acercó a ellos con paso firme. Más alta que Alith y con los brazos cruzados, Athielle recorrió arriba y abajo la fila de prisioneros, escudriñándolos detenidamente.
Alith hizo una breve reverencia y abrió la boca para hablar, pero Athielle se percató enseguida de su intención.
—¡Silencio! —espetó, levantando un dedo para hacerle callar—. Sólo hablaréis cuando se os pregunte.
Alith asintió con la cabeza.
—¿Quién es el líder de vuestro grupo?
Los naggarothi se miraron unos a otros unos instantes, hasta que finalmente todas las miradas recayeron en Alith.
—Yo respondo por todos, lady Athielle —respondió el joven príncipe—. Me llamo…
—¿Os he preguntado vuestro nombre? —le interrumpió Athielle—. ¿Es cierto que os llevasteis unos caballos junto al vado de Thiria Elor?
Alith miró de refilón a sus compañeros antes de responder.
—Es cierto, nos llevamos unos caballos. Nos…
—¿Y teníais permiso para llevaros esos caballos? —preguntó Athielle.
—¿Eh?… No, pero necesitábamos…
—¿De modo que admitís que robasteis los caballos?
Alith balbuceó un momento, frustrado por el interrogatorio de la princesa.
—Entenderé vuestro silencio como una respuesta afirmativa. En la actualidad, salvo el asesinato, no existe delito más grave en Ellyrion. En estos momentos que mi hermano se halla luchando para expulsar a los naggarothi de nuestras tierras resulta que os encontramos en la frontera. Habéis atravesado las montañas con la intención de espiar para Morathi, ¿no es cierto?
—¡No! —exclamó Heileth—. Huimos de Nagarythe.
—¿Acaso no sois naggarothi? —Athielle volcó toda su atención en Heileth, que retrocedió amedrentada por la ira de la princesa.
—Yo no —respondió Lirian. Y lanzando una mirada lastimera hacia los caballeros, añadió—: Por favor, princesa, se llevaron a mi hijo.
—¿Y cuántos hijos de Ellyrian creéis que se ha llevado la guerra contra los naggarothi? —replicó Athielle—. ¿Qué importa un niño en medio de toda esta devastación?
—Es el heredero de Bel Shanaar —señaló Alith, provocando el grito ahogado de los nobles ellyrianos.
Athielle se volvió de nuevo al elfo y lo miró con curiosidad. Entonces, prorrumpió en una risa que no contenía ni pizca de regocijo.
—¿El heredero de Tiranoc? ¿Huyendo por los bosques con un grupo de naggarothi andrajosos? ¿Esperáis que os crea?
—Alteza, miradme —dijo Lirian en un tono cada vez más apremiante—. Soy Lirian, viuda de Elodhir. Nos conocimos en la corte de Bel Shanaar cuando Malekith regresó. Entonces, no iba tan harapienta como ahora y tenía el pelo casi tan largo como el vuestro.
Athielle inclinó a un lado la cabeza y examinó a la princesa tiranocii. Abrió completamente los ojos al reconocerla.
—¿Lirian? —masculló, tapándose la boca, horrorizada.
Athielle se abalanzó sobre Lirian y la estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que a punto estuvo de aplastarla.
—¡Oh, pobrecilla, lo siento! ¡Qué os ha pasado!
La princesa de Ellyrion retrocedió.
—¡Traed a los niños! —bramó, descargando toda su inopinada ira en Anathirir.
El capitán, ruborizado, hizo un gesto rápidamente a sus caballeros, y en cuestión de segundos, dos jinetes aparecieron de forma precipitada y devolvieron los niños a sus madres.
—¿Y quién sois vos que nos traéis este regalo? —inquirió Athielle, volviéndose a Alith.
—Me llamo Alith —declaró solemnemente el príncipe—. Soy el último señor de la Casa de Anar.
—¿Alith de Anar? ¿El hijo de Eothlir?
