9: El descenso de las tinieblas

NUEVE

El descenso de las tinieblas

El gran salón era un caos. Elfos de toda edad y condición habían acudido desde todos los rincones del palacio para enterarse de lo sucedido. Yrianath estaba de pie junto al trono del Rey Fénix, rodeado por Palthrain y otros muchos nobles y consejeros. Mientras se abría paso entre la multitud, Alith percibía la atmósfera de pánico y desesperación. Parte del auditorio gritaba, otra parte sollozaba, y la mayoría permanecían mudos de la impresión, aguardando el comunicado de Yrianath.

—¡Un poco de calma! —pidió el príncipe, levantando las manos. Pero el bullicio continuó hasta que Yrianath elevó la voz y espetó con un rugido—: ¡Silencio!

A partir de ese momento, sólo se oyó el roce de las túnicas y algún gemido ahogado.

—El Rey Fénix ha muerto —declaró solemnemente Yrianath—. El príncipe Malekith ha encontrado su cuerpo sin vida en sus aposentos esta mañana a primera hora. Al parecer, el Rey Fénix ha decidido poner fin a su vida.

En ese momento, se produjo una nueva explosión de rabia y aflicción que se prolongó hasta que Yrianath volvió a exigir la atención del público.

—¿Por qué motivo puede haber hecho algo así el Rey Fénix? —preguntó un noble.

Palthrain y no otro se adelantó para responderle.

—No lo sabemos con certeza —respondió el chambelán—. Hasta el príncipe Malekith habían llegado denuncias que vinculaban al Rey Fénix con las sectas del placer. Si bien Malekith no dio crédito a dichas acusaciones, había jurado en este mismo salón que perseguiría a los miembros de los cultos cualquiera que fuera su condición. No olvidemos que su propia madre sigue encarcelada en este palacio. Cuando el príncipe se ha presentado en los aposentos de Bel Shanaar para mostrarle las pruebas, ha hallado el cuerpo del Rey Fénix con rastros de loto negro en sus labios. Parece ser que los cargos contra él eran fundamentados, y Bel Shanaar ha preferido quitarse la vida antes que afrontar la ignominia del descubrimiento.

El griterío se apoderó del salón cuando los elfos se agolparon en las primeras filas y avasallaron a preguntas a Palthrain e Yrianath.

—¿Qué cargos?

—¿Qué pruebas se han presentado?

—¿Cómo puede haber ocurrido algo así?

—¿Siguen entre nosotros los traidores?

—¿Dónde está Malekith?

Esta última pregunta se planteó repetidas veces y el griterío fue en aumento.

—El príncipe de Nagarythe ha partido hacia la Isla de la Llama —contestó Yrianath cuando se restableció cieno orden—, con el propósito de informar a Elodhir del fallecimiento de su padre y pedir consejo a la asamblea de príncipes. Debemos mantener la calma hasta el regreso de Elodhir. Os garantizo que todo lo relacionado con lo sucedido saldrá a la luz.

Aunque prevalecía la consternación, aquel anuncio tranquilizó en cierta manera a los elfos, y esa vez los gritos iracundos cedieron su lugar en el salón a los murmullos cómplices. Alith no hizo caso del zumbido de cuchicheos y de los lamentos regados de lágrimas y se volvió a Milandith. La muchacha tenía las mejillas humedecidas por el llanto. Pasó un brazo alrededor de ella y la apretó contra su cuerpo.

—No hay de qué tener miedo —le dijo el joven elfo, aunque sabía que estaba mintiendo.

* * *

Los siguientes días en palacio se sucedieron envueltos en una atmósfera enrarecida. Apenas había actividad, y Alith notaba que sus compañeros intentaban aceptar lo ocurrido cada uno por su cuenta. Eran pocos los que se sentían con ánimo para hablar de la conmoción y la pena que los embargaba, algo ya de por sí poco habitual, y aún eran muchos menos quienes mencionaban las circunstancias que habían rodeado la muerte de Bel Shanaar. Aunque de manera imprecisa y nunca nombrada, se palpaba una corriente de suspicacia que recorría el palacio.

Lo primero que pasó por la mente de Alith fue abandonar la ciudad, pues ya no estaba atado por el juramento a Bel Shanaar, pero desechó esa idea inicial. Bien era cierto que el rumbo de los acontecimientos amenazaba con desenmascararlo; sin embargo, como no había oído ningún rumor ni había advertido señal alguna que cuestionaran su llegada no mucho antes del fallecimiento de Bel Shanaar, con una huida apresurada quizá llamaría más la atención que permaneciendo en Tor Anroc.

Así pues, Alith se quedó al lado de Yrianath, como requería su posición y como deseaba su curiosidad. El príncipe era el más conmocionado por el trágico vuelco de los acontecimientos y prefirió no tomar ninguna decisión por iniciativa propia y esperar el regreso de Elodhir.

Se preparó el cuerpo de Bel Shanaar para el sepelio en el formidable mausoleo familiar, situado en las profundidades del monte situado en Tor Anroc. Los funerales no podían iniciarse en ausencia de Elodhir, de modo que los elfos se encontraron en un limbo espiritual, pues no podían manifestar públicamente su pena. Alith echó de menos por una vez la cháchara desenfadada que le había distraído en tantas ocasiones en la capital. En la quietud cavernosa del palacio, sus oscuros pensamientos resonaban aún más graves.

* * *

Habían pasado dieciséis días cuando la llegada de nuevos visitantes levantó un revuelo prodigioso en palacio. Alith asistía a Yrianath, que discutía con Palthrain los preparativos para el funeral de Bel Shanaar, cuando un heraldo irrumpió precipitadamente y anunció que acababa de llegar de la Isla de la Llama.

—¿Qué noticias traes de Elodhir? —preguntó Yrianath—. ¿Para cuándo debemos esperar su regreso?

Llegados a este punto, el heraldo empezó a gimotear.

—Elodhir ha muerto, junto con otros muchos príncipes de Ulthuan —explicó con voz entrecortada.

—¡Habla! ¡Dinos qué ha ocurrido! —exigió Palthrain, agarrando al emisario por los brazos.

