SEIS
La reconquista de Anlec
Los gritos de los sacrificados y los alaridos de los sectarios que proferían sus plegarias rasgaban la noche. Alith contemplaba Anlec desde la ventana de la torre de guarnición abandonada. Las hogueras con fuegos de diversos colores brillaban en la oscuridad, mientras elfos sedientos de sangre recorrían las calles en catervas como enajenados, riñendo entre sí y llevándose a rastras a los ciudadanos incautos para sacrificarlos como ofrenda a los oscuros dioses de los cytharai.
Los Sombríos habían convertido en su guarida un edificio abandonado próximo al arco norte de la muralla de la ciudad y que en otros tiempos había albergado varios centenares de soldados, ahora movilizados en el sur para contrarrestar la amenaza de Tiranoc. Como en muchas otras zonas de Anlec, reinaba una calma extraña e inquietante, ya que los sectarios preferían concentrarse en el centro de la ciudad, donde se erigían los templos más importantes.
El número de adeptos era cuantioso, pues los distintos cultos se disputaban la posición dominante.
Bajo la torre había una serie de cámaras en las que los Anar no habían vuelto a aventurarse desde la exploración inicial, horrorizados por los suelos cubiertos de sangre, los grilletes con pinchos, los aceros partidos y los indicios de vileza. Se les había revuelto el estómago con sólo pensar en los tormentos que debían haber sufrido los compañeros elfos que habían visitado aquel lugar, así que habían cerrado las puertas y se habían instalado en las plantas superiores.
—Nunca hubiera pensado que podíamos caer tan bajo —comentó Eoloran, apareciendo detrás de Alith—. Y menos en este lugar que en cualquier otro, donde en otro tiempo campaban la dignidad y el honor. Me parte el alma ver en qué nos hemos convertido.
—No todos somos iguales —repuso Alith—. Morathi ha propagado la debilidad y la corrupción, pero Malekith traerá fuerza y resolución. Todavía hay un futuro por el que vale la pena luchar.
Eoloran guardó silencio. Alith se volvió a su abuelo y lo descubrió observándolo con una sonrisa en los labios.
—Haces que me sienta orgulloso de ser un Anar —dijo Eoloran, posando una mano en el hombro de su nieto—. Tu padre será un gran señor de la casa, y tú, un extraordinario príncipe de Nagarythe. Cuando te miro, los recuerdos de los tiempos remotos se desvanecen y el dolor desaparece. Luchamos y derramamos nuestra sangre por elfos como tú, no como esos desgraciados que andan retozando por toda la ciudad de Aenarion.
Las palabras de Eoloran le llegaron al corazón. Tomó la mano de su abuelo.
—Si soy así, se debe a que os he seguido como ejemplo —dijo Alith—. Vuestro extraordinario legado es lo que me estimula, y el orgullo que siento de pertenecer a los Anar no puedo expresarlo con palabras. Cuando otros se han tambaleado y han terminado por caer en las tinieblas, vos os habéis mantenido inquebrantable, como un rayo de luz que debe guiarnos a todos.
Los ojos de Eoloran brillaron, humedecidos por las lágrimas, y ambos se fundieron en un abrazo, reconfortándose en su amor mutuo y dejando de lado los horrores que acontecían en el mundo exterior.
Eoloran se apartó de su nieto tras el largo abrazo, volvió la mirada hacia la ventana y su expresión se endureció.
—Los autores de estas atrocidades deben ser castigados, Alith —dijo a media voz—. Pero no confundas castigo con venganza. Lo que alimenta estas sectas son el miedo y la ira, los celos y el odio; despierta esas emociones que todos albergamos en nuestro interior. Si nos mantenemos fieles a nuestros principios, saldremos victoriosos.
Los Sombríos estuvieron ocultos en las entrañas del enemigo durante nueve días. La mayor parte del tiempo permanecían escondidos, pero de vez en cuando salían a la ciudad, ya fuera en solitario o por parejas, para recopilar información y comida. El día era menos peligroso que la noche, puesto que las orgías y los sacrificios de la noche anterior saciaban momentáneamente a los sectarios y las calles eran un lugar más tranquilo.
Mientras que las noches estaban gobernadas por los adeptos de los cultos, durante el día el dominio recaía en las guarniciones de Anlec, que patrullaban las calles con tenacidad para garantizar que la ciudad no fuera devorada por la anarquía total. Era evidente que Morathi mantenía varias fuerzas en equilibrio; por un lado, se mostraba indulgente con las sectas para no perder su apoyo, y por otro, imponía los límites necesarios a sus actividades para mantener cierta apariencia de orden.
Entrada la tarde del noveno día fue el turno de Alith y Casadir de internarse en la ciudad en busca de información. Ataviados con sus elegantes túnicas y con las espadas escondidas bajo los pliegues de las prendas, la pareja enfiló hacia la plaza principal, que se extendía a las puertas del palacio. En la escalinata que conducía a las enormes puertas del edificio había guardias apostados y en la explanada se aglomeraban masas de elfos.
Había un runrún en las conversaciones, un componente de miedo en la atmósfera que llamó la atención de Alith.
—Separémonos a ver de qué nos enteramos —propuso a Casadir—. Nos reuniremos aquí en un rato.
Casadir asintió y se alejó por la derecha, pasando por delante de los escalones. Alith torció a la izquierda, en dirección a los tenderetes que flanqueaban la plaza. Paseó por los puestos, fingiendo interés por el género a la venta, aunque en realidad estaba con el oído atento al barullo que lo envolvía. Entre los productos habituales en un mercado se vendían otros artículos más siniestros: dagas para sacrificios con inscripciones de runas maléficas, talismanes de los cytharai y pergaminos llenos de ensalmos dedicados a los dioses del averno. Mientras contemplaba un amuleto de plata con la forma del sigilo de Ereth Khial, Alith oyó de pasada que se mencionaba a Malekith en una conversación y siguió al grupo de contertulios elfos a través la plaza. A diferencia de las multitudes, que se movían con parsimonia por el mercado, el quinteto tras el que iba avanzaba con paso resuelto hacia la calle de los templos que se extendía al oeste.
