13: La caída de la Casa de Anar

TRECE

La caída de la Casa de Anar

Los restos del ejército Anar se replegaron hacia el este al amparo de la noche, en dirección a las montañas, pero se toparon con el paso cortado por más regimientos druchii y se vieron obligados a torcer hacia el sur. Alith marchaba a trompicones junto a sus guerreros, demasiado espantado como para reflexionar sobre lo ocurrido y demasiado cansado como para barruntar lo que los depararía el futuro. Caminaba como un sonámbulo, poniendo un pie delante del otro por pura costumbre.

Los druchii les pisaban los talones y los lugartenientes de Alith decidieron variar el rumbo y dirigirse de nuevo hacia el oeste para refugiarse en el Pantano Oscuro. Permanecieron veintitrés días escondidos en la ciénaga; cada vez que oían el aleteo del dragón se dispersaban en busca de un escondite y sólo progresaban durante la noche. Finalmente, el contingente se disgregó; ya fuera en compañías o en solitario, los soldados trataron de escapar de sus perseguidores cada uno por su cuenta. Algunos guerreros desaparecieron en el pantano; otros continuaron hacia el sur y fueron capturados por los destacamentos druchii que patrullaban el curso del Naganath.

Los que permanecieron con Alith sobrevivieron, pero no gracias a la acción o la decisión del propio príncipe, quien se limitaba a seguir las instrucciones de otros elfos como Khillrallion y Tharion. Entre los soldados se propagó el rumor, no falto de fundamento, de que el príncipe había perdido el juicio. Alith vivía atormentado por un recuerdo que no podía sacarse de la cabeza: el cuerpo sin vida de su padre. Una y otra vez rememoraba el cadáver de Eothlir abatido por la pica de Kheranion, el hedor tóxico del aliento del dragón flotando en el aire, y la postrera y desesperada orden de su padre.

Los druchii se tomaron un respiro en la cacería y las tropas de Alith supervivientes enfilaron de nuevo hacia el este, en dirección a Elanardris. Todavía anduvieron otros dos días por los terrenos brumosos del pantano, exhaustos, hambrientos y desalentados. La noche del segundo día acamparon justo al sur de donde había tenido lugar el enfrentamiento con el ejército de Anlec; sin embargo, no hubo un solo soldado con el arrojo suficiente para vencer el miedo a lo que pudiera encontrar y aventurarse a explorar el campo de batalla.

Al amanecer los soldados advirtieron una columna de humo que se elevaba desde las montañas al este. No eran las típicas volutas deshilachadas de las hogueras de los campamentos, sino una densa nube negra que envolvía como una mortaja las estribaciones de las montañas. Espoleados por un mal presentimiento, Alith y su ejército apretaron el paso hacia el sol naciente.

Llegaron al primer pueblo pasto de las llamas justo antes del mediodía. Los muros encalados de los edificios estaban cubiertos de hollín y semiderruidos, y en el interior, se veían cadáveres carbonizados; al parecer, antes de prender fuego a las casas, los druchii habían encerrado en ellas a los habitantes de la aldea. Los soldados encontraban más cuerpos según avanzaban por la carretera, en este caso elfos mutilados de las maneras más espantosas. En los muros que cercaban los campos había pedazos de piel arrancada y de las ramas desnudas de los árboles colgaban guirnaldas confeccionadas con huesos y trozos de carne de elfo.

Nuevas atrocidades asaltaban a Alith según avanzaba. Sobre las piedras ennegrecidas de torres y graneros había cuerpos desnudos incrustados, y entre los tallos espinosos de los rosales habían colocado cabezas de niños como si fueran las horripilantes sustituías de las flores. Allá donde miraba Alith, veía símbolos de los cytharai pintarrajeados con sangre.

Los supervivientes de la batalla lloraban; algunos arrojaban las armas para acunar los restos de los seres queridos que iban encontrando, y otros abandonaban el contingente para regresar a sus hogares. Los guerreros de Alith desertaban a centenares, y él no hacía nada para impedírselo. Pedirles que se quedaran era como pedirles que dejaran de respirar.

