DIEZ
Un traidor leal
Alith llegó al pasillo donde se encontraban los aposentos de Yrianath justo en el momento en el que Caenthras se introducía en la cámara del príncipe escoltado por una partida de soldados naggarothi. Cuando la cuadrilla salió de nuevo de la habitación, Alith se cobijó bajó una escalera de servicio. Los imponentes guerreros envolvían a Yrianath, quien caminaba con el semblante profundamente afligido. Alith no podía hacer nada, ni siquiera armado hubiera tenido una oportunidad, de modo que decidió deslizarse por la escalera hasta la planta inferior, donde estaban las dependencias de Lirian.
Justo cuando abandonaba la escalera, un grupo de cuatro guerreros naggarothi doblaba la esquina. Alith dio media vuelta y arrancó de regreso escaleras arriba, pero el primer soldado lo agarró del brazo y tiró de él para devolverlo al pasillo.
—Por favor —suplicó Alith, dejándose caer sobre las rodillas—. ¡No soy más que un pobre criado!
El guerrero torció el gesto con desdén y lo obligó a levantarse del suelo.
—Entonces, serás nuestro criado, sinvergüenza —gruñó el naggarothi.
En ese preciso momento, Alith descargó el pulpejo de la mano contra la barbilla del soldado, y mientras su oponente se derrumbaba, le arrebató la espada que llevaba prendida a la cintura y rebanó la garganta de otro guerrero antes de que éste pudiera reaccionar. Los dos naggarothi restantes se separaron y embistieron a Alith por los flancos. El joven Anar esquivó el primer tajo y dio un salto atrás cuando la punta de la espada ya enfilaba hacia su pecho. En el contraataque descargó la espada contra el escudo del guerrero que quedaba a su izquierda y el impacto le sacudió el brazo. Se tiró al suelo con el corazón en un puño para eludir otra acometida de la hoja, giró sobre el hombro y se levantó en posición de en guardia un instante antes de que su otro contrincante arrancara para embestirlo ferozmente. Alith fue retrocediendo por el pasillo en dirección a los aposentos de Lirian al compás del repiqueteo de los aceros.
El joven elfo aprovechó un momento de respiro de su adversario y, con la mano que tenía libre, tiró de un tapiz colgado de la pared y se lo arrojó, saltó con la planta del pie por delante hacia la figura envuelta en la tela y lo derribó contra el suelo enmoquetado.
El otro naggarothi salvó a su compañero de un brinco, pero Alith ya esperaba aquella maniobra, y lo embistió y descargó la espada en la pierna; la hoja atravesó la armadura y las anillas de la malla se desparramaron por el pasillo impelidas por el chorro de sangre. El naggarothi se derrumbó sobre la moqueta profiriendo un alarido de dolor, y Alith clavó la punta del acero en su pecho expuesto.
El último soldado se liberó del tapiz, pero en el proceso había perdido la espada y el escudo, así que Alith aprovechó que se agachaba para recuperarlos y, hundiendo con todas sus fuerzas la espada en la nuca, le atravesó el yelmo y le perforó el cráneo.
El joven Anar se enderezó casi sin resuello y comprobó que sus contrincantes estuvieran muertos. Apoyó la espada contra la pared, desató apresuradamente el cinturón de uno de los guerreros, se lo ciñó a la cintura, envainó la espada y salió a la carrera hacia las dependencias reales.
* * *
La puerta de doble hoja de las cámaras estaba abierta y no había rastro de los ocupantes. Alith se adentró cautamente, con los oídos atentos al menor ruido, pero no había nadie. Un vistazo rápido desde las puertas y los arcos que comunicaban la antesala con el resto de cámaras confirmó que los naggarothi ya se habían llevado a Lirian y a su hijo.
No podía entretenerse cavilando sobre la desaparición del heredero al trono de Tiranoc; los naggarothi debían estar registrando el palacio y tarde o temprano se toparía con una patrulla a la que no podría hacer frente. Era inevitable que alguien acabara por reconocerlo, así que tenía que huir de Tor Anroc.
Supuso que los naggarothi habían penetrado en el palacio por la puerta principal; por lo tanto, cruzó la mansión en dirección a las torres norte, con la esperanza de adelantarse a las cuadrillas que exploraban el edificio. Se movió en todo momento por los pasillos secundarios y las escaleras ocultas que utilizaba el servicio para no perturbar con su presencia a los señores. Según se acercaba a las dependencias de los criados, empezó a oír gritos y alaridos procedentes de la planta superior.
Cambió de ruta y atajó a través de un jardín nocturno en dirección este. Flanqueó el claustro saltando de columna en columna, amparándose en la luz de la luna y la oscuridad. Al otro lado del patio, se alzaba la zona exterior del ala oriental del edificio, desde donde podía llegar a los jardines de diseño formal de la parte posterior del palacio.
