5: Envuelto en tinieblas

CINCO

Envuelto en tinieblas

Alith tenía la sensación de que aquel invierno el viento soplaba más gélido de lo habitual. Además de las ráfagas de nieve que llegaban desde las montañas, no sólo el frío, sino también la sensación de reclusión aterían al joven Anar.

El bisoño elfo dirigió la mirada hacia el sur y luego hacia el oeste de Elanardris desde el sendero que discurría montaña arriba. Veía la residencia y los jardines cubiertos por la nieve, y las columnas de humo que ascendían por el cielo, inclinadas hacia el sur por la brisa cortante, desde las tres chimeneas de la mansión. Más allá del edificio, los prados y las colinas aparecían fragmentados por oscuros muros y setos que escindían el manto blanco. Apenas se vislumbraban las paredes encaladas de las granjas ni de las torres de vigilancia, cuya ubicación sólo podía determinarse por las tejas resplandecientes de los tejados y las reveladoras volutas de humo.

Aún más allá, casi en la línea del horizonte, las colinas de Elanardris daban paso a las sinuosas llanuras del centro de Nagarythe, que se extendían bajo un cielo encapotado y envueltas por una oscura niebla tiznada por las hogueras de un campamento inmenso. El ejército de Anlec acechaba como una oscura bestia en las fronteras del reino de los Anar, aguardando el fin de la estación de las nieves. Desde aquella distancia y a través de las ráfagas de nieve venidas del norte, ni siquiera la afilada vista de Alith podía distinguir algo con claridad. El campamento enemigo se desplegaba como una mancha sobre las colinas blanqueadas, trazando de norte a su sur una sucesión de líneas negras.

«Druchii», los había llamado su abuelo: elfos oscuros. Habían dado la espalda a la luz de Aenarion y del señor de los dioses, Asuryan. Eoloran ya no los consideraba naggarothi. Habían traicionado al trono del Fénix y a Malekith, su heredero legítimo.

Ellos pensaban lo mismo de los Anar, pues juzgaban la negativa de Eoloran a reconocer la autoridad de Anlec como un desprecio a la memoria de Aenarion. Alith había averiguado todo eso durante los interrogatorios a los prisioneros capturados en la última batalla, que se había producido cuando los druchii habían intentado internarse en las colinas en lo que había supuesto una ofensiva insensata y desesperada antes de que Enagruir se apoderara de Nagarythe con el rigor invernal. Eoloran y Eothlir habían parado los pies a los druchii —tres ataques habían lanzado desde el regreso de Malekith—, y ahora los elfos oscuros se limitaban a congregar soldados mientras esperaban una mejora de las condiciones climáticas.

El nulo contacto con Ashniel multiplicaba la sensación de soledad que embargaba a Alith. Lejos de agasajarlo con el recibimiento triunfal que había imaginado, Ashniel había sido trasladada por su padre a uno de los castillos que el señor elfo poseía en alta montaña, lejos del enemigo. Alith recibía de vez en cuando una breve epístola de la joven en la que le expresaba su tristeza por verse separados y su deseo de reencontrarse pronto. Él apenas disponía de tiempo para responder aquellas cartas, pues casi todos los días se encontraba haciendo guardia en las montañas, vigilando las huestes de los druchii. Por mucho empeño que pusiera, eran escasos los momentos libres que encontraba para componer poemas o declaraciones de amor, y sabía que las cartas que enviaba a su enamorada estaban escritas en un estilo tosco y torpe.

Estando Alith absorto en esos pensamientos taciturnos, un halcón leonado, con el plumaje claro para camuflarse en la nieve, salió chillando de las nubes y trazó unos círculos encima de Alith y de la partida de exploradores que lo rodeaba antes de posarse en la muñeca del joven elfo. Alith escuchó con atención los gañidos del ave, asintiendo repetidamente con la cabeza para dar a entender que comprendía el mensaje que Anadriel enviaba a través del halcón.

Demostró su agradecimiento al halcón leonado acariciándole la cabeza y levantó el brazo para que volara de regreso a su nido, hasta que le pidiera que regresara.

—Han descubierto un jinete en los Montes Eithrin —informó Alith a los veinte elfos que formaban su cuadrilla. Todos iban con atavíos blancos adornados con oscuras pieles de oso y encantados con las más poderosas bendiciones que los devotos de Kurnous conocían para lograr la invisibilidad y pasar desapercibidos. Incluso estando a su lado, Alith tenía dificultades para discernir dónde acababa el elfo y empezaba la nieve.

—Anadriel se dirige allí desde el suroeste; nosotros interceptaremos a ese espía por el nordeste. ¡Vamos! ¡Deprisa! ¡No vaya a ser que Anadriel nos robe el momento de gloria!

Los exploradores habían interceptado guerreros druchii tratando de recopilar información sobre los ejércitos y las defensas de los Anar en muchas ocasiones. Hasta donde Alith sabía, ninguno había conseguido zafarse de las patrullas e informar a sus oficiales. Pero ese individuo era diferente. Obviamente nadie podía atravesar los Montes Eithrin sin ser descubierto, sobre todo a caballo, por eso los druchii habían concentrado sus fuerzas al oeste y al norte. Su instinto le decía a Alith que aquel visitante que se presentaba sin invitación no era un espía, y se preguntó si por fin habrían pillado por sorpresa a Elthyrior.

Sin embargo, realmente no había una razón de peso para sospechar que el desconocido fuera el heraldo negro. Alith no había vuelto a saber nada de Elthyrior después de separarse la víspera de la batalla contra los adoradores de Khaine, y había supuesto que había llegado sano y salvo a Ealith y había persuadido a Malekith para que enviara a Aneltain hacia el sur. Elthyrior podría estar muerto, o Morathi podría haberlo capturado, o podría estar escondido en cualesquiera que fueran las guaridas que emplearan esos heraldos negros para evitar un encuentro con el enemigo.