—A primera hora de esta mañana han llegado jinetes —decía una elfa del grupo.
Aunque el aire todavía conservaba algo del frío invernal, únicamente llevaba encima un vestido de velo diáfano y holgado que ondeaba con la brisa y le dejaba el cuerpo a la vista de quien quisiera admirarlo. En la espalda se adivinaban cicatrices en forma de runas y anillas de oro prendidas a la carne.
—Mi hermano estaba en la puerta sur y oyó por casualidad lo que dijeron a los centinelas. Los jinetes informaron a la guarnición de que el príncipe está marchando hacia Anlec a la cabeza de un ejército.
Sus interlocutores expresaron atropelladamente su temor al recibir la noticia.
—Estoy convencido de que no asaltará la ciudad, ¿no os parece? —inquirió uno de ellos.
—¿Aquí estamos seguros? —preguntó otro.
—Quizá deberíamos huir —sugirió un tercero.
—¡No hay tiempo! —aseveró la primera con estridencia—. Los jinetes comunicaron que el príncipe está a sólo un día de la ciudad. ¡Desatará su ira contra nosotros mañana antes del anochecer!
Un escalofrío de excitación recorrió el cuerpo de Alith al oír aquellas palabras. Hubiera preferido continuar tras el grupo, pero el quinteto había empezado a subir los escalones que conducían al santuario de Atharti y el joven Anar no albergaba ningún deseo de entrar en aquel lugar maldito, así que optó por tomar una calle lateral y dar un rodeo rápido para regresar a la plaza. Allí se reunió con Casadir, que ya estaba esperándolo.
—Malekith está cerca —susurró Casadir a Alith en cuanto éste llegó junto a él—. He oído a un capitán del cuerpo de guardia dando la orden a su compañía de que se traslade a la muralla para preparar las defensas de la ciudad.
—Está a un día de distancia —le dijo Alith mientras caminaban de vuelta al cuartel abandonado—. O eso creen algunos.
—De momento, Morathi mantiene la noticia en secreto —señaló Casadir—. Teme que el pánico se extienda entre los ciudadanos si se descubre que Malekith está a punto de asediar Anlec. Quizá deberíamos propalarlo; con un poco de suerte la noticia provocaría miedo y confusión, y eso entorpecería sus planes.
—Buena idea, pero antes hablaré con mi padre.
—Yo me quedaré por aquí un rato a ver si me entero de algo más —dijo Casadir—. Volveré a la torre antes de que anochezca.
—Andaos con ojo —le advirtió Alith—. Me temo que, en cuanto se corra la voz, la histeria se apoderará de muchos sectarios. Esta noche las hogueras para los sacrificios arderán con fuerza.
Casadir asintió de un modo tranquilizador y desapareció entre la muchedumbre. Alith enfiló con paso brioso hacia la guarida de los Sombríos; se moría de ganas por acelerar el ritmo de sus zancadas, pero temía llamar la atención. Si la llegada de Malekith se había mantenido en secreto por los guerreros de Morathi y realmente se encontraba a un día de marcha, los Anar apenas disponían de tiempo para trazar un plan de acción. Aunque la ocasión colmaba de entusiasmo al joven Alith, en su interior subyacía el pavor a que los Sombríos fracasasen y el príncipe fuera aniquilado al otro lado de las murallas de la ciudad.
* * *
Tal y como Alith había pronosticado, aquella noche el tumulto fue mucho más escandaloso, salpicado por el redoble de tambores y la estridencia de los cuernos a medida que se propagaba la noticia de la llegada de Malekith. Al caos creado por las tribulaciones y las celebraciones de los acólitos de las sectas, se sumaba el estrépito de pasos, que retumbaba por toda la población de las guarniciones que se ponían en acción y de las fuerzas destacadas en las inmediaciones de Anlec que regresaban a la ciudad. Los Sombríos no abandonaron su lóbrega torre mientras la histeria se apoderaba de los druchii, temerosos de ser asaltados en las calles.
Alith pasó la noche en vela junto a sus compañeros, alternando las guardias con la discusión sobre los inminentes acontecimientos con su padre y su abuelo. Cuando la neblina sonrosada del amanecer se expandió desde la línea del horizonte y cabrilleó tenuemente en los muros de piedra de la ciudad, Alith se encontraba con Eothlir y Eoloran en la cámara de la última planta de la torre. La luz del alba y el fuego de las antorchas dispuestas a lo largo de la muralla les permitieron ver una multitud de soldados preparados para defenderse del ataque.
Una cuestión en particular tenía sobre ascuas a Eoloran desde su llegada a Anlec y de nuevo la planteó en voz alta mientras el sol trepaba por el alféizar de la ventana.
—¿Desde qué lado atacará Malekith? —preguntó el elfo sin dirigirse a nadie en particular—. Tenemos que saber qué puerta debemos abrir.
—He oído informaciones encontradas —respondió Eothlir—. Hay quien cree que viene directamente de Tiranoc, desde el sur, mientras que otros afirman que llega desde Ellyrion, al oeste.
—Por los mensajes que nos hizo llegar el príncipe sabemos que tenía la intención de reunir su ejército en Ellyrion —señaló Alith—, así que lo más probable es que venga por el este.
