OCHO
La revelación del tenebroso plan
En Tor Anroc la temperatura era mucho más agradable que en Elanardris. Soplaba un viento constante de poniente que arrastraba por el mar el aire cálido de Lustria y mantenía a raya el rigor invernal. No obstante, las nubes encapotaban el cielo y la plaza adyacente al gran palacio del Rey Fénix estaba desierta. Unos pocos transeúntes caminaban apresuradamente de un lado a otro, impacientes por no permanecer más que el tiempo indispensable alejados del calor de la multitud de chimeneas que salpicaban los cielos de la ciudad.
Alith tomó asiento en uno de los bancos de mármol cercanos a la muralla que circundaba la plaza y contempló la solemne portalada que conducía al interior del palacio. Por encima de ella se elevaban altas en el cielo dos torres cilíndricas blancas rematadas con unos tejados cónicos dorados, coronados a su vez por unos braseros en los que ardía un fuego azul mágico: la señal de que el Rey Fénix se hallaba en su residencia.
Tor Anroc era completamente diferente de Anlec. Había sido erigida y reformada en tiempos de paz, y era de calles enrevesadas y espacios abiertos, mientras que la capital de los naggarothi se aferraba a su pasado belicoso, con sus murallas impenetrables y sus cuarteles para las guarniciones. Levantada tanto alrededor como en las entrañas de una solitaria montaña que emergía de la planicie de Tiranoc, Tor Anroc se extendía, en parte, al aire libre y, en parte, por un laberinto de tortuosos túneles iluminados por antorchas. Allá donde Alith posaba su mirada veía unos colores y una luminosidad totalmente opuestos a los crudos tonos grises y negros de la roca desnuda de Anlec.
Sin embargo, no le gustaba nada. La ciudad era una fachada bonita y poco más, como la puerta monumental del palacio. Estaba dominada por las mansiones de los príncipes y nobles, y las espaciosas embajadas que albergaban a los señores y las damas de los demás reinos de Ulthuan. La mayor parte de la población de Tiranoc residía en otras ciudades alrededor de la capital; muchos acudían cada día en carreta o a caballo y la abandonaban para regresar a sus hogares al caer la noche. Sólo los muy cercanos al Rey Fénix podían permitirse vivir en la ciudad.
Alith llevaba tres días en Tor Anroc. Había seguido las instrucciones de Elthyrior y había completado su viaje por las carreteras que cruzaban el Paso del Águila. Con alivio, pero también con cierta turbación, se había introducido en la ciudad confundido entre un grupo de mercaderes sin levantar sospechas. Lo que para él había sido un golpe de fortuna dejaba al descubierto la pobre vigilancia que dedicaban, incluso en la morada del señor de los elfos, a los cultos y a sus agentes después de las penalidades que habían asolado la isla. En las puertas y en las murallas había centinelas, pero se dedicaban a observar el trajín de las masas con escaso interés.
Alith había acudido a la plaza los tres días y meditaba cómo se las ingeniaría para entrar en el palacio y contactar en secreto con el Rey Fénix. Había prestado atención a los chismes que propalaban los comerciantes de los puestos de la plaza y al intercambio de rumores entre los nobles de paso en la ciudad que curioseaban en las tiendas de los mercaderes. Predominaban las conversaciones sobre la última moda en ropa y literatura, la situación de las colonias y los romances entre príncipes y princesas de Ulthuan, y poco se hablaba de Nagarythe o del príncipe Malekith. Alith tuvo la impresión de que se trataba a los naggarothi como a unos primos lejanos que a veces se comportaban de manera caprichosa y demandaban atención, pero que, por lo general, se dejaban a su aire, y que en el caso de que uno hurgara un poco en ellos nunca llegaba a ver nada realmente desagradable.
Las huestes de Tiranoc acampadas en la ribera del Naganath contaban una historia muy distinta, y Alith no alcanzaba a entender que una guarnición de aquellas dimensiones apenas despertara recelo entre los tiranocii. Incluso el encarcelamiento de Morathi había dejado de ser noticia y Alith no había oído pronunciar su nombre ni una sola vez desde su llegada a la capital.
El joven elfo tuvo que reconocer que no sabía cuál era el siguiente paso que debía dar. Su paranoia había alcanzado unas cotas tan altas que se resistía a presentarse a nadie que no fuera el mismísimo Bel Shanaar, a pesar de que como príncipe de Nagarythe le hubiera bastado con cruzar la puerta y solicitar una audiencia con el Rey Fénix. Había oído de refilón que Bel Shanaar celebraba sesiones abiertas durante las cuales cualquier elfo podía transmitirle directamente sus peticiones; sin embargo, también había detectado que esas audiencias en el fondo no eran completamente abiertas, ya que todos los solicitantes eran interrogados e investigados antes de permitírseles comparecer ante el trono del Fénix. Flaco favor le haría una audiencia pública si finalmente conseguía participar en una, ya que la sala estaría atestada de otros elfos deseosos de departir con Bel Shanaar, y él no dispondría de privacidad para trasladar sus preocupaciones al Rey Fénix.
A medida que se acercaba el mediodía, el mercado se llenaba de elfos que iban llegando de las ciudades y las granjas de los alrededores. Alith deambuló entre la creciente muchedumbre. Su vestimenta gris y marrón, propia de las montañas, contrastaba con las túnicas arremolinadas y los alegres vestidos multicolor de la élite urbana de Tiranoc. Por suerte casi todo el mundo lo tomaba por un criado cualquiera y nadie le prestaba atención, como es habitual entre los individuos poderosos cuando se encuentran cerca de tipos de baja alcurnia.
Precisamente esa invisibilidad le brindó una idea.
Aquella noche permaneció en la ciudad, a pesar de que la casa de huéspedes le costó buena parte de las monedas de plata que le había proporcionado su padre. Una vez anochecido, cuando las puertas de la ciudad se cerraban, la capital adquiría una vida radicalmente distinta. Se prendían farolas rojas y azules, y los elfos de clase humilde que todavía residían en Tor Anroc salían a la calle al finalizar sus labores. Las tabernas abrían sus puertas y sus sótanos, y los mercaderes cerraban sus tenderetes y se refugiaban en ellas.
Alith entró en uno de aquellos establecimientos cercano al palacio y se congratuló de encontrar una variopinta clientela ataviada con la librea del Rey Fénix. Algunos eran criados entrados en años, pero la mayoría eran jóvenes pajes, doncellas, palafreneros, limpiadores, cocineros y todo tipo de trabajadores de tareas mundanas que habían llegado a la capital buscando una manera de establecerse en la vida cortesana. Alith eligió el grupo que le ofrecía más posibilidades, compuesto por tres elfos y cuatro elfas, y pagó una generosa jarra de vino especiado y caliente; en ella invirtió casi todo el dinero que le quedaba y rezó por que el dispendio no resultara en vano. Colocó ocho copas de loza rojas y la jarra en una bandeja, y se sentó con los trabajadores del palacio.
—Hola —dijo, repartiendo las copas—. Me llamo Atenithor. Soy nuevo en la ciudad y me preguntaba si podríais ayudarme.
—¿Ese acento es de Ellyrian? —preguntó una de las doncellas mientras Alith servía el vino.
Era menuda para tratarse de una elfa, y tenía una sonrisa cálida y sincera. Alith calculó que debía de ser algo más joven que él, aunque no más de una década.
—De Cracia —respondió, convencido de que si alguien hubiera sabido distinguir los acentos, ya habrían sabido que era naggarothi. Supuso que no debía haber muchos elfos oriundos de Nagarythe en la ciudad.
—Yo me llamo Milandith —dijo la muchacha, tendiendo una mano.
Alith le estrechó la mano a Milandith, y los ocupantes de la mesa estallaron en carcajadas.
—Se saluda besando la mano —dijo uno de los jóvenes, que agarró la mano de Alith y apretó los labios contra sus nudillos—. Así. Yo soy Liaserin. Encantado de conocerte, Atenithor.
Alith devolvió el gesto, tratando de evitar la afectación. En Nagarythe un simple apretón de manos era considerado un saludo más que suficiente; quizá también un abrazo a los parientes y a los seres más queridos.
—Al parecer ya he revelado mi ignorancia —dijo Alith, riendo para ahuyentar su rubor—. No estaría mal tener un puñado de amigos que me conduzcan por el buen camino. Antes era cazador, como podéis ver, y uno no tiene demasiado tiempo en las montañas para aprender las sutilezas de la vida urbana.