Los exploradores marcharon como espectros invernales por la alfombra blanca tendida sobre las rocas en dirección a los Montes Eithrin. Se deslizaron entre los árboles pelados, corriendo ágilmente por la nieve y pisando con tiento las placas de hielo que resplandecían al sol. A medida que avanzaban por la ladera, la sombra del Añil Narthain los engullía y el aire se volvía más cortante. Alith corría calentándose las manos con el aliento para evitar que se le entumecieran y le impidieran utilizar el arco en el caso de que el visitante se revelara como una amenaza. En su carrera hada el sur, los fantasmagóricos arqueros mantenían la mirada al frente, atentos a cualquier señal del intruso, mientras bajo sus pies crujía la nieve.

Casi era mediodía cuando Alith coronó un risco bañado por el sol invernal y avistó al visitante. No se trataba de Elthyrior. Aunque los separaba una distancia considerable, Alith advirtió que el intruso era de menor estatura que el heraldo negro. Llevaba una capa gris bajo la cual se vislumbraban las launas doradas de una armadura y una toga blanca. Guiaba su montura entre los ventisqueros que se habían acumulado en los flancos de los Montes Eithrin y que el caballo recorría con paso firme. Alith hizo unos gestos al resto de la partida para que se desplegaran por el este y rodearan al jinete con el fin de abordarlo desde varias direcciones.

Alith perdió de vista su presa, pues la fragosa ladera descendía abruptamente y luego volvía a ascender, pero trepó por la pared casi vertical del peñasco y volvió a tener al intruso a la vista, a unos trescientos pasos. El jinete se había detenido y lanzaba rápidas miradas a su alrededor, de modo que Alith temió que hubiera descubierto a alguno de los exploradores.

Un gañido en el cielo delató la presencia del halcón leonado de Anadriel, e inmediatamente aparecieron seis figuras, invisibles hasta entonces, y formaron un semicírculo a unos centenares de pasos del extraño. Iban uniformadas al estilo de los guerreros de Alith y con flechas ancladas a las cuerdas de los arcos. Alith se puso de pie y se lanzó por la nieve armando su arco con una saeta.

El intruso había alzado los brazos y se había echado la capa por detrás de los hombros, para dejar al descubierto una cintura de la que no colgaba funda de espada alguna, únicamente el largo cuchillo que cualquier viajero en su sano juicio llevaría si se internara en los bosques. Había entablado conversación con Anadriel, y Alith captó el final de su réplica.

—… necesito hablar con Eoloran o Eothlir.

Anadriel vio que Alith se acercaba con sus exploradores desde el lado opuesto y le hizo un breve saludo con la mano. El extraño se volvió lentamente para mirar a Alith. La expresión de su rostro era de tranquilidad, incluso de confianza. Se quitó la capucha con una parsimonia premeditada y dejó al descubierto una cabellera de un rojo pajizo recogida con hilo de oro. Sin duda, no era natural de Nagarythe.

—¿Quién sois? —vociferó Alith, deteniéndose a unos cincuenta pasos del elfo y apuntándole al pecho con el arco.

—Soy Calabrian de Tor Andris —respondió el visitante—. Traigo un mensaje para el señor de los Anar.

—Ya conocemos la naturaleza de los mensajeros enviados por Morathi —replicó Alith, que enderezó el arco cargado con la flecha—. Y ya conocéis la naturaleza de nuestra respuesta.

—No vengo de Anlec, sino de Tor Anroc —dijo sosegadamente Calabrian—. Porto misivas del príncipe Malekith.

—¡Probadlo! —exigió Alith.

—Si permitís que me acerque, os lo demostraré.

Alith relajó el brazo y bajó el arco. Soltó la flecha e hizo un gesto a Calabrian para que se aproximara a él. El mensajero dejó caer los brazos y, acercándose a la montura, sacó un objeto de las alforjas y lo tendió hacia Alith. Era el estuche de un pergamino. Calabrian avanzó con paso firme hacia el joven elfo, mirando de reojo al resto de los exploradores y sujetando el estuche bien visible delante de él. Alith le ordenó que se detuviera cuando los separaban una corta distancia y se acercó a él con el brazo extendido. Calabrian depositó el estuche en su mano y retrocedió unos pasos, con la mirada fija en el rostro de Alith.

No había duda de que el sello de la funda era el del príncipe Malekith, y permanecía intacto. Por la ligereza del tubo, Alith descartó la sospecha de que escondiera un arma, aun así, para no correr riesgos, se lo guardó en el cinturón y no lo devolvió.

—La misiva es exclusivamente para Eoloran de Anar —dijo Calabrian, adelantándose hacia Alith, quien reaccionó instantáneamente y tensó el arco con la flecha apuntando al corazón del mensajero. Calabrian se detuvo—. Llevo más pruebas, pero sólo Eoloran las entenderá.

—Soy Alith de Anar, nieto del señor que buscáis —espetó al pelirrojo elfo—. Os llevaré a nuestra residencia. Allí encontraréis a Eoloran de Anar. Os advierto que si vuestras pruebas se demuestran falsas, no recibiréis un trato agradable. Si lo deseáis, podemos conduciros directamente a las fronteras de Elanardris para que regreséis ileso junto a vuestro señor.

—Mi misión es de una importancia capital, el príncipe fue muy claro conmigo en ese aspecto —repuso Calabrian—, de modo que me entrego a vuestra prudencia y misericordia.

Alith contempló largamente a Calabrian, tratando de descubrir algún indicio de impostura, pero no halló nada. Echó un vistazo más allá del visitante y vio a Anadriel examinando el caballo y la silla de montar del visitante.

—No encontrará nada fuera de lo normal —señaló Calabrian sin volverse—. Algunos enseres personales y lo típico cuando se viaja en lo más crudo del invierno. Eso es todo.