En la planta baja había ventanas con los postigos abiertos, y Alith se introdujo en el palacio de un salto por una de ellas. A su derecha oyó el eco de pisadas pateando las losas del suelo, así que salió corriendo hacia la izquierda. Su precipitada carrera lo condujo hasta una de las pequeñas puertas que comunicaban el palacio con los jardines. Estaba a punto de tirar de la pesada puerta de madera cuando oyó pisadas a su espalda. Se volvió y vio aparecer una docena de lanceros, entre cuya masa oscura vislumbró un destello blanco: Lirian llevando en brazos a Anataris. Los soldados más próximos a Alith calaron las armas y se encaminaron lentamente hacia el joven elfo. Alith desenvainó su acero y pegó la espalda contra la puerta cerrada.
—¡Un momento! —bramó el oficial que encabezaba la partida.
Alith reconoció aquella voz.
La reducida unidad de guerreros se abrió y el capitán recorrió el pasillo con paso firme. A pesar de que el yelmo le ocultaba buena parte del rostro, Alith reconoció a Yeasir.
El comandante de Nagarythe se frenó de golpe al ver a Alith. Por su parte, el heredero de los Anar no sabía muy bien qué hacer. Si daba media vuelta y trataba de abrir la puerta, los soldados se abalanzarían sobre él, y si se enzarzaba en un combate con ellos, no tenía ninguna posibilidad de victoria.
—Bajad el arma, Alith —ordenó Yeasir.
Alith vaciló, apretando y relajando los dedos alrededor de la empuñadura de la espada. Lanzó una mirada a Lirian y se extrañó al percatarse de la calma que rezumba la princesa. Finalmente y a regañadientes soltó la espada, que repiqueteó en el suelo como un afligido toque de difuntos que resonó a su alrededor, y se dejó caer de espaldas contra la puerta, levantando las manos en señal de rendición.
Yeasir entregó su lanza a un soldado y se acercó a Alith, con las palmas de las manos enguantadas hacia arriba delante de él.
—No tengáis miedo, Alith —dijo el oficial—. No tengo ni idea de cómo habéis llegado aquí, pero no soy vuestro enemigo. No quiero haceros ningún daño.
Las palabras de Yeasir no tranquilizaron lo más mínimo a Alith, que paseó su mirada chispeante a su alrededor, tratando de encontrar alguna vía de escape. Pero no halló nada. Estaba atrapado.
—Venid, deprisa —ordenó el comandante, agitando la mano por encima del hombro.
Lirian se adelantó velozmente con el niño entre los brazos. Yeasir señaló a un soldado.
—Tú, dame tu arco y tus flechas —espetó el comandante.
El guerrero acató la orden, se descolgó la aljaba del hombro y se la entregó a Yeasir. Alith se llevó una sorpresa cuando el oficial naggarothi le ofreció el arma y las saetas, y luego se agachó para recoger la espada tirada en el suelo.
—No hay tiempo para explicaciones —dijo Yeasir, envainando la espada en la funda que colgaba de la cintura de Alith—. Este encuentro es un golpe de fortuna para ambos. Tenéis que llevar al heredero de Tiranoc a un lugar seguro.
Un puñado de soldados se adelantó, abrió la puerta y la luz de luna que se desparramaba por los jardines se coló en el interior del palacio. Lirian se precipitó al exterior.
Alith permaneció mudo, meneando la cabeza.
—Morathi ha regresado a Anlec y no todos se alegran —explicó rápidamente Yeasir—. Quiere castigar a Tor Anroc por lo sucedido con Malekith… Éste no es un lugar seguro. Hay un refugio al este: le he explicado a la princesa Lirian su ubicación exacta. Haré todo lo que pueda para retrasar la persecución y dentro de unos días acudiré para reunirme con vos. Mi esposa y mi hija también están escondidas allí. Luego, viajaremos todos juntos para refugiarnos en Ellyrion.
—¿Cómo? —fue todo lo que Alith alcanzó a farfullar.
—¡Ahora marchaos! —gruñó Yeasir—. Debo informar de la fuga de la princesa y no tardará en organizarse una batida. Cuando me reúna con vos, os lo explicaré todo.
Yeasir zanjó así la conversación y empujó de mala manera a Alith al otro lado de la puerta, que se cerró silenciosamente a su espalda. Lirian ya corría por el sendero pavimentado, y él arrancó tras ella. El fragor de la batalla proveniente de las torres del palacio resonaba en torno al trío de prófugos mientras se zambullían en la noche.
* * *
Yeasir condujo su tropa hasta el gran salón, adonde otras cuadrillas de naggarothi habían llevado a los miembros de la corte en cumplimiento del mandamiento de Palthrain. El chambelán contemplaba la escena junto al trono del Fénix, acompañado por Yrianath y Caenthras, quien frunció el ceño cuando vio aparecer a Yeasir.
—Vienes solo —apuntó el príncipe naggarothi.
—Al parecer, la presa se nos ha escapado esta vez —respondió Yeasir, sin darle mucha importancia—. Pero no llegará lejos; no con un niño del que ocuparse.
—Mala suerte —gruñó Caenthras.
—¿Creéis que continua en el palacio? —preguntó Palthrain.
—Es bastante improbable que abandone Tor Anroc —dijo Yeasir—. ¿Adonde podría ir? El invierno ya se cierne sobre nosotros, y la princesa no sabe moverse por los bosques. Mañana iniciaremos la búsqueda por la ciudad.