Fue rodeando la mesa y besando una a una las manos de los demás, inclinando la cabeza como muestra de respeto cada vez que se presentaban.
—¿Qué trae a un cazador a Tor Anroc? —preguntó Lamendas, una elfa que a Alith le pareció ligeramente mayor que los demás y que debía rondar los ochenta o noventa años.
—¡La ambición! —exclamó Alith, sonriendo y con las cejas enarcadas—. Mi padre es un famoso cazador del sur de Cracia, pero parece ser que los príncipes ya no valoran tanto su trabajo como cuando era joven; así que me di cuenta de que si quería ganarme una reputación, tenía que venir a Tor Anroc o marcharme a las colonias, ¡y nunca he sido un lobo de mar!
Hubo un rebrote de risas, esa vez más cordiales. Alith notó que se había ganado la simpatía de sus compañeros y continuó.
—Naturalmente, estoy tratando de colocarme en el palacio. ¿Me permitís preguntaros cómo se consigue un puesto allí?
—Bueno, eso depende de lo que sepas hacer —contestó Lamendas—. No hay mucha demanda de cazadores en palacio.
—Carnicero —replicó inmediatamente Alith—. Un cazador aprende a manejar el cuchillo con la misma maestría que el arco, así que había pensado que podría ser útil en la cocina.
—Estás de suerte —observó Achitherir, un muchacho de no más de treinta años^—. En la cocina siempre andan necesitados de personal. Cada nuevo banquete del Rey Fénix es más concurrido que el anterior. Deberías hablar con Malithrandin, el encargado de las hogueras.
—¿Malithrandin?
Milandith, que estaba sentada a la derecha de Alith, se inclinó hacia él y le señaló una mesa que había junto a la chimenea. Sentados a ella, seis elfos adultos discutían acaloradamente sobre un trozo de papel. La muchacha se enderezó de nuevo y con la otra mano le acarició el muslo, levemente aunque de una manera por completo deliberada.
—Mi padre. Quienes lo acompañan son los demás encargados —dijo la muchacha, que por debajo de la mesa posó la mano en la rodilla de Alith—. Si quieres te lo presento.
—Eso sería de gran ayuda —dijo Alith, haciendo el ademán de levantarse, pero Milandith apretó la mano alrededor de su rodilla y le obligó a permanecer sentado.
—Pero ahora no. Los encargados se enfadarían mucho si les interrumpiéramos en su tiempo libre. Te lo presentaré mañana por la mañana.
—¿Dónde puedo encontrarte mañana?
—Bueno —le dijo Milandith en un arrullo—, si me sirves otra copa de vino, me encontrarás acostada a tu lado…
* * *
En un rincón del pequeño cuarto de Milandith titilaba la luz mágica de una lámpara, veteando todos los objetos con unos tenues tonos amarillentos y verdosos. Alith yacía tumbado con la mirada fija en el techo, sintiendo el cuerpo cálido de Milandith junto al suyo. Se preguntaba si no habría cometido un grave error. Le hubiera resultado imperdonable acostarse con Ashniel antes de casarse, y el propio Caenthras habría exigido, y con razón, importantes compensaciones por un acto así, por no hablar del deshonor que Alith habría arrojado al buen nombre de Anar. ¿Las cosas serían diferentes entre las castas bajas? No había habido absolutamente ningún atisbo de reproche o suspicacia en la expresión de los otros sirvientes cuando Milandith lo había llevado a sus aposentos en una de las vastas alas del palacio. De pronto, una ocurrencia le pintó una sonrisa en los labios: ¿cómo reaccionaría Milandith si se enterara de que se había acostado con un príncipe de Ulthuan, nada menos que con el heredero de una de las familias más poderosas de Nagarythe? Le daba vueltas a esa bagatela cuando volvió a ensombrecérsele el humor. El encuentro, apasionado y sincero, no podía compararse con su relación con Ashniel. No habían existido el flirteo coqueto ni los gestos insinuantes, simplemente el deseo mutuo de dos individuos. Quizá Ashniel le había negado expresamente sus muestras de afecto para provocarlo y burlarse de él, y nunca había tenido la intención de concretarlas.
Notó que Milandith se revolvía a su lado y se volvió hacia ella; contempló largamente la leve curvatura de su espalda desnuda y los densos tirabuzones castaños que se desparramaban por la almohada dorada. La joven se dio la vuelta y posó los ojos entreabiertos en Alith.
—Pensaba que habrías acabado rendido del esfuerzo —musitó la muchacha, acariciando el pecho del elfo.
Alith se inclinó y la besó en la mejilla.
—Tengo demasiadas cosas en la cabeza —respondió—. La ciudad ofrece unos encantos a los que un sencillo cazador no está acostumbrado.
Milandith sonrió y se estiró. Se dejó caer sobre él con la cabeza apoyada en su torso y enredó los dedos en su pelo.
—La ciudad ofrece muchos divertimentos, pero habría jurado que este precisamente no te resultaba novedoso —dijo perezosamente.
Alith no le respondió, y ella le miró a la cara con los ojos abiertos como platos, estupefacta, tratando de reprimir una risita.
—¡No sabía que los cazadores de Cracia eran tan castos! —espetó con una risa tonta—. De haberlo hecho hubiera sido más… delicada.
Alith la acompañó en las risas, sin ningún rubor por su inexperiencia.
—¡Si no has adivinado que era mi primera vez será que tengo un talento natural!
Milandith le besó en los labios, sosteniendo su rostro entre las manos ahuecadas.
—Será la suerte del principiante —señaló la joven—. Claro está que sólo hay una forma de comprobarlo.
Alith atrajo hacia sí el cuerpo de Milandith y todo lo demás se esfumó. Nagarythe, Caenthras, Ashniel, las sectas, todo quedó desterrado de su cabeza durante un momento de paz y placer.
* * *
Alith trabajaba duro en la cocina y cuando el tiempo se lo permitía averiguaba todo lo que podía sobre el palacio del Rey Fénix. Cuando no estaba preparando cerdos, venados, conejos o aves de caza para los cocineros, repartía su interés entre el estudio de la distribución del palacio y el trato social con el resto de trabajadores, sobre todo con Milandith. Gracias a esto último, Alith se enteró de un buen número de cotilleos que se cuchicheaban regados con vino y de conversaciones que se susurraban en duermevela cuando los protagonistas se metían en la cama por la noche. Milandith era curiosa y extravertida por naturaleza, y parecía saber mucho, tanto sobre las rutinas y los hábitos de la vida palaciega como sobre la existencia de centenares de criados y guardias que poblaban la ciudadela. Alith sentía cierto remordimiento por utilizar la relación con la joven con fines ocultos; sin embargo, Milandith siempre estaba dispuesta a aleccionar a su nuevo amor en Tor Anroc y sus costumbres, y era sincera cuando hablaba de sus deseos de compañía y relaciones íntimas sin un compromiso rotundo por ninguna de las partes.
Las averiguaciones de Alith no resultaron alentadoras. Bel Shanaar raramente se encontraba solo, pues tenía la agenda diaria saturada de audiencias y reuniones con personajes eminentes. Su familia, sobre todo su hijo Elodhir, también era una presencia constante en las ocasiones menos formales. Y cuando los asuntos de Estado o los familiares no requerían su atención, el Rey Fénix tenía pegado como una sombra a su chambelán Palthrain. De igual modo que Gerithon se ocupaba de un gran número de los asuntos de Elanardris en nombre de Eoloran, Palthrain era el consejero jefe y representante de Bel Shanaar. Supervisaba el funcionamiento cotidiano del palacio, y todos los miembros de personal, desde las doncellas hasta los capitanes de la guardia, respondían ante él. Además, sus funciones no se ceñían únicamente a los asuntos domésticos, ya que era una figura capital en numerosas negociaciones entre Tiranoc y el resto de los reinos.
Otro personaje que Milandith había mencionado de pasada una noche le llamaba poderosamente la atención. Se llamaba Carathril. Era un elfo oriundo de Lothern con cierto aire melancólico y que servía como heraldo jefe del Rey Fénix. Indagando un poco, Alith averiguó que Carathril había sido capitán de la Guardia de Lothern y que había actuado como emisario de Bel Shanaar cuando Malekith lanzó la primera ofensiva para recuperar Anlec, frustrada en Ealith. A Alith le intrigó que Carathril conociera algo de Nagarythe y del príncipe, así que resolvió abordar al heraldo en la primera ocasión que se le presentara.