Alith no le replicó y se limitó a aguardar a que Anadriel finalizara el registro.

—¡Todo correcto! —gritó finalmente la elfa—. ¡No hay armas de ningún tipo!

—Corren tiempos difíciles para viajar desarmado por Nagarythe —observó Alith, en un nuevo arrebato de desconfianza—. ¿Cómo habéis conseguido atravesar indemne las huestes de Anlec acampadas al otro lado de nuestras fronteras?

—No vengo directamente del sur. He cruzado las montañas desde Ellyrion —explicó Calabrian.

—Una viaje peligroso —repuso Alith, todavía incrédulo.

—Sin embargo, no tuve otra opción —dijo Calabrian—. Si bien desconozco los detalles del mensaje del príncipe Malekith, me dejó muy clara su importancia y su urgencia. Cuando el príncipe Eoloran me entregue una respuesta, debo regresar por la misma ruta.

El gesto serio de Calabrian convenció a Alith.

—Está bien —dijo el joven elfo, bajando el arco y devolviendo la flecha a la aljaba—. Bienvenido a Elanardris, Calabrian de Tor Andris.

* * *

A Alith no le sorprendió que Calabrian insistiera en que únicamente Eoloran, Eothlir y él estuvieran presentes cuando se abriera la misiva enviada por el príncipe Malekith. El mensajero solicitó que se le llevara a la residencia en secreto y dejó claro que sólo confiaba en los Anar, dado su temor a la presencia de agentes de Morathi en Elanardris. Por tanto, Alith lo dejó al cuidado de Anadriel en las colinas que se extendían al norte de la mansión mientras él consultaba con su padre y su abuelo.

Aquella misma noche, envueltos por la media luz de un cielo encapotado, Alith condujo a Calabrian hasta la caseta de verano que se levantaba en el sector oriental del jardín y le hizo un gesto para que lo siguiera al interior iluminado por una solitaria lámpara. Sobre la mesa baja que ocupaba el centro de la única estancia de la casa había una jarrita humeante con té especiado rodeada de tazas estriadas. El aroma era penetrante. Alith cruzó rápidamente la sala, se sirvió un poco del líquido vaporoso y se calentó las manos alrededor de la delicada pieza de vajilla.

Eoloran estaba de pie junto a la ventana y observaba las tierras que se extendían al sur. Tenía el cuerpo cubierto por una toga azul marino ribeteada de piel, y unos guantes de piel de becerro le ocultaban las manos. El vaho que manaba de su boca se propagaba por el aire frío. Eothlir, por su parte, estaba sentado en uno de los bancos pegados a las paredes encaladas, con el tubo del pergamino entre las manos.

—Asegurasteis que portabais más pruebas de la veracidad de vuestras afirmaciones —dijo Eoloran, sin apartar la mirada de la oscuridad que se desplegaba al otro lado de la ventana—. Mostrádmelas.

Calabrian miró fugazmente a Alith, que le sirvió una taza de té. Tomó un pequeño sorbo y se volvió a Eoloran.

—Malekith me dio instrucciones de que le dijera: «El brillo de la llama es más intenso en la noche». —Calabrian declamó la frase con solemnidad.

Eoloran se dio la vuelta y clavó una mirada inquisitiva en Calabrian.

—¿Qué significa? —preguntó Eothlir, sorprendido por la reacción de su padre.

—El primero en pronunciar esas palabras fue Aenarion —respondió Eoloran en un tono pausado y distante—. Ocurrió antes de que se fundara Anlec, justo después de que los demonios arrasaran Averlorn y mataran a la Reina Eterna. Lo recuerdo perfectamente. Aenarion había jurado venganza por la muerte de su esposa y el asesinato de sus hijos, y sumido en la pena más profunda, había decidido empuñar la hoja maldita. Discutí con él. Le advertí que… esa arma no había sido forjada para ser blandida por mortales. Sabía que la ira de la espada lo consumiría y así se lo dije. Esas palabras fueron su respuesta. Aquella misma noche se alejó a lomos de Indraugnir y voló hasta la Isla Marchita. Cuando regresó, el Aenarion que yo conocía ya no existía, y lo que siguió fue un incesante derramamiento de sangre. ¿Cómo ha llegado esa frase a vuestro conocimiento?

—Eso tendréis que preguntárselo al príncipe Malekith —respondió Calabrian, dejando su taza vacía sobre la mesa—. Me pidió que la memorizara, pero no me dio ninguna explicación. Entiendo que ahora me creéis, ¿no es así?

Eoloran asintió y le hizo un gesto a Eothlir para que le diera el cilindro con el pergamino.

—Sólo Aenarion y yo estábamos presentes cuando pronunció esas palabras, pero no sería de extrañar que las hubiera vuelto a utilizar en presencia de su hijo —apostilló Eoloran.

El anciano elfo tomó el tubo y examinó el sello; comprobó con satisfacción que continuaba intacto y rasgó la anilla de cera negra con el pulgar. Abrió uno de los extremos del tubo y extrajo una hoja de pergamino. Dejó con cuidado el estuche en la mesa y desplegó el contenido.

—Es una carta —dijo Eoloran.

Paseó un instante la mirada por la elegante caligrafía antes de empezar a leer en voz alta, con la voz quebrada por la emoción:

Para los ojos de Eoloran Anar, amado por Aenarion, verdadero protector de Nagarythe.

En primer lugar debo expresaros mi agradecimiento, si bien las palabras nunca harán justicia a la deuda que he contraído con vos por vuestro apoyo. Sé que marchasteis hacia Ealith en mi auxilio y, aunque en última instancia mi esfuerzo no obtuvo recompensa, logré huir, y eso se debe en gran parte a la presencia de vuestro ejército. Soy consciente de los riesgos que asumisteis al declarar abiertamente vuestro apoyo, y os aseguro que seréis honrado y recibiréis las prebendas que merecéis cuando recupere el poder de Nagarythe. Fuisteis un sincero amigo de mi padre, y ahora espero que seáis mi aliado.