—Ciertamente parece lo más lógico, pero reina tal confusión que incluso he oído que se aproxima por el oeste, puesto que desembarcó en Galthyr. Si bien sospecho que llevas razón, Alith, no es descabellado plantearse la posibilidad de que haya modificado su plan inicial, ya sea por voluntad propia u obligado por las acciones de los druchii. Un supuesto erróneo no sólo nos costaría la vida, sino que podría condenar a Nagarythe a seguir padeciendo este tormento durante muchos más años.
—Entonces, tendremos que averiguar la verdad con nuestros propios ojos —sentenció Alith.
—¿Y desde dónde pretendes constatarlo? —inquirió Eothlir—. La muralla está infestada de guerreros y ninguna de las torres seguras de la ciudadela tiene la altura suficiente para otear la distancia.
—Cuando sólo se nos ofrece un camino, no importa lo peligroso que sea, hay que seguirlo —repuso Alith—. Subiré a la muralla y buscaré un lugar elevado que nos permita determinar la procedencia de Malekith. Necesitamos tiempo para organizamos y alcanzar la puerta que pretenda asaltar, de modo que tenemos que averiguar sus intenciones lo antes posible.
—Si hubiera alguna forma de comunicarnos con el príncipe… —se lamentó Eoloran—. Un ave, quizá.
—Me temo que Morathi estará atenta a esas tretas y nos arriesgaríamos a delatarnos a cambio de un beneficio más que dudoso —observó Eothlir, que iba y venía de la ventana, visiblemente consternado—. Tampoco me parece inteligente enviar a un espía solo, Alith.
—Mejor que capturen a uno que no a todos, y yo nunca pediría a nadie que arriesgara su vida —replicó Alith—. No os sintáis tan desanimado, la anarquía todavía campa a sus anchas por la ciudad, aunque estoy convencido de que Morathi no tardará en infundir un miedo mayor entre sus seguidores que el propio Malekith. A estas horas las sombras aún son densas y una figura solitaria pasa desapercibida donde muchas juntas llamarían la atención.
—Sigue sin convencerme —dijo Eoloran.
—¡Pues entonces será mejor que me atéis para retenerme aquí, pues tengo toda la intención de ir! —espetó Alith, enmudeciendo de golpe, sorprendido por su propia determinación. Y ya en un tono más pausado, continuó—: Os prometo que no correré ningún riesgo innecesario, y si oigo algo que confirme los planes de Malekith, regresaré inmediatamente y no intentaré hacer nada por mi cuenta. Todas las miradas están vueltas hacia el exterior de las murallas; nadie se fijará en una sombra solitaria.
Eoloran se volvió en silencio, dando su consentimiento, incapaz de añadir nada más. Eothlir se colocó frente a Alith y apoyó una mano en la nuca del joven; se lo acercó y le besó en la frente.
—Que los dioses de la luz te protejan —le deseó Eothlir, retrocediendo—. Debes ser raudo, pero que tus prisas no te hagan caer en una precipitación temeraria.
—¡Creedme, nada me gustaría más que regresar de una pieza y sin un solo rasguño! —dijo Alith, con una risita nerviosa. Sacudió la mano como tratando de espantar las preocupaciones de su padre y enfiló hacia la puerta.
Alith se desprendió de la abultada e incómoda túnica de Salthite que había llevado hasta entonces y se vistió con un simple taparrabos y una capa roja, como un vulgar adorador de Khaine. Alrededor de la cintura se ajustó una faja raída en la que escondió un cuchillo con el filo de sierra y, disfrazado de esta guisa, se escabulló de la torre sin mediar palabra con los demás Sombríos.
La calle que albergaba la entrada de la guarida estaba desierta, y el propio edificio de la torre ocultaba las murallas. Alith se deslizó en dirección al centro de la ciudad arrimado a las paredes de los edificios de techos altos que en otro tiempo habían habitado miles de guerreros.
Sabía que si se movía por las principales arterias de la fortaleza, llamaría menos la atención que si era descubierto merodeando de manera furtiva por callejones y callejuelas laterales, de modo que optó por la ruta más directa a la plaza central y emergió por el noroeste junto al palacio de Aenarion. Allí se encontraban la mayoría de las residencias de los señores de Anlec, casi todas vacías, ya que sus nobles propietarios comandaban las tropas apostadas en la muralla o habían partido hacia el sur con sus soldados. Alith fue saltando los muros que separaban los jardines y deslizándose junto a las fuentes de aguas burbujeantes buscando el medio de penetrar en la ciudadela.
Donde antes sólo se había levantado el chapitel de Anlec, en el centro de la ciudad, se habían erigido nuevos edificios a lo largo de los siglos, cada vez más cercanos al palacio, y si bien la plaza que se extendía al sur de la ciudadela era una explanada abierta, ya hacía varias generaciones que las casas de los nobles habían contactado con el muro norte del palacio, y hacia allí se encaminó Alith.
Con la misma facilidad que en el pasado había progresado por las montañas saltando de piedra en piedra, Alith trepó por el ramaje desnudo de un árbol próximo al porche de una de las mansiones y desde allí saltó al tejado. Se agachó para pasar junto a la ventana abierta de la buhardilla y recorrió a la carrera las tejas sesgadas del borde de la empinada cubierta. La distancia entre el alero del tejado y el muro de la ciudadela era considerable, así que Alith cogió carrerilla y se lanzó al otro lado del hueco. Sus manos dieron con un asidero entre las piedras centenarias del muro y, tras unas cuantas intentonas, también sus pies descalzos encontraron un punto de apoyo. Alith trepó como una araña hasta la parte superior del muro y miró a su alrededor para asegurase de que nadie lo había visto antes de deslizarse entre las almenas hasta el adarve.