—Esperaba más de ti —musitó Caenthras cuando Yeasir se colocó junto a ellos.
—Quizá no sea príncipe, pero todavía soy comandante del ejército de Nagarythe —replicó Yeasir sin alzar la voz—. No lo olvidéis.
Palthrain demandó la atención de los nobles de Tiranoc, y Caenthras guardó un silencio preñado de resentimiento.
—¡No hay motivo para estar asustados! —declaró el chambelán—. Estos soldados han acudido en respuesta al llamamiento de Yrianath. Estos tiempos convulsos exigen que nos mantengamos alerta para descubrir a los corruptos que se cobijan entre nosotros, y nuestros amigos naggarothi han venido para ayudarnos.
—¿Vos los habéis invitado? —inquirió Tirnandir, en un tono cargado de desprecio.
—Bueno, yo… —empezó a decir Yrianath, pero Palthrain se le adelantó.
—Es imprescindible que elijamos un nuevo príncipe como sucesor de Bel Shanaar que goce de autoridad para entablar relaciones con nuestros aliados —declaró el chambelán—. El príncipe Yrianath se considera el candidato idóneo para la regencia. ¿Alguno de los presentes se opone a su designación?
Tirnandir abrió la boca, pero inmediatamente volvió a cerrarla. Al igual que el resto de los nobles congregados no podía apartar la mirada de los guerreros naggarothi apostados alrededor del salón, con las espadas desenvainadas y aferrando lanzas. Palthrain aguardó unos instantes, y luego asintió con la cabeza.
—En vista de que no se presenta ninguna objeción, declaro al príncipe Yrianath regente hasta que el príncipe Anataris alcance la mayoría de edad y asuma el poder que le corresponde legítimamente. ¡Larga vida a Yrianath!
La réplica de los naggarothi fue mucho más enérgica que la de los señores de Tiranoc, que balbucieron la loanza intercambiándose miradas azoradas.
—Vivimos una época sin precedentes —continuó Palthrain—. En un enfrentamiento con usurpadores y traidores hay que actuar rápidamente para garantizar la seguridad de los elfos leales y la persecución de quienes pretenden debilitar a los señores legítimos de Ulthuan. Con ese fin, el príncipe Yrianath promulga las siguientes leyes.
Palthrain extrajo entonces un rollo de pergamino de la manga de su túnica y lo entregó a Yrianath. El príncipe tomó el rollo con gesto titubeante y, apremiado por la mirada penetrante del chambelán, lo desenrolló. Examinó las runas escritas en el pergamino y se le pusieron los ojos como platos de la incredulidad. Una mirada feroz de Caenthras aplastó cualquier posibilidad de protesta, e Yrianath empezó a leer para el auditorio, con voz débil y temblorosa.
—Como señor de Tiranoc dicto que todos los soldados, ciudadanos y demás habitantes de nuestro reino deben cooperar sin reservas con nuestros aliados naggarothi. Se les tratará con la mayor de las cortesías y gozarán de absoluta libertad mientras nos asisten en la protección de nuestro reino. Se acatarán las órdenes de los oficiales y príncipes naggarothi como si provinieran de mí. El incumplimiento de este decreto será considerado un acto contra mi autoridad y será castigado con la pena capital.
Llegado a este punto a Yrianath se le quebró la voz y se balanceó como si fuera a desmayarse. Cerró los ojos y se tranquilizó antes de continuar con la lectura.
—Debido a lo incierto de la lealtad exhibida por algunos miembros del ejército de Tiranoc, dicto asimismo que todo soldado, capitán y comandante de las fuerzas de Tiranoc deberá entregar sus armas a nuestros aliados naggarothi. Aquellos que demuestren ser dignos de confianza se reincorporarán a sus puestos con la mayor brevedad. El incumplimiento de este decreto será considerado un acto contra mi autoridad y será castigado con la pena capital.
Un silencio sepulcral había ido instalándose en el salón a medida que los nobles de Tiranoc asimilaban las palabras de Yrianath.
Los ojos del príncipe brillaron humedecidos por las lágrimas mientras continuaba leyendo, lanzando miradas lastimeras a aquellos que había traicionado inconscientemente.
—Mi última disposición el día de mi nombramiento como regente establece la disolución temporal de la corte de Tiranoc, hasta que la investigación de las circunstancias que rodearon el fallecimiento de Bel Shanaar aclare la participación de los presentes en dicho acto execrable. A partir de este momento, dispongo de la autoridad para gobernar como regente y mi palabra es ley. Todas las disposiciones procedentes de los ex miembros de la corte carecen de validez y no serán tenidas en cuenta hasta que yo o nuestros aliados naggarothi demos el visto bueno. El incumplimiento de este decreto será considerado un acto contra mi autoridad y será castigado con la pena capital…
El auditorio expresó abiertamente su descontento, y brotó una fugaz oleada de murmullos que Caenthras cortó de cuajo cuando se adelantó y arrebató el pergamino a Yrianath.