A eso de la media tarde, Alith ya había colmado toda su capacidad para absorber las repugnantes escenas que aparecían ante él. El enajenamiento que arrastraba desde la muerte de su padre se había convertido en un vacío absoluto, y ya no era capaz de pensar ni de sentir nada. Simplemente, la vastedad de la masacre escapaba a cualquier intento de abarcarla y lo estrambótico de las atrocidades dificultaba su perduración en la memoria. Los campamentos de refugiados habían sido asaltados, y los cadáveres se acumulaban en montones enormes esparcidos por el campo. Algunos habían tenido una muerte rápida, pero la mayoría de los cuerpos presentaban señales de haber sufrido abusos brutales y de haber muerto en una lenta agonía por las heridas infligidas. Desde las montañas habían descendido nutridas bandadas de aves carroñeras que remontaron el vuelo en cuanto se acercaron los elfos, batiendo pesadamente las alas tras darse un atracón con el macabro banquete servido para su entero disfrute.

* * *

Alith no sintió nada cuando vio las columnas de humo que salían de la mansión. Había experimentado un terror tan feroz al ver el humo por primera vez la mañana anterior que ahora no se daba cuenta de que la pesadilla se había hecho realidad.

Cuando cruzó las puertas de la casa familiar lo primero que le llamó la atención fueron los adornos de las paredes; notaba los muros cambiados, pero pensó que quizá las alargadas sombras nocturnas estaban jugándole una mala pasada. Sin embargo, cuando se adentró renqueante en la residencia, descubrió que el ruinoso edificio estaba engalanado con cuerpos de elfos clavados a las paredes con pinchos metálicos. La mayoría permanecían inmóviles, pero unos pocos se revolvieron cuando se acercó Alith.

El joven Anar reconoció los despojos de Gerithon colgados de la puerta y corrió hacia él. Los clavos le atravesaban los codos y las rodillas, y lo mantenían suspendido de la puerta de madera maciza; la sangre que le goteaba del cuerpo había formado un charco carmesí a sus pies. El leal criado de los Anar alzó levemente la cabeza y abrió un ojo inyectado de sangre; tenía el otro taponado por un coágulo de la sangre que manaba de un tajo que le cruzaba la frente.

—¿Alith? —farfulló Gerithon.

—Sí —respondió Alith.

El elfo recién llegado sacó del morral una cantimplora con agua. Intentó que el criado bebiera, pero Gerithon giró la cabeza.

—El agua no me salvará —masculló Gerithon, que paseó en torno la mirada extraviada antes de posarla en Alith—. Se llevaron al señor Eoloran vivo…

La noticia cayó como un rayo de luz en el ánimo de Alith; la posibilidad de que un miembro de su familia siguiera con vida le produjo una euforia desatada. Pero inmediatamente sintió el mazazo de la realidad al comprender que su abuelo sufriría un destino muchísimo peor que la muerte.

—¿Qué le ha ocurrido a mi madre?

Gerithon cerró los ojos lentamente como única respuesta.

—Ahorradme este sufrimiento —musitó el sirviente.

Alith retrocedió y meditó unos instantes sin saber muy bien qué hacer. Varios guerreros se habían introducido en la mansión detrás de él y deambulaban por las estancias contemplando, horrorizados, aquel vil despliegue de crueldad.

—¡Bajadlos! —bramó Alith, de repente desbordante de energía.

Sacó el cuchillo del cinturón y rebanó la garganta de Gerithon con un tajo resuelto. Sacudió la mano para librarse de la sangre que se escurría por sus dedos.

—Dad paz a quienes no hayan expirado aún y reunid todos los cuerpos en la mansión.

Siguiendo las instrucciones de Alith, los soldados apilaron los restos de los elfos leales a los Anar en el interior de la residencia. Entre los muertos había también cuerpos de druchii, pues los cracianos y los tiranocii habían cumplido su juramento, y los habían combatido en defensa de Elanardris, y Alith ordenó que en su caso los dejaran como pasto para los cuervos y los lobos.

Absorto en la funesta tarea, Alith no se detenía a identificar los cuerpos que transportaba; no eran más que rostros borrosos en los que no distinguía amigos, criados ni seres queridos. Podría haber cargado con el cuerpo de Maieth y no lo hubiera sabido. Sabía que su madre estaba entre los cadáveres y no tenía ninguna necesidad de averiguar cómo la habían asesinado.

