DOCE
El Pantano Oscuro
Tal como había predicho Elthyrior, los druchii estaban decididos a subyugar todo Ulthuan. A lo largo del invierno siguiente, Anlec intensificó las hostilidades contra Nagarythe y obligó a retroceder a las facciones que se oponían al regreso de Morathi. Elanardris se convirtió de nuevo en un refugio seguro para los disidentes, incluidos príncipes y capitanes, y miles de guerreros naggarothi acamparon en las estribaciones de las montañas. Durinne, soberano del puerto de Galthyr, resistió todo el invierno, pero cuando la nieve empezó a derretirse, las fuerzas de reemplazo sitiaron la ciudad y finalmente los druchii la ocuparon y se hicieron con un buen número de naves que habían elegido el cobijo de su puerto para pasar el verano. Una vez en disposición de esa flota no había rincón en Ulthuan fuera de su alcance.
Mediada la primavera los ejércitos druchii se desplegaron. Con Tiranoc dividida controlaban los pasos orientales y las entradas a Ellyrian, mientras que sus naves merodeaban las costas al norte y al oeste, evitando únicamente acercarse a Caledor y Eataine por miedo a la poderosa flota amarrada en Lothern. Durante todo ese tiempo, los Anar estuvieron esperando que en cualquier momento los druchii descargaran toda su furia sobre Elanardris; sin embargo, nunca ocurrió. Morathi, quizá por arrogancia, no se sentía amenazada por lo que pudiera provenir de las montañas y concentraba todos sus sentidos en apoderarse cuanto antes de los demás reinos. Los interrogatorios realizados a los comandantes capturados en las batidas de las fuerzas de los Anar confirmaron esa tesis; una vez que Ulthuan estuviera bajo su control le sobraría el tiempo para encargarse de los Anar.
Los Anar encabezaron incursiones en otros territorios de Nagarythe, pero fueron incapaces de liderar ningún tipo de ofensiva significativa, pues Eoloran y Eothlir tenían demasiado miedo de ser rodeados o de dejar indefensa Elanardris, y nunca cargaban con todas sus huestes contra los druchii. Miles de refugiados habían huido a las montañas que envolvían las tierras de los Anar y los víveres y otros productos de primera necesidad empezaban a escasear, de modo que la casa de Alith emprendió una guerra de guerrillas que consistía en asaltar las columnas de druchii que marchaban hacia Tiranoc, y luego replegarse antes de que el enemigo congregara sus fuerzas.
Durante ese período se recuperó a los Sombríos, con Alith como líder, aunque esa vez se incrementaron considerablemente sus efectivos y reunió varios centenares de los más despiadados guerreros de Elanardris. Eoloran les encargó la misión de entorpecer en la medida de lo posible las actividades del enemigo.
A las órdenes de Alith, los Sombríos tuvieron atemorizados a los druchii. Con los recuerdos todavía vivos del campamento de los adoradores de Khaine y de la ocupación de Tor Anroc, el joven Anar se mostró inclemente. Los Sombríos no se enzarzaban en batallas, y sus ataques consistían en introducirse sigilosamente en los campamentos enemigos y asesinar a los soldados mientras dormían.
Se internaban en los pueblos que abastecían los ejércitos druchii y arrasaban los víveres y los suministros y quemaban las casas de quienes apoyaban a Morathi. Los nobles leales a Anlec no tardaron en temer por sus vidas cuando Alith y sus Sombríos empezaron a dar caza a sus pares y a matarlos en carreteras tenebrosas, o a irrumpir en sus castillos y asesinar a sus familias.
* * *
Cuando regresaban de una incursión en Galthyr, durante la cual los Sombríos habían incendiado una docena de naves con sus tripulaciones a bordo amarradas en el puerto, se produjo el siguiente encuentro entre Alith y Elthyrior. Había pasado un año desde la masacre del templo, y a pesar de todo el daño psicológico que habían infligido los Sombríos, Alith sabía que en el cómputo real sus logros eran escasos. Sin embargo, las palabras de Elthyrior le dieron esperanza.
—Hay un nuevo Rey Fénix —le anunció el heraldo negro.
Se encontraban en un bosquecillo no muy alejado del campamento de los Sombríos, en los límites meridionales de Elanardris. Ya había anochecido y las lunas todavía no se habían dejado ver. En la oscuridad, el heraldo negro era completamente invisible y su voz parecía brotar de los árboles.
—El príncipe Imrik fue el elegido por el resto de los príncipes y, demos gracias a los dioses, él aceptó el trono del Fénix.
—Imrik me parece una buena elección —repuso Alith—. Es un guerrero, y el reino de Caledor es la segunda potencia por detrás de Nagarythe. Los príncipes dragoneros serán una prueba exigente para los guerreros de Morathi.
—Ha elegido ser coronado con el nombre de Rey Caledor, en memoria de su abuelo —añadió Elthyrior.
—Qué curioso —exclamó Alith—. Es digno de mención. Está bien que se recuerde a los demás príncipes que la sangre de Domadragones corre por las venas del nuevo rey. ¿Tenéis alguna idea de sus intenciones?
—Quiere luchar, pero no puedo deciros más.
—Quizá encontremos el medio de enviar un mensaje a Caledor. Si pudiéramos unir nuestras fuerzas de algún modo…
* * *
Alith regresó a la mansión con aquella idea rondándole en la cabeza y la consultó con su padre y su abuelo. Enviaron varios mensajeros al sur, pero el Naganath estaba atestado de patrullas y tres emisarios aparecieron empalados en la carretera de Elanardris, con los cuerpos desmembrados y desollados.
