CATORCE
Perseguido por las tinieblas
Acamparon justo antes del amanecer, al abrigo de un saliente rocoso en la ladera occidental del Anul Arillin. Elthyrior les había advertido de los peligros de moverse durante el día, y luego había desaparecido volviendo sobre sus pasos por el sendero que habían estado siguiendo.
El grupo compartió un desayuno frío y silencioso. Alith se había sentado aparte y masticaba un trozo de carne curada mientras contemplaba los picos que se elevaban frente a él y por donde despuntaban los primeros rayos de sol. Aquella imagen lo había llenado de júbilo en otro tiempo, pero ya no le producía ninguna emoción.
—Dormid un poco —dijo Alith a sus compañeros de viaje.
Él se encaramó al saliente para hacer guardia. Desde allí arriba los observó acurrucándose bajo las mantas como polluelos en busca del calor de los demás integrantes de ese nido. Deseó con ahínco que el paisaje lo conmoviera, que le evocara algún recuerdo de su madre, un atisbo del amor que había profesado por Milandith. Sin embargo, no podía sacarse de la cabeza a Caenthras y los druchii. Sólo entonces sentía algo, una ira que lo acaloraba más aún que el sol naciente.
* * *
Elthyrior regresó poco después de que el sol se desparramara por todos los rincones de las cumbres. Llegó precipitadamente, resollando, y Alith se percató del pequeño corte que exhibía en la frente.
—¡Nos siguen! —exclamó jadeante el heraldo, inclinándose sobre los ellos dormidos y zarandeándolos para despertarlos.
—¿Quién nos sigue? —preguntó Alith, bajando del saliente de un brinco.
—Mis compañeros renegados —gruño Elthyrior—, aunque quizá sea yo quien reciba el apelativo de renegado. Se han unido a Morathi; si bien sospecho que hace mucho tiempo que trabajan para ella. Intentaron capturarme, pero escapé. Sin embargo, debemos darnos prisa. No tardarán en alcanzarnos.
El grupo se apresuró con los preparativos para iniciar cuanto antes la marcha y partió guiado por Elthyrior hacia el sureste, ascendiendo por la falda del Anul Arillin. Alith y el heraldo cargaron con los niños para agilizar el paso de Lirian, Heileth y Saphistia. No siguieron ningún camino marcado; por el contrario, atravesaron zonas rocosas y yermas, y avanzaron por las orillas pedregosas de los arroyos para no dejar rastro.
—No los despistaremos por mucho tiempo —dijo Elthyrior a Alith mientras ayudaban a las damas a encaramarse a una presa formada por unas rocas desprendidas de la montaña que se habían precipitado sobre un angosto riachuelo—. Los heraldos negros disponen de otros medios para perseguir su presa, además de la vista y el oído.
Continuaron la ascensión por la montaña, parándose muy de vez en cuando para descansar y comer. Una parte de Alith deseaba que los heraldos los atraparan para cobrarse la primera venganza de los druchii. Sin embargo, por mucho que anhelara el enfrentamiento con sus perseguidores, dejó a un lado sus aspiraciones personales, pues sabía que la supervivencia de los hijos de Yeasir y Elodhir supondría un golpe mucho más poderoso contra los druchii.
A eso de la media tarde, el grupo coronó un peñasco que se levantaba en la vertiente meridional del Anul Arillin. Alith echó la vista atrás, montaña abajo. Elthyrior retrocedió y se detuvo junto a él. A lo lejos se vislumbraban figuras oscuras moviéndose entre las rocas: los heraldos negros.
Alith los observó unos instantes y contó cinco, quizá más; avanzaban a pie, con los caballos agarrados de las riendas. Las monturas eran negras como las capas de plumas de los heraldos.
—Sus corceles son más un estorbo que una ayuda en las montañas —dijo Elthyrior—. Debemos sacarles la máxima distancia posible antes de llegar a las llanuras de Ellyrion, donde los caballos supondrán una ventaja.
—Entonces, continuemos —repuso Alith, dando la espalda a sus perseguidores.
* * *
Alith nunca había pasado una noche en los Annulii en cotas tan altas. El vórtice mágico creado por Caledor Domadragones arrojaba su energía por las montañas, instigado por los monolitos erigidos por todo Ulthuan. La magia fluctuaba en el umbral de la invisibilidad y un sentido interior de Alith percibía su poder. Los vientos místicos competían entre sí, enredándose y escindiéndose, arremolinándose y soplando por las montañas. Cada ráfaga traía consigo una sensación extraña, una sensación de firme esperanza o profunda desesperación, de calidez o frialdad, de sabiduría o irracionalidad. Aunque Alith siempre había vivido en las inmediaciones de la cordillera, era la primera vez que sentía de verdad la presencia de la magia.