Eoloran hizo una pausa y se aclaró la garganta. Una lágrima asomó a sus ojos. Tragó saliva e intentó ahuyentar los recuerdos de su mente pasándose una mano por la frente. Una vez recuperada la compostura, continuó con voz clara.

Muy a mi pesar debo rogaros un nuevo favor. Lo que os pido es extremadamente peligroso y no os culparé si no accedéis a mi demanda. Por favor, enviad vuestra respuesta con mi mensajero, Calabrian, a quien podéis confiar el más profundo de los secretos. No obstante, debo pediros que únicamente compartáis mi petición con el número imprescindible de los vuestros para evitar que llegue a oídos de Morathi, ya fuere por medios convencionales u otros de naturaleza siniestra. Marcharé sobre Anlec con los primeros deshielos de la primavera. En estos momentos, mi ejército está congregándose en Ellyrion, lejos de las miradas entrometidas de mi madre y sus espías, mientras que otras fuerzas leales al Rey Fénix han vuelto su interés hacia el sur. Confío en que alcanzaré Anlec, pero las defensas de la ciudad son poco menos que inabordables.

Os pido que elijáis a los guerreros que gocen de vuestra entera confianza, os infiltréis en Anlec y aguardéis mi ataque. No puedo precisaros el momento de mi ofensiva, por tanto tendríais que partir hacia la fortaleza en cuanto destelle el primer rayo de sol primaveral. No hay ejército que puede derribar las puertas de Anlec, de modo que cuando las abráis para mí, yo estaré preparado con mis huestes de guerreros, muchos de los cuales no han sido vistos en las costas de Ulthuan en toda una generación. Espero con ansiedad vuestra rauda respuesta y que los dioses os bendigan.

Vuestro siempre leal aliado y agradecido príncipe.

—A continuación se pueden ver la runa de Malekith y su sello —concluyó Eoloran.

—No es poco lo que pide —observó Eothlir mientras Eoloran le pasaba el pergamino.

—¿Vamos a ayudarle? —preguntó Alith.

—Sí, por supuesto —contestó Eoloran, sorprendiendo al joven con la celeridad de su respuesta. No era habitual que Eoloran tomara una decisión sobre una cuestión de aquella magnitud sin una profunda reflexión—. Accedería a las demandas del príncipe aunque me hubiera pedido que nos arrojáramos contra las murallas de Anlec. Por el bien de Nagarythe y de todo Ulthuan no se puede permitir que Morathi continúe en el poder. El príncipe debe recuperarlo si queremos que la paz regrese a nuestras tierras.

Eoloran permaneció pensativo unos instantes, acariciándose la barbilla. Miró a Calabrian, que había escuchado dócilmente el contenido de la carta que había transportado en su peligroso viaje.

—¿Hasta dónde llega vuestro conocimiento de las intenciones de Malekith? —inquirió Eoloran.

—No más allá de lo que sabéis vos —respondió el mensajero—. Cuando me separé de Malekith en Tor Anroc, desconocía tanto sus planes de trasladar el ejército a Ellyrion como de asaltar Anlec.

—Entonces, redactaré mi respuesta para vuestro señor y mis elfos os escoltarán por las montañas hasta Ellyrion —aseveró Eoloran—. Estoy seguro de que acompañado por guías de los Anar vuestro viaje de vuelta será menos azaroso que el que os ha traído hasta aquí.

—¿A quién vamos a enviar con él? —preguntó Eothlir—. Y quizá más importante aun, ¿a quién llevaremos con nosotros a Anlec? ¿Y cómo conseguiremos introducirnos en la fortaleza sin ser descubiertos?

—Anadriel y los demás exploradores que encontraron a Calabrian ya están al tanto de su presencia aquí —dijo Alith—. Todos ellos son de absoluta confianza, leales a la Casa de Anar. Anadriel conoce las montañas tan bien como yo; puede ser que incluso mejor. No se me ocurre un guía más cualificado ni un guerrero más diestro.

—Te llevarás a Calabrian, Alith, y luego volverás a la mansión para proteger nuestras tierras hasta nuestro regreso —dijo Eothlir—. Sería una imprudencia arriesgar la vida de todos los señores de la Casa de Anar en el cumplimiento de esta misión, y abandonar Elanardris acarrearía consecuencias negativas.

—¡No! —espetó Eoloran, adelantándose a las protestas de Alith—. Alith ha demostrado su valía en el campo de batalla y no hay una vista más aguda en todo Elanardris. Si queremos que tenga un futuro como señor de los Anar, tendrá que luchar con nosotros. Muchos otros pueden asumir la defensa de Elanardris en nuestra ausencia. Además, si Malekith marcha sobre Anlec, me atrevería a decir que las prioridades de nuestro enemigo cambiarán rápidamente.

Alith estaba profundamente agradecido por la decisión de su abuelo, aunque permaneció callado, no fuera a ser que un arranque de alegría le hiciera cambiar de idea.

—De momento —dijo Eoloran, mirando a Alith—, que vaya corriendo a la mansión y me traiga un pergamino, tinta y una pluma.

—¡Claro! —exclamó Alith, dedicándole una reverencia de agradecimiento.

Cuando salió de la caseta, oyó la voz reposada aunque irritada de su padre; sin embargo, no alcanzó a descifrar lo que decía, pues ya descendía por el sendero que conducía a la residencia.

* * *

El invierno se alargó como las nubes instaladas permanentemente en las cumbres de las montañas. A veces la nieve llegaba en forma de ventisca y otras en ráfagas más benévolas. Anadriel acompañó a Calabrian a través de las montañas hasta donde Nagarythe lindaba con Cracia y Ellyrion, y una vez allí le indicó la ruta hacia el sur que lo reuniría con Malekith.