Pasó todo el invierno sin que recibieran respuesta alguna y el destino de los demás mensajeros nunca se conoció. Las pocas noticias que llegaban a oídos de los Anar no eran nada esperanzado ras. Pese a la coronación del Rey Caledor, el resto de los reinos parecían sumidos en la misma división, en especial los orientales, que todavía no habían sufrido en sus propias carnes la ira de los druchii. Lejos de aglutinar las fuerzas bajo la figura de Caledor, los príncipes estaban más preocupados en proteger sus propias tierras, de modo que Tiranoc, Ellyrion, Cracia y Eataine estaban siendo arrasados por los ejércitos invasores.
* * *
En las postrimerías de la primavera, llegó a la mansión un heraldo a caballo y cubierto de sangre, que solicitó una audiencia con Eoloran. El señor de los Anar convocó a Eothlir y a Alith en el gran salón.
—Me llamo Ilriadan. Traigo noticias del Rey Fénix —dijo el mensajero.
Le habían proporcionado ropa limpia y le habían vendado la herida del brazo. Se sentó a la larga mesa con los nobles; frente a él había comida y vino enriquecido.
—Decidnos lo que sabéis —dijo Eothlir—. ¿Qué nuevas traéis de la guerra?
Ilriadan bebió un poco de vino antes de responder.
—Quienes resisten a la expansión de Morathi tienen motivos para el desconsuelo. El Rey Caledor hace lo que puede para repeler los ataques, pero los druchii, como los llamáis, han congregado todos sus efectivos y da igual el ejército que consiga reunir el Rey Fénix, no podrá plantarles cara. Está obligado a retroceder ante el avance enemigo; lo único que puede hacer es retrasarlo un poco, pero nada más.
Las noticias dejaron perplejo a Eoloran, que suspiró y agachó la cabeza.
—Entonces, no hay ninguna esperanza de que el Rey Fénix pueda lanzar una ofensiva, ¿verdad? —preguntó Eoloran a media voz.
—Ninguna —contestó Ilridan—. Sus príncipes ponen todo su empeño en convencer a los dragoneros de Caledor para que se les unan en la batalla, pero son pocos los dispuestos a ayudar. Sin los príncipes dragoneros, el ejército de Anlec es prácticamente imbatible.
—¿Podemos ayudar de alguna manera al Rey Fénix en su causa? —preguntó Eothlir.
Ilriadan meneó la cabeza.
—Los druchii han ocupado varios castillos y ciudades de Ellyrion y Tiranoc —dijo el mensajero—. El Rey Fénix planteó la posibilidad de arrasar las tierras que los rodean, pero el resto de los príncipes se oponen; no están dispuestos a matar de hambre a sus propios súbditos. Morathi ha consolidado las conquistas logradas hasta ahora y tememos que lance una nueva ofensiva el año próximo.
—Me niego a creer que en todo Ulthuan no haya un ejército capaz de plantar cara a nuestros enemigos —espetó Alith—. Nagarythe es poderoso, ¡pero los demás reinos podrían reunir una fuerza que le hiciera frente!
—Vos sois naggarothi, no lo entendéis —repuso Ilriadan—. Os educan como guerreros. En los otros reinos no es así. Nuestros ejércitos son insignificantes comparados con las legiones de Nagarythe. Buena parte de nuestros guerreros partieron de nuestras tierras para forjar las colonias, y los que permanecieron nunca más volvieron a participar en una batalla.
¡Los druchii cuentan con bestias de las montañas que arrojan contra nosotros y sectarios perturbados ávidos de sangre y sin ningún temor a la muerte! Muchos naggarothi han regresado de Elthin Arvan para sumarse a las huestes de Anlec. ¡Son todos veteranos de guerra y cada uno de ellos vale por cinco de los nuestros! ¿Cómo podemos enfrentarnos a un ejército así, un monstruo guiado por el odio al enemigo y el temor a sus oficiales?
Los señores de la Casa de Anar guardaron silencio mientras digerían el golpetazo con la realidad y asimilaban que no recibirían ayuda externa.
—Estamos adiestrando a nuestros soldados lo mejor que podemos, pero el Rey Caledor no puede permitirse la temeridad de lanzar fuerzas inexpertas contra un enemigo tan superior —añadió Ilriadan.
—¿Cuándo estarán preparadas vuestras huestes? —preguntó Eoloran.
—Dentro de dos años, como mínimo —respondió el heraldo, lo que provocó de manera inmediata un coro de suspiros.
—No todo es motivo para la desesperación —añadió rápidamente Ilriadan—. Los druchii no disponen de embarcaciones capaces de atacar la puerta de Lothern, de modo que no pueden aventurarse por las aguas del Mar Interior. Al sur, Caledor todavía resiste con fuerza, y el enemigo está encontrando una oposición feroz en su intención de cruzar Cracia, donde gobierna el primo del Rey Fénix. Él no estuvo en el templo, de modo que Cracia se mantiene unida bajo su figura. Las montañas no serán tan indulgentes como las llanuras de Tiranoc. Si consiguieran atravesar Cracia, se toparían con Averlorn. Isha no toleraría las criaturas oscuras de los druchii en sus dominios, y los espíritus de los bosques combatirían al lado de los guerreros de la Reina Eterna. No todos los elfos que han visto sus tierras ocupadas por los druchii han capitulado, y si se mantienen activos, debilitarán los ejércitos enemigos. Sus armas son la velocidad y la sorpresa, pero tenemos el tiempo en contra nuestra. Las victorias del último año no serán fáciles de repetir el próximo, y el siguiente ya… Bueno, no adelantemos acontecimientos.