Pero no sólo los vientos místicos perturbaban el descanso de los viajeros. También era continuo el eco de los aullidos y de los rugidos de los animales que defendían su territorio en las cumbres. Allí, en los agrestes parajes de los picos, wyvernos, mantícoras, hidras y basiliscos merodeaban en la oscuridad; las mismas criaturas que los druchii habían capturado para sus ejércitos, unos depredadores enormes a los que los aceros de Elthyrior y Alith no podían hacer frente.
A pesar de que Alith no era ningún neófito en las montañas, en aquellos territorios desconocidos dependía de Elthyrior tanto como los demás. El heraldo negro tenía una pericia especial para moverse por el terreno y entre sus moradores que iba más allá de un conocimiento previo y de la experiencia. Había obligado al grupo a dar largos rodeos para evitar los nidos de los monstruos y, en ocasiones, habían dado media vuelta tras un susurro de advertencia del heraldo. Mientras los demás dormían, Alith decidió interrogarle sobre esa habilidad.
—Ya os he dicho que sigo un camino distinto, el camino marcado por Morai-Heg —explicó el heraldo negro—, que no es mejor ni peor que los demás. Lo único que sé es que mi señora no alberga ningún deseo de que acabe mis días en el gaznate de una bestia cualquiera de los Annulii.
—Pero ¿cómo sabéis cuál es ese camino?
—No es algo racional —respondió Elthyrior—. Es instintivo; un conocimiento interior me guía. Es algo que no puede verse, ni oírse, ni olerse. Simplemente, lo siento en el corazón. Morai-Heg siempre nos empuja a seguir este camino o ese otro, pero la mayoría de los elfos rechaza sus indicaciones y reniega de su sabiduría. Yo acepto el destino que me tiene reservado y dejo que me lleve por la izquierda o por la derecha, que me detenga o me apremie según ella juzgue conveniente.
Alith meneó la cabeza, incapaz de comprenderlo.
—Pero si Morai-Heg ya ha tomado una decisión respecto a nuestro futuro, ¿qué pasa con nuestras decisiones? Por fuerza tenemos que ser algo más que los meros títeres de los dioses.
—¿Eso creéis? De todos es sabido que Aenarion desafió la ira de los dioses para salvar a su pueblo, pero ¿acaso Khaine no lo reclamó como suyo? ¿No se entregó Bel Shanaar a la clemencia de Asuryan antes de ser coronado Rey Fénix? La misma Morathi ha acumulado todo su poder únicamente gracias a los pactos a los que ha llegado con los Dioses Oscuros.
—¿Y por qué debería preocuparme yo de los dioses si ellos no se preocupan de mí?
—No debes preocuparte —respondió Elthyrior, provocando el gesto de confusión de Alith. El heraldo negro continuó en tanto azuzaba el fuego—: Los dioses son lo que son, más o menos antiguos, más o menos importantes. Sólo los tontos reclaman su atención o les piden algo. Los druchii no se dan cuenta de eso y creen que pueden seguir incitando a los cytharai siempre que quieran sin consecuencias mientras continúen ofreciéndoles sacrificios. Pero, decidme, ¿qué ocurriría si los elfos oscuros se impusieran? ¿Si todos los elfos se convirtieran en druchii, y Morathi gobernara el mundo bajo el signo del terror? No habría paz ni armonía; en una civilización así no existiría el equilibrio. Los Dioses Oscuros prosperan en circunstancias de conflicto y discordia, de modo que no hay manera de contentarlos.
Elthyrior se volvió a Alith con la mirada endurecida y encendida.
—Por eso no podemos permitir la victoria de los druchii —musitó, enrabietado—. Son una maldición para nuestra civilización y, si vencen, nos condenaremos a una muerte cruenta a manos de nuestros hermanos. Un pueblo no puede vivir eternamente instalado en la ira y el odio.
—¿No es demasiado tarde? —preguntó Alith—. Los druchii ya han dividido nuestro pueblo y han desencadenado una guerra. Eso sólo puede desembocar en más guerra y derramamiento de sangre.
—Sólo si perdemos la esperanza —replicó el heraldo negro—. Podemos luchar para restablecer la paz, pero no debemos olvidar que para preservarla habrá que superar conflictos. Hubo un tiempo en el que vivíamos en el paraíso, pero eso no volverá a ocurrir. Sólo podemos aspirar a lograr un equilibrio, una armonía tanto individual como colectiva.