Alith se limitó a asentir con la cabeza, y para su sorpresa, Athielle también lo abrazó a él, oprimiéndole el pecho de tal modo que le cortó la respiración.
—Luchasteis con Aneltain —musitó Athielle—. Llevo tanto tiempo anhelando conocer a un señor de Anar para agradecerle su ayuda…
Alith sostuvo las manos en el aire sin llegar a tocar la espalda de Athielle, preguntándose si debía corresponder a su abrazo. Pero antes de que pudiera tomar una decisión al respecto, la princesa le soltó; tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.
—Lo siento —dijo, dirigiéndose al grupo de cautivos—. ¡La maldad desatada por Morathi ha arraigado en todos nosotros! Por favor, perdonad mi aprensión.
Alith apenas podía contener la risa que le provocaba la repentina transformación de la princesa. ¿Qué otra cosa podía hacer si no ante aquella severa muestra de arrepentimiento?
* * *
La hostilidad con la que los ellyrianos habían recibido al grupo fue compensada con creces por la hospitalidad que les dispensaron tras recibir la bendición de Athielle. Los alojaron en espaciosas cámaras en el interior del palacio, y Alith fue agasajado con varios criados a su servicio. Sin embargo, la presencia de los sirvientes le suponía una distracción, así que los despachó con recados absurdos para quitárselos de encima y quedarse solo. Esa búsqueda de la soledad se vio interrumpida por la invitación de la princesa al banquete que celebraba esa noche.
Alith bregaba con un conflicto interior mientras sus criados lo conducían al extensísimo jardín. En el fondo se moría de ganas por marcharse de Tor Elyr, toda vez que ya había cumplido su obligación con Lirian y los demás. Continuamente le rondaban las imágenes de Elanardris arrasada; él alimentaba esos recuerdos funestos, y de la amargura que le provocaban extraía toda su resolución. Sin embargo, también le acosaba la idea de pasar un poco más de tiempo con Athielle y de olvidar los juramentos que se había hecho a sí mismo. Este deseo le hacía sentirse débil y egoísta, de modo que cuando salió del palacio y se reunió con sus anfitriones no estaba de humor.
El jardín estaba ocupado por una cantidad ingente de mesas largas. Centenares de lámparas arrojaban luces de distintos colores y pintaban franjas verdes, amarillas y azules en el suelo. Los caballeros de Ellyrian y los nobles se movían con paso firme alrededor de las mesas, degustando las abundantes bebidas y exquisiteces que se les ofrecían; charlaban sosegadamente, y sus voces y sus risas se dispersaban en el cielo nocturno. Alith recorrió con la mirada la muchedumbre, buscando algún rostro familiar, pero no halló rastro de Elthyrior, Saphistia ni de los demás. Athielle todavía no había hecho acto de presencia.
Un puñado de ellyrianos trató de entablar una conversación con él. Se le acercaban distraídamente en pequeños grupos para conocer a su peculiar invitado. No obstante, las respuestas gentiles pero secas de Alith desbarataban al punto cualquier intento de sus interlocutores de establecer un vínculo amistoso. Tampoco las miradas compasivas de los nobles cuando se alejaban de él le ayudaban a apaciguar la ira que todavía bullía en su interior. Le resultaba incomprensible que estuviera celebrándose un banquete de aquella magnitud mientras había elfos luchando y muriendo no muy lejos de allí y el futuro de Ulthuan pendía de un hilo. Aquello era tan distinto de lo que había dejado en Nagarythe que sintió la necesidad imperiosa de marcharse de inmediato. No deseaba formar parte de aquella farsa de la alegría y la complacencia.
Justo cuando había decidido irse, apareció Athielle. Escoltada por un grupo de caballeros hizo su entrada en el jardín a lomos de un majestuoso semental blanco. Sus trenzas ondeaban a su espalda como si fueran una capa, y los diamantes refulgían en los arneses de la montura y centelleaban como estrellas en las costuras de su vestido azul.