Cuando finalmente se dieran las circunstancias para dicho encuentro, Alith ya llevaba cerca de veinte días en el palacio. Normalmente, acababa el grueso de su trabajo a media tarde. Sobre su tarea en la cocina hay que señalar que la hallaba sorprendentemente placentera, ya que apenas le exigía esfuerzo y le permitía pensar en otros asuntos, de modo que disponía para sus investigaciones furtivas hasta el anochecer, cuando las expectativas inherentes a las relaciones sociales le demandaban pasar un rato con sus compañeros del servicio. Ese día en particular, Alith fue obsequiado con la oportunidad de entrar en el gran salón del Rey Fénix.
Se trataba de una audiencia pública y, como Alith ya había oído, se permitía la asistencia a la junta de todos los miembros de la sociedad cuyas habilidades para la súplica, el soborno o el sigilo les hubieran valido para colarse dentro. Ataviado con su insulsa túnica blanca, Alith no tuvo problemas para juntarse con un grupo de elfos que se abría paso hacia la cámara central y del que luego se separó para sentarse en las filas superiores de los bancos que envolvían el auditorio.
Mientras subía los escalones hacia su posición, Alith atisbo una figura solitaria, en cierta manera sentada aparte de los demás y alejada de las multitudes que buscaban acomodo a empellones en los bancos inferiores, más cercanos a Bel Shanaar. Por su apariencia, su librea y su disposición, Alith dedujo que debía tratarse de Carathril, así que recorrió la fila superior de bancos y fue a sentarse junto a él.
—¿Sois Carathril? —preguntó, convencido de que era mejor hablarle a las claras que intentar sonsacarle la información mediante subterfugios.
El elfo se volvió, sorprendido, y asintió.
—Soy el heraldo del Rey Fénix —respondió, tendiéndole la mano.
—Podéis llamarme Atenithor —replicó Alith, besando la mano de Carathril.
El heraldo la retiró casi sin darle tiempo, y Alith estimó que se sentía tan incómodo como él con aquella convención tan peculiar de Tiranoc.
—Yo también lo encuentro extraño.
—¿A qué os referís? —inquirió Carathril, que se había vuelto de nuevo hacia la procesión de elfos que se precipitaba desde las puertas abiertas.
—A besar la mano —contestó Alith—. Yo tampoco soy de Tiranoc, y encuentro sumamente el gesto curioso.
En vez de responderle, Carathril se llevó un dedo a los labios para que se callara y sacudió la cabeza en dirección a la entrada. Alith se volvió y vio a Palthrain, que se introducía en la sala ataviado con un abrigo de un oscuro tono púrpura ceñido con un ancho cinturón azul tachonado de zafiros. El chambelán se detuvo a un lado de la puerta e hizo una reverencia.
La mirada de Alith se posó por primera vez en Bel Shanaar. El Rey Fénix apareció con porte erguido y orgulloso, vestido con una toga blanca aderezada con aves fénix emergiendo de las llamas bordadas con hilo de oro. Sobre los hombros y arrastrándola a su estela llevaba una capa confeccionada con plumas negras y blancas. El príncipe mantenía un semblante austero, con la mirada al frente, y sobre la cabeza exhibía una magnífica corona de oro que resplandecía con los rayos de sol que penetraban por las ventanas alineadas alrededor de la cúpula de la sala. Cruzó la cámara con pasos regulares y llegó a su trono; recogió la lustrosa capa a un lado, se sentó y paseó la mirada por el auditorio. Pese a la distancia, Alith podía ver los penetrantes ojos del Rey Fénix recorriendo la sala y captando absolutamente todos los detalles, y tuvo que reprimir un estremecimiento cuando su mirada se clavó directamente en él.
—Que se presente el primero de los demandantes —declaró Bel Shanaar, su voz sonó profunda y llegó sin dificultad a todos los rincones del salón.
—Después de veinte años ya no es tan excitante —dijo a media voz Carathril—. Como si alguien fuera a pedir algo importante en estos actos… Normalmente es una mera excusa para publicitar alguna novedosa oportunidad comercial, o para anunciar un matrimonio o una defunción. Sólo sirve para dar un poco de espectáculo. Los asuntos de verdad se tratan cuando se cierran las puertas.
—Me encantaría presenciarlo alguna vez —dijo Alith, manteniendo el tono susurrante.
Los bancos de su alrededor no estaban abarrotados, pero había varios elfos lo suficientemente cerca como para oír la conversación.
—He oído que habéis estado en Nagarythe.
—Es cierto. Tuve el honor de marchar con el príncipe Malekith en una ocasión —respondió Carathril—. De eso, ya no se habla. Aunque hubo un tiempo en el que mis hazañas eran comentadas por los príncipes más prominentes.
—Yo también he luchado al lado de Malekith —dijo Alith en un susurro apenas perceptible.
Carathril clavó la mirada en Alith y se inclinó hacia el joven elfo.
—¿Vestís como un criado y aun así afirmáis haber luchado con el príncipe de Nagarythe? —inquirió el heraldo—. O una cosa o la otra, o quizá ambas, son falsas.
—Ambas son ciertas —respondió Alith—. Trabajo en la cocina de palacio y conozco al príncipe Malekith. Me gustaría hablar con vos, pero éste no es el lugar idóneo.
Carathril examinó con suspicacia a Alith, pero finalmente asintió.
—Sois algo más que un pinche de cocina —dijo sin alzar la voz, mirando fijamente a Alith—. Es evidente que no sois quien declaráis, aun cuando lo que me habéis dicho sea cierto. Desconozco qué os interesa de mí, pero debéis saber que no soy más que un mensajero. Carezco de poder en palacio.
—Simplemente, deseo vuestra atención —confesó Alith, que se enderezó en el banco y suspiró—. Sé que no tenéis motivo alguno para confiar en mí, y aquí no puedo ofreceros ningún argumento para convenceros. Si accedéis a reuniros conmigo en breve, decidme un lugar y una hora de vuestra elección y acudid acompañados, de las precauciones que consideréis adecuadas…, si bien tenemos que hablar en privado vos y yo.
—Detesto las intrigas —dijo Carathril—. Es una de las cosas que me diferencian del resto de cortesanos. Hablaré con vos, pero si no me gusta lo que me decís, llamaré a la guardia y os conducirán ante Palthrain. La decisión de reunirme con vos no comporta ningún compromiso.
—Y no os lo pido —dijo Alith—. ¿Cuándo y dónde nos encontraremos?
—Enseguida habrá un descanso. Podéis acompañarme a mi cámara —respondió Carathril—. No veo por qué habríamos de demorarlo.
Alith sonrió, agradecido, y se centró de nuevo en la sesión que continuaba debajo. Carathril había dado en el clavo: la audiencia era una aburrida sucesión de demandantes que comparecían ante el Rey Fénix para alabarlo y solicitarle su bendición para todo tipo de empresas. Otros elfos se quejaban de los aranceles que cobraba Lothern por cruzar la Puerta del Mar, e incluso hubo quien juzgaba de una importancia capital que Bel Shanaar conociera su intención de navegar hasta Lustria para conseguir madera para su pueblo en Yvresse.
* * *
Tras la décima comparecencia, Palthrain anunció que se cerraba la sesión. El salón se vio invadido por criados cargados con fuentes atestadas de carne en lonchas y bandejas con copas y jarras que contenían agua con distintas fragancias y zumos de frutas exóticas. Los sirvientes se pasearon entre la concurrencia ofreciendo los refrigerios.
—Es hora de irse —masculló Carathril, poniéndose de pie.
Alith siguió al heraldo escalones abajo, hasta el suelo del salón, donde Carathril se volvió a Bel Shanaar y le hizo una reverencia. El Rey Fénix le correspondió asintiendo con la cabeza y lanzó una mirada penetrante al acompañante del heraldo. Alith también hizo una reverencia, tratando de evitar los ojos del rey y una reacción que levantara suspicacias. Cuando se irguió de nuevo, vio que el Rey Fénix había centrado la atención en su hijo.