Alith se quedó meditando aquellas palabras, y Elthyrior lo dejó enfrascado en sus pensamientos. Las palabras equilibrio y armonía no significaban nada para el joven elfo, que creía que sólo la muerte del último druchii les traería la paz a su pueblo y a él.
* * *
Otros once días se prolongó su viaje por las montañas, abriéndose paso a trompicones y con grandes dificultades, azotados por los vientos y pasando frío. Elthyrior y Alith apremiaban al resto del grupo a continuar, si bien Heileth, Saphistia y Lirian enseguida cayeron exhaustas del esfuerzo. A veces daba la impresión de que simplemente ponían un pie delante del otro de forma mecánica, siguiendo al cabecilla de su escolta. En ocasiones, Elthyrior aflojaba el paso y daba la voz de alto, pero Alith no mostraba ninguna consideración por sus compañeras de viaje y veía su presencia como una molestia necesaria, como una obligación que debía cumplir y que le impedía consagrarse a sus verdaderos objetivos. El joven elfo las obligaba a caminar bajo la luz del sol y de las estrellas, y sólo les permitía dormir cuando caían reventadas.
Durante todos esos días no vieron rastro de sus perseguidores. De vez en cuando, Elthyrior se quedaba rezagado para echar un vistazo, pero cuando regresaba, la única noticia que traía era que estaban solos. Aun así Alith no hallaba en ello motivo de alegría, pues, como Elthyrior ya había advertido, los heraldos negros recuperarían el terreno perdido en cuanto abandonaran las montañas.
Una vez superado el dorso de las cumbres, la marcha se agilizó, ya que los picos abruptos rápidamente daban paso a los suaves montes de Ellyrion.
Al otro lado de la muralla combada de los Annulii, la temperatura era más agradable y los vientos soplaban con menos virulencia, así que el grupo progresaba rápidamente. El descenso les llevó tres días, tras los cuales dejaron atrás las yermas cimas y se hallaron de nuevo en valles cubiertos de pastos y sin apenas bosques.
La partida de refugiados, con las sensaciones encontradas de alivio y temor, acampó en una hondonada a los pies de las montañas. Alith subió a una escarpada colina cercana y paseó la mirada por el paisaje. Empezaba a amanecer y contempló bajo la primera luz del día las praderas de Ellyrion, que se extendían hacia el sur y hacia el este. El sol iba alzándose en el cielo y bañaba la hierba con su luz rubicunda, creando un mar encendido encrespado por el viento. Quizá en otro tiempo Alith se hubiera maravillado de la belleza natural de aquellas llanuras, pero ahora su único pensamiento era que no habría ningún lugar donde esconderse en aquel campo abierto.
—Deberíamos dirigirnos al sur, buscar un río y seguir su curso —dijo Elthyrior, llegando con paso firme a la cumbre de la colina.
Alith le lanzó una mirada inquisitiva.
—No conozco estas tierras y vos tampoco —se explicó el heraldo—. Pero tanto las caballadas de los ellyrianos como los elfos necesitan agua, así que un río nos ofrece muchas posibilidades de encontrar algún asentamiento.
Alith meneó la cabeza.
—No podemos confiar en la lealtad de los ellyrianos que encontremos —repuso el joven príncipe—. La única noticia que ha llegado hasta mí es que el príncipe Finudel ha jurado ayudar al Rey Caledor. Hemos de ir directamente a Tor Elyr.
—¿Y vos conocéis el camino hasta la ciudad de Finudel? —preguntó Elthyrior, mirándolo con curiosidad.
—Mientras vos aprendíais a hablar con los cuervos y a escuchar a Morai-Heg a mí me tenían encerrado estudiando con mis tutores, que no hacían más que desplegarme mapas de Ulthuan en las narices. Tor Elyr se encuentra al sur, al este del Paso del Águila llegando desde Tiranoc, en una ensenada del Mar Interior, entre las desembocaduras del Elyranath y el Irlana.
Elthyrior asintió, impresionado. Pero entonces torció el gesto asaltado por un nuevo temor.
—El Paso del Águila está a ocho días de viaje hacia el sur; y eso si la fatiga de nuestras compañeras no nos retrasa. Los jinetes oscuros no tardarán tanto en atraparnos.
—Ése no es el único problema. Los druchii se han hecho con el paso. —Alith sonrió a pesar de todo—. Me sorprendería que no hubiéramos de superar algunos obstáculos antes de llegar a Tor Elyr, pero los elfos que tenemos a nuestro cargo deben ser entregados allí. Entre el Elyranath y los Annulii se extiende un bosque, el Athelian Toryr, en el que podremos ocultarnos.