* * *
Los Anar tuvieron que reconocer que no podían hacer más de lo que ya hacían. Fortificaron las colinas de Elanardris lo mejor que supieron, a la espera de un ataque que podía producirse en cualquier momento. Los Sombríos abandonaban el refugio para acometer sus misiones y los guerreros de Eoloran suponían una amenaza constante para las tropas que marchaban por las carreteras orientales.
La situación en las montañas empeoró cuando los elfos que escapaban de Cracia desafiaron las traicioneras cumbres de la cordillera en su huida del azote de los druchii. Desde el inicio habían escaseado las provisiones y, de pronto, se encontraron con varios miles de bocas más que alimentar. Alith se vio obligado a modificar los objetivos de sus Sombríos y empezaron a tender emboscadas a las caravanas de los druchii para robarles los suministros y a asaltar graneros. Atacaban patrullas aisladas y les arrebataban los artículos que necesitaban: tiendas de campaña, ropa y armas. A Alith se le atragantaba que el temible cuerpo de guerreros de los Sombríos se hubiera transformado en una unidad de intendencia, pero Eoloran se había mostrado categórico en cuanto a la necesidad del aprovisionamiento de los refugiados.
* * *
Pasó otro año funesto, y uno más. Cracia estaba a punto de sucumbir. Partidas de cazadores aguantaban en sus refugios de montaña, pero los druchii se habían hecho con las carreteras que conducían a Averlorn. Por lo tanto, Ellyrion estaba sitiada, aunque el príncipe Finudel todavía conservaba la capital, Tor Elyr.
Llegaron rumores desde el extremo oriental de Ulthuan. Al parecer, varios príncipes magos de Saphery se habían adherido a la causa de Morathi a cambio de la promesa de poderes sobrenaturales. Aunque los magos leales superaban en número a los insurrectos, éstos habían iniciado una guerra contra sus pares. El fuego mágico devoraba los prados, una lluvia de cometas se precipitaba desde el cielo y soplaba un aire abrasador de energía mística.
Los druchii se habían atrevido a lanzar un ataque contra Lothern con el fin de hacerse con el control de la imponente puerta marítima. El enfrentamiento se había saldado con cuantiosas víctimas en ambos bandos, y los leales al Rey Fénix sólo pudieron cantar victoria cuando el Rey Caledor se presentó con su propio ejército. Lothern se convirtió en un remanso seguro contra el avance de los druchii y, como en el caso de Elanardris, en refugio de los elfos obligados a huir de Ellyrion y Tiranoc por los guerreros de Anlec.
Los Anar seguían aguardando el momento propicio para lanzar su ataque.
* * *
Tuvieron que pasar cuatro años de guerra para que el avance de los druchii se estancara. Con la primavera también llegaron a la mansión halcones mensajeros enviados por el Rey Fénix. Eoloran leía las misivas que traían con satisfacción.
—Por fin, los príncipes dragoneros se han decidido a movilizarse —anunció el señor de Anar a Alith y Eoloran—. El Rey Caledor ha utilizado la flota de Eataine para reunir sus ejércitos en la frontera de Ellyrion y se dirige al norte.
—Son unas noticias fantásticas —repuso Alith—. Cuando llegue a Tiranoc, deberíamos emprender nuestra ofensiva y unirnos a él.
—Creo que eso exigiría un rendimiento máximo de nuestras huestes demasiado pronto —señaló Eoloran—. Debemos elegir el momento preciso para que el ataque tenga un efecto devastador.
—No podemos propasarnos en nuestra cautela —dijo Eothlir—. Si bien nuestro ejército no es tan numeroso como el de Caledor, su ubicación es la idónea para atemorizar a los druchii. No podemos seguir aguantando mucho más tiempo, y menos aún soportar otro invierno. ¿Preferís esperar a que Caledor alcance las fronteras de Elanardris para actuar?
—¡No te pases de la raya! —espetó Eoloran—. ¡Todavía soy el señor de la Casa de Anar!
—¡Entonces, actuad como un señor! —replicó Eothlir—. ¡Movilizad el ejército de una vez! No tendremos una mejor oportunidad de victoria. Podemos ayudar al Rey Fénix como ya hicimos con Malekith en Ealith. Nos colamos en las entrañas del enemigo y les obligamos a pedir el auxilio de las fuerzas destacadas en Ellyrion y Tiranoc. Nuestras incursiones no sirven de nada; no son más que una leve incomodidad para Morathi. ¡Reunamos a todos nuestros guerreros y actuemos con audacia!
—Es una locura —dijo Eoloran, sacudiendo con desdén la mano—. ¿Quién protegerá Elanardris?
—Entre los cracianos y los tiranocii, hay guerreros suficientes para proteger las colinas hasta nuestro regreso.
—¿Quieres que deje mis tierras en manos extrañas? —Eoloran rió sarcásticamente—. ¿Qué clase de príncipe sería entonces?
—La clase de príncipe que se traga su orgullo para hacer lo correcto —respondió Eothlir.