Los exploradores de los Anar vigilaban los campamentos enemigos valiéndose de sendas y miradores secretos, y tomaban nota de su número y ubicación. Toda esa información se entregaba a Eoloran, que registraba la disposición del adversario sobre un mapa. En convenio con Alith y Anadriel, el señor de los Anar decidió la ruta que seguiría la reducida partida de guerreros para eludir el enemigo y abandonar furtivamente Elanardris. Pasadas unas semanas, Calabrian se había aventurado una vez más por la peligrosa ruta que atravesaba las montañas para informar a los Anar de que Malekith estaba preparado para lanzar la ofensiva, y había regresado junto al vástago de Aenarion con las promesas renovadas de Eoloran. Luego, el invierno se encrudeció, las neviscas se apoderaron de las cumbres y ya no hubo más noticias del príncipe.

Eothlir eligió treinta guerreros, todos ellos de una confianza absoluta y una destreza extrema. Habían servido con los Anar durante siglos y algunos eran primos lejanos de Alith. Entre ellos se encontraban Anadriel, Anraneir, Casadir y Khillrallion. Eothlir empezó a referirse a aquellos guerreros como los Sombríos, pues el éxito de su empresa dependía más de su discreción que de su fuerza.

Los Sombríos se reunían con cierta frecuencia para decidir la ruta que seguirían desde Elanardris hasta Anlec. Khillrallion salió a comprobar los caminos que partían de Elanardris, y cuando regresó días después, aseguró que no se había topado con nadie en ningún momento. Mientras los Sombríos se afanaban en los preparativos para la marcha, Eoloran se dedicó a otro tipo de subterfugio y promulgó entre sus aliados una falacia que justificara su próxima ausencia.

El señor de los Anar se valió de Caenthras para propalar que había estado manteniendo contactos con el príncipe Durinne de Galthyr, un puerto en la costa occidental de Nagarythe. Eoloran difundió que ambos estaban ultimando los detalles para un encuentro en primavera que sellaría su alianza y su apoyo mutuo. Caenthras recibió aquella noticia con entusiasmo, y no dejaba de repetir cómo ansiaba el regreso de Malekith. Eoloran guardaba silencio cuando surgía el tema, temeroso de la reacción de Caenthras cuando conociera la verdad. El veterano guerrero desbordaba energía tras la batalla contra los adoradores de Khaine y, sin duda, le crispaba el encierro impuesto por el asedio de las fuerzas de Anlec. Por mucho que le doliera mentir a su amigo, Eoloran temía que si le contaba la verdad, Caenthras emprendería la marcha para reunirse con Malekith y dejaría Elanardris desprotegida.

Todos los días nada más despertarse, Alith miraba el cielo con la esperanza de ver el primer sol primaveral. En Nagarythe los inviernos eran fríos y duros, pero en cuanto el viento del norte cedía su lugar al viento del oeste y las nubes se disipaban, la primavera y después el verano llegaban rápidamente. La señal que marcaba el ataque de Malekith estaba más cerca cada día que pasaba.

* * *

Alith yacía acurrucado sobre un lecho de hojas en el fondo de una gruta, uno de los puestos de vigilancia desde donde se dominaba el campamento de los druchii. Un ruido leve lo despertó de repente e instintivamente estiró la mano hacia la espada desenvainada que tenía junto al cuerpo. En el pálido círculo de luz de la entrada de la cueva había una silueta recortada. Una antorcha, de las que no producen humo al arder, se prendió y reveló el rostro de Anraneir, que exhibía una sonrisa de oreja a oreja.

—Vamos, dormilón, venid a ver esto —dijo el recién llegado, echándose a un lado para dejar libre la entrada de la cueva.

Alith se levantó de un salto y fue a trancos hacia Anraneir, intrigado por la causa de la felicidad de su amigo. La brisa, de una calidez apenas perceptible, soplaba del oeste. Alith miró al este y vio los primeros rayos rojizos del sol despuntando en la cumbre del Anulir Erain, la Madre Blanca, la más alta de las montañas al sur de la residencia de los Anar.

—¡El primer sol primaveral! —exclamó Alith, riendo.

Anraneir abrazó a Alith en un arrebato de alegría y el joven Anar compartió su entusiasmo. El sol anunciaba el inicio de un período de grandes peligros para ambos, pero la perspectiva de entrar en acción después del crudo invierno era un motivo justificado de alborozo.

—Deberíamos regresar hoy mismo a la mansión —observó Anraneir—. Sin duda, vuestro abuelo querrá partir esta noche.

—Será mejor esperar a que Mithastir llegue para reemplazarme —repuso Alith—. Alguien tiene que vigilar las tropas enemigas. Deberíais iros ya, pues podrían preguntar qué hacéis aquí y por qué habéis abandonado vuestro puesto.

—Claro —dijo Anraneir, abatido por el sentido práctico de Alith. Le hizo un gesto de despedida con la mano, masculló unas palabras que apagaron la antorcha y se alejó confundido con la penumbra.

Alith se sentó con las piernas cruzadas en la cornisa que sobresalía en el exterior de la gruta y contempló los puntitos de luz de las hogueras repartidas por los lejanos campamentos enemigos extendidos a sus pies. Mientras esperaba a Mithastir musitó una oración dedicada a Kurnous para agradecer al dios de la caza la llegada de la primavera, que Alith recibía como un augurio favorable de su patrón.

* * *

De uno en uno o en pareja, los Sombríos fueron llegando al bosquecillo conocido como Athelin Emain, muy próximo a la frontera meridional de Elanardris. Alith fue de los primeros en aparecer en el punto de encuentro y esperó al resto oculto en la penumbra. Ya resplandecían las lunas tras las nubes vaporosas cuando aparecieron Eoloran y Eothlir, ataviados con capas oscuras como todos los demás. Era la primera vez que Alith veía a su padre y a su abuelo vestidos de esa guisa, con un aspecto completamente distinto al que conferían las acostumbradas togas y armaduras bruñidas propias de un estadista. El señor de los Anar reunió a sus guerreros bajo la copa de un inmenso árbol. La tenue luz de las lunas se colaba entre las ramas desnudas y proyectaba sombras moteadas en el suelo.