Cuando el crepúsculo empezaba a sumirlos en la oscuridad, Alith y sus guerreros vaciaron los almacenes de madera y aceite, y convirtieron la mansión en una pira gigantesca. Alith prendió el aceite con una antorcha y dio media vuelta. Las llamas crecieron rápidamente y retrasaron la llegada de la noche con su resplandor. El príncipe no volvió la vista atrás; hizo oídos sordos al rugido y las crepitaciones del fuego, y su olfato no distinguió el hedor a carne chamuscada y humo.

Todo lo que había poseído había desaparecido y lo único que le quedaba era una sombra, y como una sombra se encaminó hacia las montañas.

* * *

Alith apenas reparó en la presencia de los elfos que lo acompañaban durante su ascensión por las laderas. No prestaba atención a nada: ni a la hierba bajo sus pies, ni al aire frío, ni a las estrellas que titilaban en el cielo. No tardó en adentrarse en el bosque por las sendas secretas y quedarse solo. Continuó caminando otro trecho; cada nuevo paso le costaba más trabajo que el anterior, hasta que finalmente se derrumbó sobre las rodillas y profirió un alarido desgarrador. Alzó la cabeza al cielo y aulló como un lobo, dando rienda suelta a toda su ira y desesperación: lo único que le quedaba. El eco del grito, prolongado y estridente, resonó en los árboles y las colinas como burlándose de él. Cuando se quedó sin voz, arrancó hierbas y terrones del suelo y los arrojó en todas las direcciones. Desenfundó la espada y fue abriéndose paso a machetazos entre las ramas peladas sin un rumbo claro. A trompicones y a golpes de espada llegó hasta un arroyo sinuoso, trastabilló y se estrelló contra el agua helada. Ni siquiera el contraste de temperaturas con el riachuelo gélido lo rescató del arrebato de locura. Se levantó y continuó caminando por el lecho del arroyo, cortando el agua con la espada y lanzando improperios al cielo.

Llegó hasta una charca de aguas quietas iluminada por la luz blanca de la luna. Arrojó la espada, se dejó caer en las rocas y sepultó el rostro entre las manos. Tenía el cuerpo aterido por el agua; sin embargo, era una sensación que no admitía comparación con el frío glacial que se había instalado en su corazón. Todo lo que le quedaba era un vacío frígido, a cuyo contacto se entumecían todas las partes de su cuerpo.

Permaneció allí sentado, contemplando su reflejo lo que pudo ser un segundo o un siglo. No reconocía al individuo atrapado en el espejo del agua. Aquel rostro estaba rasguñado, atravesado por vetas de hollín y mugre, y regueros de lágrimas. Los ojos que le devolvían la mirada penetrante eran oscuros y desaforados. Ese elfo no era un descendiente de los Anar; era una especie de cosa desaliñada, abandonada, envuelta en un manto de lástima y repugnancia.

Asaltado por otro acceso de odio a sí mismo, Alith sacó un cuchillo y empezó a cortarse mechones de pelo; por un momento, la hoja se cernió cerca de su garganta y sintió la tentación de apretar la daga contra la piel y poner fin a su sufrimiento, al igual que había acabado con el sufrimiento de las víctimas de los druchii. Pero vaciló a pesar del terrible dolor que lo atenazaba. Habría sido una cobardía eludir el castigo que le esperaba. El orgullo desmedido había destruido su familia, que había tenido la osadía de creerse lo suficientemente fuerte como para oponer resistencia a Anlec y ahora sólo sobrevivía en la memoria. Cuando él muriera, los Anar se extinguirían, y eso era una humillación que no podía arrojar sobre ellos.

Dejó que el cuchillo se deslizara entre sus dedos hasta la charca.

Contemplando el agua, empezó a recuperar los sentidos; se percató del murmullo del arroyo y la resina de los pinos. Con su fino oído, oyó a las criaturas moradoras de las madrigueras escarbando entre el mantillo de pinocha y el aleteo de los murciélagos. Los búhos ululaban, los peces chapoteaban y las ramas crujían.

Y entonces, sonó el graznido de un cuervo.

Apareció una sombra junto a Alith. El joven elfo levantó la mirada y escudriñó el rostro de Elthyrior. El semblante del heraldo negro tenía la misma expresión imperturbable que una máscara y no se advertía en él el menor atisbo de compasión o desprecio. Miraba a Alith sin pestañear.

—¡Fuera de aquí! —espetó el joven Anar con un rugido quebrado y seco.

Elthyrior no se movió, ni tampoco lo hicieron sus ojos.