Alith apuntó al sur para ilustrar su explicación. A la media luz del amanecer se distinguía una sombra penumbrosa que flanqueaba las montañas por el este y que empezaba justo en la línea del horizonte.
—Podemos llegar al Athelian Toryr en dos días.
Elthyrior meditó la propuesta de Alith unos segundos, con la boca fruncida.
—Hay una alternativa —repuso el heraldo negro—. Las caballadas de los ellyrianos pacen libremente por las praderas. Podríamos buscar una y hacernos con unas monturas.
—¿Queréis robar caballos? —inquirió Alith con repulsión, aunque la sensación se le borró de un plumazo cuando consideró con mayor detenimiento la idea—. Si nos topamos con una caballada antes de llegar al bosque, sería una buena opción, pero de momento nos dirigiremos al sur siguiendo las colinas.
Elthyrior hizo un gesto de conformidad y regresaron al campamento.
* * *
El grupo reanudó la marcha cuando el sol todavía despuntaba en el horizonte, pues consideraba más seguro acortar la duración del viaje que esperar y moverse al amparo de la noche. Siguieron en dirección sureste las colinas que se elevaban a los pies de los Annulii. Alith se sentía ligeramente más animado ahora que tenía un plan y veía cercano el momento de desprenderse de aquel lastre y recuperar la libertad para emprender su guerra personal contra los druchii.
Estuvo dándole vueltas al asunto mientras caminaba y fantaseando con los castigos que infligiría a Caenthras y a los demás cuando le surgiera la oportunidad. Lejos quedaba ya el vacío desgarrador que lo había consumido tras la caída de Elanardris. Ahora se imaginaba regresando a Nagarythe con sus guerreros para desafiar a los señores que movían los hilos en Anlec.
Absorto en esos oscuros pensamientos, el tiempo pasaba volando y enseguida llegó el mediodía. Vadearon un arroyo cuyas aguas se precipitaban desde las montañas e hicieron una breve parada para beber, llenar las cantimploras y capturar un poco de pescado fresco. Alith no era capaz de disfrutar de ninguna de aquellas sencillas actividades y únicamente pensaba en el futuro. Sólo salió de su ensimismamiento y maldijo en silencio la dilación cuando se inclinó sobre el agua para atrapar los peces con sus propias manos. Elthyrior hacía guardia y estaba pendiente de lo que pudiera aparecer desde el norte.
Tras el descanso y con el estómago lleno el grupo reemprendió la marcha siguiendo el curso del arroyo, que discurría serpenteando hacia el sur. Alith esperaba que los condujera hasta el Elyranath. Delante, todavía a una jornada de viaje, se elevaban las oscuras moles arboladas de las colinas, y el joven príncipe aceleró el paso del grupo con el fin de llegar cuanto antes y refugiarse de los bosques.
El día siguiente trajo consigo un nuevo motivo para la esperanza, pues el arroyo que habían estado siguiendo afluía a un río más caudaloso que Alith no dudó en identificar como el Elyranath. Sus aguas fluían con fuerza desde el norte y se precipitaban casi en linea recta hacia el sur.
—¡Ojalá tuviéramos botes! —dijo Saphistia—. Podríamos descansar y avanzar a la vez.
Con esa idea en la cabeza inspeccionaron la orilla del río, pero no encontraron rastro de embarcaciones. Parecía que los ellyrianos preferían moverse a caballo a hacerlo por el agua. Sin embargo, su búsqueda no resultó totalmente en vano, pues río arriba el curso se ensanchaba y la profundidad del cauce disminuía creando una especie de vado. Elthyrior y Alith descubrieron huellas recientes de cascos en ambas orillas del río que revelaban que un grupo numeroso de caballos se había detenido allí para abrevar antes de enfilar hacia el este.
—No he encontrado huellas de pies —dijo Elthyrior—. Diría que los caballos corren libremente, sin nadie a su cuidado.
—Quizá sólo sea que los jinetes no desmontaron —repuso Alith—. En cualquier caso no podemos determinar el tiempo transcurrido desde que cruzaron el río. Podrían haber pasado horas.
—Hay una forma de averiguarlo —dijo Elthyrior, que dio media vuelta y se marchó.