—Tenemos que atravesar las líneas de los druchii antes del alba —dijo Eoloran, paseando la mirada por la treintena de Sombríos—. Todos sabemos los riesgos que acarrea esta misión y el peligro que correremos si nos descubren. Os ofrezco una última oportunidad para regresar a vuestros hogares. En cuanto pongamos el pie en el otro lado de este bosque, el compromiso con este viaje hasta que lleguemos a Anlec y con cualquiera que sea el destino que Morai-Heg nos tenga reservado será inquebrantable. Quizá algunos nunca regresemos, puede ser que ninguno salga vivo de esta lucha e incluso que estemos embarcándonos en una labor descabellada.

Todos guardaron silencio. Alith se moría de ganas por ponerse en marcha de una vez y dejar atrás la espera y las planificaciones.

—Bien —aseveró Eoloran, con una enorme sonrisa—. Todos somos uno. Alabados sean los que marchan conmigo hoy y generosa la gratitud de la Casa de Anar y del príncipe Malekith.

Dicho eso, Eoloran enfiló hacia el sur y los Sombríos emprendieron su arriesgada aventura.

* * *

Los Sombríos no tardaron en toparse con la primera dificultad. Como jefe de los exploradores, Casadir se había adelantado al grupo principal y regresó justo cuando Eoloran y la partida se disponían a abandonar el cobijo del Athelin Emain. Habían planeado dirigirse directamente hacia el oeste y luego girar al norte, pero Casadir traía noticias alarmantes.

—Los druchii han movido las fronteras meridionales de su campamento —informó, mientras la cuadrilla se apiñaba, sorprendida por su retorno inesperado—. Los sectarios se han trasladado al sur de la carretera.

—¿Podemos rodearlos? —preguntó Anadriel.

—Por supuesto —respondió Casadir—. Aunque si queremos mantenernos ocultos, deberemos atravesar las ciénagas del Enniun Moreir. Quién sabe las jornadas de viaje adicionales que eso supondrá.

—O llegamos tarde a Anlec o nos arriesgamos a que nos descubran. No es sencillo el dilema —señaló Eothlir, que miró a su padre—. Yo voto por que tomemos la opción más rápida y directa: que nos vean depende de nosotros, mientras que la demora escapa a nuestro control.

—Coincido contigo —afirmó Eoloran—. De poco serviría que llegáramos tarde a nuestro destino; nos encontraríamos en el exterior de las murallas con Malekith y sin opciones de entrar.

—Quizá podamos sacar algo positivo de este cambio —dijo Alith. Se volvió a Casadir—. ¿Cuántos sectarios calculáis en el campamento? ¿Qué distancia lo separa de los demás?

—Doscientos; puede ser que menos —respondió Casadir—. Han montado el campamento al abrigo de las colinas, en la ribera del Erandath, a cierta distancia del puente de Anul Tiran.

—¿En qué piensas? —inquirió Eothlir.

Alith llevaba unos segundos en silencio.

—Tengo una idea que solucionará ambos problemas —respondió Alith—. Sugiero que matemos a los sectarios del campamento y nos disfracemos con su ropa, así podremos movernos con total libertad por las carreteras y no tendremos que preocuparnos de evitarlos. De ese modo, ganaremos muchos días de viaje.

—¿Y si se da la voz de alarma? —preguntó Eoloran—. Lo que sugieres podría desencadenar una batalla de la que nunca saldríamos victoriosos, y eso supondría el final de nuestro viaje antes siquiera de iniciarlo.

—Pillaremos a los sectarios desprevenidos y utilizaremos el sigilo como arma —contestó Alith, asintiendo con la cabeza como si ya tuviera todo el plan elaborado en su cabeza—. Según pudimos observar en el caso de los adoradores de Khaine, no poseen ninguna disciplina militar. No esperan ningún ataque, y es más que probable que los encontremos acostados en sus tiendas, despreocupados y bajo los efectos de los estupefacientes.

—Apenas he visto movimiento —añadió Casadir—. Sería muy fácil caer sobre ellos sin ser descubiertos si finalmente decidimos atacar.

—¿Matarlos mientras duermen? —dijo Eothlir—. Lo que sugerís es repugnante. ¡No somos asesinos, somos guerreros!

—¿Y qué me decís de aquellos que perecieron bajo sus aceros? ¿Y de todos los que serán sacrificados en el futuro si Malekith fracasa? —gruñó Alith—. La justicia lleva mucho tiempo ausente de Nagarythe. Está muy bien eso de marchar llenos de gloria con los estandartes ondeando al viento y al ritmo estridente de los cuernos, pero en esta guerra hay batallas que deben librarse de manera furtiva. ¿Por qué si no somos los Sombríos?

La expresión de Eothlir revelaba su desazón, pero no respondió y se volvió a su padre. Eoloran meneó con lentitud la cabeza, afligido por la decisión que debía tomar.

—Vos no visteis lo que presenciamos nosotros en el campamento de los adoradores de Khaine —agregó Alith—. Puede ser que consideréis que estoy proponiendo matarlos a sangre fría, pero al menos tenemos la dignidad de dar una muerte limpia e indolora a nuestras víctimas. ¡No los arrojaremos gritando a las hogueras ni profanaremos ni abusaremos de sus cuerpos! ¿Acaso el cazador se lamenta de todas las vidas que arrebata o es consciente de que el mundo se rige por la ley de que unos han de morir para que otros puedan sobrevivir? No puede compadecerse del venado o del oso, no más de lo que puede compadecerse de aquellos que han elegido cazar a nuestros hermanos.