—Con el fin de satisfacer los deseos de vuestro nuevo príncipe seréis escoltados a vuestros hogares, donde permaneceréis bajo arresto domiciliario. En los próximos días seréis llamados para dar cuenta de vuestros actos.
Yeasir hizo un gesto a los soldados, que condujeron a los nobles congregados hacia las puertas. Cuando lo señores de Tiranoc abandonaron el salón, Palthrain se volvió a Caenthras.
—Ha ido mejor de lo que esperaba —comentó el chambelán—. Ya podemos ponernos a trabajar en lo nuestro.
* * *
Todavía el amanecer no se había extendido por las montañas cuando Lirian condujo a Alith por unas colinas arboladas al nordeste de Tor Anroc. Apenas habían conversado durante el viaje, lo que había sido un alivio para Alith, pues no tenía palabras de consuelo y, pese a haber conocido de antemano la confabulación entre Caenthras e Yrianath, no había sospechado nada de lo que finalmente había provocado tal alianza. Siguieron silenciosamente por caminos y senderos, y finalmente atravesaron los prados de las granjas situadas en las afueras de la capital. Entretanto, Alith trataba de encontrar un sentido a lo acontecido.
Caminaron ininterrumpidamente colina arriba entre las sombras de los árboles; Lirian con Anataris apretado contra el pecho. Alith examinó a la princesa con el rabillo del ojo y advirtió la tensión instalada en su semblante. Iba vestida con una túnica fina, a todas luces inadecuada para un viaje a campo través, mugrienta y raída. Su cabellera, de habitual perfectamente arreglada, le caía en mechones desgreñados, y tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas reprimidas. Su aspecto en conjunto tenía un aire lóbrego que remitía al vacío de su corazón.
Alith se esforzó por encontrar unas palabras reconfortantes, pero fue en vano. Todo lo que se le ocurría le sonaba trillado o absurdo. No podía ofrecer consuelo, pues él no lo sentía. Todo se había desmoronado, y hasta donde sabía todos los dedos señalaban Nagarythe como responsable. Se dio cuenta de que tenía más preguntas que respuestas y se lamentó por no haber sonsacado más información a Yeasir.
Lirian se detuvo y apuntó a su derecha sin articular palabra. En medio de la oscuridad que los envolvía, Alith sólo acertó a distinguir la sombra más oscura de la entrada de una cueva. El joven Anar desenfundó la espada e hizo un gesto a la princesa para que se escondiera detrás de un árbol. Él se encaminó hacia la cueva sigilosamente y oyó dos voces que hablaban en susurros. Ambas femeninas.
Penetró en la cueva y encontró un pequeño grupo de elfos acurrucados alrededor de una lámpara, cuya debilísima luz apenas llegaba hasta las paredes de la cueva. Eran tres, dos elfas y un bebé envuelto en un trozo de tela azul. Ellas llevaban ropa de abrigo azul oscuro y chales bordados del mismo color. La mayor, de unos setecientos u ochocientos años, se levantó como un resorte empuñando una daga y se interpuso con actitud protectora entre Alith y la joven y el bebé.
—Soy amigo —dijo Alith, bajando la espada. Sin embargo, la desconfianza persistía en las aterradas elfas, y él arrojó la hoja fuera de la cueva—. He venido para ayudaros. Me envía Yeasir.
Su declaración se estrelló contra un muro de miradas asustadas, y Alith salió de la caverna y llamó a Lirian. La princesa avanzó cautelosamente entre los árboles y sólo se introdujo en la cueva cuando Alith ya estuvo dentro. Ambos grupos se miraron con suspicacia un instante.
—¿Quiénes sois? —preguntó la elfa joven—. ¿Qué queréis?
—Soy Alith de Anar, amigo de Yeasir. Y escolto a la princesa Lirian y a su hijo.
—¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está mi esposo? —inquirió la mayor—. ¿Dónde está Yeasir?
—Está en Tor Anroc, entreteniendo a nuestros perseguidores —respondió Alith—. ¿Cómo os llamáis?
—Saphistia —dijo la esposa de Yeasir, guardando de nuevo el cuchillo en el cinturón—. Ellos son mi hermana Heileth y mi hijo Durinithill. ¿Cuándo vendrá Yeasir?
—No lo sé —contestó Alith, tomando a Lirian por el brazo e indicándole que se sentara junto a Heileth—. Me dio instrucciones de que esperáramos aquí y me prometió que se reuniría con nosotros muy pronto. ¿Tenéis comida y bebida?
—Claro —dijo Heileth.
La joven se levantó y entregó con sumo cuidado el bebé a la madre; luego se volvió hacia una hilera de fardos ubicados junto a la pared rocosa y sacó un odre que ofreció a Alith y que vino seguido por varios paquetes de carne curada.
—Anar no es un nombre en el que pueda confiarse en Nagarythe en los tiempos que corren —apuntó Saphistia mientras Alith servía agua para todos.
—Falacias —gruñó el joven—. Hemos sido víctimas de una campaña para desacreditar nuestra casa. Yeasir confía en mí, y vos también deberías hacerlo.