El joven elfo y el resto del grupo se quedó observando al heraldo, que se alejaba con paso firme del río y emprendía la ascensión a una colina al oeste. Una vez arriba, se sentó con las piernas cruzadas y los brazos caídos a los costados; apenas se vislumbraba su figura, oculta por la alta hierba. De esa guisa permaneció inmóvil un rato. Alith se sulfuró por invertir tanto tiempo en una única parada y continuamente llevaba la vista hacia el norte y escrutaba las colinas en busca de alguna señal de los jinetes oscuros.
Justo cuando Alith estaba a punto de Llamarle la atención, furioso por aquella demora innecesaria, Elthyrior inclinó la cabeza hacia atrás y emitió un silbido prolongado que fue bajando de tonalidad hasta convertirse en un graznido. El ruido se expandió en torno a Alith, variando de volumen y de tono, de modo que se transformó en una pieza armónica compuesta por las reverberaciones que iban produciéndose, como si fuera una obra de varias voces. Alith sintió cómo se elevaba la magia contenida en la composición y alzó la mirada al cielo resplandeciente. En un principio no vio nada, pero de repente apareció una manchita negra al norte, y luego otra al sur, a las que rápidamente siguieron muchas más. Los puntos negros procedentes de todas direcciones convergieron sobre la colina. Ya más cercanos, Alith adivinó que se trataba de cuervos, varias docenas de ellos. Formaron una bandada que abruptamente cambió de dirección y ascendió por el cielo, y cuyos graznidos encubrían el lamento de Elthyrior.
A continuación, se instaló un silencio inquietante. De uno en uno los cuervos descendieron a la ladera y se posaron en la hierba que rodeaba al heraldo negro y en su cuerpo, y Elthyrior quedó cubierto por un velo ondulante de plumas y picos. Los cuervos daban saltitos y revoloteaban en torno a él, graznando por turnos, como si estuvieran celebrando una asamblea. Alith contempló, asombrado, cómo Elthyrior se ponía en pie y la bandada de cuervos se levantaba con él y volaba en círculos a su alrededor.
El heraldo negro les hizo un gesto con la mano, y los pájaros remontaron el vuelo en tropel. Se despidieron de él con sus estridentes graznidos y se esfumaron con la misma prontitud con la que habían aparecido, cada uno por la dirección por la que había venido.
Elthyrior descendió de la colina con una expresión desalentadora en el rostro.
—Traigo noticias; buenas y malas. Además de que nadie vigila la caballada que vadeó el río, está bastante cerca de aquí, hacia el este, detrás de aquella cadena de colinas.
—¿Ésas son las buenas? —preguntó Heileth.
—Sí —respondió Elthyrior, que se volvió al norte y apuntó hacia el imponente precipicio blanquecino que habían dejado atrás aquella mañana temprano—. Los jinetes oscuros vienen pisándonos los talones. Ya están detrás de aquel risco. Si no conseguimos los caballos, nos alcanzarán antes del anochecer.
—Quizá si nos adentramos un poco más en las colinas encontremos una posición que nos ofrezca mejores condiciones para la defensa —sugirió Alith.
—Sería inútil —repuso Elthyrior, meneando la cabeza—. Se abalanzarán sobre nosotros ataviados con ropa oscura durante la noche. No sé si tienen intención de matarnos o de capturarnos vivos, pero no podremos derrotarlos. Ellos son ocho y nosotros ni siquiera tenemos arcos para tratar de compensar esa superioridad numérica.
—¡Hay que conseguir caballos! —exclamó Lirian, apretando a su hijo contra el pecho como si los jinetes estuvieran hostigándolos en ese mismo momento y quisiera protegerlo—. No podemos permitir que nos atrapen. ¡Pensad en las atrocidades que nos harían!
Elthyrior se volvió a Alith, al parecer dispuesto a acatar la decisión del príncipe. Alith sopesó las alternativas. Ninguna le convencía, pero por muchas vueltas que le daba no se le ocurría un plan mejor.
—Buscaremos los caballos. Si no podemos luchar, la mejor opción es una huida rauda.
Aunque el tono de su voz rezumaba confianza, Alith no tenía ninguna esperanza de dejar atrás a sus perseguidores. Quizá consiguieran ir por delante de ellos un par de días, pero Tor Elyr todavía quedaba lejos y los heraldos negros no les darían tregua, de modo que resolvió que se detendrían y les plantarían cara si por el camino encontraban un lugar que les ofreciera ciertas garantías para una defensa; siempre era mejor que ser capturados por sorpresa.
Reemprendieron el viaje hacia el este.
—Hay algo más que deberíais saber —musitó el heraldo, que caminaba junto a Alith.