—¡Es un desastre! No sabemos qué ha pasado. Un terrible terremoto sacudió el templo de Asuryan y hallamos indicios de violencia. Cuando entramos, sólo seguían con vida unos pocos príncipes.

—¿Quiénes? —insistió Palthrain—. ¿Quiénes son los supervivientes?

—Sólo un puñado ha logrado sobrevivir —respondió el heraldo, a quien casi le fallaban las rodillas—. Han muerto tantos nobles…

El mensajero tragó saliva, se enderezó y se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Acompañadme —consiguió decir, volviéndose hacia la puerta.

Alith siguió a cierta distancia a Palthrain e Yrianath, quienes —en el caso de que se hubieran percatado de se su presencia— no se opusieron a ella. El heraldo condujo al grupo por el patio hasta la puerta principal del palacio, donde había congregada una muchedumbre. También había un gran número de carros cubiertos con entalamaduras blancas. Los soldados de Tiranoc contenían las masas de elfos, aunque su propia inquietud los empujaba a escrutar de reojo los vehículos. Palthrain se abrió paso entre el gentío seguido a su estela por Alith.

El chambelán levantó una de las cubiertas blancas, y Alith atisbo a Elodhir, que yacía en un féretro en el interior del carro. Tenía el rostro blanco como la nieve y permanecía tumbado boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho.

A Yrianath se le cortó la respiración y apartó la mirada. Un instante antes de que Palthrain soltara el toldo a Alith le pareció distinguir la marca carmesí de una herida en el cuello del príncipe, aunque apenas la vislumbró fugazmente y no pudo asegurarlo.

Una elfa salió a grandes zancadas de entre los carros, ataviada con una armadura de plata y una capa negra. Alith enseguida adivinó que era naggarothi y se escabulló hacia la muchedumbre pese a no reconocerla. La elfa habló brevemente con Palthrain y señaló otro de los vehículos. El rostro del chambelán adquirió una expresión de pavor, pero recobró la compostura rápidamente y sin mediar palabra dio media vuelta y regresó al interior del palacio.

Yrianath ordenó a los capitanes de la guardia que trajeran más soldados de la ciudad y, con gesto impertérrito, dio instrucciones al personal de palacio para que empezara a trasladar al interior los cadáveres de los nobles de Tiranoc. Alith respiró aliviado por no formar parte de la cuadrilla encargada de una labor tan ingrata y trató de pasar todo lo desapercibido que pudo.

* * *

La truculenta tarea se vio interrumpida por los gritos ahogados de consternación procedentes de la muchedumbre agolpada alrededor de la puerta. Alith se volvió y vio a Palthrain gritando a los elfos que se apartaran de su camino. Un contingente de los guerreros naggarothi que habían llegado acompañando a Malekith lo seguían y se desplegaron en dos líneas paralelas entre el gentío para acordonar un pasillo.

Entonces apareció una elfa de gran estatura y de una belleza arrebatadora. Su larga melena azabache se precipitaba en lustrosos tirabuzones sobre sus hombros y su espalda, y su piel de alabastro era blanca como la piedra de las torres de entrada de la ciudadela. Tenía unos penetrantes ojos oscuros, y Alith se estremeció con la expresión que adquirían cuando miraban con desdén al público apelotonado en la entrada del palacio. Alith supo inmediatamente quién era y sintió cómo se le encogía el corazón: Morathi.

La multitud sobrecogida retrocedió a su paso cuando la sacerdotisa cruzó la puerta, ataviada con un vestido púrpura que se desparramaba por el suelo a su espalda y unas botas que repicaban en las losas del camino. Contempló la masa estremecida de elfos con una mueca de desprecio, hasta que vio los carros y concentró toda su atención en ellos. Caminaba tan deprisa que Palthrain tenía que correr para mantener su ritmo.

El chambelán la condujo hasta uno de los vehículos. Morathi tiró de la cobertura con una mano forrada de anillos y cayó desplomada sobre las rodillas; profirió un quejido que resonó en los muros del palacio, un lamento tan horrible que a Alith le perforó los tímpanos.

El joven elfo levantó ligeramente la mirada y vio lo que yacía sobre el entarimado del carro. Era un montón informe de restos carbonizados y, en un primer momento, no distinguió de qué se trataba, pero en un escrutinio más minucioso Alith advirtió unas cuentas de oro fundido y vuelto a solidificarse y pedazos de malla de una cota aprisionada en la carne chamuscada. Era el cuerpo de un elfo espantosamente profanado. Sus ojos abiertos no parpadeaban, permanecían inanimados, con la mirada perdida, y la carne y los músculos de medio cuerpo habían desaparecido consumidos por el fuego y habían dejado los huesos al aire. El cadáver desprendía partículas ennegrecidas que revoloteaban en el aire. Alith se acercó un poco y reconoció el dibujo del peto de la armadura a pesar del deterioro. Eran los vestigios de un dragón enroscado.

Entonces, Morathi se levantó y giró sobre los talones para encarar a los elfos que la observaban. Sus ojos eran dos bolas de fuego azul y su cabellera danzó desaforadamente agitada por un vendaval invisible, mientras saltaban chispas de las yemas de sus dedos. La muchedumbre aterrada rompió a gritar, dio media vuelta y huyó despavorida de la sacerdotisa.

—¡Cobardes! —bramó Morathi—. ¡Mirad este estropicio! ¡Afrontad lo que ha provocado vuestro entrometimiento! ¡Es mi hijo, vuestro rey legítimo! ¡Miradlo y no lo olvidéis el resto de vuestras desgraciadas vidas!

El griterío y el estrépito se extendieron. Los elfos escapaban en estampida, tratando de abrirse paso por la torre de entrada a empujones y tirones. Alith había quedado paralizado por la aparición del cuerpo de Malekith y no les prestó atención; sintió náuseas, no sólo por la imagen que tenía frente a él, sino también porque un presagio le golpeó el estómago y le heló la sangre.