Alith asistía, horrorizado, a la discusión. Su padre y su abuelo habían reñido en ocasiones anteriores, pero nunca los había visto tan furiosos. Sus disputas siempre se habían desarrollado como un debate de ideas, pero ahora estaban atacándose.
—¿Crees que es el orgullo lo que me mueve? —gruñó Eoloran—. ¿Crees que esos millares de elfos desvalidos acampados en las montañas no me importan?
—No tendrán ningún futuro a menos que nosotros actuemos —repuso Eothlir, que se enfrentaba a la ira de su padre con una tranquilidad pasmosa—. Se morirán de hambre o de frío a final de año, pues no tenemos recursos para continuar alimentándolos y suministrándoles ropa. El único modo de poner fin a su sufrimiento es terminando esta guerra. ¡Ya!
Eoloran enfiló con paso firme hacia la puerta y gruñó por encima del hombro:
—¡Estarás echando a perder tus tierras, no las mías!
El portazo retumbó por todo el salón. Eothlir se sentó y dirigió la mirada al otro lado de las altas ventanas.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Alith.
Eothlir se volvió a su hijo con la mirada perdida.
—Yo voy a luchar, aunque eso suponga contravenir los deseos de tu abuelo —declaró—. Tú ya no eres un niño; debes tomar tu propia decisión.
—También lucharé —aseveró Alith, sin necesidad de meditar su respuesta—. Prefiero pelear por la victoria y morir en el intento que seguir consumiéndome en esta muerte lenta. La demora sólo nos hará más débiles.
Eothlir asintió y alargó la mano para palmear el brazo de su hijo.
—Entonces, lucharemos juntos.
* * *
Eothlir congregó un ejército de catorce mil guerreros, todos ellos de sangre naggarothi y conscientes de que no sólo luchaban por su vida, sino también por la vida de las generaciones futuras. El contingente marchó hacia el oeste, bordeando las estribaciones de las montañas de Elanardris. La cordillera protegía la retaguardia de las huestes por el este, mientras que por el suroeste se extendía el terreno cenagoso del Enniun Moreir —el Pantano Oscuro—, y por el norte las accidentadas tierras de Urithelth Orir.
Se envió al norte como avanzada un regimiento de caballería formado por un millar de jinetes —todos los que Eothlir pudo reunir—, con destino al campamento de los druchii en Tor Miransiath. Entre ellos viajaba un heraldo, Liasdir, con el estandarte de la Casa de Anar y con la misión de proclamar que Elanardris desafiaba a Anlec y que nunca se postraría ante la reina bruja. Esa artimaña era el cebo de la trampa, pues los comandantes druchii nunca iban a tolerar tamaña afrenta contra Morathi.
Los trece mil soldados restantes, la mitad de los cuales eran arqueros, se desplegaron en una línea en forma de herradura por las cumbres de las colinas, dejando una abertura al oeste. Cada soldado había hecho acopio de tantas flechas como había encontrado en Elanardris y aguardaba con los arcos flechados para atacar al enemigo. Por su parte, los lanceros se distribuyeron en falanges por delante de los arqueros y levantaron un muro de escudos superpuestos para protegerse de los proyectiles enemigos. Las huestes permanecían a la vista, pues se pretendía que el gesto de desafío provocara el ataque precipitado de los druchii.
La caballería debía atraer a los druchii hasta las traicioneras tierras pantanosas, donde Alith y sus Sombríos llevaban dos días marcando los itinerarios más seguros para los caballeros. Los jinetes de los Anar irían borrando esas marcas a su paso, lo que dejaría a sus perseguidores estancados en el lodo y en una situación franca para los arqueros. Eothlir estaba decidido a atraer hacia sí la ira de Anlec. Por exigua que fuera, si los Anar les infligían una derrota, Morathi no tendría otra opción que trasladar desde Ellyrion sus tropas y aflojar la presión a la que estaba sometiendo al Rey Caledor.
Eothlir había ordenado la partida de sus jinetes poco antes del mediodía. Una buena sincronización de las acciones era capital. A medida que se cerniera la noche, el tránsito por los pantanos sería más peligroso y las bajas entre los druchii se multiplicarían de manera exponencial.
* * *
Alith aguardaba espada en mano junto a su padre. Sus Sombríos se habían ocultado lo mejor que habían podido entre los montículos de tierra y los juncos del Enniun Moreir, desde donde asaltarían al enemigo. Sin embargo, Eothlir había insistido en que su hijo permaneciera a su lado durante la batalla.
Las huestes druchii llegaron más o menos a la hora esperada por el señor de los Anar. Los silbidos estridentes de los Sombríos anunciaron la aparición de la caballería y casi inmediatamente Alith vio a los caballeros avanzando por las rutas marcadas; el último jinete de cada columna arrancaba los juncos que los Sombríos habían utilizado como señal. Cuando llegaron al borde de las colinas, giraron hacia el norte y se prepararon para contraatacar la posible maniobra enemiga de flanquearlos por la derecha. Liasdir se separó del grupo y desmontó junto a Eothlir, clavó el mástil del estandarte en la tierra de la ladera, desenfundó la espada y se volvió a sus señores.
—Son unos cuantos —dijo con una sonrisa indescifrable—. Espero que no estemos cometiendo un error.