La multitud se abrió al paso de la princesa, que ascendió al trote hasta el trono, mientras que su escolta se dispersó entre los elfos congregados en el jardín. Athielle desmontó con elegancia y despidió con un susurro a su caballo, que se alejó al galope. Los criados ya la rodeaban con bandejas de comida y copas de vino, pero ella no les hizo caso. Paseó la mirada por sus súbditos y la detuvo en Alith, parado a cierta distancia a su izquierda, apartado del resto de elfos; le hizo una señal para que se acercara. Alith respiró hondo y emprendió la ascensión del collado con paso firme, ignorando las miradas que dirigían hacia él el resto de ellyrianos y con los ojos fijos en los de Athielle, quien tampoco los apartaba de los suyos. Cuando llegó a la tarima, la princesa le sonrió y le tendió la mano para recibirlo. Alith tomó la mano, hizo una reverencia y le besó los finos dedos.
—Es un placer volver a veros, princesa —dijo Alith, que se sorprendió al descubrir que la afectuosa sonrisa de la princesa había disipado todo su resquemor anterior y que aquellas palabras le salían del corazón.
—Para mí es un honor, príncipe —respondió Athielle. Se volvió un instante y susurró algo al oído de un criado, que se escabulló rápidamente.
—Espero que encontréis vuestra estancia en Tor Elyr más cómoda que el viaje que os ha traído hasta aquí —añadió la princesa, retirando delicadamente la mano y sentándose en el trono.
Alith vaciló antes de contestar, pues quería que su respuesta fuera sincera sin dar a entender su recelo.
—Ellyrion debe sentirse muy orgulloso de la hospitalidad de vuestra ciudad y de vuestro pueblo —respondió finalmente.
El criado regresó acompañado por otros sirvientes cargados con sillas con los respaldos altos, que colocaron alrededor del trono. Athielle le hizo un gesto a Alith para que tomara asiento y se volvió con una enorme sonrisa en los labios.
—No tenéis por qué sufrir mi compañía solo, Alith.
Antes de que Alith pudiera replicar que la conversación estaba siendo de lo más placentera, Athielle señaló algo detrás de él. Alith se volvió y vio a Lirian, Heileth y Saphistia ascendiendo por el collado, ataviadas con vistosos vestidos de seda y cubiertas de joyas. De los niños no había ni rastro, como tampoco de Elthyrior. Las damas se sentaron en torno a Alith. Se las veía cómodas vestidas de gala y encantadas de que las colmaran de atenciones.
—Nuestras damas vagabundas han recuperado todo su esplendor —dijo Athielle—, como los soberbios corceles que necesitan un buen cepillado tras un largo viaje por las zarzas y los bosques.
Alith masculló unas palabras dándole la razón, pues sus compañeras rezumaban nobleza por todos sus poros. Aun así, a la belleza de Lirian le faltaba algo de espontaneidad; era como una estatua de factura impecable, lo que le recordó poderosamente a Ashniel. Sin embargo, Heileth y Saphistia resultaban más familiares —sin duda, algo tenía que ver con que fueran naggarothi—, aunque también ellas habían adquirido un aire como de ensueño, fruto del mimo de los criados. Alith se volvió de nuevo a Athielle y se admiró aún más de su belleza natural. Si bien su aspecto respondía a los mismos cuidados y trabajos meticulosos de los criados recibidos por las demás, Alith percibió en la princesa un brillo especial, una luz vital que brotaba de su interior y que no podían eclipsar todas las piedras preciosas y los vestidos de Ulthuan.
Alith trató de borrar esos pensamientos de su mente, pero Athielle se inclinó hacia él y se sintió embriagado. Era el aroma mismo de Ellyrion, del aire fresco y de la hierba lozana, de los cielos abiertos y de las praderas sinuosas.
—Parecéis incómodo, Alith —observó la princesa—. ¿No os sentís bien?
—Estoy perplejo —respondió Alith—. Si me permitís la pregunta, ¿cómo puede haber aquí tantos ellyrianos si la guerra con los naggarothi se extiende por todo Ulthuan?