* * *
Carathril condujo a Alith hacia la torre norte del palacio, ascendiendo varios tramos de escalera de caracol. Aquella zona había estado vetada a Alith, pues únicamente los criados que poseían el sello del Rey Fénix podían acceder a ellas, algo que quedaba muy por encima del alcance de un simple pinche de cocina. Carathril pasó sin incidentes entre los centinelas que custodiaban en el rellano la entrada a la tercera planta, seguido mansamente por Alith. Recorridos unos pasos por el corredor, Carathril lanzó una mirada de advertencia al joven: un recordatorio de que, en el caso de necesitarlos, los soldados del Rey Fénix estaban a escasos metros.
Cruzaron un largo pasillo enmoquetado —los corredores en las dependencias del servicio tenían las losas al descubierto—, y Carathril torció a la derecha y enfiló por otro pasillo, abrió una amplia puerta a mano izquierda e invitó a Alith a entrar.
Los aposentos del heraldo consistían en dos cámaras. La primera era una sala cuadrada destinada a las visitas, con sofás y mesas bajos, y una pequeña chimenea. Al otro lado de un arco abierto frente a la puerta, Alith vio un dormitorio con escasos muebles.
—Paso muy poco tiempo aquí —explicó Carathril, al percatarse del objeto de la mirada de Alith—. Me pareció conveniente no tratar de hacer parecer como mi hogar mis aposentos de palacio. De lo contrario echaría doblemente de menos mi casa.
—¿Doblemente?
—Ya añoro Lothern en demasía; aunque servir al Rey Fénix es un honor y una obligación a los que no renunciaría por un mero capricho —aseveró Carathril, cerrando la puerta e invitando a Alith a tomar asiento—. Regreso con la frecuencia suficiente para recordar por qué amo la ciudad, pero no con tanta como para satisfacer mi deseo de quedarme allí.
—Sí. Es duro abandonar el hogar —señaló Alith con sincera empatía.
Él llevaba muy poco tiempo fuera de Elanardris, pero a menudo le asaltaba el deseo de regresar inmediatamente. Aparte del recuerdo doloroso de Ashniel, seguía amando las montañas por encima de todas las cosas.
—En efecto. Y es curioso —continuó Carathril, sentándose frente a Alith—, pero he viajado por todo Ulthuan y he aprendido muchas cosas que se les escaparían a otros observadores menos cosmopolitas. Proclamáis que os llamáis Atenithor, cuyo origen sitúo en Cracia; sin embargo, vuestro acento delata que no sois de allí. Si no me equivoco, me aventuraría a afirmar que sois de Ellyrion.
Alith sonrió y meneó la cabeza.
—Cerca, pero os equivocáis —respondió, apoyándose en el respaldo del sofá con un brazo estirado—. Soy de Nagarythe. No habéis identificado mi acento porque provengo de la parte oriental, cerca de las montañas.
—Nunca he estado allí —confesó Carathril.
—Es una pena, pues no sólo os habéis perdido la belleza arrebatadora de Elanardris, sino también el asesoramiento y la amistad de la Casa de Anar.
—Estoy obligado a ir donde me pide el Rey Fénix, no puedo elegir mis destinos —suspiró Carathril—. Si mis obligaciones no me han llevado allí, es porque Bel Shanaar no ha tenido motivos para enviarme.
—Eso podría cambiar —señaló Alith—. Me parece que el interés del Rey Fénix por Nagarythe se incrementará notablemente en un futuro cercano.
—¿Y eso? —inquirió Carathril, inclinándose hacia delante con el ceño fruncido.
—Hablaré abiertamente, pues confío en vos, aunque en realidad no sepa por qué, y desearía que vos confiarais en mí.
—Bel Shanaar siempre me dice que tengo cara de elfo digno de confianza —dijo Carathril, sonriendo levemente, lo que suponía la primera muestra de buen humor que Alith había visto en el heraldo—. En su lista de confianza sólo están por delante de mí su familia y el chambelán. Cualquier cosa que me digáis recibirá un trato de estricta confidencialidad, a menos que suponga una amenaza para el Rey Fénix. Mi posición en palacio se cimienta exclusivamente en la reputación de mi absoluta discreción.
—Sí, ya lo había oído decir. —Alith se levantó para dirigirse a Carathril—. Mi nombre es Alith, hijo de Eothlir, nieto de Eoloran de Anar. Soy príncipe de Nagarythe, y he venido en secreto a Tor Anroc para solicitar la ayuda del Rey Fénix.
Carathril permaneció mudo y contempló largamente a Alith; su sonrisa se había esfumado. Pero entonces regresó, más amplia que la anterior.
—Mirad que sois dramático, Alith —dijo el heraldo—. Tenéis mi atención.
Alith cruzó la sala y se sentó junto a Carathril.
—Debo hablar en privado con el Rey Fénix. ¿Podéis ayudarme?
Carathril se enderezó ante el serio ruego de Alith y de nuevo se sumió en un largo silencio, escudriñando a su invitado. Finalmente se levantó y se acercó a un aparador del que extrajo dos copas de cristal y una botella de vino plateado. Llenó las copas con precisión, guardó de nuevo la botella en el mueble y ofreció una a Alith mientras volvía a sentarse. Alith tomó el vino sin degustarlo, por el contrario, examinó el rostro de Carathril, tratando de atisbar alguna pista de sus intenciones.
—Me colocáis en una encrucijada —repuso el heraldo—. No puedo dar crédito a vuestras afirmaciones, al menos de momento. Además, si lo que decís es cierto y habéis venido en secreto, las pesquisas que puedo realizar sin revelar vuestra presencia son extremadamente limitadas.
—He traído conmigo una carta de presentación de mi abuelo. La he dejado en mi habitación —sugirió Alith, pero Carathril hizo un gesto con la mano rechazando la idea.
—No me compete a mí juzgar la veracidad de un documento de esa naturaleza.
El heraldo meditó de nuevo su decisión, escrutando el rostro de Alith con la tenacidad y la atención de un halcón que trata de adivinar el siguiente movimiento de su presa. El muchacho aguardó en silencio, consciente de que nada de lo que añadiera influiría en la determinación de Carathril.
Por fin, el heraldo pareció tomar una resolución y asintió para sus adentros.
—Traedme esa carta y yo la entregaré, ¡cerrada!, a Bel Shanaar. Si el Rey Fénix acepta recibiros, habré cumplido con mi obligación. De lo contrario, me temo que las cosas se torcerán para vos. Si bien desde el exterior puede pareceres que nos comportamos con displicencia con los cultos y demás malhechores, la verdad es que no hemos bajado la guardia ni nuestra suspicacia se ha atenuado.
Alith dejó la copa en el suelo y aferró la mano de Carathril.
—Nunca podré agradeceros vuestra amabilidad. Os traeré la carta inmediatamente; y ojalá el Rey Fénix crea en ella.
—Estaré esperándoos en la puerta del comedor sureste —dijo Carathril, levantándose y abriendo la puerta para certificar que la conversación había terminado.
Alith se dirigió a trancos hacia la puerta, impaciente, pero recordando sus modales se detuvo antes de salir y dio media vuelta para hacer una reverencia a Carathril. El heraldo le respondió inclinando la cabeza y le despidió con un gesto de la mano.
* * *
Tras su encuentro con Carathril, Alith pasó el resto del día hecho un manojo de nervios. Por la noche el jolgorio habitual en compañía de Milandith y del resto de miembros del personal de cocina lo mantuvo distraído hasta que decidió retirarse, temprano —y solo— a su dormitorio. A la mañana siguiente se centró en su trabajo en la cocina, aliviado por tener algo que hacer, aunque era incapaz de desterrar sus preocupaciones de la cabeza. ¿Había hecho bien confiando en Carathril? ¿Convencería la carta de Eoloran al Rey Fénix? Aun si Bel Shanaar finalmente accedía a reunirse con él, ¿cómo lo harían para verse lejos de las miradas de los demás?
Cada vez que se abrían las puertas de la cocina, Alith levantaba la mirada bruscamente, sin saber muy bien qué esperaba en realidad, si un mensajero o soldados. Su ensimismamiento provocó la cara de pocos amigos del cocinero jefe, un elfo despótico, llamado Iathdir, que gobernaba la cocina como si fuera un capitán del cuerpo de guardia mandando a su compañía.