Allí arriba la perspectiva no mejoraba y no veía más allá de la cortina de muralla de Anlec, de modo que tenía que buscar un lugar más elevado que le ofreciera una buena vista de las llanuras que rodeaban la fortaleza para poder determinar la ruta de llegada de Malekith.
Alith se mantuvo en el sector occidental de la ciudadela, todavía sumido en la penumbra y protegido del sol que se elevaba por el este; escaló torretas y minaretes, se deslizó furtivamente por cornisas y trepó por chapiteles hasta que la ciudad menguó bajo sus pies. Se detuvo bajo el alféizar de una ventana en arco, miró hacia abajo y divisó unas figuras increíblemente diminutas por la altura recorriendo las calles. En la plaza central se congregaba una multitud y las calles de los templos estaban atestadas. En el resto de la ciudad apenas había elfos. Alith alcanzaba a ver el paraje al otro lado de la muralla, pero sólo hacia el sombrío oeste, por donde era más improbable que apareciera Malekith, de modo que necesitaba encontrar la forma de otear el este para confirmar que el ejército de Malekith se aproximaba desde esa dirección.
Recorrió gateando un estrecho canalón y llegó al borde de un tejado que se elevaba por encima de la azotea de una torrecilla. Tres guerreros custodiaban la puerta de la torre, pero estaban pendientes de lo que sucedía en el exterior de la muralla, tratando de averiguar lo mismo que Alith. El muchacho ignoró a los soldados, saltó al otro lado por encima de sus cabezas y siguió trepando silenciosamente.
Bordeó el chapitel dorado de un minarete y recibió el baño del sol; la sensación de calidez le trajo de súbito a la memoria aquel día tumbado en el césped de la mansión, charlando con su madre sobre Ashniel. Alith cayó en la cuenta de que había estado tan abstraído en la misión desde su partida de Elanardris que no había vuelto a pensar en la joven. El recuerdo lo animó, pues si aquel día culminaba con éxito, Malekith recuperaría, el trono, y Ashniel se vería liberada de su retiro en el refugio de las montañas.
Espoleado por su deseo, Alith miró a su alrededor buscando un lugar más estable y descubrió un balcón un poco más arriba. Dio un brinco y se asió a los soportes redondeados de piedra sobre los que se apoyaba el suelo del balcón y se impulsó para encaramarse a la elegante balaustrada. La enorme puerta acristalada estaba abierta, y al otro lado, la cámara permanecía en sombras.
Alith oyó voces y se quedó paralizado.
Pero al cabo se relajó al advertir que las voces se alejaban y se convertían en meros ecos apagados. Se agazapó a un lado de la puerta, donde no podía ser visto desde el interior, y aprovechó para observar debidamente el territorio que se extendía más allá de las murallas. Tenía ante sus ojos el sur y el este. Las carreteras que partían de las puertas de la ciudad se perdían en el horizonte, sin más interrupción que los puentes levadizos sobre el foso de fuego.
Alith continuó allí unos minutos, escrutando el paisaje en busca de alguna pista que confirmara la posición de Malekith. A medida que pasaba el tiempo, la duda mermaba la resolución del joven elfo, y sus expectativas languidecieron lentamente según se alzaba el sol en el firmamento. De vez en cuando, se oían pisadas en la ciudadela, y Alith aferraba presta la daga por si acaso era sorprendido.
Cuando ya palidecía el último rayo de esperanza en su interior, descubrió un destello al sureste. Se protegió con la mano los ojos del sol y aguzó la vista en esa dirección. Sin duda, se trataba del inconfundible reflejo del sol en el acero. Una nube de polvo se levantó en el horizonte, y Alith contempló, asombrado, las huestes de Malekith marchando directamente hacia la ciudad.
Nunca había visto tantos guerreros juntos. Miles y miles de caballeros, lanceros y arqueros avanzaban desplegados a ambos lados de la carretera sur. Según se aproximaban, Alith distinguió las cuadrigas blancas tiradas por feroces leones y los estandartes de Ellyrion, Yvresse, Tiranoc y Cracia ondeando por encima de las interminables filas de soldados. Un poco por delante y en el centro, bajo los estandartes plateados y negros de Nagarythe, marchaban los guerreros del príncipe Malekith. La excesiva distancia impedía a Alith identificar la figura del príncipe, aunque reconoció las armaduras negras de sus caballeros. Unas criaturas aladas sobrevolaban en círculo el ejército —tres pegasos y un formidable grifo—, cada una con un jinete.
Era evidente que Malekith cargaría contra la puerta sur, pues la disposición de sus fuerzas apuntaba hacia el puente levadizo de esa entrada.
Aliviado, Alith hizo el ademán de iniciar el descenso cuando unas voces procedentes del interior de la estancia atraparon su atención. Se arriesgó a asomarse a la cámara, pero la encontró vacía. Sin embargo, en el lado opuesto de la habitación, un arco daba paso a una sala interior y sintió que el corazón le daba un vuelco cuando una figura de gran estatura emergió de ella y apareció ante sus ojos.
Era una elfa alta, majestuosa, con una cabellera larga, larga y ondulada que se precipitaba por su espalda. Llevaba un vestido transparente que parecía envolver en niebla su piel pálida. Una extraña sombra, un miasma apenas visible de oscuridad que parecía tener vida propia estaba junto a ella. A Alith le pareció ver que en la etérea figura oscura aparecían unos ojos diminutos y brillantes, y unos colmillos. La matriarca sostenía un báculo de hierro con un extraño cráneo con cuernos y llevaba el pelo recogido con una diadema de oro con incrustaciones de diamantes y esmeraldas.
¡Morathi!