Alith no esperó la réplica y salió de la cueva para recuperar la espada sepultada entre la broza. Permaneció en el exterior unos segundos, escudriñando el bosque en busca de una señal que delatara el acecho de sus perseguidores. No encontró nada extraño; se agachó para regresar al interior de la cueva y agarró su copa y algo de comida.
—Haré guardia —dijo a los demás, y de nuevo se escabulló raudo.
No tenía ganas de compañía. Se sentó con la espalda apoyada contra un tronco. Apenas probó la carne especiada. Tenía la cabeza en Nagarythe.
Cuando Yeasir viniera, se separaría de ellos y pondría rumbo al norte. Yeasir podía huir a Ellyrion si ése era su deseo, a fin de cuentas tenía que mirar por su familia. Él, en cambio, regresaría a Elanardris para averiguar el destino que había corrido la suya.
El amanecer no trajo señales de otros elfos, ya fueran amigos o enemigos. Alith se asomó a la cueva y encontró a todos sus ocupantes dormidos. Agarró el arco y partió en busca de carne fresca.
* * *
—Al parecer vuestras suposiciones eran erróneas —dijo Palthrain—. La princesa ha escapado de la ciudad.
Yeasir no respondió y se limitó a ladear la cabeza y sacudirla fingiéndose avergonzado. En el gran salón no había nadie más aparte de él y el chambelán, y sintió un deseo irrefrenable de estrangular al pérfido noble, pero sabía que debía mantener oculta su auténtica filiación si quería reunirse con su familia.
—Hemos malgastado dos días —continuó Palthrain—. Nos llevan dos días de ventaja.
—Estoy convencido de que huyen a pie. Nuestros jinetes los atraparán enseguida —repuso Yeasir.
—¿Los?
—Sí. También estoy convencido de que alguien ayuda a la princesa —apuntó rápidamente Yeasir, manteniendo una expresión anodina en el rostro, aunque por dentro se maldecía por su lapsus lingüístico—. Un soldado tal vez, o un criado. No concibo que la princesa posea la astucia necesaria para organizar por su cuenta la fuga. No es más que una puta tiranocii malcriada.
—¿Una puta tiranocii malcriada? Decidme, ¿cuándo pensabais aplicar esos calificativos a Caenthras y a mí?
Yeasir dejó entonces que aflorara toda su ira.
—¡Si bien gozáis del crédito que os concede haber ideado esta situación, no olvidéis que soy comandante! Ni siquiera sois naggarothi, así que medid bien vuestras acusaciones. Morathi podría sentirse ligeramente apenada si os sucediera algo, pero estamos muy lejos de Anlec. En la guerra ocurren vilezas que nunca consiguen aclararse. Si fuerais un naggarothi, lo sabríais.
Palthrain no pareció preocuparse por la amenaza de Yeasir.
—¿Qué plan tenéis para continuar la búsqueda? —preguntó el chambelán.
—No irá hacia el norte; esa ruta la acercaría aún más al Naganath.
—Pero el grueso del ejército de Tiranoc está acampado en esa dirección. La princesa podría buscar refugio entre ellos.
—Es posible, pero improbable —repuso Yeasir—. Dudo sinceramente de que ahora mismo confíe en alguien de Tiranoc. Creo que se encaminará hacia el oeste con la intención de alcanzar la costa. Allí podría embarcarse y poner rumbo a otro reino de Ulthuan.
—¿Por qué confiaría en otros reinos cuando no confía en el suyo propio?
—Quizá no lo haga, pero no hay mayor obstáculo para capturarla que el mar. Si ha escapado hacia el sur o hacia el este, la atraparíamos antes de que llegara a Caledor o Ellyrion. Si Lirian consigue embarcarse, no disponemos de los medios para perseguirla.
—Vuestro argumento no carece de razón —afirmó Palthrain, apoyándose en el brazo del trono del Fénix.
—No estaba buscando vuestro beneplácito —replicó Yeasir.
—Claro que no —repuso dócilmente Palthrain—. Aun así, será mejor que informéis a Caenthras de vuestros planes para que él pueda… coordinar las tropas.
—¿Y qué pasa con Yrianath? —preguntó Yeasir.
El oficial estaba ansioso por alejar la conversación de la cuestión de quién tenía la autoridad sobre las fuerzas de ocupación. Morathi había entregado el mando al comandante, pero buena parte de las tropas estaban formadas por súbditos de Caenthras y a él debían lealtad.
—Es de poca utilidad como regente si no nos hacemos con el heredero.
—De momento, Yrianath nos proporciona un halo de legitimidad —respondió Palthrain—. Comprende su posición perfectamente, al igual que el resto de los miembros de la corte. Cuando tengamos a Lirian y al mocoso, Yrianath sabrá encauzar los asuntos con los demás reinos por los derroteros que nosotros deseemos.
Yeasir asintió y enfiló hacia la puerta. Ya estaba en el otro extremo del salón cuando le llegaron las palabras de Palthrain.
—Por supuesto, así sucederá siempre y cuando encontréis a Lirian.
Yeasir se detuvo, pero no se volvió.
—Cuando eso ocurra, ajustaremos cuentas —musitó para sus adentros, y abandonó la sala a grandes zancadas.