Eothlir no respondió. Tenía la mirada fija en una oscura masa que se movía por la ciénaga. El ejército druchii avanzaba como una mancha que se esparce lentamente; era como si las huestes precedieran una neblina negra. Alith notó la brujería que flotaba en el aire. Se le pusieron los pelos de punta al contacto con la magia oscura y sintió cómo se desparramaba desde las montañas que se elevaban a su espalda, atraída por los encantamientos de los druchii.
Entre las líneas de infantería enemigas se distinguían unas figuras de grandes dimensiones. Las hidras recorrían chapoteando los pantanos, y sus berridos y gruñidos sonaban a desafío.
—¡Músicos! —gritó Eothlir.
Los cornetas se llevaron los instrumentos a los labios y emitieron una extensa nota que retumbó por las colinas. El sonido, una expresión ensordecedora de rechazo, hinchió de orgullo a Alith. En algún lugar detrás del joven Anar se elevaron unas voces entonando una canción, y Eothlir se volvió, perplejo. El sonido se propagó de compañía en compañía y el grito de batalla de los Anar resonó en la voz de catorce mil gargantas. La vehemente composición creció en volumen y estridencia, y se elevó por encima de los alaridos de las bestias druchii.
A Alith el corazón le tronaba al ritmo de los versos que referían las hazañas de Eoloran en los tiempos de Aenarion y rememoraban las batallas por Elanardris contra los demonios. Cuando el décimo y último verso llegó a su fin, un grito ensordecedor envolvió las colinas.
—¡Anar! ¡Anar! ¡Anar!
Alith se unió a las voces y vio que su padre también vociferaba el nombre de la familia enarbolando la espada por encima de la cabeza.
—¡Anar! ¡Anar! ¡Anar!
Los druchii ya estaban lo suficientemente cerca como para hacerse una idea de su número, que Alith calculó en unos treinta mil. Dio gracias a los dioses porque no se contaran caballeros entre ellos, pero menos agradecido se mostró al advertir que el ejército enemigo aparecía como un muro plateado y negro. Eran soldados naggarothi, y entre ellos no había ni un solo sectario. Estaban curtidos en la batalla, eran disciplinados y serían unos contrincantes letales.
La primera ráfaga de flechas de los Sombríos encontró su objetivo cuando los druchii todavía estaban a unos quinientos pasos de la línea de soldados Anar. La descarga causó pocas bajas, pero tuvo un efecto notable entre los adversarios, pues el esfuerzo que les exigía tratar de mantener el equilibrio en la superficie pantanosa se reveló vano cuando les cayeron encima los cuerpos sin vida de sus compañeros. Los portaestandartes trastabillaron y se desmoronaron, y los emblemas emergieron del pantano adheridos a los mástiles, fláccidos y empapados. Los capitanes miraban, aterrorizados, a su alrededor mientras los Sombríos elegían sus blancos con una puntería certera.
De la batalla de Anlec, Alith había sacado la conclusión de que el punto débil de las hidras radicaba en los domadores que las azotaban. Desgraciadamente, parecía que los druchii también habían aprendido la lección, y los elfos que empuñaban los azotes hacían todo lo que podían para que la mole de sus bestias siempre mediara entre ellos y los exploradores de los Anar. Siguieron avanzando y cambiaron la dirección de sus monstruos para colocarlos entre los regimientos de lanceros, de modo que los Sombríos no pudieran apuntarles con sus arcos.
Aquí y allá los druchii respondían a los proyectiles de los Sombríos. Los arqueros enemigos trataban de encontrar un blanco al que dirigir sus flechas, pero los exploradores se habían ocultado muy bien. Las compañías armadas con arcos mecánicos capaces de disparar varios proyectiles en una rápida sucesión descargaron sus flechas sobre el esquivo contrincante, y los Sombríos retrocedieron saltando como rayos de una defensa a otra.
Los druchii siguieron avanzando paso a paso, hostigados por los Sombríos y frenados por el barro absorbente del Pantano Oscuro. Entretanto, el sol descendía por poniente y las sombras empezaban a alargarse.
Los arqueros de los Anar dispararon la primera ráfaga de flechas en cuanto los druchii se pusieron a tiro, aprovechando que la altitud de su posición en las colinas les permitía alcanzar con sus armas una distancia mayor que el enemigo. Las compañías descargaron sus nubes de proyectiles por turnos, y aunque el ritmo no era extraordinario, se mantuvo constante, y ráfaga tras ráfaga, las saetas de plumas negras se abatían sobre los druchii y los fulminaban a centenares. Los cuerpos sin vida se hundían en el lodo o se apilaban en tierra firme y los guerreros que llegaban detrás se veían obligados a apartar aquellos truculentos montículos para continuar por las sinuosas sendas.
Con la caída masiva de guerreros de Anlec, Alith vio el primer rayo de esperanza. Si bien era cierto que había concordado inmediatamente con la decisión de su padre de salir de Elanardris, no era menos cierto que había albergado serias dudas de que se lograra algo con ello, al menos algo más que no fuera una distracción que proporcionara un ligero respiro al ejército de Caledor desplegado en el sur. Así pues, ver sufrir por miles a los druchii le producía una macabra satisfacción.
Finalmente, los arqueros y ballesteros druchii se acercaron hasta los doscientos pasos y empezaron a disparar sus proyectiles contra los soldados de los Anar. Los lanceros levantaron los escudos y los arqueros apostados en las colinas se arrodillaron detrás de ellos y siguieron disparando, aunque con una virulencia menor que antes.