A media mañana se comunicó a la cocina que Bel Shanaar había pedido que le sirvieran una comida ligera en sus aposentos. Para suplicio de Malithrandin, no había camareros libres, ya que todos habían acudido a un banquete que celebraba la princesa Lirian, la esposa de Elodhir, así que Malithrandin ordenó a Alith que llevara la fuente de carne aromatizada con hierbas y el pan especiado solicitado por Bel Shanaar. De ese modo, el joven elfo enfiló hacia las plantas superiores del palacio, donde se encontraban las dependencias reales.
Allí los corredores eran amplios y majestuosos, con las paredes cubiertas por mosaicos de piedras preciosas y flanqueadas por esculturas tanto de estilo clásico como moderno. Alith no tuvo tiempo para admirar las obras —tampoco sentía inclinación hacia el arte—, pues Malithrandin recorría los pasillos a grandes zancadas, lanzándole miradas impacientes por encima del hombro. Pasaron junto a guardias vestidos con ligeras cotas de malla y petos dorados, y con dos espadas —una corta y otra larga— prendidas de la cintura. No prestaban atención a Malithrandin, pero miraban con desdén a Alith según los rebasaban a toda prisa. Al final de un largo pasillo había una sencilla puerta de madera blanca. Malithrandin llamó con unos suaves golpecitos, abrió y le indicó a Alith que entrara.
Alith quedó sorprendido con la cámara. Detrás de la escueta puerta aparecía lo opuesto a la decoración y el cortinaje extravagantes propios de la corte. Era como la belleza sobria de la paloma comparada con el esplendor ostentoso del pavo real.
Las dependencias privadas del Rey Fénix contenían escasos, pero exquisitos muebles, e incluso el ojo inexperto de Alith era capaz de captar la elegancia del diseño y de la manufactura de las patas estriadas de las mesas y la delicada yuxtaposición de la geometría con las formas naturales de las esculturas que flanqueaban la chimenea. Todo era blanco, incluso el suelo alfombrado, y lo único que rompía esa uniformidad cromática era el propio Rey Fénix, ataviado con una reluciente túnica escarlata y sentado junto al fuego, con un pesado libro sobre el regazo. Despojado de su vestimenta oficial y de la corona tenía un aire más accesible, y a Alith le recordó a su abuelo, si bien el semblante de Eoloran solía ser más severo.
—Dejadlo ahí —dijo Bel Shanaar, señalando una mesa baja a su lado.
Alith cumplió la orden e hizo una reverencia. Bel Shanaar se inclinó hacia delante para examinar el contenido de la fuente, tomó delicadamente entre el dedo pulgar y el índice una rodaja de carne y mientras se enderezaba echó un vistazo a Alith, fuera de la vista de Malithrandin, que permanecía junto a la puerta.
—¿Es lomo de Yvresse? —inquirió Bel Shanaar, sosteniendo el trozo de carne frente a Alith.
—Es lomo de Saphery, majestad —respondió Alith.
—¡¿En serio?! —exclamó el Rey Fénix—. ¿Y cuál es la diferencia?
Alith vaciló un momento y se volvió fugazmente hacia Malithrandin.
—¡Ah!, podéis retiraros, encargado —dijo Bel Shanaar, sacudiendo la mano con la rodaja de lomo—. Mis guardias conducirán a vuestro compañero a la cocina cuando termine.
—Como gustéis, majestad —dijo Malithrandin respetuosamente, haciendo una reverencia mientras salía, aunque Bel Shanaar ya había devuelto su atención a Alith.
—¿Y bien? ¿Qué tiene de especial el lomo de Saphery?
—Se ahúma durante tres años, majestad, con el humo que se desprende al quemar roble mágico y heno blanco —explicó Alith, contento de que Iathdir hubiera asumido la responsabilidad de instruirle no sólo en las técnicas de carnicero, sino también en aspectos generales de la elaboración de la carne—. Después se pone en remojo con…
—Podéis dejar de fingir, Alith —interrumpió Bel Shanaar, que plegó cuidadosamente la rodaja de carne y se la metió en la boca.
Alith esperó pacientemente mientras el Rey Fénix masticaba con parsimonia. Finalmente tragó y sonrió.
—Demostráis el mismo talento como actor que manejando el cuchillo. Decidme por qué no debería llamar a mis guardias y arrestaros por asesinato.
Alith abrió la boca, pero volvió a cerrarla súbitamente, atónito por la acusación. Con rapidez, trató de poner en orden sus pensamientos.
—¿No habéis leído la carta de mi abuelo?
—Utilizad majestad cuando os dirijáis a mí —dijo reposadamente Bel Shanaar—. Aunque seáis príncipe, yo sigo siendo vuestro rey.
—Por supuesto, majestad; mis más sinceras disculpas —se apresuró a decir Alith.
—Esta carta ha sido escrita por Eoloran de Anar, de eso no me cabe duda —dijo el Rey Fénix, sacando el pergamino del interior de la túnica—. Da garantías de su portador y solicita que le facilite toda la ayuda que esté en mi mano. Por otro lado, no me da ninguna explicación. No me informa de vuestras intenciones ni explícita la lealtad de vuestro abuelo. Conozco a Eoloran de Anar desde hace mucho tiempo y siento un profundo respeto por él, pero al parecer la cortesía no es recíproca. Hace más de siete siglos que vi por última vez a Eoloran en mi corte. ¿Qué explicación tenéis a eso?
Alith vaciló de nuevo antes de responder.
—No puedo hablar por mi abuelo, ni justificar sus acciones o la falta de ellas, majestad. Lo único que sé es que también ha evitado asistir a la corte de Anlec y que se ha retirado de la vida pública para entregarse a la introspección y las comodidades de Elanardris.
—Eso parece muy propio del Eoloran con el que luché en Briechan Tor —asintió el Rey Fénix. Volvió a guardarse la carta en la túnica e hizo un gesto a Alith para que se sentara en la butaca frente a él—. Nagarythe siempre ha sido un enigma para mí, Alith, y os mentiría si dijera que confío ciegamente en vos. Os habéis introducido furtivamente en mi palacio y os habéis camuflado entre el personal de servicio. Habéis abordado a mi heraldo con la pretensión de concertar una audiencia privada conmigo en la que nadie más puede estar presente. Mi único consuelo es que los encantamientos protegen esta cámara y me revelan cualquier acero que traspase la puerta. De modo que no corro peligro, supongo. ¿Qué queréis de mí?
—No estoy seguro —confesó Alith—. Mi única certeza es que la Casa de Anar, una familia leal a Nagarythe y a Ulthuan, está siendo víctima de una especie de trama política o vendetta, y no podemos resolverlo solos.
—Continuad.
Alith emprendió el relato de la historia reciente de los Anar, desde las penalidades sufridas con Morathi antes del regreso de Malekith hasta las acusaciones y el arresto de la familia bajo sospecha de pertenencia a las sectas. El joven elfo no era muy ducho en las artes narrativas y, a menudo, relataba los sucesos en un orden equivocado, lo que obligaba al Rey Fénix a plantearle cuestiones y a insistirle en que se extendiera en algún detalle pertinente que se había saltado. En todo momento, mantuvo en secreto la existencia de Elthyrior y fue muy vago en sus explicaciones cuando Bel Shanaar le interrogó sobre cómo se había enterado de una u otra información.
—Ya conocéis mis limitaciones para actuar directamente fuera de las fronteras de Tiranoc —señaló Bel Shanaar cuando Alith finalizó—. Los súbditos de cada reino responden ante sus príncipes, y los príncipes responden ante mí. Si se tratara de otro reino, quizá podría intervenir, pero las relaciones entre el trono del Fénix y Anlec siempre han sido muy frías.
El rey se levantó, se acercó a la alta y estrecha ventana y su rostro quedó bañado por el sol del atardecer. Habló sin volverse, quizá evitando conscientemente mirar a Alith mientras le comunicaba su decisión.