Alith quedó hechizado por su belleza pese a que sabía en lo más profundo de su corazón que Morathi era un personaje absolutamente perverso. Estaba de espaldas a él; sin embargo, la redondez de sus hombros y las curvas de sus caderas despertó un ardor en Alith que ni siquiera él sabía que poseía. Sintió ansias de perderse en aquel lustroso cabello y de sentir en sus dedos el tacto de aquella piel suave.
El estallido de voces rompió el hechizo, y Alith se dio cuenta de que la reina sacerdotisa no estaba sola. Unas figuras vestidas de negro atravesaban el arco de un lado a otro; llevaban la cabeza rapada y con unos extraños dibujos tatuados. Alith no alcanzaba a descifrar lo que decían las voces, y, en contra de lo prometido a su padre, se deslizó al interior de la cámara para acercarse a la repudiada reina bruja.
Desde su nueva posición veía con más claridad la sala central, y lo que se mostró ante sus ojos lo echó para atrás. Más allá de Morathi ardía un fuego multicolor que recordó a Alith las historias sobre las llamas sagradas de Asuryan que habían bendecido a Aenarion en la aurora de los tiempos. Sin embargo, aquella hoguera no tenía nada de bendita y sus lenguas de fuego eran insólitamente irregulares y angulosas. En el centro de las llamas habitaba una imagen difusa, apenas distinguible, pues estaba hecha de fuego, aunque no era exactamente parte de él. Su cabeza parecía la de un ave, quizá un águila o un buitre, e iba cambiando de forma; la magia refulgía en sus ojos, y Alith tuvo la impresión de que las llamas componían dos alas inmensas recogidas alrededor de la criatura sobrenatural.
—Llegará su hora —entonó una voz solemne y profunda que resonó por toda la sala.
Las palabras provenían de las llamas y, aunque no parecían elfo, Alith las entendió sin problema; era como si la voz hablara en una lengua que aglutinara todos los idiomas juntos, totalmente distinta pero reconocible.
—Los caminos sinuosos se desvían constantemente —advirtió otra voz histriónica.
—Y nosotros vemos adonde conducen todos esos senderos —sentenció la primera voz.
—Pero ignoramos cuándo —añadió la segunda.
Alith estaba confuso, ya que ambas voces parecían brotar de la aparición llameante y, sin embargo, sonaban como si mantuvieran una discusión.
—Y espero mi recompensa por esta empresa —interpeló Morathi, cuya voz resultaba tan lujuriosa como lo era su cuerpo—. Se me atenderá cuando así lo reclame.
—Es exigente —dijo la voz estridente.
—Exigente —repitió la voz grave, soltando una risotada.
—No me dais miedo —espetó Morathi—. Sois vosotros quienes acudís a mí. Si preferís regresar a vuestro agujero infernal sin sellar un acuerdo, no os detendré. Si, en cambio, deseáis volver con lo que habéis venido a buscar, tendréis que tratarme como a una igual.
—¿Una igual? —La voz chillona se incrustó como esquirlas de cristal en los tímpanos de Alith, y el joven elfo se estremeció.
—Ya somos iguales en todos los órdenes —dijo la voz profunda, en un tono conciliador y afable—. Realizamos este trato como socios.
—No olvidéis que un mortal puede hacer cosas que escapan a vuestro poder, demonios —dijo Morathi.
La mención de los demonios estremeció a Alith, que sintió la necesidad imperiosa de huir, pero sacudió el cuerpo, dominó el miedo y se obligó a continuar escuchando.
—Nuestra raza y no otra os encerró en la mazmorra en la que permanecéis confinados. Si deseáis abandonar esa prisión, necesitaréis manos mortales.
—Siempre tan arrogante —dijo burlonamente la voz aguda—. ¿Los mortales nos encerraron? Más te valdría saber que no hay prisión que pueda confinarnos eternamente ni barrera que nos contenga. El momento de ajustar cuentas con los mortales llegará. ¡Ah, sí! Ya llegará.
—Cállate, viejo cuervo estúpido —espetó la otra voz—. No escuches sus sandeces, reina de los elfos. Nuestro trato está cerrado. Hemos hecho un pacto. Tus seguidores marcharán al norte y aleccionarán a los humanos en la brujería. A cambio, recibirás el poder del Velo Cambiante.
—Sellaré este pacto con sangre —dijo Morathi.
La sacerdotisa arremetió con la punta de su báculo contra uno de sus sacerdotes, que súbitamente quedó embadurnado por la sangre que brotaba de centenares de pequeñas incisiones mientras sus alaridos resonaban por toda la cámara. Morathi agitó entonces su bastón con desdén, y el quejumbroso acólito se precipitó en el fuego. Las llamas refulgieron un instante con un brillo casi cegador, al mismo tiempo que las risas retumbaban en las paredes de la sala.
—Tu destino está sellado —anunció un demonio, y las llamas desaparecieron con otro destello fulgurante y dejaron la habitación sumida en la oscuridad.
Alith parpadeó para despejar los puntitos de luz que le nublaban la vista e inmediatamente se percató de que Morathi había dado media vuelta y se dirigía hacia el arco que separaba ambas estancias. Presa del pánico, Alith salió como un rayo al balcón, se lanzó por encima de la barandilla y en la caída se agarró a los soportes de piedra. Allí permaneció colgado, con el rostro contraído por el esfuerzo mientras llegaba hasta sus oídos el repiqueteo de botas con tacones delgados contra el suelo de piedra que se extendía sobre su cabeza. Cuando Morathi volvió a hablar, su voz brotó justo encima de Alith, cuyo vello se erizó por la cercanía de la reina sacerdotisa.
—Es extraordinario —dijo Morathi—. Ha dejado atrás el fuego. Parece que mi hijo ha madurado por fin.