—¿De qué se trata? —preguntó el joven elfo.
—No quise alarmar a los demás, pero mis ex compañeros habrán advertido la reunión que he mantenido con los cuervos. Al igual que me han informado a mí les informarán a ellos. Esos pájaros no son muy leales que digamos. Los jinetes oscuros no tardarán en saber que viajamos a caballo, y exprimirán sus monturas para darnos caza.
* * *
El anochecer sorprendió al grupo de prófugos cabalgando por el interior del Athelian Toryr. Tal como Alith había temido, y pese a que los caballos habían demostrado ser un medio más veloz que la marcha a pie, no habían sacado todo el partido de sus monturas. El príncipe apenas tenía experiencia como jinete, pues en la adolescencia habían sido escasas sus oportunidades de tomar lecciones, mientras que los demás, salvo en el caso de Elthyrior, no estaban habituados a montar sin silla ni arneses. Los corceles ellyrianos se comportaban con docilidad y galopaban como el viento si se los espoleaba, pero Saphistia y Lirian, cargadas con sus hijos, no se habían atrevido a llevar al límite sus monturas. En ocasiones, cuando el camino serpenteaba siguiendo los meandros del río o atravesaba otros arroyos, se habían visto obligados a aflojar la marcha, y Alith sabía que esos mismos escollos no frenarían el avance de los jinetes oscuros.
El grupo continuó hacia el sur, eligiendo cuidadosamente la ruta bajo la bóveda de las copas de los árboles y alumbrados únicamente por la tenue luz de las estrellas que se filtraba por el follaje. Alith lanzaba continuamente una ojeada por encima del hombro, esperando ver en cualquier momento la sombra de los jinetes echándoseles encima. Elthyrior no parecía preocupado y mantenía la vista al frente, aunque quizá era porque sabía que nada anunciaría el asalto de los heraldos negros.
La pálida luz de Sariour se abría paso por la techumbre de hojas cuando llegaron a un claro de varios centenares de pasos de extensión, poblado de tocones de árboles talados. En el aire flotaba el olor de serrín.
—Acaban de talarlos —señaló Elthyrior.
—Debe de haber una casa muy cerca —dijo Alith—. Separémonos y busquemos un camino.
El grupo hizo lo demandado por Alith. Entretanto, él giró la montura y se quedó vigilando el sendero por el que habían venido. Casi enseguida oyó la voz de Heileth procedente del nordeste. Alith puso el caballo al trote con una voz y atravesó raudo el terreno deforestado. Heileth se encontraba en el borde del claro, y Lirian y Elthyrior ya se habían reunido con ella. En la hojarasca y la maleza del suelo se distinguía una senda bastante ancha que se alejaba en dirección norte, adentrándose en las colinas.
Saphistia se unió inmediatamente a los demás, desmontaron y siguieron el camino a toda velocidad, con Alith al frente y Elthyrior en la retaguardia. Delante de ellos atisbaron algo blanco y brillante a la luz de la luna. Alith se abrió paso entre los árboles y vio que era una casa construida con tablones angostos y pintada de blanco. Tenía un empinado tejado de tejas y una chimenea de piedra, si bien las estrechas ventanas de arco permanecían en la penumbra y no se veía humo.
Apareció Elthyrior, hizo un gesto al grupo para que no se moviera de su sitio y desapareció por la izquierda. Alith desenfundó la espada y miró a su alrededor buscando algún indicio de peligro. Aparte de un puñado de aves nocturnas que saltaban de un árbol a otro, de unos pocos depredadores de la noche que hurgaban entre la maleza y de un búho que ululaba en la distancia, el silencio era absoluto. La luz de las estrellas atravesaba el ramaje de los árboles de manera irregular, moteando el camino y el claro a la espalda de los fugitivos.
Elthyrior irrumpió por la derecha tras haber rodeado la casa.
—Está vacía —informó al resto el heraldo—. Quienquiera que haya talado esos árboles se ha marchado hacia el sur hoy mismo.
—¿Qué hacemos?, ¿nos quedamos o nos vamos? —preguntó Lirian—. Anataris está agotado, y yo también. ¿No podemos descansar un rato aquí? Quizá los jinetes pasen de largo.
—Y entonces, se interpondrían entre nosotros y Tor Elyr —dijo Elthyrior—. No, no podemos detenernos.
Alith estaba a punto de apoyar el razonamiento de Elthyrior cuando éste alzó la mano bruscamente para pedir silencio. El heraldo negro desenfundó lentamente la espada y le señaló la casa a Lirian.