—No puedo actuar a menos que vuestro abuelo me lo solicite directamente —señaló—. O bien, vuestro príncipe, Malekith, aunque eso me parece improbable. Según parece vuestros enemigos han tejido una red de mentiras con considerable habilidad, y todavía no ha sucedido nada que amenace la autoridad de mi posición como Rey Fénix. —Entonces, se volvió a Alith con un gesto de compasión en el semblante—. Lo único que puedo ofreceros por el momento es cobijo en Tor Anroc y en mi palacio. Guardaré vuestro secreto y os aseguro que haré todo lo que pueda para que gocéis de una vida placentera sin revelar vuestra identidad y sin que vuestra presencia llame la atención. Por supuesto, sois libre de regresar a Nagarythe cuando deseéis, y en ese caso, os proporcionaría los documentos y la escolta que garantizaran vuestra seguridad hasta la frontera. También sondearé discretamente a Malekith y trataré de averiguar cuáles son sus planes a corto plazo y qué anda rumiando, aunque en ningún momento mencionaré directamente la Casa de Anar. Si queréis puedo enviar un mensaje a vuestro abuelo, quizá se anime a venir a Tiranoc y a conversar abiertamente conmigo sobre estos temas. Ejerceré toda la presión que esté a mi alcance, pero no puedo prometeros nada.
* * *
A Alith el invierno se le hizo eterno, pese a que estuvo sembrado de acontecimientos. Aunque Bel Shanaar andaba con pies de plomo para no revelar su auténtica identidad, consiguió auspiciar al joven príncipe por medios sutiles. Se informó de que el Rey Fénix consideraba a su nuevo criado demasiado viejo y demasiado sofisticado como para trabajar como pinche, de modo que por medio de los encargados, Alith fue ascendido a miembro del personal de corte, al servicio del señor de Tiranoc y de su familia. Las obligaciones de Alith se centraban en particular en el cuidado de Yrianath, el sobrino mayor de Bel Shanaar. Su nuevo cargo exigía que dispusiera del sello del Rey Fénix, con lo cual vio incrementada considerablemente su libertad para explorar el palacio.
El ascenso de Alith fue objeto de comentarios entre el resto del personal por un tiempo breve; sin embargo, no era la primera vez que Bel Shanaar expresaba su favoritismo por un elfo concreto y buena parte del personal conjeturaba que la buena estrella de Alith no tardaría en apagarse. Si bien se valoraba su desenvoltura y diligencia, se le consideraba en cierta manera demasiado burdo para hacer carrera en la corte, y los celosos por su vertiginoso ascenso en la estima del monarca lo justificaban con el excéntrico cariño que despertaban en Bel Shanaar los modales aldeanos y torpes que Alith exhibía ocasionalmente.
El joven príncipe notó un cambio en su relación con Milandith a causa de su subida en el escalafón. Como portador del sello de Bel Shanaar, Alith tenía acceso a algunas zonas del palacio vetadas a su amada, de modo que ella lo interrogaba con frecuencia sobre los últimos chismes que atañían a la familia real. Alith era plenamente consciente de que la pasión que los había mantenido unidos empezaba a enfriarse, y si antes Milandith lo veía como una fuente de placer, ahora lo consideraba un pozo sin fondo de información. A Alith no se le escapó la ironía que subyacía en su intercambio de roles en la relación. La insistencia de Milandith lo fastidiaba, aún más dadas su reticencia y discreción naturales, y la idea cada vez más presente de que cualquier cotilleo podría ser tomado por una acción desleal hacia la familia de Bel Shanaar.
Alith no quería convenirse en un foco de atención, pero tampoco enemistarse con Milandith y sus amigos, así que durante el transcurso del invierno espació cada vez más sus encuentros y empezó a fingir su interés por la vida de la joven. Finalmente, superada la primera mitad del invierno, oyó rumores de que Milandith había perdido el interés por él y que sus atenciones amatorias se volcaban ahora en un miembro del cuerpo de guardia. Acompañados por una jarra de vino de Yvresse, Alith y Milandith estuvieron de acuerdo en que los buenos momentos vividos juntos habían llegado a su fin y que seguirían caminos separados sin guardarse rencor.
Alith se volvió más retraído, a pesar de que su secreto peligraba menos que antes. Se sentía recluido en palacio y añoraba su hogar. En Tiranoc, las montañas distaban de la capital varias jornadas de viaje, y aunque el invierno era notablemente menos severo que en Nagarythe, no disponía de tiempo para escaparse a cazar.
La ausencia de noticias procedentes del norte tampoco le ayudaba a apaciguar la sensación de soledad. Bel Shanaar le había asegurado que había enviado un emisario a Elanardris, pero Alith temía que el heraldo hubiera sido interceptado o que a su familia le resultara imposible enviar una respuesta. La información relacionada con Nagarythe escaseaba y daba la impresión de que, durante los meses de invierno, las aguas heladas del Naganath separaban el reino de Tiranoc como si de un océano se tratase.
Por lo tanto, el Alith que deambulaba por los pasillos del palacio real o que podía encontrarse sobre las murallas de Tor Anroc al amanecer con la mirada fija en el norte era un Alith frustrado y solitario. Algunos nuevos amigos le manifestaban su preocupación por su comportamiento, pero Alith se aprestaba a asegurarles que simplemente se sentía algo cansado y que echaba un poco de menos su hogar, y les prometía que recuperaría la alegría con la llegada de la primavera.
Sin embargo, la primavera no supuso un punto y final en la zozobra de Alith. Hubo noticia de que, sin mediar explicación, se había prohibido cruzar la frontera a los mercaderes que pretendían entrar en Nagarythe. La poca información que llegaba al sur era alarmante. Estaban produciéndose enfrentamientos entre el ejército de Anlec y las sectas del placer, y parecía ser que incluso en Anlec el príncipe Malekith estaba luchando por mantenerse en el poder. Algunos de sus príncipes se habían vuelto en su contra y apoyaban a los cultos, mientras que otro grupo se mantenía neutral, aguardando a ver de qué lado caía aquella nueva guerra por el poder. La agitación prendió en el joven elfo y recabó información sobre las familias involucradas, pero en ningún momento fue mencionada la Casa de Anar, ya fuera para bien o para mal.
El goteo de noticias inquietantes no cesaba, así que Alith resolvió abandonar la capital y regresar a Elanardris. Por medio de Carathril, transmitió su intención a Bel Shanaar, quien volvió a convocarlo en sus aposentos.
El Rey Fénix aguardaba con el rostro demacrado junto a la alargada ventana en arco que ofrecía vistas del sur de Tor Anroc, y sólo se volvió cuando Alith cerró la puerta.
—No puedo permitir que os marchéis de Tor Anroc —aseveró Bel Shanaar.
—¿Cómo? —espetó Alith, olvidando por completo sus modales—. ¿Qué significa eso?
—Significa que sería poco sensato que os permitiera abandonar mi protección en estos momentos. Y tampoco creo que fuera beneficioso para vos.
—Pero mi familia me necesi…
—¿Os necesitan? —inquirió Bel Shanaar con gesto severo—. ¿Sois un guerrero tan extraordinario que si se encuentran enzarzados en una batalla, volveréis las tornas en su favor?
—No me refiero a eso, majestad —contestó Alith, recuperando un ápice su compostura.
—¿Puede ser que entonces piensen que aquí corréis peligro, alejados de las violentas disputas, y que estaríais más seguros en Nagarythe?
Alith meneó la cabeza, ofuscado. Sabía perfectamente que debía regresar a Elanardris y ayudar a su familia, pero Bel Shanaar estaba mareándolo con sus inquisiciones.
—Estoy convencido de que saben que aquí estoy seguro, majestad. Pero mi obligación es socorrer a mi familia si se encuentra en peligro.
—¿Acaso no es también vuestra obligación salvaguardar el futuro de vuestra casa? —preguntó Bel Shanaar, cuyo semblante era tan implacable como sus palabras—. Aunque me duela decirlo, a estas alturas ya podríais ser el último miembro de la Casa de Anar. ¿Estáis dispuesto a que ese nombre perezca por saciar vuestra curiosidad? ¿Arriesgaríais todas las generaciones futuras de los Anar por la incertidumbre que os atenaza?
Alith no le respondió, pero la expresión de su rostro dejaba claro que era capaz de todo eso. Bel Shanaar arrugó visiblemente el ceño.
—Dejadme que os hable con la claridad de las aguas de un lago de montaña, Alith. No permitiré que abandonéis el palacio hasta que se arroje un poco más de luz sobre este asunto. Os he favorecido con mi patronazgo, pero el nuevo cariz que ha tomado el desarrollo de los acontecimientos en Nagarythe es confuso. Hay una lucha abierta entre las fuerzas de Malekith y las sectas, y quiero teneros localizado en todo momento.