En Alith brotó el impulso de golpear al heraldo negro. Le embargaba una aversión irracional hacia Elthyrior, a quien culpaba de todos los males que había padecido y cuya mirada sosegada interpretaba como una provocación.

El crujido de una ramita le despertó de su ensimismamiento; se puso en pie y lanzó una mirada por encima del hombro. La tenue luz de la luna que se adentraba en la arboleda bañó un reducido conjunto de figuras formado por tres damas y dos niños.

Alith se encaminó vacilante y con el gesto impasible hacia ellas. A medida que se acercaba comprendía que no era ninguna alucinación. Tenía ante él a los refugiados que había sacado de Tiranoc.

—Me los llevé de Elanardris antes de que llegaran los druchii —dijo Elthyrior en respuesta a la pregunta no formulada por Alith—. Tenemos que llevarlos a Ellyrion para ponerlos a salvo, como deberíais haber hecho entonces.

Las palabras del heraldo penetraron poco a poco en la mente de Alith, donde se reunieron con el recuerdo del juramento a Yeasir. Alith miró de uno en uno a los miembros del grupo y no sintió nada. ¿Qué le debía al fantasma de un comandante muerto? Posó su mirada sombría en Elthyrior.

—Haríais bien en iros —dijo Alith—. Sin mí. Malos presagios se ciernen sobre mi vida y os conviene alejaros.

—No —repuso Elthyrior—. Nada os ata aquí. No tenéis ningún motivo para quedaros. Este no es vuestro destino.

Alith se echó a reír con amargura.

—¿Qué nuevos tormentos me tiene preparados Morai-Heg? Decidme.

Elthyrior se encogió de hombros.

—No lo sé, pero no corresponde a vuestra, naturaleza permanecer aquí hasta que os pudráis. No es propio de vos permitir que los asesinos de vuestra familia escapen impunes, por mucho que me culpéis a mí y a vos mismo de su muerte. No queréis aceptarlo, pero llegará un día en que haya que ajustar cuentas, y vos seréis el instrumento de la venganza. ¿Habéis olvidado que jurasteis matar a Caenthras?

La mención del señor elfo prendió en el corazón de Alith y, por un instante, sintió algo. Una brasa diminuta empezó a arder en su interior.

—¿Y qué me decís de los demás druchii? —continuó Elthyrior—. ¿No recibirán una respuesta por arrasar Elanardris? Si renunciáis a la venganza, entonces coged ese cuchillo y hundíoslo en el pecho porque, si bien todavía respiráis, estáis totalmente muerto. No puedo consolaros ni compadeceros. Soy el último miembro vivo de mi estirpe, como quizá vos lo seáis de la vuestra. Mis acciones son el legado definitivo en memoria de mis padres asesinados y la hermana que me arrebataron los demonios. ¿Vais a permitir que el último acto de los Anar que perdure en la memoria sea un episodio vergonzante? ¿Estáis dispuesto a que se recuerde a vuestra familia como aquella que dejó que sus tierras fueran devastadas y su pueblo exterminado?

—No —espetó Alith, recobrando las fuerzas.

—¿Estáis dispuesto a que los druchii se jacten de haber acabado con los Anar?

—No —respondió Alith, apretando los puños.

—¿Estáis dispuesto a perdonar a los responsables de vuestra angustia? ¿A olvidar sus actos viles y a abandonaros a la autocompasión?

—¡No! —bramó Alith—. ¡Nunca!

El joven elfo se zambulló en la charca y recuperó la daga y la espada. Se dirigió hacia la orilla agitando el agua a su paso y vio que Heileth, Lirian y los demás retrocedían con los ojos aterrorizados. Lejos de reprenderse por atemorizarlos, Alith extrajo fuerzas de su espanto. Entonces, como en respuesta a su estado de ánimo, la luna se escondió tras una nube y el pequeño claro del bosque quedó sumido en la penumbra. En esa oscuridad, Alith se sintió crecer; fue como si la oscuridad se precipitara sobre él y las sombras lo reclamaran.

La oscuridad provocaba miedo, y él se transmutaría en ese miedo. Los asesinos druchii confesarían a gritos su culpabilidad por unos labios ensangrentados y suplicarían un perdón inexistente. Ellos habían reclamado para sí la oscuridad, pero no serían sus tinieblas las que se impondrían. Quizá les perteneciera la noche, pero las sombras eran propiedad del príncipe Anar.

—En marcha —musitó Alith.