El fragor de docenas de botas resonó en la plaza, acompañado por el chacoloteo de cascos. Los elfos que quedaban se desperdigaron al ver aparecer la columna de lanceros y caballeros vestidos de negro. Eran los soldados restantes de Malekith. Emergieron en la plaza como una serpiente negra, y Alith temió por un momento que emprendieran la carga. Pero no fue así. Morathi se encaramó al carro y formaron una guardia de honor de trescientas unidades en torno al vehículo. Alith esperaba la intervención de los guerreros de Tiranoc, pero los pocos que quedaban temían demasiado enfrentarse a aquellos soldados de semblante severo. No los culpó, y él mismo se quedó paralizado, sobrecogido por las filas de lanzas y de caballeros inmóviles. Morathi hizo una señal al cochero, y el carro se puso en marcha y se alejó al compás del traqueteo de las ruedas y del estrépito de los guerreros naggarothi.

Un capitán de la guardia de Tiranoc se adelantó con cierta cautela, con el puño aferrado a la empuñadura de la espada prendida de la cintura. Pero Palthrain lo interceptó y le puso una mano en el pecho para detenerlo.

—Deja que se marchen. Tiranoc estará mejor sin ellos —dijo el chambelán.

Los naggarothi abandonaron la plaza sin incidentes, se adentraron en el túnel oriental y desaparecieron.

De ese modo, el príncipe Malekith abandonó Tor Anroc por última vez.

* * *

En el gran salón reinaba un silencio sepulcral, y una atmósfera de veneración envolvía los dos cuerpos que yacían en la capilla ardiente sobre unas placas de mármol a cada lado del trono del Rey Fénix. A pesar de la polémica que todavía rodeaba su muerte, Bel Shanaar había reinado en Ulthuan durante mil seiscientos sesenta y ocho años, así que el respeto que le profesaban los presentes era unánime. Miles de elfos desfilaron junto a los restos del Rey Fénix, cuyo cuerpo se había conservado en perfectas condiciones gracias a las atenciones prestadas por sacerdotes entregados a Ereth Khial, mientras que las sacerdotisas de Isha se habían encargado de eliminar de sus labios las manchas del veneno. Alith advirtió que la túnica de Elodhir le cubría el cuello, así que no pudo confirmar la herida que le había parecido atisbar cuando el cuerpo yacía sobre el carro.

Las puertas habían permanecido abiertas cinco días y ya sólo quedaban las familias de los príncipes. Alith asistía a Yrianath, como hacía el resto de criados con sus señores y damas. El salón estaba casi vacío, pues muchos nobles habían partido de Tiranoc rumbo al Consejo de príncipes con el Rey Fénix y no habían regresado con vida. De la Isla de la Llama se habían traído de vuelta algunos cuerpos, que eran velados por sus parientes en las mansiones que circundaban el monumental palacio. Otros no habían regresado en forma alguna y su destino se desconocía.

—Tiranoc ha sido herida de gravedad —declaró Yrianath.

Todavía tenía el mismo gesto de estupefacción que la primera vez que había visto el cadáver de Elodhir. Junto a él se encontraba Lirian, la viuda de Elodhir, y el hijo del príncipe fallecido, Anataris. La elfa iba envuelta de pies a cabeza en un atavío blanco de luto, con el rostro embozado en un largo velo. En los brazos sostenía al niño, también de blanco. A Alith le resultaba imposible vislumbrar un mínimo rasgo de la expresión de la viuda.

—Tiranoc no se quedará de brazos cruzados en los tiempos que corren —continuó Yrianath. Aunque sus palabras pretendían sonar desafiantes y conmovedoras, las pronunció con un hilo de voz—. Perseguiremos con todos nuestros medios a los causantes de esta herida y a quienes nos han arrebatado al legítimo señor de Ulthuan.

Brotó un murmullo de descontento en el salón, e Yrianath torció el gesto y paseó una mirada exhausta por los nobles.

—¡No es momento para cuchicheos y secretos! —espetó el príncipe, en un tono más vigoroso—. Si alguno de los presentes desea compartir su opinión, puede hacerlo.

Tirnandir se adelantó, mirando de reojo a la audiencia. Era el miembro más anciano de la corte tras Palthrain —había nacido sólo veinte años después de la ascensión de Bel Shanaar al trono— y gozaba del respeto de los otros como uno de los consejeros más sabios del Rey Fénix.

—¿Con qué autoridad hacéis tales promesas? —inquirió el noble.

—La que me otorga ser príncipe de Tiranoc —respondió Yrianath.

—Entonces, ¿os postuláis como sucesor del señor de Tiranoc? De acuerdo con la tradición no sois vos el siguiente en la línea de sucesión.

Yrianath pareció desconcertado un instante. Se volvió a Lirian y Anataris.

—El heredero de Bel Shanaar era Elodhir, y el heredero de Elodhir sólo tiene tres años —declaró Yrianath—. ¿Qué proponéis?

—Un regente hasta que Anataris cumpla la mayoría de edad —contestó Tirnandir.

Por los gestos de asentimiento del resto de los miembros del Consejo era evidente que aquella cuestión ya se había debatido en privado.

Yrianath se encogió de hombros.

—Entonces, hago esas promesas como regente —repuso, sin comprender que pudiera haber motivo de objeción.

—Si finalmente se nombra un regente, él o ella debe ser descendiente de Bel Shanaar —señaló Illiethrin, esposa de Tirnandir—. Vos sólo tenéis seiscientos años; la mayoría de los presentes están más capacitados para el cargo.

Palthrain intervino antes de que Yrianath pudiera replicar.

—Vivimos tiempos convulsos y nuestro pueblo confiará en nosotros para que lo guiemos —dijo el chambelán—. No es conveniente que la administración de Tiranoc se aleje de la línea sucesoria. Otros reinos se enfrentan a los mismos contrincantes que nosotros, y no cabe duda de que ese enemigo aprovechará en beneficio propio toda discordia. La candidatura de Yrianath se apoya en un sólido argumento sanguíneo, y con el asesoramiento de los consejeros reunidos hoy aquí su política podría desarrollarse con inteligencia. Una decisión distinta invitaría a quienes pretenden socavar el gobierno legítimo de Ulthuan a una interminable disputa de reivindicaciones.