—Tu argumento es poderoso, Alith —respondió Eoloran—. Viajar ataviados como el enemigo supondrá una gran ventaja, sobre todo cuando lleguemos a Anlec. Si bien hemos dedicado largo tiempo a planear el viaje a la ciudad, eso nos proporcionaría el medio de introducirnos en la fortaleza con disimulo. Hay que aceptar que todas las sombras tienen la cualidad de la oscuridad y hemos de sacar fuerzas de la promesa de que las acciones que nos disponemos a acometer tienen como fin evitar a otros padecer un sacrificio semejante.

Una vez tomada la decisión del asalto, los Sombríos se repartieron en grupos de tres y se desplegaron alrededor de las instalaciones enemigas. Ya era pasada la medianoche cuando estuvieron en sus posiciones. La calma en el campamento era total, y no había ni rastro de las celebraciones orgiásticas que Alith había presenciado la ocasión anterior, en el campamento de los adoradores de Khaine. Sin embargo, los braseros de huesos emanaban nubes de vapores narcóticos, por lo tanto era probable que los sectarios estuvieran sumidos en el sopor provocado por las drogas.

Alith se deslizó hacia la tienda más próxima, un pabellón púrpura, y gateó daga en mano hasta la entrada. En el interior la actividad era nula y únicamente se advertía la respiración pausada de sus ocupantes. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie lo veía, levantó la puerta y se coló dentro.

Siete elfos desnudos yacían entrelazados sobre una alfombra enorme confeccionada con varias piezas de piel cosidas entre sí. En un rincón había prendida una lámpara con un tubo de vidrio rojo que teñía de bermellón la tienda. Dos de los ocupantes eran elfos y el resto elfas, y en la piel desnuda exhibían runas pintadas con tinte azul. Entre los trazos, unos sinuosos y otros angulosos, Alith reconoció la runa de Atharti, la diosa del placer.

Los cuerpos permanecieron inmóviles mientras Alith se deslizaba hasta el más cercano. Apreció el olor a loto negro, un poderoso narcótico que provocaba sueños increíblemente reales a quien inhalaba el humo que emanaba de la quema de sus pétalos. Se embozó con el pañuelo y se inclinó sobre el cuello de la dama dormida, con la daga alzada. La hoja resplandeció con la luz carmesí, y Alith se quedó paralizado.

Matar en el fervor de la batalla era una cosa, pero asesinar a sangre fría a una víctima indefensa era algo muy distinto de todo lo que hubiera hecho antes. Empezó a temblarle la mano al pensar en ello y sintió un pavor repentino. Pero entonces le asaltó el recuerdo de la ceremonia en honor a Khaine, y el odio por todo lo que había presenciado aplastó cualquier conflicto interior.

Recorrió suavemente con el cuchillo el cuello de la dama elfa, casi con ternura, y le rebanó la arteria. La sangre brotó a borbotones de la herida, empapó la alfombra de piel y formó un charco bajo las botas negras del muchacho. Alith venció la repulsión que lo invadió y pasó al siguiente, y luego al siguiente. Enseguida completó su misión y abandonó la tienda sin echar un último vistazo a sus víctimas, con la daga goteando sangre aferrada en la mano.

* * *

—¿Quién os ha dado permiso para viajar por la carretera? —inquirió el capitán de las fuerzas de Anlec, con la espada medio desenvainada. Había varias docenas de guerreros a su espalda, armados con lanzas con las mohatras sembradas de pinchos, tapados desde el cuello hasta las rodillas por unas largas cotas de malla negras y con los rostros cubiertos por unos pesados almófares que les cubrían la nariz y la boca.

No era la primera patrulla con la que se topaban los Sombríos en la carretera de Anlec, y cada uno de esos encuentros había supuesto una fuente de tensión para Alith y sus compañeros. Ataviados con las vestimentas de los adoradores de Atharti y Khaine, la partida de los Anar llevaba las armas en unos fardos ocultos entre el resto del equipaje, así que de ser atacados se encontrarían indefensos.

Llevaban todo el viaje con los nervios a flor de piel, pues la farsa de los disfraces se había revelado un escudo en exceso tenue contra las pesquisas. Habían marchado siguiendo la carretera principal de la capital durante siete días, evitando en la medida de lo posible a otros viajeros, pues si bien tenían todo el aspecto de sectarios, su desconocimiento de los rituales y los modos de los cultos era absoluto, de modo que se veían obligados a eludir cualquier contacto con otros elfos. Eso había forzado en varias ocasiones a los Sombríos a internarse en los bosques con la caída de la noche para esquivar los ofrecimientos de compartir campamento.

También el número de soldados en la carretera había constituido un problema. Había quedado claro que el plan de Malekith de desviar la atención al sur había resultado, pues los Sombríos se habían cruzado con millares de guerreros que marchaban hacia la frontera con Tiranoc. La mayor parte de esas compañías andaban demasiado preocupadas con su propio destino como para reparar en un grupo de sectarios; sin embargo, en algunas ocasiones, y aquélla era una de ellas, algún oficial aburrido se había animado a interrogarlos.

—No sabía que las carreteras estuvieran vetadas a quienes viajan para rendir tributo a la reina Morathi —repuso Eoloran, excusándose con una reverencia.

Alith podía imaginarse el odio que debía sentir por sí mismo su abuelo por tener que pronunciar aquellas palabras; no obstante, el orgullo era la menor de las víctimas de su subterfugio.

—Hay una guerra en marcha, deberías saberlo —gruñó el capitán—. Las carreteras tienen que permanecer despejadas para los ejércitos de la reina.

—No seremos ningún obstáculo, mi noble amigo —dijo Eoloran, sin alzar la vista del suelo—. De hecho, nos dirigimos a los templos de Anlec para rogar a los dioses que den su bendición a los avezados soldados de Morathi. Nosotros no somos guerreros; estamos en deuda con los aguerridos soldados de Nagarythe, que nos protegen del acoso de Bel Shanaar.