—Id dentro —musitó, con la mirada fija en un punto concreto del bosque.
Alith se volvió hacia donde miraba el heraldo, pero no distinguió nada. Agarró a Heileth del brazo y la acompañó hasta la puerta; Lirian y Saphistia los siguieron pegadas a ellos.
El príncipe las dejó dentro de la casa, y luego condujo los caballos detrás del inmueble, donde había un pequeño establo adosado a la pared posterior de la casa. Ocultó las monturas en el interior de la cuadra y regresó a la parte delantera, donde se encontraba Elthyrior, acuclillado detrás de un árbol cercano al camino; se agachó y fue a reunirse con el heraldo. Parapetado tras el árbol, Alith escudriñó el paraje que lo rodeaba, más preocupado de percibir algún movimiento que de ver con nitidez los elementos. Los animales escarbaban en la broza y removían las hojas, pero no veía nada más.
Pero entonces, a no más de dos centenares de pasos, distinguió una sombra; se movía lentamente, como si pasara flotando de un árbol a otro ocupando fugazmente las zonas iluminadas por las estrellas. Una vez detectada, Alith la observó con mayor detenimiento y siguió su maniobra de aproximación desde el norte, bordeando el margen del claro.
—Hay otros tres al sur —dijo Elthyrior, con una voz que sonó como un escueto suspiro.
El heraldo negro le dio un toquecito en el hombro y alargó suavemente el brazo hacia la casa. Ambos se irguieron y se alejaron del sendero caminando muy lentamente hacia atrás. Se oyó de nuevo el aullido de un búho, y Alith comprendió que el sonido no procedía de ninguna ave. La sombra que los acechaba por el norte se detuvo un instante, cambió de dirección y se dirigió directamente hacia ellos a través del claro.
Elthyrior emprendió la carrera arrastrando a Alith por el brazo y salieron disparados hacia la casa, culebreando. Una flecha cortó el aire silbando, atravesó la capa de Alith y se clavó en el marco de madera de la puerta. Otra saeta se hundió en la misma puerta cuando Elthyrior se abalanzaba sobre ella para abrirla.
—¡Alejaos de las ventanas! —bramó el heraldo negro.
Saphistia, Lirian y Heileth siguieron sus instrucciones y se cobijaron detrás de la chimenea de piedra, con los niños acurrucados entre sus cuerpos.
El interior de la casa era un único espacio abierto con las ventanas orientadas al norte, al sur y al este, y con la chimenea adosada a la pared occidental. El centro de la estancia estaba ocupado por una mesa flanqueada por dos bancos. Alith enfundó el acero y cruzó al otro extremo de la sala para escudriñar por la ventana.
Descubrió otra sombra a una docena de pasos de la casa.
—Ayudadme —dijo Elthyrior, señalando la mesa.
Entre ambos pusieron la mesa de pie y la arrastraron por las baldosas, que formaban mosaicos de hojas en el suelo, hasta la puerta para bloquearla.
Una flecha se coló en la casa haciendo añicos el cristal de una ventana y rebotó en la repisa de la chimenea. Siguieron unas cuantas más que también impactaron contra la chimenea. Alith se agachó debajo de la ventana sur y escrutó el exterior. Vio el brillo titilante de una llama y, a continuación, el resplandor naranja de una flecha, con una bola de fuego en la punta, que volaba hacia la ventana. La saeta aterrizó a escasos centímetros de la casa y empezaron a elevarse volutas de humo por el alféizar.
—¡Van a quemarnos vivos! —farfulló Alith.
Más flechas incendiarias atravesaron las ventanas y se incrustaron en los bancos o se deslizaron por el suelo.
Heileth se abalanzó sobre los proyectiles para sofocar las llamas con la capa sin perder la calma en ningún momento. Otra flecha se coló en el interior de la casa y alcanzó a la elfa en la pierna, por debajo de la rodilla. Heileth cayó de espaldas y profirió un grito contenido de dolor. Alith la agarró por las axilas y la arrastró junto a los demás. Echó un vistazo a la herida y se cercioró de que no fuera grave.
—Vendadla —dijo, mirando a Saphistia, y volvió a su puesto en la ventana mientras oía a su espalda como desgarraban un trozo de tela.
El fuego apenas había causado daños a la madera seca de la casa, pero el humo emanaba de manera irregular de los lugares en los que habían impactado las flechas. Alith lanzó una mirada hacia la parte trasera de la casa y vio una figura envuelta en una capa de plumas de cuera) que merodeaba por el establo. Saltó al exterior por la ventana rota y desenfundó su hoja. El heraldo negro se enderezó, sorprendido, y Alith atravesó a la carrera el espacio que los separaba. El druchii soltó la flecha que tenía en la mano enguantada y desenvainó su finísima hoja justo cuando Alith lo embestía.