Cuando los druchii estaban a punto de abandonar el pantano, se puso en marcha la parte final del plan de Eothlir. Además de marcar la senda de salida de la ciénaga, los Sombríos habían vertido aceite en las aguas pantanosas, y a la señal de Alith, los Sombríos arrojaron flechas llameantes hacia el pantano. El fuego prendió rápidamente y, extendiéndose por el marjal, envolvió las primeras filas de las compañías de lanceros de Anlec. Los guerreros cubiertos por las llamas sacudían brazos y piernas, y corrían de un lado a otro propagando aún más el fuego.
Alith se echó a reír ante la angustia del enemigo, pero se le cortó la risa de golpe cuando advirtió la mirada severa de su padre.
—No deberías hallar júbilo en la muerte —espetó Eothlir—. Deleitarse con la destrucción es desearla, y ése es el camino que han tomado esas almas desdichadas.
—Tenéis razón, padre —repuso Alith, inclinando la cabeza en gesto de disculpa—. La felicidad por el éxito me ha puesto de buen humor, pero no debería olvidar el precio que estamos pagando por nuestra victoria.
Sin duda, la victoria parecía factible, Los primeros druchii que habían sobrevivido al aluvión de flechas y a las llamas abandonaban atribuladamente la ciénaga y empezaban a ascender por la ladera en dirección al ejército de los Anar. Los primeros en llegar fueron los lanceros, que levantaron los escudos por encima de sus cabezas para protegerlas de las saetas. Se mantuvieron firmes a pesar de las ráfagas de proyectiles, recuperaron la formación y prefirieron acumular efectivos antes de cargar desordenadamente hacia las falanges que los aguardaban. Cuando hubo varios centenares de guerreros congregados en la falda de la colina, flanqueados por dos hidras, los druchii reanudaron el avance. Un tambor marcaba el paso de la marcha; los lanceros calaban sus armas para la embestida y apretaban el paso. Las hidras proferían sonidos sibilantes y alaridos; el fuego escapaba de sus múltiples bocas, y una nube de humo envolvía sus cuerpos.
—Tenemos que encargarnos de esos monstruos ya —dijo Eothlir, que se volvió a Nithimnis, uno de sus capitanes—. Ve a las compañías de Alethriel, Finannith y Helirian, y diles que se ocupen de la hidra de la derecha. Haz una señal a la caballería para que ataque por el costado.
El capitán asintió y se escabulló en dirección a los guerreros del flanco derecho. Eothlir se volvió a su hijo.
—Corre la voz entre los Sombríos de que atraigan la hidra de la izquierda.
Alith emitió un silbido grave, casi lastimero, y rápidamente un halcón cruzó volando la ladera a ras de suelo y remontó el vuelo para sobrevolar las cabezas de los arqueros y lanceros. El joven Anar extendió el brazo y el ave se posó en su muñeca. Alith se inclinó y le susurró las disposiciones de Eothlir en la lengua de los halcones. El halcón giró la cabeza a uno y otro lado, y se elevó en el aire batiendo las alas; se lanzó en picado sobre el pantano y desapareció entre la maraña de juncos y arbustos.
Poco después, las flechas llameantes empezaron a converger en la hidra. Aunque individualmente las saetas apenas causaban daño, la bola de fuego que provocaron bastó para abrasarle el cuerpo, mientras que otros proyectiles se hundieron en los ojos, las bocas y la piel más blanda del vientre. La bestia tenía zonas del cuerpo embadurnadas del aceite vertido en la ciénaga, y en ellas perseveraban las llamas, que se mantenían vivas en los costados y el lomo. Enrabietada, la hidra se volvió hacia la causa de su irritación, echando atronadoras bocanadas de fuego. Se desentendió de los lanceros que acompañaba y, se dirigió con sus andares pesados hacia el pantano y se hundió en el fango hasta los cuellos, escupiendo fuego por sus fauces con cada alarido.
Los druchii iniciaron la carrera de carga cuando mediaban cincuenta pasos entre ellos y los lanceros de los Anar. Aquello no tenía nada que ver con el ataque alocado de los sectarios; esa vez las huestes de Eothlir se enfrentaban a un ejército decidido y cohesionado. Los dos muros de guerreros chocaron y provocaron un estruendo ensordecedor que marcó el inicio de la verdadera batalla.
A pesar de las numerosas bajas infligidas a los druchii, el número superior de sus efectivos todavía era una ventaja a su favor, y del pantano no dejaban de emerger más y más guerreros que ensanchaban la línea de ataque o se sumaban a las compañías que ya se habían enzarzado en la lucha. Los arqueros y los ballesteros empezaron a disparar contra las tropas apostadas en la cima de la colina y las saetas sobrevolaban la cabeza de Alith en un atroz intercambio de proyectiles.
El joven elfo observaba minuciosamente la lucha. La línea del ejército de los Anar aguantaba con firmeza la posición, aprovechando la ventaja que les concedía su situación elevada para aguijonear con sus lanzas los escudos del enemigo; los asaltantes, por su parte, trataban de no perder el equilibrio mientras presionaban para obligarlos a retroceder. La hidra de la derecha, asediada por varios centenares de lanceros, estaba causando una verdadera carnicería, lanzando por los aires a los guerreros que capturaba con sus fauces o aplastándolos contra el suelo con sus zarpas inmensas. Sin embargo, los elfos no estaban siendo derrotados del todo, y la sangre manaba por docenas de heridas dispersas por la piel escamada de la hidra, además de que tenía tres cabezas que se balanceaban lánguidamente como pesos muertos y le golpeaban el pecho.