Alith adivinó la intención que escondían las palabras del rey.
—Me queréis como rehén por si los Anar se revelaran como traidores.
Bel Shanaar se encogió de hombros.
—Debo considerar todas las posibilidades, Alith —se justificó—. Todo lo que conozco de vuestra familia es su lealtad, una lealtad profesada a Anlec y Nagarythe. Ahora bien, la lealtad del reino todavía es una incógnita. Sería una insensatez permitir a un espía potencial, alguien con tantos conocimientos de Tor Anroc, regresar a Nagarythe. ¿No sería prudente conservar todos los medios a mi alcance para negociar con la Casa de Anar? Vuestra familia ha decidido involucrarme en el juego, de modo que mi destino está ligado al vuestro. Por eso, usaré todas las piezas que se encuentren a mi disposición.
La exposición del monarca lo dejó anonadado; no podía creer lo que estaba oyendo.
—Quiero vuestra palabra de honor de que no trataréis de huir de mi palacio. En caso contrario, me veré obligado a encarcelaros —aseveró Bel Shanaar, cuya expresión fue suavizándose según cruzaba la sala para acercarse a Alith—. No siento ninguna animadversión por vos, Alith, y rezo a los dioses por que vuestra familia se encuentre sana y salva, y Nagarythe neutralice cuanto antes esta revuelta.
Alith era consciente de que se encontraba en un callejón sin salida. Si rehusaba dar su palabra, lo arrojarían a los calabozos del sótano del palacio, y no sólo se vería privado de libertad, sino que en un momento tan trascendental como el que vivían, el escándalo no pasaría desapercibido y se acumularían las indagaciones sobre su identidad. Eso ponía en riesgo su vida y la suerte de su familia. Respiró hondo mientras ponía orden en su mente.
—Pongo a todos los dioses por testigos y juro como príncipe de Nagarythe y Ulthuan que permaneceré bajo la protección de Bel Shanaar y no intentaré salir de Tor Anroc hasta que reciba su permiso o las circunstancias varíen.
Bel Shanaar asintió.
—¡Ojalá no tuviera que ser así! Cuando os convirtáis en el señor de la Casa de Anar, comprenderéis que el poder acarrea la toma decisiones difíciles. Si me entero de algo, os lo comunicaré, y debéis prometerme que vos haréis lo mismo.
—Así será, majestad —respondió Alith con una reverencia formal—. ¿Se me impone alguna otra obligación durante mi estancia aquí?
Bel Shanaar meneó la cabeza.
—No. Eso es todo.
* * *
Los últimos retazos del verano se resistían a abandonar Tor Anroc cuando Alith empezó a oír de manera sesgada los informes de los oficiales de Bel Shanaar destinados en la frontera norte y que hablaban del humo que cubría el cielo de Nagarythe. Se envió exploradores al otro lado del río y hallaron pueblos arrasados que sólo conservaban los cimientos carbonizados de las casas y que tenían las calles sembradas de cadáveres. Los profetas vaticinaban que desde el norte se aproximaba un velo de tinieblas, y los rumores no tardaron en calar entre la población de la ciudad.
Los heraldos de otros príncipes llegaron con noticias de un nuevo levantamiento de las sectas. Durante veinte años habían permanecido ocultas, conspirando y creciendo. Pero obedeciendo una orden de origen desconocido habían atacado a los soldados de los señores de Ulthuan, habían profanado santuarios y templos de otros dioses, y habían raptado a los incautos que se habían cruzado en su camino.
Incluso en Tor Anroc se habían localizado varias sectas que rendían culto a Atharti y Ereth Khial, y cuyos miembros preferían morir luchando que dejarse detener. El rebrote de los cultos instauró la paranoia en el palacio, y centenares de soldados eran traídos de vuelta desde la frontera para patrullar la ciudadela y la ciudad que la rodeaba.
Quince días después del estallido de la violencia, Alith fue informado de que el Rey Fénix requería su presencia. Siguiendo las instrucciones, Alith fue en volandas hasta el salón sur, y cuando entró, se topó con un tumulto formado por buena parte de los príncipes de Tiranoc acompañados de sus asesores y por un reducido enjambre de miembros del séquito y consejeros. Alith no acertaba a adivinar qué ocurría y fue abriéndose paso entre la multitud hasta las primeras filas.
Bel Shanaar y su hijo Elodhir estaban de pie junto al trono, en el fondo de la sala. Alith también distinguió a Carathril. Pero no fue sino la figura que les acompañaba lo que atrajo la atención del joven príncipe. El guerrero iba ataviado con una armadura dorada decorada con el dibujo de un dragón enroscado y con una capa púrpura que le caía por la espalda hasta el suelo. Prendida a la cintura le colgaba una espada larga —un hecho inusual, dado que la mayoría de los elfos tenían prohibido portar armas en presencia de Bel Shanaar—, y bajo un brazo sostenía un yelmo de batalla engalanado con una corona plateada. Las facciones de su rostro eran severas y su extensa cabellera y sus ojos refulgían con un brillo oscuro.
Era el príncipe Malekith.
—Tengo tres mil soldados y caballeros que necesitan alojamiento —decía el príncipe—. Una vez más antepongo el sentido práctico al orgullo y solicito el cobijo y la hospitalidad de Tor Anroc.
Bel Shanaar contemplaba circunspecto a Malekith, sin desvelar un ápice de lo que le pasaba por la mente.
—La situación es de suma gravedad, Malekith —repuso el Rey Fénix—. Es indudable que los males en Tiranoc no alcanzan la magnitud de Nagarythe, pero aquí los sectarios también intentan usurpar el gobierno legítimo. Me temo que la ayuda que demandáis, y que en otro momento os podría haber facilitado, ahora es imposible.
—No demando nada del Rey Fénix, salvo su paciencia y comprensión —respondió Malekith, inclinando levemente la cabeza—. Quienes pretenden derrocarme del gobierno se han quitado la máscara y cuando esta vez lance mi contraataque, los aplastaré a todos. Son muchos los que en Nagarythe luchan para salvaguardar mi poder. Anlec se me resiste por culpa de esos desdichados. Necesito una base para reunir las fuerzas que me son leales. A no mucho tardar emprenderé una nueva campaña para liberar Nagarythe de esta villanía, esta vez para siempre.
Malekith seguía con el semblante grave y sus gestos rezumaban ira, una cólera que le mantenía la mandíbula temblorosa y la mirada enardecida. Alith había visto aquella expresión en otra ocasión, cuando Malekith había hablado sobre el encuentro con su madre tras la toma de la puerta de Anlec.
—Mis enemigos han cosechado algunas victorias valiéndose del factor sorpresa; sin embargo, carecen de los medios y del valor para una auténtica guerra —continuó el príncipe—. Les ofrecí clemencia la ocasión anterior. Ahora sólo les ofrezco un castigo fulminante.
—Es de interés para todo Ulthuan que Nagarythe recupere la estabilidad lo antes posible —dijo Bel Shanaar—. No puedo negaros el derecho a asilo, pero es mi deber advertiros que ningún otro naggarothi está autorizado a cruzar la frontera sin permiso. ¿Ha quedado claro?
—Acepto vuestras condiciones —respondió Malekith—. En unos tiempos en los que es tan difícil discernir el amigo del enemigo, comprendo vuestras precauciones. Ahora, con vuestro permiso, me gustaría ver a mi madre.
Bel Shanaar no respondió inmediatamente. Alith sabía que Malekith había visitado a Morathi en diversas ocasiones a lo largo de los veinte años que llevaba encarcelada, y la petición era de esperar teniendo en cuenta la confusión que reinaba en Nagarythe. Aun así, Alith sintió que un escalofrío, provocado por la mezcla de pavor y de un odio profundamente enraizado, le recorría el cuerpo con la sola mención de la antigua reina sacerdotisa. La sala repleta de elfos permaneció en silencio a la espera de la respuesta del Rey Fénix.
—Por supuesto —contestó finalmente Bel Shanaar—. Si bien no siento ningún cariño por Morathi, no os privaré de ello.
Malekith hizo una reverencia como muestra de agradecimiento y, acompañado por Elodhir, salió a trancos de la sala. Bel Shanaar y Carathril se marcharon por otra puerta en forma de arco, y en cuanto el Rey Fénix desapareció, estalló el barullo de conversaciones entre la multitud congregada.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Alith, agarrando del brazo al elfo que tenía al lado.