Eoloran había dado muchas vueltas a aquella réplica y la tenía bien ensayada. Al parecer, estaba surtiendo efecto con el capitán.

—En la ciudad no hay sitio para vagabundos —espetó el oficial—. Os advierto que hay una leva para reclutar guerreros entre la población de Anlec. Yo no veo nada que valga la pena en vuestro variopinto grupo, pero el edicto de la reina decreta que todo el mundo debe estar preparado para defender el reino.

—Tenéis razón, poco sabemos nosotros de guerras y armas —replicó Eoloran—. Sin embargo, si el enemigo se decide a atacar, no habrá nadie que luche con más empeño que yo en la defensa de Nagarythe y de sus espléndidas tradiciones.

Alith no tuvo más remedio que volverse y toser para disimular la risita que le provocó el doble sentido de las palabras de su abuelo. Sin duda, los Anar lucharían con todo su empeño para restaurar a Malekith, legítimo heredero de Aenarion, en el trono.

El capitán se tomó su tiempo para meditar la respuesta de Eoloran. Finalmente, fastidiado por la poca diversión que le proporcionaba el anciano, hizo un gesto a los Sombríos para que se apartaran y los envió a la hierba enfangada de la cuneta de la carretera. Los soldados formaron, reemprendieron la marcha con el ceño arrugado y dejaron en paz a los Sombríos.

Eoloran apremió a sus compañeros para que continuaran, ansioso por poner tierra de por medio con los soldados, y sólo cuando ya habían transcurrido unos minutos se atrevió a hablar de nuevo con libertad.

—Calculo que nos queda menos de una jornada para llegar a Anlec, así que debemos tener las ideas claras —advirtió—. Parece que de momento el plan de Malekith está funcionando, pues si los druchii tuvieran alguna sospecha de un ataque a Anlec, todas las carreteras estarían cerradas. Tenemos que introducirnos en la ciudad antes de que salga a la luz la intención del príncipe y se prohíba toda entrada en la fortaleza. Presiento que los acontecimientos no tardarán en precipitarse, así que debemos anteponer la celeridad a la precaución. Hay que llegar a Anlec antes de mañana al anochecer.

* * *

Anlec era más una fortaleza que una ciudad, a pesar de sus dimensiones descomunales y de las decenas de miles de elfos que la habitaban. Era la mayor ciudadela del mundo, erigida por Aenarion y Caledor Domadragones para contener las oleadas de demonios que habían invadido Ulthuan. Estaba cercada por una enorme muralla reforzada con veinte torres repartidas por todo el perímetro, cada una de las cuales constituía un pequeño castillo por sí misma. En un centenar de mástiles ondeaban estandartes negros y plateados agitados por el viento primaveral, y al otro lado de las almenas, se vislumbraba el destello de las armas de cientos de centinelas que patrullaban por los adarves.

El reducto contaba con tres barbacanas mayores que la mansión de los Anar y guarnecidas por máquinas de guerra y docenas de soldados. Las portaladas de la fortaleza tenían unas inmensas puertas forjadas en hierro ennegrecido y encantadas con los conjuros más poderosos de Caledor. A ambos lados de las puertas sobresalían unas prolongaciones de la muralla a modo de contrafuertes que delimitaban un campo de exterminio al que podían arrojarse lanzas, flechas y encantamientos contra los asaltantes. Un perímetro formado por una serie de torres exteriores, cada una de ellas con una guarnición de cien soldados, protegía las inmediaciones de Anlec. Pero quizá lo más desalentador era el gigantesco foso de fuego de mágicas llamas verdes que rodeaba la fortificación y que sólo podía atravesarse por tres colosales puentes levadizos.

* * *

Los Sombríos cruzaron uno de esos puentes, flanqueados por las crepitaciones y el calor de las llamas. El sol ya se ponía por el extremo opuesto de Anlec y la ciudad emergía de la penumbra como un monstruo tenebroso, con los chapiteles y las torres como si fueran cuernos y zarpas.

Antaño aquel lugar había sido un faro en medio de las tinieblas, la fortaleza de Aenarion el Defensor. Ahora sus edificios de granito negro eran la causa del estremecimiento de Alith. El joven elfo se volvió a su padre y a su abuelo, quienes no pisaban la ciudad desde hacía siglos, desde que Morathi había usurpado el poder a los consejeros y ministros nombrados por Malekith antes de su partida a las colonias. Las historias sobre ceremonias oscuras y rituales sangrientos bastaban para poner los pelos de punta a cualquiera, pero la visión de la ciudad dejó pálidos y con el rostro desencajado a Eothlir y Eoloran.

Atravesaron el campo de exterminio apresuradamente. Alith echó un vistazo a las altas murallas que se elevaban a cada lado y se lamentó en silencio, compungido por los guerreros condenados a asaltar Anlec. Era obvio que miles de elfos leales perderían la vida en la ofensiva de Malekith. Pero borró esos pensamientos tristes de su mente y se animó recordándose que los Sombríos ya habían llegado a Anlec, con el propósito de garantizar que se abriera la puerta y evitar a esos guerreros el destino sangriento que les auguraba. Ver Anlec con sus propios ojos fortaleció la resolución de Alith, y la idea de que la Casa de Anar iba a desempeñar un papel fundamental en la guerra por Nagarythe lo hinchió de orgullo.

Al otro lado de las abismales fauces de la puerta abierta se vislumbraban hogueras cuyas llamas titilaban en la piedra oscura de las torres y del arco gigantesco de la portada. Alith sintió un escalofrío cuando los Sombríos se adentraron en la barbacana —era como si se hubieran extinguido todas las laces del mundo—, y reprimió el impulso de volver la mirada atrás mientras la ciudad los engullía.