—¿No sentís su presencia, majestad? —preguntó en un cuchicheo una sacerdotisa—. Me refiero a la corona que lleva ceñida al yelmo. Arde con poderes ancestrales.
—Sí —respondió Morathi, suspirando—. Sin embargo, ¿abrigará el deseo de utilizar esos poderes? Pronto lo sabremos. Es un artilugio anterior a los tiempos en los que Ulthuan emergió del mar. Sed precavidos, queridos míos, o todos sufriremos las consecuencias.
—El príncipe Malekith ha atravesado las llamas, majestad. ¿Qué haremos si toma la ciudad? —inquirió otro acólito.
—Enviad a vuestros hermanos para que divulguen la noticia entre nuestros agentes destacados en las montañas y en las ciudades —dijo apenas en un susurro la reina—. Una batalla no gana la guerra. Si penetra en Anlec, acudirá a mí.
Las pisadas se alejaron en el interior de la ciudadela, y Alith soltó de golpe la bocanada de aire que había contenido, lo que a punto estuvo de desasirlo de la piedra cincelada. Había mucho que meditar y poco tiempo para ocuparse de todo, así que se concentró en lo más importante: los Sombríos debían abrir la puerta sur, y enseguida.
* * *
Apenas había elfos en las calles de Anlec, y los que había no sentían curiosidad por la treintena de naggarothi ataviados con cotas de malla cortas y capas negras que marchaban aferrando arcos y con el gesto grave. Los gritos y los chillidos retumbaban desde las murallas, pero en el interior de la ciudad era imposible conocer el desarrollo de la batalla. Una y otra vez, Alith divisaba los pegasos montados por magos que se abatían contra los muros y arrojaban fuego mágico y haces de rayos. Los alaridos agónicos se multiplicaron cuando un príncipe elfo se lanzó a lomos de su majestuoso grifo contra los soldados posicionados en las murallas y con su lanza de hielo y las zarpas de la bestia causaron estragos entre los regimientos druchii. Todo lo demás, salvo las ráfagas de flechas que surcaban el cielo desde uno y otro bando, permanecía fuera de la vista.
—¡Esperad! —musitó Eoloran cuando los Sombríos emergieron en la amplia explanada que se extendía desde la puerta sur.
La plaza estaba atestada de elfos aullando y gritando; no eran otros que los adoradores de Khaine. Los sacerdotes y sacerdotisas los rociaban con sangre bendita a espuertas y los exhortaban, por la gloria de Khaine, a que masacraran a los asaltantes de la ciudad. En la puerta y en los edificios circundantes resonaban las proclamas preñadas de odio que juraban matar a Malekith. Algunos sectarios se desplomaban sobre las rodillas, gruñendo y berreando, y se untaban el cuerpo con la sangre que sacaban de unos cálices de plata; se embadurnaban el cabello y se pintaban runas en la piel con la sangre de sus compañeros. Allí donde los sectarios más fervorosos se habían abalanzado con cuchillos o simplemente con las manos vacías sobre sus compañeros, el suelo de piedra estaba sembrado de cuerpos despedazados y despellejados, con los órganos arrancados y devorados por adeptos enloquecidos.
Alith alzó la mirada hacia los altos baluartes de la barbacana de entrada y vio que eran un hervidero de actividad. Los arqueros procedentes de los tramos de muralla adyacentes se congregaban en las torres y arrojaban sus flechas contra un enemigo que parecía muy próximo.
—¡Tenemos que apoderarnos de la torre de entrada! —espetó en un susurro Alith, dando un paso al frente.
—Nos eliminarán —replicó Eothlir, agarrando a su hijo del brazo y arrastrándolo hacia atrás, mientras el resto de los guerreros se cobijaba a la sombra de la muralla.
—¡Aniquilarán a los soldados de Malekith! —espetó Alith, soltándose de su padre.
—Y también a nosotros —gruñó Eoloran.
Una campana repicó tres veces; el sonido llegaba desde la ciudadela. Inmediatamente, un chirrido ensordecedor retumbó en toda la plaza.
—¡Mirad! —exclamó Eoloran, señalando la entrada.
Las gigantescas puertas de Anlec se abrieron, acompañadas por el crujido acompasado de pesadas cadenas. En las torres de entrada, esclavos desnudos se inclinaban sobre dos grandes ruedas mientras sus amos druchii los fustigaban en la espalda con los azotes. Los adoradores de Khaine salieron en tropel de la ciudad como si se hubiera abierto la compuerta de un dique, exaltados y gritando con un deleite asesino.
Las puertas se cerraron con un sobrecogedor ruido seco en cuanto el último de los adeptos la cruzó. La plaza quedó desierta y en un silencio sólo roto por los distantes gritos de batalla y el fragor del combate que se desarrollaba al otro lado de la muralla.
—¡Es nuestra oportunidad! —exclamó Eoloran, haciendo una seña a Alith y a los demás para que avanzaran.
Los Sombríos cruzaron la explanada de la entrada a la carrera, con los arcos flechados. Tal como habían acordado antes de abandonar la guarida, Alith y Eothlir se dirigieron con la mitad de los Sombríos hacia la torre oriental, mientras que Eoloran se llevó al resto a la torre occidental. Cuando el grupo de Eoloran desapareció en el interior del baluarte, a Alith todavía lo separaba una docena de pasos de su torre.
Justo en la puerta y frente al joven elfo apareció una figura ataviada con una cota de malla, pero el guerrero sólo tuvo tiempo de abrir completamente los ojos con estupefacción antes de que una flecha disparada por Anadriel le alcanzara en la mejilla y lo arrojara contra la pared de piedra de la torre.
Alith saltó por encima del cuerpo y penetró en la penumbra atenuada por la luz de las antorchas de la barbacana.