Las facciones perfectas de Athielle se descompusieron en cuanto frunció la frente, y Alith se arrepintió inmediatamente de su pregunta.
—Habéis llegado en un breve momento de respiro. Mi hermano sigue luchando en el norte, defendiendo estas tierras. —Su voz y su expresión fueron suavizándose a medida que hablaba—. ¿Es incorrecto disfrutar de estos fugaces momentos de paz? Si no valoráramos cómo serían nuestras vidas sin guerra, ¿para qué lucharíamos? Quizá sea un defecto de los naggarothi que nunca se sientan contentos consigo mismos, que sólo sepan medir el éxito de sus vidas en la acción y no en el sosiego.
Las palabras de Athielle hirieron profundamente a Alith, que agachó la cabeza, avergonzado. No tenía ningún derecho a contaminar aquel lugar con su amargura, a envolver en las sombras el júbilo ajeno. Sin embargo, y pese a su recelo, una parte de su alma se rebeló contra ese conformismo. Aquello no era más que una ilusión, una diversión falsa que pretendía relegar de una manera vacua y sin sentido la plaga que asolaba Ulthuan.
Alith se mordió la lengua para evitar perseverar en la ofensa. Athielle seguía hablando a los demás, pero Alith no prestaba atención a sus preguntas ni a las respuestas que recibían. Sólo transcurrido un buen rato levantó la mirada al advertir movimiento. Lirian, Saphistia y Heileth abandonaban la plataforma del trono. Alith se levantó, balbuceó unas palabras de despedida y volvió a quedarse solo con Athielle y su séquito.
—Parece que mis intentos de levantaros el ánimo han sido un fracaso. Por favor, sentaos y hablemos de otros asuntos que quizá os preocupen más.
—Disculpad mi comportamiento, princesa. No pretendía despreciar vuestra amabilidad —repuso Alith, sentándose de nuevo—. Esta guerra me ha causado tanto sufrimiento como al que más y no está en mi naturaleza olvidar el dolor. Me encantaría que todos los días fueran como hoy, pero desearlo no lo hará realidad.
—No os engañaré, Alith —dijo con voz seria la dama de Ellyrion—. Los últimos acontecimientos no han inclinado la contienda a nuestro favor. El Rey Caledor ha tenido que retroceder y ha perdido lo ganado durante el verano. Esperamos que los naggarothi reemprendan la marcha sobre Tor Elyr antes de que acabe la estación. Esta vez no estoy segura de poder plantarles cara, pues parece que su odio y su resolución para aplastar cualquier obstáculo no tienen fin.
—Hay que luchar. No hay alternativa. He visto con mis propios ojos las atrocidades de Morathi y la maldad de sus partidarios. Es preferible morir luchando que someterse a su brutal esclavitud.
—¿Y cómo pensáis seguir luchando, Alith? —preguntó Athielle—. Sois un príncipe sin reino, un líder sin ejército.
Alith permaneció en silencio, pues no tenía la respuesta a aquella pregunta. No sabía cómo iba a luchar; lo que sí sabía era que debía hacerlo. Se negó a aceptar la desesperanza que se agitaba en su interior; se negó a considerar cualquier posibilidad de rendición. La sangre le bullía en las venas y el corazón se le aceleraba con el más leve recuerdo de los druchii y de las desgracias que le habían infligido.
Alzó la mirada y clavó sus penetrantes ojos en Athielle, que se encogió en el trono, sorprendida.
—No sé cómo lucharé —declaró Alith—. No sé si alguien luchará a mi lado. Pero no dejaré con vida a un solo druchii mientras respire. Ya no me queda nada más.
* * *
La estación transcurría de un modo muy distinto en Ellyrion, donde el clima era más benigno que en Nagarythe. Alith perdió la noción del tiempo y no sabía cuánto llevaba en Tor Elyr. Los días pasaban y caían en un limbo interminable y empezaba a sentir la misma frustración que lo había acosado en Tor Anroc. No tenía ningún plan, sus actividades no estaban encaminadas a un objetivo concreto, simplemente sentía el deseo acuciante de hacer algo.