El suelo empezó a temblar bajo los pies de Alith, quien levantó la mirada y vio al otro lado de la hidra la carga de la caballería de Elanardris, que embistió la bestia lanzas en ristre, atropellando a los domadores y hundiendo las armas en la carne de la criatura. La bestia dio una sacudida brutal con la cola, que machacó caballeros y reventó patas de monturas; los alaridos de los elfos y los gemidos de los caballos tronaron en el aire. Los lanceros redoblaron su esfuerzo, y Alith vio que dos patas de la hidra se separaban del resto del cuerpo con los tendones cercenados por las puntas de las lanzas y de las espadas. Los soldados de infantería se encaramaron a la criatura y le clavaron sin respiro una y otra vez los aceros, mientras que la caballería seguía de frente en dirección a las líneas de los regimientos druchii.
La acometida de los caballeros dispersó a los druchii colina abajo, y en la huida, tropezaron con montoncitos de tierra o se trastabillaron con los hoyos o los cadáveres diseminados por el terreno. No obstante, la caballería no insistió en su ataque, y el capitán hizo una señal para que dieran media vuelta y se replegaran al norte para preparar una nueva carga.
Una y otra vez los druchii se empeñaban en ascender por la ladera, y lo único que conseguían llegados arriba era toparse con un muro de lanzas. Los oficiales de las tropas de Anlec trataron de flanquear las tropas de los Anar, por su costado izquierdo, el más alejado de la caballería, pero Eothlir envió el millar de guerreros de reserva allí para contrarrestar la amenaza enemiga y obligó a los regimientos druchii a retroceder hacia la parte central.
A Alith le resultaba imposible hacer un recuento de los muertos y heridos, aunque no cabía duda de que las bajas entre los druchii habían reducido a la mitad las tropas que habían iniciado la batalla. En el bando Anar el número de bajas era notablemente inferior, si bien en varias partes de la línea el ataque druchii había tenido cierto éxito y habían conseguido abrir alguna brecha. Sin embargo, Alith mantenía la confianza tanto en la habilidad de su padre como en la resolución de sus guerreros; todavía no había tenido la necesidad de desenfundar la espada, y la victoria estaba cayendo de su lado.
De repente, unos gritos de alarma atrajeron la atención del joven príncipe, que se volvió y vio a buena a parte de los arqueros Anar con la mirada clavada en el cielo y señalando hacia el nordeste, justo en dirección a Elanardris. Inmediatamente divisó la causa del azoramiento de sus guerreros: una colosal figura negra se deslizaba entre las nubes.
—¡Un dragón! —bramó Alith, desenvainando precipitadamente la espada.
* * *
El dragón se lanzó en picado contra la retaguardia de las huestes, arrojando una bocanada de humo grasiento. Era la bestia más grande que Alith había visto jamás; desde el hocico hasta la punta con púas de la cola debía medir lo mismo que un navío. El monstruo descendía con su sinuoso cuerpo recto como una flecha, con las enormes alas desplegadas y tiesas, y las cuatro patas terminadas en unas garras descomunales extendidas hacia el suelo. Sobre su lomo se distinguía una figura ataviada con una relumbrante armadura plateada, sentada en una silla con forma de trono y con dos banderolas idénticas que ondeaban prendidas del respaldo. En el brazo izquierdo sostenía un escudo más alto que un elfo y con runas de muerte repujadas, mientras que en la mano derecha blandía una pica más larga que dos caballos puestos uno detrás de otro y con una punta de cristal oscuro que arrojaba furiosas llamas negras.
Los arqueros disparaban flechas desde el suelo, pero el daño que le infligían era el mismo que podía causar un puñado de ramitas arrojado contra las murallas de una ciudad. El dragón batió poderosamente las alas y se detuvo en el aire justo encima de los arqueros, muchos de los cuales se fueron al suelo impelidos por el vendaval. De su boca brotó una densa nube de vapor que envolvió a centenares de soldados, y Alith contempló cómo se les escamaba la piel y se les fundía la carne por la acción de la neblina tóxica. Por toda la colina, resonaron los alaridos ahogados de los arqueros qué se desplomaban en el suelo, agarrándose frenéticamente el rostro y profiriendo unos espeluznantes gritos agónicos.
El dragón se elevó de nuevo por el cielo, y Alith sintió el impulso de salir corriendo, pues los ojos amarillentos de la bestia parecían haber fijado su mirada en él. Los dientes eran largos como espadas, sus garras bermellonas brillaban como la sangre fresca y sus negras escamas centelleaban con el sol poniente de tal manera que parecían brasas candentes.
Docenas de pensamientos e interrogantes atroces reclamaron la atención del joven príncipe; sin embargo, uno se impuso sobre el resto: «¿Cómo habrán conseguido los druchii una criatura así?». Los dragones de Ulthuan moraban en las zonas bajas de las montañas de Caledor. Ni siquiera al más bisoño de ellos se le había conseguido despertar de su letargo de centurias desde los tiempos de Caledor Domadragones. No obstante, ahora tenía frente a él la realidad en toda su terrorífica dimensión.