Una escalera de caracol ascendía por la derecha, y Alith se lanzó disparado hacia ella y subió a saltos los escalones, con el resto de los Sombríos pisándole los talones. No se cruzaron con más druchii, y cuando Alith emergió por la puerta de la muralla, ante él se desplegaban las llanuras de Anlec y el ejército de Malekith. Sólo tuvo tiempo para certificar la presencia de las filas interminables de lanceros, caballeros y arqueros, pues un movimiento a su izquierda atrapó su atención. En el tramo de muralla que discurría junto a la torre había desplegados docenas de guerreros, y los más próximos se volvieron hacia él.
Sin pensárselo dos veces, Alith apuntó y disparó una flecha que atravesó el peto dorado del soldado más cercano. Mientras cargaba y disparaba la siguiente, Eothlir y el resto de los Sombríos se abrieron en abanico a su alrededor para sumar saetas a la descarga. En cuestión de segundos, dos docenas de druchii yacían sin vida o agonizantes sobre el suelo de piedra del adarve.
—¡La rueda de la puerta! —dijo Eothlir, señalando la azotea de la torre que se elevaba por encima del parapeto.
—¡Cinco conmigo! ¡Los demás, proteged la puerta! —bramó Alith, corriendo hacia la escalera que conducía a la parte superior de la torre de entrada.
Encajó el arco en la aljaba y desenfundó la espada mientras daba un brinco para cubrir los últimos escalones y alcanzar la azotea de la torre.
Los encargados de los esclavos estaban esperándolo y lo recibieron con el chasquido de los azotes. Una punzada de dolor le recorrió el brazo izquierdo y vio que tenía la manga de la camisa hecha jirones y una herida sangrienta en el antebrazo. Soltó un gruñido, se agachó bajo las tiras serpenteantes de los azotes y se abalanzó sobre un elfo que esgrimía un látigo en una mano y un cuchillo en la otra; pero Alith fue más rápido y hundió la punta de la espada en el pecho desnudo de su oponente.
El joven elfo sintió un dolor abrasador en la espalda cuando otro vil latigazo le rajó la capa y le desgarró la carne. Se tambaleó, pero allí estaba Casadir, que embistió al elfo armado con el azote, le amputó el brazo a la altura del codo y con un tajo de revés lo decapitó.
Los escuálidos esclavos de la rueda se abalanzaron sobre sus torturadores y los aporrearon y sacudieron con las cadenas de los grilletes. Mientras se ponía de pie con la ayuda de Anadriel, Alith echó una ojeada a la otra torre y a lo que acontecía a los pies de la muralla y vio que los Sombríos arrojaban al vacío cuerpos enfundados en armaduras negras. Debajo, en el campo de exterminio que se extendía entre los salientes de la muralla, una falange de lanceros se precipitaba hacia la puerta, con los escudos alzados para protegerse de la lluvia de flechas.
—¡La puerta! —rugió Alith, agarrando al primer esclavo que vio y empujándolo de regreso al cabrestante—. ¡Abre la puerta si quieres ser libre!
Alith se abalanzó sobre la manivela más cercana y tiró con todas sus fuerzas mientras los magullados esclavos regresaban a sus puestos. Le crujió la espalda y reprimió el alarido de dolor que le sobrevino cuando concentró toda su energía en el empeño. Finalmente, las cadenas chirriaron al tensarse y el engranaje giró.
—¡No paréis! —gritó Casadir, justo detrás de Alith—. ¡Está abriéndose!
La rueda fue adquiriendo velocidad y, en cuestión de segundos, giró libremente y la puerta se abrió impulsada por su propio peso. Alith se dejó caer al suelo, maldiciendo. La rueda siguió girando, y Casadir lo sacó a rastras del bosque de pies de los esclavos.
Las puercas golpearon los muros con un estruendo ensordecedor y desde el tumulto de lanceros llegó un bullicio de algazara. Alith se levantó con la ayuda de Casadir y se acercó, renqueante, al borde de la muralla. Miles de guerreros penetraban en tromba en la ciudad. Encaramado a las almenas de la muralla, Eothlir sostenía en alto el estandarte desplegado de la Casa de Anar.
* * *
Casadir vendaba las heridas de Alith con los jirones de su capa cuando estalló un grito de consternación entre los Sombríos que seguían en la torre. Alith bajó la mirada hacia la plaza que se extendía desde la puerta y vio que los druchii encargados de las bestias habían liberado sus fieras para que atacaran al ejército de Malekith. Dos hidras colosales avanzaban hacia los lanceros, arrojando humo y llamas por las fauces.
Mientras el primer monstruo llegaba hasta ellos, los guerreros formaron un escudo defensivo, del que sobresalían las moharras de las lanzas como púas de plata. Acompañadas por el ruidoso traqueteo de las ruedas en los adoquines, las cuadrigas de Cracia, tiradas por leones blancos, cruzaron la puerta y franquearon a los lanceros para arremeter directamente contra la hidra, encabezados por un príncipe que blandía una reluciente hacha de doble hoja.
En el ala derecha de la plaza, los druchii seguían abriendo jaulas de las que emergían al trote bestias sobrenaturales que se deslizaban por el suelo de adoquines. Los monstruos del Caos, capturados en los Annulii y en las Tierras Yermas del otro lado del mar que bañaba el norte de Ulthuan, avanzaban dando tumbos, guiados con aguijadas y azotes por sus amos. Fueron llegando más lanceros a la posición de los naggarothi, blandiendo estandartes azules con los símbolos de Y vresse.