—¿Y dónde está ese gobierno legítimo de Ulthuan? —espetó Tirnandir—. No tenemos Rey Fénix y no hemos recibido ninguna noticia del Consejo de príncipes en lo concerniente a la sucesión. Morathi está libre de nuevo y veinte años de encarcelamiento no habrán mitigado su ambición. Es evidente que propondrá algún pretendiente de su gusto. ¿El elfo que elijamos aquí se ceñirá también la corona del Fénix y la capa de plumas?

—Yo no aspiro al Trono del Fénix —se apresuró a decir Yrianath, agitando los brazos frente a él rechazando la sugerencia—. Actuaré en beneficio de Tiranoc. Es seguro que el resto de los reinos cuidarán de sí mismos.

Se levantó un murmullo de descontento, y Palthrain alzó la mano en demanda de silencio.

—Un asunto así no puede decidirse precipitadamente. Todos los temores y deliberaciones se tratarán a su debido tiempo. Es impropio reñir de esta manera aquí, ante el cuerpo del Rey Fénix. No. Esto no conducirá a nada.

—Retomaremos el tema cuando terminemos de rendir nuestros respetos a los tallecidos y hayamos honrado como es debido la memoria de nuestro señor —declaró Tirnandir, haciendo una reverencia en señal de disculpa—. La división no es nuestro objetivo, sino la unión. Dentro de diez días nos reuniremos de nuevo y presentaremos todas las alegaciones que sean precisas.

Los nobles hicieron una reverencia frente a los cuerpos de los difuntos y unos cuantos inclinaron la cabeza hacia Yrianath según abandonaban el salón, aunque hubo otros que lanzaron miradas suspicaces al príncipe. Alith creía de corazón en Yrianath, pues había formado parte de su séquito durante varias estaciones y no había visto ni oído nada que le despertara sospechas. Sin embargo, la repentina desaparición de Bel Shanaar y Elodhir había dejado la cuestión de la sucesión en todo punto abierta para el debate, y Alith intuía que ésa, precisamente, había sido la intención de los perpetradores del magnicidio.

Aunque esos pensamientos elevados tenían un hueco en la cabeza de Alith durante el desarrollo de los funerales, sus temores se concentraban mayormente en los acontecimientos de Nagarythe, y tomó la determinación de partir al norte y reunirse con su familia nada más que finalizaran los homenajes. ¿Quién sabía el caos que se habría instaurado con la muerte del príncipe Malekith?

* * *

Los funerales por el Rey Fénix y su vástago se prolongarían durante diez días, lo que suponía una exageración aun para los cánones elfos. El primero de ellos, Alith se unió a una larga hilera de dolientes que desfilaba junto a los fallecidos para glorificar sus vidas. Se recitaban poemas que loaban los logros de Bel Shanaar como guerrero en los tiempos de Aenarion y como rey en períodos de paz. Bajo sus auspicios, el imperio elfo no había dejado de crecer y las colonias de Ulthuan se extendían por todo el mundo hacia oriente y occidente. La alianza con los enanos de Elthin Arvan fue ensalzada por un coro de más de trescientos cantantes, lo que irritó a Alith más de lo esperado, ya que en sus conversaciones con Yeasir en Elanardris, el comandante le había dejado claro que había sido el príncipe Malekith quien había forjado la amistad con los enanos, y él se inclinaba por esta opinión.

El segundo día transcurrió en silencio, pues la población de Tor Anroc al completo se sumió en una meditación muda de las figuras de Bel Shanaar y Elodhir. Algunos transcribían en verso sus emociones, otros guardaban para sus adentros sus recuerdos. Ese momento de introspección procuró tiempo a Alith para sentarse en su habitación y reflexionar sobre los sucesos. No conseguía concentrarse en un único aspecto, así que no llegó a una conclusión de lo que había ocurrido ni de cuál debía ser su siguiente paso, y ansió más que nunca volver a las montañas y el apoyo de su familia.

El recuerdo de Elanardris lo llevó por una senda tenebrosa y se horrorizó de las espeluznantes imágenes que brotaron en su cabeza de lo que podría encontrarse a su regreso. Hacía casi un año que no recibía noticias de ningún familiar ni amigo, y ni siquiera sabía si quedaba alguien con vida. Toda esa frustración acumulada estalló en su interior, y Alith dio rienda suelta a su ira y a su miedo con violencia, destrozando lámparas, arrancando las sábanas de la cama y propinando puñetazos contra las paredes, hasta que le sangraron abundantemente los nudillos. Se derrumbó sin resuello en el suelo, llorando desconsoladamente. Intentó por todos los medios borrar de la cabeza las tormentosas escenas que lo atenazaban, hasta que pasada la medianoche, vencido por el agotamiento, se quedó dormido.

* * *

Cuando despertó se sentía nuevo, aunque su optimismo no había variado respecto a la noche anterior. El insólito desahogo de la víspera le había aclarado las ideas y sabía qué debía hacer. Comprendía que la decisión de permanecer en Tiranoc durante los funerales era una simple excusa para retrasar el retorno inevitable a Elanardris. La falta de información era, en buena parte, causa de tormento, pero también le daba esperanza, una esperanza que tal vez se haría añicos en cuanto llegara a su casa. Se dio cuenta de que estaba siendo inmaduro, buscando excusas para continuar en aquel estado de indecisión, y resolvió hacer acopio de todo lo necesario para el viaje.

Llamaron a la puerta, y Alith escondió el morral a medio hacer detrás de la cama antes de abrir. Se trataba de Hithrin, que ojeó el destrozo causado por Alith la noche anterior, pero no comentó nada.

—Tenemos que presentarnos ante nuestro señor, Alith —dijo el encargado, no sin cierta afabilidad—. Espera un importante visitante a mediodía. Arréglate y dirígete a sus dependencias lo antes posible.

Hithrin lo miró con compasión y se marchó. Alith sintió su orgullo herido por aquella mirada y se apresuró a ordenar el estropicio del cuarto y se vistió con esmero. Esta actividad nimia le permitió poner orden en su cabeza tras la interrupción y sopesó las opciones de acudir a los aposentos de Yrianath o partir inmediatamente. Finalmente, decidió prolongar un poco más su estancia, intrigado por la naturaleza del visitante que había solicitado encontrarse con Yrianath tan temprano.