El monstruo se elevaba trazando círculos en el aire, preparándose para una nueva acometida en picado. Lanzó un rugido estridente que retiñó en los oídos de Alith, tan espantoso que centenares de guerreros huyeron despavoridos, soltando las lanzas, los escudos y los arcos para poder correr más deprisa. Alith nunca había visto un ataque de pánico igual.
«¡Alith!», oyó gritar a su padre, y se dio cuenta de que Eothlir estaba llamándole desde la aparición del dragón. Miró por encima del hombro y vio que los druchii ascendían por la ladera en dirección a ellos y que la línea de lanceros estaba cediendo a la presión.
Alith concentró toda la atención en el regimiento druchii y levantó la espada por encima de la cabeza. Los druchii se acercaban hombro con hombro a paso ligero. Alith lanzó un grito y salió disparado justo el instante previo a que las dos líneas de guerreros chocaran.
Con el primer golpe de su hoja arrancó la moharra de una lanza que ya enfilaba hacia él. Arremetió con el hombro contra el escudo de su oponente, sacó la daga del cinturón y, con un movimiento de revés, la hundió en el cuello del guerrero. Con su siguiente tajo abrió de cuajo el pecho de otro druchii. Entonces, notó un golpe en la espalda y una punzada de dolor. Se dio media vuelta y descargó el puño contra la mandíbula de un tercer guerrero y, a continuación, le hincó la espada en el rostro.
Los acontecimientos se precipitaron hasta un tumulto caótico. Alith, Eothlir y sus soldados gritaban y luchaban, y los druchii gruñían y los embestían con sus aceros.
—¡Mantened la formación! —bramó Eothlir—. ¡Empujadlos hacia el pantano!
Cientos de lanceros se congregaron en torno a su comandante, con cruentos gritos de batalla en los labios y sangre en las armaduras. Alith oyó un gemido y se volvió a su derecha. Liasdir cayó fulminado al suelo con una herida en la espalda de la que manaba sangre a borbotones; agarró el estandarte para ayudarse a ponerse en pie, pero otro lancero druchii se abalanzó sobre él y le hundió la lanza en el pecho. Liasdir volvió a caer, y el estandarte se desplomó sobre la hierba ensangrentada.
Eothlir repelió la acometida de una lanza y se agachó para recoger el estandarte caído, y antes de enarbolarlo por encima de la cabeza, le cercenó el brazo a otro druchii.
—¡Seguid luchando, guerreros de Anar! ¡Seguid luchando! —exclamó el señor de la Casa de Anar.
* * *
Una sombra cubrió la luz crepuscular y engulló a Alith. Una racha de viento le sacudió las orejas, y cuando el joven elfo levantó la mirada, el dragón aterrizaba y aplastaba docenas de druchii y soldados de los Anar indistintamente bajo la mole de su cuerpo. Eothlir enfiló de inmediato hacia el monstruo enarbolando su espada, y cuando reconoció al jinete, se le pusieron los ojos como platos.
—¡Kheranion! —espetó el señor de los Anar.
Alith sólo conocía el nombre del elfo por los rumores que había oído y que contaban que Malekith le había perdonado la vida en Anlec. Había sido el azote de los naggarothi contrarios a la tiranía de Morathi y uno de los genocidas más despiadados de Nagarythe. Se decía que el príncipe Malekith le había roto la espalda, pero que se había curado mediante la magia negra y que había sobrevivido gracias a pociones elaboradas con la sangre de sus víctimas.
Una mata de pelo cano y plateado envolvía el rostro de Kheranion, torcido en un cruel gesto desdeñoso. El príncipe druchii embistió a Eothlir con su pica llameante sin mediar palabra. El hierro explotó en el cuerpo del señor de Anar, y Alith profirió un grito entrecortado. La sangre humeante salió pulverizada por los aires, y Kheranion soltó la pica.
Eothlir retrocedió un paso, tambaleándose, y se enderezó. Se volvió lentamente a Alith, y luego se derrumbó sobre las rodillas; dejó caer la espada, que desapareció sepultada en la hierba pisoteada, y el estandarte de la Casa de Anar se le resbaló de la mano. La sangre gorgoteaba en su garganta y se le escapaba por la boca en forma de espuma. Pero no fue eso lo que más horrorizó a Alith, sino la mirada de su padre, sus ojos desorbitados e idos, completamente aterrorizados.
—¡Huye! —farfulló Eothlir antes de hundirse en el barro.
* * *
La risa socarrona de Kheranion llegó hasta los oídos de Alith. El joven príncipe lanzó un grito de rabia y de desesperación, y se precipitó hacia Kheranion y su monstruosa montura; pero no había dado dos pasos cuando lo agarraron del brazo y tiraron de él. Alith trastabilló y trató de liberarse, pero eran demasiadas las manos que lo apresaban con fuerza y que lo levantaban en el aire para impedírselo.
—¡Dejadme! —gritaba Alith, revolviéndose violentamente mientras acudían más lanceros que se interponían entre él y el dragón y Kheranion—. ¡Dejadme!
El ejército estaba destrozado por la muerte de su comandante. Se contaban por millares los seguidores de Alith que daban media vuelta y huían mientras varios centenares de aguerridos soldados se afanaban en formar una línea que vendería cara la derrota y frenaría la persecución enemiga. Alith se encontró huyendo colina arriba, renqueante, vencido por el desconsuelo y con el rostro bañado en lágrimas.
El sollozante heredero Anar dejó que sus soldados lo llevaran a un lugar seguro.