* * *
Habían pasado cuatro días desde la fuga de Tor Anroc, y Yeasir todavía no había dado señales de vida. Saphistia empezaba a angustiarse e insistía a Alith para que regresara a la capital y recabara información sobre su marido. El elfo se negaba de plano, aduciendo que no podía dejar el grupo desprotegido.
—¿Cuánto tiempo tendremos que permanecer aquí? —preguntó Lirian cuando anocheció el cuarto día.
La princesa había recuperado cierto vigor y pasaba la mayor parte del tiempo paseando por la cueva, arrullando a su hijo.
—Esperaremos a que Yeasir venga —respondió Saphistia.
—¿Y si no viene? —dijo la princesa con un hondo suspiro—. Podría haber muerto.
—¡No digáis eso! —espetó Heileth.
Saphistia fulminó con la mirada a Lirian y enfiló hacia el fondo de la cueva, donde dormían los niños, acomodados en unas camas que Alith había improvisado con hojarasca y una capa. Allí había otra abertura que conducía a una red de túneles perforados por el agua y que se adentraban en las colinas. Esa era su escapatoria en el caso de que los encontraran, y Alith había dedicado parte de su tiempo por las noches a explorarlos mientras Heileth hacía la guardia. En el peor de los casos había un pequeño túnel que podrían utilizar para dirigirse al norte y en el que Alith ya había montado una trampa con ramas y rocas para bloquear el paso y mantener entretenidos a sus perseguidores.
—Fue una procesión espléndida —dijo Lirian distraídamente—. Con todos esos estandartes y esas cuadrigas.
—¿Qué procesión? —preguntó Heileth.
—El funeral de Elodhir —respondió la princesa, con la voz distante y la mirada perdida.
—Dejad de hablar de funerales —siseó Saphistia—. Yeasir sigue vivo. Si hubiera muerto, yo lo sentiría.
—Elodhir murió tan lejos de mí… —se lamentó Lirian. Volvió su mirada vacía hacia Saphistia—. Yo no sentí nada.
Alith salió de la cueva meneando la cabeza y rogó a cualquier dios que quisiera escucharlo que le devolviera pronto a Yeasir para poder escapar de las continuas discusiones de sus compañeras. Justo en ese momento atrajo su atención un movimiento entre los árboles, e inmediatamente tuvo aferrado el arco con una flecha anclada a la cuerda.
El joven elfo aguzó el oído y advirtió el chacoloteo amortiguado de varios corceles.
No tardó en aparecer ante sus ojos una figura que conducía media decena de caballos por el mantillo de broza. Alith se escabulló detrás de un árbol cercano, apuntando con su arco al recién llegado. Sólo unos segundos después distinguió el rostro de Yeasir; salió a su encuentro y bajó el arco.
—No sabéis la alegría que me produce veros —vociferó Alith, encaminándose hacia el comandante.
—Vuestra felicidad será efímera. No puedo quedarme mucho tiempo.
—¿Por qué? —inquirió Alith, llegando junto a Yeasir.
Ambos enfilaron hacia la cueva, seguidos dócilmente por los caballos.
—Las fuerzas de Caenthras no andan lejos. Todavía no es seguro marcharse de aquí, y yo he de volver antes de que se percaten de mi ausencia.
Nada más aparecer en la cueva, Saphistia se precipitó hacia la entrada y abrazó a su marido con todas sus fuerzas.
—Gracias a los dioses que estás bien —dijo con la voz quebrada—. Según pasaba el tiempo temía lo peor.
Yeasir tranquilizó a su esposa y la besó en las mejillas. Luego, se acercó a su hijo. Levantó de la cama al bebé envuelto en una manta azul y lo sostuvo contra su pecho mientras paseaba la mirada enternecida por la diminuta cara de Durinithill.
—Ha sido tan valiente —dijo Saphistia, entrelazando el brazo con el de su marido—. Ni un quejido ni una lágrima en todo este tiempo.
Como despertando de un sueño, Yeasir se enderezó y entregó el bebé a Heileth.
—He traído caballos y más víveres. Hoy distraeré a los perseguidores para que continúen la búsqueda hacia el sur y esta noche regresaré. Entonces, podremos marcharnos antes de que reanuden la batida por la mañana.
Lirian se revolvió en el fondo de la cueva.
—¿Qué pasa con Yrianath? —preguntó la princesa—. ¿No podríais rescatarlo también?
Yeasir meneó, consternado, la cabeza.
—Yrianath está atrapado en su propia majadería —respondió el comandante—. Palthrain y Caenthras lo vigilan constantemente. Sois vos y vuestro hijo quienes deben ponerse a salvo. Sin el verdadero heredero de Tor Anroc, sus pretensiones de un gobierno legítimo carecen de fundamento.
Yeasir se fundió de nuevo en un largo abrazo con su esposa. Cuando se separaron, el rostro del comandante delataba su dolor. A Alith se le pasó fugazmente por la cabeza que Yeasir no se iría, y se preguntó cómo sería compartir un amor igual.