* * *

La recepción del visitante de Yrianath se trató con gravedad y solemnidad. Alith y el resto de los secretarios del príncipe prepararon un sencillo almuerzo frío en la cámara inferior oriental, un pequeño salón flanqueado por dos corredores superiores. Momentos antes de la hora prevista para la llegada del invitado se pidió a los criados que se marcharan, y Alith desfiló por la puerta de salida con los demás.

El joven elfo se sintió turbado por aquel secretismo. Se escabulló del resto del servicio mientras regresaban a sus dependencias y enfiló de nuevo hacia el salón. Se escurrió furtivamente por la escalera del servicio, habitualmente utilizada por los criados para llevar bandejas con comida y bebida a los grupos reunidos en los corredores superiores, y desembocó en la cámara superior. En las paredes norte y sur había unas ventanas altas, pero la luz que se filtraba por ellas apenas llegaba a los corredores, que cuando se utilizaban solían iluminarse con lámparas, así que, envuelto en la penumbra, Alith escudriñó el salón inferior.

Yrianath estaba sentado a un extremo de la larga mesa, con las fuentes de comida dispuestas ante él y cuyo contenido estuvo toqueteando con nerviosismo hasta que sonó un golpe atronador en la puerta.

—¡Adelante! —vociferó Yrianath, poniéndose en pie.

Se abrió la puerta y un criado hizo una honda reverencia antes de indicar al visitante del príncipe que podía pasar.

Alith contuvo la respiración y se dio de espaldas contra la pared cuando Caenthras entró en el salón con paso firme. Tenía un aspecto radiante, ataviado con la armadura y la capa. Yrianath se apresuró a recibir al príncipe naggarothi en el otro extremo de la mesa.

El joven Anar empezó a sentir pánico. ¿Qué hacía allí Caenthras? ¿Estaría al tanto de la presencia de Alith? Y en ese caso, ¿qué se proponía viniendo a Tor Anroc? El impulso de huir antes de ser descubierto se apoderó de él, y tuvo que armarse de todo su valor para no moverse de donde estaba. Se dijo que estaba exagerando y que si esperaba un poco, recibiría las respuestas para todas aquellas preguntas, de modo que se deslizó hasta la balaustrada y observó hecho un manojo de nervios a los elfos reunidos debajo.

—Príncipe Caenthras, me complace claros la bienvenida —dijo Yrianath—. Largo tiempo hemos ansiado recibir noticias del otro lado del Naganath. Por favor, tomad asiento y disfrutad de toda la hospitalidad que puede ofrecerse en estos tiempos sombríos.

Caenthras correspondió a la reverencia y depositó el yelmo sobre la mesa. Luego, siguió a Yrianath y esperó a que el príncipe se sentara a su derecha para hacerlo él.

—Ciertamente son tiempos sombríos y peligrosos —repuso Caenthras—. La incertidumbre se propaga por Ulthuan y es fundamental que se restablezcan la autoridad y el orden.

—No podría estar más de acuerdo, y permitidme que transmita mis condolencias a todo Nagarythe, que también ha sufrido la pérdida de un gran líder —dijo Yrianath, sirviendo vino para él mismo y su invitado.

—Estoy aquí como embajador oficial de Nagarythe —continuó Caenthras, cogiendo la copa y agitando el contenido—. Si queremos acabar con el caos, es de vital importancia que los señores de Ulthuan trabajen juntos. Para nosotros es una tragedia que todavía haya tantos reinos sin líderes, pues no sabemos con quién debemos tratar los asuntos. Me han llegado noticias de que precisamente Tiranoc está enredado en estos momentos en un debate de esa naturaleza.

—Creo que enredado sea quizá una palabra demasiado fuerte…

—¿No es cierto acaso que no hay acuerdo sobre quién debe suceder al príncipe al frente del gobierno?

Yrianath vaciló un instante y tomó un sorbo de vino para ganar tiempo. La mirada intensa de Caenthras no se suavizó. El primero dejó la copa en la mesa y suspiró.

—En efecto, hay un debate sobre la sucesión —repuso Yrianath—. Como elfo de mayor edad en la línea de sucesión me he ofrecido para actuar temporalmente como regente, pero algunos miembros de la corte han mostrado su oposición.

—Entonces debo informaros de que Nagarythe apoya vuestras aspiraciones de gobernar Tiranoc —dijo Caenthras con una sonrisa de oreja a oreja—. Nosotros creemos firmemente en la tradición, y lo indicado es que un pariente de Bel Shanaar lo suceda.

—Si consiguierais convencer a mis pares para que me favorecieran, el asunto quedaría zanjado —señaló Yrianath, inclinándose hacia Caenthras con el gesto inflexible—. No me gustaría llegar a una división, y un final rápido en este tema sería lo mejor para todos los implicados y nos permitiría concentrarnos en problemas más graves.

—Nada es más cierto —admitió Caenthras, dándole unas palmaditas en la mano—. La estabilidad es la clave.

Caenthras se sirvió un poco de comida y la distribuyó cuidadosamente en el plato. Después, ladeó la cabeza y miró con gesto reflexivo a Yrianath.

—Me parece que el parecer de un príncipe ajeno al tema no servirá de mucho para influir en la opinión de los nobles de Tor Anroc —comentó el naggarothi—. Como muestra de mi apoyo estoy dispuesto a solicitar a ciertos príncipes y oficiales de Nagarythe que vengan a Tor Anroc y hablen en vuestro favor. Estoy seguro de que si contáis con aliados de esa naturaleza, vuestra posición se verá reforzada y no se pondrán impedimentos a vuestras aspiraciones. Después de todo, lo que buscamos en estos momentos es unidad.

Yrianath meditó unos momentos el ofrecimiento de Caenthras, pero Alith enseguida adivinó la trampa. Si Yrianath quería hacerse con el poder de Tiranoc, debía lograrlo por sus propios medios. ¿Acaso las últimas penalidades padecidas por los Anar no se debían a una confianza excesiva en el apoyo de los demás? Alith quería advertir al príncipe para que no accediera, decirle que era un trato engañoso, pero no se atrevía a revelar su presencia a Caenthras, así que permaneció mudo y contempló cómo se concretaba el funesto plan.