El paje lo miró, atónito.
—Los sectarios han vuelto a apoderarse de Anlec, y el príncipe Malekith ha sido derrocado —respondió el elfo, con la altanería de quienes se consideran importantes únicamente porque se han enterado de las noticias instantes antes que los demás—. Al parecer, nuestros amigos naggarothi han vuelto a enzarzarse en una guerra fraticida.
Alith se mordió la lengua para no responder a aquel último comentario y abandonó rápidamente la sala. Regresó a su habitación en las dependencias del servicio y se sentó en la cama, con la mirada clavada en el suelo de piedra.
No podía encontrarle el sentido. ¿Cómo era posible que las sectas hubieran acumulado tanto poder sin llamar la atención? ¿Cómo habían logrado sobrevivir a la minuciosa purga llevada a cabo por Malekith? Incapaz de comprender lo acontecido, Alith se quedó en blanco, abrumado por las espantosas noticias.
* * *
El caos reinó en el palacio durante tres días. Los rumores y las afirmaciones se propagaban entre los residentes y los criados a partes iguales. Se proporcionó alojamiento al pequeño contingente que Malekith había traído consigo, y Alith no daba abasto cumpliendo los recados de las damas y los señores que lo tenían a su servicio. Yrianath estaba preocupadísimo con los asuntos comerciales de Tiranoc y las posibles consecuencias que podían derivar de la situación en Nagarythe, que ejercía un poder considerable en las colonias de Elthin Arvan, de modo que a menudo no se percataba de la presencia de Alith, lo que le permitía al joven heredero enterarse de cosas que en condiciones normales habrían permanecido en secreto.
Malekith solicitó al Rey Fénix que convocara una asamblea con los príncipes de Ulthuan. El encuentro debía producirse en el templo de Asuryan, en la Isla de la Llama: el más sagrado de los lugares, y donde Aenarion y Bel Shanaar habían sido coronados reyes Fénix. Alith vio partir a Carathril con el gesto grave y distante, junto con muchos otros emisarios.
El joven Anar tenía sus propios quebraderos de cabeza. El desconocimiento del desarrollo de los acontecimientos en Nagarythe estaba volviéndolo loco y pasaba todas las noches en vela, dándole vueltas a la idea de romper su juramento al Rey Fénix y escapar de Tor Anroc. Sin embargo, por la mañana se daba cuenta de que los medios para salvar a su familia se encontraban en la capital, no en el norte, de modo que desistía de la fuga.
Se emprendieron los preparativos para la expedición del Rey Fénix con destino a la Isla de la Llama. Elodhir había partido con anterioridad, de forma que cuando Bel Shanaar abandonara la ciudad, el control del palacio recaería en manos de Yrianath, por ser el siguiente príncipe en el orden de edad. Este hecho mantuvo atareadísimos a los consejeros y criados de Yrianath, que trabajaban a todas horas para mantenerse informados de cualquier movimiento. A pesar del agotamiento, Alith no conseguía dormir por las noches, y se había vuelto tan irascible que los elfos que lo rodeaban lo evitaban en la medida de lo posible.
La frustración a punto estuvo de derivar en violencia cuando Alith oyó de refilón a un grupo de nobles hablando con desprecio de los naggarothi y culpándolos de todos los males que habían asolado Ulthuan en las últimas centurias. Únicamente la intervención accidental de uno de los encargados, que llamó a Alith para que se presentara ante Yrianath, evitó que el joven Anar la emprendiera a golpes con los nobles.
Toda aquella actividad frenética alcanzó un equilibrio sosegado el día previo a la parada del Rey Fénix. En una de las raras ocasiones de paz, Alith había salido a los jardines y admiraba con añoranza una cascada esculpida en mármol. Era una obra refinada y extraordinariamente detallista, pero carecía de la majestuosidad de las cosas reales. Los ríos se precipitaban de manera atronadora por las montañas de Elanardris, cubriendo con un velo de agua pulverizada y bruma las colinas de alrededor. En comparación, el suave tintineo del chorrito de aquella fuente sonaba ridículo y deslucido.
—Estás aquí.
Alith se volvió y se topó con Milandith, que estaba sentada en el banco blanco junto a él. Llevaba un vestido de seda verde y sus trenzas eran torrentes de cabello que se deslizaban por su espalda. Bajo el sol otoñal, Alith la encontró más hermosa que nunca y, por un momento, se dejó embelesar por su belleza.
—¿Por qué estás tan preocupado? —inquirió Milandith, acariciando la frente de Alith como si quisiera alisarle las arrugas.
—¿No te parece que vivimos tiempos oscuros?
—Claro que sí —respondió, envolviendo la mano derecha del joven entre las suyas—. Sin embargo, ¿qué podemos hacer nosotros? Los príncipes se reunirán para tomar una decisión, y nosotros estaremos preparados para ayudarlos.
Milandith se echó a reír, un sonido que resultó extraño para el oído de Alith, dada la pesadumbre que lo embargaba.
—No me gustaría tener esas responsabilidades —continuó la muchacha—. ¿Te lo imaginas? ¿Intentando decidir qué hacer con todo este asunto? Yo no he nacido para liderar ejércitos ni hacer guerras.
«Pero yo sí», pensó Alith. Era descendiente de la Casa de Anar, y si la guerra estallaba, allí estaría él. Miró a Milandith, embebiéndose de toda su inocencia y hermosura. «Qué fácil sería —pensó— convertir la farsa en realidad». Podría vivir en paz como Atenithor de Cracia, un simple criado del príncipe Yrianath. Podría retomar su relación con Milandith y quizá podrían casarse y tener hijos. Derramamiento de sangre y muerte, oscuridad y desesperación serían el reino de los príncipes, y él viviría como un simple ciudadano, ajeno a todo eso.
Pero no era posible. No sólo le angustió el sentimiento de culpa, también apuntaló su resolución el sentido del deber que había arraigado en él desde la cuna. No podía eludir su destino, al igual que un conejo no podía escapar de las flechas. Él era Alith de Anar, heredero del principado de Nagarythe, y no podía pretender otra cosa.
—Te distraes —le recriminó, desanimada, Milandith—. ¿Acaso te aburro?
—Lo siento —repuso Alith, forzando una sonrisa. Recorrió con la mano el cabello y la mejilla de la joven, y sus dedos se detuvieron en su barbilla—. Estoy distraído, pero no por motivos de mi agrado.
Milandith le devolvió la sonrisa, se puso de pie y tiró de la mano de Alith.
—Creo que puedo darte el tipo de distracción que necesitas.
* * *
Alith dormitaba arrullado por los latidos del corazón de Milandith. En su estado de duermevela oyó unos portazos en algún otro lugar de las dependencias del servicio y el estrépito de pasos a la carrera, pero optó por ignorarlos. Sin embargo, el momento de distracción había pasado y el mundo real volvía a filtrarse por el velo de gozosa evasión que habían desplegado las atenciones de Milandith. Se acurrucó en la cama, sepultó la cara en el cabello enmarañado de la muchacha y le besó tímidamente el cuello, con la esperanza de retrasar un poco más su regreso a la dolorosa realidad. Milandith balbuceó algo ininteligible sin abrir los ojos y le acarició delicadamente la espalda, recorriendo con un dedo la cicatriz que le había dejado el azote en Anlec.
De repente, alguien aporreó con fuerza la puerta, que al instante se abrió con violencia. Los dos amantes se incorporaron en la cama como un resorte cuando Hithrin, encargado de los salones, irrumpió en la habitación con el gesto exaltado, en el límite de un ataque de histeria, y clavó los ojos desorbitados en Alith.
—¡Aquí estás! —espetó, atravesando rápidamente el dormitorio y agarrando a Alith por el brazo—. ¡Tu señor requiere la presencia de todo su servicio!
Alith se desenganchó de Hithrin y lo empujó hacia atrás pese a que el encargado era supuestamente su superior.
—¿Qué pasa? —bramó Alith—. ¿No puedo tener un momento de paz? ¿Qué puede ser tan urgente?
Hithrin lo miró en silencio un instante, abriendo y cerrando la boca sin emitir ningún sonido. Tragó saliva antes de soltar la noticia.
—El Rey Fénix ha fallecido.