Sin embargo, el comandante, con una expresión de severa resignación en el rostro, apartó la mirada de los ojos de su amada y abandonó la cueva. Alith salió detrás de él.
—Hay algo de lo que me gustaría hablaros —dijo Alith.
—Sed rápido.
—Voy a regresar a Nagarythe. No puedo acompañaros a Ellyrion. Debo reunirme con mi familia.
—Claro —dijo Yeasir, y añadió lanzando una ojeada en dirección a la cueva—: protegedlos hasta la noche. Después seréis libre de seguir el camino que elijáis.
Alith asintió y contempló a Yeasir mientras éste se internaba en el bosque y enfilaba hacia el oeste, hasta que desapareció de su vista. Entonces, se sentó en una roca e inició su melancólico turno de guardia.
* * *
No muy lejos de la cueva una figura envuelta en una sombra mágica también observaba cómo Yeasir se alejaba del escondite. Se encaramó a la silla de su corcel negro y una capa de plumas negras se arremolinó a su espalda. En silencio, giró la montura hacia el sur y se alejó.
* * *
A Yeasir le asaltó un presentimiento mientras cruzaba la plaza en dirección al palacio. Cuando se aproximó un poco más a la torre de entrada, vio a Palthrain acompañado por un pelotón de guerreros. Al comandante se le aceleró el corazón. Algo iba mal.
—¿Cómo va la búsqueda? —preguntó con brusquedad el chambelán.
—Hoy no ha habido éxito —respondió Yeasir, pasando de largo junto a Palthrain.
—Quizá tendríais más suerte si no perdierais el tiempo visitando cuevas secretas.
Yeasir giró para encarar al chambelán, en cuyos labios se dibujaba una sonrisa ladina.
—¿Pensabais que podríais traicionarnos? —inquirió Palthrain.
Yeasir desenfundó rápidamente la espada y cargó contra el chambelán antes de que los soldados pudieran reaccionar. La hoja agujereó la túnica de Palthrain y se hundió sin hallar resistencia hasta su estómago.
—Nos veremos en Mirai —masculló Yeasir, arrancando la espada de la herida, de la que manó la sangre a borbotones.
El comandante cercenó un brazo al primer guerrero que lo embistió y degolló al segundo; se ladeó para esquivar la lanza del tercero y echó a correr hacia la puerta.
Se dirigió a los corrales que se habían construido donde antes se levantaba el mercado, saltó a un caballo y lo puso al galope. Tres naggarothi intentaron cortarle el paso, pero mantuvo firme la montura en dirección a los guerreros, y al rebasarlos, le arrancó la lanza de las manos a uno de ellos. Se introdujo en el túnel que atravesaba sinuosamente las entrañas del monte de Tor Anroc y el estruendo de los cascos retumbó en las paredes.
A su espalda resonaron las voces de alarma, pero no hizo caso de ellas y exhortó al caballo a correr más y más. Atravesó a toda prisa la ciudad y los elfos que se cruzaban en su camino se apartaban arrojándose a los lados. Su corazón latía al compás de los cascos de la montura y el pánico le cortaba la respiración. Parecía que el mundo que le rodeaba se desvanecía y lo único que perduraba era el recuerdo de su esposa y de su hijo.
* * *
La noche empezaba a instalarse en los campos de Tiranoc, y Yeasir continuó su carrera incansable por las praderas que rodeaban la capital. No malgastó un instante en preocuparse por el estado de su montura, pues sólo tenía entre ceja y ceja adentrarse en las colinas boscosas que se elevaban frente a él. A la luz anaranjada, Yeasir descubrió figuras armadas internándose en los bosques.
Torció a la izquierda con la intención de adelantar a los guerreros y penetró en la arboleda encorvado, con las ramas fustigándole el rostro y la espalda. Echó un vistazo a su derecha y confirmó que varios centenares de naggarothi marchaban en dirección a la cueva.
El caballo se trastabilló con una raíz, y Yeasir estuvo a punto de caer. Gruñendo entre dientes, se enderezó de nuevo y espoleó el caballo para evitar que se detuviera. En la penumbra que se desplegaba delante de él se vislumbraban los destellos de las armas y de las armaduras.
Yeasir exigió un último esfuerzo a su montura para ascender por la ladera que albergaba la cueva. Entre los árboles que se levantaban a su alrededor, resonaban los alaridos de los guerreros.
—¡Alith! —gritó cuando la cueva apareció ante él.
El joven Anar dio un respingo y se puso de pie con el arco presto en la mano.
Yeasir frenó el caballo, que patinó antes de detenerse y levantó una nube de hojarasca que revoloteó en el aire. Desmontó de un salto y corrió hacia la cueva.
—¡Estamos perdidos! —exclamó el comandante.
Saphistia y Heileth salieron precipitadamente de la cueva. Yeasir rechazó las muestras de cariño de su esposa.
—¡Coged a los niños y huid! —bramó—. ¡Tenemos el enemigo encima!
Apenas habían salido las palabras de su boca cuando se atisbaron los primeros naggarothi abriéndose paso entre los árboles. Los guerreros apuntaron hacia la cueva y se apresuraron para lanzar el ataque.