—Sí, eso sería magnífico —respondió Yrianath—. No veo por qué debería ser un problema.

—En ese caso, debo poneros una condición inexcusable —dijo Caenthras.

«Ahí está», pensó Alith mientras observaba a Yrianath yendo hacia el cebo como un pez.

—Vuestra frontera septentrional está cerrada a los naggarothi —continuó Caenthras, encogiéndose de hombros de una manera encantadora—. Yo, por casualidad, me encontré con uno de vuestros oficiales, que dio fe de mí y me permitió entrar en Tiranoc. Temo que los embajadores que vendrán al sur para apoyaros no tendrán la misma suerte. Me preguntaba si tal vez podríais escribirme unos cuantos salvoconductos que yo enviaría a mis pares príncipes para que pudieran cruzar el Naganath con sus escoltas.

—Bueno…, sí…, claro —dijo Yrianath—. Os daré el sello de mi principado como garantía. ¿Cuántos necesitaréis?

—Digamos… una docena —contestó Caenthras, sonriendo—. Tenéis muchos aliados en el norte.

—¿Una docena? —inquirió Yrianath, halagado—. Sí, no veo por qué razón no podríamos arreglarlo.

Pero entonces se desvaneció la expresión de felicidad del príncipe, que dejó caer los hombros.

—¿Qué ocurre? —preguntó Caenthras, con una mueca de preocupación—. ¿Hay algún problema?

—El tiempo —masculló Yrianath—. Las deliberaciones empezarán con la finalización de los funerales, dentro de sólo una semana. Me temo que mis partidarios no llegarán a tiempo para inclinar el debate a mi favor, y mis rivales ya tienen listas las argumentaciones contra mí.

—Tengo jinetes preparados para partir hacia el norte inmediatamente —dijo Caenthras—. No puedo garantizaros que nuestros amigos lleguen a Tor Anroc en siete días, pero quizá podríais arreglároslas para retrasar el proceso de alguna forma.

Yrianath se animó con aquella sugerencia.

—Bueno, las cosas de palacio van despacio —masculló, más para sí mismo que para su interlocutor. Miró con resolución a Caenthras—. ¡Puede hacerse! Os entregaré mi sello antes del anochecer. Estoy convencido de que puede retrasarse la decisión hasta que yo presente mis alegaciones concluyentes.

Caenthras se puso en pie, e Yrianath se levantó con él. El naggarothi alargó una mano que el príncipe estrechó con entusiasmo.

—Os agradezco vuestra comprensión —dijo Caenthras—. Sin duda, una alianza renovada entre Nagarythe y Tiranoc devolverá a nuestro pueblo a la senda de la gloria.

—Sí, ya es hora de que dejemos la historia a nuestras espaldas y volvamos a mirar hacia el futuro.

—Una actitud de lo más progresista y loable —repuso Caenthras, que enfiló hacia la puerta, pero sólo había dado unos pasos cuando se volvió a Yrianath—. Por supuesto, de momento mantendremos este acuerdo entre nosotros, ¿verdad? Sería contraproducente que vuestros oponentes se enteraran de lo que hemos hablado.

—¡Ah!, eso dadlo por seguro —respondió Yrianath—. Podéis confiar en mi discreción; como yo confío en la vuestra.

Caenthras volvió a inclinar levemente la cabeza, sonriendo, y se marchó. Yrianath permaneció unos segundos tamborileando con los dedos en la mesa, visiblemente feliz. A continuación, salió del salón con el paso firme de quien se siente seguro de sí mismo y dejó a Alith solo, rodeado de silencio.

El desarrollo de la conversación entre los príncipes había disipado el miedo inicial de Alith, pero lo había colmado de ira. Era evidente que Caenthras llevaba tiempo manipulando los acontecimientos de Nagarythe en pos de fortalecer su posición y había obrado contra los Anar aun cuando se hacía pasar por un aliado. Alith no podía saber cuánto tiempo exactamente llevaba Caenthras urdiendo su pérfido y egoísta plan, pero ahora revisaba con suspicacias todas sus acciones. Durante un tiempo, Caenthras había sido un amigo sincero de los Anar, de eso no había duda, pero llegados a cierto punto, en algún momento, había decidido tomar otro camino. Aquella traición estaba a punto de hacerle estallar, azuzada por el miedo y la frustración que lo corroían desde que lo habían separado de Ashniel. Ahora que Caenthras implicaba el gobierno de Tiranoc en sus tramas, el peligro se extendía a todo Ulthuan.

Caenthras tenía que pagar por sus arteras fechorías.

* * *

A lo largo de los siete días que quedaban de funerales por Bel Shanaar y Elodhir se celebraron actos de homenaje conducidos por los más afamados poetas de Tiranoc, que recitaron afligidos réquiems por el descanso del Rey Fénix, acompañados por los coros fúnebres y quejumbrosos de las plañideras. Alith juzgaba aquellas composiciones carentes en extremo de originalidad y trascendencia, y le parecían simples oratorios anodinos que ponían de relieve la pérdida y la pesadumbre, pero que en realidad no decían nada de los fallecidos. En Nagarythe unos versos de esa naturaleza rebosarían auténtica congoja por los desaparecidos, pues eran compuestos por los familiares que habían perdido a un ser querido. En definitiva, Alith consideraba a aquellos dolientes profesionales ampulosos e impersonales.

El siguiente día amaneció con el primero de los diversos rituales de santidad con que los sacerdotes y sacerdotisas legítimos de Ereth Khial preparaban los cuerpos y espíritus de los muertos para la otra vida. Aquellos rituales eran muy distintos de los oficios mortuorios que habían arraigado en Nagarythe, pues no tenían como fin conversar con la diosa suprema del inframundo, sino proteger las almas de los difuntos de las atenciones de los etéreos rephallim al servicio de la diosa de los cytharai. Como ya le había ocurrido con los réquiems, Alith se quedó desconcertado por aquellos rituales. En Elanardris se sobreentendía que los espíritus de los fallecidos cruzaban la puerta que conducía a Mirai, y una vez allí, reposaban eternamente vigilados por Ereth Khial. No se temía la muerte, simplemente se aceptaba como el final natural de la vida.