El estallido de las llamaradas y los gruñidos de los leones retumbaron por toda la plaza, y Alith se volvió de nuevo hacia los guerreros naggarothi. La otra hidra estaba a punto de alcanzar a los lanceros; recogió las cabezas y una orden a voz de grito se alzó por encima del bullicio que se había apoderado de la plaza. Todos a una, los lanceros se encogieron y levantaron los escudos sobre la cabeza. Las fauces de la bestia vomitaron unas llamaradas que lamieron los escudos de los naggarothi. Algunos se desplomaron retorciéndose, envueltos por el humo y el fuego, y lanzando chillidos estridentes. Las llamas se desvanecieron y del montón de guerreros chamuscados se elevó una lúgubre nube de humo.
—¡Acabad con los domadores! —espetó entrecortadamente Alith, sacando el arco.
Un aluvión de flechas se precipitó sobre los cuidadores de las hidras resguardados tras las bestias y ni uno solo se salvó de caer atravesado por un puñado de proyectiles. Alith se quedó contemplando la hidra mientras el resto de los Sombríos dirigían sus saetas hacia los druchii que irrumpían desde las jaulas.
La bestia se detuvo repentinamente, liberada de los azotes y las aguijadas de su amo. Tres de sus cabezas se volvieron para examinar los cadáveres inmóviles, y las otras cuatro se irguieron y olisquearon el aroma a basilisco y caltaur que flotaba en el aire. La hidra giró, con las fauces salivando su potentísimo veneno, y descubrió a sus enemigos de las montañas. De sus numerosas gargantas brotó un silbido ensordecedor y echó a correr pesadamente hacia los monstruos.
—¡Alith! —gritó Eoloran desde abajo—. ¡Ven!
Casadir apretó el nudo del improvisado vendaje alrededor del torso del muchacho, y después se desprendió de su capa y se la colocó a Alith alrededor de los hombros. El joven elfo le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y bajó la escalera al trote. Se le había pasado el dolor, pero tenía la espalda entumecida y con las prisas a punto estuvo de trastabillarse un par de veces antes de llegar al pie de la escalera.
Alith encontró en el adarve de la muralla a su padre y a su abuelo conversando con un majestuoso señor elfo, ataviado con una armadura dorada, que se volvió a Alith con una sonrisa en los labios cuando éste emergió de la torre; tenía el cabello y los ojos negros, y era más alto y corpulento que Eoloran y Eothlir.
—Alith, me gustaría que conocieras a alguien muy especial —dijo Eothlir, pasándole un brazo alrededor de los hombros y empujándolo hacia delante—. El príncipe Malekith.
Alith instintivamente hizo una reverencia, sin apartar la mirada del rostro del príncipe. Malekith se inclinó hacia él y lo tomó del brazo para levantarlo.
—No sois vos si no yo quien debe aquí una reverencia —dijo Malekith. Y eso hizo, echándose atrás la capa e hincando fugazmente una rodilla en el suelo—. No será fácil saldar la deuda que he contraído con vos.
—Liberad Nagarythe y consideradla liquidada —replicó Alith.
—¡Alith! —espetó Eoloran, pero Malekith cortó la reprimenda con una carcajada.
—¡Es un Anar, de eso no hay duda! —declaró el príncipe, que se volvió de nuevo a Alith con el gesto serio—. Acepto mi parte del trato. La tiranía de Morathi terminará hoy.
El príncipe desvió la mirada hacia un capitán de los lanceros que subía con brío la escalera de la muralla y le hizo un gesto para que se acercara.
—Os presento al noble Yeasir, comandante de Nagarythe y mi lugarteniente más leal —dijo Malekith.
Yeasir los saludó inclinando la cabeza de una manera un tanto vacilante. Malekith palmeó en la espalda a su segundo al mando.
—¡Buen trabajo! —le felicitó el príncipe—. Sabía que no me defraudarías.
—No entiendo, alteza —dijo Yeasir.
—La ciudad, tonto. —Malekith rompió a reír—. Una vez aquí, sólo es cuestión de tiempo. Y tengo que agradecértelo a ti.
—Gracias, alteza, pero creo que vos merecéis más alabanzas que yo —replicó Yeasir. Se volvió a los miembros de la Casa de Anar—. Y sin estos nobles caballeros, yo todavía estaría al otro lado de las murallas; quizá con una flecha en el estómago.
—Si, bueno, yo ya los he agasajado suficiente con mis agradecimientos —dijo Malekith—. Más nos vale no pasarnos con nuestras alabanzas; quién sabe qué ideas podrían metérseles en la cabeza.
—¿Cómo es que están aquí? —preguntó Yeasir.
—Malekith se puso en contacto con nosotros hace ya unas semanas —respondió Eoloran, y a continuación, le explicó todo el plan diseñado con Malekith y el modo como los Anar se habían infiltrado en la ciudad.
—Bueno, tenéis toda mi gratitud —dijo Yeasir, inclinando todo el cuerpo en una reverencia. Se volvió a Malekith con el ceño fruncido—. Debo admitir que en cierta manera me siento herido porque no me confiarais vuestros planes, alteza.
—¡Ojalá hubiera podido! —respondió Malekith—. Confío en ti más que en el brazo que empuña mi espada, Yeasir, pero temía que esa información influyera en tu comportamiento en el campo de batalla. Quería que las tropas defensoras creyeran que tenían la situación bajo control, y un conocimiento previo de la presencia de los miembros de la Casa de Anar podría haberte animado a no avanzar hasta que se abrieran por completo las puertas. Debíamos perseverar en la carga contra las murallas para que toda la atención se centrara en el exterior de la ciudad y no se volviera hacia el interior.
Malekith se volvió a Eoloran.
—Si me disculpáis, creo que me espera mi madre —dijo el príncipe de Nagarythe, ya despojado de todo buen humor.