—¡Huid! —gritó Yeasir, agarrando a Saphistia y empujándola hacia la cueva.
La elfa se revolvió y se soltó de su esposo.
—¡Tú vienes con nosotros! —espetó Saphistia, con el rostro bañado en lágrimas.
Yeasir se aplacó un instante, tiró de su esposa y la estrechó entre sus brazos. Se embebió en la fragancia de su pelo y en la calidez que desprendía su cabeza apretada contra su mejilla. Pero entonces despertó de su ensimismamiento y apartó a Saphistia.
—Coge a Durinithill y márchate —dijo con la voz quebrada—. Protege a nuestro hijo y cuéntale que su padre lo amó más que a ninguna otra cosa en el mundo.
Saphistia parecía decidida a no abandonar a su marido, pero Heileth la agarró del brazo y la arrastró al interior de la cueva. Pero entonces, Yeasir profirió un quejido ahogado y se abalanzó sobre ellas para abrazar por última vez a su esposa.
—Te quiero —musitó el comandante, y se alejó.
Yeasir dirigió la mirada hacia los naggarothi que se aproximaban por la arboleda y una cólera arrebatada sustituyó el pesar que le desgarraba el corazón. Su cuerpo rezumaba ira y las manos le temblaban por la agitación. En su larga vida apenas había conocido la paz. Cuando creía que por fin la había hallado, todavía había quien intentaba privarlo de su humilde felicidad.
—Lucharé a vuestro lado —dijo Alith.
—¡No! —espetó Yeasir—. Debéis protegerlos.
Los naggarothi se encontraban a menos de cien pasos. Yeasir oía el eco de las voces agudas de su esposa y sus acompañantes procedentes de la cueva.
—Sacadlos de aquí —masculló el comandante—. Las tinieblas han puestos sus ojos en Ulthuan. Debéis combatirlas.
Alith vaciló. Su mirada saltaba de la cueva a los naggarothi, y viceversa. Suspiró, resignado, y asintió con la cabeza.
—Ha sido un honor —dijo el joven príncipe, agarrando del hombro a Yeasir—. Nunca he conocido a un hijo más digno de Nagarythe. Os juro que si hace falta, daré mi vida por vuestra familia.
* * *
Alith nunca supo si Yeasir había oído sus palabras, pues el comandante tenía toda la atención depositada en los guerreros que los acechaban. El joven elfo corrió hacia la entrada de la cueva y se volvió un instante. Los naggarothi, embutidos en sus uniformes negros, avanzaban ahora con cautela en una línea de doce unidades, con los escudos alzados y las lanzas en ristre.
Yeasir encaró la oscura masa que emergía del bosque con la espada en la mano derecha y la lanza en la izquierda. Parecía tranquilo, como si hubiera aceptado su destino, y uno habría pensado que estaba solazándose con el fresco aire vespertino. Yeasir mantuvo los ojos clavados en quienes pretendían someter o quizá matar a su familia, y en ningún momento volvió la mirada atrás. Alith nunca había presenciado una demostración de valor comparable, y aunque sabía que era su deber, se sintió profundamente avergonzado por verse obligado a huir.
Yeasir blandió la lanza por encima de la cabeza de manera desafiante y su voz sonó como una explosión, la misma voz atronadora de un comandante que había bramado órdenes por encima del fragor de centenares de batallas.
—¡Sabed con quién os enfrentáis, cobardes! —vociferó—. ¡Soy Yeasir, hijo de Lanadrith! ¡Comandante de Nagarythe! ¡Luché en Athel Toralien y en la batalla de Silvermere! ¡Yo marché con el príncipe Malekith hacia las tierras septentrionales y me enfrenté a las criaturas y los demonios de los Dioses Oscuros! ¡Fui el primero en entrar en Anlec para derrocar a Morathi! ¡Diez veces diez mil enemigos han sufrido mi ira! ¡Venid aquí y probad la sed de venganza de mi lanza y la cólera de mi espada! ¡Venid, bravos soldados, y batíos con un auténtico guerrero!
Yeasir enarboló también la espada y lo que gritó a continuación detuvo en seco a los soldados, que se intercambiaron miradas aterradas.
—¡Yo soy naggarothi!
El comandante emprendió una carrera imparable por la ladera y cuando alcanzó la línea de escudos se elevó en el aire de un salto con la lanza refulgente apuntando hacia abajo. Sonó el chirrido del choque de metales, y Yeasir se sumergió en la masa de soldados. Los alaridos de dolor y pánico resonaban por toda la colina a medida que la turba de guerreros iba perdiendo los efectivos que sucumbían al ataque de Yeasir. En cuestión de segundos, el suelo estaba sembrado de docenas de cuerpos, y la hojarasca, moteada de sangre. La espada y la lanza de Yeasir eran como un torbellino plateado que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso.
Los soldados se apiñaron, empezaron a rodear al comandante, y Alith lo perdió de vista.
El joven elfo estaba sin aliento por la desesperación, pero se introdujo en la cueva henchido de orgullo. Salió tras sus protegidos y desapareció engullido por la oscuridad.