A diferencia de los cantos y los sacrificios desaforados que había presenciado en Anlec, los sacerdotes genuinos de Ereth Khial rociaban los cadáveres con agua bendita y les dibujan en la piel runas protectoras con tinta de plata. Alith contemplaba desde el fondo de la multitud que asistía al ritual a los sacerdotes musitando plegarias para aplacar a los rephallim y envolviendo con cadenas de oro las extremidades de los difuntos para evitar con su peso que los vengativos espectros se los llevaran.

Caenthras fue acogido como invitado en palacio durante las exequias, y Alith tuvo que poner mucha cautela en sus movimientos para no ser descubierto por el príncipe naggarothi. Siempre que tenía la oportunidad, el joven elfo observaba a la pareja de señores. Rara vez disponía de tiempo, aunque su astucia casi siempre encontraba el modo de transferir alguna obligación que exigía su presencia a otro miembro del séquito de Yrianath. En ocasiones, Alith se veía obligado a tomar medidas extremas para evitar el encuentro con Caenthras, como pasar por las puertas a gatas o salir corriendo por los pasillos en cuanto oía que su voz se aproximaba. Una vez incluso recurrió a esconderse detrás de una cortina, algo que Alith pensaba que sólo ocurría en los cuentos infantiles.

Matar a Caenthras no sería tan sencillo como había pensado en un primer momento. Asesinarle sin ser atrapado enseguida se reveló en todo punto imposible, ya que el príncipe siempre estaba acompañado, ya fuera por Yrianath, Palthrain o algún funcionario del palacio.

El odio agudo que Alith sentía por Caenthras no se aplacaba, pero cuanto más lo observaba, tanto más su promesa de matarlo cedía terreno al deseo de sepultarlo en la misma ignominia que él había vertido sobre los Anar con sus tramas. Una cuchillada nocturna en la espalda sólo provocaría más suspicacias y dolor, mientras que un duelo a la vista de todos revelaría su identidad y levantaría un buen número de preguntas incómodas acerca de su presencia en palacio y la muerte de Bel Shanaar. Si de alguna cosa estaba completamente seguro Alith, era de que en un enfrentamiento directo con Caenthras el veterano de las guerras contra los demonios saldría triunfante.

Un conocimiento en mayor profundidad de la naturaleza de las maquinaciones de Caenthras le proporcionaría las armas para causarle una caída en desgracia más justa que la simple muerte. Alith quería que Caenthras fuera desenmascarado y que sufriera la vergüenza antes de que su vida llegara a su fin. Para ello tenía que averiguar todo lo referente a los planes del príncipe naggarothi, sus aliados y sus adláteres. Eso implicaba aguardar a la llegada de los nobles que se posicionarían a favor del nombramiento de Yrianath. Hasta entonces, Alith era lo suficientemente paciente como permanecer al margen y esperar a que sus dudas se esclarecieran por sí mismas.

* * *

Por fin, llegó el último día de las honras fúnebres por los difuntos señores de Tiranoc, y decenas de miles de elfos viajaron a la capital para presentarles sus respetos y asistir a aquella última jornada del sepelio. Se decía que habían acudido muy pocos príncipes y nobles de otros reinos, y se habían propalado las especulaciones sobre el motivo de las ausencias. Los observadores más pragmáticos lo achacaron simplemente a las desgracias que se habían cebado en los señores de Ulthuan en los últimos tiempos y apuntaron que la mayoría debían estar ocupadísimos manteniendo el orden en sus propios reinos. Los ciudadanos con una mente más inclinada a las conspiraciones vieron en la ausencia de numerosos ciudadanos ilustres de Ulthuan un desaire implícito y deliberado. Incluso algunos elfos, espoleados por amigos que probablemente debían haberles aconsejado lo contrario, se aventuraron a decir que el resto de los reinos albergaban tantas sospechas sobre las circunstancias que rodeaban la muerte del Rey Fénix que temían viajar a Tiranoc.

Alith había llegado a su propia conclusión, y se decía que los príncipes que habían sobrevivido a la tragedia del templo de Asuryan —que de todas formas habían sido muy pocos— tenían asuntos mucho más importantes de los que ocuparse que quitarse la corona ante un cadáver. Aunque en Tor Anroc muchos lo habían olvidado, el levantamiento de las sectas que había precedido el Consejo de príncipes todavía seguía vivo. A fin de cuentas forma parte de la idiosincrasia de un pueblo concentrarse en sus propias amenazas y penalidades, y en Tiranoc no había un alma que considerara el dolor de otro pueblo más profundo que el suyo propio.

En beneficio de la paz, Alith se guardó sus opiniones cuando le invitaron a compartir sus pensamientos sobre el tema.

* * *

Los cuerpos de Elodhir y Bel Shanaar fueron depositados en dos cuadrigas doradas, cada una de ellas tirada por cuatro corceles blancos. Otras trescientas cuadrigas formaban la comitiva que acompañaba a los difuntos, seguidas por quinientos lanceros y otros tantos caballeros de Tiranoc. Yrianath, Lirian, Palthrain y el resto de los miembros de la corte también marchaban detrás del cuerpo del Rey Fénix en cuadrigas decoradas con cadenas de plata y engalanadas con los pendones de las casas.

Alith y el resto del servido de palacio se congregaron en la plaza que se extendía a las puertas de la torre de entrada y cuyo acceso se había vetado a los otros ciudadanos para que ellos pudieran despedirse de sus antiguos señores en la intimidad. Alith observó el cortejo compuesto por más de un millar de elfos abandonando los dominios del palacio y formando en la plaza. Las cuadrigas doradas emergieron y todos los presentes vociferaron una despedida ensordecedora al rey y al príncipe fallecidos. En las torres del palacio sonaron gaitas para anunciar a la ciudad la partida de la comitiva, y las llamas azules de la torre de entrada parpadearon y finalmente se desvanecieron.