El joven príncipe lanzó un tajo de revés hacia la cabeza de su adversario, pero el heraldo se agachó, y Alith estuvo a punto irse al suelo; sin embargo, dio un paso a la derecha y recuperó el equilibrio. El heraldo se irguió; la capucha de plumas de cuervo se precipitó sobre su espalda y dejó al descubierto un rostro femenino de una hermosura cruel. Aturdido por el descubrimiento de la dama, Alith eludió la hoja de su contrincante por los pelos. Levantó la espada para repeler otro golpe y retrocedió hasta que notó la pared del establo en la espalda. Dio un brinco hacia la izquierda para evitar otra acometida, y la espada de la heraldo hendió los tablones blancos.
Alith giró el cuerpo para eludir el siguiente golpe y descargó la espada de abajo arriba y la hundió en la axila de su adversaria. La sangre salió pulverizada, brillante a la luz de las estrellas. La guerrera reprimió un alarido y huyó renqueando. Alith salió tras ella y hundió la punta de la hoja en su espalda. La dama se derrumbó en el suelo, retorciéndose; la sangre manaba de sus labios y se deslizaba por su pálida mejilla. Sus ojos rezumaban odio.
Un grito de Elthyrior llevó a Alith de regreso a la ventana. Las llamas se propagaban por la pared oriental de la casa y asomaban al interior. El fuego estaba avivándose, y el humo empezaba a abarrotar la estancia, a pesar de que ya no había cristales en las ventanas. Lirian sollozaba acurrucada en un rincón junto a la chimenea, inclinada sobre su hijo para protegerlo del fuego.
Elthyrior torció el gesto con espanto cuando se dio cuenta de lo delicado de la situación. Si permanecían dentro, morirían intoxicados por el humo, y si salían, serían una presa fácil para los arcos de los heraldos negros.
—¡Salid! —espetó Alith, alargando el brazo hacia Saphistia.
El joven elfo tomó a Durinithill entre sus brazos mientras ella salía por la ventana; luego, le devolvió el hijo de Yeasir e indicó a Lirian que hiciera lo mismo.
—¡Esperad! —exclamó Elthyrior. Y añadió señalando la ventana sur—: ¡Escuchad!
Alith se quedó quieto como una estatua y aguantó la respiración. En un principio, no oyó nada, pero entonces su afilado oído detectó un ruido que no tenía nada que ver con los sonidos propios del bosque. Era como un temblor, lejano pero firme. El elfo corrió hasta a esquina de la casa y vio unas figuras blancas que se movían ágilmente entre los árboles.
—¡Jinetes!
Por el sur y por el este, aparecieron Guardianes de Ellyrion a lomos de corceles perlados que atravesaban el bosque a una velocidad imprudente.
Se contaban por docenas y franqueaban, arco en mano, los troncos al galope. Los heraldos negros se volvieron, perplejos, hacia ellos, y los ellyrianos atravesaron como una exhalación el claro e irrumpieron a ambos lados del camino. Uno de los heraldos les disparó con su arco y acabó con tres caballeros antes de que los proyectiles de los demás ellyrianos lo encontraran y lo derribaran sobre los arbustos con cuatro flechas en el pecho. El resto de los heraldos negros huyeron fundidos con las sombras, saltando de tronco en tronco hasta esfumarse por completo en medio del aluvión de flechas convertidas en relámpagos a la luz de las estrellas.
Los jinetes de Ellyrion rodearon rápidamente la casa, y a Alith le asaltó el recuerdo de su primer encuentro con aquel testarudo pueblo muchos años atrás. Escudriñó sus rostros, pero no reconoció a ninguno. Saltó por la ventana al interior de la casa y ayudó a Elthyrior a apartar la mesa de la puerta; salieron juntos y dejaron caer las espadas en el suelo.
—Parece que una vez más debo mi vida a los orgullosos jinetes de Ellyrion —dijo Alith, forzando una sonrisa.
El capitán de los jinetes, que lucía en el peto de su armadura de plata el dibujo de un caballo rampante trazado con zafiros, se adelantó con la montura, guardó el arco y sacudió amenazadoramente una larga pica, cuya punta ardía con energía mágica.
—No os alegréis tanto de verme —espetó con rudeza—. En Ellyrion, los espías y los cuatreros son castigados con la pena capital.