Apenas veía a los elfos que habían viajado con él a Ellyrion. Elthyrior había desaparecido poco después de la llegada, y los demás se habían integrado rápidamente en la vida cortesana de su nuevo hogar. Le resultaba insoportable la compañía de los ellyrianos, a quienes encontraba un pueblo más parlanchín y fastidiosamente campechano incluso que los criados de Tor Anroc. Las vastas praderas que rodeaban la ciudad carecían del encanto lóbrego de Elanardris, y los campos inundados de sol sólo le servían para resaltar el marcado contraste con la frialdad de sus sentimientos. Tampoco el Mar Interior le llamaba la atención y lo veía únicamente como el medio para viajar al este, lejos de Nagarythe.
Así pues, pasaba la mayor parte del tiempo solo, rumiando sobre su destino. Los ellyrianos no tardaron en evitar también su compañía, y él alimentaba ese rechazo. Incluso llegó a declinar las invitaciones de Athielle para acompañarla, llevado por una tormentosa necesidad autoimpuesta de privarse de cualquier forma de placer. Alith llegó a un punto en el que odiaba y amaba a partes iguales su sufrimiento; hallaba consuelo en su resentimiento y sumido en ese estado confirmaba sus tétricas sospechas sobre sus hermanos elfos.
* * *
Cuando la temperatura empezó a descender también en los territorios que disfrutaban de un clima más benigno al amparo de los Annulii, el príncipe Finudel regresó de su campaña. Alith se sumó a la corte de Ellyrian para dar la bienvenida al príncipe, y esa misma noche. Athielle los presentó. El trío se reunió en las dependencias del príncipe, que ocupaban la parte alta de una de las torres del palacio. Alith relató una vez más las circunstancias que habían rodeado su huida de Nagarythe.
—Lo único que quiero es devolver el golpe a quienes han destruido mi familia y mi tierra —concluyó Alith.
—¿Deseáis luchar? —preguntó Finudel.
El parecido entre ambos hermanos era asombroso, aunque Finudel tenía un carácter aún más exaltado y propenso a los cambios de humor que su hermana. Paseaba por la cámara circular moviendo constantemente las manos, incapaz de estar quieto.
—Sí —respondió Alith.
—Entonces, pronto tendréis la oportunidad de hacerlo —dijo Finudel—. No habéis sido los únicos naggarothi que habéis cruzado las montañas. Un grupo de compatriotas vuestros se nos unieron cuando perseguíamos un ejército de sectarios. Muchos hablaban maravillas de vos, Alith, y la noticia de que estáis vivo les subirá la moral.
—Me alegra oír que paisanos míos consiguieron escapar de las garras de Kheranion y sus ejércitos —dijo Alith—. ¿Cuántos son?
—Varios millares —respondió Finudel—. Están acampados al oeste con mi ejército. Me harías un gran servicio si los liderarais junto a mí en la batalla.
—Nada me satisfaría más —repuso Alith—. ¿Quién es nuestro adversario?
—Los druchii han recuperado el Paso del Águila. Su facción oriental no está a más de tres días de Tor Elyr. Mañana reemprendo la marcha.
—Yo también saldré —dijo Athielle—. No podemos permitir que el enemigo se acerque a la ciudad. Ya habéis visto que no tenemos murallas de defensa; no hay forma de contener a los druchii. Tenemos que enfrentarnos a ellos en campo abierto y con todos nuestros efectivos.
—Debemos terminar con esta amenaza —señaló Finudel—. En el norte todavía quedan grupos de elfos que fueron nuestros súbditos en otro tiempo y que sucumbieron al influjo de Morathi. Son una plaga dentro de Ellyrion, pero no podemos expulsarlos mientras persista la amenaza por el oeste.
—Lucharé por Ellyrion como si fuera mi propia tierra —declaró Alith—. Los druchii pagarán la traición con su sangre.