Alith había llegado a conocer bien a Bel Shanaar y, aunque tenía motivos para sentirse contrariado por alguna de sus decisiones, no pudo contener las lágrimas mientras contemplaba la procesión alejándose estruendosamente de la plaza. De ese modo se despedían del primer Rey Fénix tras Aenarion, y el futuro se presentaba incierto. Alith sabía que cualquiera que fuera el curso de los acontecimientos se había puesto punto final a una época, y sintió en lo más hondo de su corazón que su generación nunca conocería la paz. Se había derramado sangre, los reinos de Ulthuan estaban divididos y había elfos decididos a arrastrar a sus semejantes a las tinieblas.

* * *

Con el Rey Fénix y su vástago enterrados en los sepulcros situados en las entrañas de la montaña, el palacio adquirió rápidamente un estado de ebullición con el tema de la sucesión. Entre el servicio se acumulaban las opiniones sobre quién era el príncipe más adecuado para gobernar. Sin embargo, toda especulación se reveló vana, pues Yrianath anunció que había caído enfermo, vencido por la pena profunda que le habían causado los funerales, y que no podría participar en ningún debate hasta recuperarse de la aflicción.

—Debe ser un peso descomunal —comentó Sinathlor, capitán del cuerpo de guardia de las torres donde se encontraban los aposentos de Yrianath.

Sinathlor y varios miembros del séquito se encontraban en la sala común de sus dependencias, bebiendo vinomiel otoñal. Alith estaba sentado un poco aparte, atento a la conversación, pero lo bastante alejado como para no tener que participar activamente en ella.

—No me sorprende nada que se sienta abatido por su afección. No me extraña nada —apostilló Elendarin, encargada de los salones. Se echó atrás la melena cana y paseó sus ojos penetrantes por los rostros de sus compañeros—. Siempre ha sido de salud delicada, desde que era un niño. Su empatía con la pena del pueblo es un tributo.

Alith se mordió la lengua para no soltar un comentario desdeñoso a aquella almibarada observación, pero Londaris, encargado de las mesas, no fue tan educado.

—¡Ja! ¡Nunca había visto una mentira más evidente en toda mi vida! Esta misma mañana he encontrado al príncipe solazándose con el sol del amanecer y parecía sano como un perro de caza.

—¿Y por qué se fingiría enfermo? —inquirió Sinathlor—. Sin duda, eso proporciona argumentos a Tirnandir y sus compinches, ¿no?

Alith se quedó fascinado por la lealtad profesional que demostraban los miembros del servicio hacia su noble de turno y su capacidad para enzarzarse en un debate acalorado en defensa de su señor o dama con una pujanza igual a la que desplegarían para defender a su nuevo señor o dama desde el mismo momento en que sus puestos y deberes cambiaran. Con Gerithon eso nunca sucedería, ya que su familia había servido a los Anar desde la fundación de Elanardris por parte de Eoloran. Ni tampoco con el resto del servicio de la casa, que únicamente había jurado lealtad a su príncipe y su reino.

—Sí, así es —afirmó Londaris—. Por eso me parece arriesgado. Es seguro que el príncipe sabe mejor que nadie lo que hace, pero yo no veo qué gana con ello.

Otro pensamiento que le asaltó escuchando la discusión fue que todos ellos tenían intereses personales en el desarrollo de la situación. Si Yrianath veía cumplidas sus pretensiones como sucesor, se convertirían en miembros del séquito real de Tiranoc, con todos los privilegios que eso conllevaba, de modo que les interesaba que la decisión de la corte favoreciera a su señor.

—Gana tiempo —señaló Alith, viendo una oportunidad para intervenir—. ¿No os habéis dado cuenta de que de todos los visitantes que han solicitado encontrarse con él sólo el naggarothi, Caenthras, ha sido recibido? Ni siquiera se ha permitido a Lirian, custodia de nuestro señor desde la muerte de su marido, visitar al príncipe Yrianath. Me temo que su enfermedad no tiene su origen en la muerte del príncipe, sino en algún tipo de confabulación con el enviado naggarothi.

Algunos elfos fruncieron el ceño y otros asintieron.

—¿Qué has oído? —inquirió Gilthorian, jefe de las hogueras.

Alith alzó las manos en un gesto de rendición.

—Sólo sé lo que he dicho, os lo aseguro. Tal vez no son más que especulaciones, pues todavía soy un mero novicio en temas políticos. Pero se me había ocurrido que debe haber algún motivo para que Yrianath escuche a ese emisario. Además, sus encuentros siempre se llevan a cabo en secreto. Ni siquiera Palthrain asiste a ellos, y eso que él apoya la candidatura de Yrianath. Ignoro lo que significará, pero me provoca desconfianza.

Sus interlocutores trataron de sonsacarle algo más, pero Alith se negó a seguir hablando, y ellos continuaron discutiendo en la línea sugerida por el joven elfo. Todos coincidieron en que resultaba sospechoso que el príncipe naggarothi se hubiera presentado durante los funerales, a lo que cabía añadir lo absolutamente inaudito de la accesibilidad a Yrianath de que había disfrutado Caenthras. Aunque no se llegó a ninguna conclusión, aquella noche Alith se metió en la cama feliz de haber desplegado para su causa una red de espías involuntarios. Albergaba la esperanza de que se difundieran los rumores entre los criados de las otras casas y llegaran incluso a los nobles, que una vez advertidos prestarían más atención a las actividades de Caenthras.

* * *

La séptima noche tras la conclusión de las exequias, cuando ya las demandas para la comparecencia de Yrianath en la corte empezaban a ser insistentes, Alith despertó con el ruido sordo de pisadas que recorrían los pasillos que se extendían por encima de sus dependencias.

El joven elfo se vistió a toda prisa y se deslizó sigilosamente del dormitorio. El palacio era presa de la agitación, y Alith siguió al resto de sirvientes en dirección a los salones principales. Cuando salió al patio que ocupaba el centro de los jardines del palacio se quedó helado. Allí mismo se extendían, una fila detrás de otra, varios millares de lanceros y arqueros. No llevaban los uniformes blanquiazules de Tiranoc, sino los negros y púrpura de Nagarythe. Alith se escabulló inmediatamente de regreso al interior del palacio, con el corazón a punto de salírsele del pecho.

Los príncipes naggarothi acababan de llegar, y no venían solos.